Así funciona la Justicia - Natalia Velilla - E-Book

Así funciona la Justicia E-Book

Natalia Velilla

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  • Herausgeber: Arpa
  • Kategorie: Fachliteratur
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

¿Cómo se llega a ser juez? ¿Son los jueces tal y como creemos? ¿Les afecta personalmente el impacto de sus decisiones en la vida de los ciudadanos? ¿Hasta qué punto están politizados? ¿Quién juzga a los jueces? ¿Mandan los jueces en los juzgados? ¿Existe realmente una justicia patriarcal en nuestro país? La magistrada Natalia Velilla responde a estas y otras muchas preguntas en  Así funciona la Justicia , donde narra con todo detalle la realidad del trabajo diario en los juzgados, desde una visión crítica pero humana y empática, mezclando la reflexión experta con la divulgación, las ideas y normas con anécdotas y circunstancias vividas en carne propia. En estos tiempos revueltos, donde se ha hecho tan habitual que los telediarios y las portadas de los periódicos abran con noticias de tribunales y juicios mediáticos, la confianza en la Justicia no atraviesa su mejor momento. La sombra de politización de jueces y fiscales, la sensación de que no todos somos iguales ante la ley y otros prejuicios arraigados entre gran parte de la ciudadanía son un caldo de cultivo propicio para el desapego y la desconfianza. Pero esta situación es, en buena medida, consecuencia del desconocimiento que se tiene del tercer poder del Estado, el más desconocido y sin embargo el que constituye el último bastión de defensa de nuestros derechos como individuos y ciudadanos. Con este libro, basado en fuentes rigurosas y de primera mano, Velilla arroja luz sobre la administración de justicia en general y sobre los jueces en particular. Un libro más necesario que nunca, una lectura hoy imprescindible.

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Seitenzahl: 447

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ASÍ FUNCIONA LA JUSTICIA

Natalia Velilla

ASÍ FUNCIONA LA JUSTICIA

Verdades y mentirasen la Justicia española

© del texto: Natalia Velilla, 2021

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: marzo de 2021

ISBN: 978-84-17623-88-3

Depósito legal: B 19511-2020

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Imagen de cubierta: espada de ceremonia de los Reyes Católicos

Maquetación: Nèlia Creixell

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

A Nicolás y María del Pilar, mis padres

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

1. El nacimiento de un juez

2. Dos años de formación, dos años de experiencias

3. La soledad del juez

4. Un juez trabaja en equipo… y no siempre es el jefe

5. La justicia de dos velocidades

6. A pie de calle: resolver problemas irresolubles

7. El camino hasta llegar a una solución judicial

8. No todos los jueces metemos a gente en la cárcel

9. La justicia y el poder: relaciones horizontales y verticales

10. La ideología de los jueces y el asociacionismo judicial

11. Mujer y justicia, ¿existe realmente una justicia patriarcal?

12. Justicia y medios de comunicación. Los juicios mediáticos

13. El ideal de juez

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

Hace tiempo que llegué a la conclusión de que, por muy tolerantes, formados y avispados que seamos, hay algo de lo que no podemos escapar por mucho que nos lo propongamos: los estereotipos. Desde niños nuestra mente se llena de clichés que nos transmiten la familia y el entorno social y que nos permiten adoptar atajos mentales para simplificar la realidad. Los tópicos hacen que aprendamos más rápido porque con ellos no tenemos que analizar todo lo que nos rodea y podemos centrarnos en lo nuevo. El problema surge cuando los estereotipos se convierten en prejuicios inexpugnables que somos incapaces de derribar.

Aunque los más conocidos son los estereotipos de género, lo cierto es que hay muchísimos más de los que estamos dispuestos a reconocer. Este ideario colectivo se encuentra latente en nuestra sociedad hasta el punto de que nosotros mismos lo transmitimos de padres a hijos sin percatarnos de ello. Los estereotipos no son negativos en sí mismos, solo se convierten en un problema cuando separan, enfrentan o atemorizan.

Con los jueces pasa exactamente eso: las creencias sociales a menudo nos imaginan como hombres mayores, con gesto adusto, formas barrocas y poco (o nulo) sentido del humor. Tanto es así que, pese a que el 53 % de la carrera judicial es femenina, muchos ciudadanos todavía se sorprenden al encontrarse en estrados a una mujer, como si fuéramos una exótica rareza. También se maravillan de ver que alguien ordinario que hace cosas ordinarias pueda ser juez.

«Pues no tienes cara de jueza...».

La razón por la que los jueces y magistrados seamos temidos y considerados seres al margen de la sociedad no es otra que la falta de conocimiento del mundo en el que nos desenvolvemos. La opacidad con la que se administra justicia es más un mito que una realidad. Pocos saben que cualquier ciudadano puede asistir a uno de los juicios que todas las mañanas se celebran en cualquiera de los juzgados de España, ya que nuestra Constitución establece que las audiencias deben ser públicas. Por tanto, más que oscurantismo, lo que tenemos es ausencia de políticas de comunicación.

Ni en colegios, institutos y escuelas profesionales se habla apenas de la Justicia. Tampoco en las universidades, a excepción de las carreras dedicadas a las ciencias jurídicas. Esta carencia formativa se sustituye por medias verdades, exageraciones y prejuicios, muchos de ellos alimentados por los medios de comunicación, cuyos profesionales son tan desconocedores de la administración de justicia y de la carrera judicial como el resto de ciudadanos. El Consejo General del Poder Judicial, sin embargo, no ayuda a que la situación mejore.

Al igual que los poderes legislativo y ejecutivo tienen a los presidentes de las cámaras o de los gobiernos como portavoces, el Poder Judicial carece de un verdadero representante público. Cierto es que el presidente del Consejo General del Poder Judicial pudiera considerarse la cabeza visible del Poder Judicial, pero, en la práctica, la actividad divulgadora de esta institución ha brillado por su ausencia. A modo de ejemplo, solo basta recordar la tristemente conocida sentencia de «la Manada» dictada por la Audiencia Provincial de Pamplona en abril de 2018, en vísperas del puente del 1 de mayo. La sentencia cayó como una bomba en la opinión pública, sin que nadie del Poder Judicial saliera a explicar nada. El tribunal había creído a la víctima —calificaciones jurídicas aparte— y, sin embargo, calificaciones penales aparte, el hashtag fue #JusticiaPatriarcal y #YoSiTeCreo. Un estrepitoso fracaso comunicativo del Poder Judicial que sirvió para enraizar aún más los ya existentes prejuicios sobre los jueces y magistrados.

