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El enigmático Neville Roscoe, de una más que dudosa reputación, vivía completamente al margen de la sociedad, únicamente fiel a su propio código de honor… hasta que se vio desafiado por la única mujer que no podía hacer suya. Miranda Clifford era una dama encarcelada en una rígida coraza de respetabilidad, hasta que se vio tentada por una pasión imposible de negar. Juntos, se lanzaron al vacío, vivieron peligros e intrigas, y descubrieron un amor imposible de ignorar… o de consevar. "Las novelas de Laurens siempre son sinónimo de sensualidad, de héroes y heroínas de fuerte carácter" Fresh Fiction
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Seitenzahl: 780
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Savdek Management Proprietary Ltd.
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La dama lo arriesga todo, n.º 242 - septiembre 2018
Título original: The Lady Risks All
Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Traductor: Amparo Sánchez Hoyos
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta: Shutterstock
I.S.B.N.: 978-84-9188-398-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Lord Julian Roscoe Neville Delbraith, segundo hijo del duque de Ridgware, era un vividor. Libertino más allá de lo humanamente posible, le daba un nuevo significado al concepto de derrochador. Alto, de cabellos oscuros, y peligrosamente atractivo, merodeaba por la ciudad con la perezosa elegancia de una cultivada pantera cuyos apetitos eran siempre satisfechos tal y como se encargaba él mismo de asegurar. Considerado por los caballeros como un tipo estupendo, uno con el que muchos deseaban entablar amistad, las damas, en cambio, apreciaban su inefable elegancia, su habilidad en la pista de baile, su encanto espontáneo y su ocasional ingenio con la espada. Su atuendo, por supuesto, era siempre impecable, y sus caballos magníficos. El vino, las mujeres, y el juego eran, en sentido inverso, sus principales ocupaciones sin que fuera una sorpresa para nadie, pues los Delbraith poseían una larga y venerable tradición de engendrar varones adictos a las apuestas. Lo llevaban en la sangre.
Dicho lo cual, Lucasta, la madre de lord Julian, reconocida salvadora de los Delbraith en la generación del momento, se había mostrado lo bastante firme a la hora de manejar a Marcus, el padre de Julian, como para preservar la fortuna familiar. Marcus no habría tenido ningún inconveniente en jugarse todos los bienes de la familia, pero Lucasta se había impuesto, impidiéndoselo. Rotundamente. Más aun, su primogénito, George, era el primer Delbraith en generaciones que parecía haber escapado a la maldición familiar.
Algunos opinaban que la enorme energía empleada por Lucasta con Marcus y con George la habían dejado sin reservas para producir una transformación similar en Julian. Sin embargo, otros aseguraban que la testarudez de Julian sobrepasaba la capacidad de su propia madre para controlarlo, aunque solo hubiera necesitado concentrar sus esfuerzos en él. A ojos de la sociedad, Julian era el paradigma del típico varón Delbraith.
Y tanto para la sociedad como para la familia, la entusiasta manifestación de la maldición Delbraith de la que hacía gala Julian no importaba lo más mínimo. El heredero era George.
Corpulento, fuerte, tranquilo y más bien reservado, a diferencia de su hermano pequeño, George no parecía tener ningún vicio. Mientras que de Julian se esperaba que fuera frívolo, irreverente y divertido, George solía colocarse en un rincón, las manos a la espalda, hablando lo menos posible. En resumen, George era aburrido, pero eso, también, carecía de importancia pues a fin de cuentas, George era de fiar.
Por tanto cuando, a la muerte de Marcus, George heredó el título, la familia y la sociedad sonrieron aliviados. Y siguieron sonriendo cuando George contrajo un muy conveniente matrimonio con Caroline, la hija del conde de Kirkcombe, una joven sensata y bien considerada en la ciudad.
Caroline, siguiendo el ejemplo de su suegra, consideraba a George un dechado de virtudes, al menos en cuanto a su falta de susceptibilidad a la maldición familiar. El hecho de que lo considerara muy lejos de ser un dechado de virtudes en aspectos más privados se lo guardaba para sí misma. Cara al exterior defendía a George en todo momento, con la aprobación de la sociedad. Por tanto no era de extrañar que Caroline no tuviera tiempo para dedicarle al tremendamente atractivo, descaradamente disoluto, Julian. Su comportamiento con él dejaba bien claro que lo consideraba una influencia potencialmente corruptora, una que le gustaría mantener bien alejada de su esposo, de sí misma y del hijo que pronto nacería.
No del todo insensible a ello, Julian cedía a los deseos no verbalizados de su cuñada. A fin de cuentas era la duquesa de su hermano. Las visitas a la residencia familiar, Ridgware, en Staffordshire, que antes solían ser relativamente frecuentes, para visitar a su madre y jugar con sus tres hermanas mucho más pequeñas que él, se fueron espaciando hasta convertirse en excepcionales. Los numerosos empleados de la residencia, que veían mucho más de lo que nadie suponía, lo consideraban una verdadera lástima, pero nadie prestaba atención a sus opiniones.
El bebé de Caroline nació. Bautizado como Henry George Neville Delbraith, el niño poseía todos los rasgos físicos de un auténtico Delbraith. Contemplando dichos rasgos con verdadera preocupación, Caroline juró contra viento y marea que su hijo jamás sería alcanzado por la maldición de los Delbraith.
La mañana del bautizo, Julian llegó a la iglesia, se sentó junto a su madre y sus hermanas, y bajo la hosca mirada de Caroline, sintiéndose como la bruja mala de los cuentos de hadas, le entregó el inocente regalo de bautizo a su madre para que se lo hiciera llegar a su sobrino, y en cuanto hubo concluido la ceremonia, estrechó la mano de su hermano, le deseó civilizadamente todo lo mejor a su cuñada y al bebé firmemente arropado en sus protectores brazos y regresó a Londres.
Después de aquello, Julian solo visitaba a su madre y a sus hermanas cuando Caroline, y sobre todo el bebé Henry, no se encontraban en la residencia, al menos no bajo el mismo techo en el momento de la visita. Si George se encontraba allí, Julian también acudía a verlo, pero siendo de caracteres tan dispares, y con el peso del ducado descansando sobre los hombros de George, los hermanos no solían tener mucho de que hablar. Tras un comentario, una observación compartida, se separaban amistosamente, pero poniendo distancia de por medio.
Mientras tanto, Julian llenaba su vida con las habituales rondas de juegos y disipación, cartas, dados, carreras de caballos, cualquier tipo de carrera, siempre dispuesto a calibrar sus posibilidades y divertirse en consonancia. Flirtear, al principio con meretrices, pero cada vez más con aburridas matronas de su misma clase social, llenaba todo el tiempo que le quedaba libre. Su fama como conocedor de vinos era notoria, si bien nadie recordaba haberlo visto con una copa de más. Por otra parte, era ampliamente sabido que estar borracho mientras se apostaban grandes sumas no era una buena manera de ganar, y todo el mundo sabía que Julian se tomaba muy en serio el rendir honor a la maldición familiar.
Y así pasaron los años.
Y durante esos años, si alguien se hubiera preguntado por la situación financiera de lord Julian Delbraith, la respuesta habría sido que lord Julian estaba a un paso de la bancarrota, de caerse al río y muy probablemente ahogarse en él. Para cualquier observador experimentado era inconcebible que alguien pudiera mantener un ritmo de vida tan derrochador, lleno de apuestas sustanciosas y extravagantes, sin quedarse sin liquidez. Los jugadores siempre perdían, si no de inmediato sí al final. Todo el mundo lo sabía.
