La crítica de cine en Colombia - Oswaldo Osorio - E-Book

La crítica de cine en Colombia E-Book

Oswaldo Osorio

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En Colombia nunca han faltado los críticos de cine, dice Oswaldo Osorio. Sin embargo, la obligada formación autodidacta y el lento progreso de la producción cinematográfica colombiana han hecho que el oficio de crítico sea un camino accidentado y con muchas etapas, que van desde la del comentador de los años cuarenta hasta la democratización de la labor con la expansión del internet a finales del siglo pasado. Aun con eso, y a pesar de que no se pueda hablar de una profesionalización y de que el panorama esté lejos de ser consistente, la trayectoria de este oficio da cuenta de una persistencia a través de múltiples voces, estéticas, estilísticas y tendencias. La crítica de cine en Colombiarecoge algunos hitos en la crítica del séptimo arte en el país. El volumen está compuesto por cincuenta y cuatro textos de diferentes autores (entre otros, Hernando Salcedo Silva, Gabriel García Márquez, Manuel Kalmanovitz, Umberto Valverde, Andrés Caicedo, Hugo Chaparro Valderrama, Martha Ligia Parra, Andrea Echeverri y Pedro Adrián Zuluaga), y abarca escritos desde la década del cuarenta hasta el 2020. Por la muestra ofrecida y por las películas y temas abordados, este es un libro adecuado no solo para quienes estén interesados en la crítica en cuanto género, sino también para los aficionados al cine.

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Oswaldo Osorio

—compilador—

La crítica de cine en Colombia

Colección Cine

Editorial Universidad de Antioquia

Colección Cine

© Oswaldo Osorio

© De los artículos: los respectivos titulares

© Editorial Universidad de Antioquia®

ISBN: 978-958-501-174-8

ISBNe: 978-958-501-175-5

Primera edición: julio de 2023

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia

Editorial Universidad de Antioquia®

(+57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Imprenta Universidad de Antioquia

(+57) 604 219 53 30

[email protected]

Introducción

La crítica de cine de un país siempre estará relacionada con su industria cinematográfica. Es por eso que en un país como Colombia, donde tal industria no ha existido, sino que, a lo sumo, se han dado periodos con algún dinamismo en la producción, el surgimiento y el desarrollo de la crítica han sido necesariamente lentos, a tal punto que hubo que esperar medio siglo, luego de la invención del cine, para la aparición de los primeros críticos propiamente dichos.

No quiere decir esto que durante esos primeros cincuenta años no se hubiera escrito de cine; todo lo contrario, desde que el cine comienza a ser un fenómeno de importancia cultural y social en el país, fueron muchos los que escribieron de cine, aunque la mayoría provenía de la literatura. Hernando Martínez Pardo afirma que “los comentarios dedicados al cine en el periodo 1900-1928 estaban escritos o para publicitar las películas o como pretexto para hacer prosa poética”.1 Así ocurrió con escritores e intelectuales como Luis Tejada y Germán Colmenares, o con Tomás Carrasquilla y su ya célebre texto publicado en 1914 y titulado “El buen cine”, en el que elabora una reflexión, entre lúcida y simpática, sobre la naturaleza del cine como artículo de primera necesidad, arte popular, industria cultural y forma expresiva que, para entonces, consideraba ya válida e inmortal.

Así mismo, durante las primeras décadas existieron muchas publicaciones dedicadas exclusivamente al séptimo arte, solo que eran editadas por las propias casas productoras o exhibidoras, así que se trataba siempre de publicidad disfrazada de información. Desde la publicación en 1908 de la revista Cinematógrafo —en la cual aparecía la cartelera semanal y se hablaba también de muchos temas diversos al cine—, apareció una decena de revistas más, la mayoría de ellas en Bogotá, y las principales, como Olympia, Películas y Revista Colombia, fueron editadas por los Di Doménico, los italianos pioneros de la exhibición y la producción de cine en Colombia.

Para la década del treinta, cuando la producción nacional desaparece por completo durante todo un decenio, casi todas estas publicaciones también llegan a su fin (surgen cuatro nuevas de muy corta vida y en distintos años), siendo entonces los periódicos los encargados de abrirles espacios a los comentaristas para hacer sus reseñas, pero sin mayor rigor analítico o metodológico. El más constante de estos comentaristas fue Luis David Peña, cuyas reseñas, si bien eran todavía muy esquemáticas y casi siempre laudatorias, se diferenciaban de la cantidad de comentarios anónimos que aparecían con regularidad en la prensa, los cuales eran promovidos por las empresas distribuidoras como una modalidad publicitaria.

Durante la década del cuarenta, esos “comentadores” de cine y sus espacios en la prensa, que hasta el momento habían sido esporádicos, empiezan a ser constantes y el cine comienza a tener un lugar, al menos semanal, en sus ediciones. La mayoría estaban firmados con seudónimos, entre los que se destacan Argos (El Espectador), Arnaldos (El Tiempo) y Olimac (El Colombiano), porque al parecer el cine seguía siendo considerado un arte popular que no ameritaba, como sí ocurría entonces con el teatro, que se respaldara con el nombre del autor: “[el teatro] Era lo que se concebía como cultura en la época y el cine todavía no había sido aceptado entre nosotros en ese mundo exclusivo. Por esta razón los comentaristas lo trataban simplemente como un espectáculo en el cual basta observar la técnica y la impresión recibida”.2

Sin embargo, esto no implicó una falta de compromiso para con el cine, especialmente en el más importante de estos escritores, el primero que podría ostentar el título de crítico de cine en Colombia: Olimac (también firmaba como Ego), quien se interesó comprometidamente, cuando nadie más lo hacía, en la escasa producción nacional y en confrontar enérgicamente sus errores y carencias, no solo desde el punto de vista técnico, sino también en sus diferentes oficios, e igualmente elaboraba reflexiones de fondo, como la que hiciera sobre la mejicanización del cine colombiano a mediados de los años cuarenta, o su constatación sobre la contrastante relación entre lo que buscan los inversionistas de las películas y sus probables cualidades cinematográficas. Estos seudónimos pertenecían a Camilo Correa, quien, luego de muchos años como comentarista y crítico, quiso ser productor, director y exhibidor, aunque con una suerte poco más que adversa tanto en su aventura con la película Colombia linda (1955) como con su empresa Procinal3.