La popularización de las redes sociales ha supuesto un antes y un después para la imagen de la Justicia. Centenares de jueces, magistrados, fiscales y otros miembros de la administración de justicia han irrumpido con sus cuentas en el mar de bytes a exponer sus ideas, sus quejas y, cómo no, sus explicaciones. La incursión de los jueces ha permitido, en gran medida, que los ciudadanos puedan tener acceso a intercambiar opiniones con ellos, paliando en cierto modo este endémico déficit comunicativo. Del intercambio de ideas surge este libro, en el que pretendo trasladar al lector en qué consiste el trabajo de juez, qué problemas tenemos, cómo vivimos y cómo se puede llegar a ejercer esta maravillosa profesión que volvería a elegir una y cien veces. No sé si conseguiré mi propósito de acercar la Justicia al lector, pero sí espero trasmitir la idea de que los jueces en España somos ciudadanos como todos los demás, con un elevadísimo sentido de la responsabilidad y del servicio público, guiados en nuestras resoluciones por el imperio de la ley, si bien también somos seres humanos imperfectos.

Somos, en definitiva, el reflejo de la sociedad a la que servimos, con sus defectos y sus virtudes.

1

EL NACIMIENTO DE UN JUEZ

DE MÉDICO A JUEZ PASANDO POR ABOGADA

Cuando era niña, vi por primera vez una de esas películas basadas en un clásico de la literatura americana que, por su calidad, han superado en fama a la de la obra literaria, Matar un ruiseñor (To Kill a Mockingbird), novela escrita por Harper Lee en 1960. Creo que viéndola fue la primera vez en la que tomé conciencia del concepto de justicia, de la importancia de tener un juicio justo y de la necesidad de ser asistido por un buen abogado defensor para el buen éxito de una causa.

En la película, Scout, la hija rebelde del abogado protagonista Atticus Finch, se refiere al juez Taylor como un «viejo tiburón durmiente», en clara referencia a que, pese a parecer ajeno a lo que se presenta ante sus ojos y sus oídos en el tribunal, permanece al acecho presto a saltar sobre su presa en caso de pisar terreno embarazoso.

Taylor parece un hombre bueno, justo y equilibrado, pero, a medida que se desarrolla el juicio en el que se acusa al bueno de Tom Robinson de violar a Mayella Ewell, muestra la personalidad de un juez atenazado por su particular forma de entender la vida, sus principios y su punto de vista personal. En el fondo, el «hombre bueno» ve justo que Robinson, un negro, cargue con la condena por violación a una mujer blanca, sin importar si en realidad lo había hecho. La lógica sureña de una América racista y tradicional le impone su manera de concebir el mundo.

El poder del cine y de las series americanas ha condicionado el ideario colectivo hispano acerca de la figura del juez. Imaginamos que son personas de avanzada edad, mayoritariamente hombres, que, desde un estrado elevado, imparten un tipo de justicia más cercano a la «gramática parda» y a lo que la sociedad entiende por justo que a una aplicación técnica del derecho. Un juez todopoderoso que se basa en su propia percepción de la realidad para decidir, y, más que hacer justicia, es un «justiciero». Parte de culpa de la decepción de la sociedad acerca de lo que es la Justicia tiene su origen en esta idea equivocada de lo que es un juicio y del poder real que tenemos los jueces. El juez es un técnico en derecho, no un voluntarista.

Yo no era una excepción: para mí los jueces eran algo semejante al juez Taylor.

Cuando iba al colegio, no se me pasó en ningún momento por la cabeza ser juez ni dedicarme al derecho. En mi familia no hay juristas —soy la primera licenciada superior— y, aunque mis padres nos educaron a mí y a mis dos hermanas para estudiar y ser independientes, nadie me condujo a elegir la carrera de Derecho. No es algo extraño: según fuentes estadísticas oficiales del Consejo General del Poder Judicial, el 76 % de los jueces que aprobamos en 2002 no teníamos a nadie de nuestra familia dedicado al ejercicio del derecho, frente al 6 % que tenía algún juez en la familia y el 18 % que contaba con algún jurista no juez entre sus parientes hasta segundo grado de consanguinidad. Esta situación no ha cambiado mucho: en la última promoción de jueces —los aprobados en 2019— el porcentaje de opositores cuyos familiares no eran juristas era de un 75 %. Este dato tan curioso choca con el intento de manipulación de algunos personajes públicos con relevancia política que tratan de introducir en la opinión pública —con cierto éxito— la idea de que la carrera judicial está formada por sagas familiares de jueces que, en un ejercicio de nepotismo continuado, «colocan» a sus vástagos en los tribunales españoles continuando una tradición ignota de conservadurismo. A la vista de los datos, esta afirmación carece de base.

Aunque no hay estadísticas oficiales sobre las economías familiares de los aprobados, sí existen sobre el nivel de estudios de los padres. En las últimas siete promociones, el porcentaje de aprobados cuyos padres carecen de estudios superiores es de un 34 %, si bien, hace diez años, este era de un 44 %. El juez medio en España, por tanto, viene de familias trabajadoras de clase media en las que ellos suelen ser los primeros juristas e, incluso en un elevado porcentaje, los primeros licenciados.

Yo procedo, como muchos de mis compañeros, de una familia de clase media. La mía ha vivido exclusivamente del esfuerzo de un padre dedicado a los seguros y una madre que ha cuidado de su familia. Mi hermana pequeña, Diana, estudió Medicina y en la actualidad es neuropediatra. La mediana, Pilar, fue la segunda jurista de la familia y trabaja como abogada en una multinacional.

A lo largo de mi adolescencia y juventud temprana, tuve múltiples vocaciones dispares, aunque mi rechazo por la física y la química me condujo irremediablemente a la rama de las ciencias sociales. Recuerdo que, en octavo de EGB, en una de esas rondas de tutoría en las que se fomentaba la participación asamblearia, la profesora nos preguntó lo que queríamos ser de mayores. Yo dije que quería ser médico, mientras que Belén, una de mis compañeras, dijo «quiero ser fiscal», algo que me pareció exótico. Nadie imaginaba entonces que Belén acabaría de economista y que yo, la futura médica, terminaría sentada en estrados unos años después, con un fiscal a mi derecha.

En Bachillerato, comencé a esforzarme por sacar buenas notas. Aunque al principio no sabía qué quería hacer, me hablaron de una universidad en la que se impartía la doble licenciatura de Derecho y Ciencias Económicas y Empresariales en la que era muy difícil entrar porque, además de pedir una nota muy alta de BUP y COU, hacían un examen de ingreso bastante exigente. Me pareció que merecía la pena intentarlo. A mi congénito espíritu de superación en el que continuamente compito contra mí misma, uní la idea de que una doble licenciatura en esas dos materias me abriría horizontes ventajosos para encontrar trabajo en el futuro.