Caroline, duquesa de Ridgware, sin duda era de esa opinión. Más aún, estaba convencida de que su irresponsable cuñado estaba vaciando las arcas de la familia, pero, cada vez que intentaba sacar el tema con su esposo, George fruncía el ceño y le aseguraba que se equivocaba. Y cuando, movida por la necesidad de salvaguardar la herencia de su hijo, ella insistía, George apretaba los labios y, fría y categóricamente, le aseguraba que Julian recibía un mínimo estipendio siguiendo la voluntad de su difunto padre y ni un céntimo más, que Julian nunca había pedido más dinero de los bienes familiares, ni siquiera directamente a George. Caroline no se lo creía, pero enfrentada a los inhabituales arranques de ira de su esposo, no le quedaba más remedio que aceptar su palabra y recular.
Lo cierto era que únicamente dos personas conocían la realidad de la situación financiera de lord Julian, el mayordomo, Rundle, y el hijo del contable de la familia, Jordan Draper, que respondiendo a la petición de Julian había asumido el manejo de sus finanzas, separándolas así de los bienes del ducado de su hermano. Solo esas dos personas sabían que Julian era uno de los Delbraith que surgía cada tres generaciones o así. Uno de los Delbraith que ganaba. No ganaba todas las apuestas, pero al final el balance siempre era positivo. Desde que a la edad de cinco años había descubierto la felicidad de apostar, no había transcurrido una semana sin que resultara ganador. Algunas semanas las ganancias eran únicamente de un centavo, pero nunca, jamás, perdía dinero.
A Jordan Draper le fascinaba que nadie se hubiera preguntado por qué una familia tan antigua como la de los Delbraith, malditos por una compulsión tan ruinosa, no se hubiera arruinado jamás. Gracias a su relación con Julian, Jordan sí conocía el motivo. Abuelo, padre, hijo, en las tres generaciones al menos uno tendría la suerte del ganador. Por supuesto ya no importaba dado que, gracias a Lucasta y su influencia sobre Marcus y después sobre George, la familia ya no era prisionera de esa maldición. Había sido derrotada, pero, al administrar las finanzas e inversiones de Julian, Jordan no podía sino preguntarse si, con todo, la familia había salido mejor parada así.
En consecuencia, la vida de Julian, junto con su extravagante estilo de vida, se sucedía sin grandes sobresaltos. Era muy consciente de la opinión que tenía la alta sociedad de él, y saberlo reforzaba su cinismo natural y le hacía sonreír para sus adentros.
Al menos hasta aquella noche de 1811 en que una llamada a la puerta resonó en su residencia de la calle Duke.
Era noviembre y el tiempo era bastante malo. En la ciudad no quedaban muchos miembros de la alta sociedad, lo que explicaba por qué Julian estaba sentado junto al fuego, los pies descansando sobre un escabel y un libro abierto en la mano. Ante la llamada a la puerta había levantado la vista, oído a Rundle correr hacia la entrada mientras esperaba, preguntándose…
—¡Milord! —Rundle irrumpió en la estancia, algo nada propio de él—. Es Higginbotham, de Ridgware.
Ante el gesto descompuesto del mayordomo jefe de la residencia de su hermano, Julian se irguió.
—¿Mi madre?
—No, milord —Higginbotham parpadeó antes de negar con la cabeza—. Es su hermano.
—¿George? —a Julian no se le ocurría ningún motivo para que George hubiera enviado a Higginbotham a la ciudad para hacerlo llamar, al gandul de su hermano pequeño—. ¿Qué quiere?
Higginbotham tenía el aspecto de alguien que se hubiera tragado la lengua, pero sacudió la cabeza de nuevo.
—Su Excelencia no quiere nada. Se apuntó en la sien con una pistola y apretó el gatillo. Está muerto. Será mejor que venga.
Julian corrió como alma que llevaba el diablo y llegó a Ridgware a media mañana. Dejó el faetón en el patio de la cuadra y corrió hasta la casa, en la que entró por la puerta lateral. En la mansión reinaba un silencio sepulcral, opresivo. Las pisadas de Julian resonaron sobre las losetas del vestíbulo principal. Durante un instante se detuvo y permaneció en silencio, perdido. Higginbotham no le había podido dar ninguna explicación al acto tan desproporcionado e irreversible de su hermano. Un acto tan impropio de su carácter.
Un acto tan inexplicable.
Un sonido proveniente de uno de los pasillos le hizo darse media vuelta.
De entre las sombras surgió un hombre mayor vestido con un pulcro traje negro.
—Gracias por venir enseguida, milord.
—Draper —saludó Julian con los labios apretados.
Se trataba de Draper padre, el contable de su hermano, el padre de Jordan. El despacho de los Draper estaba en Derby, mucho más cerca de allí que Londres. Julian escrutó el rostro del hombre.
—¿Tiene alguna idea de por qué George, aún no me lo puedo creer, de por qué se suicidó?
Con gesto solemne y severo, Draper asintió. Estaba pálido, derrotado, visiblemente más avejentado de lo que Julian recordaba.
—Por desgracia, milord, lo sé. Por eso me sentí aliviado al saber que los sirvientes habían decidido por ellos mismos hacerle llamar. Se trata de un asunto muy feo y necesitamos que se tomen rápidamente algunas decisiones si queremos proteger a la familia.
—¿Proteger? —Julian frunció el ceño—. No lo comprendo.
—Lo sé —Draper señaló hacia el pasillo—. Si es tan amable de acompañarme al despacho, intentaré explicárselo.
—¿Y mi madre? —preguntó Julian dubitativo.
—Postrada en la cama por la impresión, al igual que la duquesa, pero el médico estuvo aquí ayer y ambas están sedadas. Me han indicado que podrían despertar en unas horas.
—¿Mis hermanas? ¿Y Henry? Por Dios santo, esa pobre criatura es ahora el duque.
—En efecto. El servicio se ocupa eficazmente de los más pequeños, y temo… —Draper se interrumpió y se frotó la frente con una mano—. Temo que nuestra conversación no puede esperar, milord. En una situación como esta, el tiempo es fundamental.
Draper era un hombre de gran firmeza, estable, sereno y concienzudo, uno de los motivos por los que Julian había elegido a su hijo como contable. Sintiéndose a cada momento más alarmado y perplejo, Julian asintió.
—Muy bien. Le sigo.
Y mientras seguía a Draper por el pasillo, le siguió interrogando.
—¿Cuándo sucedió?
—Ayer por la mañana, milord. El servicio oyó el disparo a las once de la mañana, según tengo entendido. Tuvieron que tirar abajo la puerta del despacho, pero, por supuesto, ya no había nada que hacer.
—¿Quién más sabe de la muerte de George? —Julian había tenido tiempo de sobra para pensar y hacerse multitud de preguntas durante las largas horas de viaje.
—De momento, milord, creo que solo lo sabe el servicio y la familia. Y el médico y yo mismo, por supuesto.
—De modo que hay posibilidades de ocultar el hecho de que fuera un suicidio —su primer pensamiento era para sus hermanas, su madre, Henry, incluso para su cuñada.
Un suicidio en la familia, por el motivo que fuera, haría que se cerniese una larga sombra social sobre ellos.
—Seguramente —Draper titubeó antes de contestar. No parecía convencido del todo.
Julian lo siguió hasta el despacho.
—Será más sencillo si le muestro las cuentas —Draper lo invitó a sentarse tras el escritorio.
—¿Las cuentas? —Julian frunció el ceño mientras se sentaba—. ¿Para qué necesito ver las cuentas?
El hombre sacó un grueso libro de contabilidad de una estantería y se volvió para mirarlo a los ojos.
—Lamento informarle, milord, de que su hermano no era, al contrario de lo que se suponía, inmune a la maldición Delbraith.
