La cultura del narcisismo - Christopher Lasch - E-Book

La cultura del narcisismo E-Book

Christopher Lasch

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Cuando se publicó por primera vez 'La cultura del narcisismo' en 1979, Christopher Lasch fue aclamado como un "profeta bíblico" (Time). La identificación por parte de Lasch del narcisismo no sólo como una dolencia individual, sino también como una floreciente epidemia social, fue innovadora. Su diagnóstico de la cultura estadounidense es aún más relevante hoy en día, ya que predice la expansión ilimitada del yo narcisista, ansioso y codicioso, en todos los ámbitos de la vida estadounidense. 'La cultura del narcisismo' ofrece un análisis astuto y urgente de lo que necesitamos saber en estos tiempos difíciles. En esté clásico, Lasch plantea que la evolución social del siglo XX dio lugar a una estructura de personalidad narcisista, en la que el frágil concepto de sí mismo de los individuos había dado lugar, entre otras cosas, a un miedo al compromiso y a las relaciones duraderas (incluida la religión), a un temor a envejecer (es decir, la "cultura juvenil" de los años sesenta y setenta) y a una admiración ilimitada por la fama y la celebridad (alimentada inicialmente por la industria cinematográfica y fomentada principalmente por la televisión). Afirmaba, además, que este tipo de personalidad se ajustaba a los cambios estructurales en el mundo del trabajo. Con estos desarrollos, acusó, surgió inevitablemente una cierta sensibilidad terapéutica (y, por tanto, dependencia) que, inadvertidamente o no, socavó las antiguas nociones de autoayuda e iniciativa individual. En la década de 1970, incluso las peticiones de "individualismo" eran gritos desesperados y esencialmente

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Prefacio

Transcurrido medio siglo desde que Henry Luce proclamara «el siglo de Norteamérica», la confianza de los norteamericanos ha declinado hasta llegar a un nivel insospechadamente bajo. Quienes hasta hace poco soñaban con el dominio del mundo vacilan hoy ante la mera idea de tener que gobernar la ciudad de Nueva York. La derrota en Vietnam, el estancamiento económico y el agotamiento inminente de los recursos naturales han provocado una oleada de pesimismo en las altas esferas, que empieza a difundirse en el resto de la sociedad a medida que la gente va perdiendo confianza en sus líderes. Una análoga crisis de confianza invade otras naciones capitalistas. En Europa, la renovada fuerza de los partidos izquierdistas, el resurgimiento de los movimientos fascistas y la oleada terrorista dan cuenta, por distintas vías, de la vulnerabilidad de los regímenes vigentes y del agotamiento de las tradiciones establecidas. Incluso Canadá, que fue durante largo tiempo un bastión de la más inalterable formalidad burguesa, enfrenta desde hace años, en el movimiento separatista de Quebec, una amenaza contra su existencia misma como nación.

Las dimensiones internacionales del actual malestar sugieren que no se lo puede atribuir a una falta de valor de los norteamericanos. El conjunto de la sociedad burguesa parece haber agotado, en todas partes, su propia reserva de ideas constructivas. Ha perdido tanto la capacidad como la voluntad de enfrentar las dificultades que amenazan arrollarla. La crisis política del capitalismo refleja una crisis general de la cultura occidental, manifiesta en una desesperación generalizada por comprender el curso de la historia contemporánea o someterlo a alguna forma de conducción racional. Hace mucho tiempo que el liberalismo, la teoría política de la burguesía en ascenso, perdió su capacidad de explicar los hechos en el mundo del estado del bienestar y de las grandes corporaciones multinacionales; pero nada ha conseguido sustituirlo hasta ahora. Sumido en la bancarrota política, el liberalismo está a su vez en franca bancarrota intelectual. Las ciencias que él mismo alentara, que alguna vez confiaron en su habilidad para disipar las tinieblas de su época, ya no brindan explicaciones satisfactorias de los fenómenos que se declaraban ansiosas por dilucidar. La teoría económica neoclásica ya no puede explicar la coexistencia de desempleo e inflación; la sociología ha renunciado al intento de bosquejar una teoría general de la sociedad moderna; la psicología académica renuncia al desafío que planteó Freud y se repliega a la medición de cuestiones triviales. Las ciencias naturales, tras de exagerados alegatos en beneficio propio, anuncian que la ciencia no ofrece ninguna cura milagrosa de los males sociales.

En las humanidades, la desmoralización ha llegado al punto de admitirse de forma generalizada que los estudios humanísticos nada pueden aportar al entendimiento del mundo moderno. Los filósofos ya no se ocupan de explicar la naturaleza de los hechos ni pretenden sugerirnos cómo vivir. Los estudiantes de literatura no tratan los textos como una representación del mundo real, sino como un reflejo del estado espiritual de su creador. Los historiadores se doblegan ante una «sensación de irrelevancia de la historia», según David Donald, «y de inquietud ante la era en la que estamos entrando».[1] Puesto que la cultura liberal siempre dependió tanto del estudio de la historia, un ejemplo particularmente revelador del colapso al que se enfrenta esa cultura lo ofrece el colapso de la fe en la historia, que antes rodeaba a la práctica de llevar un registro de los acontecimientos públicos con un aura de dignidad moral, de patriotismo y de optimismo político. Los historiadores suponían, en el pasado, que los hombres aprendían de sus errores. Ahora que el futuro nos parece problemático e incierto, el pasado resulta «irrelevante», incluso para quienes dedican sus vidas a investigarlo. «La era de la abundancia ha concluido», escribe Donald. «Las “lecciones” que nos brinda el pasado de Norteamérica son, hoy por hoy, no solo irrelevantes, sino peligrosas […]. Puede que la faceta más provechosa de mi propia función sea la de despertarlos [a los estudiantes] del hechizo que ejerce la historia, ayudarlos a apreciar la irrelevancia del pasado […], [para] recordarles lo poco que los seres humanos controlan su propio destino».

Esta es la visión desde arriba: la visión desesperanzada del futuro, ampliamente compartida, hoy, por los que gobiernan la sociedad, los que moldean la opinión pública y supervisan el conocimiento científico del que depende la propia sociedad. Si, por otra parte, preguntamos al hombre común por su perspectiva individual, nos toparemos con infinidad de indicios que confirman la impresión de que el mundo moderno se enfrenta al futuro sin mayores esperanzas. Y, a la vez, con otra cara de la moneda, que sirve para matizar esa impresión y nos sugiere que la civilización occidental puede aún generar los recursos morales para trascender su crisis actual. Una desconfianza omnipresente hacia quienes ejercen el poder ha vuelto a la sociedad cada vez más difícil de gobernar, algo de lo que la clase gobernante insiste en quejarse sin entender su propio aporte a tal dificultad; pero esa misma desconfianza puede suministrarnos el fundamento de una novedosa capacidad de autogobierno, la cual acabaría por suprimir la necesidad misma que dio origen a una clase gobernante en primera instancia. Lo que a los ojos de los científicos políticos parece apatía electoral bien puede representar un escepticismo saludable respecto de un sistema político donde la mentira pública se ha vuelto endémica y modalidad rutinaria. La desconfianza hacia los expertos puede contribuir a atenuar la dependencia de esos mismos expertos que ha ido invalidando la aptitud para la autoayuda.

La burocracia moderna ha minado las tradiciones precedentes de la acción a nivel local, cuya revitalización y difusión representa hoy la única esperanza de que surja una sociedad decente tras el naufragio del capitalismo. La inadecuación de las soluciones dictadas desde arriba obliga hoy a la gente a idear soluciones desde la base. El desencanto con las burocracias gubernamentales ha comenzado a difundirse a las burocracias empresariales, los centros reales del poder en la sociedad contemporánea. En pueblos pequeños y vecindarios urbanos populosos, incluso en los suburbios, hombres y mujeres han iniciado modestos experimentos de cooperación mutua, diseñados para defender sus derechos ante las corporaciones y el Estado. El «distanciamiento de la política», como lo entiende la élite empresarial y política, puede significar la negativa creciente del ciudadano a tomar parte en el sistema político como un consumidor de espectáculos prefabricados. En otras palabras, puede no significar en absoluto un ausentarse de la política, sino el principio de una revuelta política de carácter general.

