La decisión de Stinger - Mia Sheridan - E-Book

La decisión de Stinger E-Book

Mia Sheridan

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Beschreibung

Grace Hamilton tiene un plan. Ha organizado su vida a la perfección y se siente orgullosa de lograr siempre sus objetivos. Sabe quién es, cómo va a vivir, jamás da un paso en falso, y nunca se ha parado a considerar lo que desea en realidad, se limita a tratar de complacer a los demás. Hasta que lo conoce a él… Carson Stinger no conoce más reglas que las suyas. Aunque trabaja en la industria del entretenimiento para adultos, no le importa lo más mínimo lo que piensen al respecto los demás. Vive al día, sin rumbo ni planes. Tiene muy claro lo que las mujeres quieren de él y siempre ha pensado que solo hay una cosa que puede ofrecerles. Hasta que la conoce a ella… Inesperadamente, las circunstancias los obligan a pasar varias horas juntos, y ocurre algo que los hace cambiar. Sin embargo, son dos personas que no deberían haberse conocido, que pertenecen a mundos distintos y no pueden luchar contra la realidad que envuelve sus vidas… O, por lo menos, no está escrito en el destino que lo hagan en el momento en que se encuentran…

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Mia Sheridan

Título original: Stinger

Primera edición: noviembre de 2016

Copyright © 2013 by Mia Sheridan

This work was negotiated by Bookcase Literary Agency on behalf of Rebecca Friedman Literary Agency

© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2016

© de esta edición: 2016, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

[email protected]

ISBN: 978-84-16331-97-0

BIC: FRD

Fotografía: Shutterstock

Diseño de portada: Mia Sheridan

Maquetación y rótulos de portada: Calderón Studio

Índice de contenido
El escorpión
1
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El águila
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La paloma
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Epílogo
Agradecimientos

Este libro está dedicado a mi hija, Lila Anne.

Escucha siempre a tu corazón, rompe las reglas

de vez en cuando y siéntete amada.

La vida es salvaje, nena, y así debe ser.

Escorpio es el único signo que tiene como símbolo tres animales diferentes. Cada uno de ellos representa una etapa diferente en la transformación de escorpio. En primer lugar, tenemos el escorpión, que simboliza la energía del signo. La picadura del escorpión es defensiva, pura reacción, y, a menudo y debido a su naturaleza egoísta, completamente inconsciente de su poder e impacto. Cuando el escorpión aprende a controlar su mordedura y mantiene sus instintos a raya, se convierte en águila. El águila, aunque sigue siendo fría, tiene más perspectiva; vuela por encima del suelo, usando su poder de forma determinada y con un propósito. Por último, el águila se convierte en paloma. Este es un animal tranquilo, bien conocido como portador de la paz y digno de liderazgo. La paloma se convierte en paloma solo después de conseguir lo que más quiere en el mundo. Escorpio, a diferencia de todos los demás signos del zodíaco, tiene la capacidad de transformar el veneno egoísta en amor universal.

EL ESCORPIÓN

1

Las Vegas, Nevada

Grace

Cuando entré en el lujoso hotel y casino Bellagio, estaba cansada y tenía la ropa arrugada tras el vuelo. Vi dos letreros que informaban a los clientes de los congresos que iban a celebrarse ese fin de semana en el hotel. El primero era al que yo iba a asistir: Congreso de la Asociación Internacional de Estudiantes de Derecho, y luego había otro, la Exposición de Entretenimiento para Adultos. Moví los ojos de un cartel al otro y fruncí el ceño. Bien…, eso era interesante. «Supongo que esto es Las Vegas», pensé. Estudiantes de derecho, estrellas del porno, aliens de planetas lejanos… No me había llevado demasiado tiempo darme cuenta —en realidad, había sido suficiente atravesar el aeropuerto— de que en la ciudad del pecado las sorpresas eran prácticamente inexistentes.

Si no me lo hubiera imaginado al ver al hombre sin pantalones al que perseguía la policía por el aeropuerto a mi llegada, lo habría sabido cuando me bajé del autobús del hotel y vi pasar ante mí patinando a un imitador de Elvis en tanga.

—No estamos en Kansas, cariño. —El conductor del vehículo se había reído cuando giré la cabeza para observar el balanceo cada vez más distante de aquel Elvis a medio vestir.

«Parece que no».

Mientras atravesaba el vestíbulo, miré el techo boquiabierta y con los ojos como platos. Allí arriba había las más impresionantes flores de vidrio que hubiera visto nunca, eran cientos y de todos los colores imaginables. Tracé un círculo con la cabeza echada hacia atrás, incapaz de apartar la vista de aquella preciosa obra de arte. ¿Cómo las habían puesto allí? Por fin, tras un minuto admirando la imagen, bajé la vista y me dirigí a recepción.

Estaba tan impresionada por las columnas de piedra, por los enormes jarrones de flores frescas y los globos que flotaban tras el mostrador, que casi no escuché a la joven que me llamó. Giré la cabeza hacia la recepción y le sonreí.

—Grace Hamilton. Tengo una reserva —dije.

La recepcionista curvó los labios de forma educada.

—De acuerdo, déjeme mirar… Muy bien, aquí está. ¿Está aquí por el Congreso de Estudiantes de Derecho que se desarrollará a partir de mañana?

—Sí —asentí.

—¿A qué universidad va? —preguntó la joven mientras cogía mi tarjeta de crédito para pasarla por el datáfono.

—A la de Georgetown —repuse, cogiendo la tarjeta de nuevo.

—¡Oh! Es un lugar magnífico. Espero que disfrute estos días. Está alojada en la planta veintiséis, su estancia finalizará el lunes. Deberá dejar su habitación antes del mediodía. Aquí tiene una carpeta con el horario de las ponencias del congreso. Incluye también una etiqueta con su nombre y toda la información que puede necesitar este fin de semana. —Me entregó todo y volvió a sonreír mientras hacía una seña a la siguiente persona de la fila.

—Gracias —respondí, agarrando el asa de mi maleta y girando hacia los ascensores. Al doblar la esquina tropecé con un pecho duro y masculino—. ¡Ay, Dios mío! ¡Lo siento mucho! —exclamé mientras levantaba la vista.

—No, soy yo quien lo siente… —empezó a decir él al mismo tiempo. Nuestros ojos se encontraron y los dos nos quedamos en silencio. Parpadeé mientras me sostenía agarrándome los brazos con las dos manos.

Era un joven de mi edad con el pelo color arena. Lo llevaba demasiado largo y se le rizaba en las puntas, pero tenía una de esas caras que se las arreglaban para resultar a la vez masculina y juvenil. Robusta y hermosa. Los ojos color avellana estaban bordeados por espesas pestañas oscuras, y me fijé en que tenía la nariz recta y en cómo curvaba los labios carnosos en una sonrisa de medio lado.

Bajé la vista con rapidez y tomé nota de su cuerpo, delgado pero musculoso. Iba vestido con vaqueros oscuros y una camisa blanca de corte clásico con las mangas enrolladas.

Se me quedó mirando un par de segundos y su expresión se suavizó cuando mis ojos volvieron a encontrarse con los suyos. Su sonrisa se hizo más grande, descubriendo un hoyuelo a la izquierda de su labio inferior. Me miró y luego se inclinó para recoger la tarjeta de la habitación, que se me había caído cuando chocamos.

Mientras lo observaba agacharse, se apoderó de mí una sensación extraña, casi un déjà vu, como si nos hubiéramos conocido antes. Fruncí el ceño ante aquel curioso efecto, preguntándome si sería un estudiante de derecho con el que ya me había cruzado anteriormente por el campus. ¿Estaría allí para asistir al mismo congreso que yo?

Al enderezarse, cuadró los hombros y se volvió hacia mí de manera que quedamos uno frente a otro. Cuando me tendió la tarjeta, vi que llevaba una etiqueta que lo identificaba como asistente a uno de los congresos.

