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La implosión de la URSS volvió a poner la historia en movimiento. Sumió a Rusia en una violenta crisis, pero, sobre todo, creó un vacío mundial que absorbió a Estados Unidos, también en crisis desde 1980. Se desencadenó entonces un movimiento paradójico: la expansión conquistadora de un Occidente que se marchitaba en su corazón. La desaparición del protestantismo condujo a Estados Unidos, por etapas, del neoliberalismo al nihilismo, y a Gran Bretaña, de la financiarización a la pérdida del sentido del humor. El estado cero de la religión ha llevado a la Unión Europea al suicidio, mientras Alemania estaba a punto de resurgir. Entre 2016 y 2022, el nihilismo occidental se fusionó con el ucraniano, nacido de la descomposición de la esfera soviética. Juntos, la OTAN y Ucrania se enfrentaron a una Rusia estabilizada, de nuevo una gran potencia, ahora conservadora, tranquilizadora para el resto del mundo que no quiere seguir a Occidente en su aventura. Los dirigentes rusos han decidido tomar partido: han desafiado a la OTAN y han invadido Ucrania. Recurriendo a los recursos de la economía crítica, la sociología religiosa y la antropología, Emmanuel Todd nos lleva a recorrer el mundo real, de Rusia a Ucrania, de las antiguas democracias populares a Alemania, de Gran Bretaña a Escandinavia y Estados Unidos, sin olvidar al resto de países, cuya elección decidirá, si no lo ha hecho ya, el resultado no sólo de la guerra y sino del mundo por venir.
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Seitenzahl: 460
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Akal / A Fondo
Emmanuel Toddcon la colaboración de Baptiste Touverey
La derrota de Occidente
Traducción: José Weissdorn
La implosión de la URSS volvió a poner la historia en movimiento. Sumió a Rusia en una violenta crisis, pero, sobre todo, creó un vacío mundial que absorbió a Estados Unidos, también en crisis desde 1980. Se desencadenó entonces un movimiento paradójico: la expansión conquistadora de un Occidente que se marchitaba. La desaparición del protestantismo condujo a Estados Unidos, por etapas, del neoliberalismo al nihilismo, y a Gran Bretaña, de la financiarización a la pérdida del sentido del humor. Mientras tanto, el estado cero de la religión conducía a la Unión Europea al declive, a pesar de que Alemania estaba a punto de resurgir.
Entre 2016 y 2022, el nihilismo occidental se fusionó con el ucraniano, nacido de la descomposición de la esfera soviética. Juntos, la OTAN y Ucrania se enfrentaron a una Rusia estabilizada, de nuevo una gran potencia, ahora conservadora, tranquilizadora para el resto del mundo que no quiere seguir a Occidente en su senda suicida. Los dirigentes rusos han decidido tomar partido: han desafiado a la OTAN y han invadido Ucrania.
Recurriendo a la economía crítica, la sociología religiosa y la antropología, Emmanuel Todd nos lleva a recorrer el mundo real, de Rusia a Ucrania, de las antiguas democracias populares a Alemania, de Gran Bretaña a Escandinavia y a Estados Unidos, sin olvidar al resto de países, cuya elección decidirá, si no lo ha hecho ya, no sólo el resultado de la guerra, sino el mundo por venir.
Emmanuel Todd, antropólogo, historiador y ensayista, es autor de numerosas publicaciones, entre las que cabe destacar el premonitorio La chute finale, que, ya en 1976, anunciaba el hundimiento del sistema soviético. En Akal ha publicado Después del Imperio y Después de la democracia. Sus análisis, siempre pertinentes y rigurosos, aportan puntos de vista realmente novedosos que, como ha demostrado el posterior transcurso de los hechos, acaban confirmándose como realidad.
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RAG
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Título original
La Défaite de l’Occident
© Éditions Gallimard, París, 2024
© Ediciones Akal, S. A., 2024
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-5558-7
Para Georges
Seguros de conocer de antemano el secreto de la aventura inconclusa, contemplan la confusión de los acontecimientos de ayer y de hoy con la pretensión del juez que domina los conflictos y distribuye soberano alabanzas y culpas. La existencia histórica, cuando se vive con autenticidad, enfrenta a individuos, grupos y naciones a la defensa de intereses o ideas incompatibles.
Ni el contemporáneo ni el historiador están en condiciones de dar la razón o no, sin matices, a ninguna de las partes. No es que ignoremos el bien y el mal, sino que ignoramos el futuro, y toda causa histórica acarrea injusticias.
RAYMOND ARON,
El opio de los intelectuales,
capítulo V: «El sentido de la historia»
Hier stehe ich, ich kann nicht anders.
(Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa.)
MARTÍN LUTERO
a la Dieta de Worms, abril de 1521
INTRODUCCIÓN
LAS DIEZ SORPRESAS DE LA GUERRA
El 24 de febrero de 2022, Vladimir Putin apareció en las pantallas de televisión de todo el mundo. Anunció la entrada de tropas rusas en Ucrania. En lo fundamental, su discurso no se refería a Ucrania o al derecho a la autodeterminación de la población del Donbass. Era un desafío a la OTAN. Putin explicó por qué no quería que Rusia fuera cogida por sorpresa, como en 1941, alargando en exceso la espera del inevitable ataque: «La continua expansión de las infraestructuras de la Alianza del Atlántico Norte y el equipamento militar del territorio de Ucrania son inaceptables para nosotros». Se había cruzado una «línea roja»; no era cuestión de dejar que se desarrollase una «anti-Rusia» en Ucrania; era una acción, insistió, de autodefensa.
Este discurso, en el que afirmaba la validez histórica y, por así decirlo, jurídica de su decisión, revelaba, con cruel realismo, una relación técnica de fuerzas a su favor. Si había llegado el momento de que Rusia actuara, era porque la posesión de misiles hipersónicos le otorgaba una superioridad en el plano estratégico. El discurso de Putin, muy bien construido y muy sereno, aunque delatara cierta emoción, era perfectamente claro y, aunque no había motivos para ceder, merecía ser discutido. Sin embargo, lo que se impuso inmediatamente fue la visión de un Putin incomprensible y de unos rusos incomprensibles, sumisos o estúpidos. Lo que siguió fue una falta de debate que ha desacreditado a la democracia occidental: total en dos países, Francia y Reino Unido, relativa en Alemania y Estados Unidos.
Como la mayoría de las guerras, especialmente las mundiales, esta no ha salido según lo previsto; nos ha deparado muchas sorpresas. Voy a enumerar diez de las principales.
La primera fue la irrupción de la guerra en Europa, una guerra real entre dos Estados, un acontecimiento increíble en un continente que se creía instalado en la paz perpetua.
La segunda son los dos adversarios implicados en este conflicto: Estados Unidos y Rusia. Durante más de una década, el primero había identificado a China como su principal enemigo. En Washington, la hostilidad hacia China atravesaba todo el espectro político y era probablemente el único punto en el que republicanos y demócratas habían logrado ponerse de acuerdo en los últimos años. Ahora, a través de los ucranianos, asistimos a un enfrentamiento entre Estados Unidos y Rusia.