Es mucho lo que podría escribirse acerca de los signos de esta nueva forma de vida en Occidente. Este libro, sin embargo, describe el estilo de vida que hoy agoniza: la cultura del individualismo competitivo, que en su propia decadencia ha llevado la lógica del individualismo al extremo de una guerra de todos contra todos y la búsqueda de la felicidad al punto muerto de una preocupación narcisista por el yo. Las estrategias de supervivencia narcisista se presentan hoy como la emancipación de las condiciones represivas del pasado, dando pie a una «revolución cultural» que reproduce los peores rasgos de la civilización en vías de derrumbarse cuya crítica realiza. El radicalismo cultural se ha vuelto tan de buen tono, y tan pernicioso el apoyo que inconscientemente provee al orden establecido, que cualquier crítica de la sociedad contemporánea que aspire a trascender lo superficial deberá criticar, al mismo tiempo, buena parte de lo que actualmente viene con la etiqueta del radicalismo.

Los hechos han vuelto las críticas liberacionistas de la sociedad moderna —y, también, buena parte de la crítica marxista temprana— desesperanzadamente obsoletas. Muchos sectores radicalizados hacen recaer, aún, su indignación en la familia autoritaria, la moral sexual represiva, la censura literaria, la ética del trabajo y otros pilares del orden burgués debilitados o arrasados por el propio capitalismo avanzado. Estos sectores no ven que la «personalidad autoritaria» no es, a estas alturas, el prototipo del hombre económico. El mismo hombre económico ha dado paso al hombre psicológico de nuestra época: el último producto del individualismo burgués. El nuevo narcisismo está obsesionado, no por la culpa, sino por la ansiedad. No busca infligir sus propias certezas a otros, sino encontrar un sentido a la vida. Liberado de las supercherías del pasado, duda incluso de la realidad de su propia existencia. Relajado y tolerante en la superficie, halla escasa utilidad en los dogmas de la pureza racial y étnica, aunque a la vez extraña la seguridad que brindan las lealtades grupales y considera a todo el mundo como un rival ante las prebendas que otorga un Estado paternalista. Sus actitudes sexuales son permisivas antes que puritanas, aunque su emancipación de los viejos tabúes no le trae la paz en lo sexual. Ferozmente competitivo en su necesidad de aprobación y aclamación, desconfía de la competencia porque la asocia, de manera inconsciente, con un impulso desbocado de destrucción. De aquí su repudio por las ideologías competitivas que florecieron en una fase anterior del desarrollo capitalista, y su desconfianza hasta de sus manifestaciones controladas en los deportes y el juego. A la vez que abriga profundos impulsos antisociales, ensalza la cooperación y el trabajo en equipo. Alaba el respeto a las normas y regulaciones, en la íntima convicción de que ellas no se aplican a su caso. Codicioso, en el sentido de que sus antojos no tienen límite, no acumula bienes y provisiones para el futuro, al estilo de los individuos también codiciosos que vivían en la economía política del siglo XIX, pero exige gratificaciones inmediatas y vive en un estado de deseo inagotable, perpetuamente insatisfecho.

El narcisista no se interesa en el futuro, en parte debido al poco interés que tiene en el pasado. Le cuesta internalizar asociaciones felices o crearse un fondo de recuerdos atesorables con los cuales enfrentar la última fase de la vida, que, aun en el mejor de los casos, siempre supone para él una fuente de tristeza y dolor. En una sociedad narcisista —una sociedad que otorga cada vez más prominencia a los rasgos narcisistas y que los alienta—, la devaluación cultural del pasado no solo refleja la pobreza de las ideologías predominantes, que han perdido su asidero en la realidad y abandonado el intento de controlarla, sino la pobreza de la vida interior del propio narcisista. Una sociedad que ha hecho de la «nostalgia» un bien comercializable dentro del intercambio cultural desecha de prisa la idea de que la vida pasada fue, en cualquier sentido, más importante que la actual. Después de trivializar el pasado, por la vía de equipararlo con estilos de consumo pasados de moda, con modas y actitudes descartadas, la gente de hoy se resiente con cualquiera que parta del pasado en los análisis serios de las circunstancias presentes o intente valerse del pasado como un criterio para enjuiciar la época actual. El dogma de la crítica actual equipara esas referencias al pasado con una manifestación de nostalgia. Como ha señalado Albert Parr, este tipo de razonamiento «deja fuera prácticamente cualquier conclusión a la que se haya llegado hasta ahora y cualquier valor al que uno se haya adherido en el curso de su experiencia personal, puesto que esas mismas experiencias son siempre parte del pasado y, por ende, quedan circunscritas al terreno de la nostalgia».[2]

Analizar las complejidades de nuestro vínculo con el pasado bajo el rótulo de la «nostalgia» sustituye con eslóganes toda la crítica social objetiva con la cual esta actitud pretende que se la asocie. La burla de buen tono con que hoy se recibe, de forma automática, cualquier evocación atesorable del pasado explota los prejuicios de una sociedad seudoprogresista en nombre del orden establecido. Pero ahora sabemos —gracias a la obra de Christopher Hill, E. P. Thompson y otros historiadores— que varios de los movimientos más radicalizados del pasado han extraído su fuerza y sustento del mito o el recuerdo asociado a una época dorada, a un pasado aún más remoto. Este hallazgo histórico refuerza la conclusión psicoanalítica de que los recuerdos entrañables son un recurso psicológico indispensable en la madurez, y que quienes no pueden refugiarse en vínculos pasados y entrañables sufren abrumadores tormentos. La confianza en que en cierto modo todo tiempo pasado fue mejor no descansa en absoluto en una ilusión sentimentaloide; tampoco conduce a una mirada involucionista o a una esclerosis reaccionaria de la voluntad política.

Mi enfoque del pasado es justamente el opuesto al de David Donald. En lugar de considerarlo un estorbo sin utilidad alguna, veo el pasado como un tesoro político y psicológico del cual extraemos las reservas (no necesariamente como «lecciones») que necesitamos para lidiar con el futuro. La indiferencia de nuestra cultura ante el pasado —que fácilmente deriva a franca hostilidad y rechazo— nos provee una prueba palmaria de la bancarrota en que se halla sumida esta cultura. La actitud predominante, tan jovial y orientada al futuro en la superficie, deriva de un empobrecimiento narcisista de la psiquis y de la incapacidad de cimentar nuestras necesidades en las vivencias de la satisfacción y la conformidad. En lugar de basarnos en nuestra propia experiencia, permitimos que los expertos definan nuestras necesidades por nosotros y luego nos preguntamos cómo es que esas necesidades jamás parecen quedar satisfechas. «A medida que las personas se transforman en alumnos aptos del aprendizaje de cómo necesitar —escribe Iván Illich—, la habilidad de moldear los deseos a partir de la satisfacción experimentada se convierte en una aptitud tan escasa que solo se observa en los muy ricos o en quienes se hallan seriamente desabastecidos».[3]

Por todas estas razones, la devaluación del pasado se ha transformado en uno de los síntomas más relevantes de la crisis cultural de la que se ocupa este libro, que a menudo se apoya en la experiencia histórica para explicar lo que está errado en nuestros esquemas actuales. En un análisis a fondo, esa negación del pasado, que en la superficie parece una actitud progresista y optimista, encarna la desesperación de una sociedad incapaz de enfrentar el futuro.

[1]The New York Times, 8 de septiembre de 1977.

[2]A. E. Parr, «Problems of reason, feeling and habitat», Architectural Association Quarterly I, 1969, p. 9.

[3]Iván Illich, Toward a History of Needs, Nueva York: Pantheon, 1978, p. 31.

I

El movimiento por la

apertura de conciencia

y la invasión social del self

«El ser de Marivaux es, según Poulet, un hombre sin pasado ni futuro, que renace en cada momento. Los instantes son puntos organizados en una línea, pero lo que cuenta es el instante, no la línea. El ser “marivaudiano” carece, en algún sentido, de historia. Lo que ha ocurrido antes no tiene consecuencias. Vive permanentemente sorprendido. Es incapaz de predecir sus propias reacciones frente a los acontecimientos. Está constantemente sobrepasado por los acontecimientos. Le rodea una sensación de estar en ascuas, desconcertado».

