La cuarta copa - Scott Hahn - E-Book

La cuarta copa E-Book

Scott Hahn

0,0

Beschreibung

En esta introducción e incluso continuación de su libro La cena del Cordero, el autor no solo ahonda en su camino hacia la Iglesia católica, sino que explora el incomprendido ritual de la Pascua judía, y su importancia en el mensaje salvador de Jesucristo. En su hambre de respuestas durante sus años de estudiante, Hahn muestra su búsqueda de conexiones entre el Antiguo Testamento, la Última Cena y la muerte de Jesús en el Calvario. Descubre así la importancia crucial de la Pascua en el plan de salvación diseñado por Dios, donde La cuarta copa de vino, al final de la celebración, proporciona una clave fundamental para entender el misterio con mayor hondura.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 203

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



SCOTT HAHN

LA CUARTA COPA

Desvelando el misterio de la Última Cena y de la Cruz

Tercera edición

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: The Fourth Cup. Unvelling the Mistery of the Last Super and the Cross.

© 2018 by Scott HaHn. Publicado por Image, Crown Publishing Group, una división de Penguin Random House LLC.

© 2020 de la presente edición, traducida al castellano por GLORIA ESTEBAN,

by Ediciones Rialp, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Primera edición: septiembre de 2018

Tercera edición: mayo de 2020

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5018-0

ISBN (versión digital): 978-84-321-5019-7

A Marcus Grodi,

amigo muy querido,

peregrino y discípulo conmigo

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

1. ¿QUÉ ESTÁ CONSUMADO?

2. LA PASCUA Y LA ALIANZA

3. UN SACRIFICIO TÍPICO

4. UN GIRO EN EL RITO

5. LA FORMA PASCUAL DE LOS EVANGELIOS

6. ESTE ES EL CORDERO

7. EL CORDERO DESDE EL PRINCIPIO

8. EL PAN ÁCIMO

9. LAS COPAS

10. LA HORA

11. LOS CÁLICES Y LA IGLESIA

12. LA FORMA PASCUAL DE LA LITURGIA

13. LA PASCUA CRISTIANA

14. LA FORMA PASCUAL DE LA VIDA

BIBLIOGRAFÍA

AUTOR

PRÓLOGO

Jesús de Nazaret fue un hombre de muchos misterios. Habló en parábolas desconcertantes, realizó signos y milagros extraños, y planteó un enigma tras otro. Y a sus discípulos judíos y a las muchedumbres judías que recibían sus enseñanzas eso les gustaba, aunque muchas veces los dejara sin palabras.

Pero los misterios de Jesús no acabaron con su ministerio público. Según los evangelios, siguió haciendo y diciendo cosas desconcertantes hasta el momento de su muerte. Entre los grandes enigmas de la Pasión de Jesús se incluye la misteriosa promesa que realizó durante la Última Cena. La noche en que iba a ser traicionado, cuando la cena se acercaba a su fin, Jesús anunció solemnemente que no volvería a beber «del fruto de la vid» hasta la venida del «reino de Dios» (Lc 22, 18; cf. Mt 26, 29 y Mc 14, 25). Más adelante, de camino al Gólgota, los soldados le ofrecieron vino y Jesús, fiel a su promesa, «no lo bebió» (Mt 27, 34; cf. Mc 15, 23). El evangelio de Juan, por su parte, cuenta que en sus últimos instantes de vida, justo antes de morir en la cruz, Jesús pidió que le dieran vino: «Tengo sed» (Jn 19, 28). Y lo que es aún más misterioso: después de beberlo, afirmó: «Todo está consumado», inclinó la cabeza y entregó el espíritu (Jn 19, 30).

¿Cómo resolver este enigma? ¿Cómo es posible que Jesús prometiera en la Última Cena no volver a beber vino, que lo rechazara de camino a la cruz y que, acto seguido, cambiara de opinión y pidiese de beber justo antes de morir? ¿Cómo se pueden conciliar las palabras de Jesús en la Última Cena con las que pronunció en la cruz? ¿Rompió su promesa o fue otra cosa lo que ocurrió?