—¡Oh, estás aquí por el congreso! —exclamé—. Ya decía yo que me parecía que te conocía… —En ese momento leí la identificación: «Carson Stinger. Actor heterosexual. Exposición de Entretenimiento para Adultos».

Me quedé mirando fijamente las palabras durante unos segundos, digiriéndolas, antes de volver a mirarlo. Ahora estaba sonriendo, pero sus ojos ya no tenían esa pizca de ternura que había percibido un minuto antes.

Me aclaré la garganta.

—Bueno, siento no haber… no haber mirado por dónde iba… —Carraspeé antes de seguir hablando—. Espero que tengas una estancia agradable…, mmm…, que disfrutes… —señalé la etiqueta con su nombre— del espectáculo. O, mejor dicho, no del espectáculo, sino del… Bueno, que te lo pases bien este fin de semana.

«¿Qué leches me pasa? ¡Jamás me pongo nerviosa! Voy a ser abogada porque se me da bien encontrar las palabras más adecuadas cuando estoy bajo presión. ¿Cómo es posible que una estrella del porno me haya impactado tanto que apenas logre formar una oración coherente?».

Entonces se echó a reír, haciendo que aquel pequeño hoyuelo en la comisura de su boca se hiciera más profundo.

—Lo haré, Botón de oro. Y disfruta tú también del fin de semana. Déjame adivinar: ¿vienes al congreso de estudiantes de derecho?

Había empezado a alejarme, pero me detuve al oír el apodo, claramente condescendiente, y la diversión en su voz.

—Sí, en efecto. ¿Pasa algo?

—No, no, en absoluto. Parece que los dos estamos aquí para aprender a ser los mejores jodiendo a la gente.

Arqueé las cejas.

—Bueno, esa es… una forma muy poco agradable de decirlo.

Se acercó a mí hasta que me vi obligada a dar un paso atrás.

—¿Por qué? Joder a la gente es una buena ocupación, Botón de oro. No te avergüences de hacerlo bien.

Tosí y entrecerré los ojos. «¡Aggg!». Ese hombre no me iba a convertir en una idiota balbuceante por segunda vez. Miré de nuevo su nombre en la etiqueta y le di unos golpecitos con el dedo índice.

—Hago muchas cosas bien, Carson, y no me avergüenzo de ninguna de ellas —presumí, apoyándome en él de tal forma que tuvo que saber que no iba a dejarme intimidar por aquellas flagrantes insinuaciones sexuales.

Se me quedó mirando durante un instante, con aquel brillo divertido en sus ojos, y luego esbozó una sonrisa lenta y provocativa mientras bajaba la mirada a mi escote.

—Seguro… —Se apresó el labio inferior entre los dientes y volvió a subir la vista.

Lo miré fascinada y, por un segundo, sentí que se me endurecían los pezones debajo de la blusa blanca, algo que no me gustó. Ni un poquito. Iba a tener que llamar a mi cuerpo al orden, establecer unas rígidas normas. No debía excitarme por culpa de ninguna estrella porno que estuviera tratando de intimidarme sin ninguna razón aparente. El hecho de haber respondido a él me irritaba sobremanera. Vi que volvía a bajar la vista: esta vez mis erizados pezones eran claramente visibles bajo la fina tela de la blusa, y su sonrisa se amplió. La humillación hizo que me sonrojara.

Solté un sonido de frustración y me alejé de Carson Stinger, actor heterosexual.

Subí a mi habitación y me di una ducha rápida, intentando tranquilizarme tras aquel encuentro en el vestíbulo. Cuando me sentí relajada de nuevo, salí y me puse mi nuevo bikini negro y un vestido de croché blanco para ir a la piscina. El congreso no empezaba oficialmente hasta el día siguiente, así que tenía pensado pasar las siguientes horas tomando el sol, leyendo y descansando. La vida de una estudiante de derecho no deja tiempo libre para el ocio, por lo que iba a aprovechar hasta el último segundo.

Me llevó cerca de veinte minutos atravesar la zona de piscinas y decidir dónde quería sentarme. Había cinco piscinas con diversos ambientes, cabañas de lujo, sombrillas con asientos elegantes y multitud de salones, todo con el mismo diseño mediterráneo. Era impresionante, y me costó no estar con la boca abierta ante tamaña opulencia. Nunca había visto nada así.

Mi padre era oficial de policía, y después de divorciarse de mi madre nos había criado él solo a mis dos hermanas y a mí. Nunca nos había faltado de nada, pero desde luego no habíamos tenido dinero para vacaciones. De hecho, hasta que me fui a la universidad, jamás había salido de Dayton, Ohio, el lugar donde había crecido.

Después de pedir una bebida en el bar, por fin me tendí en una tumbona donde había un poco de sombra y comencé a embadurnar mi pálida piel con protector solar. Era junio y pasábamos de los treinta grados, y yo había estado encerrada en bibliotecas y aulas durante meses, así que podía quemarme si no tenía cuidado.

Me senté y saqué un libro. Solo me dio tiempo a leer un par de páginas antes de que sonara mi móvil. En la pantalla apareció el nombre de «Abby», así que respondí.

—Si vieras dónde estoy ahora, te morirías de envidia —dije con una sonrisa.

Ella se rio.

—Vaya… Hola. Si vieras dónde estoy yo, no sentirías ni pizca de envidia. No voy a hacer que lo adivines, estoy en el sofá, una visión de belleza aterradora. —Pobre Abby, había tocado una hiedra venenosa durante una excursión con su novio, Brian. «¡Vaya faena!»—. Y ahora ¿qué? ¿Hueles a coco y se escucha el suave murmullo del agua? ¿Estás junto a la piscina con una copa en la mano?

Me reí.

—¡Bingo!

—Pero… ¡espera! ¿Qué es eso? ¿Qué es lo que veo? ¿Un libro de texto entre tus manos en lugar de un tórrido romance? ¡Qué horror! Por favor, dime que me equivoco.

Bajé la mirada hacia el grueso libro que tenía en el regazo: Conceptos y estadísticas del derecho administrativo.

—¡Oh, basta! Sabes que tengo que estudiar este fin de semana si quiero aprobar este curso de verano. De todas formas, este lugar es alucinante, Abs, de verdad. Tenemos que venir aquí y estar más de un fin de semana. Y que sea un fin de semana que no vamos a trabajar, ¿de acuerdo?

—Mmm… ¿Realmente estás dispuesta a no trabajar durante un fin de semana? No me lo creo. Sin embargo, soñar es gratis. Y lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas, ¿no es cierto? El paraíso del libertinaje y todo eso…

Me reí de nuevo.

—Cierto. Hablando de eso, hay otro congreso en el hotel. ¿A que no adivinas sobre qué es?

—¿Sobre qué? Dímelo.

Miré a mi alrededor con rapidez para asegurarme de que nadie escuchaba mi llamada y luego sacudí la cabeza recriminándome mentalmente. Estaba en Las Vegas, nadie iba a extrañarse cuando dijera la palabra «porno». Aun así, bajé la voz hasta convertirla en un susurro.

—Una convención porno.

Abby soltó una carcajada.

—¡Oh, Dios mío, Grace! Tienes que conseguirme algunos autógrafos, ¡por favor!

—¿¡Qué!? ¿Qué autógrafo deseas exactamente?

—El de nadie en particular. Solo quiero poder decir que una estrella del porno me dedicó su firma.

Me reí.

—Lo cierto es que me he tropezado con uno en el vestíbulo del hotel. Y lo digo literalmente. Era un capullo.

—¿Por qué? ¿Qué te ha dicho?

—Uf… Me ha hecho algunas insinuaciones sexuales muy desagradables y luego me ha lanzado una mirada que me ha llevado directa a la ducha.

Abby volvió a reírse.

—¿Era tipo grasiento como Ron Jeremy?