DONALD BARTHELME[4]

«Solo es irritante pensar que a uno le gustaría estar en algún

otro lugar. Ahora estamos aquí».

JOHN CAGE[5]

La merma del sentido de la historicidad

Con el siglo XX a punto de concluir, aumenta la convicción de que muchas otras cosas están también concluyendo. Nuestra época vive obsesionada con anuncios de tormenta, presagios de toda índole e indicios de catástrofe. Esta «sensación terminal», que ha contribuido a perfilar una vasta porción de la literatura del siglo XX, impregna ahora el imaginario popular. El holocausto nazi, la amenaza de aniquilación nuclear, el agotamiento de los recursos naturales, las fundadas predicciones de un desastre ecológico inminente han dado contenido a profecías poéticas, otorgando concreción histórica a la pesadilla o al anhelo de muerte que la vanguardia estética ya había puesto de manifiesto. La pregunta por si el mundo habrá de concluir su andadura envuelto en fuego o en hielo, en un estallido o en medio de un gemido, ha dejado de interesar exclusivamente a los artistas. El desastre inminente se ha convertido en una preocupación cotidiana, un lugar común tan habitual que ya nadie considera la forma como se podría evitar el desastre. La gente dedica su energía a las diversas estrategias posibles de supervivencia, a medidas diseñadas para prolongar la vida o a programas garantizados para asegurarse buena salud y tranquilidad espiritual.[6]

Quienes excavan refugios antiatómicos viven con la esperanza de sobrevivir rodeados de los últimos productos de la moderna tecnología. Los comuneros del ámbito rural se adhieren al plan opuesto: liberarse de esa dependencia de la tecnología y sobrevivir así a su destrucción o colapso. Un visitante de una comuna en Carolina del Norte escribe: «Todo el mundo parece compartir esta sensación de que se viene el Día del Juicio». Stewart Brand, editor del Whole Earth Catalogue, informa de que «las ventas del Survival Book (Libro de supervivencia) aumentan de manera vertiginosa; es uno de nuestros productos de más rápida salida».[7] Ambas estrategias reflejan la desesperación creciente de una sociedad en proceso de cambio, incluso la desesperación por entenderla, sensación que también subyace en el culto a la «expansión de conciencia», a la salud y al «crecimiento» personales, tan predominantes hoy en día.

Tras el torbellino político de los años sesenta, los ciudadanos occidentales se replegaron a cuestiones puramente personales. Sin esperanzas de mejorar su vida en ninguna de las formas que verdaderamente importan, la gente se convenció de que lo importante era la mejoría psíquica personal: contactar con los sentimientos, ingerir alimentos saludables, tomar lecciones de ballet o danza del vientre, imbuirse de la sabiduría oriental, trotar, aprender a «relacionarse», superar el «miedo al placer». Inofensivas en sí mismas, estas búsquedas, cuando son elevadas a la categoría de programa y se envuelven en la retórica de la autenticidad y la apertura de conciencia, implican un alejamiento de la política y un rechazo del pasado reciente. Desde luego, pareciera que Occidente, y Estados Unidos en particular, no solo busca olvidar los años sesenta y los disturbios callejeros, la Nueva Izquierda, las revueltas en los campus, Vietnam, Watergate y el Gobierno de Nixon, sino también su pasado colectivo en sentido amplio, algo apreciable incluso en la asepsia con que Estados Unidos celebró ese pasado al cumplir su bicentenario como nación. La película El dormilón, de Woody Allen, estrenada en 1973, supo captar con exactitud el ánimo predominante en los años setenta. Planteada, atinadamente, como una parodia de la ficción futurista, la cinta emplea múltiples formas para transmitirnos el mensaje de que «las soluciones políticas no funcionan», como Allen dice claramente en determinado momento. Al preguntársele por aquello en lo que cree, tras haber descartado la política, la religión y la ciencia, declara: «Creo en el sexo y la muerte: dos experiencias que ocurren una sola vez en la vida».

Vivir el momento es la pasión dominante: vivir para uno mismo, no para nuestros predecesores o para la posteridad. Estamos perdiendo de forma vertiginosa un sentido de la continuidad histórica, el sentido de pertenencia a una secuencia de generaciones originada en el pasado y que habrá de prolongarse en el futuro. La pérdida del sentido de la historicidad —en particular, la erosión de cualquier preocupación seria por la posteridad— diferencia a la crisis espiritual de estos años de otras irrupciones de credos milenaristas con los que guarda alguna semejanza superficial. Muchos analistas se aferran a dicha semejanza para entender la «revolución cultural» en la era contemporánea, ignorando los rasgos que la diferencian de las religiones del pasado. En 1973, Leslie Fiedler proclamó una «nueva era de la fe». Poco después, Tom Wolfe interpretó el nuevo narcisismo como «un tercer gran despertar», una irrupción de religiosidad orgiástica, de perfiles extáticos.[8] Jim Hougan, en un libro que parece al mismo tiempo la crítica y el elogio de la decadencia contemporánea, compara el estado de ánimo actual con el milenarismo de la Edad Media tardía. «Las ansiedades medievales no son muy distintas de las del presente», escribe. Entonces como ahora las convulsiones sociales dieron pie a «sectas milenaristas».[9]

Pero tanto Hougan como Wolfe brindan, sin advertirlo, evidencias que socavan una interpretación religiosa del «movimiento de apertura de conciencia». Hougan advierte que la supervivencia se ha transformado en «el tópico de los años setenta», y el «narcisismo colectivo» en la actitud dominante. Puesto que la sociedad no tiene futuro, tiene sentido vivir solo el momento, fijar la mirada en nuestro «desempeño particular», transformarnos en expertos en nuestra propia decadencia, cultivar una «autoatención trascendental». Estas no son actitudes relacionables con las irrupciones milenaristas conocidas. Los anabaptistas del siglo XVI esperaban el Apocalipsis no con una atención trascendental a sí mismos, sino con una mal disimulada impaciencia por la época dorada a la que, se suponía, habría de dar paso. Tampoco eran indiferentes al pasado. Los movimientos milenaristas de esa época están impregnados de la vieja tradición popular del «rey durmiente»: el líder que habrá de volver un día al seno de su comunidad y restaurar una era dorada y perdida. El Revolucionario del Alto Rin, autor anónimo del Libro de los cien capítulos, declaraba: «Los germanos tuvieron alguna vez el mundo en sus manos y volverán a tenerlo, y con más poderío que nunca». Predecía que el Federico II resucitado, «Emperador de los Últimos Días», reinstauraría el primitivo credo germano, trasladando la capital de la cristiandad de Roma a Trier, aboliendo la propiedad privada y nivelando las diferencias entre pobres y ricos.[10]

Esas tradiciones, a menudo asociadas con la resistencia nacional ante conquistadores foráneos, han florecido en múltiples ocasiones y de muy diversas formas, incluida la visión cristiana del Juicio Final. Su contenido igualitario y seudohistórico sugiere que incluso los credos pasados y más alejados de la realidad daban cuenta de una esperanza de justicia social y de un sentido de continuidad con las generaciones anteriores. Lo que caracteriza a la mentalidad «supervivencial» de la actualidad es la ausencia de estos valores. La «cosmovisión que surge entre nosotros», escribe Peter Marin, se centra «exclusivamente en el self» y considera la «supervivencia individual como su único bien». Tom Wolfe intenta identificar los rasgos peculiares de la religiosidad contemporánea y advierte que, «históricamente hablando, la mayoría de la gente nunca ha vivido su vida con la idea de que “solo se vive una vez”. En lugar de ello, la ha vivido asumiendo la vida de sus ancestros y de sus herederos».[11] Estas observaciones bordean nítidamente la esencia del problema, pero contradicen, por cierto, su propia caracterización del nuevo narcisismo como un tercer gran despertar.[12]

