La de Bringas - Benito Pérez Galdós - E-Book

La de Bringas E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

La de Bringas es una novela de Benito Pérez Galdós. Narra la historia de Rosalía Pipaón, esposa de Francisco de Bringas, al servicio de la reina Isabel II. Rosalía se deberá encontrar con varios obstáculos para mantener su nivel de clase, hasta el punto de tener que prostituirse.-

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Benito Perez Galdos

La de Bringas

 

Saga

La de Bringas

 

Copyright © 1870, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726495713

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

- I -

—5→

Era aquello... ¿cómo lo diré yo?... un gallardo artificio sepulcral de atrevidísima arquitectura, grandioso de traza, en ornamentos rico, por una parte severo y rectilíneo a la manera viñolesca, por otra movido, ondulante y quebradizo a la usanza gótica, con ciertos atisbos platerescos donde menos se pensaba; y por fin cresterías semejantes a las del estilo tirolés que prevalece en los kioskos. Tenía piramidal escalinata, zócalos greco-romanos, y luego machones y paramentos ojivales, con pináculos, gárgolas y doseletes. Por arriba y por abajo, a izquierda y derecha, cantidad de antorchas, urnas, murciélagos, ánforas, búhos, coronas de siemprevivas, aladas clepsidras, guadañas, palmas, anguilas enroscadas y otros emblemas del morir y del vivir eterno. Estos objetos se encaramaban —6→ unos sobre otros, cual si se disputasen, pulgada a pulgada, el sitio que habían de ocupar. En el centro del mausoleo, un angelón de buen tallo y mejores carnes se inclinaba sobra una lápida, en actitud atribulada y luctuosa, tapándose los ojos con la mano como avergonzado de llorar; de cuya vergüenza se podía colegir que era varón. Tenía este caballerito ala y media de rizadas y finísimas plumas, que le caían por la trasera con desmayada gentileza, y calzaba sus pies de mujer con botitos, coturnos o alpargatas; que de todo había un poco en aquella elegantísima interpretación de la zapatería angelical. Por la cabeza le corría una como guirnalda con cintas, que se enredaban después en su brazo derecho. Si a primera vista se podía sospechar que el tal gimoteaba por la molestia de llevar tanta cosa sobre sí, alas, flores, cintajos, y plumas, amén de un relojito de arena, bien pronto se caía en la cuenta de que el motivo de su duelo era la triste memoria de las virginales criaturas encerradas dentro del sarcófago. Publicaban desconsoladamente sus nombres diversas letras compungidas, de cuyos trazos inferiores salían unos lagrimones que figuraban resbalar por el mármol al modo de babas escurridizas. Por tal modo de expresión las afligidas letras contribuían al melancólico efecto del monumento.

Pero lo más bonito era quizás el sauce, ese —7→ arbolito sentimental que de antiguo nombranllorón, y que desde la llegada de la Retórica al mundo viene teniendo una participación más o menos criminal en toda elegía que se comete. Su ondulado tronco elevábase junto al cenotafio, y de las altas esparcidas ramas caía la lluvia, de hojitas tenues, desmayadas, agonizantes. Daban ganas de hacerle oler algún fuerte alcaloide para que se despabilase y volviera en sí de su poético síncope. El tal sauce era irremplazable en una época en que aún no se hacía leña de los árboles del romanticismo. El suelo estaba sembrado de graciosas plantas y flores, que se erguían sobre tallos de diversos tamaños. Había margaritas, pensamientos, pasionarias, girasoles, lirios y tulipanes enormes, todos respetuosamente inclinados en señal de tristeza... El fondo o perspectiva consistía en el progresivo alejamiento de otros sauces de menos talla, que se iban a llorar a moco y baba camino del horizonte. Más allá veíanse suaves contornos de montañas, que ondulaban cayéndose como si estuvieran bebidas; luego había un poco de mar, otro poco de río, el confuso perfil de una ciudad con góticas torres y almenas; y arriba, en el espacio destinado al cielo, una oblea que debía de ser la Luna a juzgar por los blancos reflejos de ella que esmaltaban las aguas y los montes.

El color de esta bella obra de arte era castaño, negro y rubio. La gradación del oscuro al —8→ claro servía para producir ilusiones de perspectiva aérea. Estaba encerrada en un óvalo que podría tener media vara en su diámetro mayor, y el aspecto de ella no era de mancha sino de dibujo, hallándose expresado todo por medio de trazos o puntos. ¿Era talla dulce, agua fuerte, plancha de acero, boj o pacienzuda obra ejecutada a punta de lápiz duro o con pluma a la tinta china?... Reparad en lo nimio, escrupuloso y firme de tan difícil trabajo. Las hojas del sauce se podrían contar una por una. El artista había querido expresar el conjunto, no por el conjunto mismo sino por la suma de pormenores, copiando indoctamente a la Naturaleza; y para obtener el follaje, tuvo la santa calma de calzarse las hojitas todas una después de otra. Habíalas tan diminutas, que no se podían ver sino con microscopio. Todo el claro-oscuro del sepulcro consistía en menudos órdenes de bien agrupadas líneas, formando peine y enrejados más o menos ligeros según la diferente intensidad de los valores. En el modelado del angelote había tintas tan delicadas, que sólo se formaban de una nebulosa de puntos pequeñísimos. Parecía que había caído arenilla sobre el fondo blanco. Los tales puntos, imitando el estilo de la talla dulce, se espesaban en los oscuros, se rarificaban y desvanecían en los claros, dando de sí, con esta alterna y bien distribuida masa, la ilusión del relieve... Era, en fin, el tal cenotafio un trabajo —9→ de pelo o en pelo, género de arte que tuvo cierta boga, y su autor D. Francisco Bringas demostraba en él habilidad benedictina, una limpieza de manos y una seguridad de vista que rayaban en lo maravilloso, si no un poquito más allá.