Tras un BUP y COU de muy buenas notas, comencé E-3 en la Universidad Pontificia de Comillas (ICADE), un centro privado en el que mis padres tuvieron que hacer serios esfuerzos para que pudiera completar los seis años que duraba la formación. Estudiar a un ritmo tan exigente, entre alumnos que habían tenido notas altísimas en el colegio e instituto, con clases mañana y tarde y más de diez asignaturas anuales por curso, me forjó un espíritu de sacrifico. Obligó a que adquiriera una metodología de estudio y conseguí una tolerancia a la frustración que me permitió, años más tarde, superar las oposiciones sin quebrantar el ánimo.

Durante los seis años de carrera —quizá de los más felices de mi vida— hice un grupo de amigos de esos que te acompañan para siempre. Amigos con los que me he reído mucho, he hecho locuras y he llorado muertes, enfermedades y reveses crueles. Amigos que hoy conservo y a los que considero, junto con un puñado de amigas del colegio, mi familia elegida. Amigos que, por otra parte, han tomado derroteros profesionales muy alejados del mío, la mayoría de ellos en el ámbito de la empresa, la banca o el derecho de las finanzas. Yo fui la única juez de mi promoción.

A veces pienso que, si hubiera estudiado únicamente Derecho, habría ahorrado a mis padres invertir tanto esfuerzo en darme la mejor educación que podían, puesto que para ser juez no hace falta estudiar Ciencias Económicas y Empresariales ni, por supuesto, acudir a una universidad elitista. Pero luego, analizando en profundidad mi presente, encuentro la huella de una formación integral, una amplitud de miras a la hora de interpretar la realidad desde ámbitos distintos al derecho y un patrimonio personal inigualable, empezando por haber encontrado allí a la persona con la que decidí compartir mi vida y con la que he formado una familia, mi marido, Enrique.

En el minuto cero de empezar la carrera, me di cuenta de que lo mío era el derecho. Sentí como si lo tuviera en mi interior adormecido, como si lo conociera desde siempre. Jamás me costó entender un concepto jurídico —más allá de las complicadas estructuras del Derecho Internacional Privado, la asignatura que más odié en toda la carrera—. Las clases de Derecho Político, Natural, Romano e Historia pasaban raudas, imperceptibles. Me ponía a estudiar en casa y recordaba todo lo que me habían dicho en clase. Sin embargo, las de Matemáticas Empresariales, Introducción a la Economía y Matemáticas Financieras me costaban un horror. Me aburrían. Esta sensación la arrastré a lo largo de los seis años de universidad, con algunas excepciones. Estudiar Macroeconomía era para mí como subir una montaña a 40 grados a la sombra y sin agua. Plantarme ante un libro de derecho penal, sin embargo, era como un premio. Por eso, desde el principio supe que me dedicaría a la rama jurídica. La otra carrera debía servirme como trampolín en un gran despacho o en el Departamento Jurídico de una multinacional. No obstante, la materia de marketing, publicidad y estudios de mercado sí me gustó, hasta el punto de que en sexto curso fui becaria en ese departamento, donde gané mi primer pequeño sueldo.

Al acabar la carrera de Ciencias Económicas y Empresariales (el curso anterior ya había acabado Derecho), empecé a trabajar en un despacho de abogados penalista como becaria, tras colegiarme como ejerciente en el Colegio de Abogados de Madrid. Allí tomé conocimiento por primera vez de lo que era ser juez.

Recuerdo asistir a detenidos, acudir a declaraciones de imputado como abogada o visitar a nuestros clientes en Carabanchel, Alcalá-Meco o Soto del Real para llevarles noticias de su causa. Nunca olvidaré mi primera defensa, un imputado en la Audiencia Nacional en el Juzgado Central de Instrucción nº 5, ante Baltasar Garzón, quien, en aquel 1997, era toda una celebridad. Yo, tan joven e inexperta, en medio de una declaración sobre blanqueo de capitales, rodeada de abogados famosos ante el «juez estrella» del momento. La actitud de Garzón, su talante conciliador y amable, sin embargo no fue lo que me motivó a estudiar judicaturas. Tampoco las posteriores experiencias con Teresa Palacios, Javier Gómez de Liaño y otros. De esa época extraje la conclusión de lo difícil que es el mundo de la abogacía, los codazos que se dan unos compañeros a otros para abrirse camino, las oscuras relaciones entre algunos abogados y sus clientes y la certeza de que no me quería dedicar a ese mundo. No, al menos, desde ese lado.

Tras mi periplo de unos meses como abogada, fui contratada en el Departamento Jurídico de una constructora. A este trabajo le siguió otro en el Departamento Financiero de una empresa industrial dedicada a la fabricación de aparatos de electromedicina. En ambas ocupaciones aprendí a trabajar en equipo, a organizarme y a tratar con los distintos superiores jerárquicos, a ser prudente y a darme a valer. Es duro empezar en un mundo eminentemente masculino (en ambas empresas el porcentaje de empleadas mujeres no alcanzaba el 20 %) con tan poca experiencia. También les debo a ambos trabajos el mérito de haber contribuido decisivamente a formarme una convicción, la de opositar, después de conocer qué hay en el mundo exterior, cómo se trabaja y qué es depender jerárquicamente de otros. Gracias a ello, me convertí después en una juez de vocación tardía, pero que tomó la decisión tras prestar un consentimiento muy informado.

LA DECISIÓN DE OPOSITAR

Según datos oficiales, un 64,14 % de los jueces de acceso por turno libre no ha trabajado en nada antes de sacarse la oposición, por lo que ser juez es su primer empleo. Yo pertenezco al nada desdeñable porcentaje de más de un 35 % que sí ha trabajado antes de ser juez. No creo que sea imprescindible, pero tener otro empleo antes de opositar te permite tener una visión un poco más realista del mundo laboral y, en mi caso, me ha servido para valorar la estabilidad, el orden y la seguridad de un puesto de funcionario del Estado. Por contraposición, perdí casi tres años de mi vida en los que podría haber estudiado, haciéndome perder antigüedad respecto a los jueces de mi edad.

También soy una rara avis en lo que a decidir opositar se refiere: casi un 80 % de los jueces de las últimas promociones acordaron opositar a judicaturas antes o durante la carrera de Derecho, mientras que algo más de un 20 % lo decidimos después de terminar los estudios superiores.

Dos años después de haber acabado la universidad, paseando por la playa de San Juan durante mis vacaciones de agosto, tuve una revelación. Mientras mojaba mis pies en la orilla y andaba entre los veraneantes conversando con Enrique, pensaba en alto. No me satisfacía el trabajo por cuenta ajena. Yo había estudiado Derecho y quería hacer algo útil por la sociedad, quería trascender, realizarme, no tener un simple medio de vida. Ya hacía más de dos años que no estudiaba y se me había quitado un poco ese estrés postraumático de la carrera, en la que estudié como una loca para no llevar asignaturas para septiembre. Pensé que ser juez sería mi destino. No ser fiscal, ni abogado del Estado ni notario. Juez. Yo quería, deseaba, ser juez.