La sensibilidad terapéutica

El clima dominante en la sociedad contemporánea es terapéutico, no religioso. La gente de hoy no se muestra ávida de salvación personal, y no digamos ya de una época dorada anterior, sino de un sentimiento, de una ilusión momentánea de bienestar personal, de salud y seguridad psíquicas. Incluso el radicalismo de los años sesenta no sirvió, a muchos de los que se adhirieron a él por razones personales antes que políticas, como un credo sucedáneo, sino como una terapia. Las posturas políticas radicalizadas llenaban existencias vacías, brindaban un sentido y un propósito. En su recuerdo de los weathermen, Susan Stern describía su atracción por el lenguaje, un rasgo que parece deber más a la psiquiatría y a la medicina que a la religión. Al evocar su disposición mental durante las manifestaciones callejeras en 1968 en la Convención Nacional del Partido Demócrata, en Chicago, describía más bien su estado de salud: «Me sentía bien. Sentía el cuerpo flexible y fuerte y esbelto, preparado para correr varios kilómetros, y mis piernas desplazándose con seguridad, ágilmente». Y unas páginas más adelante, nos dice: «Me sentía verdadera». Más de una vez explica que la asociación con gente importante la hacía sentir importante. «Sentía que era parte de una vasta red de gente muy intensa, estimulante y brillante».[13] Cuando los líderes que había idealizado la decepcionaban, como ocurre siempre, buscaba nuevos héroes que los sustituyeran, con la esperanza de ampararse en su «brillantez» y superar su propia sensación de irrelevancia. En su presencia se sentía «fuerte y sólida»…, hasta redescubrirse asqueada cuando el desencanto resurgía debido a la «arrogancia» de quienes había admirado, a «su desprecio hacia todos los que los rodean».

Múltiples detalles del recuento de Stern sobre los weathermen resultarán con seguridad conocidos a los estudiosos de la mentalidad revolucionaria de otras épocas: el fervor de su compromiso revolucionario, las disputas interminables y bizantinas en torno al dogma político, la «autocrítica» implacable a que los miembros de la secta eran continuamente exhortados, el intento de remodelar cada faceta de la propia existencia de acuerdo con la fe revolucionaria. Pero todo movimiento revolucionario se nutre de la cultura de su época, y este en particular contenía ciertos elementos que permiten identificarlo de inmediato como un producto de la sociedad occidental en una era de expectativas decrecientes. La atmósfera en que vivían los weathermen —una atmósfera de violencia y riesgos constantes, de drogas, promiscuidad sexual, caos psicológico y moral— no era tanto el fruto de la tradición revolucionaria anterior como del torbellino y la angustia narcisista de la sociedad contemporánea. Su preocupación por la salud mental, junto a su dependencia de otros para su sentido del ser, diferencian a Susan Stern del buscador religioso que deriva a la esfera política para encontrar en ella una forma secularizada de salvación. Stern necesitaba consolidar alguna identidad, no subsumir la suya en una causa mayor. Por otra parte, el narcisista difiere, en la tenue cualidad de su sentido del ser, de una categoría temprana de individualista detectable en nuestra sociedad occidental, el «Adán norteamericano» analizado por R. W. B. Lewis, Quentin Anderson, Michael Rogin y analistas del siglo XIX como Tocqueville.[14] El narcisista contemporáneo mantiene alguna semejanza superficial, por su cualidad ensimismada y sus fantasías de grandeza, con el «self imperial» que tan a menudo festeja la literatura norteamericana del siglo XIX. El Adán norteamericano, igual que sus descendientes actuales, buscaba liberarse del pasado y tener lo que Emerson denominó «una relación primigenia con el universo». Los escritores y oradores estadounidenses del siglo XIX repetían una y otra vez, de muy diversas maneras, la doctrina de Jefferson acerca de que la Tierra pertenece a los vivos. La ruptura con Europa, la abolición de la primogenitura y el debilitamiento de los lazos familiares dieron sustento a la creencia (que se reveló después como una ilusión) de que los norteamericanos, y solo ellos entre todos los pueblos, podían evitar la influencia enmarañante del pasado. Imaginaban, según Tocqueville, que «la totalidad de su destino estaba en sus manos». Las condiciones sociales predominantes en Estados Unidos, escribió, rompieron el nexo que unía a una generación con la anterior. «La trama de lo temporal se rompe a cada instante y se borra la senda trazada por las generaciones. Quienes estuvieron antes son rápidamente olvidados; nadie tiene la menor idea acerca de quiénes vendrán: el interés del individuo queda restringido a los que viven en estrecha consanguinidad con él».[15]

Algunos críticos han descrito el narcisismo actual en términos similares. Las nuevas terapias engendradas por el movimiento del potencial humano enseñan, según Peter Marin, que «la voluntad individual es todopoderosa y determina absolutamente nuestro destino», con lo cual exacerban el «aislamiento del self».[16] Esta línea de argumentación se inscribe en una bien consolidada tradición norteamericana de pensamiento social. El alegato de Marin para que se reconozca el «terreno firme y grandioso que es la comunidad» evoca a Van Wyck Brooks, quien criticaba a los trascendentalistas de Nueva Inglaterra por ignorar «el terreno firme y genial que es la tradición».[17] El propio Brooks, al formular su condena de la cultura norteamericana, se inspiró en críticos tempranos como Santayana, Henry James, Orestes Brownson y Tocqueville.[18] La tradición crítica que ellos establecieron puede aún revelarnos infinitas cosas acerca del individualismo ilimitado y sus males, pero debe replantearse para absorber las diferencias entre el «adanismo» decimonónico y el narcisismo de nuestra época. La crítica del «privatismo», aunque ayuda a mantener viva la necesidad de la comunidad, se ha vuelto más y más engañosa porque renuncia a la posibilidad de una auténtica intimidad. Puede que el ciudadano contemporáneo no haya podido, como sus predecesores, establecer alguna forma de vida en común, pero las tendencias integradoras de la moderna sociedad industrial han socavado, a la par, su «aislamiento». Al subordinar buena parte de sus habilidades técnicas a la empresa, ese individuo hoy es incapaz de cubrir sus propias necesidades materiales. A medida que la familia no solo pierde sus funciones productivas, sino muchas de las reproductivas, hombres y mujeres ya ni siquiera pueden arreglárselas para criar a sus hijos sin la ayuda de expertos diplomados. La atrofia de antiguas tradiciones de autosustento ha erosionado la competencia en una esfera tras otra de lo cotidiano y ha convertido al individuo en dependiente del Estado, de las grandes corporaciones y otras burocracias.

El narcisismo representa la dimensión psicológica de esa dependencia. Pese a sus ocasionales ilusiones de omnipotencia, la autoestima del narcisista depende de otros. No puede vivir sin una audiencia que lo admire. Su liberación aparente de nexos familiares y constreñimientos institucionales no lo es al punto que le permita sostenerse solo ni gozarse en su individualidad. Por el contrario, ella contribuye a su inseguridad, que solo consigue superar si ve su «grandioso self» reflejado en la atención que los demás le brindan o adhiriéndose a quienes irradian celebridad, poder y carisma. Para el narcisista, el mundo es un espejo, mientras que el individualista descarnado lo veía como un páramo agreste y vacío que había de ser moldeado según el diseño que él mismo proponía.