- II -

Era un delicado obsequio con el cual quería nuestro buen Thiers pagar diferentes deudas de gratitud a su insigne amigo D. Manuel María José del Pez. Este próvido sujeto administrativo había dado a la familia Bringas en Marzo de aquel año (1868) nuevas pruebas de su generosidad. Sin aguardar a que Paquito se hiciera licenciado en dos o tres Derechos, habíale adjudicado un empleíllo en Hacienda con cinco mil realetes, lo que no es mal principio de carrera burocrática a los diez y seis años mal cumplidos. Toda la sal de este nombramiento, que por lo temprano parecía el agua del bautismo, estaba en que mi niño, atareado con sus clases de la Universidad y con aquellas lecturas de Filosofía de —10→ la Historia y de Derecho de Gentes a que se entregaba con furor, no ponía los pies en la oficina más que para cobrar los cuatrocientos diez y seis reales y pico que le regalábamos cada mes por su linda cara.

Aunque en el engreído meollo de Rosalía Bringas se había incrustrado la idea de que la credencial aquella no era favor sino el cumplimiento de un deber del Estado para con los españolitos precoces, estaba agradecidísima a la diligencia con que Pez hizo entender y cumplir a la patria sus obligaciones. El reconocimiento de D. Francisco, mucho más fervoroso, no acertaba a encontrar para manifestarse medios proporcionados a su intensidad. Un regalo, si había de ser correspondiente a la magnitud del favor, no cabía dentro de los estrechos posibles de la familia. Había que pensar en algo original, admirable y valioso que al bendito señor no le costara dinero, algo que brotase de su fecunda cabeza y tomara cuerpo y vida en sus plasmantes manos de artista. Dios, que a todo atiende, arregló la cosa conforme a los nobles deseos de mi amigo. Un año antes se había llevado de este mundo, para adornar con ella su gloria, a la mayor de las hijas de Pez, interesante señorita de quince años. La desconsolada madre conservaba los hermosos cabellos de Juanita y andaba buscando un habilidoso que hiciera con ellos una obra conmemorativa y ornamental de esas que —11→ ya sólo se ven, marchitas y sucias, en el escaparate de anticuados peluqueros o en algunos nichos de Camposanto. Lo que la señora de Pez quería era... algo como poner en verso una cosa poética que está en prosa. No tenía ella, sin duda por bastante elocuentes las espesas guedejas, olorosas aún, entre cuya maraña creyérase escondida parte del alma de la pobre niña. Quería la madre que aquello fuera bonito y que hablara lenguaje semejante al que hablan los versos comunes, la escayola, las flores de trapo, la purpurina y los Nocturnos fáciles para piano. Enterado Bringas de este antojo de Carolina, lanzó con todo el vigor de su espíritu el grito de un eureka. Él iba a ser el versificador.

«Yo, señora, yo...» -tartamudeó, conteniendo a duras penas el fervor artístico que llenaba su alma.

-Es verdad... Usted sabrá hacer eso como otras muchas cosas. Es usted tan hábil...

-¿De qué color es el cabello?

-Ahora mismo lo verá usted -dijo la mamá abriendo, no sin emoción, una cajita que había sido de dulces, y era ya depósito azul y rosa de fúnebres memorias-. Vea usted qué trenza... es de un castaño hermosísimo.

-¡Oh!, sí, ¡soberbio! -profirió Bringas temblando de gozo-. Pero nos hacía falta un poco de rubio.

-¿Rubio?... Yo tengo de todos colores. Vea —12→ usted estos rizos de mi Arturín que se me murió a los tres años.

-Delicioso tono. Es oro puro... ¿Y este rubio claro?

-¡Ah!, la cabellera de Joaquín. Se la cortamos a los diez años. ¡Qué lástima! Parecía una pintura. Fue un dolor meter la tijera en aquella cabeza incomparable... pero el médico no quiso transigir. Joaquín estaba convaleciente de un tabardillo, y su cara ahilada apenas se veía dentro de aquel sol de pelos.

-Bien, bien; tenemos castaño y dos tonos de rubio. Para entonar no vendría mal un poco de negro...

-Utilizaremos el pelo de Rosa. Hija, tráeme uno de tus añadidos.

D. Francisco tomó, no ya entusiasmado, sino extático, la guedeja que se le ofreció.

«Ahora... -dijo algo balbuciente-. Porque verá usted, Carolina... tengo una idea... la estoy viendo. Es un cenotafio en campo funeral, con sauces, muchas flores... Es de noche».

-¿De noche?

-Quiero decir, que para dar melancolía al paisaje del fondo, conviene ponerlo todo en cierta penumbra... Habrá agua, allá, allá, muy lejos, una superficie tranquiiiila, un bruñido espeeeejo... ¿me comprende usted?...

-¿Qué es ello?, ¿agua, cristal...?

-Un lago, señora, una, especie de bahía. Fíjese —13→ usted: los sauces extienden las ramas así... como si gotearan. Por entre el follaje se alcanza a ver el disco de la luna, cuya luz pálida platea las cumbres de los cerros lejanos, y produce un temblorcito... ¿está usted?, un temblorcito sobre la superficie...