Al exteriorizar mi deseo en voz alta, mi novio me preguntó si estaba segura, si creía que merecía la pena arriesgarse y dejar un trabajo fijo para apostar todo a una carta. No dudé: era capaz y estaba segura. Estudiaría de forma exclusiva y me pondría un horizonte temporal de cuatro años. Si no la sacaba, habría estudiado el derecho en profundidad y estaría en condiciones de entrar en un despacho de abogados en el que valorasen el haber opositado. En la misma conversación decidimos casarnos. Tenía claro que no quería opositar en Madrid, lejos de él, que en aquella época trabajaba en Alicante. Nos iríamos a vivir juntos, lejos de mi familia y de mis amigos, lejos de distracciones y en un entorno seguro y plácido.

Mi motivación para ser juez fue mi percepción de la independencia judicial, la vocación de servicio público, el carácter social de la profesión y la certeza de no tener jefe. No soy en absoluto original: mis compañeros escogen ser jueces, sobre todo, en sendos aplastantes 91 %, por la labor de garantía de los derechos fundamentales y la independencia e imparcialidad de la función jurisdiccional. Otras motivaciones nos llevan a estudiar para esta profesión: encarnar un poder del Estado, con el prestigio y poder que acarrea (50 %); el deseo de contribuir a un servicio público (77 %); la compatibilidad con la vida familiar (64 %); y la contribución a la lucha contra la delincuencia (76 %). Además, en un 95 %, la motivación para ser juez la da el gusto por el derecho. Es lógico: aunque hay multitud de profesiones jurídicas, ninguna como el trabajo de juez —o de abogado— para la práctica del derecho en todas sus versiones. Los fiscales, por ejemplo, se focalizan más hacia el derecho penal y limitados aspectos de otras ramas del derecho. Los letrados de la administración de justicia hacia el derecho procesal, los abogados del Estado hacia el derecho administrativo o los notarios hacia el derecho civil. Un juez, sin embargo, abarca muchos más aspectos del derecho.

Con el paso del tiempo y desde la óptica de quien ha aprobado la oposición y lleva diecisiete años dictando sentencias, una de las mejores cosas que tiene ser juez es la compatibilidad del trabajo con la vida personal y familiar sin perder un ápice de responsabilidad e interés. El trabajo de juez no está sujeto a horario, lo cual permite adaptarse a las exigencias familiares y personales.

Volviendo a la decisión de opositar a judicatura, la mayoría, como he dicho, decide hacerlo antes o durante la carrera de Derecho, por lo que, tras el verano del último curso, comienzan a estudiar sin solución de continuidad y enlazando la finalización de los estudios superiores con el comienzo de la vida de opositor. Un 95 % de los estudiantes cuentan con el soporte económico de sus padres para financiar el periodo de oposiciones y solo un 5 % de ellos ha disfrutado de una beca.

Uno de los motivos por los que se ataca el sistema de acceso a la carrera judicial es por la cuestión económica. Hay quienes consideran que existe un sesgo de clase en aquellos que preparan las oposiciones, y que únicamente gente procedente de familias con capacidad económica elevada puede asumir la manutención de quienes, además de los cursos de carrera, dedican entre cuatro y seis años a preparar las oposiciones a judicatura. Coincido con las críticas en una cosa: la gente humilde procedente de familias que no pueden mantener el estudio improductivo e incierto de un opositor tiene menos opciones de ser juez que alguien cuya familia posee medios para asumir su coste (también lo tienen difícil para ser médico, arquitecto o ingeniero, pero eso no parece importar tanto). Pero niego la mayor: ni proceder de familias con posibilidades económicas te estigmatiza hacia una determinada ideología conservadora ni la crítica tiene sentido alguno. Se trata de igualar por arriba, no por abajo. Se trata de que las administraciones públicas, dirigidas por partidos que critican el sistema de acceso, no eludan su responsabilidad en esto criticando a quien oposita, mientras se niegan a remover los obstáculos que propician estas desigualdades. Las becas para el estudio de las oposiciones a la carrera judicial a menudo parten de fondos privados, como bancos y fundaciones y, en los últimos tiempos, asociaciones judiciales. Las administraciones públicas se han desentendido de la necesaria ayuda para quienes menos tienen, cargando las tintas contra los que, sin ser ricos, pueden alimentar una boca durante unos años más. Detrás de la crítica, además de una simplificación pueril, hay un deseo más profundo de eliminar un sistema de acceso que, con sus defectos, es el más objetivo posible y donde raramente puede verse el favoritismo a la hora de acceder.

Como decía, decidí preparar oposiciones un día de agosto. De le misma conversación salieron cuatro decisiones vitales más: mudarme a vivir a Alicante, casarme, dejar mi trabajo y buscar una vivienda donde estudiar. Nuestras respectivas familias no daban crédito al anuncio que les planteamos en sendas sobremesas de verano, pero asumieron que teníamos un objetivo y que yo había decidido dar un giro radical a mi existencia.

En cuatro meses me despedí de mi trabajo con una renuncia voluntaria. Antes de casarnos, buscamos un lugar donde vivir que fuera barato y donde pudiera estudiar sin interrupciones. Después de visitar varios pisos, nos decidimos por uno de segunda mano, en primera línea de playa, sin apenas acondicionamiento térmico ni comodidades, pero lo suficientemente silencioso para mí. Firmamos una exigua escritura de hipoteca acorde a lo ahorrado por ambos y al salario que percibía por aquel entonces mi marido, en la promesa de igualar sus aportaciones en cuanto pudiera volver a ganar dinero por mí misma, y nos fuimos a vivir allí, con un puñado de muebles de IKEA que montamos entre los dos. Nos casamos a la vuelta de las Navidades en una boda precipitada, gamberra y festera, donde nuestros amigos se sorprendían de nuestra decisión, en una edad en la que aún nadie pensaba en formar una familia.

LA PREPARACIÓN DE LAS OPOSICIONES

Encontrar preparador fue algo difícil. Yo provenía, como he dicho, de una universidad donde no se potenciaba en absoluto opositar y, mucho menos, a judicatura. La explicación es sencilla: ser juez no da dinero. Los abogados del Estado, además de contar con un prestigio social extraordinario debido al temario y las pocas plazas que se ofertan, tienen una conocida colocación en la empresa privada una vez solicitan la excedencia. Los notarios y registradores de la propiedad, por su propio trabajo, perciben unos emolumentos anuales dignos de envidia. Los jueces, fiscales y letrados de la administración de justicia lo hacen por vocación, no por dinero. Pocos abandonan el servicio activo para solicitar una excedencia y colocarse en el sector privado. Podríamos decir que, a igualdad de esfuerzo, la oposición a las carreras judicial y fiscal es menos rentable. En una universidad como la mía, convertirse en juez no dejaba de ser una excentricidad, por lo que carecía de referentes universitarios para hallar preparador. Además, yo había estudiado en Madrid y mi vida la iba a desarrollar en Alicante.