Hice una pausa.

—En realidad no, era un capullo, sí, pero bueno… —bajé la voz—, estaba muy bueno. Jamás había pensado que un actor porno podía estar tan bueno. Supongo que creía que si hacía un trabajo así…, bien, no sé ni qué creía. Pero no tiene el aspecto que imaginaba en una estrella porno.

—Grace…, ¿por qué te ruborizas?

—¡Oh, cállate! Si ni siquiera me ves.

—Te conozco, chica, y estás colorada. Ahora cuelga el teléfono y ve a dar una vuelta a ver si te tropiezas con esa estrella porno otra vez. Seguro que podría enseñarte algunos trucos esta noche en el dormitorio del hotel.

Gruñí.

—¡Oh, Dios! ¡Qué bruta eres, Abby! No pienso tocar a una estrella porno con ninguna parte de mi cuerpo. En especial a alguien que tiene tan pocas neuronas como él.

—No eres divertida.

—Cuando se trata de estrellas porno, no, no lo soy. —Me reí—. En serio. ¿Estás bien?

—Sí, estoy bien. Brian vendrá dentro de un rato y vamos a ver cómo podemos hacerlo usando solo nuestras partes privadas y los pies, es lo único que no me pica.

Solté una carcajada.

—¡Oh, Dios! ¿Eran necesarios tantos detalles? Venga, diviértete. Nos vemos el domingo, ¿vale?

—Vale, cariño. —Percibí la risa en su voz—. Hablaremos mañana.

—Adiós, Abs —respondí. Todavía sonreía cuando colgué el teléfono.

Pasé un par de horas más en la piscina, terminando las notas que debía estudiar y ordenándolas de forma que pudiera revisarlas en el avión de vuelta. A pesar de que estaba preparando apuntes, el hecho de estar sentada en ese magnífico lugar resultaba lujoso y decadente. Nunca había hecho nada así. Me había obligado a estudiar como una loca durante los últimos cinco años y apenas había tenido tiempo para respirar… Menos todavía para sentarme una tarde en la piscina. Para empezar, había tenido la cabeza metida dentro de los libros durante los cuatro años de instituto, intentando graduarme con matrícula para obtener una beca en una de las facultades de derecho que tenía en mi lista. Una vez que lo logré y empecé a cursar estudios en Georgetown, volví a ser exigente conmigo misma, solo que esta vez el objetivo era graduarme en dos años, pasar el examen al primer intento y ser reclutada por un bufete de abogados de Washington D. C. Ese era mi plan. Siempre había tenido un plan y nunca me apartaba de él. Nunca.

Mientras me tendía, pensé en Carson Stinger, actor heterosexual, varias veces. Todavía me molestaba que me hubiera tomado el pelo. ¡Y en solo dos minutos! ¿Qué había pasado? Nadie se burlaba de mí. Yo era la mejor. Me enorgullecía de ser fría, tranquila y comedida. Y de repente, una estrella porno me miraba lascivamente y yo empezaba a tartamudear, a balbucear y a intentar justificarme, ¿de verdad? Era más que irritante. El hecho en sí era exasperante.

«En serio, Grace, ¿te das cuenta de lo desesperada que estás? Una estrella porno te susurra unas cuantas frases tan provocativas como carentes de respeto y mojas las bragas, ¿de verdad? ¡Dios!».

Me recliné en la tumbona, fruncí el ceño y entrecerré los ojos para mirar el cielo azul de Nevada. Me puse las gafas de sol y cerré los párpados.

Después de un rato, me levanté y empecé a recoger mis cosas. Mis hombros habían adquirido un tinte rosado, así que debía entrar y empezar a pensar en la cena. Decidí que era buena idea tomar un cóctel antes de ir a mi habitación. Solo había pedido una bebida cuando llegué a la piscina y tenía sed y calor. Beber algo en el bar interior sonaba de miedo, así que me puse el vestido que llevaba en la bolsa y me dirigí al bar del hotel. Mientras atravesaba el casino por tercera vez en el día, no podía dejar de mirar a mi alrededor, maravillada por las diferentes mesas y máquinas de juego, las luces intermitentes y los números que parpadeaban por todas partes. Los sonidos de risas, golpes de máquinas, tintineos y pisadas me abrumaban. Era como estar en otro mundo.

Suspiré de placer cuando entré en el fresco, tranquilo y elegante salón. No estaba muy lleno para ser viernes por la tarde. Pero seguramente la gente todavía estaría en la piscina o preparándose para la cena.

Tomé asiento en la barra. Cuando el camarero se acercó y puso una servilleta ante mí, pedí un margarita con hielo, sin sal. Respiré profundamente y entrelacé las manos apoyando los codos en la barra con una sonrisa de satisfacción.

—¿Sin sal? —dijo una voz dos taburetes más allá—. ¿A quién se le ocurre pedir un margarita sin sal?

La sonrisa desapareció de mi rostro cuando volví la cabeza y miré al hombre sentado a mi izquierda.

«¿En serio?».

—Vaya, vaya, si es Carson Stinger, actor heterosexual —dije, aunque gemí para mis adentros. «No, no, adelante, Grace. Tienes la oportunidad de curar tu orgullo herido. De demostrarle que eres mejor que él, por así decirlo. Bah, ya empiezo a pensar como este tipo».

Él me miraba de forma extraña, como si esperara que dijera algo. Observé en su rostro que le hacía gracia, pero estaba expectante.

Arqueé una ceja.

—Si estás pensando en decirme que tienes algo agradable y salado para mí, por favor, contente. —Me volví cuando el camarero puso el margarita frente a mí. Tomé un buen trago.

Carson se rio entre dientes y, antes de que me diera cuenta, se cambió de taburete con la cerveza en la mano para sentarse a mi lado. Me di la vuelta para mirarle cuando empezó a hablar.

—Lo que iba a hacer, Botón de oro, era explicarte lo que te estás perdiendo al pedir un margarita sin sal. Se trata de lamer la sal del borde y luego sorber el líquido, más dulce, por la pajita. El contraste entre dulce y salado resulta muy agradable en la lengua. —Se inclinó más cerca mientras bajaba la voz—. Pruébalo una vez, solo una vez.

Bien, ahora él estaba intentando excitarme. ¿Por qué? ¿Qué le había hecho yo a ese hombre? Entrecerré los ojos todavía más, cada vez más irritada por el hecho de que sus palabras estaban afectándome. A mi cuerpo traidor le gustaba su maldita voz, profunda y dulce, y sus palabras me resultaban excitantes. «¡Estúpido cuerpo!». Jamás volvería a mantener relaciones sexuales, así castigaría sus irracionales reacciones.

—Voy a invitarte a uno —dijo, curvando las comisuras de los labios—. En serio. Bebe un trago a mi manera. Puedes probar y ver quién tiene razón. Mientras, podemos conocernos un poco mejor. —Me guiñó un ojo.

Giré todo mi cuerpo, quedando frente a él, y respiré hondo. Antes de que empezara a hablar, me sonrió con ternura.

—Carson, voy a explicártelo bien claro. Y la razón por la que voy a hacerlo es porque tengo la confianza absoluta de que te va a asustar tanto que me podré terminar mi copa en paz. Luego nos separaremos como conocidos que, sencillamente, no tienen nada en común.

Él arqueó una ceja al ver que entrelazaba las manos en mi regazo. Ladeé la cabeza antes de continuar.