-¡Oh!, sí... del agua. Comprendido, comprendido. ¡Lo que a usted se le ocurre...!

-Pues bien, señora, para este bonito efecto me harían falta algunas canas.

-¡Jesús!, ¡canas!... Me río tontamente del apuro de usted por una cosa que tenemos tan de sobra... Vea usted mi cosecha, Sr. D. Francisco. No quisiera yo poder proporcionar a usted en tanta abundancia esos rayos de luna que le hacen falta... Con este añadido (Sacando uno largo y copioso.) no llorará usted por canas...

Tomó Bringas el blanco mechón, y juntándolo a los demás, oprimiolo todo contra su pecho con espasmo de artista. Tenía, ¡oh dicha!, oro de dos tonos, nítida y reluciente plata, ébano y aquel castaño sienoso y romántico que había de ser la nota dominante.

«Lo que sí espero de la rectitud de usted -dijo Carolina, disimulando la desconfianza con la cortesía-, es que por ningún caso introduzca en la obra cabello que no sea nuestro. Todo se ha de hacer con pelo de la familia».

-Señora, ¡por los clavos de Cristo!... ¿Me cree usted capaz de adulterar...?

—14→

-No... no, si no digo... Es que los artistas, cuando se dejan llevar de la inspiración (Riendo.) pierden toda idea de moralidad, y con tal de lograr un efecto...

-¡Carolina!...

Salió de la casa el buen amigo, febril y tembliqueante. Tenía la enfermedad epiléptica de la gestación artística. La obra, recién encarnada en su mente, anunciaba ya con íntimos rebullicios que era un ser vivo, y se desarrollaba potentísima oprimiendo las paredes del cerebro y excitando los pares nerviosos, que llevaban inexplicables sensaciones de ahogo a la respiración, a la epidermis hormiguilla, a las extremidades desasosiego, y al ser todo impaciencia, temores, no sé qué más... Al mismo tiempo su fantasía se regalaba de antemano con la imagen de la obra, figurándosela ya parida y palpitante, completa, acabada, con la forma del molde en que estuviera. Otras veces veíala nacer por partes, asomando ahora un miembro, luego otro, hasta que toda entera aparecía en el reino de la luz. Veía mi enfermo idealista el cenotafio de entremezclados órdenes de arquitectura, el ángel llorón, el sauce compungido con sus ramas colgantes, como babas que se le caen al cielo, las flores que por todas partes esmaltaban el piso, los términos lejanos con toda aquella tristeza lacustre y lunática... Interrumpiendo esta hermosa visión de la obra non-nata, llameaban en el cerebro —15→ del artista, al modo de fuegos fatuos (natural complemento de una cosa tan funeraria), ciertas ideas atañederas al presupuesto de la obra. Bringas las acariciaba, prestándoles aquella atención de hombre práctico que no excluía en él las desazones espasmódicas de la creación genial. Contando mentalmente, decía:

- III -

«Goma laca: dos reales y medio. A todo tirar gastarécinco reales... Unas tenacillas de florista, pues las que tengo son un poco gruesas: tres reales. Un cristal bien limpio:real y medio. Cuatro docenas de pistilos muy menudos, a no ser que pueda hacerlos de pelo, que lo he de intentar: dos y medio. Total: quince reales. Luego viene lo más costoso, que es el cristal convexo y el marco; pero pienso utilizar el del perrito bordado de mi prima Josefa, dándole una mano de purpurina. En fin, con purpurina, cristal convexo, colgadero e imprevistos... vendrá a importar todo unos veintiocho a treinta reales».

Al día siguiente, que era domingo, puso manos —16→ a la obra. No gustándole ninguno de los dibujos de monumento fúnebre que en su colección tenía, resolvió hacer uno; mas como no la daba el naipe por la invención, compuso, con partes tomadas de obras diferentes, el bien trabado conjunto que antes describí. Procedía el sauce de La tumba de Napoleón en Santa Elena; el ángel que hacía pucheros había venido del túmulo que pusieron en el Escorial para los funerales de una de las mujeres de Fernando VII, y la lontananza fue tomada de un grabadito de no sé qué librote Lamartinesco que era todo un puro jarabe. Finalmente, las flores las cosechó Bringas en el jardín de un libro ilustrado sobre elLenguaje de las tales, que provenía de la biblioteca de doña Cándida.

Este trabajo previo del dibujo ocupó al artista como media semana, y quedó tan satisfecho de él, que hubo de otorgarse a sí mismo, en el silencio de la falsa modestia, ardientes plácemes. «Está todo tan propio -decía la Pipaón con entusiasmo inteligente-, que parece se está viendo el agua mansa y los rayos de la luna haciendo en ella como unas cosquillas de luz...».