Por carambolas del destino, mi suegro, un oriolano amante de su ciudad, se puso en contacto con otro oriolano de pro, un juez conocido de Alicante cuya hija estaba preparando las oposiciones. Mi compañera, Begoña, estudiaba con un joven magistrado de la Audiencia Provincial de Alicante. Su padre le facilitó el teléfono a mi suegro para que me lo diera.

Enrique es el nombre de mi vida. Así se llaman mi marido, mi hijo mayor y mi preparador. Y también mi suegro, quien consiguió localizar a este último.

Me reuní con Enrique García-Chamón Cervera unos días antes de mi boda, la Navidad de 1999. En aquel entonces, yo con 26 años, él con 37, éramos dos personas jóvenes separadas por abismos de experiencias profesionales y vitales. García-Chamón, casado con una fiscal, magistrado de la Audiencia Provincial de Alicante en una sección civil, tenía dos hijos. Yo, una licenciada en Derecho sin futuro inminente, me presentaba ante él con proyectos extraños: una boda, una mudanza y una oposición que preparar. Mi preparador fue sincero a la par que elocuente: «Conmigo, o te sacas las oposiciones en dos años, o lo dejas, soy muy exigente». Me gustó su estilo. Yo estaba acostumbrada a los retos, a ganarme a mí misma, a autocompetir. Esas frases no iban a ser un obstáculo para mí, sino un acicate. A García-Chamón le produjo cierta desconfianza mi situación. Estaba acostumbrado a recibir propuestas de muchos potenciales opositores dada su conocida eficacia en conseguir un elevado número de aprobados, y realizaba una necesaria labor de criba. Acoger a una opositora recién casada que se acababa de mudar de Madrid y con un perfil profesional tan difuso no le producía la tranquilidad a la que estaba habituado. Por eso fue muy claro conmigo y yo lo fui con él: no se iba a arrepentir, yo era una estudiante muy seria. Me admitió como opositora y me encomendó el primer tema de penal especial del temario para cuando volviera de mi viaje de novios en Cuba.

Con las paredes de la casa con olor a pintura y el frío helador de los eneros de la playa en Alicante, aquel 28 de enero de 2000 me dispuse a estudiar en una habitación orientada a poniente, con un radiador de aceite por compañero: «artículo 138.1, el que matare a otro será castigado, como reo de homicidio…». Mis amigos durante dos años y medio fueron los manuales de oposición que pagué con el finiquito de la empresa que abandoné en noviembre, los Edding 1200 rojos, los Stabilo Boss amarillo, naranja, rojo y verde y el lápiz bicolor rojo-azul. Elaboré esquemas, subrayé pulcramente los libros y apuntes y me centré de manera obsesiva en los 184 temas del primer examen que empezaron con aquel sugestivo tema de penal especial, el 27, «El homicidio. El asesinato. Cooperación e inducción al suicidio. La eutanasia».

El ritmo de oposición que me impuse con ayuda de mi preparador era de lunes a sábado, de 9:00 a 14:00 y de 16:00 a 20:00, unas nueve horas diarias. Los lunes y jueves por la tarde, acudía a casa de García-Chamón a «cantar» los temas. Cada día llevaba un número creciente de ellos: se empieza por unos pocos, uno o dos y se van incrementando a medida que acaba una vuelta y se empieza una nueva. Si los lunes llevaba dos temas de penal y tres de civil, los jueves llevaba un tema de penal y dos de civil. Cuando acabé de dar una primera vuelta a penal especial, continuaba llevando los mismos de penal especial más uno o dos de penal general y así, sucesivamente. García-Chamón me preguntaba cada lunes o jueves aleatoriamente uno de los temas que había estudiado. Para adquirir técnica para el examen, me dejaba unos minutos para la preparación del esquema y, finalizado, empezaba a recitar en alto la materia escogida. Tenía quince minutos exactos para decirla, para lo que me servía de un cronómetro. El tiempo de declamación de los temas es fundamental, puesto que en el examen disponemos de un tiempo máximo para recitar cinco temas y hay que dedicar, además, un mínimo a cada tema. Desde el inicio nos habituamos, por tanto, a medir el tiempo.

Los días, las semanas y los meses discurrían de manera lineal. De lunes a sábado estudiaba con un férreo e inflexible horario (si no me daba tiempo a estudiar lo que había programado para ese día, daba igual, paraba a la misma hora de siempre, el descanso es tan importante como el estudio para un opositor) y los domingos descansaba. En las horas del día en las que no estudiaba —a la hora de comer y por la noche— jamás me dedicaba a leer. Centraba mi atención en actividades que no implicaran esfuerzo visual y que me entretuviesen, como cocinar, hacer manualidades o tareas domésticas, pasear por la playa o salir a hacer deporte. Los domingos los dedicaba a disfrutar de la vida en la medida de lo posible: salir con amigos, hacer excursiones o visitar a familiares.

Para tener éxito en las oposiciones, no hay una fórmula única. Hablando con otros compañeros me he dado cuenta de que son muchos los caminos que conducen al éxito y que, en gran medida, depende del carácter y de la fuerza de voluntad de cada uno. Algunos no tuvieron preparador, otros estudiaban de manera distinta. Para mí, un buen preparador es un elemento esencial para aprobar. No solo te mantiene al día de las novedades legislativas para poder actualizar continuamente el temario, sino que corrige defectos, impone un ritmo constante, enseña trucos y constituye un apoyo moral insustituible en un mundo en el que nadie te termina de comprender, donde eres una isla humana en medio de la nada, aislada y concentrada. La disciplina también es fundamental. Muchos de los que no han conseguido superar las oposiciones se lo deben a que habitualmente encontraban excusas para saltarse las rutinas y no llevar todos los temas, o no ir un día a cantar y buscar atajos para eludir las recomendaciones del preparador. La dedicación exclusiva al estudio, la evitación de las distracciones, la concentración extrema, el ritmo preestablecido y la estabilidad emocional son fundamentales. Hay que vivir al margen del mundo, de las estaciones y de los meses, siguiendo el implacable ritmo de cante de uno o dos días, llueva, truene o nieve.

