La dictadura y la restauración de la República del Ecuador - Juan León Mera - E-Book

La dictadura y la restauración de la República del Ecuador E-Book

Juan León Mera

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«La dictadura y la restauración de la República del Ecuador» es un ensayo póstumo de Juan León Mera sobre un momento concreto de la historia de la República de Ecuador, una época que el autor vivió y que trató de analizar con justicia. En ella aborda la revolución del 76, el gobierno de Borrero, el asesinato de García Moreno... Como sintetiza Mera: «El orden natural de las cosas públicas en el Ecuador es hijo de la Dictadura y la Restauración». -

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Juan León Mera

La dictadura y la restauración de la República del Ecuador

ENSAYO DE HISTORIA CRITICA

Obra inédita que se publica en conmemoración del primer Centenario del nacimiento de su Autor.

Saga

La dictadura y la restauración de la República del Ecuador

 

Copyright © 1883, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726680058

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

JUAN LEON MERA

La Academia Ecuatoriana, Correspondiente de la Española, dióme el honroso encargo de editar, con ocasión del primer centenario del nacimiento de uno de los eminentes fundadores de ese ilustre Cuerpo, don Juan León Mera, su Historia de la Dictadura y la Restauración, que se conservaba aun inédita.

Ninguna comisión podía serme más grata, porque el señor Mera tiene para mí no sólo el atractivo de sus merecimientos literarios yla recomendación de sus brillantes y abnegados servicios al país, sino el imán, altamente sugestivo, de la comunidad de ideal y de doctrina. Desde muy joven, he mirado a Mera como Maestro y guía esclarecido, como vidente precursor de la acción religiosa actual y uno de los más doctos y esforzados adalides de la sagrada causa de la civilización cristiana en nuestra Patria. A través de los años, y por encima del sepulcro, es placentero darse la mano con los varones que han luchado por la cultura moral y espiritual de los pueblos y rendirles pleitohomenaje de gloria.

Séame permitido bosquejar brevemente la vida y obra literaria de aquel preclaro varón.

I

Nació Mera en la ciudad de Ambato, el 28 de junio de 1832, año en que comienza a desenvolverse en el Ecuador la lúgubre historia de sus trágicas luchas domésticas, perdido ya, o amenguado a lo menos, el incontrastable ascendiente que hasta entonces tuvo el Fundador de la patria. Bautizóle el mismo día del nacimiento, conforme a las piadosas costumbres de la época, el doctor Joaquín Miguel de Araujo, el más renombrado teólogo a la sazón, a quien pagaría Mera, andando los años, la dádiva de su iniciación en la vida cristiana, con magnífica aunque incompleta biografía.

Su padre, don Pedro Mera, se había alejado del hogar desde antes del alumbramiento de su esposa; y hubo de hacer los oficios paternos y los suyos propios, doña Josefa Martínez, amparada, a su vez, por su madre, doña María Juana Vásconez v. de Martínez. Como González Suárez, tan amigo suyo, Mera recibió de su madre la influencia decisiva, la huella más honda y duradera. Ella—sobrábale inteligencia y virtud—tuvo que improvisarse maestra para la enseñanza y modelación primeras del hijo de su amor, tan temprano marchito. La infancia de Mera, triste y melancólica, decurrió en la aldea de Atocha, entre los rústicos indios y campesinos, en la austera pobreza de la quinta familiar. Acostumbróse así desde la cuna a dar preeminencia a lo espiritual, al culto de la humildad y de los humildes, a la estima del pueblo, a la preocupación constante por la suerte de los pobres.

Un varón de virtud y talento raros, jurisconsulto notable más tarde, hizo las veces de profesor de segunda enseñanza y de verdadero Mentor en la iniciación literaria de Mera: el doctor Nicolás Martínez, su tío materno. Apenas mayor que su discípulo con once años, la juvenil gravedad del carácter de Martínez le dió tal ascendiente sobre Mera que llegó a trocarse en magisterio de probidad; y los vínculos entre los dos fueron de verdadera comunión de almas, de íntima fraternidad espiritual. ( 1 ) Más tarde, en 1845, otro tío suyo, el doctor Pablo Vásconez, Ministro de Ascásubi y Noboa y Presidente de la Corte Suprema, dióle también breves lecciones de gramática. La educación de Mera fue, pues, fragmentaria y superficial; e inmensa su propia labor para la instrucción y formación moral. ¡Asombroso modelamiento personal del carácter que—haciéndole subordinar su voluntad a la de su amada madre— ( 2 ) convirtió a hombre de vehementes pasiones, irascible y fogoso, en prototipo de serenidad, de noble tolerancia en el trato social y en las luchas doctrinarias, de elevado dominio sobre sí mismo en los certámenes de la vida cívica!