Y eso no es todo. Aún queda otro misterio por resolver: uno que tiene lugar entre el cenáculo y el Calvario. En el huerto de Getsemaní, cuando su oración se centra en su muerte, Jesús dice algo extraño: «Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26, 39). Y luego vuelve a decir: «Padre mío, si no es posible que esto pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad» (Mt 26, 42). Si fueras tú a quien estaban a punto de crucificar ¿habrías orado así? ¿Por qué habló Jesús de su muerte como de «beber» un «cáliz»? ¿A qué cáliz se refería?

En La cuarta copa Scott Hahn nos proporciona las claves para desvelar este misterio: el misterio de la Última Cena y de la cruz. Y lo hace de dos maneras: en primer lugar, retrocediendo a las raíces judías de lo que dijo e hizo Jesús; y, en segundo lugar, contándote la historia del viaje personal que lo llevó del protestantismo al catolicismo. El resultado se lee casi como una novela de detectives: un apasionante viaje de exploración que cambiará para siempre tu forma de ver la Última Cena, la Pasión de Cristo y la Eucaristía.

Nunca olvidaré la primera vez que escuché a hablar a Hahn de la cuarta copa. Me quedé totalmente deslumbrado. Fue como si hasta entonces nunca hubiera leído la Pasión. No me malinterpretes: con esto no quiero decir que me pasara despierto noche tras noche preguntándome por qué en la Última Cena Jesús prometió no volver a beber vino y por qué el viernes santo pidió de beber. Tampoco es que me hubiera planteado exactamente por qué Jesús habló de su crucifixión como de beber «una copa». Todo eso me había limitado a darlo por hecho . Pero, después de escuchar la conferencia de Hahn, fue como si encajaran de repente las piezas de un puzle en el que ni siquiera me había fijado. Lo que sí me había preguntado siempre era esto: ¿por qué los católicos creen que la Eucaristía es un sacrificio? ¿No se entregó Jesús en el Calvario «de una vez para siempre»? ¿Qué relación existe entre la ofrenda de Jesús de su cuerpo y de su sangre en la Última Cena y su muerte en la cruz?

Si alguna vez te has preguntado lo mismo, si alguna vez has celebrado el Séder de la Pascua o si siempre has querido profundizar en las raíces judías de la Eucaristía, tengo algo que decirte: lee este libro. Y no te limites a leerlo. Reza con él. Medítalo. Y compártelo con otros.

Porque, si tú y yo tenemos algo en común, una vez empieces a contemplar el misterio de la Última Cena y de la cruz con los ojos de un judío de la antigüedad, tu vida cambiará por completo. Y es que, como demuestra Scott Hahn, la Pascua de Jesús que se inició en el cenáculo y quedó consumada en el Calvario hoy sigue con nosotros. Cada vez y dondequiera que se celebra la misa, el Misterio Pascual —es decir, el misterio de la «Pascua»— se hace realmente presente. La cuarta copa, además de desvelar el misterio de la promesa de Jesús, te proporciona ese vínculo perdido entre el cenáculo y el Gólgota, y te ayuda a ver con mayor claridad cómo el sacrificio de Cristo en la Última Cena y el sacrificio de Cristo en el Calvario son el mismo sacrificio ofrecido «por muchos para remisión de los pecados» y por la redención del mundo (Mt 26, 28).

Brant Pitre

INTRODUCCIÓN

En 1989 pronuncié por primera vez en Marytown (Chicago) una conferencia titulada «La cuarta copa», en la que abordaba algunas de las investigaciones que tres años antes me llevaron a convertirme al catolicismo. En aquella época era profesor adjunto de estudios religiosos en el College St. Francis de Joliet (Illinois). No ganaba mucho. No tenía una plaza fija ni había publicado nada. Pero era feliz porque era católico, y quería decírselo al mundo. Y tenía la oportunidad de hacerlo.

Estaba encantado de poder contar mi historia ante un pequeño auditorio de gente que tenía interés en ella; y me quedé más encantado aún de la entusiasta respuesta que recibió mi conferencia. Luego corrió la voz y hubo más grupos de gente que me invitaron a narrar mi «búsqueda de la cuarta copa», que yo planteaba como una historia detectivesca protagonizada por mí mismo (con el «Colombo» de Peter Falk como modelo) en el papel del patético investigador que soy en realidad.