—Soy el tipo de chica que quiere casarse con un largo vestido blanco, uno que combine bien con las perlas de mi abuela. Quiero un marido que me ame y que me sea fiel. Quiero que regrese junto a mí cada noche, y no quiero tener que preocuparme por si él está trabajándose a su secretaria porque sea el tipo de hombre lo suficientemente canalla para hacerlo. Quiero esperar un año y luego tratar de tener dos hijos, a ser posible niño y niña, y cuando sean un poco mayores, no quiero tener que mirar sus caritas un día y verme obligada a explicarles por qué su padre está en internet manteniendo relaciones con alguien de la hermandad de las Cougar, que lo persigue por su dinero. Quiero hacer fiestas de cumpleaños con temas de dibujos animados cuando mi hijo cumpla seis años, no aprovechar la ocasión para explicarle qué es una «inyección de dinero». Tengo la sensación de que tus objetivos en la vida son un poco diferentes a los míos, y al decir «algo», quiero decir que son total y completamente diferentes. ¿Explica eso por qué sería una pérdida de tiempo para los dos seguir estando juntos?

Él se quedó pensativo durante un minuto, se giró de nuevo hacia la barra y tomó un trago de cerveza. Por fin, se volvió hacia mí.

—¿Cómo haríamos esos dos hijos?

Fruncí el ceño.

—Er…, quizá deberías replantearte tu carrera si no sabes cómo…

—Lo que quiero decir es ¿en qué postura hacemos nuestros dos hijos? ¿Perrito? ¿Cowgirl de espaldas? ¿Garfield? ¿Piruetas? ¿Mariposa? ¿Tabla lotus? ¿Rodilla doblada?

Abrí la boca y levanté la mano.

—¡Basta! —dije—. Bien, en primer lugar, no sé en qué consisten algunas, y no quiero saberlo. Y en segundo lugar, ¿a dónde quieres llegar?

—Oh, créeme… Quieres saberlas. Y es importante porque posiblemente algún día, cuando la princesa esté gritando a las tres de la madrugada con el pañal sucio, o cuando Junior sea expulsado de la clase de preescolar por pegar a un compañero, quiero ser capaz de pensar en el momento en que los creamos, sonreír y recordar por qué fue el mejor polvo de mi vida, y cualquier mierda literal y figurada que venga después valdrá la pena.

Contra mi voluntad, lo miré boquiabierta.

—Eres repugnante.

—Eres tú la que quiere tener mi bebé. Dos, en realidad.

—No lo hago, no quiero tener ningún hijo tuyo. Eso es lo que quería demostrar.

—Entonces, ¿estás abandonando ya a princesa y a Junior? Menuda mamá.

Me levanté y lancé un billete de diez dólares sobre la barra.

—Listo. Disfruta de tu cerveza, Carson Stinger. No tengo ganas de volver a verte… nunca más.

Y dicho eso, agarré el bolso, me di la vuelta y comencé a alejarme. Él me llamó.

—Y además, nena, si me recibes como una secretaria provocativa cuando llegue a casa al final del día, no tendré necesidad alguna de buscarlo fuera.

Levanté el brazo y le mostré el dedo corazón. Oí su risa gutural, pero seguí caminando.

Carson

Escuché cómo se desvanecía el sonido de las pisadas de sus chanclas mientras tomaba otro sorbo de cerveza. Una mocosa estirada. Una mocosa muy guapa, pero también muy estirada. Conocía a las de ese tipo. Podía parecer indignada, levantar ese pequeño mentón altivo en el aire, decirme por qué era mejor que yo y luego alejarse, pero había visto cómo reaccionaba su cuerpo. Me deseaba. Como me deseaban la mayoría de las mujeres. Todo el mundo tenía un don; el mío era una sonrisa que hacía que las mujeres se quitaran las bragas y un cuerpo en consonancia. ¿Por qué debía ser humilde al respecto? No era que no lo supiera, y además sabía cómo usar los dones que Dios me había dado. Sin embargo, aquella chica —Grace Hamilton, según la etiqueta de su equipaje— nunca se dejaría llevar, al menos sabiendo lo que yo hacía para ganarme la vida. Pero el mero hecho de que su cuerpo hubiera respondido debería ser suficiente para mí. Entonces, ¿por qué ese pensamiento no me hacía feliz? Por lo general con eso llegaba, ¿qué era diferente en este momento? Me terminé la cerveza y fruncí el ceño mirando la hilera de botellas detrás de la barra mientras trataba de resolver el enigma.

Había sido algo de lo más extraño. Estaba dirigiéndome hacia recepción para dejar un mensaje a mi agente, que llegaría desde Los Ángeles a la mañana siguiente, cuando choqué contra una persona. Su cabeza rubia impactó contra mi pecho, justo debajo de mi barbilla, y la olí. Su cabello limpio, con aroma a flores, me hizo ser consciente de que era uno de esos instantes que quedan grabados en la memoria.

Cuando me miró, aturdida y sin aliento, yo mismo contuve la respiración ante la belleza de su cara en forma de corazón. Tenía los ojos enormes, los más azules que hubiera visto en mi vida, la nariz respingona y una boca exuberante, con los labios de color rosado y una forma muy marcada en el superior. Sí, era guapa, incluso hermosa. Pero yo veía chicas bonitas a todas horas. ¿Por qué había sido mirar a esta y tratar de memorizar su cara como un adolescente enamorado? No tenía ni puta idea. En la pausa que tuvimos para recuperarnos, me fijé en su cuerpo delgado, marcado por una falda ceñida de seda negra, y en su blusa blanca. Me encantó su aspecto de maestra sexy. Ella me miró a la cara y noté una confusa calidez en sus brillantes ojos transparentes. Una mirada que casi me había hecho olvidar quién era yo. Casi. Y eso no pasaba nunca.

En ese momento, sus ojos se clavaron en aquella estúpida etiqueta identificativa que me había olvidado de quitar, y vi cómo su expresión cambiaba por la decepción y los prejuicios. Así que la había hecho sentir incómoda a propósito, disfrutando de su mirada de disgusto y de la ira que inundó su preciosa cara. Había disfrutado de la forma en que se alejó de mí, meneando el culito. Y lo acababa de hacer también en el bar. Eso significaba que la victoria era mía, entonces, ¿por qué no me sentía ganador? ¿Por qué estaba allí sentado pensando en ello, en ella? Eso me cabreaba. Necesitaba hacer algo para deshacerme de esa jodida sensación, fuera cual fuera su causa. De la sensación que tenía desde que me había tropezado con ella en el vestíbulo. Lo mejor sería que fuera en busca de una hembra dispuesta a acompañarme a mi habitación durante un par de horas. Sí, ese era un buen plan.

Me sonó el móvil mientras estaba pagando la cerveza y miré la pantalla.

—Hola, Courtney —respondí al tiempo que salía del bar.

—Hola, Carson, cariño. ¿Preparado para el lunes por la mañana? Ya tengo la dirección del rodaje y algunos detalles. Te lo enviaré todo por correo electrónico. ¿Puedes recibirlo en el móvil?

—Sí. Te enviaré un mensaje cuando lo reciba.

—Bien, bien… Es en el Four Seasons de Beverly Hil s. Un polvo en un balcón, seguido por una escena de ducha.

Gruñí.

—¡Joder, Courtney! Solo he rodado cuatro películas y en dos hay escenas de ducha. Ya te dije la primera vez que las odiaba.

—¡Oh, por favor! ¿Tengo que sentir lástima por ti porque tienes que tirarte a Bambi Bennett en una ducha? Pobrecito. —El sarcasmo era patente en su voz.

—¡Joder, es incómodo! Y hay dos cámaras y un micrófono en ese espacio tan pequeño. Te aseguro que no es nada excitante. Además, ¿Bambi Bennett? ¿En serio? ¿Me voy a follar a un ciervo?

—Lo sé. Es un nombre estúpido. Es nueva en esto. Échale un vistazo, es preciosa. Suerte. Besos. Envíame un mensaje cuando te llegue la información. —Y dicho eso, colgó.