—¡Válgame Dios! —Julian deslizó las manos por sus cabellos mientras contemplaba perplejo la evidencia de la adicción de George.
Durante media hora, Draper le había mostrado libro tras libro, abriéndole los ojos a un sencillo hecho.
George había llegado más lejos que todos los Delbraith anteriores a él. Había conseguido arruinar a la familia y luego había intentado arreglar el daño hipotecando hasta el último de sus bienes.
Bajó las manos y se echó hacia atrás.
—De acuerdo —su mente trabajaba frenéticamente, mezclando cifras y sumas, posibilidades y probabilidades. Había comprendido por qué Draper había requerido su presencia allí—. Calcule la suma. En su totalidad. Y haga llamar a Jordan, dígale que traiga todas mis cuentas corrientes.
—Sí, milord —Draper dudó antes de admitir—, ya me había tomado la libertad de hacerlo llamar, debería llegar en una hora.
—Eso resulta inhabitualmente presuntuoso por su parte —Julian miró al otro hombre y habló sin ninguna ira, más bien planteándolo como una pregunta.
—Pido disculpas, milord —Draper le sostuvo la mirada—, pero lo conozco a usted y a su hermano desde que eran pequeños. Sabía que la familia podría contar con su ayuda, y tal y como ya he dicho no tenemos…
—No tenemos tiempo —lo interrumpió él secamente antes de asentir—. De acuerdo —empujó la silla hacia atrás—. Voy a subir a ver a mis hermanas. Avíseme cuando llegue Jordan.
Encontró a Millicent, Cassandra y Edwina en el pequeño salón de la planta superior que utilizaban para ellas. Habían sido informadas de la muerte de George, pero de nada más. Sin embargo, habiendo oído el disparo y sido testigos del frenesí resultante, eran más que capaces de sumar dos y dos.
—Se suicidó, ¿verdad?
Millicent, catorce años y muy parecida a Lucasta, sentada de lado en el banco de la ventana, las rodillas al pecho, fue directa al grano.
Tras intercambiar besos y abrazos más prolongados de lo habitual con las tres, Julian se sentó sobre el cojín junto a los pies de Millicent y dudó, preguntándose qué parte podría ahorrarles, y si debería hacerlo.
Cassie, de once años, soltó un bufido.
—Cuéntanoslo ya, sabes que se lo sonsacaremos al servicio si tú no lo haces.
Julian suspiró y asintió, sin apartar la mirada de Edwina, de tan solo diez años, para asegurarse de que lo que fuera a contar no le impresionara en exceso.
—Pero ¿por qué? —Millicent frunció el ceño—. Hacer algo así es horrible, tenía que tener un motivo.
Esa era la parte más complicada de explicar.
—Por lo que me ha contado Draper, George había empezado a jugar. Al parecer la maldición lo había alcanzado y, en lugar de poner en riesgo la propiedad y a su familia, George, bueno… decidió acabar con ello.
Julian esperaba que se tragaran la mentira piadosa.
Las tres fruncieron el ceño, reflexionaron y entonces Cassie volvió a soltar un bufido.
—Eso sí que es propio de George. Tan pomposo que no podía soportar pedirte ayuda —Cassie contempló a su hermano con sus ojos grises—. Tú llevas viviendo toda la vida con esa maldición y nunca te ha hecho daño, ni tampoco has hecho daño a la familia o a las tierras.
—Por desgracia —Julian consiguió sonreír débilmente—, George no era yo.
—No —Millie bajó las piernas y palmoteó el brazo de Julian—. Tú eres mucho más duro. Pero ¿qué pasa con la deshonra? La del suicidio, me refiero.
—No tenéis que preocuparos por eso. El médico dejó una nota en la que nos aconsejaba que, dadas las circunstancias, dijésemos que George había muerto de repente, inexplicablemente, de una apoplejía.
Las tres reflexionaron unos instantes antes de que Edwina hablara.
—Bueno, entonces supongo que lo que hay que hacer ahora es conseguir ropa de luto para poder despedir adecuadamente a George.
—Eso es verdad —Millie hizo una mueca—. Por muy idiota que fuera, era nuestro noble idiota y se sacrificó por nosotros, de modo que al menos nos haremos merecedores de su orgullo en lo que respecta al funeral.
Por el rabillo del ojo Julian vio una calesa, conducida por Jordan Draper, subir a toda prisa por el camino de entrada.
—Deberíamos hablar con mamá —sugirió Cassie—. Puede que hablar de ropa la anime un poco, o al menos haga que deje de pensar en la muerte de George —miró a Julian—. ¿La has visto?
—No, aún no —él hizo una pausa—. ¿Por qué no vais las tres a distraerla un rato y le decís que estoy aquí y que subiré a hablar con ella en cuanto pueda? —se puso en pie al mismo tiempo que las niñas—. Tengo que ocuparme de algunos asuntos con Draper, solo para organizarlo todo. Decidle a mamá que subiré en cuanto haya terminado.
Sus hermanas asintieron, lo abrazaron y abandonaron el salón. Separándose de las niñas en el pasillo, Julian suspiró aliviado. Había ido mejor de lo esperado.
Pasó las siguientes horas con los Draper, padre e hijo, a los que se unió Minchinbury, el abogado de la familia. Los cuatro abarrotaban el despacho, pero nadie sugirió que trasladaran la reunión a un lugar menos seguro y reservado.
Minchinbury confirmó que George nombraba en su testamento a Julian como único albacea, y también tutor, junto con la duquesa, de Henry, de tres años. En cuanto a lo segundo, Julian se limitó a asentir y aparcarlo para más tarde. Afrontaría cada condenado escenario de uno en uno.
—No hay nada que hacer —concluyó Jordan al final—. Por mucho que estructuremos los pagos, aunque liquidemos todos los bienes prescindibles que puedan ser vendidos y dediquemos la totalidad de los ingresos de la propiedad a hacer frente a dichos pagos, la deuda sigue siendo superior a la capacidad del duque para pagarla.
Mientras repasaban las escalofriantes cifras, un plan había empezado a tomar forma en la cabeza de Julian. Era escandaloso por demás, pero a él se le daban bien los escándalos. Miró a Jordan, sentado al otro lado del escritorio, a los ojos.
—Incluye mis fondos. Todos. Liquida mis bienes. Todos. E incorpóralos también para pagar la deuda. Déjame —reflexionó unos instantes—, diez mil en efectivo. Da por supuesto unos ingresos por mi parte de… —la suma le llevó un poco más calcularla, pero al final proporcionó una cifra.
Draper y Minchinbury lo miraban sobresaltados, pero Jordan se limitó a hacer una mueca, garabatear las cifras y rehacer la intrincada maraña de pagos de hipotecas y préstamos.
Mientras tanto, Draper y Minchinbury seguían intercambiando miradas hasta que lentamente dedujeron las intenciones de Julian.
—Milord —fue Minchinbury quien al fin habló, mirándolo con espanto—. ¿Qué pretende?
Julian alzó un dedo en el aire y pacientemente aguardó el veredicto de Jordan.
—Nos acercamos —anunció su amigo tras suspirar—. Por los pelos —miró a Julian—. Podrías conseguirlo.
Julian no había necesitado explicarle a Jordan su plan. Llevaba trabajando para él bastante tiempo como para saber lo que podía, y no podía, hacer, pero se sintió agradecido por el incondicional apoyo del joven.
—¿Has incluido los gastos de esta residencia y de la propiedad en general, la renta de mi madre, las chicas y la duquesa, y has dejado la dote de las niñas intacta?
