El dilema de Travis - Mia Sheridan - E-Book

El dilema de Travis E-Book

Mia Sheridan

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Beschreibung

Mia Sheridan vuelve a Pelion, Maine, con esta novela sobre el hermano del protagonista de su gran éxito La voz de Archer. Travis Hale lo tiene todo: es el jefe de policía local en el idílico pueblo de Pelion, Maine; su atractivo físico hace que las mujeres caigan rendidas a sus pies, y su hermano Archer le ha perdonado todo lo que hizo en el pasado. Tal vez sienta algún remordimiento, pero su futuro parece brillante e ilimitado… Hasta que se cruza con una mujer que puede desestabilizar sus bien trazados planes. No es que exista ningún riesgo real de que se enamore de esa chica salvaje con la cabeza llena de rizos rebeldes y un pasado igual de desordenado, que hace batidos con alpiste y es aficionada a las plantas. Ni siquiera es su tipo. La vida de Haven Torres se ha roto, o más bien se ha quemado hasta los cimientos. Al principio le pareció una buena idea subirse al coche, con su hermano de copiloto, y embarcarse en una aventura a través del país. Al conseguir trabajo en el club de campo de un pintoresco y acogedor pueblo de Maine, Haven espera que aquel sea un buen verano. Pero cuando conoce al jefe de policía local, tan arrogante y seguro de sí mismo, y este la pone al corriente del escandaloso comportamiento de su hermano, sabe que Pelion será solo otro pueblo más en su camino. Aun así, Travis y ella acaban forjando una amistad improbable y se convierten en cómplices. Y antes de que ninguno de los dos sepa cómo, lo sencillo se vuelve complicado, su amistad cambia de rumbo y ambos descubren que a veces tienes que perderlo todo para encontrar exactamente lo que necesitas.

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Título original: Travis

Primera edición: febrero de 2023

Copyright © 2021 by Mia Sheridan.

Published by arrangement with Brower Literary and Management.

© de la traducción: María José Losada Rey, 2023

© de esta edición: 2023, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-42-0

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografía del modelo: Curaphotography/Depositphotos.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Prólogo

1

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5

6

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9

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33

Epílogo

Agradecimientos

Contenido especial

A todos los lectores del mundo que primero amaron a un chico silencioso y me ayudaron a darle voz.

Prólogo

Travis, a los siete años

—¿Mamá? ¿Qué pasa? —Me acerqué lentamente, con el corazón acelerado, al ver cómo se estremecía la espalda de mi madre. Tenía la cabeza apoyada en los brazos frente a sí, sobre la mesa de la cocina, y sus suaves sollozos sonaban amortiguados.

Pero se incorporó al oír mi voz. Tenía las mejillas mojadas por las lágrimas y la boca torcida en lo que parecía más ira que tristeza. La cara de mi madre tenía esa expresión muchas veces. Sus ojos decían una cosa, pero el resto de su rostro, e incluso sus palabras, decían otra. A veces mi madre me confundía. No sabía si debía intentar ayudarla o huir de ella.

Mi padre no me confundía así. Él sonreía con toda la cara, y cuando estaba triste, yo también lo notaba.

Mi padre parecía estar triste a menudo. Pero me quería, y yo lo quería. Era mi héroe, y yo algún día iba a ser policía como él. Entonces ya no estaría triste, porque yo le haría sentirse orgulloso y feliz.

Los hombros de mi madre subieron y bajaron cuando respiró hondo.

—Tu padre se ha ido —dijo.

Parpadeé, y el corazón pareció que me explotaba con un fuerte golpe en el pecho.

—¿Se ha ido a dónde? —susurré—. ¿De viaje? ¿Al pueblo al otro lado del lago por asuntos de trabajo?

—¡Quién sabe dónde! —dijo en voz alta, de repente, con los ojos brillando con la misma rabia que salía por su boca—. Se ha escabullido como un ladrón, con tu tía Alyssa y tu primo Archer. Quiere que ahora ellos sean su familia. Ya no nos quiere a nosotros.

Di un paso atrás. Lejos de mi madre y de las palabras que me decía.

—No —susurré—. Mi padre no me dejaría solo… —… contigo. Él me quiere—. No lo haría.

—Oh, lo haría, y lo ha hecho —afirmó. Las lágrimas se interrumpieron mientras daba golpecitos en la mesa con los dedos, haciendo agudos sonidos con sus largas uñas. Tap, tap, tap… Quise cubrirme las orejas con las manos para hacer que el sonido se detuviera. Quería que mi madre parara. Que cesaran las lágrimas. Los gritos. Los golpecitos. Sentía como si me presionaran el pecho.

Me sentía asustado y triste.

Él no me dejaría.

Él me quiere.

Pero yo no lloraba. Era duro, como mi padre, y no lloraba.

Mi madre miró el teléfono que tenía en la mesa mientras seguía moviendo los dedos, dando golpecitos, cada vez más fuerte y más rápido.

—Pero tal vez haya algo que pueda hacer —murmuró. Curvó los labios hacia arriba, pero seguía teniendo los ojos entrecerrados.

Cogió el teléfono y empezó a pulsar los botones para llamar a alguien.

—¿Por qué, mamá? —susurré con la voz quebrada, suplicando una respuesta diferente a la que me había dado. Necesitaba desesperadamente que me dijera algo que tuviera sentido—. ¿Por qué se ha ido?

Mi madre dejó de marcar y levantó la cabeza para mirarme. Me observó durante unos instantes.

—Porque soy la segundona, Travis. Y tú el segundón. Los dos lo somos. Siempre lo hemos sido.

Sentí como si algo se marchitara y muriera dentro de mí, como las manzanas marchitas que caían al suelo en el patio trasero. Con un golpe seco. Eran las que nadie quería.

El segundón. El segundón. No eres más que el segundón.

Y el segundón ni siquiera merecía una despedida.

1

Travis

El lago brillaba más allá de los árboles cuando abrí la puerta de casa de mi hermano. El chirrido de las bisagras oxidadas rompió el silencio de la tranquila tarde de verano, ruido al que se unió rápidamente y de forma bulliciosa el golpe de la valla y la carrera de mis sobrinos —y de varios perros callejeros— desde el exterior, cuando subieron a toda velocidad por el patio en cuesta para recibirme.

—¡Tío Travis! ¡Tío Travis! —gritaban los chicos al unísono mientras sus cortas piernas los llevaban rápidamente cuesta arriba, con los perros ladrando y saltando alrededor. Los canes movían las colas de una manera que habría permitido que cualquier ladrón armado o asesino en serie que entrara en la propiedad pensara que era más que bienvenido a unirse a la familia.

Me reí cuando Connor y Charlie llegaron hasta mí; me agaché y los cogí a cada uno con un brazo.

—¡Tengo dos estómagos! —declaró Connor—. Lo dice papá.

—Es típico de los Hale —expliqué—. Forma parte de la forma en que crecemos y…

—¡Creo que yo tengo tres! —declaró Charlie, para no ser superado por su gemelo.