Aquello sucedió hace millones de palabras, docenas de libros y miles de lecturas. No sé cuándo perdí la cuenta del número de veces que he hablado desde entonces de «la cuarta copa». No menos de varios centenares, desde luego. He tratado el tema en distintos continentes —casi in situ en el cenáculo de Jerusalén— ¡y hasta lo he contado en medio del mar!

El año pasado, hablando con un viejo amigo que había oído mi conferencia más de una vez a lo largo de los años, me dijo que nunca trataba «la cuarta copa» del mismo modo. Aunque siempre abarcaba el mismo período temporal, me basaba en acontecimientos distintos y en distintas fuentes antiguas.

Reconocí que tenía razón. Emprendí esta gran aventura entre 1982 y 1986, cuando aún era un marido joven, un padre primerizo, un pastor recién ordenado y un erudito novel. Me enfrentaba por primera vez a buena parte de la vida. Y entonces Dios provocó un caos y una confusión que amenazaron todo lo que estaba empezando a amar. Corría el peligro de perder cuanto me brindaba consuelo y confianza. Mi sacerdocio, mi cargo académico, mis amistades e incluso mi matrimonio podían venirse abajo.

¿Cómo iba a ser capaz de resumir esa experiencia en una sola conferencia?

Naturalmente, no era capaz. Por eso me limitaba a contar mi historia una y otra vez, tomando la Pascua como hilo conductor y sin perder de vista el reloj. Llenaba el tiempo con cualquier historia y con cualquier fuente que me pasaran por la memoria.

Mi amigo me sugirió que reuniera todas esas historias y todas esas fuentes en un único libro con todo lo que tenía de aventura y labor detectivesca.

Eso hice. Y aquí está.

He procurado evitar repetir lo que ya he contado en otros libros como Roma, dulce hogar (escrito en colaboración con mi mujer, Kimberly) y La cena del Cordero. Lo que cuento aquí pretende completar mis relatos anteriores.

Cuando estudiaba en un seminario protestante, a algunos nos gustaba cantar los himnos de antaño. Uno de ellos decía así:

Grato es contar la historia

del celestial favor,

de Cristo y de su gloria,

de Cristo y de su amor.

Hace muchos años la cantaba de corazón, y sigo haciéndolo hoy. Treinta años después, ser católico continúa haciéndome extraordinariamente feliz y sigo queriendo contárselo al mundo.

* * *

Nota acerca de las fuentes: Los acontecimientos de que trata este libro tuvieron lugar hace mucho tiempo. He procurado, en la medida de mis capacidades, complementar mis recuerdos basándome en los libros que leía por entonces. A veces, cuando me ha fallado la memoria, he tenido que acudir a otras fuentes recientes con las que estoy más familiarizado.

1. ¿QUÉ ESTÁ CONSUMADO?

Estaba viviendo un sueño; o, en cualquier caso, mi sueño. Me había graduado en mi universidad favorita, me había casado con la mujer ideal y en ese momento estaba estudiando para convertirme en ministro de la Iglesia presbiteriana.

Una vez más, asistía a la Universidad cuidadosamente elegida por mí: el Seminario Teológico Gordon-Conwell. Mi esposa Kimberly y yo teníamos grandes expectativas y la Universidad respondía a ellas. Vivíamos en una comunidad donde las conversaciones del día a día giraban en torno a las Escrituras. Mis compañeros de clase compartían mis inquietudes y mi fervor. La Facultad contaba con académicos de primer orden y muchos de ellos eran también destacados predicadores.

Mi cristianismo era evangélico en la forma y calvinista en esencia. Yo conocía bien el mercado religioso del mundo protestante y elegí mi confesión con tanto cuidado como la universidad y el seminario. En Gordon-Conwell —a diferencia de casi cualquier otro lugar de este mundo— me hallaba entre gente a la que podía calificar de afín a mí. Juntos creamos un grupo de desayuno semanal y le pusimos por nombre Academia de Ginebra, en recuerdo de la escuela fundada por Juan Calvino, nuestro héroe de la Reforma, allá por el siglo XVI.