La belleza de la provincia natal fué también uno de sus mejores maestros. A ella debió en mucho el despertamiento de su vocación artística. En 1852, cuando frisaba con los veinte años, vino a Quito para perfeccionar sus conocimientos de dibujo, así de la figura humana, como del paisaje, en el estudio del mejor artista que por entonces teníamos, don Antonio Salas. Empero, la enseñanza no debía prolongarse mucho tiempo. El discípulo comenzó bien pronto a suspirar por la libertad campestre, a añorar la atracción del hogar y la hermosura de la naturaleza; y se volvió a Atocha, a continuar ejercitando allí el pincel, en bellas acuarelas, de índole religiosa las más, que aun le daban algún recurso mitigador de su pobreza. De tarde en tarde, volvió a la pintura, como sedante en medio de sus arduas labores y fatigas.

El año de 1853 señala la triunfal entrada de Mera en el campo de la gloria literaria. Ya antes había compuesto algunas poesías: él mismo nos recuerda que su musa adolescente y sin estudio despertó en 1845, al conjuro de la libertad. Aquellos primeros versos, quedaron arrumbados; no así los de 1853. Enviados a Martínez, que residía en Quito, éste se los presentó al doctor Pedro Fermín Cevallos, entonces en el apogeo de su influencia política, al doctor Ramón Miño, a don Juan Montalvo; y todos le calificaron de verdadero poeta. Riofrío, que se hallaba igualmente en el pináculo de su renombre literario, gustó también sobremanera de aquella fácil versificación y de la agradable placidez de su musa, contrastante con la turbulencia política de aquellos días. Mera entraba con pie derecho en el Parnaso, y era recibido fraternalmente en los cenáculos literarios de la época.

Tan benévola acogida estimuló al nuevo cantor; y desde entonces, según cuenta en la Ojeada, se dedicó a estudios serios. Y añade: «Juzgué desde luego que, si era preciso conocer la poesía de otras naciones, el poeta hispano-americano debía de preferencia educarse en la escuela española, y me consagré a leer y estudiar los buenos modelos del Parnaso castellano; pero comprendí también que era conveniente evitar la imitación servil aun de esos modelos. No por ésto, eso sí, dejé de imitarlos hasta formar mi gusto artístico como deseaba». Desde entonces tuvo la intuición feliz de la necesidad de prudente y sano nacionalismo o americanismo literario, que había de ser una de las mayores glorias de Mera como poeta y novelista.

Sedúcenle en esa época los románticos españoles, por la similitud de genio y exuberancia de fantasía; Martínez de la Rosa y Zorrilla, especialmente, avivaron en él el sentimiento poético. Déboles, agrega en sus Recuerdos y Apuntes varios, mi vocación. «Corriendo los años, el gusto formado y depurado por la lectura de obras maestras y la meditación, ha venido a modificar mi juicio respecto de mis primeros ídolos: ha sido necesario erigir aras a otros, que las merecen con más justo título».

Reflejo de esas prístinas influencias, fué el primer libro de poesías, aparecido en 1858, año trágico en que se incubó, en la liza parlamentaria, la gran revuelta del siguiente, formidable reacción del civilismo contra el poderío militarista. Revelaba esa colección la pluralidad de genios que en Mera había: junto a los versos serios, estaban allí letrillas, sátiras, fábulas, epigramas. . . ., en suma un conjunto heterogéneo, hijo de feliz facilidad y ubérrima imaginación y sentimiento. Otra vez Riofrío volvió a amparar con su elevado patrocinio la brillante muestra del juvenil numen de Mera. Fuera de la patria, saboreóse asimismo con deleite la Colección, donde se adivinó la originalidad del poeta y su vivo anhelo de dar colorido local a su obra literaria.

Mientras preparaba su primera cosecha poética, hacía también su noviciado en la vida política. Partidario de la legalidad, se afilió al gobierno de Robles, bien que éste no fuese en su conducta fiel a los ideales que Mera propugnaba con acendrado romanticismo democrático. Entendemos que su legalismo le hizo mirar con malos ojos la actitud de García Moreno en el Congreso de 1858 y en el primer período de la guerra civil, especialmente por la busca del auxilio peruano.

Mas, muy luego, el gran tribuno de 1858 endereza varonilmente sus pasos frente al mismo Gobierno peruano y a su nuevo aliado, el general Franco. Y tan gallarda aparece a todos su actitud patriótica, tan heroica su conducta, tan inmensa su ubicuidad, que aun sus adversarios vuelven a él sus miradas para elevarle a la primera magistratura, apenas terminada la lucha.

Elegido Mera, a pesar suyo y en mérito de la discreción de su conducta, según relata Cevallos, diputado a la Constituyente, tuvo a honra contribuir con su voto a la significativa unanimidad (faltó sólo un voto, el del Dr. Francisco Moscoso, diputado por el Azuay) con que fué electo García Moreno para Presidente constitucional.