Miré con curiosidad su estómago y usé los dedos para hacerle cosquillas en el costado. Charlie aulló de risa. Los perros se metieron entre mis piernas, y esquivé al de pelaje marrón, que parecía estar siempre sonriendo. No me fiaba de él ni un pelo. Cualquier ser que sonriera de esa forma constantemente estaba, sin duda, loco.

—¿Has visto alguna vez un elefante, tío Trav? —preguntó Charlie.

—En persona no…

—¿Y un oso? —soltó Connor.

—He visto demasiados para…

—¡Los elefantes pesan más que los coches!

—¡Los osos duermen todo el invierno! Se llama hibernación.

—¿Hiber-nación? ¿Qué es una nación? —pregunté.

—¡Probablemente sea un culo peludo! —susurró Connor en voz alta mientras, ladeado hacia Charlie, ahuecaba la mano sobre la boca.

Entonces los dos niños comenzaron a reírse a carcajadas, y sus pequeños cuerpos temblaron de hilaridad. Yo también me reí, porque si eras un humano del género masculino, las palabras «culo peludo» tenían gracia, tanto si tenías cinco años o más de treinta.

O incluso ciento cincuenta, pensé.

—Chicos —llamó Bree, saliendo al exterior, con Averie, de seis meses, en brazos—. Dejad que vuestro tío recupere el aliento. —Me sonrió—. Hola, Travis.

—Bree. —Cuando dejé a los niños en el suelo, capté la leve inclinación de cabeza que Charlie le hizo a Connor antes de que tropezara. Me adelanté y lo pillé antes de que cayera al suelo de madera del porche.

—¡Ajá! —gritó Connor en tono triunfante desde el otro lado, sosteniendo el paquete de chicles que me había sacado del bolsillo mientras yo rescataba a su hermano de su falsa caída.

—Dios mío, sois unos ninjas —dije, orgulloso de su sigilo, chocando los cinco con ellos.

Se rieron y Bree los miró con desaprobación mientras se apoyaba la única mano disponible en la cadera.

—No se roba, niños. —Volvió su mirada hacia mí—. ¿No se supone que eres la ley?

—¿Quién lo ha dicho?

—Los vecinos de Pelion, al parecer.

—Ah, es cierto. Ahora lo recuerdo. Vuestra madre tiene razón. Robar os conducirá finalmente a la cárcel.

Connor parecía un poco intrigado, una expresión que se transformó en inocencia cuando se volvió hacia su madre.

—¿Puedemos tomar un chicle? —preguntó muy serio, sosteniendo en alto la evidencia de su crimen.

Bree intentó reprimir una sonrisa.

—Podemos —corrigió—. Uno cada uno —ofertó, y las caras de los chicos se iluminaron con sendas sonrisas idénticas. Connor repartió rápidamente los chicles y luego, cuando su madre hizo un movimiento de cabeza, entraron corriendo.

—¡Gracias, tío Travis! —gritaron sin detenerse, antes de ponerse a hablar con frenesí sobre lo que parecía un castillo de Lego. Sin duda esos dos niños compensaban el silencio de mi hermanastro.

La niña, sin embargo, me miraba con recelo, con la cabeza apoyada en el hombro de Bree, mientras se aferraba a la camiseta de su madre con una mano, como si viera en mis ojos que tenía intención de secuestrarla en cualquier momento. Me sentí un poco ofendido. Había sido yo quien había liderado el equipo de rescate cuando la niña había tomado la mala decisión de nacer durante una de las peores tormentas de nieve que habíamos visto en años, hacía ya seis meses, lo que hizo que sus padres hubieran de tenerla en casa. Era como si ya se hubiera olvidado.

—¿Buscas a Archer? —preguntó Bree.

—Sí. He traído del departamento de policía los datos que me solicitó —dije, sacando los impresos doblados del bolsillo trasero. Archer me había pedido que imprimiera las estadísticas de delincuencia para la reunión anual del pueblo que se celebraba en julio.

Bree asintió.

—En el suelo —dijo a los perros que aún se arremolinaban alrededor de mis piernas.

—No es una buena idea, Bree. Estás casada con mi hermano y yo estoy saliendo con otra mujer. Tienes que superar lo mío de una vez por todas.

Puso los ojos en blanco.

—Qué gracioso eres…

Centró su atención en los perros —con su mirada de madre seria—, y yo sonreí cuando los animales se tumbaron en el porche; el perro negro, de mayor tamaño, y el blanco y pequeño de pelo rizado se tumbaron de lado, mientras que el marrón seguía sonriéndome como un chiflado peludo. Lo fulminé con la mirada, haciéndole saber que no debía mostrarse como un chiflado peludo con alguien que pudiera luchar contra él. La sonrisa se estiró, se extendió de oreja a oreja. Dios mío. Lo rodeé con un amplio margen de espacio cuando Bree entró en la casa y me indicó que la siguiera.

—Archer me ha enviado un mensaje hace unos minutos. Se está retrasando un poco, pero debería estar en casa dentro de nada.

La casa era pequeña, pero hogareña. Olía a vainilla y a algo delicioso que se horneaba en la cocina. Los chicos discutían con alegría, sus voces animadas subían y bajaban de volumen mientras jugaban en su habitación, en la parte trasera de la casa. Las ventanas estaban abiertas de par en par y las cortinas se agitaban con la brisa del lago. El suelo de madera crujió bajo las pisadas de Bree, que iba descalza, cuando fue a la cocina, con la bebé apoyada en la cadera.

¿Sería esto tan malo? ¿Un hogar como este? ¿Una vida así?

—Quédate a cenar —me invitó Bree. Había un pequeño indicio de duda en su tono, como si no estuviera cien por cien segura de lo que decía.

Supongo que esto va a llevar un tiempo, tal vez una eternidad.

Dejé los papeles a un lado y me apoyé en la encimera mientras veía a Bree hacer malabares con Averie para comprobar algo en el horno y remover lo que parecía pasta en los fogones.

—No puedo. Tengo la noche libre; pretendo darle una sorpresa a Phoebe y llevarla a cenar.

Bree soltó una pequeña carcajada, pero la sofocó con rapidez.

—Lo siento. Es que sería más fácil si tu novia no tuviera el mismo nombre que mi perra. Es… raro.

—Entonces ponle otro nombre a tu perra.

Se volvió con rapidez hacia mí, con un aspecto bastante indignado.

—No puedes… —Meneó la cabeza como si lo que iba a decir fuera una pérdida de tiempo—. De todas formas, estoy segura de que estará encantada de que tengas la noche libre. —Me miró de reojo—. ¿Cómo van las cosas con ella? ¿Cuánto tiempo hace que salís? ¿Un año?

Asentí, y una oleada de calor se me extendió por el pecho mientras la sonrisa de Phoebe llenaba mi mente, la forma en que seguía suspirando y parecía casi sorprendida cuando le guiñaba un ojo.

—Diez meses. Va bien. Es estupenda. —Me adora.