Estaba más que satisfecho con todas mis decisiones. Imposible diseñar un entorno más adecuado para desarrollar la vida intelectual a la que aspiraba. No me malinterpretes: había alumnos y profesores que disentían de mis amigos y de mí, pero nos tomábamos muy en serio sus argumentos: «Hierro se afila con hierro» (Proverbios 27, 17).

Así que la siguiente decisión a la que me enfrenté fue a qué iglesia asistir. Acertar con el culto dominical sería como poner la guinda a la experiencia. En aquella época el culto me parecía un ejercicio ante todo intelectual, un estudio bíblico condensado y adornado con himnos y oraciones. Desdeñaba cualquier indicio de ritual —de liturgia— por considerarlo una repetición vana: algo inútil y exactamente la clase de aberración de la que los reformadores habían liberado al cristianismo. La liturgia era para los descarriados: católicos, ortodoxos y episcopalianos, compañeros de viaje de los dos primeros.

Me pasé algún tiempo buscando antes de dar con la iglesia perfecta. Se hallaba en una población pequeña, a una media hora en coche de nuestro lugar de residencia. El pastor era Gordon Hugenberger, mi profesor de hebreo. Formado en Harvard y a punto de obtener un doctorado en Oxford, se convirtió en mi héroe, mi amigo, mi modelo y mi mentor. Aunque con el tiempo se ganó una fama merecida, todas sus inmensas dotes me resultaron evidentes desde la primera vez que lo oí predicar.

Era un hombre que infundía vida a las Escrituras. Poseía una vasta erudición. Dominaba a la perfección las lenguas clásicas. Se había licenciado en físicas, en ingeniería y en teología. Y se notaba. Pero él no se daba ninguna importancia y lo llevaba con un humor digno de mención. El Dr. Hugenberger trabajaba mucho sus sermones y siempre procuraba encontrar un detalle impactante: alguna novedad que ofrecer y con la que captar la atención de los fieles. Y luego, una vez atrapados, caíamos bajo su hechizo.

LALÍNEA DE META

Tengo un vívido recuerdo de un sermón que predicó el domingo anterior al de Pascua. Los fieles de las iglesias litúrgicas agitaban sus ramos y lo llamaban «domingo de Ramos»: nada que ver con nosotros. Pero ni siquiera en una iglesia evangélica se podía ignorar la cercanía de la Pascua y el tiempo que faltaba para su llegada; de modo que aquel «domingo sin Ramos» la predicación del pastor Hugenberger se centró en los acontecimientos del viernes santo.

Siempre lo hacía bien, pero nunca tanto como cuando captaba nuestra atención y la fijaba en la cruz que nos ha salvado. El material con el que trabajaba es riquísimo, más valioso aún que la plata y el oro, y él no desperdiciaba la ocasión.

Gordon Hugenberger era un maestro de la predicación y sabía calibrar con precisión sus palabras. Pero también estaba abierto al Espíritu Santo y, cuando hablaba, se dejaba llevar, aunque al hacerlo su hechizo pudiera romperse.

Nos hizo un relato de la Pasión, reuniendo el material a partir de los cuatro evangelios; y, al mismo tiempo, expuso la base teológica que se esconde entre líneas en el texto sagrado. Sus comentarios surgían siempre al hilo del drama, al hilo del relato: no se apartaba del tema, sino que seguía avanzando.

Hasta que llegó a Juan 19, 30, donde Jesús dice: «Todo está consumado»; y, de repente, se detuvo. Yo pensé que se trataba de un recurso dramático. Y estoy seguro de que todo el mundo pensó lo mismo.

No obstante, al proseguir se salió de la homilía que estaba pronunciando y nos preguntó si alguna vez nos habíamos planteado qué quería decir Jesús con ese «todo». ¿Qué estaba consumado?

Como había estudiado homilética, comprendí lo que hacía. Planteando esa pregunta a los fieles nos preparaba para la respuesta antes de blandirla y golpearnos con ella. Yo estaba preparado. La cosa prometía.

Pero el golpe no llegó. El pastor Hugenberger admitió que carecía de respuesta. Era evidente que aquella digresión no formaba parte del sermón que llevaba escrito. Se trataba de una idea que había captado momentáneamente su atención.