Para mitad de centuria, la constante se mantenía: a la discontinuidad en la producción nacional correspondía un incipiente desarrollo de la crítica. Hasta ese momento, los textos publicados sobre cine se centraban principalmente en los actores, en resaltar de forma genérica los aspectos técnicos y en adjetivadas opiniones sobre la calidad de las películas. Esa también fue la línea editorial de las esporádicas y pasajeras revistas, salvo por Cine Club de Colombia (1953), órgano informativo del que, con el mismo nombre, fuera el primer cineclub del país y en el que militaron figuras como Jorge Enrique Buitrago, Enrique Grau y Luis Vicens.

Es en este contexto que reconocidos escritores e intelectuales y prestigiosas revistas de la cultura y el pensamiento nacional se empiezan a interesar por el cine como un medio de expresión que trasciende el mero entretenimiento. Entonces el panorama comienza a cambiar con la aparición de las columnas regulares de Gabriel García Márquez en el periódico El Espectador y de Hernando Valencia Goelkel también en este mismo diario y en revistas como Mito, Cromos y Eco. Ambos abordaron la crítica de cine como nunca antes se había hecho en el país, con rigor analítico y profundidad interpretativa, apoyados en su fundamentado conocimiento de la literatura, pero con el acento en los elementos propios del lenguaje cinematográfico.

García Márquez mantuvo su columna solo dos años (1954 y 1955), con lo cual su oficio de crítico queda casi como un dato anecdótico al lado de su reputación como periodista y su postrera fama como escritor, y lo reemplaza Margarita de la Vega, la primera y durante muchos años única mujer del país en este oficio; pero Valencia Goelkel, quien escribió poco más de una década en los mencionados medios y luego en distintos periódicos, desarrolló una labor sólida y consistente que se convirtió en referente para los futuros críticos, ya fuera con textos del tamaño regular de una columna periódica, o con ensayos críticos de largo aliento como el emblemático escrito sobre Camilo, el cura guerrillero (Francisco Norden, 1973), presente en esta antología. Así describió Martínez Pardo su oficio como crítico: “Pero el autor no se limita a afirmar la existencia del lenguaje cinematográfico, tampoco se dedica a elaborar una teoría sobre el mismo independientemente de las películas que analiza. Lo va definiendo a partir del mismo cine”.4 En 1980 dirigió los diez números que se editaron de la revista Cine, la publicación de Focine (Compañía de Fomento Cinematográfico) que, por fortuna, se destacó más por el criterio y el nivel de su director y colaboradores que por ser el órgano de difusión de la viciada entidad estatal en la que pronto se convertiría.

Otro nombre, no menos importante, en estas primeras manifestaciones de una crítica seria en Colombia es el de Hernando Salcedo Silva, quien además tiene el mérito de ser el primero en hacer un estudio del periodo silente en el país. Su trabajo se caracterizó por que ya los referentes para el análisis provenían del cine mismo, en especial de la política de autor, y también por el interés en el cine colombiano, con el cual fue más allá de la simple interpretación de las películas, pues trató de encauzar una reflexión crítica del cine nacional a partir de los aspectos social y político. Las entrevistas que realizó a algunos de los pioneros del cine nacional, consignadas en su libro Crónicas del cine colombiano 1897-1950, son un material invaluable para el estudio de un periodo con una endeble memoria fílmica perdida en su gran mayoría.

Durante la década del sesenta hubo un mayor dinamismo en la escena cinematográfica nacional, tanto en producción de películas como en aparición de publicaciones, cineclubes y, por consiguiente, en el interés creciente por acercarse crítica y reflexivamente al cine. Este interés se dio tanto en cineastas, como Francisco Norden, Álvaro González Moreno o Guillermo Angulo (quienes escribieron durante algunos años principalmente en El Tiempo), como en críticos y literatos agrupados en revistas especializadas, como ocurrió con la fundacional Guiones y su grupo de trabajo organizado alrededor de la crítica cinematográfica: “La ironía de [Ugo] Barti, la precocidad de [Héctor] Valencia, las colaboraciones de Carlos Álvarez desde Argentina, las brillantes notas firmadas por Darío Ruiz Gómez desde España, oxigenaban el ambiente y daban piso a un conocimiento más complejo del cine”.5

Guiones fungió como el modelo a seguir por las revistas especializadas en las que se imponía la crítica y la cinefilia sobre la dependencia de la farándula y la exhibición: “Incluyó en sus páginas numerosas entrevistas, reseñas, críticas y perfiles sobre la vida y obra de directores y artistas destacados, y abordó numerosas discusiones sobre el cine como vehículo artístico y producto de consumo, alrededor del valor estético de las imágenes, del cine y la literatura como visiones del mundo”.6 No obstante, los quebrantos que siempre han aquejado a las revistas culturales en poco tiempo le llegaron a Guiones, esta vez por cuenta primero de la censura de su casa editorial y luego por su iliquidez como empresa, por lo que, luego de diez números, dejó de circular en 1963.

No obstante, se puede decir que esta revista tuvo un segundo aire cuando en 1965 se publica Cinemés, un impreso con algunos colaboradores en común y una similar línea editorial, esto es, escribir diferente sobre un cine que era diferente, en especial ese de América Latina y Colombia comprometido con la realidad política y social: “El nuevo cine latinoamericano, reflejo de un yugo que se apresta a romper cadenas”. Esa fue la arenga lanzada desde el primero de apenas ocho editoriales que alcanzaron a hacer.