Mi preparador era un prodigio de disciplina. Tanto es así que algunos opositores no pudieron seguir su ritmo y lo dejaron. La frase que me dijo relativa a los dos años que le iba a dedicar si le hacía caso se cumplió casi escrupulosamente tanto para mí como para los otros cuatro opositores que aprobaron conmigo aquel año 2002. García-Chamón no se andaba con «medias tintas». En Navidad nos daba vacaciones solo los días clave. En Semana Santa solo nos perdonaba un día de cante (el lunes de Pascua). En verano, nuestras vacaciones consistían en no ir a cantar dos lunes y un jueves, menos de diez días de vacaciones en total. El resto del tiempo, no había lunes ni jueves que fallara, fuera festividad o puente. Pese a la crudeza del ritmo, con el tiempo me di cuenta de que únicamente con un sistema así de frenético se podía aprobar la oposición sin dedicarle demasiados años.

Recuerdo que una de mis compañeras, Elena, que se examinaba del primer examen en enero de 2002, estaba en plenas navidades estudiando intensamente. Tenía que darle dos vueltas completas al temario antes de Reyes para poder presentarse al examen a principios de mes. El día 24 de diciembre por la tarde, Elena estaba haciendo un simulacro de examen con nuestro preparador cuando Isabel, su esposa, asomó la cabeza por el despacho del magistrado y le dijo que estaban empezando a poner la mesa para la cena de Nochebuena, por si le faltaba mucho. Y es que, para un opositor a punto de examinarse, no hay Nochebuenas que valgan.

El temario de judicaturas está compuesto por 325 temas. Hasta 2000, las oposiciones a jueces y fiscales compartían temario, pero había dos convocatorias independientes. Desde 2001, sin embargo, la convocatoria en la que yo aprobé, se unificó la oposición a ambos cuerpos, de forma que no solo compartían temario sino también convocatoria y tribunales. Una vez aprobado, cada opositor escoge el cuerpo en el que quiere integrarse hasta completar cada una de las plazas reservadas para una u otra carrera.

En mi época únicamente había dos exámenes orales. Si aprobabas el primero, pasabas a la segunda fase, el segundo examen oral unos meses más tarde. Desde hace ya muchos años, se ha introducido un examen previo tipo test de todo el temario en el que se establece una nota de corte por el sistema de campana de Gauss para reducir el número de opositores que accedan a los exámenes orales, la segunda y tercera fase.

EL APROBADO

Con el implacable ritmo de estudio que me impuse, aislada en una casa en la playa de Muchavista en El Campello, sin distracciones y centrada exclusivamente en mis oposiciones, a los diez meses de haber empezado a opositar, en octubre del año 2000, me presenté a la convocatoria de fiscales por indicación de mi preparador. No había terminado de estudiar la primera parte del temario, pero comparecí a modo de entrenamiento. Pese a que no me sabía los temas con la solvencia necesaria para aprobar, canté los tres primeros temas de cinco, hasta que el presidente me interrumpió para invitarme a que me levantara. Nunca olvidaré que me dijo que continuara perseverando porque iba por el buen camino. En solo diez meses había sido capaz de desenvolverme hasta el tercer tema. Todo un triunfo.

Para aprobar las oposiciones a judicatura la memoria es el factor más importante. Se exige que el opositor sea capaz de recitar literalmente algunos artículos emblemáticos de leyes como la Constitución española, los artículos más importantes del Código Civil y todos los delitos del Código Penal, con sus tipos y subtipos. Escuchar a un opositor de judicatura recitar artículos de memoria del Código Penal resulta impactante. Pero no todo es memoria: hay que saber estructurar la mente, ordenar los conceptos, hablar en público. Es imposible memorizar 352 temas sin entender lo que se estudia. El derecho es un cuerpo orgánico en el que los distintos componentes del organismo están relacionados entre sí. Sin hallar las conexiones y sinapsis jurídicas, un opositor es incapaz de desarrollar lo que estudia. Un recién aprobado en las oposiciones a judicaturas es, probablemente, la persona que más derecho sabe: tiene el ordenamiento jurídico entero en la cabeza, relacionado e imbricado internamente en una concepción integral y completa, lo que le capacita para acceder a la carrera judicial como ningún otro método posible. Por eso, pese a que el sistema memorístico es mejorable y, quizá, pudieran introducirse otros exámenes complementarios que mejorasen la calidad de la oposición, el sistema tal y como está concebido, además de garantizar profesionales preparados técnicamente hablando, es el más justo, igualitario y transparente que existe.

La media de años que se destinan al estudio de la oposición son cuatro años y cuatro meses en las últimas 18 promociones. Yo aprobé en mayo de 2002, a los dos años y cuatro meses de haber empezado. Salvando mi intento de la convocatoria de fiscales, obtuve la plaza de judicaturas en mi primer intento. Aunque puedo considerarme afortunada y reconocer que mis tiempos no son los habituales, lo cierto es que aprobé con otros cuatro compañeros que preparaban con Enrique García-Chamón, todos ellos en tiempo récord. Enrique cumple sus promesas.

El BOE de 20 de marzo de 2001 había convocado 252 plazas para ingresar en la carrera judicial y 100 plazas para la carrera fiscal, 352 plazas en total. Nos presentamos unos 5.400 opositores. Aprobamos 284, de los cuales 231 escogimos jueces y, el resto, fiscales.

El primer examen no fue brillante. Me cayeron temas complicados, de esos que tienen mucha doctrina y en los que pisas en terreno pantanoso. Si se aprobaba con un 12,5 de puntuación sobre 25, yo obtuve un 13,98. No era una gran nota. Además, no había empezado a estudiar la segunda parte del temario. Tenía desde octubre hasta mayo para estudiarlo. Y lo hice.

Aquella tarde de mayo, acudí al Tribunal Supremo sola, como en el primer examen. En situaciones de estrés, no me gusta estar rodeada de gente que me pueda poner más nerviosa, por lo que me negué a ser acompañada por nadie. Era finales de mayo y hacía calor. Nos habían convocado a dos opositoras en mi tribunal para ese día, y yo cantaba en segundo lugar, después de la otra, que tenía una nota muy superior a la mía en el primer examen. Nos saludamos amigablemente y ella entró a cantar sus cinco temas. Yo, desde fuera, aguardaba impaciente. No las tenía todas conmigo: pese a que estaba preparada y había hecho un esfuerzo titánico en los últimos meses para darle varias vueltas a la segunda parte del temario, tenía una nota mediocre en el primer examen que contrastaba con la de mi rival. Además, ella estaba cantando los cinco temas, lo cual era, para mí, un mal presagio: no se solía aprobar a los dos opositores del día. Si la otra lo hacía bien, el aprobado, casi con seguridad, sería para ella.