Me removí en mi asiento mientras pensaba: ¡Claro que sabemos qué es ese todo! Es nuestra redención. Eso es lo que está consumado. Lo que está consumado es nuestra redención.

Pero él, como si me hubiera leído el pensamiento, continuó: «Si os quedáis ahí sentados pensando que Jesús se refería a nuestra redención, deberíais darle otra vuelta». Y señaló que en Romanos 4, 25 Pablo dice que Jesús fue resucitado para nuestra justificación. De modo que su misión no quedó «consumada» ese viernes en el Calvario, sino el domingo siguiente en la Tumba del Jardín.

El pastor Hugenberger admitió que él no tenía la respuesta.

Y siguió adelante.

Pero yo no. Fui incapaz. Creo que no escuché una sola palabra más de su sermón.

Me quedé allí sentado, pasando con frenesí las páginas de mi Biblia y preguntándome: Vale. Entonces ¿qué es ese todo? ¿Qué está consumado?

No tengo ni idea de si canté el himno final.

Kimberly y yo salimos de la iglesia para encontrarnos con un espléndido día de primavera. El pastor estaba de pie a la salida, estrechando las manos de los fieles que pasaban a su lado.

Cogiéndole la mano, le dije:

—¡Eso no ha estado bien!

Se quedó de piedra. Entonces le expliqué a qué me refería.

Él dijo que no traía preparada esa pregunta retórica ni tenía intención de plantearla. Insistió en que estaba seguro de no poder responderla… y me animó a que la respondiera yo.

—¡Escarba, Scott! Investiga. Y vuelve con una respuesta.

Me pasé el resto de la tarde y la noche del domingo escarbando en el texto y en su contexto. Y no me paré ahí. De hecho, seguí estudiando durante días y semanas; en realidad, durante meses. Se podría decir que todavía hoy sigo buscando.

BUSCA QUE TE BUSCA

Mi primera ronda de investigación consistió en volver al texto y centrarme en él, leyendo primero el versículo en el original griego y luego sus distintas traducciones; cotejando primero los comentarios clásicos y luego las interpretaciones más recientes. Examiné el texto en su contexto. Analicé los pequeños detalles del pasaje más largo: la esponja empapada en vinagre, la minuciosa anotación de la fecha del calendario, la decisión de no romper las piernas del cadáver y la repetida mención del cumplimiento de la «Escritura».

Todas las notas al pie y todos los comentaristas me llevaban en directo a un único tema común, a un relato oculto detrás —o dentro (pero incuestionablemente inseparable de él)— del relato narrado por Juan en su evangelio. Ese tema común era la fiesta judía de la Pascua. Todos los detalles circundantes estaban relacionados con la observancia tradicional de esa fiesta. Tenía el presentimiento de que la clave del significado de «todo está consumado» también debía buscarse en la Pascua. La muerte de Jesús tuvo lugar durante la Pascua y todos los testigos oculares tendían a encontrar un significado en el momento providencial del acontecimiento. Ese día estaba presente en los detalles y, aparentemente, en cada uno de los detalles.

Aunque la literatura erudita sobre la Pascua podría llenar bibliotecas enteras, me sumergí en ella con frenesí. Todos y cada uno de los comentaristas señalaban que la Pascua era la fiesta anual en la que el pueblo judío renovaba su alianza con Dios. Y en ese punto los comentarios coincidían conmigo. En la teología de mi héroe, el reformador Juan Calvino, la alianza era un tema central, como lo era también en la teología de mi mentor y pastor. Calvino consideraba la alianza la clave interpretativa de toda la Biblia. La alianza definía el vínculo legal que configuraba y regía la relación de la humanidad con Dios desde los albores de la creación.

Ese «todo» que estaba consumado, fuese lo que se fuese, se hallaba ligado a la renovación de la Antigua Alianza con Israel y a la Nueva Alianza sellada con la Iglesia. Es más: en la salvación ese «todo» era algo central y no periférico. No era algo de lo que se pudiera prescindir.

Con el tiempo, ese «todo» pondría a prueba mi relación con la vida y con el sueño que tan cuidadosamente me había forjado.

