Lo primero es el Amor - Scott Hahn - E-Book

Lo primero es el Amor E-Book

Scott Hahn

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Beschreibung

Scott Hahn muestra de nuevo su gran capacidad para explicar las verdades esenciales del Catolicismo de un modo muy atrayente. Con un lenguaje accesible, desarrolla una idea central de la fe cristiana: Dios, la Trinidad de Personas divinas, es una familia que vive en una comunión de amor. Ahondando en el Evangelio, los escritos de los primeros discípulos de Jesús y de los Santos Padres, expone también Hahn la íntima conexión entre la familia divina, la familia de la Iglesia, y las familias de la tierra formadas por un hombre y una mujer. Este libro está lleno de buenas noticias, y de orientaciones sólidas sobre el significado de la Iglesia, el matrimonio y el hogar. Con ejemplos de la vida real y citas sacadas de las Escrituras, el autor ayuda a las familias a entender mejor su importante papel como comunidades de amor, y les enseña a crear una verdadera vida familiar a imagen de la Trinidad, y a encontrar en la Iglesia una familia de lo más entrañable.

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SCOTT HAHN

LO PRIMERO ES EL AMOR

Descubre tu familia en la Iglesia y en la Trinidad

Novena edición

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: First Comes Love. Finding Your Family in the Church and the Trinity

© 2002 by SCOTT WALKER HAHN

Publicado por acuerdo con The Doubleday Broadway Publishing Group,

una división de Random House, Inc.

© 2020 de la versión española realizada por JOSEMARÍA NÚÑEZ MARTÍN y EULALIO FIESTAS LÊ-NGOC, by EDICIONES RIALP, S.A.,

c/ Manuel Uribe, 13-15. 28033 Madrid.

(www.rialp.com)

Primera edición española: Enero 2005

Novena edición española: Noviembre 2020

Con aprobación eclesiástica del Obispo de Steubenville (EE.UU.), 19 de diciembre de 2001.

Cubierta: Trinidad y santos (detalle), Giambettino Cignaroli. Iglesia de Santa Maria della Steccata. Parma (Italia). © Foto Scala.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (versión impresa): 978-84-321-3525-5

ISBN (versión digital): 978-84-321-5951-0

Realización ePub: produccioneditorial.com

A Michael Scott Hahn

ÍNDICE

PRÓLOGO

En este libro resuenan grandes ideas, sacadas de la Sagrada Escritura, de los Padres y de la fe viva de la Iglesia, para ayudarnos a conocer lo grande y bueno que es Dios, haciéndonos ver cómo ha creado pequeñas familias humanas y la gran familia de la fe como imágenes del misterio más profundo y entrañable: el misterio de Dios mismo.

Dios es grande y está lleno de amor. No es un Dios solitario. No domina sobre el cielo y la tierra como un ser en completa soledad. Es Padre, y tiene un Hijo eterno, al que está unido por el cariño más profundo mediante el amor que es el Espíritu Santo. Es una familia.

Porque es grande, Dios desea que sus hijos sean grandes y estén llenos de amor. Como el Padre eterno es eternamente miembro de la familia divina que llamamos Trinidad, no está solo y proclama desde el comienzo de la humanidad que «no es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18). Estamos hechos para vivir en amor y en familia: en nuestras modestas familias, en la familia de fe y en la familia de la Trinidad.

Las personas están llamadas a vivir en un amor grande, en familia. Hombre y mujer están llamados a descubrir el amor que supera la profunda soledad y el egoísmo, que son herencia de nuestra propia carne, mediante la entrega total del uno al otro en el amor que crea el matrimonio y los hogares, y que llama a la existencia a unos hijos que son lo más querido que hay para sus padres.

El amor humano es débil, y las familias humanas necesitan ser introducidas en la gran familia de Dios para llegar a ser lo que anhelan ser. Antes incluso de que Dios nos enseñara plenamente el misterio de la Trinidad, quiso que el primer hombre considerase a Dios como su Padre, que viviera como hijo de Dios y que hiciera por su Padre las tareas familiares de cultivar la tierra y guardarla.

El primer cabeza de la familia humana fracasó, así que Dios hizo lo que ya sabemos y nos envió a su Hijo eterno, para traernos, de un modo más sublime, los dones de amor y unidad que quería que tuviésemos. El cardenal Newman habla de cómo lo que fracasó en Adán, en absoluto fracasó en Cristo.

¡Oh, amada sabiduría de nuestro Dios!