Pegó Bringas su dibujo sobre un tablero, y puso encima el cristal, adaptándolo y fijándolo de tal modo que no se pudiese mover. Hecho esto, lo demás era puro trabajo de habilidad, paciencia y pulcritud. Consistía en ir expresando con pelos pegados en la superficie superior del —17→ cristal todas las líneas del dibujo que debajo estaba, tarea verdaderamente peliaguda, por la dificultad de manejar cosa tan sutil y escurridiza como es el humano cabello. En las grandes líneas menos mal; pero cuando había que representar sombras, por medio de rayados más o menos finos, el artista empleaba series de pelos cortados del tamaño necesario, los cuales iba pegando cuidadosamente con goma laca, en caliente, hasta imitar el rayado del buril en la plancha de acero o en el boj. En las tintas muy finas, Bringas había extremado y sutilizado su arte hasta llegar a lo microscópico. Era un innovador. Ningún capilífice había discurrido hasta entonces hacer puntos de pelo, picando este con tijeras hasta obtener cuerpecillos que parecían moléculas, y pegar luego estos puntos uno cerca de otro, jamás unidos, de modo que imitasen el punteado de la talla dulce. Usaba para esto finísimos pinceles, y aun plumas de pajaritos afiladas con saliva; y después de bien picado el cabello sobre un cristal, iba cogiendo cada punto para ponerlo en su sitio, previamente untado de laca. La combinación de tonos aumentaba la enredosa prolijidad de esta obra, pues para que resultase armónica, convenía poner aquí castaño, allá negro, por esta otra parte rubio, oro en los cabellos del ángel, plata en todo lo que estuviera debajo del fuero de la claridad lunar. Pero de todo triunfaba aquel bendito. ¿Y —18→ cómo no, si sus manos parecía que no tocaban las cosas; si su vista era como la de un lince, y sus dedos debían de ser dedos del céfiro que acaricia las flores sin ajarlas?... ¡Qué diablo de hombre! Habría sido capaz de hacer un rosario de granos de arena, si se pone a ello, o de reproducir la catedral de Toledo en una cáscara de avellana.

Todo el mes de Marzo se lo llevó en el cenotafio y en el sauce, cuyas hojas fueron brotando una por una, y a mediados de Abril tenía el ángel brazos y cabeza. Cuantos veían esta maravilla quedábanse prendados de la originalidad y hermosura de ella y ponían a D. Francisco entre los más eximios artistas, asegurando que si viese tal obra algún extranjerazo, algún inglesote rico de esos que suelen venir a España en busca de cosas buenas, darían por ella una porrada de dinero y se la llevarían a los países que saben apreciar las obras del ingenio. Tenía Bringas su taller en el enorme hueco de una ventana que daba al Campo del Moro...

Porque la familia vivía en Palacio en una de las habitaciones del piso segundo que sirven de albergue a los empleados de la Casa Real.

Embelesado con la obra de pelo, se me olvidó decir que allá por Febrero del 68 D. Francisco fue nombrado oficial primero de la Intendencia del Real Patrimonio con treinta mil reales de sueldo, casal médico, botica, agua, leña —19→ y demás ventajas inherentes a la vecindad regia. Tal canonjía realizaba las aspiraciones de toda su vida, y no cambiara Thiers aquel su puesto tan alto, seguro y respetuoso por la silla del Primado de las Españas. Amargaban su contento las voces que corrían en aquel condenado año 68 sobre si habría o no trastornos horrorosos, y el temor de que la llamada revolución estallara al fin con estruendo. Aunque la idea del acabamiento de la monarquía sonaba siempre en el cerebro del buen hombre como una idea absurda, algo así como el desequilibrio de los orbes planetarios, siempre que en un café o tertulia oía vaticinios de jarana, anuncios de la gorda, o comentarios lúgubres de lo mal que iban el Gobierno y la Reina, le entraba un cierto calofrío, y el corazón se le contraía hasta ponérsele, a su parecer, del tamaño1 de una bellota.

Ciento veinte y cuatro escalones tenía que subir D. Francisco por la escalera de Damas para llegar desde el patio al piso segundo de Palacio, piso que constituye con el tercero una verdadera ciudad, asentada sobre los espléndidos techos de la regia morada. Esta ciudad, donde alternan pacíficamente aristocracia, clase media y pueblo, es una real república que los monarcas se han puesto por corona, y engarzadas en su inmenso circuito, guarda muestras diversas de toda clase de personas. La primera vez que D. Manuel Pez y yo fuimos a visitar a —20→ Bringas en su nuevo domicilio, nos perdimos en aquel dédalo donde ni él ni yo habíamos entrado nunca. Al pisar su primer recinto, entrando por la escalera de Damas, un cancerbero con sombrero de tres picos, después de tomarnos la filiación, indiconos el camino que habíamos de seguir para dar con la casa de nuestro amigo. «Tuercen ustedes a la izquierda, después a la derecha... Hay una escalerita. Después se baja otra vez... Número 67».

- IV -

¡Que si quieres!... Echamos a andar por aquel pasillo de baldosines rojos, al cual yo llamaría calle o callejón por su magnitud, por estar alumbrado en algunas partes con mecheros de gas y por los ángulos y vueltas que hace. De trecho en trecho encontrábamos espacios, que no dudo en llamar plazoletas, inundados de luz solar, la cual entraba por grandes huecos abiertos al patio. La claridad del día, reflejada por las paredes blancas, penetraba a lo largo de los pasadizos, callejones, túneles o como quiera llamárseles, se —21→ perdía y se desmayaba en ellos, hasta morir completamente a la vista de las rojizos abanicos del gas, que se agitaban temblando dentro de un ahumado círculo y bajo un doselete de latón.