—Bueno, la dote de las niñas hace tiempo que se esfumó —explicó Jordan—, pero con sus rentas la habrán recuperado para cuando cumplan dieciséis años. También he incluido una renta para Henry, revalorizable, y que empiece a ser efectiva cuando cumpla cinco años.
—Bien hecho —Julian hizo una pausa para elaborar sus pensamientos antes de mirar fijamente a Draper y a Minchinbury—. Lo que me propongo hacer, señores, es lo siguiente.
Les explicó su plan, al completo. Para poder salvar a los Delbraith, la familia, el título y la propiedad, los necesitaba de su parte. Al principio se mostraron horrorizados, luego espantados al comprender las ramificaciones de lo que se proponía, pero, al final, al igual que Jordan ellos también aceptaron que no había otra alternativa.
George había elegido el camino más sencillo y dejado a Julian la responsabilidad de rescatar a los Delbraith.
La reunión con su madre fue complicada, básicamente porque Lucasta se culpaba por la desgracia de George.
Acomodada en un sillón colocado frente a la amplia ventana en su salita de estar, la todavía atractiva mujer, cuyos cabellos empezaban a encanecer, mostraba un rostro roto por el dolor mientras sujetaba un pañuelo húmedo en la mano cerrada en un puño.
—¡Debería haberme dado cuenta! No me puedo creer que no viera las señales.
En contra de la opinión generalizada, Julian se llevaba bien con su madre y se parecían mucho en cuanto a su fuerte carácter. Hacía tiempo que habían alcanzado un acuerdo: Lucasta no intentaba presionarlo y él no la presionaba a ella.
De pie, contemplando las colinas que se extendían hasta los árboles del bosque colindante, suspiró.
—Mamá, si yo no me di cuenta entonces no había nada que lo delatase. Resultó ser extraordinario a la hora de ocultarlo.
—Nos ha decepcionado. Nos ha traicionado —después de una pausa, ella prosiguió en un tono más tranquilo—. ¿Desde hace cuánto?
Julian titubeó, pero sabía que sería inútil intentar mentir a su madre.
—Según Draper —se volvió lentamente hacia ella—, desde que empezó a estudiar en Eton, pero las primeras cantidades eran lo bastante pequeñas como para no alertar a papá, o a ti. Empezó a apostar grandes sumas después de heredar el ducado.
Lucasta sacudió la cabeza en un gesto de desesperación.
—¿Nunca oíste ningún rumor?
—No —lo que dejaba claro la clase de establecimientos que debía frecuentar George.
De haber sido cualquiera de los locales socialmente aceptados, Julian al fin se habría enterado, de modo que George había recurrido a los bajos fondos para saciar su adicción.
Lentamente, Lucasta respiró hondo y luego expulsó el aire y alzó la barbilla.
—Lo hecho, hecho está. Seguiremos el consejo del doctor Melrose y diremos que George murió de una apoplejía. Lo enterraremos como es debido. Y luego —miró a su hijo—, nos enfrentaremos a las consecuencias —hizo una pausa y lo miró con los ojos entornados—. Y bien —suspiró entrecortadamente—, dado que George se voló los sesos en lugar de enfrentarse a las consecuencias, cuéntame, ¿cómo de mal están las cosas?
Julian ni siquiera intentó suavizar el golpe, no tenía sentido tratándose de su madre. Lucasta siempre había ejercido una defensa feroz de su familia, era capaz de detectar cualquier mentira y arrancársela como un perro de presa. De manera que acercó otro sillón, se sentó a su lado y se lo contó todo. Y cuando el horror hizo que la mujer se mantuviera en un perplejo silencio, continuó con suavidad.
—He hablado con los Draper, con ambos, y con Minchinbury, y he desarrollado un plan. Es algo desesperado, pero para nosotros son tiempos desesperados. Ellos se han mostrado de acuerdo con que es nuestra única posibilidad de salir adelante, hemos repasado cualquier otra opción y ninguna nos sacará de esta, solo puede conseguirse con mi idea.
—No me va a gustar tu plan, ¿verdad? —Lucasta lo miró a los ojos.
—No, pero es el único que tenemos —Julian procedió a explicárselo detalladamente.
Y ella le escuchó en silencio.
Luego discutieron.
Era lo que había esperado. Pero él se mantuvo firme y al final, poco a poco, consiguió que su madre reculara.
Salvo, para su sorpresa, en un aspecto sobre el que no estaba dispuesta a ceder ni un ápice.
—He perdido a un hijo, no pienso perderte a ti también. ¡No! —levantó una mano en el aire—. Entiendo que, para que salga bien, tu plan hace que una relación abierta sea imposible, pero —lo miró directamente a los ojos—, seguirás viniendo a esta casa, a verme a mí y a tus hermanas, son mis hijas y tan capaces como yo de guardar tus secretos. No saldrás de nuestras vidas, y te aseguro que nosotras no te dejaremos marchar —los ojos se le anegaron de lágrimas—. Eso, querido, es algo que no puedes pedirnos. Si quieres que tu plan salga bien, tendrás que asumirlo.
Julian no había esperado una reacción tan rotunda. Buscando en la mirada de su madre, conociendo su férrea voluntad, lo reconsideró antes de asentir.
—De acuerdo. Pero mis visitas serán, a falta de una palabra mejor, furtivas.
—Secretas —Lucasta asintió—. Sabes que el servicio haría cualquier cosa por ti, de modo que no supondrá ningún problema.
—Las niñas —Julian hizo una mueca—. Te las dejo a ti, tú sabrás mejor que yo cómo exponer la situación, y no tengo tiempo para las inevitables discusiones y explicaciones. Jordan y yo tenemos que partir hacia Londres cuanto antes. Si queremos tapar los enormes agujeros que George ha dejado en la fachada financiera de la familia, debemos actuar de inmediato.
Los ojos de Lucasta escrutaron el rostro de su hijo antes de responder con calma.
—¿Y Caroline? Si quieres se lo explico yo.
—No —él apretó los labios y sacudió la cabeza—. Yo hablaré con ella. Ella es la otra tutora de Henry junto conmigo. Los dos vamos a tener que encontrar el modo de entendernos, aunque solo sea por el bien de Henry.
Concluida la conversación, Julian se levantó del sillón.
Lucasta también se levantó, lo agarró del brazo, y se estiró para besarlo en la mejilla.
—Márchate, querido. Sé que debes hacerlo.
Tras soltarlo, ella se dio media vuelta, pero no antes de que su hijo viera una lágrima rodar por su mejilla.
La reunión con su cuñada fue el colofón de un largo y horrendo día.
Mientras se acercaba a su suite, vio a Draper y a Minchinbury salir de la sala de estar de Caroline. Cerraron la puerta y se acercaron a él, deteniéndose todos al encontrarse a medio camino.
—Le he explicado a la duquesa los términos del testamento —fue Minchinbury quien habló—. Entiende que es usted el único albacea y también tutor, junto a ella, de su hijo, y comprende los derechos que tiene en consecuencia.
—¿Y cómo se lo ha tomado? —Julian hizo una mueca con los labios.
—No muy bien —contestó el abogado—, pero había que decírselo. Al menos conoce y comprende la situación.
—También le hemos informado de la situación financiera que el duque ha dejado —Draper frunció los labios—. Le he explicado que, al contrario de lo que ella siempre supuso, usted nunca ha hecho uso de los recursos familiares, aparte de su asignación, y que la situación presente se debe exclusivamente al comportamiento del fallecido duque. Por supuesto no nos atrevimos a explicarle su plan, aunque sí hicimos alusión al hecho de que tenía uno y que, dada la situación, era la única vía para que la familia, y el ducado, pudieran salvarse de la ruina.