«Entonces conservaba yo, dice Mera en la Ojeada, algunos resabios liberalescos, reliquias de las locuras de mi primera mocedad y pertenecía a la oposición. Sostuve con calor mis principios y alguna vez me hallé en la arena frente a frente a dicho general (habla de don Juan José Flores)». En efecto, Mera fué uno de los que más contribuyeron en la Convención a dar al país, a imitación de la última Carta granadina, un Estatuto liberalísimo y descentralizador, rompiendo con todos los moldes hasta entonces en boga en nuestra patria. Empero, ¿qué mucho era aquello, cuando el mismo García Moreno había dado el ejemplo de las reformas audazmente democráticas, al consagrar en el decreto de elecciones para la Constituyente el sufragio universal y la igualdad de los departamentos, principios desconocidos hasta ese día? Todos los hombres de la época tenían cual más, cual menos, los mismos «resabios», como forjados en idéntico troquel, el de la harto mezclada e impura enseñanza que se daba en el país.

¿En qué consistieron esos vestigios del liberalismo de su primera juventud? No en lo sustancial de su criterio religioso, pues Mera aprobó en este punto todas las reformas que, deseoso de impulsar el reflorecimiento espiritual del país, propuso García Moreno: el Concordato, la admisión de institutos religiosos y el restablecimiento de la Compañía de Jesús. Como miembro de la Comisión Eclesiástica, Mera secundó la labor de algunos ilustres clérigos que integraban el Cuerpo Constituyente, como los Freiles y los Hidalgos. Sólo en materia de fuero eclesiástico y de diezmos, manifestó ideas imprecisas.

Su liberalismo, más bien dicho sus tendencias excesivamente democráticas, se circunscribieron a lo político: extensión de la ciudadanía aun a los que no sepan leer, ni escribir; establecimiento de asambleas provinciales para favorecer la autonomía seccional, sin caer en el federalismo; reunión anual de los congresos; limitación de las facultades del Poder; elección de gobernadores y magistrados de las Cortes por el pueblo; libertad absoluta de imprenta, abolición de la pena de muerte: hé aquí algunas de las reformas que Mera propuso impetuosamente, llevado de sus sentimientos republicanos. Fué el diputado que más trabajó y habló en pro de la supresión de la pena capital, que la Asamblea abolió sólo para los delitos políticos.

La labor de Mera como legislador se limitó casi siempre a breves observaciones en las juntas públicas y, sobre todo, a la ilustración, secreta y modesta, del parecer de las comisiones. Carecía del don de la palabra hablada, como muchos de los hombres a quienes la Naturaleza ha concedido la dádiva, más duradera en sus efectos, de la palabra escrita.

Si en lo político hizo Mera sus primeras armas en 1861, revelándose hombre de pensamiento y de lucha, en lo literario alcanzó aquel mismo año magnífico triunfo, que vino a consolidar y extender su ya merecida fama de poeta. Nos referimos a la aparición de La Virgen del Sol que, después de paciente revisión de su noble e insigne amigo don Julio Zaldumbide, vió la luz en los mismos días en que estaba reunida la Asamblea. Algunos años duró la elaboración de la sugestiva Leyenda: la Inspiración había sido escrita en 1854, en el pueblo de Baños, gigantesca rotura de la Cordillera, por donde los ríos interandinos se precipitan en el Oriente, abriendo a éste puerta natural. ¿Qué musa verdadera no despertará fascinada por el estupendo panorama de esa porción de nuestra tierra? En 1857 leyó y encomió la leyenda García Moreno; e igualmente favorable fué el voto de sus benévolos guías literarios: Cevallos y Riofrío. Aun el austero P. Solano, polígrafo eminente, pero implacable crítico, no pudo menos de aplaudir aquella versificación fácil yarmoniosa yla pureza de la expresión. Con esa obra y con Melodías Indígenas, compuesta en 1860, ratificó Mera su voluntad de dar color nacional, sabor de la tierra a su labor literaria. Esta fué una de las formas, no la menor, de su ardiente y luminoso patriotismo.

Ya desde esa época colaboraba Mera en muchos de los periódicos serios que se editaban en nuestra patria: El Iris, órgano de los ilustrados fundadores del Colegio de La Unión, mereció especialmente su preferencia, a causa de su ejemplar y fecunda labor literaria.