En todas partes hallábamos puertas de cuarterones, unas recién pintadas, descoloridas y apolilladas otras, numeradas todas; mas en ninguna descubrimos el guarismo que buscábamos. En esta veíamos pendiente un lujoso cordón de seda, despojo de la tapicería palaciega; en aquella un deshilachado cordel. Con tal signo algunas viviendas acusaban arreglo y limpieza, otras desorden o escasez, y los trozos de estera de alfombra que asomaban por bajo de las puertas también nos decían algo de la especial aposentación de cada interior. Hallábamos domicilios deshabitados, con puertas telarañosas, rejas enmohecidas, y por algunos huecos tapados con rotas alambreras soplaba el aire trayéndonos el vaho frío de estancias solitarias. Por ciertos lugares anduvimos que parecían barrios abandonados, y las bóvedas de desigual altura devolvían con eco triste el sonar de nuestros pasos. Subimos una escalera, bajamos otra, y creo que tornamos a subir, pues resueltos a buscar por nosotros mismos el dichoso número, no preguntábamos a ningún transeúnte, prefiriendo el grato afán de la exploración por lugares tan misteriosos. La idea de perdernos no nos contrariaba mucho, porque saboreábamos de antemano —22→ mano el gusto de salir al fin a puerto sin auxilio de práctico y por virtud de nuestro propio instinto topográfico. El laberinto nos atraía, y adelante, adelante siempre, seguíamos tan pronto alumbrados por el sol como por el gas, describiendo ángulos y más ángulos. De trecho en trecho algún ventanón abierto sobre la terraza nos corregía los defectos de nuestra derrota, y mirando a la cúpula de la capilla, nos orientábamos y fijábamos nuestra verdadera posición.

«Aquí -dijo Pez algo impaciente-, no se puede venir sin un plano y aguja de marear. Esto debe de ser el ala del Mediodía. Mire usted los techos del Salón de Columnas y de la escalera... ¡Qué moles!».

En efecto, grandes formas piramidales forradas de plomo nos indicaban las grandes techumbres en cuya superficie inferior hacen volatines los angelones de Bayeu.

A lo mejor, andando siempre, nos encontrábamos en un espacio cerrado que recibía la luz de claraboyas abiertas en el techo, y teníamos que regresar en busca de salida. Viendo por fuera la correcta mole del alcázar, no se comprenden las irregularidades de aquel pueblo fabricado en sus pisos altos. Es que durante un siglo no se ha hecho allí más que modificar a troche y moche la distribución primitiva, tapiando por aquí, abriendo por allá, condenando escaleras, ensanchando unas habitaciones a costa de —23→ otras, convirtiendo la calle en vivienda y la vivienda en calle, agujerando paredes y cerrando huecos. Hay escaleras que empiezan y no acaban; vestíbulos o plazoletas en que se ven blanqueadas techumbres que fueron de habitaciones inferiores. Hay palomares donde antes hubo salones, y salas que un tiempo fueron caja de una gallarda escalera. Las de caracol se encuentran en varios puntos, sin que se sepa a dónde van a parar, y puertas tabicadas, huecos con alambrera, tras los cuales no se ve más que soledad, polvo y tinieblas.

A un sitio llegamos donde Pez dijo: «esto es un barrio popular». Vimos media docenas de chicos que jugaban a los soldados con gorros de papel, espadas y fusiles de caña. Más allá, en un espacio ancho y alumbrado por enorme ventana con reja, las cuerdas de ropa puesta a secar nos obligaban a bajar la cabeza para seguir andando. En las paredes no faltaban muñecos pintados ni inscripciones indecorosas. No pocas puertas de las viviendas estaban abiertas, y por ellas veíamos cocinas con sus pucheros humeantes y los vasares orlados de cenefas de papel. Algunas mujeres lavaban ropa en grandes artesones, otras se estaban peinando fuera de las puertas, como si dijéramos, en medio de la calle.

«Van ustedes perdidos» -nos dijo una que tenía en brazos un muchachón forrado en bayetas amarillas.

—24→

-Buscamos la casa de D. Francisco Bringas.

-¿Bringas?... ya, ya sé -dijo una anciana que estaba sentada junto a la gran reja-. Aquí cerca. No tienen ustedes más que bajar por la primera escalera de caracol y luego dar media vuelta... Bringas, sí, es el sacristán de la Capilla.

-¿Qué está usted diciendo, señora? Buscamos al oficial primero de la Intendencia.

-Entonces será abajo, en la terraza. ¿Saben ustedes ir a la fuente?

-No.

-¿Saben la escalera de Cáceres?

-Tampoco.

-¿Saben el oratorio?

-No sabemos nada.

-¿Y el coro del oratorio? ¿Y los palomares?

Resultado: que no conocíamos ninguna parte de aquel laberíntico pueblo formado de recovecos, burladeros y sorpresas, capricho de la arquitectura y mofa de la simetría. Pero nuestra impericia no se daba por vencida, y rechazamos las ofertas de un muchacho que quiso ser nuestro guía.

«Estamos en el ala de la Plaza de Oriente, es a saber, en el hemisferio opuesto al que habita nuestro amigo -dijo Pez con cierto énfasis geográfico de personaje de Julio Verne-. Propongámonos trasladarnos al ala de Poniente, para lo cual nos ofrecen seguro medio de orientación la cúpula de la Capilla y los techos de la escalera. —25→ Una vez posesionados del cuerpo de Occidente, hemos de ser tontos si no damos con la casa de Bringas. Yo no vuelvo más aquí sin un buen plano, brújula... y provisiones de boca».