Bree se había vuelto para remover el contenido de lo que tenía al fuego, pero se detuvo y dejó la cuchara sobre la encimera. Cambió de posición a Averie para sostenerla con los dos brazos y se apoyó en la encimera, poniendo la barbilla en la cabeza de la bebé mientras me observaba pensativamente.

—Travis Hale. Nunca pensé que vería este día… Vas en serio con esta chica, ¿verdad?

—¿Celosa? —Sonreí, pero ella permaneció seria. Yo no pude reprimir una sonrisa.

—No. Me alegro. Estaba deseando que encontraras la felicidad.

Hubo un silencio largo y pesado que me hizo sentir algo incómodo. No sabía qué decir. Sinceramente, Bree tenía todo el derecho del mundo a desearme que fuera infeliz durante el resto de mi vida, aunque Archer y yo hubiéramos arreglado las cosas y yo me esforzara al máximo por ser un buen tío para mis sobrinos —lo que no era difícil, porque, en serio, disfrutaba mucho con ellos— y algún día —si era capaz de ganármela—, con la sobrina que seguía contemplándome con cautela. La forma en que me había comportado con Bree cuando pisó Pelion por primera vez…, las cosas que le había hecho a mi hermanastro durante toda la vida… se interpondrían siempre entre nosotros. Los años habían pasado, las estaciones habían ido y venido, y me gustaba pensar que había madurado, pero, aun así, no había nada que pudiera hacer para borrar la forma en que los había perjudicado en el pasado. Lo que mis acciones podrían haber provocado.

—Es ella, ¿no? —preguntó Bree, y detecté un leve indicio de… ¿inquietud? ¿Preocupación? No estuve seguro, y lo que fuera que pasó por su expresión desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Ladeó la cabeza y aspiró el cabello castaño de Averie mientras suspiraba con suavidad.

Bree había estado con Phoebe en muchas ocasiones. Nunca había dicho nada desagradable de ella, pero tenía la sensación de que nunca serían buenas amigas. Y me parecía bien. A Bree le gustaba cocinar, leer y jugar con sus hijos y sus perros. Todas esas cosas que se hacen cuando se es madre. Pero Phoebe no tenía hijos… todavía. Le gustaba… Bueno, además de gustarle yo, le gustaba… ¿Qué le gustaba a Phoebe?

Le gustaba ir de compras, eso fijo. Y tomar el sol. Dos asuntos que se le daban muy bien.

—Bueno, cuando se sabe, se sabe —aseguró Bree, sonriendo mientras encontraba mi mirada y me la sostenía durante varios segundos.

Cuando se sabe, se sabe…

Me aparté de la encimera justo cuando llegó a mis oídos el leve sonido de la puerta al abrirse. Volvió a cerrarse quedamente mientras Archer entraba en la cocina, sin mostrar sorpresa al verme. Por supuesto, se había dado cuenta de que mi pickup estaba aparcada en la entrada.

—Hola —me dijo por señas.

—Hola —respondí a Archer de la misma manera mientras él se acercaba a Bree y a su hija, con una expresión tan feliz que casi miré hacia otro lado; era como si estuviera interrumpiendo un momento íntimo y no pintara nada allí.

La bebé movió sus piernas regordetas y sonrió, lo que dejó a la vista dos dientes blancos y brillantes en la encía inferior. Averie le tendió los brazos a su padre y Archer la cogió de las manos de Bree al tiempo que besaba a su mujer en los labios con bastante pasión.

—Bueno —dije, en voz alta, dando un golpe a los papeles que estaban sobre la encimera—. Aquí están los datos que querías. También te los he enviado por correo, pero como pasaba cerca, se me ha ocurrido parar y dejártelos también en papel. Despedidme de los chicos. Los recogeré el domingo. —Ellos y yo teníamos una cita con los helados todos los domingos después de la cena; siempre les daba demasiado azúcar y los enviaba a casa para que fueran sus padres los que lidiaran con las consecuencias.

Archer miró a Bree, con las manos demasiado ocupadas para «hablar».

—Travis no puede quedarse a cenar. Tiene planes con Phoebe —le explicó ella, como si le hubiera leído la mente.

Archer sonrió y asintió.

—Me alegro de verte —dije—. Bree… —Sonreí a Averie, que entrecerró un poco los ojos mientras se acurrucaba más contra el pecho de Archer, al tiempo que se aferraba con el puñito a la camisa de su padre de la misma manera que se había agarrado antes a la de su madre—. Bueno, chicos…, hasta luego. —Y, dicho eso, me di la vuelta y salí de la pequeña casa en el lago que desprendía aroma a hogar, amor y familia.

La brisa olía a melocotón. Inspiré profundamente el aire que entraba por la ventanilla abierta, mientras mi pickup avanzaba al ralentí por el camino de tierra que terminaba en el límite de mi propiedad. Me sentí envuelto en paz. En esperanza hacia el futuro. El sol empezaba a descender detrás de un viejo granero, tiñendo todo con una brumosa luz dorada. Por desgracia, tenía que derribar esa estructura. Se hallaba justo en el lugar donde pensaba construir la casa. Sin embargo, pensé que tal vez podría utilizar la madera de alguna manera. La de las vigas o la de los suelos, algo que rindiera homenaje a lo que una vez fue pero ya no podía ser.

Había sido mi padre quien había comprado ese terreno a orillas del Pelion, y técnicamente pertenecía a Calliope, la zona más turística del lago. El terreno no era demasiado grande, pero era una propiedad en primera línea del lago. Habían sido tierras de labranza en el pasado, y aún quedaban varios árboles frutales: manzanos, cerezos, melocotoneros y ciruelos.

El agua ondeaba con serenidad cuando clavé la mirada en el lugar en el que acababa de estar, la casa de mi hermano, aunque quedaba demasiado lejos para verla desde tanta distancia. Archer era el dueño y administrador de Pelion, pero yo tenía mi propiedad. A pesar de que el pueblo, al final —y con razón— había pasado a manos de Archer años atrás, mi padre le había legado ese terreno a mi madre. Como no formaba parte de Pelion, ella había podido conservarlo. Yo le había entregado a mi madre cada centavo de mis ahorros para comprárselo. Así, había obtenido algo importante para mí —algo que era solo mío— y ella, una importante suma de dinero que necesitaba con desesperación, ya que le habían arrebatado todo lo demás —de nuevo, con razón—. Podía ser que Archer fuera el dueño de la mayor parte de la herencia de los Hale, y que siempre hubiera sido obvio que poseía el trozo más grande del corazón de nuestro padre porque su madre había sido el amor de su vida —mientras que mi propia madre no había sido más que una manipuladora intrigante que lo había engañado para que la dejara embarazada—, pero ese terreno me pertenecía a mí y a nadie más. Allí yo no era el segundón.