Tercera sorpresa: la resistencia militar de Ucrania. Todo el mundo esperaba que fuera rápidamente aplastada. Tras haberse formado una imagen infantil y exagerada de un Putin demoníaco, muchos occidentales se negaron a ver que Rusia sólo había enviado entre 100.000 y 120.000 soldados a Ucrania, un país de 603.700 km2. A modo de comparación, en 1968, la URSS y sus satélites del Pacto de Varsovia habían enviado 500.000 soldados para invadir Checoslovaquia, un país de 127.900 km2.
Pero los más sorprendidos fueron los propios rusos. En sus mentes, como en las de la mayoría de los occidentales informados y, de hecho, en la realidad, Ucrania era lo que técnicamente se conoce como un failed state, un Estado fallido. Desde su independencia en 1991, había perdido unos 11 millones de habitantes debido a la emigración y a la caída de la fecundidad. Estaba dominado por oligarcas; la corrupción alcanzaba niveles demenciales; el país y su gente parecían en venta. En vísperas de la guerra, Ucrania se había convertido en la tierra prometida de los vientres de alquiler baratos.
Cierto era que la OTAN había equipado a Ucrania con misiles antitanque Javelin y que, desde el comienzo de la guerra, había dispuesto de los sistemas de seguimeinto y navegación estadounidenses, pero la feroz resistencia de un país en descomposición plantea un problema histórico. Lo que nadie podía prever era que encontraría en la guerra una razón para vivir, una justificación para su propia existencia.
La cuarta sorpresa fue la resistencia económica de Rusia. Nos habían dicho que las sanciones, en particular la exclusión de los bancos rusos del sistema de intercambio interbancario Swift, pondrían al país de rodillas. Pero si algunas mentes curiosas de nuestro personal político y periodístico se hubieran tomado la molestia de leer el libro de David Teurtrie Russia. Le retour de la puissance, publicado unos meses antes de la guerra, nos habríamos ahorrado esta ridícula fe en nuestra omnipotencia financiera[1]. Teurtrie demuestra que los rusos se habían adaptado a las sanciones de 2014 y que se habían preparado para ser autónomos en los ámbitos informático y bancario. En dicho libro, descubrimos una Rusia moderna y, muy alejada de la rígida autocracia neoestalinista que la prensa retrata día tras día, capaz de una gran flexibilidad técnica, económica y social; en resumen, un adversario al que hay que tomar en serio.
Quinta sorpresa: el desmoronamiento de toda voluntad europea. Al principio, Europa era la pareja franco-alemana, que, desde la crisis de 2007-2008, había adquirido ciertamente la apariencia de un matrimonio patriarcal, con Alemania en el papel de marido dominante que ya no escuchaba lo que su compañera le decía. Pero, incluso bajo esta hegemonía alemana, se pensaba que Europa conservaba cierta autonomía. A pesar de algunas reticencias iniciales al otro lado del Rin, incluidas las vacilaciones del canciller Scholz, la Unión Europea abandonó muy pronto cualquier atisbo de defender sus propios intereses; se desligó de su socio energético y (más en general) comercial ruso, castigándose cada vez más severamente. Alemania aceptó sin inmutarse el sabotaje de los gasoductos Nord Stream, que garantizaban en parte su abastecimiento energético, un acto terrorista dirigido contra ella tanto como contra Rusia, perpetrado por su «protector» estadounidense, asociado para la ocasión a Noruega, país que no pertenece a la Unión. Alemania incluso ignoró la excelente investigación de Seymour Hersh sobre este increíble acontecimiento, que ponía en tela de juicio al Estado que se presenta como garante indispensable del orden internacional. Pero también hemos visto a la Francia de Emmanuel Macron evaporarse en la escena internacional, mientras que Polonia se ha convertido en el principal agente de Washington en la Unión Europea, tomando el relevo de Reino Unido, que por obra y gracias del Brexit ha quedado fuera de la Unión. En el conjunto del continente, el eje París-Berlín ha sido sustituido por un eje Londres-Varsovia-Kiev dirigido desde Washington. Esta evanescencia de Europa como actor geopolítico autónomo resulta desconcertante cuando recordamos que, hace apenas veinte años, la oposición conjunta de Alemania y Francia a la guerra de Iraq dio lugar a conferencias de prensa conjuntas del canciller Schröder, el presidente Chirac y el presidente Putin.
La sexta sorpresa de la guerra fue la aparición de Reino Unido como zascandil antirruso y mosca cojonera de la OTAN. Gracias a la difusión de la prensa occidental, su Ministerio de Defensa (MoD) se mostró inmediatamente como uno de los más entusiastas comentaristas del conflicto, hasta el punto de hacer que los neoconservadores estadounidenses parecieran tibios militaristas. Reino Unido quería ser el primero en enviar a Ucrania misiles de largo alcance y carros de combate.
De forma igualmente extraña, este belicismo también afectó a Escandinavia, que durante mucho tiempo había mostrado un temperamento pacífico y más proclive a la neutralidad que al combate. Así que nos encontramos con una séptima sorpresa, también protestante y unida al ardor británico, en el norte de Europa. Noruega y Dinamarca son importantes conectores militares de Estados Unidos, mientras que Finlandia y Suecia, al ingresar en la OTAN, muestran un nuevo interés por la guerra, que veremos preexistía a la invasión rusa de Ucrania.
La octava sorpresa es la más… sorprendente. Vino de Estados Unidos, la potencia militar dominante. Tras ir aumentando poco a poco, la preocupación se manifestó oficialmente en junio de 2023 en numerosos informes y artículos cuya fuente original era el Pentágono: la industria militar estadounidense era insuficiente; la superpotencia mundial era incapaz de garantizar el suministro de proyectiles –o de cualquier otra cosa– a su protegido ucraniano. Algo extraordinario si se tiene en cuenta que, en vísperas de la guerra, el producto interior bruto (PIB) combinado de Rusia y Bielorrusia representaba el 3,3% del PIB occidental (Estados Unidos, Canadá, Europa, Japón, Corea). Este 3,3% que es capaz de producir más armas que el mundo occidental, plantea un doble problema: en primer lugar, para el ejército ucraniano, que está perdiendo la guerra por falta de recursos materiales, y, segundo, para la ciencia reina de Occidente, la economía política, cuya naturaleza –nos atrevemos a decir– fraudulenta se ha revelado, así, al mundo. El concepto de producto interior bruto está obsoleto, y en adelante tendremos que reflexionar sobre la relación entre la economía política neoliberal y la realidad.