Esta actitud es un indicio de lo que eran las politizadas décadas del sesenta y el setenta, las cuales trajeron consigo el enfrentamiento entre dos corrientes críticas: quienes consideraban al cine como arma en la lucha de clases y aquellos que abogaban por su carácter comercial y como medio de expresión personal, es decir, la dicotomía entre los dos primeros cines y el tercer cine.7 Estas dos posiciones en cierta medida dinamizaron la reflexión sobre el cine nacional, aunque, inevitablemente, la primera tendía más al laudo y la promoción de películas, mientras la segunda, más cercana a estudiosos, cinéfilos e intelectuales, miraba el cine de forma más compleja y reflexiva. En los años setenta esta última posición fue asumida desde las páginas de publicaciones cinematográficas, como Cuadro y Ojo al Cine, o desde revistas con temáticas más amplias, como Gaceta y Alternativa.

Cuadro fue editada en Medellín por el Cine Club Medellín y dirigida por Orlando Mora y Alberto Aguirre durante casi toda la década del setenta, aunque con una periodicidad muy espaciada: solo vieron la luz ocho números. Aun así, se trata de una de las más importantes y emblemáticas publicaciones de cine del país, por el rigor, la profundidad y el gran sentido crítico con que abordaron el cine, lo cual estaba representado en la calidad y nivel de sus gestores y colaboradores, así como en un diseño que solo daba lugar a largos textos sin fotografías.

Orlando Mora es uno de los críticos más constantes y consistentes desde entonces en el país, caracterizado siempre por su aplomo y buen criterio asumiendo posiciones y por sus textos accesibles y bien informados. Alberto Aguirre, por su parte, fue uno de los críticos más agudos y fundamentados del país, aunque con una labor muy discontinua, pues su praxis de la crítica se extendía a temas diversos de la vida cultural o política del país, incluso también escribía sobre televisión. Habría que añadir en este apartado a Carlos Álvarez, frecuente colaborador de Cuadro y uno de los críticos más comprometidos con la idea del tercer cine y su aplicación en Colombia, primero desde sus textos y luego con sus documentales; por eso, tanto los unos como los otros respiran ideología y asumen una posición política humanista y de izquierdas hablando de forma directa y con persuasiva elocuencia.

Ahora, Ojo al Cine era publicada desde el Cine Club de Cali por un grupo de cineastas y críticos, entre los que se encontraban Carlos Mayolo, Luis Ospina, Ramiro Arbeláez, Patricia Restrepo y Andrés Caicedo, quien la dirigió en sus cinco ediciones (una doble) publicadas entre 1972 y 1974. Caicedo fue un crítico apasionado y riguroso y el cinéfilo más célebre del país, aunque esto en parte por su temprana muerte, pero también por su vasta cultura cinematográfica, definida por su voracidad para ver películas y por la solidez de su metodología a la hora de escribir sobre una película o un autor. Su estilo podía ser intenso y poético como su literatura, pero también farragoso y frecuentado por digresiones por cuenta de su erudición cinéfila y su apasionamiento por los directores autores y las estrellas de cine.

Con una producción más robusta en los años setenta (sobre todo en cortometrajes, gracias a la llamada ley del sobreprecio) y con la creación de Focine, la entidad estatal que permitió que se multiplicara la producción durante la década siguiente, la crítica cinematográfica alcanzó un dinamismo inédito en el país. Como reflejo de lo que parecía ser por fin el nacimiento de una industria nacional, aumentaron considerablemente la actividad de los cineclubes y la creación de salas de arte y ensayo, así como las secciones permanentes especializadas en revistas y periódicos, pero ahora a cargo de críticos de oficio (aunque no su único oficio), y no de comentaristas o periodistas prestados de otras secciones. Escribía Martínez Pardo en 1978: “Parece que finalmente se ha aceptado al cine en sociedad. Es rara la revista y aun el periódico que no cuente con su sección cinematográfica. Alternativa, El Manifiesto, Nueva Frontera, Guion y Consigna, que son revistas esencialmente políticas, dedican algunas páginas al cine”.8

También las revistas de cine tuvieron un inusitado florecimiento: además de las ya citadas Cuadro y Ojo al Cine, estaban Trailer, Cinemateca y Cine, por solo mencionar las más significativas, porque cada cineclub importante publicaba una, aunque la aventura apenas durara un par de números. A este alentador panorama se le sumó la aparición de las facultades de comunicación social, que llegaron a contribuir con toda esa efervescencia de la cultura cinematográfica y audiovisual del país nutriendo la actividad crítica, de la cual hicieron parte, entre otros, Mauricio Laurens, Juan Guillermo Ramírez, Diego León Hoyos, Juan Diego Caicedo, Diego Rojas, Gilberto Bello, Enrique Pulecio, Umberto Valverde, Hugo Chaparro Valderrama y Augusto Bernal, este último director de Arcadia Va al Cine, fundada en 1982 y reconocida como la más importante de esa década, porque en ella convergieron la mayoría de estudiosos y críticos de cine del país, así como por su especial interés en el cine colombiano, del cual son particularmente recordadas sus ediciones dedicadas a los diferentes cines regionales. Esta fue una generación de críticos que se empezaba a distanciar de los abordajes al cine desde las connotaciones políticas y militantes, para afianzarse en lo que ya era el predominio de una crítica fundamentada en el cine o la política de autor. Además, fue la última generación que pudo ejercer la rutina de escribir textos e interpretaciones de largo aliento, dada la proliferación de revistas y los frecuentes y generosos espacios que les reservaba toda la prensa diaria y periódica del país.