Todavía no podía permitirme construir nada, pero ya estaba a punto de lograrlo. Algún día…, algún día criaría a mis hijos en esas tierras. Algún día viviría la vida que nuestro padre había querido para sí mismo. Él había amado Pelion, y había sido el jefe de policía del pueblo, igual que yo, pero había querido distanciarse de sus hermanos; de hecho, aunque yo solo tenía uno, también me había distanciado. Había veces en que me parecía todo tan perfecto en esa familia que no lo podía soportar.

Me senté allí, en la tranquila paz del atardecer, durante un momento, escuchando la forma en la que el agua rebotaba en la orilla y aspirando la fragancia de las frutas dulces de verano.

¿Imaginaba a Phoebe en esas tierras? ¿Embarazada? ¿En un embarcadero sobre el agua? ¿En una casa con un porche, bajo los rayos del sol, que se elevaba por encima de los árboles, a su espalda?

Entrecerré los ojos, y me concentré tanto intentando visualizarla, sin conseguirlo, que me estremecí. La imagen borrosa de una mujer vaciló, se desvaneció y desapareció. Me froté la sien. ¿Quería Phoebe tener hijos? No habíamos hablado de ello. Tal vez tenía que empezar a preguntarle algunas cosas. Por supuesto, si empezaba a hablar de ello, ya sería un avance en sí mismo. De repente, se me entrecortó la respiración, y tiré del cinturón de seguridad, que seguía atado a mi cuerpo, como si de alguna manera inexplicable se hubiera apretado más.

«Cuando lo sabes, lo sabes…».

La afirmación de Bree retumbó en mi mente. Pero ¿qué debía saber? Lo cierto era que todavía no estaba seguro de poder confiar en lo que sabía. Todo aquello de lo que había creído estar seguro habían sido mentiras, muchas de las cuales me las había dicho a mí mismo. Al final, no había sabido nada. Así que tal vez otras personas sí lo sabían, pero yo, en cierto modo, seguía volando libre cuando intentaba ser una persona de la que otros pudieran estar orgullosos.

El sol siguió bajando, el cielo se tiñó de naranja, la hierba alta se movió lánguidamente con la brisa. Sonreí; la paz de ese lugar, el orgullo de que fuera mío, se apoderó de mi interior y ayudó a disipar la dirección negativa de mis pensamientos. Subí la ventanilla y puse en marcha el aire acondicionado antes de girar la pickup para ir a casa de Phoebe.

2

Travis

Phoebe vivía en un barrio lujoso a las afueras de Calliope, formado casi por completo por modernos edificios de apartamentos. Los ciudadanos de Pelion se habían resistido de forma casi unánime a ese tipo de nuevas construcciones, optando en su lugar por encantadores bed and breakfast y pintorescas cabañas de vacaciones que flanqueaban toda la costa. Lo que habían perdido en turismo de gente joven y en comunidades de grandes fortunas lo habían compensado con el dinero que se gastaban las familias y las personas mayores que regresaban año tras año, algunas de las cuales se habían convertido en una parte casi tan importante de la comunidad como las que vivían en Pelion todo el año.

Me detuve en la pequeña tienda de comestibles para comprar un ramo de flores, y luego regresé silbando a la pickup.

Ya no quedaba rastro de luz diurna cuando me acerqué al apartamento de Phoebe con las flores en la mano. Retrocedí un poco al darme cuenta de que la puerta estaba abierta, y mi instinto de policía hizo que se me erizaran los pelos de la nuca. Ella tenía pensado asistir a un torneo de golf en un campo cercano con algunos amigos, pero debía de haber regresado a casa hacía horas. Empujé la puerta ligeramente, eché la cabeza hacia un lado y miré al interior. El bolso de Phoebe estaba en el suelo del vestíbulo, con el contenido desparramado por las baldosas.

Mierda.

¿Qué coño…?

Dejé las flores en el suelo, regresé a la pickup lo más rápido que pude haciendo el menor ruido posible y cogí mi arma de la guantera. Regresé a la puerta abierta de Phoebe y me colé en el interior.

Oí un leve grito en el piso superior, y mi corazón empezó a acelerarse mientras me movía con rapidez hacia la base de la escalera. Subí al segundo piso con la espalda pegada a la pared. Había un espejo en el rellano entre los dos pisos y me vi en él de reojo, con la mandíbula tensa y los hombros rígidos. Luego oí otro grito de dolor y el golpe de algo contra el suelo.

Joder, joder, joder.

Voy corriendo, Phoebe.

Ya había matado en el pasado por alguien que me importaba. Lo haría de nuevo si era necesario.

La puerta de la habitación también estaba un poco entreabierta, y me quedé quieto junto a ella, intentando ver el interior con el pecho subiendo y bajando. Había una lámpara encendida y, en las sombras de la pared, pude ver lo que parecía un tipo sujetando a Phoebe mientras ella luchaba contra él. La adrenalina corrió por mis venas y, con un rápido movimiento, abrí la puerta, levanté el arma y me acerqué directamente al atacante.

—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! ¡Me corro, Phoebe! —Una voz masculina, que no era la mía, aunque las palabras eran casi idénticas a las que yo acababa de decirme a mí mismo.

—¡Oh, Dios! ¡Eres el mejor! ¡El mejor! —exclamó Phoebe.

En esa fracción de segundo chocaron con dureza en mi interior el miedo y la realidad, una dura bofetada de realidad. Me eché hacia atrás justo a tiempo para evitar meterle una bala en la nuca al tipo que —parpadeé y tragué saliva— se estaba follando a mi novia en la cama de ella. Todo parecía tambalearse a mi alrededor. La pistola no.

Phoebe abrió los ojos de golpe y mi mirada se cruzó con la suya. Su expresión pasó de la satisfacción al horror, y gritó. El tipo que estaba encima de ella se sobresaltó y se apartó, enredándose en las sábanas, de modo que se cayó de la cama, desnudo, por el lateral. Mientras intentaba zafarse de las sábanas desesperadamente, con una expresión de terror, su pene, ahora flácido, bailó sin fuerzas de un muslo a otro. Por fortuna para él, se había puesto un condón.

Habría sido algo divertidísimo si se hubiera tratado de otra persona, o si yo hubiera estado viendo cómo se desarrollaba toda la escena en una pantalla de cine.

Bajé el arma lentamente mientras él conseguía liberarse de las sábanas y se ponía en pie de un salto, pero tropezó con el contenido de la mesilla de noche, que había debido de caerse durante su, sin duda, frenético polvo, y quedó atrapado antes de volver a caer.

La sangre helada recorría lentamente mis venas, embotando cualquier emoción. El tipo, que apenas parecía adulto, se quedó paralizado y se cubrió la entrepierna.

—¿Para qué te molestas? —pregunté. Ya lo habíamos visto todo.

La mirada del chico fue a Phoebe, que estaba sentada en la cama con la sábana subida hasta el cuello de forma recatada, con los ojos muy abiertos y la boca tensa; luego a la otra mesilla de noche, donde descansaban innumerables fotos en las que Phoebe aparecía conmigo; de nuevo a mi cara y, para terminar, la posó en la pistola.

—Eeeh… —masculló.