—A ver si lo he entendido bien —Julian miró a uno y a otro—. Le han hecho saber a la duquesa que debe acceder a cualquier cosa que yo proponga si quiere salvarse ella, y a su hijo, de la ruina.
Abogado y contable asintieron tras reflexionar.
—Nosotros —Minchinbury miró fugazmente a Draper—, estábamos al tanto de la opinión que tenía la duquesa de usted, milord, y considerábamos nuestro deber aclarar las cosas ante su Excelencia para que sus palabras cayeran en un suelo más fértil.
—Es lo menos que podíamos hacer para ayudarlo con su plan —añadió Draper.
—Gracias, caballeros —Julian agachó la cabeza—. Aprecio su ayuda.
Ambos hombres se inclinaron ante él y dieron un paso atrás.
—Si necesita algo más, milord —se despidió Minchinbury—, no tiene más que pedirlo.
Julian asintió y se encaminó por el pasillo hacia la salita de estar de Caroline y, sin detenerse a reflexionar, llamó a la puerta sin más.
—Adelante —una voz ahogada surgió del otro lado de la puerta.
Julian giró el picaporte y entró.
Encontró a Caroline de pie, la espalda contra la ventana, los brazos rodeándole con fuerza la cintura. Agachando la cabeza, Julian cerró la puerta y se acercó a su cuñada.
—Recibe mis condolencias. Ojalá no tuviéramos que hacer esto, pero tenemos que hablar —Julian se detuvo a menos de un metro de ella y la miró a los azules ojos—. Minchinbury y Draper me han dicho que ya te han explicado la situación. ¿Necesitas que te aclare algún aspecto? —preguntó en un tono neutro y amable, aunque distante.
Con el rostro desprovisto de toda máscara, Caroline lo miró fijamente. Su mirada reflejaba las emociones, las preguntas, la rabia, la agitación.
—¿Por qué? —fue la pregunta que surgió al final de sus labios.
—No pudo evitarlo —Julian sacudió la cabeza.
—Pero —ella se interrumpió, agitó una mano en el aire y apartó la mirada—. No puedo… —respiró entrecortadamente y, levantando la cabeza, continuó sin mirarlo—. Todavía me cuesta aceptarlo. Durante todos estos años en los que te tuve por el villano, en realidad lo era él.
—¿Lo sospechabas? —Julian frunció el ceño.
—De él no —Caroline soltó una amarga carcajada—. Él nunca. Pero algunas de mis joyas… son falsas. Incluso algunas de las que eran auténticas ahora ya no lo son —miró a su cuñado—. Pensé que había empleado mis joyas para pagar tus deudas, quizás creyendo que yo no notaría la diferencia en las piedras, y que para él era mejor que sacar el dinero del ducado —un sollozo escapó de sus labios y se dio media vuelta—. No hace falta que me lo digas. No sé cómo he podido ser tan estúpida.
—Caroline —Julian no tenía tiempo para escenitas, ni siquiera de esa clase—. Para poder evitar la catástrofe financiera, debo moverme con rapidez.
—Según Minchinbury y Draper —ella lo contempló con amargura—, no tengo más opción que permitirte hacer lo que quieras hacer, si quiero seguir viviendo cómodamente aquí con Henry, o si quiero que mi hijo tenga algún futuro.
Esa era la parte mala de la bienintencionada intervención de los dos hombres.
—En eso tienen razón, pero lo que no te dejaron claro fue que, para que mi plan tenga éxito, tú también tienes que interpretar tu parte. Y para eso necesitas conocer el plan.
Caroline reflexionó unos instantes antes de volverse de nuevo hacia él con los brazos cruzados y asentir.
—De acuerdo. Cuéntame tu plan.
No se sentó, y mucho menos invitó a Julian a hacerlo. De modo que él permaneció de pie y le contó su plan.
Cuando hubo terminado, ella lo miraba boquiabierta.
—¿Y bien? —preguntó al fin Julian tras una larga pausa—. ¿Desempeñarás tu papel? ¿El papel que deberás representar para llevar la farsa a término?
—Yo… yo no comprendo —Caroline parpadeó perpleja.
—Te he hecho una pregunta bien sencilla —la impaciencia empezaba a dominar a Julian—. ¿Estás dispuesta a…?
—No, no me refiero a eso —la duquesa bajó los brazos y respiró hondo antes de hacer una pausa y volver a posar la mirada sobre su cuñado—. Te ofreces a sacrificarte. ¿Por qué? Eso es lo que no entiendo, y no me fío. Si acepto tu plan y lo apoyo activamente, me estaré colocando, y sobre todo a mi hijo y su futuro, en una posición de deuda imposible de pagarte.
—Eso es cierto —él asintió tras reflexionar unos instantes.
Caroline rio amargamente y se apartó.
—Caroline —Julian se esforzó por mantener el tono de voz suave—, ¿en serio estás considerando permitir que tu orgullo dicte tus acciones incluso en estos momentos, y rechazar mi ayuda?
Sus miradas se fundieron.
Un grito lejano y agudo llegó hasta ellos, un grito de felicidad, no de desesperación. Mirando por la ventana, Julian vio a sus hermanas y a Henry salir del bosque. Regresaban de dar un paseo. Millie y Cassie balanceaban en el aire a un encantado Henry. Solo tenía tres años y aún no le había alcanzado la realidad de la muerte de su padre. Dos lacayos y una niñera los seguían de cerca, hablando tranquilamente mientras vigilaban a los pequeños.
Julian contempló a su cuñada, mucho más baja que él y que por tanto no podía ver la escena que veía él.
Aunque tentada a agarrarla del brazo y tirar de ella, se limitó a hacerle un gesto para que se acercara a la ventana.
—¿Quieres saber por qué hago esto? —cuando ella se acercó lo suficiente, señaló hacia el grupo que había en el jardín—. Por eso lo hago. Ninguno de esos cuatro, demonios, ninguno de los siete han hecho nada para merecer el futuro que les aguarda si yo no intervengo para arreglar esto. Y solo hay una manera de hacerlo.
Él la contempló mirar a su hijo y dejó que pasaran unos minutos para que lo comprendiera.
—¿De verdad no hay otro modo? —preguntó Caroline con calma tras humedecerse los labios.
Julian dudó un instante antes de contestar.
—La maldición Delbraith ha metido a la familia en esta situación. Lo justo es que esa misma maldición nos saque de ella.
—Pero ¿a qué precio?
—El precio no importa. Y, al final, soy yo quien decide, no tú.
La duquesa siguió mirando por la ventana unos minutos más antes de asentir con expresión firme.
—De acuerdo. Accederé a ello. Haré lo que haga falta para… apoyar el plan.
Un obstáculo salvado. Julian respiró hondo y, metafóricamente, se apretó los machos antes de abordar el siguiente obstáculo, más elevado y espinoso que el anterior.
—Y hablando de la maldición, tengo una condición que no es negociable en absoluto. A cambio de hacer lo que tengo que hacer para salvar a la familia, incluyéndoos a ti y a Henry, deberás asegurarte de que Henry conozca la verdad sobre la muerte de su padre, que no se le oculte jamás.
—¿Qué? —Caroline se volvió bruscamente hacia él—. ¡No puedes estar hablando en serio!
—Ahora mismo no, evidentemente. Me refiero a en cuanto sea lo bastante mayor para saberlo, para preguntar. Porque lo hará. Y no quiero que le ocultes la maldición —Julian le sostuvo la mirada—. No voy a hacer esto para que luego tú le intentes convencer de que es inmune a la maldición y tires por la borda todo mi esfuerzo en cuanto tu hijo alcance la mayoría de edad —ella abrió la boca, pero él la silenció señalándola con un dedo—. Además, cuando venga de visita, como tutor suyo que soy, espero poder verlo y hablar con él. Si quieres podrás estar presente, pero hablaré con él.