Antes de partir para aquella segunda etapa de nuestro viaje, miramos por el ventanón el hermoso panorama de la Plaza de Oriente y la parte de Madrid que desde allí se descubre, con más de cincuenta cúpulas, espadañas y campanarios. El caballo de Felipe IV nos parecía un juguete, el Teatro Real una barraca, y el plano superior del cornisamento de Palacio un ancho puente sobre el precipicio, por donde podría correr con holgura quien no padeciera vértigos. Más abajo de donde estábamos tenían sus nidos las palomas, a quienes velamos precipitarse en el hondo abismo de la Plaza, en parejas o en grupos, y subir luego en velocísima curva a posarse en los capiteles y en las molduras. Sus arrullos parecen tan inherentes al edificio como las piedras que lo componen. En los infinitos huecos de aquella fabricada montaña habita la salvaje república de palomas, ocupándola con regio y no disputado señorío. Son los parásitos que viven entre las arrugas de la epidermis del coloso. Es fama que no les importan nada las revoluciones; ni en aquel libre aire, ni en aquella secular roca hay nada que turbe el augusto dominio de estas reinas indiscutidas e indiscutibles.

—26→

Andando. Pez había adquirido en los libritos de Verne nociones geográficas; se las echaba de práctico y a cada paso me decía: «Ahora vamos por el Mediodía... Forzosamente hemos de encontrar el paso de poniente a nuestra derecha... Podemos bajar sin miedo al piso segundo por esta escalera de caracol... Bien... ¿en dónde estamos? Ya no se ve la cúpula, ni un triste pararrayos. Estamos en los sombríos reinos del gas... Pues volvamos arriba por esta otra escalera que se nos viene a la mano... ¿Qué es esto? ¿Nos hallamos otra vez en el ala de Oriente? Sí, porque mirando al patio por esta ventana, la cúpula está a nuestra derecha... Crea usted que ese bosque de chimeneas me causa mareo. Paréceme que navego y que toda esta mole da tumbos como un barco. A este lado parece que está la fuente, porque van y vienen mujeres con cántaros... Ea, yo me rindo, yo pido práctico, yo no doy un paso más... Hemos andado más de media legua y no puedo con mi cuerpo... Un guía, un guía, y que me saquen pronto de aquí».

La Providencia deparonos nuestra salvación en la considerable persona de la viuda de García Grande, que se nos pareció de improviso saliendo de una de las más feas y más roñosas puertas que a nuestro lado veíamos.

 

—27→

- V -

Cuánto nos alegramos de aquel encuentro, no hay para qué decirlo. Ella, por el contrario, pareciome sorprendida desagradablemente, coma persona que no quiere ser vista en lugares impropios de su jerarquía. Sus primeras palabras, dichas a tropezones y entremezcladas con las fórmulas del saludo, confirmaron aquel mi modo de pensar.

«No les ruego que pasen, porque esta no es mi casa... Me he instalado aquí provisionalmente, mientras se arregla la habitación de abajo donde estaba la generala. Es esto un horror, una cosa atroz... Su Majestad se empeñó en que había de aposentarme en Palacio y no he podido negarme a ello... 'Candidita, no puedo vivir lejos de ti... Candidita, vente conmigo... Candidita, dispón de todo lo que esté desocupado arriba...'. Nada, nada, pues a Palacio. Meto mis muebles en siete carros de mudanza, y me encuentro con que el cuarto de la generala está lleno de albañiles... ¡Es un horror!... se cae un —28→ tabique... el estuco perdido... los baldosines teclean bajo los pies... En fin, que tengo que meter mis queridos trastos en este aposento, bastante grande, sí, pero incapaz para mí... Verían ustedes las dos tablas de Rafael tiradas por el suelo, revueltas con la vajilla; el gran lienzo de Tristán contra la pared; las porcelanas metidas en paja todavía; las mesas patas arriba; las lámparas y los biombos y otras muchas cosas en desorden, esperando sitio, todo hecho una atrocidad, un horror... Créanlo, estoy nerviosa. Acostumbrada a ver mis cosas arregladas me abruma la estrechez, la falta de espacio... Y esta vecindad de mozas de retrete, de porteros de banda, pinches y casilleres me enfada lo que ustedes no pueden figurarse. Su Majestad me perdone; pero bien me podía haber dejado en mi casa de la calle de la Cruzada, grandona, friota, eso sí; pero de una comodidad... No me faltaba sitio para nada y todos los tapices estaban colgados. Aquí no sé, no sé... Creo que en la habitación que voy a ocupar ha de faltarme también sitio para todo... ¡Qué hemos de hacer!... allá van leyes do quieren reyes».

Dijo esto en tono de jovial conformidad, cual persona que sacrificaba sus gustos y su bienestar al amistoso capricho de una Reina. Guiábanos por el corredor, y cuando salimos a la terraza para acortar camino, señaló con aire imponente a una fila de puertas diciendo:

—29→

«Esta parte es la que voy a ocupar. La de Porta se mudó al lado de allá para dejarme sitio... Derribo tabiques para unir dos habitaciones y ponerme en comunicación con la escalera de Cáceres, por la cual puedo bajar fácilmente a la galería principal y entrar en la Cámara... Mando poner tres chimeneas más y una serie de mamparas...».

D. Manuel, como hombre muy político, apoyaba estas razones; pero demasiado sabía con quién hablaba y el caso que debía hacer de aquellas cacareadas grandezas. Por mi parte, como la viuda de García Grande me era aún punto menos que desconocida, pues mi familiar trato con ella se verificó más tarde, en los tiempos de Máximo Manso, mi amigo, todo cuanto aquella señora dijo me lo tragué, y lo menos que me ocurría era que estaba hablando con el más próximo pariente de S. M. Aquel derribar de tabiques y aquel disponer obras y mudanzas, hicieron en mi candidez el efecto de un lenguaje regio hablado desde la penúltima grada de un trono. El respeto me impedía desplegar los labios.