—Creo que es mejor que te vayas, Easton —dijo Phoebe con un murmullo, bajando las pestañas, con su piel impoluta y bronceada contra las sábanas de color rosa pálido.

Easton.

Mi humillación tenía nombre.

Easton no dudó. Se lanzó a por la ropa, se subió los pantalones y se puso un zapato, antes de volver a mirarme a mí y a la pistola y luego hacer un desfile medio cojo corriendo hacia la puerta. Se le cayó la camiseta, la recogió y luego prácticamente se propulsó al exterior del dormitorio como si esperara que le impactara una bala en la nuca en cualquier momento.

Bajó las escaleras corriendo, y unos segundos después se oyó cómo la puerta se cerraba de golpe.

Ya me había encontrado antes en situaciones donde el silencio era lo más notable. Joder, había pasado varias horas en compañía de mi hermano, que no podía decir ni una palabra, ayudándolo en algún proyecto. Pero nunca, en toda mi vida, había experimentado un silencio como aquel.

—¡Di algo! —chilló ella al final.

—No creo que sea yo quien deba hablar en este momento.

Hundió los hombros.

—Lo siento mucho, Trav.

—¿Por qué? —pregunté casi con ternura, con la pistola que por poco había utilizado para matar al amante de mi novia floja en la mano.

Phoebe se arrodilló sobre la cama, y se le cayó la sábana mientras se acercaba a mí.

—Por favor, perdóname —me suplicó.

Miré hacia otro lado. No quería ver su desnudez. Me parecía obsceno después de lo que acababa de presenciar.

Se hundió en la cama, cubriéndose los pechos de nuevo con la sábana, como si me hubiera leído la mente.

—Es que… Te quiero. Te quiero de verdad. —Vi cómo bajaba los hombros—. Es que… hemos ido al bar a tomar unas copas después del torneo y lo he conocido allí, y parecía tan interesado en mí… La forma en que me miraba me ha hecho preguntarme si realmente me amabas. —Parecía abatida, y, a mi pesar, noté una punzada de compasión en el estómago, que bloqueé con violencia.

Mi mirada se fijó en el folleto que había en el suelo, del bar al que debía de referirse. El folleto anunciaba bebidas a un dólar.

—¿Lo has conocido en un bar hace unas horas? —De alguna forma eso hacía que fuera peor. ¿Por qué? ¿Acaso la situación podía empeorar? Mi novia se había llevado a casa a un desconocido después de haberse emborrachado con una oferta en copas.

Pensé en lo que le había oído gritar mientras el tipo estaba dentro de ella, lo que había dicho la mujer con la que había considerado tener hijos hacía menos de treinta minutos, por el amor de Dios: «¡Eres el mejor! ¡El mejor!». Y ni de coña iba a volver a ser el segundo para nadie, en especial si el primero era un joven Romeo que probablemente estaba de paso por la ciudad, gastando unos pocos dólares —literalmente— mientras soltaba algunas palabras acarameladas de borracho a una chica a la que había conocido en un bar.

—No sabía que fueras tan cutre —comenté. La expresión de su cara fue de derrota absoluta, y hundió la cabeza en las manos. Me di la vuelta y salí de aquella habitación con olor a sexo, bajé las escaleras y atravesé la puerta. El ramo de flores seguía en el suelo, así que levanté la pierna y lo pisoteé con fuerza, haciendo que las flores quedaran destrozadas.

Me daba que Bree no tendría que cambiar el nombre de su perro al final.

3

Travis

Me dolía la mandíbula por haberla mantenido constantemente apretada durante los tres últimos días. Cada vez que la relajaba, la imagen de aquel joven desnudo follando con mi novia inundaba mi mente, y me daban ganas de morderme la lengua.

Un coche pasó en dirección contraria y casi me rozó al desviarse hacia mi carril.

—¡Joder! —grité, esquivándolo a duras penas, lo que hizo que los neumáticos patinaran en la grava de la carretera. Hice un rápido giro de ciento ochenta grados mientras encendía las luces y la sirena, y aceleré para alcanzar a aquel turista borracho que conducía un maltrecho Honda Accord con matrícula de otro estado.

El coche marrón se detuvo poco a poco, y quedó al ralentí, en el arcén de la carretera que llevaba del centro de Pelion al desvío hacia Calliope. El calor del día había desaparecido casi por completo, y, al acercarme al vehículo, una suave brisa me levantó el pelo y lo dejó caer suavemente. Era una sensación extraña…, casi… reconfortante. Relajé la mandíbula, y bajé la mirada al vehículo, fijándome en las pegatinas del parachoques. Una mostraba un grupo de animales de granja con forma de dibujos animados con una frase ridícula: «Son amigos, no comida», y la otra proclamaba: «Nunca se es demasiado viejo para jugar en la arena», significara lo que significara. Las ventanillas traseras estaban completamente empañadas y la del conductor ya estaba bajada. O bien el ocupante no tenía aire acondicionado o esperaba que la brisa lo ayudara a despejarse. Iban a contarme uno de esos relatos de embriaguez que había presenciado demasiadas veces para contarlos, pero siempre mantenía la mente abierta por si alguien ideaba algo nuevo.

Una cabeza se asomó por la ventanilla, y una chica cruzó los brazos sobre el marco mientras me observaba acercándome, con una sonrisa vacilante en su rostro y los ojos entrecerrados para protegerse del sol.

—Casi me saca de la carretera —dije, echándome hacia atrás y girando la cabeza hacia la parte trasera de su coche cuando su tubo de escape resonó con fuerza. El vehículo parecía estar en las últimas.

—Lo siento mucho, oficial. Solo he apartado la vista de la carretera un momento. Me siento fatal.

—Carnet de conducir y permiso de circulación, por favor.

Un destello de irritación iluminó sus ojos castaños, pero curvó los labios educadamente y movió los brazos antes de girarse para rebuscar en la guantera y luego meter la mano en el bolso que llevaba en el asiento del copiloto, junto a una planta volcada. Había tierra esparcida sobre la tela descolorida. Otro par de plantas yacían en el suelo; obviamente también habían caído del asiento, y tres más estaban precariamente colocadas en el borde del salpicadero.

Tomé la documentación que me ofrecía. «California». Por supuesto. De allí llegaban todos los locos.

—«Haven Torres, de Los Ángeles» —leí.

—Esa soy yo. —Sonrió tan contenta, y se acercó para enderezar la planta inclinada que tenía a su lado. Me di cuenta de que tenía un cactus curvado entre sus muslos bronceados.

Mis ojos se clavaron en ese cactus. No sabía que un cactus podía curvarse.

—¿Qué le pasa a ese… cactus?

Ella frunció el ceño.

—Oh… Solo tiene sed. Mucha sed.

Hubiera podido responderle con muchas insinuaciones inapropiadas, y me dolía no aprovechar la oportunidad, pero se trataba de un asunto policial oficial.

Me incliné, me bajé las gafas de sol y miré con detenimiento el asiento trasero del coche. Fruncí el ceño mientras mi mirada se deslizaba por una auténtica jungla.