Courtney era la dueña de la productora con la que yo había firmado recientemente un contrato: Artlove.com. Se suponía que hacía películas porno para mujeres, un mercado en auge. La mayoría de los polvos se desarrollaban en lugares exóticos, y nos indicaban que debía parecer que estábamos enamorados y esas cosas, algo muy diferente al pimpampum de la pornografía que les gustaba a los hombres. De hecho, mi primera escena fue rodada en Belice, en una ducha al aire libre, y a pesar de lo que pudiera parecer para el espectador, yo estaba deseando que acabara todo de una vez. Estar rodeado por un equipo de filmación formado por un montón de tipos sudorosos haciendo su trabajo no era precisamente un sueño sexual hecho realidad, daba igual lo preciosa que fuera la chica.

Sin embargo, a pesar de las pocas películas que había rodado, tenía un pequeño grupo de seguidoras. Por ello mi agente había insistido en que hiciera una aparición este fin de semana. Así que me quedé en el rollo ese de la presentación todo el tiempo que pude resistirlo, luego me largué y me tropecé con la señorita estirada y sabionda. No era que no me gustaran mis fans… o más bien, supongo que no había pensado demasiado en ellas porque, seamos sinceros, me admiraban por razones que me hacían pensar que era mejor no estrecharles la mano.

Me dirigí hacia los ascensores con intención de ir a mi habitación para cambiarme de ropa para ir a la piscina. Era el lugar más adecuado para ligarme a una chica, una a la que no le importara saber quién era ni qué había hecho, justo lo que yo quería de ella.

—Por favor, detenga el ascensor —pedí al ver que comenzaban a cerrarse las puertas de uno. Le enseñé mi llave al guardia de seguridad que había delante de los ascensores.

Una anciana movió su bolso y las puertas se volvieron a abrir. Me subí a toda prisa, le di las gracias y me coloqué mirando la parte delantera.

—El Señor está poniéndome a prueba —oí que susurraban por lo bajo. Miré a las dos personas que había a la izquierda para saber quién había murmurado aquellas palabras, y allí estaba Grace Noviade Blanco Hamilton. Figúrate. Incluso me reí por lo bajo al ver su expresión tensa al tener que compartir su espacio conmigo.

Me incliné hacia ella y sonreí. Supe que me miró de reojo por la forma en que enderezó la espalda, pero continuó con los ojos clavados al frente, a la puerta que teníamos delante.

La anciana que había junto a Grace se movió y me sonrió con expresión coqueta. Resultaba entrañable, así que curvé los labios y le devolví el gesto. Grace giró la cabeza hacia mí y sus pupilas se dilataron cuando nuestros ojos se encontraron, por lo que seguí sonriendo. Luego, con la misma rapidez, volvió a mirar hacia delante.

El ascensor se detuvo en varios pisos y empezó a vaciarse. Al poco rato, solo quedábamos dentro Grace, la anciana y yo. Los tres permanecimos en silencio, mirando al frente.

En el siguiente piso, la mujer dio un paso adelante, así que Grace se desplazó hacia atrás de forma automática para dejarla pasar. Cuando la anciana salió por las puertas abiertas, se volvió y me guiñó un ojo, luego miró a Grace y repitió el gesto. Volví la cabeza hacia ella y vi que tenía la cabeza inclinada. Una pequeña sonrisa curvaba sus labios rosados mientras las puertas se cerraban de nuevo.

Luego me miró y la sonrisa desapareció cuando frunció el ceño.

—¿Sabes que…? —Empecé a decir, pero mi voz se apagó cuando las luces destellaron y sentimos una fuerte sacudida. Grace dejó escapar un chillido.

—¡Mierda! —dije.

El ascensor se detuvo en seco con un chirrido y la luz volvió a parpadear. Miré al otro lado del pequeño espacio: ella tenía los ojos muy abiertos y aterrorizados. Acabábamos de quedarnos encerrados.

2

Grace

Al ver que el ascensor se detenía y que las luces parpadeaban una vez más, sentí que el miedo me atenazaba. No me gustan los espacios pequeños, no me gustan nada. Me trasladan de vuelta a algo…, algo en lo que no me gusta pensar. Respiré hondo y prácticamente me abalancé sobre el teléfono. Abrí bruscamente la pequeña puerta metálica y tiré del asa de donde colgaba el auricular. Marqué el cero y, mientras sonaba, clavé los ojos en Carson, que estaba en una esquina, apoyado en la pared, mirándome con atención.

—Mantenimiento —respondió una voz ronca.

—¡Hola! ¿Hola? Sí, buenas, soy Grace Hamilton. Me alojo en el hotel este fin de semana. Nos hemos quedado encerrados en el ascensor. Se ha detenido de repente y… —Mis palabras murieron cuando escuché un crujido en la línea y luego se apagó. Emití un sonido de pánico y di tres grandes pasos hacia mi bolsa, que había abandonado en un rincón. Saqué mi móvil y miré las barras de la parte superior de la pantalla. No había cobertura. «¡Mierda!».

Volví la vista hacia Carson una vez más. Él seguía mirándome sin moverse, observándome con aquella expresión indescifrable en su cara.

—¡No te quedes ahí parado! ¡Estamos encerrados! ¡Haz algo! —Comenzó a resultarme difícil respirar y sentí que el corazón me retumbaba en el pecho. Me llevé los dedos a la base del cuello y noté que tenía el pulso muy acelerado. Intenté tomar aire con una bocanada, pero era como si tuviera la garganta cerrada.

«¡Oh, Dios! No puedo respirar. ¡No puedo respirar!».

Di un paso atrás y tropecé contra la pared mientras miraba a Carson, que ahora tenía el ceño fruncido y se movía hacia mí. Me agarré a la barra que tenía detrás; sabía que estaba a punto de morir asfixiada allí, en ese ascensor, que los últimos ojos que vería serían los de Carson Stinger, actor heterosexual.

«¡Oh, no! No, no, ¡no! ¡Así no!».

—Eh… Tranquila, Botón de oro —dijo con calma, agarrándome por los dos brazos igual que había hecho cuando chocamos en el vestíbulo del hotel—. Respira hondo, muy despacio. Estás bien. Nos sacarán de aquí, ¿vale? Solo respira despacio sin apartar los ojos de mí.

Parpadeé con rapidez mientras veía su rostro flotando ante mí. Jadeaba con brusquedad, tratando de tomar oxígeno.

—¡Joder, Botón de oro! ¡Venga! No vas a morirte en este ascensor. Respira hondo.

Durante varios minutos los dos nos miramos a los ojos, y leí su profunda preocupación mientras me observaba luchar.

«¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Aire! ¡Aire!».

Se apartó de mí y empezó a buscar algo en el ascensor, con los ojos muy abiertos, ahora presa del pánico, aunque no supe qué era. Voló hacia el teléfono y lo cogió; escuchó durante un segundo antes de volver a ponerlo en su caja y cerrar la puerta.

—¡Joder!

«Me estoy muriendo. ¡Oh, Dios! Por favor, ¡aire!».

Se volvió hacia mí mientras yo abría mucho los ojos, intentando hacer bajar un poco de oxígeno por el estrecho pasaje en que se había convertido mi garganta. Estaba segura de que estaba poniéndome azul.

—Sister Christian, oh the time has come! —canturreó Carson de repente.

Incluso en mitad de mi ataque de pánico me sobresalté.

«¿Qué demonios…?».

—And you know that you’re the only one to say, okay.

Dio un paso atrás y lo seguí con la mirada, todavía intentando pasar aire por mi hinchada garganta.

Me señaló.

—Where you going, what you looking for?

«¿Qué demonios hace? ¿Qué demonios hace? ¡Oh! Un poco de aire. Eso es, Grace. Eso es…».

—You know those boys don’t want to play no more with you. It’s true. —En las últimas palabras de la estrofa, bajó la barbilla y me miró a los ojos.

«Mejor, mejor. Aire, bien. Estoy bien. Aire, por fin. ¿Por qué está cantando mientras yo estoy a punto de ahogarme? Tiene una buena voz, profunda y algo ronca. Era de imaginar que tendría una voz sexy. Ah…, aire. Bien, estoy bien».