En la espera, se acercó a mí un hombre trajeado que me empezó a dar conversación. Al inicio, de forma ingenua, le contesté a sus preguntas acerca de si me iba a examinar, cómo lo llevaba, etc. Luego empezó a decirme que no tenía posibilidades, que el nivel de los aprobados por ese tribunal era muy elevado y que, a esas alturas, ya habían aprobado a muchos, que no me quedaban opciones. Me empecé a poner nerviosa hasta que el ujier, que parecía dormitar en una banqueta frente a un escritorio, se percató y echó de muy malos modos al individuo que, a buen seguro, era el padre o familiar de otro opositor. Pobre hombre. Creía que perjudicando a otros opositores iba a conseguir que su pariente aprobase.

Al salir mi compañera, con una sonrisa en los labios, me deseó suerte. Entré y me vi, por segunda vez, ante el tribunal que me había correspondido, presidido por quien, unos años después, acabaría siendo fiscal general del Estado, el magistrado de la Sala Segunda, Julián Sánchez Melgar. Muy amable, me dio las indicaciones correspondientes sobre tiempos y modo de proceder. Ante mí, había nueve personas subidas al estrado histórico en la Sala Segunda del Tribunal Supremo, ante el Cristo Crucificado de Alonso Cano y bajo los frescos de José Granelo. Yo, sentada ante ellos, más abajo, ante un escritorio de caoba con folios, bolígrafos y una jarra de agua con un vaso, sentada sobre un butacón tapizado. Hay que reconocer que se necesitan nervios de acero para no dejarse influir por la presión ambiental. Yo los tenía. Cuatro tilas y medio Lexatin ayudaban.

Di mi DNI y me acerqué a sacar las fichas. Al verlas, mi corazón, que latía desbocado, se tranquilizó. Aunque el tema de Procesal Civil era poco lucido, el de Procesal Penal era de esos que me había estudiado muy bien y había entendido a la perfección. El tema de Derecho Mercantil era el 2, «La contabilidad mercantil. Los libros de comercio: clases y requisitos. Exhibición y fuerza probatoria de los libros de comercio», que, por mi preparación en Ciencias Empresariales me sabía a la perfección. El de Derecho Administrativo, el tema 3, me había salido en los tres simulacros de examen que había hecho con mi preparador unos días antes —desafiando las leyes de la probabilidad, había sacado siempre el mismo tema—, por lo que era el que mejor podía recitar. Y el golpe de efecto lo tuve con el tema de laboral: «Concepto y principios de la Seguridad Social». Esa misma mañana, mi preparador me había llamado para decirme que el BOE publicaba una reforma de la Ley General de la Seguridad Social que afectaba a las pensiones contributivas. Decir en medio del examen que, ese mismo día, el sistema había sufrido una reforma, hizo levantar la vista del papel a los miembros del tribunal, sorprendidos por mi conocimiento.

Salí airosa del examen. A los pocos minutos, el ujier salió para decir que había aprobado el examen con una nota superior a 21. Mi compañera no pasó la prueba. En ese momento yo ya estaba acompañada por mi marido y por mi padre. Me puse a llorar desconsoladamente de alegría. No podía parar. Lo había conseguido. Llamé a Enrique García-Chamón, que se alegró tanto como yo. Vinieron mi madre, mis hermanas y algunas amigas y nos fuimos todos a celebrarlo.

Tenía 28 años. La media de edad de los que aprueban las oposiciones a juez está en los 29, aunque mi compañera Elena, la de la cena de Nochebuena, fue la jueza más joven de mi promoción, con 23.

Lo cierto es que el proceso no deja de ser cruel. Como en un túnel de lavado de esos que tienen rodillos de pelo que limpian los cristales y carrocería de los automóviles, el «túnel» del Tribunal Supremo hace magia convirtiendo un número, un opositor anónimo que entra en el edificio, en señoría al salir de él. Un proceso que te cambia la vida en una hora y media. Hay que tener las ideas claras, la templanza y la inteligencia emocional suficientes para asumir el cambio y administrarlo con rectitud. Porque ser juez no es solo haber aprobado una oposición. Ser juez es una responsabilidad a la altura de la dignidad del cargo.

Desde esa tarde de mayo tomé conciencia de lo que me había sucedido. Empezaba una nueva etapa en mi vida, una etapa decisiva.

2

DOS AÑOS DE FORMACIÓN, DOS AÑOS DE EXPERIENCIAS

PREPARADA PARA BARCELONA

Al verano del año en el que se aprueba una oposición como la mía, se llega con hambre atrasada de diversión, pereza y ganas de recuperar el tiempo perdido. Un poco de «síndrome del gato encerrado» se adueña de jóvenes que han dedicado una parte de los mejores años de su vida al estudio. Yo no fui una excepción, aunque estuviera felizmente casada con un hombre que, dicho sea de paso, es la horma de mi zapato.

Celebré mi aprobado por todo lo alto en un garito de la playa de San Juan con mis amigos, y pasé la festividad de Hogueras de junio más loca que recuerdo. No había suficiente playa para mí, ni suficiente noche, ni suficientes amigos con los que quedar. El colofón a tantas ganas de vivir fue un viaje por las repúblicas bálticas en el que me desquité de años de discretos viajes a localidades cercanas a mi domicilio.

También dediqué el verano a estudiar valenciano. Me apunté a un curso intensivo en la Universidad Miguel Hernández de Elche para aprenderlo y poder presentarme al examen oficial de la Consejería de Educación. En aquellos tiempos, el Grau Elemental era considerado mérito para concursar a plazas sitas en la Comunidad Valenciana, Cataluña y Baleares, lo que te daba preferencia sobre otros compañeros con mejor escalafón —ahora piden un nivel superior al elemental—. A mí me interesaba tenerlo para eludir ser destinada a Canarias o al País Vasco —en 2002 los jueces aún iban con escolta y ETA estaba activa—. Aunque aprobé el examen de la universidad, suspendí el oficial y tuve que presentarme, ya estudiando en la Escuela Judicial, a la convocatoria de la primavera de 2003. En esta segunda ocasión, escogí el centro de examinación de Orihuela, una localidad en la que no se habla valenciano, por lo que el nivel de los examinandos era inferior al que tenían los de Alicante y, de esta forma, esperaba ser tratada con más benevolencia. Y no solo lo creía yo: una compañera de Lleida de la Escuela Judicial se vino conmigo a examinarse. Pese a ser catalanoparlante, en Vinaroz no le aprobaban el valenciano «por sus catalanismos». El motivo por el que mi compañera tenía que aprobar el Grau Elemental pese a ostentar el correspondiente grado en catalán era porque la Comunidad Valenciana no reconocía la identidad de ambos idiomas y, sin embargo, en Cataluña y Baleares sí aceptaban el valenciano como idioma catalán. Cosas de la política lingüística que, en ocasiones, se conduce de forma un tanto ilógica. A las dos nos fue bien y aprobamos.