La novena sorpresa es la soledad ideológica de Occidente y su ignorancia de su propio aislamiento. Acostumbrados a establecer los valores que el mundo debe suscribir, los países occidentales esperaban sincera, estúpidamente, que todo el planeta compartiría su indignación ante Rusia. Se sintieron decepcionados. Una vez pasada la conmoción inicial de la guerra, empezó a aparecer en todas partes un apoyo cada vez menos discreto a Rusia. Cabía esperar que China, a la que los estadounidenses han identificado como el siguiente adversario de su lista, no apoyara a la OTAN. Hay que señalar, sin embargo, que los comentaristas de ambos lados del Atlántico, cegados por su narcisismo ideológico, se las han arreglado durante más de un año para considerar seriamente que China podría no apoyar a Rusia. La negativa de India a implicarse fue aún más decepcionante, sin duda porque India es la mayor democracia del mundo, y esto es un poco embarazoso para el bando de las «democracias liberales». Nos tranquilizamos pensando que se debía a que el material militar indio era en gran parte de origen soviético. En el caso de Irán, que rápidamente suministró drones a Rusia, los comentaristas de la actualidad inmediata no supieron apreciar la importancia de este acercamiento. Acostumbrados a meter a estos dos países en el mismo saco, el de las fuerzas del mal, los geopolíticos aficionados de los medios de comunicación y de otras partes habían olvidado lo lejos que estaba de ser evidente su alianza. Históricamente, Irán tenía dos enemigos: Gran Bretaña, sustituida por Estados Unidos tras la caída del Imperio británico, y… Rusia. Este giro debería haber sido una llamada de atención sobre la magnitud de la convulsión geopolítica en curso. Turquía, por su parte, miembro de la OTAN, parece estar cada vez más implicada en una estrecha relación con la Rusia de Putin, una relación que ahora combina, en torno al mar Negro, un genuino entendimiento con la rivalidad. Visto desde Occidente, la única interpretación era que estos colegas dictadores compartían obviamente aspiraciones comunes. Pero desde que Erdogan fue reelegido democráticamente en mayo de 2023, esta línea se ha vuelto difícil de mantener. De hecho, tras año y medio de guerra, el conjunto del mundo musulmán parece considerar a Rusia más como un socio que como un adversario. Cada vez está más claro que Arabia Saudí y Rusia se consideran socios económicos y no adversarios ideológicos cuando se trata de gestionar la producción y los precios del petróleo. En términos más globales, día tras día, la dinámica económica de la guerra ha aumentado la hostilidad hacia Occidente en el mundo en desarrollo, porque está sufriendo las sanciones.
La décima y última sorpresa está en vías de materializarse. Es la derrota de Occidente. Tal afirmación puede resultar sorprendente cuando la guerra aún no ha terminado. Pero esta derrota es una certeza porque Occidente se está destruyendo a sí mismo más que por un ataque de Rusia.
Ampliemos nuestra perspectiva y escapemos por un momento de la emoción que legítimamente suscita la violencia de la guerra. Estamos en la era de una globalización completa, en los dos sentidos de la palabra: máxima y acabada. Intentemos adoptar una visión geopolítica: en realidad, Rusia no es el principal problema. Demasiado vasta para una población que disminuye, sería incapaz de tomar el control del planeta y no tiene ningún deseo de hacerlo; es una potencia normal cuya evolución no ofrece ningún misterio. Ninguna crisis rusa desestabiliza el equilibrio mundial. Es una crisis occidental, y más concretamente una crisis terminal estadounidense, la que pone en peligro el equilibrio del planeta. Sus ondas más periféricas se han topado con un rompeolas ruso, un Estado-nación clásico y conservador.
* * *
El 3 de marzo de 2022, apenas una semana después del inicio de la guerra, John Mearsheimer, profesor de Geopolítica de la Universidad de Chicago, presentó un análisis de los acontecimientos en un vídeo que dio la vuelta al mundo. Tenía la interesante particularidad de ser muy compatible con la visión de Vladimir Putin y de aceptar el axioma de un pensamiento ruso inteligente y comprensible. Mearsheimer es lo que en geopolítica se conoce como un «realista», miembro de una escuela de pensamiento que concibe las relaciones internacionales como una combinación de equilibrios de poder egoístas entre Estados-nación. Su análisis puede resumirse así: Rusia lleva muchos años diciéndonos que no toleraría la entrada de Ucrania en la OTAN. Pero Ucrania, el control de cuyo ejército había pasado a manos de asesores militares de la Alianza –estadounidenses, británicos y polacos–, estaba en proceso de convertirse en miembro de facto de la organización. Así que los rusos hicieron lo que dijeron que harían: entrar en guerra. En el fondo, lo sorprendente fue nuestra sorpresa.
Mearsheimer añadía que Rusia ganaría la guerra, porque Ucrania era una cuestión existencial para ellos, pero –se daba a entender– no para Estados Unidos; Washington sólo se jugaba unas ganancias marginales, a 8.000 kilómetros de distancia. Y deducía que sería un error alegrarnos de que los rusos se topaban con dificultades militares, ya que estas les llevarían inevitablemente a invertir más en la guerra. Si lo que estaba en juego era existencial para unos pero no para otros, Rusia ganaría.
No podemos sino admirar el coraje intelectual y social de Mearsheimer (es estadounidense). Sin embargo, su interpretación, que es clara y desarrolla una línea de pensamiento que ha expresado en sus libros o cuando la anexión de Crimea en 2014, tiene un fallo importante: sólo nos permite entender el comportamiento de los rusos. Al igual que nuestros exégetas televisivos, que no veían en la actitud de Putin más que locura asesina, Mearsheimer no ve en las acciones de la OTAN –de estadounidenses, británicos y ucranianos– más que irracionalidad e irresponsabilidad. Estoy de acuerdo con él, pero es un poco miope. Todavía tenemos que explicar esta irracionalidad occidental. Y lo que es más grave, no ha comprendido que la actuación militar de Ucrania ha conducido, paradójicamente, a una trampa a Estados Unidos, que ahora tiene también un problema de supervivencia, mucho más allá de posibles ganancias marginales, una situación peligrosa que le ha llevado a reinvertir constantemente en la guerra. Me recuerda a un jugador de póker al que un amigo le aconseja que suba la apuesta y acaba yendo all-in con una pareja de doses. Enfrente tiene a un ajedrecista perplejo pero que gana.
En este libro, obviamente, describiré e intentaré comprender lo que está en juego en Ucrania, y plantearé hipótesis sobre lo que es probable que ocurra no sólo en Europa sino en todo el mundo. Mi objetivo es también desentrañar el misterio fundamental de la incomprensión mutua de los dos protagonistas: por un lado, un bando occidental que piensa que Putin está loco, y Rusia con él; por otro, una Rusia o un Mearsheimer que, en el fondo, piensan que son los occidentales los que están locos.
Putin y Mearsheimer no pertenecen al mismo bando y sin duda les resultaría muy difícil ponerse de acuerdo sobre unos valores comunes. Si sus visiones son, no obstante, compatibles, es porque comparten la misma representación básica de un mundo formado por Estados-nación. Estos Estados-nación, que detentan el monopolio de la violencia legítima a nivel interno, garantizan la paz civil dentro de sus fronteras. Por tanto, podemos hablar de Estados weberianos. Pero, en el plano exterior, como sobreviven en un entorno donde lo único que importa es el equilibrio de poder, estos Estados se comportan como agentes hobbesianos[2].