Mi respiración se tranquilizó poco a poco y me di cuenta de que la versión instrumental de Sister Christian estaba sonando en el hilo musical. Carson cantaba la música del ascensor. Y no lo hacía mal.

«Para distraerme del ataque de pánico». Con buenos resultados.

Tomé una gran bocanada de aire y mi vista se aclaró mientras lo observaba. Carson estaba en medio del ascensor, y se acercaba lo que habría sido el solo del batería, así que comenzó a tocar en el aire con furia. Cerró los ojos al tiempo que movía la cabeza siguiendo el ritmo mientras se mordía el labio inferior.

—You’re motoring! What’s your price for flight? In finding Mister Right? You’llbe all right, tonight.

No pude evitarlo, emití una risita. Cuando me oyó, abrió los ojos de golpe y me miró. Una expresión de alivio inundó sus rasgos antes de que sonriera. Era la misma sonrisa que me había impactado cuando se la brindó a la anciana. ¡Era de verdad! Y algo en mi interior supo que eso era un hecho muy raro.

La sonrisa desapareció y se acercó a mí mientras cantaba por lo bajo.

—Babe you know you’re growing up so fast. And mama’s worrying thatyou won’t last to say, let’s play.

Cuando terminó la estrofa, se llevó el puño a la boca fingiendo que era un micrófono y luego lo puso delante de mí.

Parpadeé un instante, pero ahora la adrenalina recorría mi cuerpo con el dulce alivio del aire que fluía libremente en mis pulmones, así que hice algo que nunca habría hecho en circunstancias normales. Agarré su puño y canté.

—Sister Christian, there’s so much in life. Don’t you give it up before yourtime is due, it’s true. —Luego se inclinó y los dos cantamos al unísono—. It’s true, yeah! —Dio un salto atrás y tocó otro redoble de tambores en el aire antes de brincar hacia delante y cantar conmigo en su puño—. Motoring! What’s your price for flight? You’ve got him inyour sight. And driving through the night.

Nuestras caras estaban ahora a solo unos centímetros de distancia y pude oler su aliento a menta mientras cantábamos.

—Motoring! What’s your price for flight? In finding Mister Right? You’llbe allright tonight.

Se apartó de mí de nuevo y esta vez imitó el solo de la guitarra eléctrica, moviendo las caderas hacia delante con cada nota fingida, tocando los acordes mientras yo lo observaba, riéndome ahora en voz alta de sus ridículas travesuras.

Él me devolvió la sonrisa mientras continuaba tocando el estribillo un par de veces más. Entonces, cuando la canción se volvió más lenta, comenzó a acercarse a mí otra vez.

—Sister Christian, oh the time has come. And you know that you’re theonly one to say, okay. But you’re motoring. You’re motoring, yeah. —Se interrumpió, ya que los dos nos quedamos mirándonos; su respiración era ahora más entrecortada que la mía después de todo aquel furioso despliegue. Yo estaba respirando con normalidad, e incluso me fijé en cómo su pecho subía y bajaba. Me di cuenta de la extraña naturaleza de la situación y me eché a reír; luego lo hizo él. Cuando nuestras risas comenzaron a desvanecerse, él ladeó la cabeza.

—Si querías oírme cantar, Botón de oro, hubiera bastado con que me lo pidieras.

Sonreí y asentí con la cabeza antes de mirarlo con seriedad.

—Gracias. ¿Quién iba a pensar que Night Ranger podía curar los ataques de pánico? Ha funcionado. Gracias. —Cogí aire profundamente.

Él asintió con la cabeza con otra sonrisa.

A continuación, los dos volvimos la cabeza hacia el teléfono que había comenzado a sonar.

Carson cogió el receptor.

—¡Hola!

Lo miré fijamente, con los ojos abiertos como platos, mientras alguien le hablaba.

—¿Tanto tiempo? —se quejó después de escuchar a su interlocutor durante unos minutos—. ¿No hay manera de conseguirlo con más rapidez? —Prestó atención durante un rato más—. Sí, está bien. Manténganos al corriente, ¿vale? —Luego colgó.

—¿Qué te han dicho? —exigí.

—Bien, la parte buena es que saben que estamos aquí, que conocen el problema y que la pieza que necesitan está en camino. La mala es que va a tardar unas dos horas en llegar.

—¿Dos horas? —chillé. Respiré hondo—. ¿Dos horas? —repetí con más calma—. ¿Vamos a tener que quedarnos aquí durante dos horas?

—Eso me temo —replicó al tiempo que iba hacia la pared para apoyar la espalda allí y deslizarse hasta el suelo. Cruzó los pies y apoyó los antebrazos en las rodillas.

Lo observé durante un rato antes de dirigirme al otro lado del ascensor. Me senté también en el suelo, pero doblé las rodillas hacia un lado mientras lo miraba. Tiré del vestido de croché para que me cubriera las piernas hasta los tobillos. Luego volví a subir la vista justo cuando él dejaba de estudiarme las piernas. Carson hizo una mueca antes de poner una expresión neutra y arquear las cejas, sonriendo de forma sugestiva.

—Se pueden hacer muchas cosas en dos horas, Botón de oro. ¿Se te ocurre algo?

«Él estaba de vuelta». Carson Stinger, actor heterosexual. Ladeé la cabeza y lo miré con los ojos entrecerrados.

—¿Por qué haces eso? —pregunté.

Él se mordió el labio inferior con aire aburrido.

—¿A qué te refieres exactamente?

—A que te pones una máscara en plan «soy una máquina sexual».

Él se quedó mirándome, pensativo, durante un minuto.

—¿Una máscara? Si me pusiera una, implicaría que oculto algo debajo. ¿Qué escondería?

Miré a un lado y me encogí de hombros.

—¿Al tipo que acaba de hacer el ridículo cantando Sister Christian para ayudarme a superar una situación complicada?

Él se rio entre dientes.

—Solo he hecho lo necesario para que no te murieras aquí. Si tengo que estar encerrado en un ascensor, prefiero que no sea con un cadáver. Puede que haga muchas locuras, pero la necrofilia no es una de ellas.

Fingí una arcada.

—Dios, eres realmente… —Me mordí el labio pensativa—. No, ¿sabes qué? No me lo creo. Vas de farol, Carson Stinger. Estás fingiendo. —Me estudié las uñas.

Él volvió a reírse como si estuviera divirtiéndose mucho.

—Bueno, ¿qué es lo que piensas que hago, Botón de oro? Ya que me conoces tan bien después de estar conmigo… —bajó la mirada a su muñeca— quince minutos.

Suspiré.

—Tienes razón. No sé nada de ti. Solo que eres un farsante, eso es todo. Digamos que es una primera impresión.

Estuvo mirándome un buen rato con los ojos entrecerrados y la mandíbula tensa. Luego estiró las largas y musculosas piernas y cruzó los tobillos sin dejar de mirarme fijamente.

—Lo que creo es que te gusto. Y que tratas de ver en mí al chico bueno y sensible que no soy, así cuando te arrastres por el ascensor para subirte a mi regazo, podrás justificarte de alguna manera ante ti misma.

Casi me atraganté con la risa antes de arrodillarme para mirarlo.

—¡Eres un idiota arrogante! Solo me arrastraría hacia ti si mi vida dependiera de ello. —Lo miré antes de volver a sentarme de lado. Lo señalé—. Espera. Acabas de hacerlo otra vez. ¿Ves?, es esa máscara. Me provocas para que me olvide de lo que estábamos discutiendo, que es… que estás fingiendo.

Él se rio.

—¿Sigues insistiendo, mi querida entrevistadora? Vale, entonces, dime, ¿qué te pasa a ti, doña Princesa Perfecta? ¿Qué escondes detrás de ese moño tan tirante que está a punto de estrangularte y de esa actitud altiva y arrogante?