Cuando todo era pecado y culpa,

vino un segundo Adán

para el rescate y la lucha.

¡Oh, el más sabio amor!, esa carne y sangre

que en Adán se vio fenecer

se esforzará de nuevo contra el enemigo,

se esforzará y logrará vencer.

Y un don más alto que la gracia

carne y sangre pondrá en refino:

la presencia de Dios y su mismo Ser

y Esencia totalmente divinos.

Comienza este libro con la historia de aquel primer Adán y vuelve una y otra vez a esa historia, como en espiral, examinando la narración del Génesis a la luz del segundo Adán, Jesucristo. En Cristo, nuestras pequeñas familias humanas han de ser introducidas en la sublime familia de Dios y saber, con el calor de la fe, que Dios es verdaderamente su Padre. Pero nuestras familias han de ser introducidas también en la gran familia visible que nos abarca, más bendita y salvadora que ninguna de las «familias depositarias» de la antigüedad (cf. capítulo 2). Nuestras familias han de ser introducidas en la familia de la Iglesia. Porque la Iglesia refleja esa Familia de Dios, que es la Trinidad, y al mismo tiempo es en la tierra la Familia de Dios, que da aliento constante y dones de vida a las pequeñas familias.

Son del todo sorprendentes los caminos por los que Jesús, el Hijo eterno, aúna el misterio de la familia humana y el misterio, mucho mayor, de la Familia de Dios. En este libro se habla con gran ardor del lugar que ocupa la Eucaristía (capítulo 7). Cuando Adán fue incapaz de mostrar el amor que Dios le dio para que lo compartiera, y condujo a su familia humana al pecado, el Hijo eterno se hizo nuestro propio hermano y nueva cabeza y fundador de nuestra familia humana..., y Él no fracasó. Nos dio a nosotros, y a todos en nuestras familias, un parentesco con Dios. Como escribe el profesor Hahn: «Nuestro parentesco con Dios es tan real que su misma sangre fluye por nuestro cuerpo... En la comida de la nueva Alianza, la Familia de Dios come el cuerpo de Cristo y por tanto se convierte en el cuerpo de Cristo... “Los hijos participan en la carne y en la sangre” (Heb 2,14)».

El libro incluye también un tesoro de citas y notas a pie de página, cuya riqueza te animo a consultar.

En la familia visible de la Iglesia, como en la familia trinitaria que es Dios, cada persona, por mucho que se hayan roto su hogar y sus esperanzas, puede encontrar una familia de lo más entrañable. La Iglesia ofrece fuerza y luz a toda pequeña familia, de manera que pueda ser con alegría y perfección aquello para lo que fue creada: un lugar de amor, que reluce con los dones de Dios, que es quien capacita a la familia y a cada uno de sus miembros para que puedan conseguir diversos y maravillosos modos de perfección.

Toda familia, incluso la más débil y sufrida, está llamada a ser grande. Y puede llegar a ser grande, porque esto significa ser introducida (y eso es posible) en la gran familia de Dios, que es la fuente de la alegría de la grandeza sin fin.

RONALD D. LAWLER, O. F. M. Cap.

Miembro de la Pontificia Academia Romana de Teología

I. LA HISTORIA MÁS ANTIGUA DEL MUNDO

Hay pocas cosas que puedan apartar a un universitario de la cafetería. El universitario varón tiene un enorme y primario apetito de comida... incluso de comida de menú. Y yo era, en cuanto universitario y en cuanto chico, como cualquier otro estudiante de la Universidad de Grove City.

Pero un día de otoño descubrí que había una fuerza de la naturaleza que superaba incluso a la comida. Su nombre era Kimberly Kirk.

La divisé tocando el piano en el antecomedor. La melodía era bonita, pero la música —aun la más excelente..., y sus canciones eran deslumbrantes— ocupa un puesto relativamente bajo en las prioridades de un chico universitario.

De lejos podía ver que la joven del teclado tenía un bonito y atractivo corte de pelo... y una sonrisa aún más atractiva.

Me puse en marcha y, entre canción y canción, intenté entablar una conversación intrascendente. Pude enterarme de que le apasionaba el teatro y le interesaba la literatura; estudiaba comunicación. Tocó una pieza que había compuesto ella misma y era magnífica.

Luego cantó mientras se acompañaba, y pensé: podría ganarse la vida así.