Lo que mejor define la concepción rusa del Estado-nación es la noción de soberanía, «entendida», dice Tatiana Kastouéva-Jean, «como la capacidad del Estado para definir su política interior y exterior de forma independiente, sin ninguna interferencia o influencia externas»[3]. Esta noción «ha adquirido un valor particular bajo las sucesivas presidencias de Vladimir Putin». Se menciona «en numerosos documentos oficiales y discursos como el bien más preciado que posee un país, sea cual sea su régimen u orientación políticos». Es «un bien escaso del que sólo disponen unos pocos Estados, entre los que destacan Estados Unidos, China y la propia Rusia. Por contra, los escritos y discursos más oficiales se refieren despectivamente a la “vasallización” de los países de la Unión Europea respecto a Washington o califican a Ucrania de “protectorado” estadounidense».
En The Great Delusion, publicado en 2018, Mearsheimer también piensa en términos de Estados-nación y soberanía. Para él, el Estado-nación no es sólo el Estado o la nación descrita en abstracto[4]. Es un Estado y una nación, cierto, pero enraizados en una cultura y poseedores de unos valores compartidos. Esta visión, que es tradicional en su conjunto y que tiene en cuenta el espesor antropológico e histórico del mundo, se presenta en este libro, estaríamos tentados de decir, de un modo axiomático.
La característica de un axioma, o postulado, es que de él pueden deducirse teoremas, pero que él mismo no puede demostrarse. Sin embargo, es tan plausible que puede darse por supuesto. Por ejemplo, el quinto teorema de Euclides: por un punto dado sólo puede pasar una paralela a una recta dada. No es demostrable y las matemáticas poseuclidianas, con Riemann y Lobachevsky, partieron de un axioma diferente. Pero, de todos modos, para el sentido común, el quinto teorema de Euclides resulta muy convincente. Asimismo, afirmar que existen Estados-nación arraigados en culturas diversas es un axioma que, aunque se repita de forma un tanto dogmática como hace Mearsheimer, tiene un alto grado de verosimilitud. Al fin y al cabo, el mundo surgido de las grandes oleadas de descolonización de la segunda mitad del siglo XX se organiza en Estados que no podían imaginar otra cosa que no fuese tratar de llegar a ser naciones. No hay más que ver la composición de la ONU para convencerse.
Este axioma plantea un problema: ciega a Mearsheimer igual que ciega a los rusos; los coloca, frente a los gobiernos occidentales, en una posición de incomprensión simétrica a la de Occidente respecto a Rusia. En su discurso sobre la guerra del 24 de febrero de 2022, Putin calificó a Estados Unidos y a sus aliados de «imperio de la mentira», un término alejado del realismo estratégico y que evoca a un adversario perdido en un estado psicológico mal definido. En cuanto a Mearsheimer, recordemos que su libro se titula The Great Delusion. Más fuerte que ilusión, quimera, delusion remite eventualmente a la psicosis o la neurosis. El subtítulo del libro es Liberal Dreams and Intenational Realities (Sueños liberales y realidades internacionales). El proyecto estadounidense de expansión «liberal» se presenta como un sueño y, frente a este sueño, hay una realidad de la que Mearsheimer sería el apoderado. Trata a los neoconservadores que han llegado a dominar el establishment geopolítico estadounidense como nosotros tratamos a Putin: los psiquiatriza.
Lo que Putin, un profesional de las relaciones internacionales, intuye en su expresión «imperio de la mentira», pero sin llegar a definirlo del todo, y lo que Mearsheimer, un teórico de las relaciones internacionales, se niega rotundamente a ver, es una verdad muy simple: en Occidente, el Estado-nación ya no existe.
En este libro, propongo una interpretación, por así decir, poseuclidiana de la geopolítica mundial. No dará por sentado el axioma de un mundo de Estados-nación. Al contrario, partiendo de la hipótesis de su desaparición en Occidente, hará comprensible el comportamiento de los occidentales.
* * *
El concepto de Estado-nación presupone que los distintos estratos de la población de un territorio pertenecen a una cultura común, dentro de un sistema político que puede ser democrático, oligárquico, autoritario o totalitario. Para ser aplicable, también requiere que el territorio en cuestión disfrute de un grado mínimo de autonomía económica; esta autonomía no excluye, por supuesto, los intercambios comerciales, pero estos deben ser, a medio o largo plazo, más o menos equilibrados. Un déficit sistemático deja obsoleto el concepto de Estado-nación, ya que la entidad territorial en cuestión sólo puede sobrevivir por la percepción de un tributo o una prebenda del exterior, sin contrapartida. Este criterio por sí solo nos permite afirmar, incluso antes del análisis en profundidad de los capítulos 4 a 10, que Francia, Reino Unido y Estados Unidos, cuyo comercio exterior nunca está equilibrado sino que siempre es deficitario, ya no son plenamente Estados-nación.
Un Estado-nación que funcione de manera correcta presupone también una estructura de clases específica, con las clases medias como centro de gravedad, y, por tanto, algo más que un buen entendimiento entre la elite dirigente y las masas. Seamos aún más concretos y situemos los grupos sociales en el espacio geográfico. En la historia de las sociedades humanas, las clases medias forman, con otros grupos, una red urbana. Es gracias a una jerarquía urbana concreta, poblada por una clase media culta y diferenciada, que puede surgir el Estado, el sistema nervioso de la nación. Veremos hasta qué punto el desarrollo tardío, malparado, trágico de las clases medias urbanas en Europa del Este es un factor explicativo crucial de su historia hasta la guerra de Ucrania. También veremos cómo la destrucción de las clases medias ha contribuido a la desintegración del Estado-nación estadounidense.
La idea de un Estado-nación que sólo puede funcionar gracias a unas clases medias fuertes que rieguen y nutran al Estado recuerda mucho a la ciudad equilibrada de Aristóteles. Así habla Aristóteles de las clases medias en su Política:
El legislador debe siempre contar con las clases medias en la constitución: si establece leyes oligárquicas es necesario que tenga presente a la clase media y si la legislación es democrática, atraerse a esta con las leyes. Pero donde la clase media aventaja en número a los dos extremos o bien a uno sólo, ahí es posible que la constitución tenga estabilidad. No se ha de temer que los ricos se pongan de acuerdo con los pobres para ir contra la clase media, porque jamás unos querrían estar sometidos a los otros, y aunque pretendiesen buscar una constitución que sirviese para ambos no encontrarán otra que no sea esta, pues a causa de su mutua desconfianza no aceptarían gobernar por turno. En todas partes el árbitro es el que goza de mayor crédito y el árbitro aquí es la clase media[5].
Prosigamos, sin aspirar a ser originales, con nuestro inventario de los conceptos cuya articulación permite la existencia misma del Estado-nación. Sin conciencia nacional, por definición, no hay Estado-nación, pero aquí estamos rozando la tautología.
En el caso de la Unión Europea, ir más allá de la nación es bastante fácil de aceptar porque está en el corazón mismo del proyecto, aun cuando la forma que ha adquirido no sea la que se había previsto. Lo curioso es la pretensión de las elites europeas de permitir que la superación de la nación coexista con su persistencia. En el caso de Estados Unidos, no hay planes oficiales para dicha superación. Sin embargo, como veremos, el sistema estadounidense, aunque haya logrado subyugar a Europa, padece espontáneamente el mismo mal que esta última: la desaparición de una cultura nacional compartida por las masas y las clases dirigentes. La implosión por fases de la cultura WASP –blanca, anglosajona y protestante– desde los años 60 ha creado un imperio desprovisto de centro y de proyecto, una organización esencialmente militar dirigida por un grupo sin cultura (en el sentido antropológico) cuyos únicos valores fundamentales son el poder y la violencia. A este grupo se le suele denominar «neocon». Es bastante reducido, pero se mueve en el seno de una clase alta atomizada y anómica, y tiene una gran capacidad para causar daños geopolíticos e históricos.