En el imaginario norteamericano del siglo XIX, ese vasto continente que se extendía hacia el oeste simbolizaba a la vez la promesa y la amenaza de escapar del pasado. El Oeste representaba una posibilidad de edificar una sociedad nueva, sin el obstáculo de las inhibiciones feudales, pero era al mismo tiempo la tentación de dejar de lado la civilización y volver al estado salvaje. Mediante la laboriosidad compulsiva y la represión sexual implacable, el norteamericano decimonónico consiguió una frágil victoria sobre el ello. La violencia que ejerció sobre los indios y sobre la naturaleza no se originaba en impulsos incontenibles, sino en el superyó anglosajón, temeroso del salvajismo del Oeste porque era la objetivación del salvajismo dentro de cada cual. A la vez que celebraban el romanticismo de la nueva frontera en la literatura popular, los norteamericanos imponían en la práctica un orden nuevo y férreo sobre lo agreste, un orden diseñado para mantener a raya los impulsos y dar rienda suelta a la codicia. La acumulación de capital, por sí misma, sublimaba los apetitos y subordinaba el interés propio al servicio que se prestaba a las generaciones futuras. En el fragor de la conquista del Oeste, el pionero norteamericano desahogaba plenamente su rapacidad y crueldad homicidas, pero entendía el fruto de todo ello —no sin recelo, como se manifiesta en un culto nostálgico por la inocencia perdida— como una comunidad pacífica, respetable y devota, segura para sus mujeres y sus hijos. Imaginaba que su prole, criada bajo la influencia moralmente refinadora de la «cultura» femenina, crecería para transformarse en ciudadanos norteamericanos austeros, respetuosos de las leyes, bien domesticados; la consideración de las ventajas que ellos heredarían justificaba las fatigas y lo excusaba por sus frecuentes caídas en la brutalidad, el sadismo y la violación.

Los ciudadanos de hoy no se ven sobrepasados por la sensación de tener infinitas posibilidades, sino por la trivialidad del orden social que han erigido. Habiendo interiorizado los constreñimientos sociales con que antiguamente intentaban mantener las posibilidades dentro de márgenes civilizados, se sienten hoy abrumados por un aburrimiento que los aniquila, como animales cuyos instintos se hubieran atrofiado en cautiverio. La vuelta al estado salvaje representa una amenaza tan mínima que añoran precisamente una modalidad de vida agreste, instintiva. La gente de hoy se queja de cierta incapacidad para sentir. Cultiva experiencias más vividas, busca devolver vitalidad a un cuerpo alicaído, intenta revivir los apetitos gastados. Condena al superyó y exalta la sensualidad perdida. Los habitantes del siglo XX han erigido tanta barrera psicológica ante las emociones fuertes, y han investido esas defensas con tanta energía derivada de impulsos prohibidos, que ya no recuerdan lo que es estar inundado por el deseo. Tienden, en lugar de ello, a consumirse de ira, lo que deriva de las defensas erigidas ante el deseo y da lugar a nuevas defensas contra la propia ira. Blandos y sumisos y muy sociables en apariencia, los individuos hierven de ira por dentro, algo para lo cual una sociedad burocrática de gran densidad y sobrepoblada solo alcanza a idear unas pocas vías legítimas de salida.

El crecimiento de la burocracia crea una red intrincada de relaciones interpersonales, recompensa las habilidades sociales y hace insostenible el egotismo desbocado del Adán norteamericano. Pero también erosiona las formas de autoridad patriarcal y debilita, por esa vía, el superyó social, antiguamente representado por los padres, los maestros y los predicadores. Pese a todo, el declinar de la autoridad institucionalizada, en una sociedad ostensiblemente permisiva, no conduce a un «declinar del superyó» en cada individuo. En lugar de ello alienta el desarrollo de un superyó severo y punitivo, que, en ausencia de restricciones sociales autorizadas, deriva buena parte de su energía psicológica de los impulsos destructivos del ello. Los elementos inconscientes, irracionales, del superyó llegan a controlar su funcionamiento. A medida que las figuras de autoridad van perdiendo «credibilidad» en la sociedad moderna, el superyó individual deriva cada vez más de las fantasías infantiles primitivas acerca de los padres —fantasías cargadas de furia y sadismo— y no de los ideales interiorizados del yo, que se forman merced a experiencias posteriores con modelos de comportamiento social venerados y respetados.[19]

La lucha por mantener el equilibrio psíquico en una sociedad que exige sumisión a las normas de interacción social, pero rehúsa fundamentar esas normas en un código ético de conducta, alienta una modalidad de ensimismamiento que tiene poco en común con el narcisismo primario del self imperial. Los elementos arcaicos dominan cada vez más en la estructura de la personalidad y «el yo se encoge», en los términos de Morris Dickstein, «en un estado pasivo, primitivo, en que el mundo sigue estando no creado, no configurado».[20] El imperial, egomaníaco y devorador de experiencias, regresa a la condición de un yo grandioso y narcisista, infantil y vacío: un «agujero negro y húmedo», como dice Rudolph Wurlitzer en Nog, «donde todo acaba por alojarse tarde o temprano. Yo permanezco cerca de la entrada, despachando al interior lo que va siendo introducido a presión, escuchando y asintiendo. Me he ido diluyendo poco a poco dentro de esta cavidad».

Acosado por la ansiedad, la depresión, un vago descontento, una sensación de vacío interior, el «hombre psicológico» del siglo XX no busca el engrandecimiento ni la trascendencia espiritual, sino estar en paz, pero en unas circunstancias que militan de manera creciente contra esa paz. Y sus principales aliados en esa lucha por la serenidad son los terapeutas, no los sacerdotes ni quienes predican a nivel popular la autoayuda o modelos exitosos como el de «los líderes de la industria»; el individuo recurre a ellos con la esperanza de lograr el equivalente moderno de la salvación, la «salud mental». La terapia se ha consolidado como un sucedáneo tanto del individualismo descarnado como de la religión, pero ello no implica que el «triunfo de lo terapéutico» se haya transformado en un nuevo credo por derecho propio. La terapia constituye un anticredo, del que no siempre se puede estar seguro, y no porque se adhiera a explicaciones racionales o a estrategias científicas de curación, como quieren hacernos creer quienes la practican, sino porque la sociedad moderna «no tiene futuro» y, por tanto, no se preocupa de nada que trascienda sus necesidades inmediatas. Aunque los terapeutas hablan de la necesidad de encontrar «un sentido» de las cosas y «amor», definen el amor y el sentido simplemente como la satisfacción de los requerimientos emocionales del paciente. Difícilmente se les ocurre —y no hay razón para ello, dada la naturaleza de la empresa terapéutica— alentar al individuo a que subordine sus necesidades e intereses a los de los demás, a algo o alguien, a alguna causa o una tradición fuera de sí mismo. El «amor» como autosacrificio o autohumillación, el «sentido» como sujeción a una forma de lealtad superior: estas sublimaciones golpean la sensibilidad terapéutica por su cualidad intolerablemente opresiva, ofensiva para el sentido común y perjudicial para la salud y el bienestar individuales. Liberar a la humanidad de esas ideas obsoletas del amor y el deber se ha convertido en la misión de las terapias posfreudianas y particularmente de sus conversos y divulgadores, para quienes la salud mental implica la superación de las inhibiciones y la gratificación inmediata de cada impulso.

De la política al examen de uno mismo

Habiendo desplazado a la religión como el marco organizador de la cultura occidental, la perspectiva terapéutica amenaza con desplazar a su vez a la política, el último refugio de la ideología. La burocracia transforma los pesares colectivos en problemas personales, susceptibles de intervención terapéutica. Una de las mayores contribuciones de la Nueva Izquierda de los años sesenta a la comprensión del fenómeno político fue su aclaración de este proceso, de esta trivialización del conflicto político. En los años setenta, sin embargo, muchos de los antiguos sectores «radicalizados» se plegaron a la nueva sensibilidad terapéutica. Rennie Davis dejó las posturas políticas extremas para seguir al Maharaj Ji, el gurú adolescente. Abbie Hoffman, antiguo líder de los yippies, decidió que era más importante arreglarse la cabeza que seguir movilizando muchedumbres. Su antiguo asociado, Jerry Rubin, al alcanzar el umbral tan temido de la treintena y encontrarse cara a cara con sus temores y ansiedades privados, se trasladó de Nueva York a San Francisco, donde consumía vorazmente —apoyado en unos ingresos aparentemente inagotables— en los supermercados espirituales de la Costa Oeste. «En cinco años —declara—, de 1971 a 1975, experimenté en carne propia el electrochoque, la terapia gestáltica, la bioenergética, el rolfing, los masajes, el trote diario, los alimentos saludables, el taichí, Esalen, la hipnosis, la danza contemporánea, la meditación, el método Silva de control mental, el grupo Arica, la acupuntura, la terapia sexual, la terapia reichiana y la Casa More: un cursillo de Nueva Conciencia con todo un surtido de posibilidades».[21]