Me di cuenta de que tenía que pasar del tema, y rápido. Scott Hahn no estaba por la labor de enamorarse de otra mujer. Me explico: no muchos días antes de ese encuentro, había tomado la firme decisión de no entablar una nueva relación. Después de varias relaciones, llegué a la conclusión de que salir con una chica era una trampa sentimental, un amplio desgaste de juegos psicológicos... que hacen daño y te hacen daño. Ya había tenido suficiente. Además, estaba haciendo tres especialidades (Economía, Filosofía y Teología) y también trabajaba como ayudante. No tenía tiempo.

Así que ese día de otoño, con un educado «encantado de conocerte», giré mi cuerpo de universitario de vuelta a la cafetería.

Mi cabeza, sin embargo, era otra cuestión. Unos días después atravesaba yo el patio y pude echar un vistazo a Kimberly Kirk, que estaba por allí. Al observar su paso, pensé: Chico, es muy guapa. Entonces me acordé de nuestro encuentro en el antecomedor: Y es realmente inteligente y con talento musical...

Con todo, mi obstinada decisión seguía en pie. No podía pedirle una cita. Salir era implanteable en aquel momento de mi vida: incluso quedar con una chica radiantemente guapa, tan ingeniosa e inteligente. No, no podía hacerlo.

Así que elegí la siguiente mejor opción. Le pregunté si le gustaría echarme una mano en Young Life, un programa de pastoral juvenil que estaba ayudando a poner en marcha en un instituto de la localidad. Con gran alegría por mi parte, ella dijo que sí, sin mencionar en ningún momento que su padre había sido uno de los fundadores de Young Life, hacía dos décadas.

En esta colaboración fue cuando realmente descubrí a Kimberly Kirk. Tenía fe, y un celo evangélico que superaba todos sus otros dones. Nunca me cansaba de su compañía. Al poco tiempo pasábamos juntos cuatro, cinco o seis horas al día, y rematábamos nuestro trabajo con guerras de bolas de nieve, largos paseos, profundas conversaciones y música, dulce música.

En menos de un mes, mi precipitada promesa se había esfumado. Estaba perdido. Kimberly Kirk y yo nos estábamos enamorando.

No quiero aburrirte con detalles personales. Sé que no hay nada excepcional en nuestra historia. Nos conocimos; nos sentimos atraídos el uno por el otro, pero decidimos aguantar el tipo sin ceder; así que nos resistimos a esa atracción hasta que no pudimos resistir más. Chico conoce a chica: ésta es, al pie de la letra, la historia más antigua del mundo.

1. EL UNO ES EL NÚMERO MÁS SOLITARIO

Cuando cristianos y judíos cuentan la historia del género humano, comienzan «en el principio», con la creación por Dios de un hombre llamado Adán. «Adán» es el nombre de un individuo, el padre del género humano, pero es mucho más. Adam es la palabra hebrea que significa «humanidad». Es algo parecido a la forma en que usan los estadounidenses el nombre «Washington» para referirse al primer presidente, a la capital y al gobierno de su país. La historia de Washington es, en cierto sentido, la historia de los Estados Unidos. Pero la historia de Adán es aún más grande. Pertenece a todas las naciones del mundo y a todas las personas. La historia de Adán es nuestra historia: la mía y la de Kimberly, y la tuya.

Recordemos esa historia del comienzo de la Biblia. El libro del Génesis empieza con el relato de la creación del universo. En seis «días» consecutivos, creó Dios todas las cosas: noche y día; el cielo y los mares; el sol, la luna y las estrellas; los pájaros y los peces; y las bestias del campo. Después de cada acto creador, miró Dios lo que había hecho y declaró que era «bueno». Para coronar su obra, creó al hombre el sexto día y le dio el dominio sobre toda la tierra. Sólo entonces miró Dios lo que había hecho y dijo que era «muy bueno» (Gn 1, 31).

En el siguiente capítulo del Génesis vemos que Dios ornamentó todo el mundo para deleite del hombre: «Hizo el Señor Dios brotar de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar» (2, 9). Dios dio a Adán este lozano y fértil jardín para que lo cultivase y lo guardase (2, 15). De esta manera, Adán vivió en un mundo hecho a medida de su disfrute, un mundo sin pecado, sin sufrimiento ni enfermedad... un mundo en el que el trabajo era siempre gratificante, un mundo que, nos dice el Génesis, era bueno a más no poder.

Pero Dios mismo contempló esta situación y, por primera vez en la Sagrada Escritura, declaró que había algo que «no era bueno». Dijo: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18)[1].