Este periodo de febril actividad también suscitó en la ciudad de Medellín uno de los capítulos más productivos de esta historia, cuyo origen puede asentarse a mediados de la década del setenta en una página especializada publicada en el periódico El Colombiano durante más de veinte años, iniciada por Álvaro Ramírez y dirigida por Luis Alberto Álvarez, con la eventual colaboración, entre otros, de Alberto Aguirre y Orlando Mora. Esta página es considerada, por consenso, el más importante espacio de la crítica de la prensa nacional entre las décadas del setenta y el noventa, así como una experiencia sin igual frente a otros medios del país. Cuentan los cinéfilos y críticos bogotanos y caleños que se convirtió en un rito de cada domingo salir a buscar este diario paisa solo para leer (y coleccionar) esta columna.9

Por otra parte, la figura de Luis Alberto Álvarez fue esencial en el panorama de la crítica nacional, no solo por el humanismo, gran conocimiento del cine y la vocación didáctica que regían sus textos, sino por ser un importante gestor de la cultura cinematográfica de su ciudad y del país, ya desde la mencionada página de cine, los cursos de formación que dictaba en diferentes entidades culturales o la coordinación editorial de la revista Kinetoscopio, fundada en 1990. Alrededor de esta revista, la publicación de mayor permanencia en Colombia y una imprescindible memoria del cine colombiano, se han formado varias generaciones de críticos, quienes simultáneamente han tenido una constante presencia en otros medios, y entre los que se encuentran nombres como los de Marta Ligia Parra, Santiago Andrés Gómez, Juan Carlos González, Pedro Adrián Zuluaga, Samuel Castro y el autor de este texto.

El descenso en la producción nacional y de la calidad en la oferta cinematográfica en las carteleras desde finales de la década del ochenta transformó las características de los espacios dedicados al cine en periódicos y revistas y prácticamente eliminó las publicaciones especializadas, reduciéndolas a cortas aventuras editoriales, con excepción de Kinetoscopio. Los críticos históricos han sido arrinconados o despojados de sus espacios en los medios impresos, los cuales han optado por reproducir información sobre el cine comercial o sobre televisión y entregar muchos de estos espacios —de nuevo— a los periodistas culturales, quienes escriben de todo un poco y no permanecen demasiado tiempo en la misma sección.

El ejemplo que mejor ilustra esta adversa situación es el citado espacio de El Colombiano, en el que esa página completa en tamaño universal y esperada cada domingo por la cinefilia del país, que podría ser utilizada para una extensa crítica o para que dos o tres críticos escribieran, para inicios de este siglo fue reducida a un texto de quinientas palabras. Las afirmaciones de Orlando Mora son muy claras en este sentido: “El problema de espacio es definitivo. Con unos periódicos que cada vez quieren parecerse más a la televisión por el carácter ligero y digerible de los textos que aconsejan, es difícil encontrar apoyo para un tipo de textos más densos y provocadores. Por eso es más frecuente la información de consumo que la crítica”.10

De manera que la crítica de cine en Colombia en la transición de siglos, si bien se encontraba en un saludable estado en cuanto a la calidad y la heterogeneidad de quienes la practican rigurosa y comprometidamente, tiene su revés en una marginalidad inducida por las políticas editoriales establecidas por los medios de comunicación con respecto a los contenidos cinematográficos, los cuales, en lugar de la crítica, desde entonces han vuelto a privilegiar la información acerca de la farándula y los valores de producción de las películas, en especial, y aunque no exclusivamente, de las que pertenecen al cine de entretenimiento.

Y aunque ese “oficio del siglo xx”, como lo bautizara Cabrera Infante, no parecía ser el del siglo xxi, esa crítica que resistía la precariedad de espacios se mostraba cada vez más cualificada y consistente, tanto por el legado recogido de los críticos históricos y de aquella modesta bonanza de revistas especializadas como por el mayor acceso a la historia del cine y al cine mundial por vía del dvd, un formato que multiplicó la oferta cinematográfica y dio la posibilidad de conocer muchas películas y la obra completa de autores cuyos títulos en su mayoría apenas habían sido leídos por los cinéfilos, críticos e investigadores. Esta nueva fuente cambió en mucho a la crítica desde entonces, haciéndola más fundamentada e informada (el material adicional que traían estos discos también contribuyó a ello), y esto se potenció en los años subsiguientes con la proliferación de festivales de cine y la revolución informativa y de acceso casi irrestricto a cualquier película que permitió el internet.

Entonces, efectivamente, ante este arrinconamiento o cierre de puertas en los medios tradicionales, surgió la posibilidad de publicar en la red (aunque también hay que considerar la contribución del internet en ese cambio de políticas de los medios impresos), y con este nuevo medio el espacio para escribir dejó de ser un problema, pero ahora los cuestionamientos sobre el ejercicio de la crítica se trasladan a las antípodas, esto es, a la abrumadora cantidad de sitios dedicados al cine, muy pocos de ellos enfocados en la crítica rigurosa y argumentada. Con esto se ganó en la democratización del oficio, pero se perdió en la falta de curaduría y legitimidad que puede dar un medio reconocido de cara a ese lector/espectador que busca en la crítica una guía y fuente de interpretación e información especializada.

Este surgimiento y potenciación del universo virtual en Colombia coincidió con los efectos que tuvo la dinamización que le dio la ley de cine (2003) a la producción nacional. Y de acuerdo con la premisa con la que inició este texto, ese incremento en la producción, más los estímulos adicionales de esta ley a otras áreas de la industria, como formación, investigación y publicaciones, definitivamente ha activado y enriquecido aún más la práctica de la crítica cinematográfica (también de la historia y el análisis).

No obstante, este subsecuente panorama de la crítica en Colombia sigue estando lejos de ser consistente: se compone de los conocidos críticos de oficio que escriben desde hace años y hasta décadas en los principales medios del país, a quienes se les suman las nuevas e informadas generaciones de escritores, además de una dispersa miríada de blogs caracterizados por su inconstancia y también de algunos esfuerzos de grupos o individuos que apuntan a una práctica permanente y profesional, ya sea impresa o virtual (o combinada), como son los casos de Ochoymedio.info, Cero en Conducta: Revista de Cine,Cinéfagos.net y Kinetoscopio, estos dos últimos, además, albergan los textos de los estudiantes de la Escuela de Crítica de Cine de Medellín, porque hay un aumento en el interés por la formación, pero todavía la mayoría de estas iniciativas no tiene la intensidad para hablar de una profesionalización.