La evolución social de los países occidentales ha provocado una difícil relación entre las elites y la realidad. Pero no podemos limitarnos a calificar los actos «posnacionales» de locos o incomprensibles; estos fenómenos tienen una lógica. Es otro mundo, un nuevo espacio mental que debemos definir, estudiar y comprender.
Volvamos a Mearsheimer y a su trascendental vídeo del 3 de marzo de 2022. En él, decía, vaticinaba una victoria inevitable de los rusos porque, a sus ojos, la cuestión ucraniana para ellos es existencial, mientras que no lo sería para Estados Unidos. Pero si desechamos la idea de que Estados Unidos es un Estado-nación y aceptamos que el sistema estadounidense se ha convertido en algo totalmente distinto; que el nivel de vida estadounidense depende de unas importaciones que las exportaciones ya no cubren; que Estados Unidos ya no tiene una clase dirigente nacional en el sentido clásico; que ya ni siquiera tiene una cultura central bien definida, sino que subsiste con una gigantesca maquinaria estatal y militar, se pueden concebir otros desenlaces que el simple repliegue de un Estado-nación que, tras sus retiradas de Vietnam, Iraq y Afganistán, asumiría una enésima derrota en Ucrania, encarnada en los ucranianos.
¿Debería considerarse a Estados Unidos un Estado imperial en lugar de un Estado-nación? Muchos lo han hecho. Los propios rusos no son ajenos a ello. Lo que ellos llaman el «Occidente colectivo», en el que los europeos son meros vasallos, es una especie de sistema imperial pluralista. Pero utilizar el concepto de imperio exige el cumplimiento de ciertos criterios: un centro dominante y una periferia dominada. Se supone, además, que ese centro tiene una cultura común a las elites y una vida intelectual razonable. Como veremos, este ya no es el caso de Estados Unidos.
¿Un Estado bajoimperial, entonces? El paralelismo entre Estados Unidos y la Roma de la Antigüedad es atractivo. En Après l’empire, señalé que Roma, al hacerse con el control de toda la cuenca mediterránea e improvisar una especie de primera globalización, también había acabado con su clase media[6]. La afluencia masiva de trigo, productos manufacturados y esclavos a la península itálica había destruido el campesinado y la artesanía, de un modo no muy distinto a como la clase obrera estadounidense ha sucumbido a la llegada de productos chinos. En ambos casos, exagerando un poco, surgió una sociedad polarizada en una plebe económicamente inútil y una plutocracia depredadora. El camino hacia una larga decadencia estaba ya trazado y, a pesar de algunos sobresaltos, era inevitable.
Sin embargo, el término Imperio tardío o Bajo Imperio resulta insatisfactorio debido a la novedad de muchos de los elementos actuales: la existencia de internet, la velocidad de los cambios (sin parangón) y la presencia en torno a Estados Unidos de unas naciones gigantescas como son Rusia y China (el Imperio romano no tenía vecinos comparables; dejando al margen la lejana Persia, estaba, por así decirlo, prácticamente solo en su mundo). Por último, una diferencia fundamental: el Bajo Imperio romano asistió a la instauración del cristianismo. Ahora bien, una de las características esenciales de nuestra época es la completa desaparición del sustrato cristiano, fenómeno histórico crucial que explica precisamente la pulverización de las clases dirigentes norteamericanas. Volveremos sobre ello largo y tendido: el protestantismo, que en gran medida dio a Occidente su fuerza económica, ha muerto. Fenómeno tan masivo como invisible, incluso vertiginoso si se piensa un poco, veremos que es una de las claves, si no la clave explicativa decisiva, de las actuales turbulencias mundiales.
Volviendo a nuestro intento de clasificación, estaría tentado de hablar, en lo que respecta a Estados Unidos y sus anexos, de Estado posimperial: si Estados Unidos conserva la maquinaria militar del imperio, ya no cuenta en su núcleo con una cultura que muestre inteligencia, razón por la cual en la práctica lleva a cabo acciones irreflexivas y contradictorias como la expansión diplomática y militar en un momento de contracción masiva de su base industrial, teniendo en cuenta que «guerra moderna sin industria» es un oxímoron.
Llevo observando la evolución de Estados Unidos desde 2002 (año de publicación de Après l’empire). En aquel momento, esperaba que retornara a una forma de Estado-nación gigante, lo que fue en su fase imperial positiva de 1945-1990, frente a la URSS. Hoy, tras constatar la muerte de protestantismo, tengo que admitir que este renacer es imposible, lo que en el fondo no hace sino confirmar un fenómeno histórico bastante general: el carácter irreversible de la mayoría de los procesos fundamentales. Este principio se aplica, en este caso, a varios ámbitos esenciales: a la secuencia «fase nacional, luego imperial, luego posimperial»; a la extinción religiosa, que ha acabado por conducir a la desaparición de la moralidad social y del sentimiento colectivo; a un proceso de expansión geográfica centrífuga combinado con una desintegración del núcleo original del sistema. El aumento de la mortalidad estadounidense, concretamente en los estados del interior republicano o trumpista, al tiempo que cientos de miles de millones de dólares fluyen hacia Kiev, es característico de este proceso.
En La Chute finale (1976) y Après l’empire (2002) (dos libros que especulaban sobre futuros colapsos sistémicos), había utilizado representaciones «racionalizadoras» de la historia humana y de la actividad estatal[7]. En Après l’empire, por ejemplo, interpreté la agitación diplomática y militar de Estados Unidos como «micromilitarismo teatral», una postura diseñada para dar, a un coste razonable, la impresión de que seguía siendo indispensable para el mundo tras la caída de la Unión Soviética. Básicamente, se trataba de asumir un objetivo racional de poder. En este libro conservaré, por supuesto, los elementos de la geopolítica clásica: nivel de vida, fuerza del dólar, mecanismos de explotación, relaciones objetivas de poder militar, un universo más o menos racional en apariencia. La cuestión del nivel de vida estadounidense y del riesgo que correría en caso de colapso sistémico estará muy presente. Pero abandonaré la hipótesis exclusiva de una razón razonable y propondré una visión más amplia de la geopolítica y de la historia, que integre mejor lo que hay de absolutamente irracional en el hombre, en particular sus necesidades espirituales.
Por ello, los capítulos que siguen tratarán también de la matriz religiosa de las sociedades, de las soluciones que el ser humano ha intentado encontrar al misterio de su condición y a su naturaleza difícil de aceptar, y de las tribulaciones que puede causar la desintegración terminal de la matriz religiosa cristiana en Occidente, en particular de la variante protestante. No todo sobre sus efectos se presentará como negativo, y este libro no es radicalmente pesimista. Pero veremos el surgimiento de un «nihilismo» que nos ocupará mucho. Lo que llamaré el «estado religioso cero» producirá en algunos casos, los peores, una deificación del vacío.