—No —contestó Caroline con expresión decidida—. No permitiré que…
—Caroline —Julian la interrumpió con voz acerada—. Ni tú ni mi madre visteis la maldición en George —declaró despiadadamente—. Si intentas proteger a Henry cometerás el mismo error que madre cometió con mi hermano. La maldición lo alcanzará, pero él lo ocultará. Y, si lo hace, no serás capaz de reconocerla. Yo sí lo haré porque sé qué debo buscar, y te aseguro que en el caso de Henry estaré vigilante —buscó su mirada—. Debes comprender que esta maldición es real. Es una enfermedad hereditaria. Si Henry obtiene ayuda, la ayuda adecuada, podrá vivir con ello. Fingir que no existe solo hará que lo devore en vida, como hizo con George.
—¿Y tú qué? —preguntó Caroline en tono de mofa—. ¿Tú controlas tu adicción?
Julian permaneció unos segundos en silencio antes de contestar.
—Lo cierto es que mi adicción es lo único que se interpone entre Henry y tú, y vivir de la caridad. Piénsalo antes de censurarme. Y tal y como están las cosas, soy el único miembro vivo de la familia con una experiencia personal con la maldición, la única persona viva que sabe a qué se enfrentará Henry a medida que se haga mayor, la única que sabe cómo controlar la compulsión —hizo una pausa y clavó la mirada en los ojos de su cuñada—. Sé que no es fácil de aceptar —añadió más calmado—, pero, tal y como están las cosas, soy la única esperanza de futuro para Henry, tanto económicamente como personalmente.
Hasta pronunciar las palabras, Julian no había sido consciente de lo ciertas que eran, de la enorme responsabilidad que estaba asumiendo.
Aunque de todos modos no importaba gran cosa, pues no tenía otra opción.
Caroline se mantuvo en silencio, limitándose a mordisquearse el labio inferior con expresión agitada y perdida. Julian se dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta. Con la mano en el picaporte se detuvo y se volvió para mirarla.
—No pongas a tu hijo en peligro, Caroline. Si quieres mantenerlo a salvo, harás todo lo que te he dicho.
Ella se volvió hacia la ventana, sin contestar.
Julian abrió la puerta y se marchó.
Media hora más tarde, tras despedirse de sus hermanas y su pequeño sobrino, Julian dirigió el faetón por el camino que le alejaba de la casa antes de propinarles a los caballos un golpe de látigo y dirigirse hacia Londres.
De madrugada ya, se detuvo frente a los establos cerca de su residencia. Le entregó las riendas a un adormilado mozo de cuadras y se encaminó lentamente hacia la calle.
Hundió las manos en los bolsillos de su abrigo y caminó por la calle Duke en medio de la silenciosa negrura. Y solo entonces se permitió a sí mismo reflexionar sobre lo que estaba a punto de hacer, algo que se había negado a hacer durante el largo viaje, pues se parecía demasiado a los últimos pensamientos de un moribundo.
Llegó a su casa y subió las escaleras, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.
Entró y cerró la puerta.
Y su vida como lord Julian Delbraith dejó de existir, así sin más.
Londres
Octubre de 1823; doce años después
Miranda Clifford se detuvo entre las sombras de un grupo de árboles y observó a su hermano pequeño, Roderick, cruzar el césped perfectamente cortado hacia una enorme mansión que emitía un brillo perlado bajo la luz de la luna.
A su alrededor, extendiéndose a ambos lados, los espesos matorrales y grandes árboles envolvían la casa en un exuberante abrazo. La brisa era poco más que un susurro, un suspiro que le movía sobre la nuca los pequeños mechones de cabello que se le habían soltado del moño.
Silenciosa y quieta, la mirada fija en Roderick, lo observó alcanzar una terraza y, sin dudar, subir los tres escalones y dirigirse directamente hacia la puerta acristalada. Después de abrir la puerta, Roderick entró en la casa y cerró detrás de él.
—¡Maldito sea! —Miranda se quedó mirando fijamente la puerta. Era mucho peor de lo que se había temido.
Hacía tres semanas que se había dado cuenta por primera vez de que Roderick salía de casa por la noche. Se había dicho a sí misma que esas excursiones nocturnas secretas eran lógicas en un caballero de veintitrés años, pero lo cierto era que se había pasado esos veintitrés años protegiendo a Roderick, e ignorar unos instintos tan enraizados era muy difícil. Tanto que había hecho un pacto consigo misma: seguiría a su hermano una noche, y solo hasta asegurarse de que dondequiera que fuera, hiciera lo que hiciera, no se estuviera metiendo en un lío.
No se trataba de desconfianza, su plan tenía como único objeto tranquilizarse. Obtener la información justa para calmar su instintiva ansiedad, y después regresaría a casa y Roderick jamás lo averiguaría.
Hacía diez minutos que lo había seguido a oscuras por las escaleras de la casa que compartían con su tía en la calle Claverton, en Pimlico. Las manecillas del reloj de péndulo del vestíbulo indicaban que faltaban veinte minutos para las once de la noche. Después había seguido a Roderick por el saloncito, a través del césped y salido al callejón por la puerta del jardín. Sujetando con fuerza el bolso y cerrándose la nueva y moderna capa, había permanecido en la sombra mientras lo seguía pegada a los muros de los callejones y, como otra sombra más, había seguido sus pasos, sorprendida al verlo seguir por los callejones hasta que, para su sorpresa, pasados cinco minutos desde que hubieron salido por la puerta de su jardín, se había detenido junto a una puerta en un muro de piedra.
Su hermano había abierto la puerta y entrado, y ella había titubeado un instante antes de seguirlo.
No tenía ni idea de a quién pertenecía ese jardín por el que merodeaba, al menos no al principio. Pero, en cuanto vio la casa, en cuanto pudo evaluar su tamaño y magnificencia, y sobre todo ese color tan delator…
—¿Qué demonios hace visitando la casa de Neville Roscoe?
Bastó con formular la pregunta para obtener una respuesta. Neville Roscoe era el más conocido, infame y notorio, morador de la vecindad. Conocido rey del juego en Londres, dueño de una gran cantidad de antros de apuestas, guaridas y clubes destinados a los ricos, a los prósperos y a los aristócratas. El juego era uno de los mayores vicios de la alta sociedad y Roscoe era, con mucho, el maestro a la hora de suministrar la droga para saciar la adicción de esa sociedad.
Roscoe era conocido por ser inmensamente rico y también por ostentar un no desdeñable poder, tanto en su propio entorno como en ambientes más sórdidos. No era, sin embargo, un criminal. Más bien habitaba un estrato nebuloso entre la sociedad y los bajos fondos, capaz de confraternizar un día con un duque y al día siguiente con un criminal, y aun así no pertenecer a ninguno de los dos mundos.
En términos generales, Roscoe era un enigma, y dictaba sus propias leyes.
Ya vivía en la enorme mansión blanca de la calle Chichester, que dominaba la extensa y arbolada Dolphin Square, así como el Támesis un poco más allá, cuando Roderick había comprado la casa de la calle Claverton, justo a la vuelta de la esquina, un año antes. A los pocos días de instalarse allí, Miranda ya había oído todo sobre el más famoso ciudadano de ese barrio.
Sin embargo aún no lo había visto con sus propios ojos, ni tenía especial interés en verlo.
—¡Miserable! —exclamó, no muy segura de si se refería a Roderick o a Roscoe. El que su hermano quisiera probar su suerte en el juego no era nada sorprendente, pero… reflexionó mientras apretaba los labios—. No puede permitirse el lujo de confraternizar con Roscoe.