—¿Altiva y arrogante? —me burlé—. No soy altiva ni arrogante. Ni tampoco soy perfecta.

—Oh, no sé. Creo que eso es exactamente lo que eres: perfecta. ¿Por qué? ¿Por qué necesitas ser tan perfecta? ¿Por qué tienes que reprimirte tanto que ni siquiera puedes respirar? ¿Qué ocultas debajo de tu máscara?

Me reí en voz alta de una forma un tanto excesiva para demostrarle lo ridículo que me parecía.

—¿Mi máscara? Por favor. Estás inventándote cosas para distraerme. Lo que ves es lo que hay, Carson. No soy yo la que está usando una máscara…

Me estudió con una mirada reflexiva y desconfiada.

—Está bien, Botón de oro. Tengo una propuesta. ¿Qué te parece si hacemos un juego? Se llama «Un tanto por un secreto». Total, tampoco tenemos mucho más que hacer aquí, sobre todo si sentarte en mi regazo no entra en tus planes.

—Ni entra ni va a entrar —gruñí—. ¿En qué consiste exactamente ese juego?

Se incorporó.

—¿Llevas en el bolso algo parecido a una taza, un vaso o algo así?

Me reí y él arqueó una ceja.

—No, no suelo llevar ese tipo de cosas en mi bolso. —Abrí la bolsa de la piscina y examiné el interior—. Espera, ¿valdría la tapa de un bote de laca? —La saqué. Era de plástico y tenía el mismo tamaño, más o menos, que un vaso de papel. La sostuve ante Carson.

—Puede servir —me dijo, arrancándomela de la mano. Se llevó una mano al bolsillo trasero de su pantalón y sacó una moneda de diez centavos que me enseñó. Luego puso la tapa de la laca en una esquina del ascensor y se colocó en el rincón contrario—. Las reglas son que si uno mete la moneda en la tapa, el otro tiene que revelar un secreto. Sin mentir. Sin escaquearse. Un secreto de verdad, algo que no le haya dicho nunca a nadie.

Crucé los brazos y me mordisqueé el labio. Miré la tapa en un rincón y a Carson en el otro.

—Es imposible encestar. Dada la distancia y el tamaño de la tapa… No es posible.

Él arqueó una ceja.

—¿Juegas o no?

Solté el aire.

—De acuerdo. Juego.

Carson hizo una pausa.

—Espera, ¿estás de acuerdo con las reglas?

—Sí. Un tanto por un secreto. Las acepto. —Sabía que era imposible, y ¿por qué no? Me apetecía jugar con él.

Levantó los diez centavos, apuntó, se movió un poco a la derecha con una expresión de pura concentración en su cara y lanzó al aire la moneda. Entró directamente en la tapa, sin ni siquiera rebotar. Un tanto limpio. ¿Qué… coño?

Lo miré.

—¡Has hecho trampa! No es posible hacer eso.

Carson se rio.

—¿He hecho trampa? ¿Cómo demonios iba a hacer trampa? De eso nada. No vas a escaquearte. Me debes un secreto, Botón de oro. Venga, quiero escucharlo. —Apoyó el hombro contra la pared del ascensor, cruzó los brazos y bajó la barbilla, mirándome expectante.

Lo estudié.

—Quería decir que no puede ser tan fácil. Y no tengo ningún secreto. —Levanté los brazos y los dejé caer.

Siguió mirándome sin decir palabra, ahora con gesto inexpresivo.

—Cuéntame por qué eres tan perfecta, Botón de oro.

Emití un sonido de disgusto y crucé los brazos otra vez mientras clavaba los ojos en cualquier parte que no fuera él. Pensé en lo que me estaba preguntando.

«¿Realmente me ve así? ¿Perfecta?».

Me sentía tan lejos de ser perfecta como se podía estar. Siempre estaba tratando de no caer del barco… Tratando de ser lo bastante… Tratando de compensar…

—Mi padre ha sufrido muchas decepciones en su vida. Solo trato de no darle más —espeté.

Carson ladeó la cabeza con una mirada de… algo. Desvié la vista.

—De todas formas, eso es todo. Mi padre ha pasado muchos momentos difíciles. Quiero que esté orgulloso de mí. ¿Es tan raro?

—¿Qué decepciones ha sufrido tu padre? —preguntó en voz baja.

Me quedé mirando la pared un rato antes de responder. De repente, de forma inexplicable, quería hablar.

—Cuando yo tenía once años, mi hermano pequeño murió de linfoma de Hodgkin. Era el único chico. Tengo dos hermanas más. —Me miré las uñas, estudiándolas—. Mi padre es policía… Un hombre «muy hombre», ¿sabes? Supongo que tanto mis hermanas como yo siempre nos hemos sentido como si…

—¿Como si cualquiera de vosotras fuera reemplazable por las otras? —preguntó Carson en voz baja.

Mis ojos se encontraron con los de él y nos sostuvimos la mirada durante unos segundos. Jamás había pensado en ello de esa forma, pero…

—Tal vez, sí.

Él asintió con la cabeza sin dejar de mirarme a los ojos. Luego se acercó a la tapa en el rincón, recuperó la moneda de diez centavos y la sostuvo en alto.

—Es tu turno —dijo, tendiéndomela.

Carson

Se me había secado la boca, y había sentido un extraño hormigueo en la piel cuando Grace me habló de su hermano y su padre. No podía dejar de pensar en esa sensación. En realidad jamás había hablado de emociones con nadie que no fuera mi abuela. Pero ella había fallecido cuando yo tenía diecisiete años y, desde entonces, no me había abierto a otra persona. Había sugerido el juego para hacer perder a Grace aquel aire arrogante. Sabía que podía meter la moneda dentro de la tapa a mucha más distancia que la diagonal de un ascensor. Tenía muchas horas de práctica. Era lo que había hecho para distraerme mientras esperaba a que mi madre acabara de hacer lo que fuera en su habitación.

Pero entonces ella había compartido aquello conmigo y ahora era yo el que había dejado de sentirse arrogante.

Le tendí la moneda y dio un paso atrás mientras me miraba. Se colocó en la esquina opuesta a la pequeña tapa y apuntó, bajando la mano.

La estudié mientras se concentraba. ¡Joder! Era una chica muy guapa. Atractiva, con una belleza clásica que me hacía querer observar la perfección de sus rasgos. Era delgada, pero tenía curvas en donde debía. Justo como me gustaba. Me di cuenta de que sería igual de guapa por la mañana al salir de la ducha, sin pizca de maquillaje. Noté la presión de los pantalones ante la imagen.

«¡Mierda, lo que me faltaba!».

Me mordí la lengua para distraerme y no pensar en Grace saliendo de la ducha. Justo en ese momento ella lanzó la moneda. Giré la cabeza para ver cómo caía dentro de la tapa con un golpe seco.

Solté una carcajada cuando ella lanzó un grito y movió los brazos en el aire en gesto de victoria. Un momento… ¡Joder!… No era divertido. La mirada de emoción pura que vi en su cara me dio ganas de abrazarla contra mi cuerpo. Hasta que recordé que yo no abrazaba a nadie. Que nunca lo hacía.

Suspiré y traté de parecer tan aburrido como me era posible.

—Está bien… ¿Qué es lo que quieres saber de mí?

Ella inclinó la cabeza y entrecerró los ojos mientras se cogía el labio inferior con los dientes de una forma que hizo que me mordiera la lengua de nuevo.

Se dirigió de nuevo a su lado del ascensor y se deslizó hasta el suelo, donde dobló las rodillas y se las cubrió con el vestido, como había hecho antes. Esperé.

—Un secreto que no le hayas contado a nadie, ¿verdad?

Asentí.

—Está bien, ¿por qué haces pelis porno?

Me reí.

—La respuesta a esa pregunta no es precisamente un secreto. Es divertido y me pagan muy bien.