—¿Qué es eso?

—Plantas —repuso.

—Ya, ya veo que son plantas.

—Más concretamente, dos caryotas, un par de dragos, un filodendro, un crotón…, y esa es una caoba —terminó, bajando el dedo con el que había señalado por todo el asiento trasero y sonriéndome con orgullo.

Entrecerré los ojos. No tenía ni idea de lo que acababa de decir, pero no parecía importante. Dios mío, las plantas invadían cada rincón del vehículo.

—Le tapan la vista. No es de extrañar que casi me haya dado un golpe.

—Oh… —Desvió la mirada por un momento. Un rizo castaño se desprendió del moño que llevaba en la parte superior de la cabeza, y rebotó contra su mejilla—. Bueno. Me hubiera gustado transportar las plantas en dos viajes, pero… los del vivero iban a tirarlas esta noche a menos que pudiera llevármelas todas. —Noté el matiz de indignación en su voz, como si tirar las plantas fuera algo parecido a asesinar gatitos.

Vivero. Solo había uno en Pelion, así que tenía que ser el Jardín Botánico de Fern Alley, que quedaba a unos ocho kilómetros del punto donde nos encontrábamos en ese momento, pegado al borde de la carretera. ¿A cuántos peatones habría estado a punto de atropellar en ese corto trayecto?

Me miraba expectante, con una chispa en los ojos que podría ser de nerviosismo, pero que yo sospechaba que era de indignación.

Me tomé otro minuto para contemplarla y me di una palmada con su documentación en la muñeca.

—Podría dejarla ir con una advertencia y arriesgarme a que vuelva a conducir como una loca. O bien podría multarla y proteger a los residentes de Pelion, que confían en que yo mantenga las calles seguras. ¿Cuál de las dos opciones cree que elegiré, Haven de California?

La chispa aumentó; entrecerró los ojos de una manera que me recordó un poco a la forma en que me miraba mi sobrina.

—¡Oooh, quiere jugar a las adivinanzas! —Se dio unos golpecitos en los labios fruncidoscon el dedo, como si estuviera considerando la respuesta profundamente—. No siempre funciono bien bajo presión, así que es difícil elegir. Mmm… ¿Cuál elegiré? ¿Cuál elegiría usted? —murmuró, levantando de repente un dedo mientras su mirada se clavaba en la mía—. ¿La que más alimente su sed de poder?

Estuve a punto de reírme, pero me contuve y disimulé el sonido que salía de mi garganta con una tos, en la que mi diversión se mezclaba con cierta irritación y una pizca de asombro.

Me quité las gafas de sol lentamente y me las colgué en el bolsillo de la camisa mientras me tomaba mi tiempo para estudiarla.

—¿Ha tenido antes encontronazos con la policía, Haven de California? ¿Experiencias que la hagan ser hostil ante las fuerzas del orden?

—No. Compruebe mi historial. No he recibido ni una multa por exceso de velocidad. Si en su sabia y profesional opinión considera que merezco una por mi delito, sería la primera. No tengo ningún informe negativo de la policía, aparte de que creo que debe de ser difícil tener un trabajo en el que constantemente se piensa lo peor de la gente. Debe de ser usted perfecto, oficial… —entrecerró los ojos al ver mi placa— Hale.

—Jefe Hale.

—Jefe Hale —repitió. Varios rizos alborotados más se escaparon y cayeron alrededor de su cara, como si protestaran por toda esa interacción. No fui capaz de decidir si era guapa o no. Sin duda, no era el tipo de chica que me solía gustar. De todos modos, no importaba; había renunciado a las mujeres en un futuro inmediato. Lo que sí sabía era que tenía un aspecto tan salvaje como la maraña de hojas y lianas que luchaban por hacerse con el espacio de su coche. Durante varios instantes nos miramos, y sentí el extraño impulso de sonreír a esa mujer insolente. Reconocí su sarcasmo y sus comentarios socarrones. Yo había escrito el libro de ese tipo de diálogos. Sabía exactamente cómo manipular las palabras. Sin embargo, esa chica lo hacía de una manera que no era cortante, sino… desafiante.

E interesante.

Yo solo había conseguido ser seco.

Por otra parte, había aprendido de los mejores.

Me incorporé. En cualquier caso, ¿por qué estaba tolerando esa situación?

—Va a tener que descargar algunas plantas —le indiqué.

Abrió los ojos de par en par, con una expresión de asombro.

—¡No puedo dejarlas solas en una cuneta! Tengo que ir a trabajar. No voy a poder volver a recogerlas hasta la noche.

—Son plantas. Le aseguro que puede dejarlas en la cuneta si eso significa que va a ver por las ventanillas laterales y traseras. Como dicta la ley.

Giró ligeramente la cabeza hacia atrás, y canturreó algo hacia el asiento trasero.

Me quedé quieto antes de volverme hacia ella.

—¿Acaba de decir algo? ¿A las plantas?

Suspiró.

—Los seres vivos se alimentan de energía. Estoy segura de que sienten mi angustia. Quiero que florezcan y vivan, no que inhalen mi ansiedad. Sobre todo teniendo en cuenta que tienen que esperar aquí junto a la carretera, solas, hasta que regrese.

—Se ha… —Me incliné hacia ella—. ¿Se ha tomado algo? ¿Debo hacerle un control de alcoholemia, o una prueba de estupefacientes?

—No tomo drogas. —Miró de nuevo hacia el asiento trasero y luego bajó los hombros. Por un momento pareció que iba a discutir conmigo sobre el tema de las plantas, pero luego salió despacio del vehículo, con aspecto abatido. Sentí una extraña compasión por ella hasta que recordé que eran plantas que le habían regalado y que parecían estar realmente a las puertas de la muerte.

—Se supone que esta noche va a llover —dije, sin razón alguna.

Me miró mientras sacaba una de las macetas del asiento trasero.

—Volveré a por ellas más tarde —me recordó, tendiéndome la maceta antes de darse la vuelta para coger otra. Solo tardó un par de minutos en trasladar las cinco necesarias para que pudiera ver por las ventanillas y el retrovisor.

Le devolví la documentación.

—Considere esto una advertencia. Conduzca con cuidado, Haven de California.

—Lo haré, jefe Hale de Pelion. Gracias por su compasión. —Sentí como si la comisura de mis labios estuviera conectada a una cuerda invisible y alguien le diera un fuerte tirón. Me llevé la mano a la boca y volví a fingir que tosía hasta que el impulso desapareció. Después, asentí y regresé al coche patrulla.

4

Haven

Gage Buchanan es el mejor. El mejor, pensé soñadoramente mientras observaba cómo levantaba un brazo de músculos perfectos. Su cuerpo fibroso se quedó en tensión al hacer una pausa lo bastante larga como para que yo grabara la imagen en mi cerebro, y así tenerla siempre disponible para recordarla cuando tuviera ganas de fantasear.