El problema no era que Roderick no pudiera permitirse apostar, que sí podía, incluso al nivel de Roscoe. Pero su fortuna provenía del trabajo y, tal y como les habían enseñado a ella y a su hermano desde pequeños, eso significaba que ellos, más que otros nacidos en un estrato social más elevado, debían aferrarse sin flaquear nunca a la respetabilidad.
Ver a Roderick entrar en la casa de Roscoe evocó en ella de inmediato el fantasma de su hermana mayor, Rosalind. Los tres habían quedado huérfanos de niños y Rosalind, Roderick y ella misma se habían criado con sus tías. Su hermana mayor había recibido la misma educación sobre respetabilidad, las mismas férreas normas, pero, al cumplir dieciséis años, se había rebelado. Rosalind había huido con unos gitanos y no había regresado hasta dos años más tarde, enferma y moribunda.
La muerte de Rosalind había sido trágica, al igual que la de su madre, que se había fugado con su padre, el hijo de un molinero.
Cada vez que alguien de la familia se salía del buen camino de la rígida respetabilidad, el desastre y la muerte acudían prestos. Miranda no quería que Roderick muriera joven, mucho menos de manera trágica. Por tanto, regresar a casa y abandonarlo a su destino no era una opción.
Sin salir de las sombras rodeó el jardín y se dirigió hacia la casa y esa puerta acristalada. En su mente se formaban imágenes de lo que podría encontrar en el interior, una partida privada o… ¿quizás una orgía? Por lo que había oído, podría ser cualquiera de las dos cosas. Las mujeres formaban invariablemente parte del entretenimiento ofrecido por Roscoe. Sus clubes eran conocidos por la gran cantidad de empleadas femeninas.
—Con suerte me dejarán entrar, al menos el tiempo suficiente —era lo bastante mayor, su aspecto era lo bastante maduro.
Alcanzó la terraza y bajó la mirada al vestido de sarga de color lila que llevaba puesto bajo la capa. No era muy apropiado para la noche, pero sí lo bastante elegante como para identificarla por su clase. De todos modos ya era tarde para recular y no tenía intención de permanecer más tiempo del necesario para encontrar a Roderick y que él la viera. Con eso debería bastar para asustarlo y que la acompañara de regreso a casa.
Cruzó la terraza, abrió la puerta y entró. Ante ella se abría un pasillo sumido en oscuras sombras. Miranda cerró la puerta sin hacer ruido y reflexionó sobre la extrañeza del penetrante silencio, de las habitaciones oscuras sin iluminar. Ni siquiera desde el otro lado del jardín, desde donde se veía toda la parte trasera de la casa, había visto ninguna ventana iluminada, ninguna señal de que allí se estuviera celebrando una fiesta, por refinada que fuera. Se detuvo y agudizó sus sentidos.
El terreno sobre el que se asentaba la casa se inclinaba con una fuerte pendiente hacia la calle Chichester, dejando el jardín trasero a una altura más elevada. El suelo que pisaba en esos momentos era, de hecho, el de la primera planta, no el de la planta baja que estaba al mismo nivel que la calle. La fiesta, reunión o lo que fuera seguramente se estaría celebrando en alguna sala de la planta baja. Se esforzó por captar algún sonido que le indicara el camino, pero no oyó nada.
Extrañada, echó a andar por el pasillo. Roderick tenía que haber tomado esa dirección por fuerza pues, aparte de las habitaciones que había a los lados, todas con las puertas cerradas y sin ninguna luz filtrándose por debajo, no había otro lugar hacia el que ir. Siguió el pasillo hasta la parte delantera de la casa, experimentando una creciente sensación de calidad y solidez a cada paso que daba. La casa no era muy vieja. Roscoe la había mandado construir para él, lo que explicaba sin duda la cuidada mano de obra que sentía más que veía. En cada línea se respiraba una discreta elegancia, complementada con lujosos acabados y tapizados. No tenía tiempo para detenerse a observar, pero los cuadros que colgaban de las paredes, todos perfectamente enmarcados, parecían originales, y en absoluto pintados por un artista de segunda.
Se preguntó si era la solidez de la construcción la que explicaba la ausencia de ruido. Eso, y los tapizados. La alfombra de pasillo sobre la que caminaba era tan gruesa que ni siquiera oía sus propias pisadas.
El pasillo se abría a un amplio espacio semicircular, una especie de galería que rodeaba el hueco de la escalera principal. Deteniéndose en ese espacio miró a izquierda y derecha. Otros tres pasillos desembocaban en la galería, pero por todas partes reinaba el silencio. Tampoco había ninguna lámpara encendida y la única luz provenía de la escasa iluminación que proporcionaba el reflejo de la luna sobre el río.
Enfrente de ella, delante de una ventana de grandes dimensiones, comenzaba una ancha escalera que descendía con sinuosa elegancia.
Respirando hondo levantó la cabeza y se dirigió con calma hacia las escaleras, y al fin oyó el rumor de unas voces masculinas. Parecían provenir de la planta baja, aunque sonaban como si estuvieran muy lejos.
El golpeteo de unos cascos de caballo sobre el camino empedrado la impulsó a asomarse a la ventana. Vio a un caballero, elegantemente vestido y con sombrero, bajarse de un coche de alquiler. El hombre portaba un bastón con empuñadura de plata. Pagó al cochero y se dirigió hacia la entrada principal de la mansión, junto a la fachada en la que ella se encontraba.
No reconoció al hombre, pero su estilo, su manera de moverse, sugería que pertenecía a la escala más alta de la sociedad.
Una campana resonó por la casa y casi de inmediato se oyeron las acompasadas pisadas de un mayordomo sobre las losetas del vestíbulo principal de la planta baja. Miranda sopesó la posibilidad de acercarse a las escaleras y mirar hacia abajo, pero el riesgo de ser descubierta era demasiado grande y por tanto permaneció donde estaba y siguió escuchando.
—Buenas noches, milord.
—Buenas noches, Rundle —el visitante entró en la casa y la puerta se cerró—. Me temo que llego tarde. ¿Han llegado ya los demás?
—Sí, milord, pero el señor aún no se ha reunido con ellos.
—Excelente —el sonido de un abrigo desprendiéndose junto con los guantes, el sombrero y el bastón, llegó hasta la planta superior—, entonces aún no me he perdido nada.
—Desde luego que no, milord.
—¿En la biblioteca, como de costumbre?
—Sí, milord.
—No hace falta que me acompañes, Rundle, conozco el camino.
—Gracias, milord.
Dos pares de pisadas se alejaron en diferentes direcciones. Ella corrió hacia las escaleras, pero llegó demasiado tarde para ver hacia dónde se había encaminado cada hombre. Sin embargo, hacia la parte trasera del vestíbulo había una puerta que seguía moviéndose, lo cual significaba que seguramente el mayordomo había pasado por ahí. Por tanto, las pisadas que se oían cada vez más lejanas por el pasillo debían ser las del visitante. La biblioteca, y la reunión, estaban en esa dirección.
Respirando hondo alargó una mano hacia la barandilla de la escalera.
Y un escalofrío le recorrió la columna.
Se quedó inmóvil. No había oído nada, pero ella misma había comprobado que resultaba muy sencillo moverse por esa casa en silencio sin proponérselo siquiera. Y sus sentidos, previamente centrados en el vestíbulo de la planta inferior, le advertían a gritos que había alguien, mucho más grande que ella, a su espalda.
Sin poder respirar, alerta, se obligó a sí misma a darse lentamente la vuelta…
Y su mirada dirigida al frente se encontró con un pañuelo de seda color marfil y exquisitamente anudado al cuello.