En sus memorias, publicadas bajo el coqueto título de Growing (Up) at 37, Rubin da testimonio de los saludables efectos de su régimen terapéutico. Tras varios años de haber descuidado su cuerpo, se dio «permiso para ser saludable» y perdió rápidamente alrededor de quince kilos. Los alimentos sanos, el trote diario, el yoga, las saunas, los quiroprácticos y acupuntores lo hicieron sentir, a sus treinta y siete años, «como de veinticinco». El progreso espiritual resultó igualmente gratificante e indoloro. Se despojó de su armadura protectora, su sexismo, su «adicción al amor», y aprendió «a quererme a mí mismo lo suficiente para no necesitar a un tercero que me haga feliz». Llegó a la conclusión de que su postura revolucionaria encubría una forma de «condicionamiento puritano» que ocasionalmente lo hacía sentirse incómodo con su propia fama y con las gratificaciones materiales asociadas. No fue preciso, al parecer, ningún esfuerzo psicológico demasiado extenuante para convencer a Rubin de que «está bien disfrutar de las recompensas vitales que el dinero trae consigo».

Aprendió a situar el sexo «en el lugar adecuado» y a disfrutarlo sin revestirlo de ningún significado «simbólico». Sometido a la influencia de una serie de curanderos psicológicos, montó en cólera contra sus progenitores y contra ese «juez» virtuoso y castigador que tenía dentro, aprendiendo después a «perdonar» a sus progenitores y a su propio superyó. Se cortó el pelo y se afeitó y «me gustó lo que vi». Ahora «entraba en una habitación y nadie sabía quién era yo, pues no encajaba con la imagen que tenían de mí. Tenía treinta y cinco años, pero parecía de veintitrés».

Rubin ve su «viaje al interior de sí mismo» como parte del «movimiento de conciencia de sí mismo» de los años setenta. Aun así, hay pocos indicios de que este «autoexamen masivo» diera pie a una mayor comprensión de sí a nivel personal o colectivo. La «conciencia de sí mismo» sigue enlodada por los clichés liberacionistas. Rubin analiza la «hembra que hay en mí», la necesidad de un enfoque más abierto de la homosexualidad y de «hacer las paces» con sus progenitores como si estos lugares comunes representaran algún valioso esclarecimiento (insight) acerca de la condición humana. Como el hábil manipulador que era de lo que está en boga, un fanático de los medios y un propagandista confeso, supone que todas las ideas, los rasgos de carácter y patrones culturales son un derivado de la propaganda y el «condicionamiento». Excusándose por su heterosexualidad, escribe que «los hombres no me excitan porque, siendo niño, fui “propagandeado” con la noción de que la homosexualidad es algo patológico». En la terapia, intentó revertir «la programación negativa de la infancia». Convenciéndose a sí mismo de que un descondicionamiento colectivo nos brindará las bases para el cambio social y político, se esforzaba por tender un frágil puente entre su actividad política de los años sesenta y su posterior preocupación por el cuerpo y los «sentimientos». Al igual que muchos exradicales, solo consiguió intercambiar los lemas políticos que solía vocear por los actuales eslóganes terapéuticos, con la misma falta de consideración por su contenido.

Rubin sostiene que «la revolución interior de los años setenta» surgió de la toma de conciencia de que el radicalismo de los años sesenta había fallado por no ocuparse de la calidad de vida personal o por los asuntos culturales, en la errónea creencia de que el «crecimiento personal», en los términos que él emplea, podía aguardar «hasta después de la revolución». Hay una pizca de verdad en esta acusación. Con demasiada frecuencia, la izquierda ha servido de refugio contra los terrores de la vida interior. Otro exradical, Paul Zweig, ha dicho que se hizo comunista a finales de los años cincuenta porque el comunismo «podía liberarlo […] de las falsas habitaciones y los jarrones rotos de una existencia exclusivamente privada».[22] Mientras los movimientos políticos sigan ejerciendo una atracción fatal sobre quienes buscan anegar la sensación de fracaso personal en la acción colectiva —como si la acción colectiva fuera de algún modo excluyente respecto de la consideración rigurosa de la calidad de vida personal—, esos movimientos tendrán muy poco que aportar a la dimensión personal de la gran crisis social.

Con todo, la Nueva Izquierda (a diferencia de la vieja) comenzó a abordar esta cuestión en el breve lapso de su florecimiento, a mediados de los años sesenta. En esos años hubo un reconocimiento creciente —en ningún caso restringido a quienes se asociaban con la Nueva Izquierda— de que la crisis personal, en la escala a que había llegado, representaba una cuestión política por derecho propio y que un análisis a fondo de la sociedad y la política contemporáneas debería explicar, entre otras cosas, la razón por la que se ha vuelto tan difícil lograr un crecimiento y un desarrollo personales; por qué vive nuestra sociedad obsesionada con el temor a madurar y envejecer; por qué las relaciones interpersonales se han vuelto tan frágiles y precarias, y por qué la «vida interior» ya no ofrece ningún refugio ante los peligros que nos rodean. La aparición de una nueva modalidad literaria que mezclaba una visión crítica de la cultura, el reportaje policial y las reminiscencias personales representó un intento de explorar estas cuestiones, de iluminar esa intersección entre la vida personal y la esfera política, entre la historia y la experiencia privada. Libros como Los ejércitos de la noche, de Norman Mailer, usufructuando de esa convención que es la objetividad periodística, a menudo ahondaron bastante más en los acontecimientos que los recuentos de observadores presuntamente imparciales. La narrativa del periodo, donde el escritor no hacía ningún esfuerzo por encubrir su presencia o su punto de vista, demostró que el acto mismo de escribir podía convertirse en tema de ficción. La crítica cultural adoptó un carácter personal y autobiográfico, que en el peor de los casos degeneró en autodespliegue, pero en el mejor demostró que el intento de entender la cultura debía incluir el análisis de la forma como esta modela la conciencia del crítico. Las convulsiones políticas se infiltraban en todos los debates e hicieron imposible ignorar las conexiones entre cultura y política. Al socavar la ilusión de la cultura como un desarrollo separado y autónomo, no influido por la distribución de la riqueza y el poder, la agitación política de los años sesenta tendió a minar, a su vez, la diferencia entre alta cultura y cultura popular y a convertir la cultura popular en objeto de un análisis serio.

Confesión y anticonfesión

La popularidad de la modalidad confesional es por cierto una muestra del nuevo narcisismo que permea la totalidad de la cultura actual; pero las obras más rescatables dentro de esta línea intentan, precisamente a través de la autorrevelación, alcanzar una distancia crítica del self y llegar a un esclarecimiento (insight) acerca de las fuerzas históricas —reproducidas en el nivel psicológico— que han vuelto cada vez más problemático el concepto de mismidad. El simple acto de escribir presupone ya un cierto distanciamiento del self; y la objetivación de la propia experiencia, como han demostrado los estudios psiquiátricos del narcisismo, posibilita que «las fuentes profundas de la fatuidad y el exhibicionismo —después de estar adecuadamente inhibidas en sus fines, domesticadas y neutralizadas— tengan acceso» a la realidad.[23] A pesar de ello, la interpenetración creciente de la ficción, el periodismo y la autobiografía indican, innegablemente, que a muchos escritores les cuesta cada vez más alcanzar el desapego indispensable que el arte requiere. En lugar de ficcionalizar la materia íntima, o bien reordenarla, han adquirido el hábito de presentarla sin digerir, dejando que el lector la interprete. En lugar de explorar en sus memorias, muchos escritores descansan hoy en la simple revelación de sí mismos para mantener el interés del lector, apelando no ya a su entendimiento, sino a la curiosidad salaz por la vida privada de la gente famosa. En las obras de Mailer y de sus muchos imitadores, se parte con una reflexión crítica acerca de la ambición del autor, francamente reconocida como apuesta en pro de la inmortalidad literaria, que suele culminar en un monólogo ruidoso, con el escritor traficando con su propia fama, llenando página tras página con un material que busca atraer la atención del lector solo por su asociación con un nombre famoso. Apenas logra atraer la atención del público, el escritor disfruta de un mercado a su medida para las confesiones auténticas. Así, tras captar una audiencia escribiendo de sexo con tan poco sentimiento como lo haría un hombre, Erica Jong generó de inmediato otra novela acerca de una mujer joven que se transforma en celebridad literaria.