Llegamos por fin a las habitaciones de Bringas. Comprendimos que habíamos pasado por ella sin conocerla, por estar borrado el número. Era una hermosa y amplia vivienda, de pocos pero tan grandes aposentos, que la capacidad suplía al número de ellos. Los muebles de nuestro —30→ amigo holgaban en la vasta sala de abovedado techo; pero el retrato de D. Juan de Pipaón, suspendido frente a la puerta de entrada, decía con sus sagaces ojos a todo visitante: «Aquí sí que estamos bien». Por las ventanas que caían al Campo del Moro entraban torrentes de luz y alegría. No tenía despacho la casa; pero Bringas se había arreglado uno muy bonito en el hueco de la ventana del gabinete principal, separándolo de la pieza con un cortinón de fieltro. Allí cabían muy bien su mesa de trabajo, dos o tres sillas, y en la pared los estantillos de las herramientas con otros mil cachivaches de sus variadas industrias. En la ventana del gabinete de la izquierda se había instalado Paquito con todo el fárrago de su biblioteca, papelotes y el copioso archivo de sus apuntes de clase, que iba en camino de abultar tanto como el de Simancas. Estos dos gabinetes eran anchos y de bóveda, y en la pared del fondo tenían, como la sala, sendas alcobas de capacidad catedralesca, sin estuco, blanqueadas, cubiertos los pisos de estera de cordoncillo. Las tres alcobas recibían luz de la puerta y de claraboyas con reja de alambre que se abrían al gran corredor-calle de la ciudad palatina. Por algunos de estos tragaluces entraba en pleno día resplandor de gas. En la alcoba del gabinete de la derecha se instaló el lecho matrimonial; la de la sala, que era mayor y más clara, servía a —31→ Rosalía de guardarropa, y de cuarto de labor; la del gabinete de la izquierda se convirtió en comedor por su proximidad a la cocina. En dos piezas interiores dormían los hijos.

Ignoro si partió de la fértil fantasía de Bringas o de la pedantesca asimilación de Paquito la idea de poner a los aposentos de la humilde morada nombres de famosas estancias del piso principal. Al mes de habitar allí, todos los Bringas chicos y grandes llamaban a la sala Salón de Embajadores, por ser destinada a visitas de cumplido y ceremonia. Al gabinete de la derecha, donde estaba el despacho de Thiers y la alcoba conyugal, se le llamaba Gasparini, sin duda por ser lo más bonito de la casa. El otro gabinete fue bautizado con el nombre de la Saleta. El comedor-alcoba fue Salón de columnas; la alcoba-guardarropa recibió por mote el Camón, de una estancia de Palacio que sirve de sala de guardias, y a la pieza interior donde se planchaba, se la llamóla Furriela.

Para ir a su oficina, D. Francisco no tenía que salir a la calle. o bien bajaba la escalera de Cáceres, atravesando luego el patio, o bien, si el tiempo estaba lluvioso, recorría la ciudad alta hasta la escalera de Damas, dirigiéndose por las arcadas al Real Patrimonio. Como salía poco a la calle, hasta el paraguas había dejado de serle necesario en aquella feliz vivienda, complemento de todos sus gustos y deseos.

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En la vecindad había familias a quienes Rosalía, con todo su orgullete, no tenía más remedio que conceptuar superiores. Otras estaban muy por bajo de su grandeza pipaónica; pero con todas se trataba y a todas devolvió la ceremoniosa visita inaugural de su residencia en la población superpalatina. Doña Cándida...

- VI -

Pero antes de seguir, quiero quitar de esta relación el estorbo de mi personalidad, lo que lograré explicando en breves palabras el objeto de mi visita al Sr. de Bringas. Había yo rematado un lote de leñas y otro de hierbas en Riofrío; y como ocurrieran informalidades graves en la adjudicación, tuve ciertos dimes y diretes con un administradorcillo de la Casa Real, de donde me vino el peligro de un pleito. Ya empezaba a sentir las pesadas caricias del procurador, cuando resolví matar la cuestión en su origen. D. Manuel Pez, el arreglador de todas las cosas, el recomendador sempiterno, el hombre de los volantitos y de las notitas, brindose —33→ a sacarme del paso. Yo le debía algunos favores; pero los que él me debía a mí eran de mayor importancia y cuantía. Quiso, pues, nivelar mi agradecimiento con el suyo, llevándome en persona a ver al oficial primero del Patrimonio para que fuera así la recomendación más expresiva y eficaz. Todo salió según el deseo de entrambos. Tan servicial y diligente se mostró el buen D. Francisco, que a los dos días de haberle visto, mi asunto estaba zanjado. Dos capones de Bayona y una docena de botellas de vino de mi propia cosecha le regalé el 4 de Octubre, día de su santo, y aún no me pareció esta fineza proporcionada al servicio que me había hecho.