¡Qué extraordinaria afirmación! Recuerda que esto sucedió antes de la Caída de la humanidad, antes de que el pecado y el desorden pudieran entrar en la creación. Adán vivía en un paraíso terrenal como hijo de Dios, hecho a su imagen (Gn 1, 27). Sin embargo, había algo que «no era bueno». Algo estaba incompleto. El hombre estaba solo.

Dios determinó inmediatamente poner remedio a esta situación, y dijo: «Voy a hacerle una ayuda adecuada a él» (Gn 2, 18). Así que Dios trajo ante el hombre a todos los animales y le pidió que les pusiera nombre, que ejercitase su autoridad sobre ellos.

Aun así, las cosas todavía «no eran buenas»: «pues no había para el hombre una ayuda adecuada a él» (Gn 2, 20). Aunque Adán podía someter a los animales y disfrutar cultivando una tierra fértil y grata, aún estaba incompleto. Porque Dios creó al hombre el mismo día que los animales, pero le hizo diferente a ellos. Sólo el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Por tanto, incluso con todos los animales del mundo, el hombre estaba solo sobre la tierra.

Lo que sigue en el Génesis es la esencia de toda historia de amor:

«Hizo, pues, el Señor Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y, dormido, tomó una de sus costillas, cerrando su lugar con carne, y de la costilla que del hombre tomara, formó el Señor Dios a la mujer, y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: “Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne”. Se llamará mujer porque del hombre ha sido tomada» (2, 21-23).

El mundo de Adán parecía que estaba completo. Tenía un buen trabajo, un hogar bonito, animales domésticos y actividades para mantenerle ocupado. Pero él estaba incompleto. Incluso como «imagen de Dios» sólo estuvo completo cuando la mujer, Eva, se unió a su vida. El hombre y su mujer se hicieron «una sola carne» (Gn 2, 24). «Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó» (Gn 1, 27).

Adán no habría de volver a conocer la soledad, porque tenía a Eva a su lado en un mundo perfecto. Podía darse cuenta ahora de que en la vida había algo más que las labores del campo, más que una bonita casa, más que el poder. Existía el verdadero amor humano. Y la buena compañía de Adán no se limitaría a la pareja perfecta, «la ayuda adecuada a él». Porque «Dios les bendijo diciéndoles: “Procread y multiplicaos, y poblad la tierra”» (Gn 1, 28).

La imagen de Dios quedó completada con la creación de la familia. Sólo entonces el Edén fue realmente el paraíso.

2. DE JARDÍN A BOSQUE[2]

Chico conoce a chica. Adán conoce a Eva. Scott conoce a Kimberly. Ya sabes. Es el tema de la mayoría de nuestras películas, novelas, leyendas épicas y canciones populares. Es la esencia de nuestros mejores recuerdos, de nuestros más profundos anhelos, de nuestras necesidades más acuciantes. No es bueno estar solo.

Siempre que leo esta historia, la más antigua del mundo, no puedo sino ponerme nostálgico e identificarme con Adán. Yo tenía todo lo que pensaba que necesitaba en la vida: tres especialidades universitarias, cada una de las cuales me parecía fascinante; una labor activa y gratificante con gente joven; y, por supuesto, la cafetería. Vivía en un campus lleno de árboles, agradable a la vista, estimulante para la mente y generoso a la hora de comer. Ni siquiera sabía que estaba incompleto, no podía saberlo, hasta que vi lo que me había estado perdiendo.

Dios no me había creado precisamente para la filosofía, economía, teología, o para un ministerio, por muy buenas que pudieran ser todas esas cosas. Dios me había creado para mucho más que eso, y me había creado para Kimberly Kirk. Su imagen en mí no empezaría a estar completa hasta que dijera que sí a la clara llamada de Dios para que me casara con ella.

Dios me creó, como hizo contigo y con todas las demás personas del mundo, para la familia. Todo lo que vemos, oímos, sentimos y gustamos en la creación es bueno, pero no es bueno que estemos solos.

Lo que voy a llamar el imperativo familiar es un presupuesto básico de nuestra cultura. Las universidades lo saben, por ejemplo, y por eso tratan de presentarse como una familia adoptiva para los adolescentes que emprenden su primera aventura fuera del hogar paterno. Lo hacen bastante bien, y crean vínculos que con frecuencia duran toda la vida. La universidad a la que fui gusta de referirse a sí misma, en el correo con los antiguos alumnos, como alma mater, es decir, en latín «madre nutricia». El campus tiene fraternidades y asociaciones de estudiantes, literalmente hermandades, tanto para chicos como para chicas, y cada año se celebra la semana de vuelta a casa. Los de la asociación de antiguos alumnos saben que, en la medida en que puedan mantener vivas esas asociaciones familiares, me resulta más fácil enviar con gusto dinero «a casa», a la Universidad de Grove City.