También obtuve más adelante el mérito de Derecho Foral Valenciano, que, junto con el idioma, me permitiría tener preferencia en la Comunidad Valenciana. Idioma cooficial y conocimientos acreditados de Derecho Foral allí donde existen son los dos méritos principales que permiten concursar a determinadas regiones con ventaja escalafonal.

Ese verano tuve que organizar logísticamente mi futura estancia en la Escuela Judicial de Barcelona. Todos los aprobados de las oposiciones a la carrera judicial tenemos que destinar un año académico completo en la Ciudad Condal. Los fiscales, sin embargo, estudian en el Centro de Estudios Jurídicos en Madrid, en un periodo formativo mucho más breve de solo cuatro meses. Nosotros, además, tenemos que destinar siete meses más de prácticas tuteladas, frente a los cinco meses de los fiscales.

En la actualidad, esto ha cambiado. Tras el año en la Escuela, le siguen cuatro meses de prácticas tuteladas en lugar de siete, dedicando otros cinco meses más a una heterodoxa y constitucionalmente discutible etapa de sustitución y refuerzo antes de elegir destino. No exagero: funcionarios en prácticas que no han jurado el cargo actúan con plenitud de poderes en un periodo en el que, además, siguen siendo evaluados en la Escuela Judicial, algo que casa mal con la independencia judicial. Lástima que a nadie se le haya ocurrido recurrir judicialmente la constitucionalidad de tal práctica, cuya finalidad no es otra que dotar a los juzgados de una mano de obra barata y movible geográficamente durante un tiempo.

En resumen: un juez no ocupa por primera vez una plaza hasta pasados casi dos años de haber aprobado la oposición. Creo que no hay cuerpo funcionarial con una formación tan completa y extensa.

Me reuní con los que habíamos aprobado en Alicante ese año —ocho en total, cinco de los cuales lo habíamos hecho con Enrique García-Chamón— y, con el fin de ahorrar costes, nos organizamos para compartir pisos en Barcelona. Después de pasar unos días en la ciudad a principios de julio buscando alojamiento, nos dividimos en varios pisos y yo terminé con Rosa Juan, una opositora de Alicante de otro preparador a la que apenas conocía, pero que tenía en común conmigo que también estaba casada, por lo que nuestros ritmos de fines de semana serían parejos.

El salario de funcionario en prácticas de la Escuela Judicial no llegaba a los 1.300 euros netos mensuales —en la actualidad, se perciben unos 1.500 euros—. Con ellos tenía que alquilar piso, mantenerme, contribuir a la economía familiar y pagar los viajes a Alicante y Madrid. Si no compartía alojamiento, el 80 % del salario lo absorbería la renta de alquiler y seguiría siendo una carga para mi marido, así que decidí irme a vivir con Rosa.

De desconocida se convirtió en amiga. Nos apoyamos mutuamente en aquel curso académico y aunque nos unió la experiencia de convivir y repartir tareas, el hecho de convertirnos en madres primerizas casi a la vez fue mucho más importante. Ambas nos quedamos embarazadas durante el curso académico en Barcelona. En la actualidad, cuando viajo a Alicante, Rosa y yo compartimos paseos, confidencias y alguna que otra caña recordando viejos tiempos.

Alquilamos un piso a buen precio en la calle Balmes con Provença, un principal en el que no se podían abrir las ventanas por el ruido, pero que estaba reformado y contaba con buenos cerramientos. Nada más salir del portal de aquella casa, estaba la estación de Provença de los FGC (Ferrocarrils de la Generalitat de Catalunya), a un paso de paseo de Gracia y Rambla Catalunya, en el centro de Barcelona. La finca era antigua, eso sí. Cuando años más tarde vi la aclamada REC de Jaume Balagueró y Paco Plaza, llegué a sospechar que se había rodado en aquel edificio. Una de las actrices me recodó a nuestra vecina de arriba, una señora mayor que paseaba toda la noche con tacones por la casa y ponía la televisión a volumen inaguantable.

UN AÑO EN LA ESCUELA JUDICIAL DE VALLVIDRERA

La Escuela Judicial se halla enclavada en la sierra de Collserola, en la carretera de Vallvidrera, a los pies de la torre de comunicaciones de Norman Foster —a la que todos achacábamos que nos producía dolor de cabeza, y eso que no había empezado aún la paranoia del 5G—. Se escogió un enclave idílico y, a la vez, de difícil acceso para garantizar la seguridad de los futuros jueces (lo cierto es que había que tener muchas ganas de llegar hasta nosotros porque no es fácil acceder a la Escuela). El edificio, con grandes cristaleras, mira a la ciudad y ofrece unas vistas de Barcelona contra el mar Mediterráneo que enamoran. Cuando llegas allí por primera vez, te embarga una sensación de felicidad plena, como si ingresaras en un sueño. Sin embargo, esa impresión va desapareciendo a medida que pasan los meses y el excesivo periodo formativo empieza a pesar. A finales de curso ya ni siquiera te llama la atención el increíble reflejo del sol en el mar ni el perfil de la ciudad.

Para llegar a la Escuela Judicial cada mañana, teníamos que tomar la línea S1 o la S2 de los FGC hasta la estación Peu de Funicular, donde utilizábamos este medio de transporte que nos subía por la ladera de la montaña hasta Vallvidrera. Allí, unos minibuses contratados por la Escuela Judicial nos recogían a todos los alumnos en unas franjas horarias preestablecidas.

Mi promoción fue la última de las cuatro consecutivas más numerosas que poblaron la Escuela Judicial, y contó con un total de más de 250 alumnos. Fuimos 40 % hombres y 60 % mujeres. La tendencia hacia la feminización de la carrera judicial es constante. La media de las últimas 23 promociones ha sido de un 64,78 % de mujeres frente a un 35,22 % de hombres, algo bastante fácil de entender si atendemos a que estamos ante una profesión de prestigio, con responsabilidad real, fuerte realización personal y estabilidad en el empleo, en la que no hay que competir para obtener puestos directivos, como sí sucede en el sector privado.

Nos dividieron en dos secciones, la A y la B, cada una de las cuales estaba compuesta por seis grupos, doce en total, que englobaban, cada uno de ellos, a unos 20-22 alumnos, agrupados por orden alfabético. Cada sección tenía horario de entrada y salida distinto para evitar aglomeraciones en el funicular y en los autobuses. El edificio estaba previsto para un número inferior de alumnos, por lo que algunos fuimos ubicados en un edificio aledaño denominado «El Anexo». Yo, por mi apellido, estaba en la Sección B, en el grupo 12 y, cómo no, en el Anexo. Rosa estaba en la Sección A en el Grupo 6, lo cual, a la hora de las duchas y desayunos, nos venía muy bien para la organización doméstica.