Prosigo ahora con Doña Cándida. ¡Oh, qué mujer!, ¡qué jarabe de pico el suyo! Era frecuente oírle esta frase: «Me voy, me voy, que ha de venir a verme mi administrador, y no quiero hacerle esperar. Es hombre ocupadísimo». O bien esta: «Anda algo atrasada ahora la cobranza de los alquileres de mis casas». Máximo Manso, cuando se pone a contar cosas de ella, empieza y no concluye. En 1868 esta señora conservaba aún mucha parte de su ser antiguo y de las grandezas de su reinado social durante los cinco años de O'Donnell. Por aquel tiempo se comía precipitadamente los restos del caudal que allegó su marido, y no había día en que no saliese de la casa una joya, un cuadrito, un mueble con la misión de traer dineros para atender —34→ a las necesidades domésticas. De los conflictos con su casero, a quien debía medio año de alquileres, me ocuparía si tuviese espacio para ello. La Reina la salvó de estos apurillos, pagándole los atrasos de casa y ofreciéndole una habitación en los altos de Palacio, que la infeliz no vaciló en aceptar... «Me he metido en ese cuchitril por complacer a Su Majestad y estar cerca de ella, mientras me arreglan las piezas de la terraza... ¡Ay, qué posma de arquitecto!... Le voy a calentar las orejas...». Así se expresaba constantemente, y transcurrieron muchos meses sin que la ilustre viuda abandonara su choza provisional. Cuando la encontramos Pez y yo, y tuvimos el honor de que nos guiara a la morada de Bringas, ya llevaban más de un año de abandono y podredumbre las famosas tablas de Rafael, el cuadro de Tristán y las otras mil preciosidades que por milagro de Dios no estaban en los museos.

Era Cándida una de las más constantes visitas de los Bringas. Rosalía sentía hacia ella respetuoso afecto y la oía siempre con sumisión, conceptuándola como gran autoridad en materias sociales y en toda suerte de elegancias. A los ojos de la señora de Thiers, el brillantísimo pasado de Cándida había dejado, al borrarse del tiempo, resplandores de prestigio y nobleza en torno al busto romano y al tieso empaque de la ilustre viuda. Esta aureola fascinaba —35→ a Rosalía, quien, extremando su respeto a las majestades caídas, aparentaba, tomar en serio aquello de mi administrador, mis casas... Se expresaba Cándida en todas las ocasiones con un desparpajo y una seguridad y un boca abajo todo el mundo que no daban lugar a réplica. Vivía en el ala de Oriente, el barrio más humilde de lo que hemos convenido en llamar ciudad; pero ningún otro vecino de esta hacía más visitas ni estaba más tiempo fuera de su domicilio. Todo el santo día lo pasaba de casa en casa, llamando a distintas puertas, visitando, charlando, recorriendo todas las partes del coloso desde las cocinas a los palomares; y por las noches, sin haber salido a la calle, llegaba a su choza provisional tan rendida como si hubiera corrido medio Madrid. No tenía más familia que una sobrinita llamada Irene, de unos nueve o diez años, huérfana de un hermano de García Grande que había sido caballerizo de S. M. Esta era la inseparable amiguita de la niña de Bringas, y por las tardes se las veía, muñeca en mano y merienda en boca, jugando en la terraza o en las partes más claras de aquellas luengas calles cubiertas.

La persona de más viso de cuantas allí vivían, y que en concepto de Rosalía ocupaba el lugar inmediatamente inferior al de la familia real, era la vivida del general Minio, camarera mayor de Su Majestad, persona distinguidísima —36→ y sin tacha por cualquier lado que se la mirase. En la ciudad llamábanla todos por el cariñoso y popular nombre de doña Tula; pero Rosalía jamás le apeaba el título, y todo era: «condesa esto, condesa lo otro y lo de más allá». Esta bondadosa y noble señora era hermana de la condesa de Tellería y de Alejandro Sánchez Botín, que ha sido diputado tantas veces y ha figurado ya en media docena de partidos. Los Sánchez Botín son de buena familia, creo que de un alcurniado solar del Bierzo, y tienen parentesco, aunque remoto, con la familia de Aransis. En un mismo día se casaron las dos hermanas, Milagros con el marqués de Tellería, y Gertrudis, que era la mayor, con el coronel Minio, que rápidamente ascendió a general, ganando batallas cortesanas en las antecámaras palatinas. No había día de cumpleaños de Reyes o Príncipes en que él no pescara una cruz o grado. Cuando ya no le podían dar nada superior, en orden de milicia, a los dos entorchados, me le agraciaron con el título de conde de Santa Bárbara (de una finca que tenía en Navarra), nombre que por tener cierto olorcillo de pólvora, cuadraba bien a su oficio, aunque se decía de él que nunca había olido más que la que gastamos en salvas. La fama de valiente que gozaba debió fundarse en que era muy bruto. En el desorden de nuestras ideas fácilmente convertimos en héroes a los que apenas saben escribir su nombre. Lo cierto es —37→ que D. Pedro Minio, marqués de Santa Bárbara, era persona imponente en una parada, o pasando revista de inspección en los cuarteles, o dando militares gritos en las varias Direcciones que desempeñó. Salvo algunas escaramuzas sin importancia en que tomó parte durante la primera guerra, civil, la historia militar de nuestro país no le dijo nunca «esta boca es mía». Pero pasará a la posteridad por los célebres dichos de la espada de Demóstenes, la tela de Pentecostés y el alma de Garibaldi, por aquello de ir a la Habana haciendo escala en Filipinas, con otras cosillas que, coleccionadas por sus subalternos, forman un delicioso centón de disparates. La Reina los sabía de corrido y los contaba con mucha sal. Pero no revolvamos las cenizas de esta nulidad, de quien la condesa decía, en el más escondido pliegue de la confianza, que era una bestia condecorada, y ocupémonos de su viuda.