Utilizaré la palabra nihilismo en un sentido que no es necesariamente el más común y que recuerda más –no por casualidad– al nihilismo ruso del siglo XIX. Es sobre una base nihilista que Estados Unidos y Ucrania han unido sus fuerzas, aun cuando estos dos nihilismos sean de hecho el resultado de dinámicas bastante diferentes. El nihilismo, tal como yo lo entiendo, tiene dos dimensiones fundamentales. La más visible es la física: una pulsión destructiva de cosas y personas, una noción que a veces resulta muy útil a la hora de estudiar la guerra. La segunda dimensión es conceptual, pero no menos esencial, sobre todo cuando consideramos el destino de las sociedades y la reversibilidad o no de su decadencia: el nihilismo tiende irresistiblemente a destruir la noción misma de verdad, a prohibir cualquier descripción razonable del mundo. En cierto modo, esta segunda dimensión coincide con la interpretación más común del término, que lo define como un amoralismo derivado de la ausencia de valores. Dado mi carácter científico, me resulta muy difícil distinguir entre las dos parejas que forman el bien y el mal, lo verdadero y lo falso; a mis ojos, estos binomios conceptuales se cofunden.
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Así pues, nos encontramos con dos mentalidades enfrentadas. Por un lado, el realismo estratégico de los Estados-nación y, por otro, la mentalidad posimperial, emanada de un imperio en desintegración. Ninguna de las dos tiene una visión completa de la realidad, ya que la primera no ha comprendido que Occidente ya no está formado por Estados-nación, que se ha convertido en otra cosa, y la segunda se ha vuelto impermeable a la idea de soberanía nacional. Pero su comprensión de la realidad no es equivalente, y la asimetría juega a favor de Rusia.
Como demostró Adam Ferguson, un representante de la Ilustración escocesa, en su Essay on the History of Civil Sociey (Ensayo sobre la historia de la sociedad civil, 1767), los grupos humanos no existen en sí mismos, sino siempre en relación con otros grupos humanos equivalentes. En la más pequeña y remota de las islas, explica, mientras esté habitada y por pocos que sean sus pobladores, siempre habrá dos grupos humanos enfrentados. La pluralidad de sistemas sociales es consustancial a la humanidad, y estos sistemas se organizan unos contra otros. «Los títulos de ciudadanos y compatriotas», escribió Ferguson, «si no tuvieran que oponerse a los de emigrado y extranjero, […] caerían en desuso y perderían su significado. Amamos a los individuos por sus cualidades personales, pero amamos a nuestro país porque forma parte de la humanidad […]»[8].
El surgimiento de Francia e Inglaterra es una espléndida ilustración de ello. Durante la Edad Media, estas dos producciones estatales del valle del Sena van a definirse el uno contra el otro. Luego, para nosotros los franceses, el adversario sustituto fue Alemania, principal rival, no se olvide, de Inglaterra en vísperas de la guerra de 1914.
Una de las tesis clave de Ferguson es que la moralidad interna de una sociedad guarda relación con su inmoralidad externa. Es la hostilidad hacia otro grupo lo que hace que uno se sienta solidario con el suyo. «Sin la rivalidad entre las naciones, sin el ejercicio de la guerra», escribe, «la propia sociedad civil tendría apenas razón de ser y dificultad de encontrar una forma»[9]. Y continúa diciendo: «es inútil pretender dar a un pueblo entero un sentido de unión sin admitir su disposición a la hostilidad hacia los que se le oponen. Si, por casualidad, pudiéramos extirpar en una nación el sentimiento de antagonismo que le inspira el contacto con naciones vecinas, es probable que los lazos de la sociedad se debilitarían, incluso se romperían a la vez que se agotaría la fuente más fecunda de las ocupaciones y virtudes nacionales»[10].
El sistema occidental actual aspira a representar la totalidad del mundo y ya no reconoce la existencia de ese otro. Pero la lección de Ferguson es que, si ya no reconoces la existencia de un otro legítimo, tú mismo dejas de existir. La fuerza de Rusia, en cambio, reside en su capacidad de pensar en términos de soberanía y de equivalencia de las naciones: teniendo en cuenta la existencia de fuerzas hostiles, puede garantizar su cohesión social.
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La paradoja de este libro es que, partiendo de una acción militar de Rusia, nos conducirá a la crisis de Occidente. El análisis de la dinámica social rusa entre 1990 y 2022, con el que comenzaré, resultará sencillo y fácil. Las trayectorias de Ucrania y de las antiguas democracias populares, paradójicas a su manera, no parecerán muy complicadas. En cambio, examinar Europa, Reino Unido y aún más Estados Unidos será un ejercicio intelectual más difícil. Tendremos que enfrentarnos a ilusiones, reflejos y espejismos antes de penetrar en la realidad de lo que cada vez se parece más a un agujero negro: más allá de la espiral descendente de Europa, encontraremos, en Reino Unido y Estados Unidos, desequilibrios internos de tal magnitud que los convierten en amenazas para la estabilidad del mundo.
La última paradoja es que tenemos que admitir que la guerra, la experiencia de la violencia y el sufrimiento, el reino de la insensatez y el error, es también una prueba de realidad. La guerra nos lleva al otro lado del espejo, a un mundo en el que la ideología, los engaños estadísticos, la conculcación de los medios de comunicación y las mentiras del Estado, por no mencionar los delirios de los teóricos de la conspiración, están perdiendo gradualmente su poder. Emergerá una verdad simple: la crisis occidental es el motor de la historia que estamos viviendo. Algunos ya lo sabían. Cuando la guerra termine, nadie podrá negarlo.
[1] Davied Teurtrie, Russie. Le retour de la puissance, París, Dunod, 2021.
[2] Weber define el Estado por su monopolio de la violencia legítima; Hobbes presenta el estado de naturaleza como una guerra de todos contra todos.
[3] Tatiana Kastouéva-Jean, «La souveraineté nationale dans la vision russe», Revue Défense nationale 848 (marzo de 2022), pp. 26-31.
[4] Publicado por Yale University Press; por tanto, no estamos en la periferia del sistema estadounidense.
[5] Aristóteles, Política, ed. Pedro López Barja de Quiroga y Estela García Fernández, Madrid, Istmo, 2005, p. 255.
[6]Après l’empire. Essai sur la décomposition du système américain, París, Gallimard, 2002; véase reed. en «Folio actuel», con un posfacio inédito del autor, 2004, pp. 94-95. [ed. cast.: Después del Imperio, trad. José Luis Sánchez-Silva, Madrid, Akal, 2003].
[7]La Chute finale. Essai sur la décomposition de la sphère soviétique, París, Robert Laffont, 1976; nueva edición aumentada, 1990.
[8] Adam Ferguson, An Essay on the History of Civil Sociey, Cambridge, Cambridge University Press, 1996, p. 25 [ed. cast.: Ensayo sobre la historia de la sociedad civil, ed. María Isabel Wences Simón, Madrid, Akal, 2010, pp. 62s.].
[9]Ibid., p. 28 [ed. cast., p. 66].