Roscoe observó los grandes ojos de la mujer, abiertos de par en par, abrirse aún más. De repente su rostro se elevó hasta mirarlo.
—¿Puedo ayudarla en algo, señorita…? —preguntó él sin sonreír.
Ella no contestó de inmediato, pero Roscoe no cometió el error de pensar que su mente estaría paralizada por el susto. Los grandes ojos dejaban traslucir que tras ellos se llevaba a cabo un rápido cálculo mientras su dueña debatía sobre la respuesta a ofrecer. A pesar de la delicada osamenta, su elegancia y extremada feminidad, acostumbrado como estaba a juzgar a la gente de un solo vistazo, no le hizo falta mirar más allá de la refinada fuerza que reflejaba su rostro, acompañada por su porte y las elegantes pisadas que le había visto dar al cruzar la galería, para saber que se trataba de una dama.
Decidida, resuelta y, al menos en lo concerniente a aquello en lo que creía, inflexible.
En consecuencia no se sorprendió cuando ella respiró hondo, se irguió por completo mostrando una estatura más elevada de la media para una mujer y lo miró con altivez.
—Me llamo señorita Clifford.
La información casi le hizo pestañear.
La mirada de la joven abandonó su rostro para deslizarse sobre sus hombros y torso y acabar sobre el libro de cuentas que llevaba en una mano.
—¿Y usted es? —preguntó con el ceño fruncido.
Su tono dejaba bien claro que lo creía alguna clase de secretario de nivel inferior.
—Soy el propietario de este lugar —contestó Roscoe, sonriendo levemente en contra de su voluntad.
Al parecer la noticia le produjo una impresión más fuerte que encontrarlo a su espalda. La joven lo miró fijamente, claramente sorprendida y sin intentar disimularlo siquiera.
—¿Usted es Roscoe?
Él se imaginaba perfectamente todo lo que habría oído de él. Su diablillo interior lo animaba a seguir desconcertándola. Roscoe hizo una reverencia, impregnando el gesto de toda la elegancia que tiempo atrás había ejercitado a diario.
—Le daría la bienvenida a mi humilde morada, señorita Clifford, pero no puedo evitar preguntarme qué hace aquí —observó con voz ronca tras erguirse.
—¿Humilde morada? —la voz de la joven era grave, el tono de una contralto. Su mirada se dirigió a los tres cuadros que colgaban de las paredes entre los pasillos, reconociendo dos Gainsborough y un Reynolds, y luego se posó sobre un tapiz Gobelin colgado de la pared que había detrás de Roscoe—. Para ser el rey del juego, señor, tiene un gusto exquisito.
—Es verdad —a Roscoe le llamó la atención que se hubiera dado cuenta, pero un hombre como él no se distraía tan fácilmente—. Pero eso no responde a mi pregunta.
Miranda intentaba responder a otra pregunta, completamente diferente, a la pregunta de cómo salir de allí sin provocar un escándalo. Mientras la mayor parte de su cerebro se ocupaba de esa cuestión, el resto estaba completamente distraído. No se había formado ninguna imagen mental de Roscoe, pero ni en sus sueños más salvajes se lo habría imaginado así. Tal y como aparecía ante ella.
Era alto, mucho más alto que ella, pero sus hombros, pecho y largas piernas estaban perfectamente proporcionados, generando una elegancia que sencillamente la dejaba sin aliento. Su atuendo tampoco era el que habría asociado con un rey del juego. Con una chaqueta negra de corte perfecto sobre una prístina camisa color marfil y ese delicioso pañuelo, un chaleco de un tenue color azul a rayas grises y negras, con unos sencillos botones negros, y unos pantalones negros, podría darle varios puntos de ventaja a cualquiera y aun así salir victorioso.
En cuanto a su manera de moverse, y esa voz ronca, no le permitía decidir qué clase de hombre era, pero un rápido vistazo a su rostro perfectamente esculpido, esos ojos oscuros que la miraban con calma, la nariz patricia y afilada barbilla, bastó para asegurarle que no era un hombre al que se pudiera manipular. Más aún, era peligroso, a muchos niveles y de muchas maneras.
El hombre que tenía ante ella era un enigma.
Miranda no tenía ninguna experiencia con hombres así, pero su intuición la había metido en ese lío y quizás la sacaría de él. Alzó la barbilla un poco más y se aferró a su altivez.
—He venido a rescatar a mi hermano.
—¿Rescatar? —una oscura ceja se arqueó lentamente.
La pregunta destilaba una advertencia indefinida, pero ella la ignoró.
—Exactamente. No puede estar tan al margen de la sociedad convencional como para no saber que la asociación con un hombre de sus… tendencias sería ruinosa para mi hermano, suponiendo que dicha asociación fuera dada a conocer.
Ninguna reacción se reflejó en el rostro de Roscoe.
—¿Mis tendencias? —repitió él tras un fugaz instante.
Ella se negaba a ser intimidada.
—Su negocio. Sus actividades —Miranda miró hacia el vestíbulo y de nuevo a él—. No estoy segura de la clase de distracciones de las que usted y sus invitados están disfrutando esta noche, pero, si fuera tan amable de informar al señor Clifford de que estoy aquí y deseo que me acompañe a casa, no volverá a ser importunado ni por él ni por mí.
Lejos de mostrar la menor disposición a acceder a su petición, Roscoe la miró detenidamente, los oscuros ojos, cuyo color ella no era capaz de distinguir aunque estaba casi segura de que negros no eran, estudiando su rostro. Su expresión era indescifrable, absolutamente imposible de interpretar.
—Dígame, señorita Clifford —dijo al fin, la ronca voz convertida casi en un ronroneo—, ¿exactamente qué clase de distracciones cree usted que proporciono a mis… íntimas amistades en la privacidad de mi hogar?
Desde luego había hecho mal al entrar en su casa del modo en que lo había hecho, pero no iba a permitir que el rey del juego la tratara con esa condescendencia.
—No tengo ni idea, ni me interesa, pero las dos cosas que surgieron en mi mente cuando descubrí que Roderick venía aquí fue una partida privada o una orgía. Independientemente de cuál sea, opino que participar en ello no es bueno para los intereses de mi hermano, del mismo modo que ser relacionado con usted desde luego no le hará ningún favor.
—¿Me está acusando de corromper a su hermano, señorita Clifford? —el la miró con los ojos levemente entornados.
—¿Lo está haciendo? —ella se negaba a resquebrajarse ante el tono acerado de su voz.
—No.
No era la primera dama que lo consideraba un corruptor de inocentes, y quizás por ello Roscoe sintió el impulso de demostrarle que se equivocaba. El impulso de abrirle los ojos para que comprendiera que lo había juzgado mal, obligarla a reconocerlo y a que se disculpara, allí mismo, esa misma noche.
Normalmente no se mostraba tan susceptible y una parte de su mente se extrañó de que ella, una dama a la que nunca antes había visto, le hubiera afectado tan rápidamente, lo bastante como para pincharle con tanta precisión en un lugar que, descubrió sorprendido, seguía siendo muy sensible. Independientemente de…
—Le sugiero, señorita Clifford, que me acompañe —Roscoe dio un paso atrás y señaló hacia el pasillo que surgía del extremo más alejado de la galería.
—¿Por qué? —ella contempló el pasillo con evidente sospecha—. Puedo esperar aquí a que me envíe a Roderick.
—Ya, pero no tengo ninguna intención de avergonzar a su hermano —contestó él mientras se dirigía hacia el pasillo.
No había dado ni tres pasos cuando ella resopló y lo siguió.
—¿Adónde vamos?