Y, a propósito de esta escuela, llama la atención que fueron más las mujeres que terminaron ese ciclo de formación que se extendió por dos años y medio. Esto es un indicio del crecimiento que en los últimos años ha tenido la voz femenina dentro de esta historia en la que, como se constata en esta colección de textos, su participación había sido muy limitada, pero ahora, además de las incluidas aquí, se pueden mencionar muchos más nombres, entre los que se encuentran los de Yasmín López, Sandra M. Ríos, Diana Agudelo, Liliana Zapata o Íngrid Úsuga.

Estas distintas generaciones de críticos que conviven en el medio colombiano tienen en común que mantienen la vigencia de la política de autor como parte esencial de su praxis, así como lo que Jonathan Rosenbaum llama el cine internacionalista, una suerte de nuevo canon desde el que se mira el cine y en el cual se le ha dado apertura (gracias al acceso que dan los festivales y el internet) a una extraordinaria diversidad de cinematografías. De esta forma, mientras que hace unas décadas la crítica se podía decantar prácticamente solo por dos paradigmas, el cine de género de Hollywood y el de autor europeo, ahora la cinefilia, con sus escritores a la cabeza, puede y tiene la capacidad de ver, además, muchos otros cines, como el coreano, el africano, el indio, el escandinavo, el del Medio Oriente, el de los Balcanes, la serie B de diversos países y hasta el cine latinoamericano de una forma que nunca antes se pudo ver tan intensivamente.

Por otra parte, también se hacen evidentes las diferencias entre los críticos veteranos y los más jóvenes, cuyo punto de escisión se podría situar en el advenimiento del internet. Esto por hacer extrapolaciones que definan al menos dos momentos, porque, naturalmente, en medio hay muchos escritores de transición. Una gran diferencia son los clásicos que referencian en su visión del cine, pues mientras para los unos pueden ser los primeros maestros del séptimo arte y el cine clásico de Hollywood, o autores como Robert Bresson, Michelangelo Antonioni o Akira Kurosawa, para los otros serían directores como François Truffaut (no necesariamente todos los autores de la nueva ola francesa), Stanley Kubrick y Martin Scorsese. De la misma forma, los críticos que vienen del siglo pasado han tenido más presente entre sus herramientas conceptuales y referentes áreas como el teatro, el sicoanálisis, la mitología, la literatura o la filosofía, mientras que los de ahora, sin decir que son ajenos a estos mundos cognitivos, pueden tener también más presentes otros como la televisión, la cibercultura y el determinismo tecnológico.

De hecho, los críticos más jóvenes obviamente saben aprovechar mejor los nuevos medios, por lo que es posible encontrar actualmente lo que podría llamarse una crítica expandida, en la que un texto puede contener hipervínculos que lleven a otras críticas, filmografías o a otros títulos mencionados, así como estar acompañado del tráiler del film en cuestión o una entrevista con su director y también un documento adjunto con el guion; eso sin contar con los pódcast o las críticas en video que son ilustradas con escenas o pueden detenerse en planos para ser analizados en detalle, incluso utilizando graficadores.

Para terminar, se puede decir que los críticos de cine no han faltado nunca en Colombia a pesar de su obligada formación autodidacta, y los ha habido de todas las tendencias ideológicas, estéticas y estilísticas, tantas que sería necio inventariarlas. El recorrido que hace este volumen es una prueba de ello. Un recorrido en el que era imposible que se tuviera en cuenta a todos los que en algún momento ejercieron el oficio, con lo cual se multiplicaría el número de nombres. Por eso los criterios (para los que se contó con el apoyo de Orlando Mora y Pedro Adrián Zuluaga) para incluir a los críticos presentes en este volumen tienen que ver con su importancia histórica, influencia, protagonismo en momentos o procesos significativos y una larga permanencia ejerciendo en algún medio, aunque también hubo cabida para algunos críticos más jóvenes que son el futuro del oficio. Así mismo, los textos fueron seleccionados por su relevancia o por la representatividad del estilo de cada escritor, o fueron elegidos o aprobados por los autores mismos.

1. Hernando Martínez Pardo. Historia del cine colombiano. Bogotá, Librería y Editorial América Latina, 1978, p. 140.

2. Ibid., p. 146.

3. No tiene ninguna relación con Cinemas Procinal, empresa nacional de exhibición fundada en 1978.

4. Martínez Pardo, op. cit., p. 212.

5. Orlando Mora. “La crítica de cine en Colombia: De la disección de un cadáver a la vida de un filme”. En: Cinemateca, n.° 10. Bogotá, Cinemateca Distrital, 2000, p. 24.

6. Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano. Publicaciones periódicas de cine y video en Colombia 1908-2007. Bogotá, fpfc, 2007, p. 17.

7. El primero es el de entretenimiento de Hollywood; el segundo, el europeo de autor, ambos alienantes y de evasión, según el tercero, el del compromiso social y que busca crear conciencia ideológica en sus espectadores.

8. Patrimonio Fílmico, op. cit., p. 413.

9. La Editorial Universidad de Antioquia publicaría tres volúmenes con la obra crítica de Luis Alberto Álvarez, la mayoría de cuyos textos fueron escritos para esta sección, convirtiéndose así en la más grande compilación de la obra de un crítico de cine del país.

10. Orlando Mora, op. cit., p. 26.

La canción de mi tierra, de Federico Katz

Olimac

La canción de mi tierra es el mayor insulto que pueda hacerse al departamento de Antioquia. El país entero esperaba que ahora sí habría cine nacional, dizque porque en Antioquia se estaba haciendo. ¡Y seguramente van a hacernos flaco servicio de tener a la película de Cofilma por película antioqueña! Yo de tener diez mil pesos, los daría por ese fatídico film para que no saliera por el país a desacreditar a Antioquia y ponernos de hazmerreír a los antioqueños. Pero ya que desgraciadamente [no] tengo ni pequeña parte de esos diez mil redentores papeles, me permito rogar a la Alcaldía o a la Gobernación o a Mejoras Públicas o a un rico altruista y cívico que apropie esa cantidad y salve al departamento de semejante ridículo.