[10]Ibid., p. 29 [ed. cast., p. 67].
CAPÍTULO I
LA ESTABILIDAD RUSA
La fortaleza de Rusia ha sido una de las grandes sorpresas de la guerra. No debería haberlo sido; era fácil de prever y será fácil de explicar. La verdadera pregunta es: ¿por qué Occidente subestimó hasta tal punto a su adversario, cuando no había nada oculto sobre sus recursos y fortalezas, y los datos al respecto eran accesibles? ¿Cómo, con una intelligence community de cien mil personas sólo en Estados Unidos, pudo imaginar que la exclusión del sistema Swift y la imposición de sanciones someterían a este país de 17 millones de km2, que dispone de todos los recursos naturales posibles y que, desde 2014, se estaba preparando claramente para hacer frente a sanciones de este tipo?
Para ilustrar la enormidad de un error de percepción que abarca todos los años de Putin, empecemos por el título de una columna aparecida en Le Monde el 2 de marzo de 2022, escrita por Sylvie Kauffmann, editorialista del periódico: «El balance de Putin al frente de Rusia es un largo descenso a los infiernos para un país al que ha convertido en agresor». Así describía el gran diario de referencia francés un periodo que, tras el colapso de los años 90, fue precisamente el de la salida de los infiernos. No se trata aquí de denunciar, de indignarse, de acusar de mala fe –las personas que piensan así son sinceras[1]–, sino de comprender cómo se han podido escribir semejantes disparates cuando era tan fácil ver que en Rusia las cosas iban mucho mejor.
UNA ESTABILIZACIÓN EXITOSA: LA PRUEBA DE LAS «ESTADÍSTICAS MORALES»
Entre 2000 y 2017, la fase central de la estabilización llevada a cabo por Putin, la tasa de mortalidad por alcoholismo en Rusia se redujo de 25,6 por cada 100.000 habitantes a 8,4, la tasa de suicidios de 39,1 a 13,8, y la de homicidios de 28,2 a 6,2. En bruto, esto significa que las muertes por alcoholismo han bajado de 37.214 al año a 12.276, los suicidios de 56.934 a 20.278 y los homicidios de 41.090 a 9.048. Y es de un país que ha experimentado esta evolución del que se nos dice que está atrapado en «un largo descenso a los infiernos».
En 2020, la tasa de homicidios había descendido aún más: a 4,7 por 100.000, seis veces menos que cuando Putin llegó al poder. Y la tasa de suicidios en 2021 era de 10,7, 3,6 veces menos. En cuanto a la mortalidad infantil anual, ha caído de 19 por cada 1.000 «nacidos vivos» en 2000 a 4,4 en 2020, por debajo de la tasa estadounidense, de 5,4 (UNICEF). Ahora bien, este último indicador, en la medida en que afecta a los miembros más débiles de una sociedad, es especialmente significativo para evaluar su estado general.
Pero estos indicadores demográficos, que los sociólogos del siglo XX llamaban «estadísticas morales», sugieren una realidad aún más tangible y profunda que los demás. Si nos fijamos en los datos económicos de Rusia, vemos una rápida recuperación, un aumento del nivel de vida entre 2000 y 2010, seguida de una ralentización entre 2010 y 2020 como consecuencia de los problemas causados en particular por las sanciones tras la anexión de Crimea. Pero la tendencia que ilustran las estadísticas morales es más regular, más profunda, y refleja un estado de paz social, el redescubrimiento por los rusos, tras la pesadilla de los años 90, de que una existencia estable era posible.
Esta estabilidad, que puede verse en los más objetivos de los hechos, los datos demográficos, se ha convertido en algo fundamental para el país y es una de las obsesiones de Putin en sus discursos. Estos aspectos objetivos no han impedido que diversas ONG, la mayoría de las veces agencias indirectas del Gobierno estadounidense que podríamos llamar PONG (pseudoorganizaciones no gubernamentales), rebajen constantemente a Rusia en sus evaluaciones. Hasta el absurdo. Cuando, en 2021, Transparency International, que clasifica a los países del mundo según su índice de corrupción, situó a Estados Unidos en el puesto 27 y a Rusia en el 136, nos encontramos ante un imposible. Un país con una tasa de mortalidad infantil inferior a la de Estados Unidos no puede ser más corrupto. La mortalidad infantil, al reflejar el estado profundo de una sociedad, es en sí misma un mejor indicador de la corrupción real que otros indicadores elaborados según quién sabe qué criterios. Es más, los países con menor mortalidad infantil son los que podemos comprobar que son también los menos corruptos: los países escandinavos y Japón. Vemos, pues, que, en la parte alta de la clasificación, los indicadores de mortalidad infantil y de corrupción están correlacionados.
LA RECUPERACIÓN ECONÓMICA
No se puede culpar a Le Monde y a la CIA por no utilizar la mortalidad infantil como indicador de tendencia. Pero los datos económicos sí se conocían. A lo largo de todo el periodo, además de un aumento del nivel de vida, se observan tasas de desempleo muy bajas y el retorno de Rusia en áreas económicas estratégicas.
Los resultados más espectaculares son los tocantes a la agricultura. Como nos cuenta David Teurtrie en su libro de 2021, en el espacio de unos pocos años, Rusia no sólo ha logrado alcanzar la autosuficiencia alimentaria, sino convertirse en uno de los mayores exportadores mundiales de productos agrícolas: «En 2020, las exportaciones agroalimentarias rusas alcanzaron un nivel récord de 30.000 millones de dólares, una cifra superior a los ingresos por exportaciones de gas natural en el mismo año (26.000 millones). Esta dinámica, impulsada inicialmente por los cereales y las oleaginosas, se apoya ahora también en las exportaciones de carne. […] Los resultados del sector agrícola han permitido a Rusia convertirse en exportador neto de productos agrícolas en 2020, por primera vez en su historia reciente: entre 2013 y 2020, las exportaciones agroalimentarias rusas se han triplicado, mientras que las importaciones se han reducido a la mitad»[2]. Una espléndida chufla a la época soviética, que, como sabemos, estuvo marcada por el fracaso de la agricultura.
La permanencia de Rusia como segundo exportador mundial de armas es menos sorprendente. Sin embargo, después de Chernóbil, sí que lo es su nueva y reciente condición de primer exportador mundial de centrales nucleares, dejando muy atrás a Francia. En 2021, Rosatom, la empresa estatal encargada del sector, tenía treinta y cinco reactores en construcción en el extranjero (sobre todo en China, India, Turquía y Hungría)[3].
Otro ámbito en el que los rusos han demostrado flexibilidad y dinamismo es internet. Como para nosotros es la quintaesencia de la modernidad, cabía esperar que los servicios competentes estuvieran al tanto de los progresos realizados por los rusos. No ha sido así en absoluto.