—Es perfecto —suspiró alguien justo cuando Gage se puso en acción y realizó un saque que voló hacia el jugador del lado opuesto de la pista. Un saque perfecto, por supuesto, porque…, bueno…, él era perfecto. Su oponente se lanzó a por la pelota, estiró la raqueta de forma desesperada y falló.

Me incorporé de la barra de batidos del club donde trabajaba, desde donde había estado apoyada con la cara en la palma de la mano mientras contemplaba a Gage jugando al tenis.

—Lo siento —les dije a las dos chicas a las que no había visto sentarse ante la barra, con el sonido de fondo del partido.

—No pasa nada —dijo la rubia, girando la cabeza para mirarme a mí y no a la pantalla.

La otra joven, de pelo oscuro, no se molestó en mirarme; su cabeza iba de un lado a otro de la pista, obviamente siguiendo el peloteo entre Gage y el chico rubio de buen porte contra el que estaba jugando.

—Melocotón con mango y semillas de lino —pidió con aire distraído.

Le regalé una sonrisa encantadora a su nuca.

—Por supuesto, marchando… ¿Y tú? —pregunté, volviendo mi atención a la rubia.

—Un bol de açaí. Pero sin fresas. Me provocan urticaria. —Se bajó las gafas de sol tipo Chanel y me miró por encima de la montura—. La última vez creo que se te escapó una. Después tuve un eccema.

Eso parece un problema personal, y seguramente no esté relacionado con las fresas, pero no lo dije en voz alta.

Me miró con acritud, como si yo hubiera dejado a propósito esa fresa en medio de su bol de açaí como producto de un esfuerzo calculado para sabotear su impecable piel con una antiestética erupción. Mi sonrisa se volvió más tensa mientras me esforzaba por mantenerla.

—Lo siento mucho —dije con dulzura—. Comprobaré dos y tres veces que no se cuele ninguna fresa en tu pedido.

—Perfecto —repuso ella antes de darse la vuelta para ver cómo Gage hacía ondular su perfecta melena oscura; el sudor parecía volar a su alrededor mientras corría hacia la red para estrechar la mano de su compañero. Había ganado. Por supuesto que había ganado.

Era el mejor.

Suspiré, me di la vuelta y comencé a juntar los ingredientes para los dos pedidos. Oí que las dos chicas charlaban animadamente entre ellas, y la inflexión de sus voces me indicaba que estaban cotilleando. No me molesté en intentar escuchar; no me importaba de qué estaban hablando. La cafetería estaba llena de cientos de personas como ellas. Mocosas ricas y con derechos que pensaban que los que trabajaban allí solo eran valiosos por la capacidad que poseyeran de satisfacer todas sus exigencias.

Eso era lo que pasaba con Gage Buchanan. Era diferente. No solo era guapo. Era perfecto. Era el mejor, era amable. Tenía unos modales impecables, una sonrisa sincera… Miraba a todo el mundo a los ojos cuando le hablaban, y no decía nada malo de nadie. Ni siquiera de mí, la forastera que trabajaba en la barra de batidos. No sabía mucho sobre él —solo que era miembro del exclusivo club de golf y tenis donde yo trabajaba durante el verano—, pero eso era suficiente.

Puse el batido y el bol de açaí sin fresas ante las chicas, lo cargué en sus cuentas y empecé a limpiar la superficie de la barra que acababa de utilizar.

—Este verano va a ser increíble. Sobre todo porque Gage vuelve a estar soltero —dijo la morena.

Vale, eso sí que lo quería oír. Me dio un vuelco el corazón. Soltero… Moví el trapo lentamente a lo largo de la encimera, aguzando el oído para escuchar. Gage no salía con nadie… Mmm. Hice una pausa. Incluso aunque se fijara en mí, no era como si él y yo pudiéramos llegar a ser algo a largo plazo —yo solo estaba de paso en ese pueblo a orillas del lago—, pero ¿qué había de malo en tener una aventura de verano? ¿Qué había de malo en encontrar la felicidad, aunque fuera temporalmente, con un chico guapo, amable y soltero?

Nada, eso era.

Estar de viaje no siempre era propicio para las aventuras. O tal vez fuera mi estado de ánimo. En cualquier caso, llevaba un largo período de sequía.

—He oído también que Travis también ha quedado libre de repente.

Agg…, Gage. Seguid hablando de Gage.

—¿En serio? —la otra chica prácticamente suspiró—. Pensaba que estaba fuera del mercado de forma permanente.

—No, no sé qué pasó, pero corre el rumor de que hubo unos cuernos por ahí.

La otra chica resopló sin elegancia.

—No hay siquiera que preguntarse quién se los puso a quién. Phoebe lo adora, aunque Travis haya caído socialmente unos diez puestos cuando perdió Pelion.

—Ya. Al parecer, Phoebe se ha ido a visitar a su hermana en Florida. Supongo que está completamente destrozada y que espera recuperarse allí. Al menos volverá con un bronceado de muerte.

—¡Megs! ¡Chelsea! —gritó una chica que llevaba un diminuto bikini negro desde el otro lado, levantando la mano y saludando con frenesí a las dos chicas sentadas ante la barra.

Sonrieron y respondieron al saludo.

—Dios, es esa idiota —murmuró la rubia, llamada Megs—. Y ha engordado por lo menos seis kilos desde el verano pasado. —Soltó una risita y exclamó hacia la chica del bikini negro—: ¡Hola, cariño! ¡Pero si estás increíble! Ahora mismo voy.

Dios, no me gustaban nada las chicas que ponían verdes a las demás a su espalda. Las dos recogieron sus pertenencias, se levantaron y se acercaron a su amiga como si estuvieran deseando hablar con ella.

Suspiré, me volví hacia el puesto de preparación y cogí la batidora que acababa de utilizar. Luego la llevé al fregadero que había al final de la barra.

—Un vaso de agua, por favor.

Me di la vuelta y mi mirada se posó en el hombre de pelo oscuro que acababa de sentarse; tenía la cabeza girada y los ojos en algún lugar de la distancia mientras chasqueaba los dedos en el aire.

Chasqueaba los dedos en el aire… para llamarme a mí. Para que le sirviera agua.

Gruñí por lo bajo, pero me acerqué a él con una sonrisa.

Vaya, el club estaba lleno de gente encantadora.

—¿En qué puedo servirle, señor?

Por lo visto, no era tan tonto como para no reconocer el sarcasmo que llenaba mi tono, porque apartó la vista de lo que estaba mirando y unos ojos relativamente familiares del color del whisky se clavaron en los míos.

Por un momento, la confusión y el impacto de esos ojos me dejaron sin palabras. ¿Dónde había visto antes esos ojos?

—Jefe Hale… —recordé.

—Haven de California.

—Me alegro de verle.

Utilizó el antebrazo para secarse el sudor que le salpicaba la frente. Llevaba un pantalón corto de deporte y una camiseta gris suelta, y el material estaba más oscuro por el sudor en varios puntos, sobre todo debajo de los brazos, pues era evidente que acababa de hacer ejercicio. Dejó sobre la barra una cadena con su pase para el club vip.