3. NO FAMILIAS NORMALES Y CORRIENTES

Los de marketing lo saben, y nosotros también. Estamos hechos para la familia. Para mucha gente, ésta es una verdad evidente en sí misma; pero para algunos se trata de una promesa vacía o rota, una propuesta en la que es casi imposible creer. En las últimas generaciones hemos visto que la familia, como institución, ha caído en un pronunciado declive. Hace cien años, la mayoría de los matrimonios terminaba sólo con la muerte de uno de los esposos. Hoy en día muchos matrimonios terminan, amargamente, en divorcio. Muchos hijos tienen que asumir sentimientos de abandono por parte de uno o de ambos padres. Muchos adultos luchan con rabia y con un profundo sentimiento de traición. El fracaso familiar es una epidemia, si no una pandemia.

Para las víctimas de semejantes circunstancias, la palabra «familia» no evoca recuerdos felices ni está asociada a sentimientos agradables. Para ellos es como si un Dios cruel nos hubiera creado para vivir entre traiciones, desafectos o incluso abusos.

Los que han crecido en hogares desunidos o los que han sido traicionados por seres queridos saben que se les ha privado de un gran bien. Les abruma el enfado, la amargura y la tristeza precisamente porque saben que carecen de algo esencial. Han sido privados de algo que les corresponde por derecho. Guardan una profunda herida, y una herida que es la señal de que algo en la naturaleza ha sido penetrado, cortado o roto.

Esa herida es una señal de que no tuvieron algo que la familia debería haberles dado. Su familia no fue lo que tenía que haber sido, aquello para lo que Dios la creó. El fallo, por tanto, no es de la familia tal como Dios la creó, sino de familias concretas cuando se desvían del plan de Dios. El fracaso, la disfunción, familiar es, sin duda, una consecuencia del pecado original; pero no es algo con lo que Dios soñara para atormentarnos.

Más aún, nuestra única esperanza de recuperar la integridad y la felicidad es recobrar el plan familiar que Dios tiene para la creación. El Catecismo de la Iglesia Católica (CCE) nos dice que todos debemos «purificar nuestros corazones» de todas «las falsas... imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios. Dios nuestro Padre trasciende las categorías del mundo creado. Transferirle a Él, o contra Él, nuestras ideas en este campo sería fabricar ídolos para adorar o demoler. Orar al Padre es entrar en su misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado» (n. 2779).

Hemos de esforzarnos por llevar a cabo esta purificación, porque el plan familiar de Dios es más que una mera receta para mejorar nuestra vida doméstica (aunque también sea eso). Es un modo de colmar nuestros anhelos más profundos: de amor, de familia, de hogar. Se trata de recuperar el romance para cuyo disfrute... para siempre... fuimos creados. Más que eso, es el título de otorgamiento de un estado familiar que nadie, ni siquiera el inspector de Hacienda, nos puede quitar. Mucho más, es la revelación de Dios mismo, en su misterio más profundo.

En el centro de la experiencia humana está la familia, que nos resulta familiar a todos nosotros, y la mayoría de nosotros creemos que la entendemos; en cambio, en algún lugar, muy lejos de los límites de nuestra mente, se encuentra Dios, la Santísima Trinidad, que para mucha gente resulta distante, abstracta e inaccesible. Mi propuesta es que no entendemos lo que creemos entender, es decir, la familia, y que poseemos una llave para entender lo que nos parece inescrutable: la Trinidad[3].

4. UNIÓN EN EL PARTO

Creo en todo esto, porque lo he visto. Me casé con Kimberly Kirk el 18 de agosto de 1979. Creamos nuestro hogar y disfrutamos del placer y la alegría de la unión de un hombre y una mujer. Sin embargo, no fue en el éxtasis de nuestra unión corporal cuando vislumbré por vez primera que una familia manifiesta del modo más vívido la vida de Dios..., aunque esa unión tenía ciertamente algo que ver.

Empecé a comprenderlo cuando Kimberly estaba embarazada de nueve meses y medio de nuestro primer hijo. Su cuerpo había ido tomando nuevas proporciones, y me di cuenta, más que nunca, de que su carne no había sido creada exclusivamente para mi deleite. Lo que yo había disfrutado como algo hermoso se estaba convirtiendo ahora en medio para un fin más grande.