Teurtrie explica muy bien hasta qué punto los rusos han tenido una actitud a la vez estatista y liberal, nacional y flexible: decididos a permanecer en un mundo competitivo y al mismo tiempo preocupados por preservar su autonomía. «En realidad», señala, «la versión rusa de la regulación de internet se encuentra, como en muchos ámbitos, a medio camino entre las medidas adoptadas en Europa y las adoptadas por China. Rusia comparte con Europa la presencia de los gigantes estadounidenses de internet, que gozan de una gran audiencia en el “internet de Rusia” o Runet (es el caso, en particular, de YouTube). […] Pero a diferencia de Europa, impotente en gran medida en este ámbito, Rusia puede apoyarse en empresas punteras nacionales presentes en todos los segmentos de internet para seguir siendo autónoma y ofrecer soluciones alternativas a los internautas rusos»[4]. Al tiempo que permanece «en gran medida abierta a las soluciones occidentales», Rusia «es sin duda la única potencia en la que existe una auténtica competencia entre los GAFA[5] y sus equivalentes locales»[6].
François Hollande, tras Angela Merkel, alegó haber firmado los Acuerdos de Minsk de 2014 para dar tiempo a los ucranianos a armarse. Esa era sin duda la intención de los ucranianos. En el caso de Angela Merkel y François Hollande, ¿quién puede saberlo? Pero lo que apenas hemos visto, y lo que sugiere el libro de Teurtrie, es que estos acuerdos fueron también para los rusos una forma de ganar tiempo[7]. Una de las razones por las que en 2014 no fueron más allá de tomar Crimea y aceptar un alto el fuego es que no estaban dispuestos a verse desconectados del Swift, lo que entonces habría sido verdaderamente catastrófico. Los Acuerdos de Minsk se firmaron porque todos querían ganar tiempo: los ucranianos, para prepararse para la guerra sobre el terreno; los rusos, para estar listos para afrontar un régimen de sanciones máximo. Como informa Teurtrie, ya en 2014, el Banco Central de Rusia creó el Sistema de Mensajería Financiera ruso (SPFS)[8]. En abril de 2015, se puso en marcha el Sistema Nacional de Pagos con Tarjeta (NSPK), «que garantiza el funcionamiento de las tarjetas emitidas por los bancos rusos en territorio nacional incluso en caso de sanciones occidentales. Al mismo tiempo, el Banco Central de Rusia está creando el sistema de pago con tarjeta “Mir”»[9].
¡GRACIAS, SANCIONES!
Cuando se observa la evolución de Rusia desde el derrumbe del comunismo, es inevitable asombrarse por un recorrido tan extremadamente accidentado: una caída muy brusca, seguida de un ascenso muy rápido. Pero lo más desconcertante es la capacidad de adaptación que ha mostrado el país desde las sanciones que siguieron a la guerra de Crimea en 2014. Cada paquete de sanciones parece haber llevado a Rusia a realizar una serie de reconversiones económicas y a recuperar su autonomía con respecto al mercado occidental.
El ejemplo del trigo es quizá el más espectacular. En 2012, Rusia producía 37 millones de toneladas y, en 2022, 80 millones, más del doble en diez años. Esta flexibilidad tiene mucho sentido si se compara con la flexibilidad negativa de la Norteamérica neoliberal. En 1980, cuando Reagan llegó al poder, la producción de trigo estadounidense era de 65 millones de toneladas. En 2022, había descendido a sólo 47 millones. Consideremos este declive como una introducción a la realidad de la economía estadounidense, de la que hablaremos en el Capítulo 9.
Bajo el mandato de Putin, los rusos nunca han abrazado un proteccionismo a ultranza, por lo que han aceptado que una serie de actividades hayan salido perjudicadas. Su industria aeronáutica civil se ha visto sacrificada desde que compraron los Airbus. Su industria automovilística también ha sufrido. Pero si el país ha logrado mantener una proporción relativamente elevada de su población activa en la industria, no integrarse completamente en la economía globalizada y no poner su mano de obra al servicio de Occidente como hicieron las antiguas democracias populares, es porque se ha beneficiado de un proteccionismo parcial y de las circunstancias.
Jacques Sapir me ha ilustrado sobre este punto. «La principal medida de protección de la industria y la agricultura fue la fortísima depreciación del rublo en 1998-1999. Expresada como tipo de cambio real (comparando las respectivas inflaciones y aumentos de la productividad), la depreciación a finales de 1999 debería haber sido de al menos un 35%. Posteriormente, el tipo de cambio nominal cayó menos de lo que subió el diferencial de inflación, pero las importantes ganancias de productividad entre 2000 y 2007 mantuvieron una depreciación del tipo de cambio real de alrededor del –25%. Esta depreciación se vio mermada entre 2008 y 2014. Después, con el cambio de estrategia del Banco Central de Rusia (con la fijación de unos objetivos de inflación), el rublo volvió a depreciarse en términos reales de 2014 a 2020»[10].
Los derechos de aduana se han añadido a la protección que ofrece un rublo débil: «En cuanto a los aranceles», prosigue Sapir, «Rusia aplicaba desde 2001 uno del 20% a los productos manufacturados industriales, antes de aceptar uno del 7,5% tras su entrada en Organización Mundial del Comercio en agosto de 2012. Evidentemente, con la guerra de Ucrania, esto ya no afecta a los productos occidentales. En cuanto a los productos agrícolas, el tipo de 2003 rondaba el 7,5% (frutas y hortalizas) y se redujo al 5% tras la adhesión de Rusia a la OMC. Pero, una vez más, el embargo ha permitido restablecer una política altamente proteccionista».
Como podemos ver en Teurtrie, las sanciones occidentales de 2014, aunque causaron algunas dificultades a la economía rusa, también fueron una oportunidad: la obligaron a encontrar sustitutos para sus importaciones y a reorganizarse internamente. En un artículo publicado en abril de 2023, el economista estadounidense James Galbraith estimaba que las sanciones de 2022 habían tenido el mismo efecto[11]. Han permitido instaurar un sistema proteccionista que, teniendo en cuenta la fuerte adhesión actual de los rusos a la economía de mercado, el régimen nunca se habría atrevido a imponer a la población. «Sin las sanciones», escribe, «es difícil imaginar cómo podrían haber surgido las oportunidades que ahora se abren a las empresas y empresarios rusos. Desde un punto de vista político, administrativo, jurídico e ideológico, incluso a principios de 2022, el Gobierno ruso habría tenido grandes dificultades para adoptar medidas comparables, como derechos de aduana, cupos y expulsiones de empresas, dadas la profunda influencia que ejerce la idea de una economía de mercado en los responsables políticos, la influencia de los oligarcas y el carácter presuntamente limitado de la “operación militar especial”. En este sentido, a pesar de la conmoción y los costes para la economía rusa, las sanciones han sido claramente un regalo».
PUTIN NO ES STALIN
Una vez más, todos estos datos estaban disponibles; mostraban la fortaleza y adaptabilidad de la economía rusa. Lo principal, repito, no es señalarlos, sino preguntarse por qué los líderes occidentales han permanecido ciegos a la realidad.
Su imagen de la Rusia actual como un país dominado por un Putin monstruoso y poblado por rusos imbéciles supone una vuelta a la casilla de Stalin. Todo se ha interpretado como un retorno de Rusia a su supuesta esencia bolchevique. Pero, además del excelente libro de David Teurtrie, los analistas y comentaristas especializados tenían a su disposición las obras de Vladimir Shlapentokh.