Hasta los mejores escritores confesionales transitan una línea tenue entre el autoanálisis y el egocentrismo. Sus libros —Advertisements for myself (Anuncios para mí mismo), de Mailer; Making it (Triunfando), de Norman Podhoretz; El mal de Portnoy, de Philip Roth; Three journeys (Tres viajes), de Paul Zweig; A fan’s notes (Notas de un fan), de Frederick Exley— oscilan entre la revelación personal lograda con esfuerzo y redimida por la angustia que provocó y el tipo de confesión espuria que intenta atraer la atención del lector solo porque se describen acontecimientos de interés inmediato para el autor. A punto de conseguir algún esclarecimiento, estos autores suelen retroceder a la parodia de sí mismos, afanosos por neutralizar las críticas anticipándose a ellas. Se esfuerzan por encandilar al lector en lugar de afirmar la significación de su propia narrativa. No se valen del humor para distanciarse del material, sino para congraciarse con ellos mismos, para atraer la atención del lector sin exigirle que considere seriamente al escritor o a su material. Muchas historias de Donald Barthelme, brillantes y que suelen criticar conmovedoramente la vida cotidiana, se resienten por la incapacidad de Barthelme de evitar la risa fácil. «Perpetua», por ejemplo, una sátira de los recién divorciados, de su sociabilidad pensada para matar el tiempo y de su «estilo de vida» seudoliberado, al final cae en una forma de humor sin finalidad alguna:

Después del concierto, […] se puso los vaqueros de gamuza, la blusa hecha de un montón de bufandas cosidas entre sí, el collar tallado en madera y la capa de D’Artagnan con sus bordados de plata.

Perpetua no podía recordar qué era de este año y qué del año pasado. ¿Acababa de ocurrir algo o había ocurrido hacía mucho? Conoció a mucha gente nueva. «Eres diferente —le dijo a Sunny Marge—. Conozco muy pocas chicas que usen en la espalda un tatuaje del rostro de Marshal Foch».[24]

Woody Allen, parodista magistral de los clichés terapéuticos y el ensimismamiento del que surgen, subvierte a menudo sus propias ideas con ese humor superficial, preceptivo y autodenigrante que en gran medida se ha convertido en parte del estilo conversacional contemporáneo. En sus parodias de la falsa introspección en un mundo Sin plumas —sin esperanza—, socava la ironía con chistes que fluyen a borbotones de una provisión aparentemente inagotable.

Dios mío, ¿por qué me siento tan culpable? ¿Será por lo mucho que odiaba a mi padre? Puede que todo sea por el incidente con la ternera a la parmesana. Pero… ¿qué estaba haciendo ella en su cartera? […] ¡Vaya un hombre triste! Cuando se representó en el Lyceum mi primer drama, Un quiste para Gus, vino al estreno enfundado en un frac y con una máscara antigases. ¿Qué será lo que tanto me obsesiona en la muerte? Los horarios, probablemente. «Miradme —pensó—. Tengo cincuenta años. Medio siglo. El año entrante tendré cincuenta y uno. Luego cincuenta y dos…».

Siguiendo este mismo razonamiento, consiguió imaginar la edad que tendría hasta cinco años después.[25]

La modalidad confesional sirve para que un escritor honesto como Exley, o como Zweig, nos brinde un relato estremecedor de la desolación espiritual que aqueja a nuestra época, pero a la vez posibilita que autores perezosos se refocilen en «esa especie de confesión ostentosa que, en última instancia, oculta bastante más de lo que admite». El falso esclarecimiento del narcisista acerca de su propia condición, que suele expresarse con clichés psiquiátricos, le sirve como recurso para desviar las críticas y eludir la responsabilidad de sus actos. «Soy consciente de que este libro es, quizás, increíblemente machista —escribe Dan Greenburg en su Scoring: A Sexual Memoir (Ligar. Unas memorias sexuales)—. Pero bueno, ¿qué quieren que les diga? […] Me refiero a que eso éramos todos… ¿Por qué ha de ser tan novedoso? No justifico esta actitud, me limito a dar cuenta de ella».[26] En determinado momento, Greenburg describe cómo hizo el amor a una mujer que acababa de desvanecerse en un sopor alcohólico y era incapaz de resistirse, solo para confesar al lector, en el capítulo siguiente, que «no había un solo detalle verdadero» en todo el relato del episodio.

¿Cómo se sienten ahora con eso? ¿Están contentos? ¿O será que ese episodio imaginario con Irene les hizo creer que estaba yo demasiado loco o era demasiado chocante para seguir con la lectura? Supongo que no, puesto que, obviamente, siguieron leyendo hasta este capítulo […].

Quizás se sintieran traicionados o estén comenzando a suponer que, habiéndoles contado una falsedad, bien podría haberles contado otras muchas. No es así: todo lo demás que hay en este libro […] es absolutamente cierto; pueden creerlo o no, como prefieran.

En Blancanieves, Donald Barthelme recurre a un artilugio similar, que implica al lector en la invención del autor. Promediando el libro, el lector topa con un cuestionario que requiere de su opinión acerca del desarrollo de la historia y le alerta acerca de la forma como el autor se ha apartado del cuento infantil original. Con sus notas adosadas a La tierra baldía, T. S. Eliot se convirtió en uno de los primeros poetas que llamaron la atención sobre su propia transformación imaginaria de la realidad, pero lo hizo para ampliar el entendimiento de las alusiones en juego y para crear una resonancia imaginaria más honda, no para demoler la confianza del lector en el autor, como sucede en estos casos algo más recientes.

El narrador poco confiable, parcialmente cegado, es otro recurso literario de larga data. Sin embargo, los novelistas lo empleaban en el pasado para yuxtaponer irónicamente la percepción deficitaria del narrador y el enfoque más preciso del propio autor. Hoy en día, la convención de un narrador ficcionalizado ha sido abandonada en la mayor parte de la escritura experimental. El autor habla, hoy, con su propia voz, pero advierte al lector que su versión de la realidad no es confiable. «Nada en este libro es verdadero», anuncia Kurt Vonnegut en la primera página de Cuna de gato. Tras llamar la atención sobre sí mismo como ejecutante, el escritor socava la capacidad del lector de suspender la incredulidad. Oscurece la distinción entre realidad e ilusión y no pide al lector que crea su historia porque parece verdadera ni, incluso, porque él sostenga que es verdadera, sino sencillamente porque es concebible que lo sea —al menos en parte— si el lector eligió creer en ella. El escritor renuncia al derecho de que le tomen en serio, a la vez que elude las responsabilidades concomitantes. No requiere comprensión del lector, sino indulgencia. Aceptando la confesión del propio autor de que ha mentido, el lector renuncia a su vez al derecho de responsabilizar al escritor por la veracidad de su relato. El escritor intenta, así, halagar al lector en vez de convencerlo, contando con el encandilamiento que provoca una revelación falsa para mantener el interés.

Emprendida con este ánimo evasivo, la escritura confesional degenera en una anticonfesión. El registro de la vida interior se transforma en una parodia involuntaria de la vida interior. Un género literario que parece reafirmar el vuelco hacia el interior nos sugiere, en realidad, que la vida interior es precisamente lo que ya no cabe considerar con seriedad. Esto explica por qué Allen, Barthelme y otros autores satíricos parodian tan a menudo, como una estrategia literaria deliberada, el estilo confesional de una época anterior en que el artista exponía sus desgarros interiores en la creencia de que representaban un microcosmos del mundo exterior. Hoy en día, las «confesiones» del artista llaman la atención exclusivamente por su absoluta trivialidad. Woody Allen parodia las cartas de Van Gogh a su hermano y el pintor se transforma en un dentista preocupado de la «profilaxis oral», el «tratamiento de conductos» y «la forma apropiada de cepillarse».[27] El viaje al interior ya solo puede revelarnos un vacío. El escritor ya no ve la existencia reflejada en su propia mente. Por el contrario: ve el mundo, hasta en su vaciedad, como un espejo de sí mismo. Haciendo un registro de sus experiencias «interiores», no pretende ofrecer un recuento objetivo de un fragmento representativo de la realidad, sino seducir a otros para que le presten atención, para que lo aclamen o simpaticen con él y refuercen, de ese modo, su vacilante noción de sí mismo.