El argumento de La canción de mi tierra se basa sobre hechos que se supone ocurren en Antioquia, con un “paisa” como figura central. Pero se partió de un pequeño error al concebirlo y realizarlo: ambiente y personajes están cortados sobre la Antioquia y el antioqueño que entienden en Bogotá Leonidas Soler y Carlos Chiappe, bogotanos, respectivamente argumentista y director de la “obra”. Y como colaborador de ambos actuó el señor Federico Katz, austriaco nacionalizado en Bogotá y, en consecuencia, mucho menos conocedor de Antioquia y los antioqueños. ¡Figúrense ustedes lo que quedará de nosotros en el resto del país una vez sea visto el esperpento de Cofilma!

Técnica de sonido, fotografía y sincronismo son perfectamente desconocidos en este pintoresco film que parece realizado con criterio de muñequero. Diálogos y dirección solo merecen el calificativo de cafres. La actuación escénica —desde Gonzalo Rivera y Alba del Castillo, que son ahí estrellas estrelladas, hasta los payasos representados por Rivera, Rojas, [ilegible] y Moscos— es, lo que puede llamarse, fusilable. Del maquillaje mejor no hablar... Serenatas a pleno sol, llegada de pasajeros a Cartagena en barco de guerra y como polizones, bailes ridículos, solos de bramido que anuncian como romanzas operáticas, bambucos echados a perder, boleritos menesterosos de patria son un fragmento de la lista inacabable de las razones que los exhibidores tuvieron para declarar no grata a Antioquia la producción, la productora trasplantada.

El Colombiano, Medellín,9 de febrero de 1945

Desmejicanicemos nuestro cine

Olimac

Si hemos de perseverar en la cinematografía hasta volverla una nueva industria antioqueña, sería muy conveniente que los actores se despojaran de una nociva influencia mejicana que pudimos advertir en la exhibición de la película La canción de mi tierra, ya que el arte nacional no lo podríamos crear sobre la base antinacional de la imitación de ambientes y personajes extraños. La escena familiar de la despedida es típicamente mejicana. El acento de quienes se prometen amor eterno es una mala copia de Jorge Negrete o de María Custodio García. Hay libaciones y diálogos, con guitarra al fondo, como para una actuación de Chaflán. Y sería funesto que Rancho Grande y Jalisco fueran a servir de norma para lo que entre nosotros se filme.

Es tiempo de corregir el grave error inicial y buscar lo propio en vez de preferir lo forastero, para antioqueñizarnos en el arte del cine. Alexis apuntaba ayer una falla notable; la carencia de paisajes. Los poseemos en abundancia, pero no se supieron aprovechar. Las orillas del río Medellín, por ejemplo; el valle de La Ceja, las mansiones campestres de nuestros alrededores, el río Cauca, en fin. Un gracioso nos ponía de presente un contrasentido que no vacilamos en publicar: dos “varados” en Barranquilla, ante el desespero del desempleo, resuelven venir a levantar la “lata” en Medellín, cuando ha debido ser al revés: “vararse” aquí y emigrar en busca del mar, que es todo caminos para la aventura y para el éxito.

Pero primero que todo aconsejamos, con insistencia patriótica, la perseverancia. Sería imposible dar desde el comienzo películas maestras. Hollywood no las dio sino después de muchos años de continuado esfuerzo. Las que nos vienen de Méjico y de la Argentina apenas son buenas, pues sus defectos saltan a la vista del más distraído cineasta. Sigamos que la tenacidad ilusionada hará el milagro.

El Colombiano, Medellín, 22 de febrero de 1945

Roman Holiday, de William Wyler

Gabriel García Márquez

El director William Wyler cuenta en Roman Holiday(La princesa que quería vivir) las aventuras de una heredera a un hipotético trono europeo, que durante su permanencia en la capital de Italia logra escapar a la vigilancia de sus acompañantes, y vive veinticuatro horas comunes y corrientes, en compañía de un periodista norteamericano.

Roman Holiday es el mismo cuento de Cenicienta contado al revés, cosa no disimulada por los guionistas (Ian McLellan y John Dighton) al introducir el episodio de la princesa, fatigada por el complejo ajetreo del protocolo, que pierde momentáneamente su zapatilla en el primer baile que en su honor se celebra en Roma.

El sensacional comienzo de noticiero —que por su intención recuerda la técnica empleada por Orson Welles en El ciudadano— se apodera inmediatamente de la atención del público, que desde ese instante siente que ha sido llamado a presenciar un film sin antecedentes. Infortunadamente, no se sostiene esa impresión en todos los momentos de la película.

Audrey Hepburn, una formidable actriz de veinticuatro años, descubierta por la escritora Colette en Londres en una función de variedades, protagoniza en Roman Holiday a la joven y graciosa princesa, y lo hace con una inteligencia y una verosimilitud y una flexibilidad que le merecieron el Óscar por la mejor actuación femenina en 1953.

Lo que impidió que Roman Holiday fuera una de las grandes películas de todos los tiempos, con un tema original y delicioso, fue el desequilibrio apreciable entre aquellas escenas en que la princesa es una heredera digna y humana y aquellas en que es una muchacha común y corriente, que recorre los sitios turísticamente más famosos de Roma. Ciertos detalles en que la princesa asume actitudes mundanas son en verdad inexplicables en una muchacha que no ha tenido otras experiencias que los rígidos, inflexibles reglamentos de la familia real. Se tiene la impresión de que el director, entusiasmado por las peripecias del guion, perdió de vista la personalidad de la princesa y el tono general de la película, que en ocasiones desciende a los lugares comunes más gastados de las comedias norteamericanas. La escena del pensionista paseándose con el rifle para garantizar la seguridad de una muchacha de quien no sabe que es una princesa es un imperdonable desplante de dirección, más extravagante por cuanto en los episodios después ese mismo desvelado guardián se niega a facilitar unas cuantas liras al inquilino de la habitación que ha estado resguardando. Una salida de tono semejante es la grotesca reyerta entre periodistas y policías, en la cual la digna, la exquisita princesa, interviene con vulgar beligerancia, hasta el extremo de romper una guitarra en la cabeza de un detective.