Pero eso sucedió mucho más tarde. La búsqueda que empezó ese domingo solo tenía que ver con el referente de ese pronombre. La respuesta —estaba convencido— la encontraría en la Pascua, la fiesta que se convirtió en el objeto de mi búsqueda y, más adelante, en el tema de este libro.

2. LA PASCUA Y LA ALIANZA

La Pascua es la clase de tema que amenaza con superar a alumnos como yo. Naturalmente, no era la primera persona en reconocer su importancia capital. Tampoco fui el primero en sumergirme en el abismo de la investigación sobre el tema, ni he sido el primero en sentir la urgente necesidad de plasmar en un libro mis ideas sobre ella. Los volúmenes que encontré en la biblioteca de Gordon-Conwell eran muchos y estaban desgastados por el uso. Cargué con ellos hasta mi casa. Encorvado sobre la mesa, los leí hasta altas horas de la noche; y allí seguían esperándome cuando me levantaba a primera hora de la mañana. Estaba convencido de que en uno de esos libros —o en todos ellos— hallaría la respuesta a la pregunta de qué quedó consumado con ese grito de Jesús en la cruz.

Hace más de un siglo, el estudioso judío Hayyim Schauss señalaba que, tanto para los judíos del siglo I como para los de hoy en día, la Pascua era «algo más que una fiesta: ha sido la fiesta, la festividad de la redención»[1]. De hecho, en las fuentes judías antiguas y modernas el lenguaje de la redención y de la salvación se halla presente por todas partes.

Cosa que a mí, como cristiano, me parecía providencialmente oportuna. Si para los judíos la Pascua es la fiesta de la redención, para Jesús —judío entre los judíos— aquel era el momento apropiado para consumar su misión redentora.

Jesús no otorgaba la misma importancia a todos los elementos de su tradición. No dudó en descartar algunas costumbres, mientras que otras las observó devotamente. No dudó en sanar en Sabbath, por ejemplo, aunque ese día los fariseos prohibían trabajar. Tampoco dudó en tratar con extranjeros —incluso con extranjeras—, algo prohibido también por los fariseos. No obstante, los evangelios demuestran su regular observancia de la Pascua, tanto en su infancia como durante su ministerio público. Lo que yo quería saber era qué significaba la Pascua para él, para los suyos y para los testigos oculares cuyo testimonio recogían los evangelios.

SUELO DE PLAGAS

A lo que nosotros hoy llamamos Pascua los antiguos lo llamaban Pésaj: una raíz hebrea que significa «saltarse algo» o «pasar de largo». La fiesta conmemora el milagro más espectacular de los muchos realizados por Dios cuando liberó a los hebreos de la esclavitud en Egipto. El monarca egipcio, el faraón, se negaba con insistencia a permitir que sus esclavos practicaran su religión. Dios respondió a su negativa con una serie de plagas que se abatieron sobre el pueblo egipcio. Pero el faraón no se arredró. El capítulo 12 del libro del Éxodo narra la historia de la última plaga que se cobró la vida de todo hombre y animal primogénito en suelo egipcio.

No obstante, Dios dio a Moisés y a Aarón instrucciones detalladas sobre el sacrificio que debían hacer los hebreos: la ofrenda de un cordero con cuya sangre tenían que pintar los dinteles y los marcos de las puertas de sus hogares. Cuando el ángel de la muerte pasara por las casas, «se saltaría» a las familias de los hebreos. Sus primogénitos quedaban perdonados. Quedaban excluidos. Quedaban salvados. Sus vidas quedaban pagadas con el precio de la sangre del cordero pascual.

Pero la historia, evidentemente, no acabó ahí. Todo el mundo conoce el resto del relato: si no es por la Biblia, al menos por las versiones de Hollywood. Aunque el faraón permitió a los israelitas salir de su territorio, más tarde se arrepintió y emprendió su persecución. Las aguas del Mar Rojo, después de separarse para dejar pasar a los israelitas, volvieron a juntarse engullendo al ejército del faraón. El pueblo elegido anduvo errante durante cuarenta años, milagrosamente alimentado por Dios. De Él recibió la ley. Y, finalmente, entró en la tierra prometida.