Ella frunció sus delicadas cejas y me miró fijamente.

—¿Cuál es la verdadera razón de que hagas pelis porno, Carson? —preguntó ella.

Me reí de nuevo.

—No todo aquel que se dedica al porno tiene una infancia problemática o un pasado oscuro. La industria es muy diferente de lo que solía ser. Hay todo tipo de medidas de seguridad y…

Ella continuó mirándome en silencio.

Suspiré y me dejé caer al suelo. ¿De verdad? ¿Estaba pensando de verdad en seguir ese camino con esa extraña? ¿Con esa princesa? Me senté y me dediqué a estudiar la pared durante un par de minutos, y luego, casi contra mi voluntad, empecé a hablar.

—Mi madre fue una estrella del porno en los 80. Por lo que sé, no ocurre a menudo que una actriz se quede embarazada, y cuando pasa, se soluciona con bastante rapidez. Sin embargo, ella decidió no arreglar el problema, así que soy el bastardo de cualquiera del centenar de pollas con las que rodó. ¿Qué te parece mi cuento de hadas, Botón de oro?

La vi abrir los ojos y cómo sus labios formaban una O silenciosa. Nos miramos durante un rato.

—Eso no explica por qué tú también lo haces.

Solté una risita.

—Se puede decir que he nacido para ello, nena. Creado en la lujuria y el pecado, destinado a hacer lo mismo.

—No es culpa tuya que fueran… —Que me maten si esos grandes ojos azules no estaban llenos de compasión. En mi interior, sentí una intensa presión que no me gustó en absoluto.

—No, y no es culpa tuya tener una boca tan preciosa, pero quizá si te arrastraras hasta aquí, podríamos utilizar los dones que Dios nos ha dado para hacer que las próximas horas pasaran un poco más rápido. —Arqueé las cejas.

Ella me miró ruborizada.

—Por eso lo haces. Recurres a esa máscara de ligón para ocultar el hecho de que te avergüenzas de lo que eres.

Esta vez solté una carcajada.

—Si es de nuevo mi entrevistadora favorita… Dime, ¿dónde te sacaste el título de psicología? Oh, cierto…, en la Universidad de los Idiotas. Dime, Botón de oro, ¿se te da igual de bien analizarte a ti misma? ¿Te das cuenta de que esa imagen de princesa perfecta es un intento de compensar el hecho de que crees que deberías haber muerto tú en lugar de tu hermano? Pero ¿sabes qué? Es tu hermano el que murió. Y toda esa mierda de la princesita perfecta no va a cambiar nada.

Ella soltó un fuerte jadeo y me miró con dolor. Al instante me sentí una mierda.

—¡Eres un bastardo! —insultó entre dientes, poniéndose de rodillas y avanzando sobre ellas hacia mí. La ira había reemplazado casi al instante al dolor que había visto destellar en sus ojos al principio.

Yo también me puse de rodillas. Que me hubiera llamado «bastardo» me había hecho sentir una opresión en el pecho. Había usado mi propia palabra contra mí y no me gustaba lo que eso me hacía sentir.

—Mojigata —susurré.

—Prostituto.

—¡Oh, qué original, reina de las nieves!

Nos encontramos en el medio del ascensor, los dos de rodillas. Ella tenía el cuello inclinado para mirarme, con la rabia plasmada en sus rasgos. Sabía que mi expresión era muy similar.

—¡Pedazo de mierda!

—¡Hipócrita!

Ella apretó los puños y se enderezó con los dos brazos a los costados al tiempo que soltaba un gruñido de irritada frustración. Me incliné un poco hacia ella, como desafiándola a pegarme.

Y, de repente, estábamos besándonos. Fue un beso brusco y airado mientras nuestras manos vagaban por todas partes a ciegas, intentando acaparar lo máximo posible del otro. Y, maldita fuera si no sabía a sol, a todo lo dulce y bueno que el mundo tiene para ofrecer.

3

 

Grace

Nos apretamos contra el cuerpo del otro, gimiendo y jadeando, prácticamente locos por la ira y la lujuria. ¿O era solo ira? No, no, la ira no era tan buena. Todo mi cuerpo estaba en llamas, cada una de mis terminaciones nerviosas se erizaba por la necesidad que tenía de que Carson me tocara.

«¡Oh, Dios! Estaba acariciándome Carson Stinger, actor heterosexual».

¡No! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Tres síes contra un no. Ganaba la mayoría. ¡Santo Dios! Su sabor era increíble. Sabía a menta y a algo que era solo suyo. Después de una pequeña muestra, deseaba profundizar en su boca todo lo que pudiera, enredar mi lengua con la suya, muerta de hambre por él —¡por él!—, que parecía tan desesperado como yo. Me buscaba con la misma intensidad que lo buscaba yo. Me puso una mano en las nalgas y me apretó con fuerza contra su erección. ¡Oh, Dios! ¡Qué grande era! Sí, muy grande. Y yo me frotaba contra él como una gata en celo. Una gata en celo que ya no podía contenerse. Que se había vuelto loca. Esa era yo.

«¡Miau!».

De pronto me di cuenta de que Carson tiraba de mí para que me pusiera en pie y yo lo seguí de buen grado, sin romper ni un momento el contacto con sus labios. Él nos llevó hacia atrás, hasta que mi espalda chocó contra la sólida superficie, y se apretó contra mi cuerpo con un gruñido. Solo entonces me soltó y oí cómo plantaba las dos manos a ambos lados de mi cabeza, enjaulándome entre ellas. Siguió trabajando mi boca, lamiendo y chupando mi lengua mientras se apretaba contra mí otra vez, gimiendo en mis labios. Los sonidos que emitía y la sensación de la pared a mi espalda, inmovilizándome, despejaron un poco la niebla de la lujuria. ¡Oh, Dios! Era una locura. ¿Qué estaba haciendo? Un par de minutos antes, estábamos insultándonos y de repente…, ¿qué había ocurrido? Seguro que lo que me hacía con su boca y su cuerpo era tan increíble porque era un profesional. ¡Oh, Dios! ¡Era un profesional! Se le daba bien eso porque lo hacía mucho. Mucho, muchísimo. Una vez más, ¿qué demonios estaba haciendo? Abrí los ojos y miré su cara a unos milímetros de la mía. Sus ojos cerrados y sus largas pestañas, que arrojaban sombras sobre sus mejillas, me devolvieron a la realidad. Emití un sonido gutural y aparté mi boca de la de él, girando la cabeza al tiempo que le ponía las manos sobre el pecho para empujarlo lejos de mí. Dio un paso atrás; parecía aturdido cuando nos miramos a los ojos, jadeantes.

—¡Joder! Lo siento —dijo, finalmente.

—¿Qué es lo que lamentas? —pregunté con rabia—. ¿Los insultos o los besos?

—Los insultos. Los besos no los lamento nada.

Parpadeé. Y sí, a pesar de que seguía enfadada, ahora más conmigo misma que con él, una parte de mí quería volver a besarlo.

Sacudí la cabeza un poco, liberándome del último rastro de niebla. Estábamos en un ascensor. Él era una estrella porno. Habíamos intercambiado un secreto y luego lo habíamos utilizado como arma arrojadiza.

Solté una risita sin humor y clavé la mirada en el techo al tiempo que respiraba hondo. Bajé los ojos hacia Carson, que me miraba con expresión de confusión. Lo vi arquear una ceja.

—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

Me di la vuelta y me senté, dejando caer la cabeza contra la pared. Él se acercó y se apoyó en la pared del fondo del ascensor, justo a mi derecha, dobló las rodillas y apoyó en ellas los antebrazos.

—Nosotros —gruñí—. Somos horribles. Cada uno ha compartido un secreto y no hemos tardado ni cinco minutos en utilizarlo en contra del otro. —Negué con la cabeza mientras lo miraba—. Yo también lo siento.