Es muy lamentable ese descenso en el tono narrativo, que restó calidad a un film excelente, maravillosamente interpretado por una debutante genial, para cuya alucinante trayectoria debemos de estar preparados. La actuación de Gregory Peck, sencilla y natural, logra momentos inolvidables, entre los cuales no es el menos valioso aquel en que simula haber sido mordido por “la boca de la verdad”. Sin embargo, muchos de los episodios de comedia barata que infortunadamente ocurren en Roman Holiday contaron con la eficaz y lamentable colaboración de Gregory Peck.

Resulta inexplicable que gente de tanta experiencia en el cine como lo son los realizadores de Roman Holiday hubieran dejado pasar ciertas escenas inútiles y llevado el relato hasta mucho más allá de su final natural. Habría sido estéticamente más acertado que hubiera concluido el film en el momento de la emocionante despedida entre el periodista y la princesa, sin la cola innecesaria de la entrevista de prensa, extraordinariamente bien realizada, pero fatal para la unidad del relato. Una buena edición habría echado esa escena en el cesto de los desperdicios, a pesar de sus asombrosos méritos cinematográficos, de no haber primado el interés por dejar perfectamente establecida la nobleza, la caballerosidad y el sentimentalismo de los periodistas norteamericanos.

Con todo, Roman Holiday es, en general, una película inolvidable, original y convincente, con una actuación de Audrey Hepburn que permanecerá con perfiles indelebles en la memoria de los espectadores. Un argumento de comedia, milagrosamente convertido en drama —es un drama fuerte y humano— por un equipo que se impuso la tarea de hacer una buena película y nos ha ofrecido la oportunidad de asistir a un espectáculo sencillo, tierno y hermoso.

El Espectador, Bogotá, abril de 1954

Umberto D, de Vittorio de Sica

Gabriel García Márquez

Esta es la historia de un hombre pobre. Vittorio de Sica y Cesare Zavattini dispusieron que fuera italiano y que se llamara Umberto Domenico Ferrari. Pero la nacionalidad y el nombre son en este caso elementos puramente circunstanciales: en cualquier parte del mundo —tal vez en todas partes— se encuentra ahora este personaje, paseando por las calles con su perro, y con una tremenda dignidad que impide conocer su drama. De Sica y Zavattini han penetrado por la puerta falsa en la vida de Umberto Domenico Ferrari, lo han sorprendido con la guardia baja, y han elaborado una historia sencilla, cruelmente verídica, contada por el revés de la dignidad. Así han podido decir qué es y qué significa en la sociedad contemporánea un hombre digno, un hombre decente, y han demostrado que la virtud es más dramática que la depravación.

Hay que establecer una profunda diferencia entre la historia de Umberto D y la manera de contarla, que son dos méritos diferentes del film, aunque la ocurrencia de los dos sea lo que hace de él una obra inmortal, la pieza maestra en la historia del cine. La historia de Umberto Domenico es válida porque es verdadera, es verdadera porque es humana. Si fuera más humana que la vida de un hombre, sería una historia falsa. Su grandeza está en la fidelidad con que se parece a la vida. Pero hay una fabulosa distancia entre la concepción y la narración de la historia. Y la más grande manifestación del genio de Cesare Zavattini, que fue concebir y elaborar la historia de Umberto Domenico Ferrari, estuvo perfectamente compensada por la manera de contarla.

Una historia igual a la vida había que contarla con el mismo método que utiliza la vida: dándole a cada minuto, a cada segundo la importancia de un acontecimiento decisivo. De Sica y Zavattini han dividido el drama en episodios infinitesimales, han planteado el tremendo patetismo que hay en el simple acto de acostarse, de volver a casa; en el hecho sencillo, inevitable y trascendental de existir un segundo. Curiosamente, esa insondable concepción del arte cinematográfico no alcanza en plenitud en ninguno de los momentos de Umberto Domenico Ferrari —que es el soporte del drama— sino en la secuencia del despertar de la sirvienta encinta, cada uno de cuyos imperceptibles, inútiles pero ya irremediables movimientos son un precioso gasto de vida que no puede pasar inadvertido.

Los profesionales de la literatura, inevitablemente, tienen que haber recordado a Joyce. Los cineastas, inevitablemente, tienen que haber recordado todo el cine que han visto, y haber llegado a la conclusión de que no ha sido inútil haber visto tanto cine malo, tanto cine mediocre, tanto cine bueno e incluso extraordinario si esa era una condición indispensable para que la especie humana produjera a Umberto D, una obra de arte que honra a la especie humana.

El Espectador, Bogotá, febrero de 1955

Los primos, de Claude Chabrol

Hernando Valencia Goelkel

Cuando Carlos, el primo de provincia desciende del taxi y penetra en el apartamento de Pablo, el primo citadino, la cámara nos muestra unos soldados de vidrio alineados en una de las vitrinas que adornan el lugar. A diferencia de El zoo de cristal, de Tennessee Williams, el simbolismo (si hay alguno) se detiene allí; pero es imposible no evocar nuevamente esta imagen cuando, a medida que el film avanza, se complica y concluye, vemos a sus personajes penetrar en la “vida real” tan ufanos, tan dichosos y tan inermes como unos soldados de juguete. Los primos es un film con moraleja, un capítulo de las aventuras de un Telémaco de nuestro tiempo; nos cuenta cómo la inocencia o el cálculo, el júbilo o la melancolía pueden ser igualmente dañinos y —en el sentido literal de la palabra— letales para quien no haya aprendido los elementos de ese saber miserable que es la experiencia: la precaución, el disimulo, la reserva, el distanciamiento... De paso, habrá que rendirle un acto de desagravio a Françoise Sagan (durante unos segundos contemplamos su foto en la libreta que Carlos frecuenta), cuya obra se nos aparece poco a poco como menos deleznable de lo que pensamos una vez que se nos disipó el entusiasmo por su primer libro: el conflicto de Los primos es un conflicto saganiano (el descubrimiento de la culpa), y el estupor solitario de Pablo ante el cadáver a sus pies evoca irremisiblemente el final de la novela que le dio fama: “Algo brota dentro de algo que acojo dándole su nombre con los ojos cerrados: Bonjour tristesse”.