Cuando sintió sus primeros dolores de parto, nos fuimos apresuradamente al hospital con la ilusión de que el bebé estaría pronto en nuestros brazos. Sin embargo, el parto de Kimberly fue difícil desde el principio. Hice la broma de que si los hombres pudieran quedarse embarazados, el género humano se habría extinguido poco después de su creación.

Las horas se prolongaron, horas de duro parto, y el dolor de Kimberly se hizo cada vez más intenso. Lo que dije de broma lo desmentía mi corazón, porque me hubiera cambiado gustosamente por ella en ese momento.

Pasamos un día de esta forma, y después una noche, y luego comenzó otro día. Tras treinta horas de parto, el médico observó poco progreso, y recomendó hacer una cesárea. No era así como nos habría gustado que fueran las cosas, pero nos dábamos cuenta de que la elección no estaba en nuestras manos.

Exhausto, vi cómo las enfermeras ponían a Kimberly en una camilla y la llevaban a otra habitación. Iba a su lado, cogiéndola de la mano, rezando con ella y contando chistes..., cualquier cosa que le levantara el ánimo.

Cuando llegamos a la sala de operaciones, las enfermeras levantaron a Kimberly de nuevo y la pusieron en una mesa; allí la sujetaron y la sedaron. Kimberly estaba congelada, tiritando y con mucho miedo.

Permanecí junto a mi esposa; su cuerpo estaba atado, puesto en forma de cruz sobre la mesa, y rajado para traer una nueva vida al mundo.

Nada de lo que me había enseñado mi padre sobre los detalles de la reproducción, nada de lo que había aprendido en las clases de biología del instituto, podría haberme preparado para ese momento. Los médicos me dejaron quedarme a ver la operación. Cuando el cirujano hizo sus incisiones, pude contemplar todos los órganos principales de Kimberly. «Realmente, pensé, ¡estamos hechos al detalle y de maravilla!». Entonces llegó el momento en que, de entre aquellos órganos, con unos pocos movimientos cuidadosos de las manos del médico, apareció el hermoso cuerpo de mi hijo, mi primer hijo, Michael.

Pero fue el cuerpo de Kimberly lo que se convirtió en algo más que hermoso para mí. Ensangrentado, con cicatrices y retorcido de dolor, se convirtió en algo sagrado, un templo vivo, un sagrario, un altar de sacrificio que daba vida.

La nueva vida que ella dio al mundo, esta vida que habíamos creado con Dios, podía ahora mirarla y tocarla con mis manos. Una tercera persona había entrado en la unidad íntima de nuestro hogar. Era el principio de algo nuevo para mí, y para Kimberly y para mí juntos. Dios había tomado las románticas miradas de dos amantes y las había reconducido, sin que dejaran de ser románticas y amorosas. Ahora había tres personas en un hogar feliz cuyo amor les dirigía a un hogar aún más dichoso.

Dios lo sabe: no es bueno que estemos solos. No quiere que estemos solos. Esta es la historia más antigua del mundo, y está escrita en lo más profundo de nuestra naturaleza humana: Él quiere que tengamos un hogar.

[1] Cf. el tratamiento de la «soledad original» en Juan Pablo II, Matrimonio, amor y fecundidad, Palabra, Madrid 1998.

[2] Scott Hanh suele dividir los capítulos con algunos ladillos en los que hace frecuentes juegos de palabras, intraducibles al español; en este caso, el original inglés es From Garden to Grove, refiréndose, con esta última palabra, a la universidad en la que estudió. En otras ocasiones la traducción puede reflejar algo de la intencionalidad del autor, como en el caso de Children of a Lesser Good (Hijos de un bien menor), en vez de Children of a Lesser God (Hijos de un dios menor, película de 1986 dirigida por Randa Haines), National Family Planning (por Natural Family Planning) o Hey Judea, que, en la pronunciación inglesa, recuerda la conocida canción de los Beatles Hey, Jude. Por lo general, hemos optado por una traducción lo más literal posible de estos subtítulos, aun a sabiendas de que, en los casos de homofonía inglesa, resultan anodinos en la versión y sin la gracia provocadora del original; a título de ejemplo, véase The Son (por Sun) also Rises, This (por Dis-) Functional Family, etc. [n. del tr.].

[3] Cf. Juan Pablo II, «La santísima Trinidad: modelo para todas las familias» en L’Osservatore Romano