Lo había catalogado como un policía con ansia de poder. Pero, al parecer, era un tipo rico y esnob.

¿Podría ser todo eso a la vez?

Me parecía poco probable. Las dos identidades no coincidían en demasiados puntos. Pero quizás era la persona que estaba a punto de demostrarme que estaba equivocada. Interesante…

No se puede meter a todo el mundo en una caja, Haven.

Me acerqué al mueble que tenía a mi espalda y cogí un agua de la mininevera de cristal, que puse en la barra delante de él.

—¿Además del agua le apetecería algo que pudiera ayudarle a desarrollar esos músculos? —le pregunté fingiendo dulzura.

Sus ojos se entrecerraron un poco mientras ladeaba la cabeza antes de lanzarme una minuciosa mirada, la misma mirada que me había ofrecido en la carretera después de que casi matara a las plantas que yo había rescatado. Se miró el bíceps izquierdo como si lo estuviera considerando. Tuve que reconocer que era un brazo bronceado y musculoso, pero solo lo pensé para mis adentros, ya que me esforcé por mantener una expresión poco impresionada.

—¿Mis músculos no están suficientemente desarrollados? —Movió los brazos hacia delante, apoyándose en la barra y flexionando los codos ligeramente, como si el movimiento no hubiera sido diseñado para hacer precisamente eso.

—Oh, no, no. Están… —hice una pausa— desarrollados. —Pero acompañé la palabra con una fuerte dosis de decepción.

Noté que apretaba los labios. Se sentó más derecho poco a poco, evaluándome.

—¿Hoy ha chocado con algún conductor?

—Hoy no, no.

—¿Cómo están las plantas?

—No lo sé. Cuando volví, ya no estaban allí.

Apretó los labios, al tiempo que asentía.

—Debería presentar una denuncia por secuestro. Y lo digo en serio. Los federales querrán involucrarse en este caso.

—Tómeselo a broma si quiere, pero esas plantas bien podrían estar en manos de un loco cualquiera y enfrentándose a dificultades incalculables mientras hablamos.

—Dios mío, estoy a punto de pensar que habla usted en serio.

Y hablaba en serio. Pero no iba a dejar que él se burlara de mí por mi amor hacia los seres vivos.

—Lamento que le hayan robado las plantas. Mantengamos la esperanza de que quien se las llevó les proporcione un hogar cariñoso lleno de abono y susurros de ánimo para que… crezcan y… tengan hojas y demás.

¿De verdad?

Me resistí a poner los ojos en blanco, pero me crucé de brazos.

—Volviendo a la bebida…, ya que sus músculos están claramente… desarrollados, ¿quizás le gustaría probar un batido de aguacate y plátano con verduras de hoja verde y cúrcuma? Ayuda a la función cognitiva.

El jefe Hale hizo una pausa y luego sonrió; fue una sonrisa lenta que pasó de la perplejidad al encanto supremo. Vaya… Era injusto que Dios concediera sonrisas como esa a los esnobs con poder. Porque les daba más poder y una autojustificación para actuar con esnobismo.

Como regla general.

Esa sonrisa probablemente le había estado proporcionando acceso directo al tarro de galletas, literal y figuradamente, desde que era lo suficientemente grande como para alcanzarlo.

Su mirada se desplazó por detrás de donde yo estaba, hacia el lugar en el que había varias macetas con hierbas aromáticas y especias alineadas en un estante. Precisamente habían sido mi contribución, y la mujer que me había contratado pareció entusiasmada con las ofertas adicionales que le presenté, sobre todo después de que le dijera que podría considerar la posibilidad de subir los precios de los suplementos frescos.

Luego se quedó mirando la cesta de barritas nutritivas de la barra, muy cerca de donde se sentaba, e hizo una mueca.

—Déjeme explicarle algo, Haven de California. Los hombres de verdad no comen hierba ni… —dirigió otra mirada hostil a las barritas— alpiste.

Me reí.

—¿No? ¿Qué comen los hombres de verdad?

—Hamburguesas. Cualquier cosa con proteínas supone una buena elección. —Desenroscó el tapón de la botella de agua y se la llevó a los labios.

Suspiré.

—Los hombres y esa obsesión por su erección…

Se atragantó con el sorbo que acababa de tomar y utilizó el antebrazo para limpiarse la boca.

—¿Erección? He dicho elección.

Abrí los ojos fingiendo vergüenza.

—Lo sé. Yo también.

Puso el brazo sobre el respaldo del taburete que tenía al lado y soltó una risa. Asintió, moviendo despacio la cabeza, y tomó otro sorbo de agua, con los ojos clavados en mí por encima de la botella.

—Me disculpo por haber sido grosero. Estaba… distraído. —Miró a un lado, al lugar que había estado mirando antes, un punto cubierto en la esquina, fuera de mi línea de visión, y la diversión que acababa de leer en su expresión desapareció de repente.

—Ah, bueno, lo entiendo. Estaba centrado en esas mujeres con poca ropa. Son difíciles de pasar por alto.

—No. —Giró la cabeza ligeramente como si siguiera el movimiento de una persona—. Estaba centrado en una venganza.

—¿Venganza? —Me reí, pero él no lo hizo—. ¿Venganza? —repetí.

Dio unos golpecitos con los dedos en la barra mientras me miraba.

—Sí. ¿Qué hay de malo en vengarse cuando te hacen daño?

Lo consideré con detenimiento.

—Bueno, supongo que depende de las circunstancias. Es que suena tan… melodramático… Pero si lo que busca es venganza, tengo fe en que la logrará.

Sus dedos dejaron de tamborilear.

—¿En serio? ¿Por qué?

—Porque trabajando en el departamento de policía de Pelion, sin duda tiene un poder considerable. Hay armas de destrucción masiva a su disposición, amigos dispuestos a ayudarle a hacer desaparecer a otros… Su enemigo no tiene ninguna posibilidad.

Volvió a esbozar esa brillante sonrisa. Y, de nuevo, no me afectó en absoluto. El tipo era magnífico, sí, pero algo mezquino y propenso a la grosería, definitivamente le gustaba hacer gala de su poder, y que Dios ayudara a la persona que lo había perjudicado, quienquiera que fuera.

—Soy jefe de policía, no de la mafia. —Hizo una pausa—. Pero es obvio que reconoce la autoridad cuando la ve. Es muy observadora. —Las esquinas de sus ojos se arrugaron muy sutilmente, y me tuve que resistir a la risa.

—Tengo que serlo. Es parte de la descripción del trabajo: saber qué combinación de hierba y alpiste beneficiará más a mis clientes.

—Suena complicado.

—Puede ser. Algunos casos son más difíciles que otros.

—Ya lo creo. En ese caso, me gustaría pedirle una de esas mezclas. Sorpréndame con uno de sus brebajes. —Extendió la mano—. Nos hemos conocido en términos desafortunados; volvamos a empezar. Soy Travis Hale.