El vacío interior

A pesar de las defensas de que suelen rodearse las confesiones contemporáneas, libros como estos brindan a menudo destellos de la angustia que suscita la búsqueda de paz psicológica. Paul Zweig habla de su creciente «convicción, próxima a la fe, de que mi vida se había organizado en torno de un núcleo muy tenue que impregnaba de anónimo cuanto tocaba»; de «la hibernación emocional, prolongada casi hasta que cumplí los treinta»; de la persistente «sospecha de un vacío personal al que mi charlatanería y mis ansias de encandilar circundan y sirven de decorado, pero al que no consiguen penetrar o siquiera aproximarse».[28] En la misma vena, Frederick Exley escribe: «Sea o no un escritor, he […] cultivado el instinto de serlo, una aversión al rebaño sin tener la habilidad, en mi caso poco feliz, de poner el arnés a esa aversión y articularla».[29]

Los medios de comunicación de masas, con su culto a los famosos y su intento de rodearlos de un halo fascinante y excitante, han convertido a los ciudadanos contemporáneos en un conglomerado de fans y de cinéfilos. Los medios confieren sustancia a los sueños narcisistas de fama y gloria y de ese modo los potencian, alientan al hombre común a identificarse con las estrellas y a odiar el «rebaño», y hacen que le sea cada vez más difícil aceptar lo trivial de la existencia diaria. Frank Gifford y los Giants de Nueva York, escribe Exley, «sustentaban mi ilusión de que la fama era posible». Obsesionado, y desde su perspectiva destruido, por «este sueño terrible de fama», esta «ilusión de que podía escapar al desolador anonimato de la existencia», Exley se perfila a sí mismo o dibuja a su narrador —como siempre, la diferencia no es clara— como un enorme vacío, como una avidez insaciable, una vaciedad a la espera de que la llenen las ricas experiencias reservadas a los pocos elegidos. Siendo, en muchos sentidos, un hombre común y corriente, «Exley» sueña con «¡un destino suficientemente grandioso para mí! Como el Dios de Miguel Ángel al tender la mano a Adán, ¡no deseo menos que traspasar las épocas y pegar mis sucios dedos a la posteridad! […] ¡No hay nada que no desee! Quiero esto y eso y…, en fin, ¡lo quiero todo!». La propaganda moderna de las mercancías y de la buena vida ha legitimado la gratificación del impulso y vuelto innecesario que el ello se disculpe por sus deseos o disfrace sus proporciones desmesuradas. Pero esa misma propaganda ha tornado insoportables el fracaso y la pérdida. Cuando el nuevo Narciso comprende por fin que puede «vivir no solo sin la fama, sino además sin un self, vivir y morir sin que sus congéneres hayan cobrado jamás conciencia del espacio ínfimo que él ocupa en este planeta», no solo experimenta su descubrimiento como una decepción, sino como un golpe demoledor a su propia mismidad. «El pensamiento casi me abrumó —escribe Exley— y fui incapaz de reconsiderarlo sin caer en la más absoluta depresión».

Vacío e insignificante, el hombre de capacidad corriente intenta refugiarse bajo el resplandor que emiten las estrellas. En Pages from a Cold Island (Páginas desde una isla fría), Exley se explaya acerca de su fascinación por Edmund Wilson y cuenta cómo, tras su muerte, intentaba acercarse a su ídolo entrevistando a quienes lo habían sobrevivido. Visto que el registro de esas entrevistas se ocupa bastante más del propio Exley que de Wilson, y la retórica similar a la de un homenaje convencional con que Exley hace un reiterado elogio de Wilson —«Uno de los grandes hombres del siglo XX», «cincuenta años de ininterrumpida dedicación a su oficio»—, queda claro que su homenajeado constituye para él una presencia mágica, incluso en la muerte, que por asociación confiere importancia vicaria a sus admiradores literarios y parásitos póstumos. Exley declara actuar como si «la proximidad a Wilson fuera a traerme suerte».[30]

Otros autobiógrafos, aunque sin la conciencia de sí que exhibe Exley, manifiestan un esfuerzo similar de vivir vicariamente gracias a otros individuos más brillantes. Susan Stern da la impresión de que hubiera gravitado hacia los weathermen porque la asociación con estrellas de los medios como Mark Rudd y Bernardine Dohrn la hacía creer que finalmente había encontrado su «nicho en la vida». Dohrn la impresionaba como una «reina», una «gran sacerdotisa» cuyo «esplendor» y «nobleza» la destacaban por sobre el «liderazgo secundario» y «de tercera» de los SDS (Students for a Democratic Society). «Cualquier rasgo suyo lo quería para mí. Quería ser apreciada y respetada como Bernardine».[31] Cuando el juicio a «los siete de Seattle» hizo de la misma Stern una celebridad, descubrió que por fin era «alguien», «porque había tanta gente girando a mi alrededor, haciéndome preguntas, mirándome y a la espera de mis respuestas, o simplemente mirándome, ofreciéndose a hacer cosas por mí, a gozar en parte del brillo que implica ser el centro de atención». Estaba en su «mejor momento» y se imaginaba a sí misma, e intentaba impresionar a los demás, como una persona «tosca y vulgar, dura y graciosa, agresiva y espectacular». «Dondequiera que iba, la gente me adoraba». Su posición destacada dentro de la facción más violenta de la izquierda norteamericana le permitió representar ante una gran audiencia la fantasía de ira destructiva que subyacía bajo su anhelo de fama. Se imaginaba como una furia vengadora, una amazona, una valkiria. Pintó en el muro de su casa «una mujer desnuda de 2,5 metros de alto, con el cabello verdirrubio flotando al viento ¡y una bandera norteamericana en llamas aflorándole del vientre!». En su «frenesí con ácido», nos dice, «había pintado lo que, en un profundo rincón de mi mente, anhelaba: ser alta y rubia, estar desnuda y armada, absorbiendo —o expulsando— una Norteamérica en llamas».

Ni las drogas ni las fantasías de destrucción —aun cuando las fantasías estén objetivadas en la «praxis revolucionaria»— consiguen aplacar la avidez interior de la que manan. Las relaciones interpersonales fundadas en la gloria reflejada, en la necesidad de admirar y ser admirado, resultan efímeras e insustanciales. Las amistades y aventuras amorosas de Stern culminaban por lo general en la decepción, la animosidad, las recriminaciones. Lamentaba su incapacidad de sentir nada: «Me volví cada vez más de hielo por dentro, y cada vez más animada por fuera». Aunque su vida giraba en torno a la política, el mundo político no adquiere aspecto real en sus recuerdos; representa solo una proyección de su ira y su malestar, un sueño teñido de ansiedad y de violencia. Muchos otros libros de nuestra época, incluso los que son fruto de convulsiones sociales, transmiten la misma sensación de irrealidad política. Paul Zweig, que pasó diez años en París en los años cincuenta y sesenta y tomó parte en la movilización callejera contra la guerra de Argelia, dice que la guerra «se convirtió, poco a poco, en un medio que contaminaba cualquier otro aspecto» de su existencia; aun así, los acontecimientos externos solo desempeñan un papel muy difuso en su narrativa. Parecen una alucinación, un vago trasfondo de «terror y vulnerabilidad». En el punto más alto de la protesta violenta contra la guerra, «recordó una frase que había leído una vez en un libro acerca del sentimiento íntimo que sobreviene en la esquizofrenia. Un paciente, con la certidumbre de un oráculo, había dicho: «La terre bouge, elle ne m’inspire aucune confiance