El arte de lo inmediato

Ya está de moda hablar contra la nueva moda del cine francés. Ante Hiroshima, de Resnais; Los amantes, de Malle; La edad de oro, de Pierre Kast; El agua en la boca, de Doniol-Valcroze, y À bout de soufflé, de Jean-Luc Godard —sin mencionar a Los primos—, surgió el primer reproche: la “nueva ola” practica un esteticismo individualista; su sola preocupación es describirnos el amor burgués. Es posible que las acusaciones tengan fundamento, y que haya asuntos que requieran más urgentemente la atención de los nuevos realizadores. Pero lo cierto es que, pese a que el noventa por ciento de los films comerciales de todos los países son films “de amor”, al ver Hiroshima o Los amantes se experimenta la sensación de estar ante un tema —el erótico— inédito en el cine; y no menos cierto es que Los primos aporta una visión de la juventud cuyo solo precedente mencionable lo hallamos en el James Dean de Rebelde sin causa. En Los primos, Chabrol no hace psicología juvenil, ni divaga en torno a los problemas de esa edad; por el contrario, parece que su único propósito fuera el de describir, no tanto los sentimientos como los gestos de un grupo concreto, perteneciente a una capa social concreta dentro de una juventud concreta —la francesa— en una fecha también claramente determinada: 1958. ¿Qué importa que la pena, el rapto o el deseo sean, conceptualmente, idénticos a los que hayan experimentado generaciones innumerables? Chabrol no quiere hablarnos de estos tópicos solemnes; en cambio, nos deja ver cómo, en una fiesta, una pareja se toma de la mano para ir a sentarse en la escalera, cómo se reparten las cartas al jugar, cómo se suben a un automóvil, cómo se abrazan para el baile, cómo se expresan en un determinado lenguaje en el que “amor” es una palabra indecente y el más íntimo sentimiento que una muchacha se atreve a publicar es el de “cierta languidez”, une certaine langueur...

Los personajes de Chabrol parecen convencidos de que la palabra es igual a la mentira y se comunican (o tratan de comunicarse) por medio de acciones simbólicas: encender un cigarrillo, pasear en un auto, saludar o despedirse de determinada manera y plagiar burlonamente las frases y los ademanes de la retórica amorosa (“¿Qué quieres de desayuno?”, “Lo mismo que mi Pablo querido”; “Se ve que has nacido para amarme, Carolina”, “No me llamo Carolina; me llamo Martina”, etc.). Y, por supuesto, con los gestos del deseo; pero para ellos la caricia, el beso, el acto sexual no son tabúes mientras no estén contaminados de impostura, es decir, de palabras. ¿Cómo hablar, cómo pensar en “traición” cuando Florencia acude al lecho en un acto cuya pureza está garantizada por la espontaneidad y el silencio?

El intruso en el juego

“El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas: es ojo porque te ve”, decía Antonio Machado y toda la estructura de ese mundo que nos pinta Chabrol en Los primos empieza a corromperse cuando se instala en él una mirada extraña, una mirada distinta. Carlos, el provinciano, es simultáneamente más inocente y más tortuoso que el resto de sus compañeros. Sus exigencias son absolutas; cuando ve por vez primera a Florencia ya todo su ser se compromete en una aspiración inaceptable, en el único postulado que no cabe dentro del juego: el amor. Y su fracaso sirve para falsear después las relaciones de Florencia y de Pablo. Ya este lo había mirado largamente —¿extrañeza, conmiseración, envidia?— en la noche de fiesta, mientras efectuaba su “número” favorito al recitar un poema alemán acompañado por la música de Wagner. Y más tarde él y Florencia empiezan a sentirse culpables, a darse cuenta de que el precio de su placer es la tozuda infelicidad, la orgullosa y rencorosa inflexibilidad de su amigo. Carlos ha destruido el laborioso paraíso en que habitaban, y el final del film —una tragedia cuyos protagonistas hubieran podido ser reversibles, y en el que la víctima hubiera muy bien podido oficiar de verdugo— nos revela el verdadero sentido de Los primos, cuando descubrimos que Carlos —el rigor, la intransigencia, la búsqueda de lo absoluto— y Pablo —el desenfado, la tolerancia, el conformismo— son en el fondo un solo personaje. Pero Chabrol llega a la conclusión pesimista, desesperada y, como muy bien se ha dicho, inocultablemente romántica de que es imposible la coexistencia de estos dos principios contrarios en la personalidad. Según Chabrol, lo intolerable para la juventud es la dialéctica y más que la síntesis importa la victoria, aunque esta haya de obtenerse al precio de un holocausto: del sacrificio de una parte de sí mismo o del sacrificio del otro que nos mira. En este film, Chabrol nos deja ver que es un entusiasta de la cultura alemana, pero, al parecer, su germanismo no ha llegado hasta penetrar en Goethe.

Hernando Valencia Goelkel. Oficio crítico. Bogotá: Presidencia de la República,1997

Camilo: el cura guerrillero, de Francisco Norden

Hernando Valencia Goelkel

Francisco Norden ha realizado un film llamado Camilo:el cura guerrillero. Es la primera obra importante que produce el cine nacional. Es, fuera de esa significación doméstica, un documento maravilloso: organizado, claro, sobrio, elegantemente subversivo.