Terminada la Asamblea, volvió Mera a su tranquilo oasis de Atocha a continuar la vida de estudio y hogar. En el siguiente año, contrajo matrimonio con la bella y virtuosa dama doña Rosario Iturralde, mujer digna de él, y la única que amó en su vida. Fruto de aquella feliz y tranquila unión, fué una familia larga y benemérita, que recibió de Mera herencia de talento, de virtud y letras. Su vida de hogar fué apostolado continuo, apostolado del más alto esplritualismo, de extraordinaria abnegación y solicitud cristiana. ( 3 ) En La Escuela Doméstica dió más tarde lecciones de pedagogía familiar para otros hogares, lecciones en que expresó lo que él mismo había practicado en el suyo.

Los años que sucedieron a la clausura de la Constituyente fueron de los más fecundos para la preparación de Mera como intrépido controversista y defensor de los intereses católicos. El preclaro historiador ecuatoriano, doctor don Pedro Fermín Cevallos, burlonamente escéptico a la sazón, escribió en la Biografía de Mera que lleva el año de 1863, una frase que a no dudarlo debió de herir profundamente a su amigo, pero estimularle a la vez para la consagración al robustecimiento intelectual de sus convicciones religiosas: «Aun hay otra especialidad que se distingue de claro en claro en las producciones de Mera, a saber: un candor y limpieza de corazón, y una confianza y fe en los misterios y verdades de la religión de Jesús, que no pertenecen a nuestros tiempos. Sin irse a más ni venir a menos de lo que enseña la Iglesia, atiénese a las lecciones que le dió la madre, y a las primeras pláticas que oyó al cura de su parroquia». El acervo doctrinal de Mera era, efectivamente, reducido, pero no tan mezquino como suponía Cevallos. A partir de 1864, el criterio político religioso, hasta entonces impregnado de galicanismo y liberalismo católico, comienza a cambiar en nuestra patria; y esa evolución general fué provechosísima para Mera, quien poco a poco llegó a adquirir la plena luz de la verdad y aquel acrisolado sentido cristiano, con que había de brillar más tarde en la tribuna parlamentaria, en la cátedra periodística y en la vida social toda.

Años después pudo escribir: «Profeso las doctrinas católicas, no por la razón que he oído aducir a muchos, de que ellas fueron las de nuestros padres;—razón falsa ymovediza que puede aplicarse al error y la mentira, y con la cual disculparíamos hasta a los adoradores del elefante blanco de Siam: yo soycatólico, no porque mis padres tuvieron la dicha de serlo, sino por el profundo convencimiento que tengo de la verdad y bondad del catolicismo». (Cartas a don Juan Valera. Ojeada, 571.)

En 1865, los amigos de García Moreno obtuvieron el nombramiento del ya afamado escritor para Secretario del Senado, nombramiento que sorprendió al beneficiario. Fué ese congreso, dice él mismo en sus Apuntes, uno de los peores que ha habido; pero el señor Mera tuvo la fortuna de evitar toda ingerencia en los asuntos que pudieron menguar su honra; y contribuyó, a par del doctor Nicolás Espinosa, Presidente del Senado y liberal honorabilísimo, a que no se llevasen a cabo actos vergonzosos para dicha legislatura. Algunos miembros del Partido de oposición al Presidente cesante, con quien Mera tenía ya estrechas vinculaciones políticas, colmáronle de ultrajes por su labor prudente y atinada. Durante esa Legislatura compuso la letra del hermoso y valiente Himno Nacional de nuestra Patria.

Terminado el Congreso, fué llamado por el Ministro doctor Manuel Bustamante a servir el cargo de Oficial Mayor del Ministerio de lo Interior y Relaciones Exteriores. Ese empleo equivalía en el escalafón administrativo de entonces al de Subsecretario. Fué esta nueva prueba de la alta estima que ya para entonces se hacía generalmente, de las eximias dotes de inteligencia, ilustración y probidad políticas de Mera.

Dos años incompletos había servido ese cargo cuando sobrevino la borrasca que echó al suelo a Carrión. Iniciada la oposición en la Legislatura del 67, apeló el Gobierno al imprudente arbitrio de apresar a varios de los senadores y diputados, con lo cual sobreexcitó las pasiones y el Congreso inició acusación contra el Presidente y su Ministro don Manuel Bustamante. Al verse perdido ante el concepto general, formó Carrión nuevo Ministerio, de índole conservadora; mas, como la acusación siguiese, se arrepintió de lo hecho y pretendió constituir un Gabinete liberal, cual señuelo para atraer a este partido: plan pérfido que indignó a todos, conservadores y liberales. Los ministros renunciaron sus puestos, al vislumbrar que el Gobierno jugaba con ellos; y los subsecretarios Mera y Vicente Lucio Salazar no quisieron quedarse rezagados en ese movimiento de reacción de la altivez nacional. Son quizás excesivos los términos en que dieron cuenta de su renuncia los dos patriotas:

«Cuando entramos a servir de oficiales mayores en los Ministerios del Interior y Relaciones Exteriores y de Hacienda, llevamos a nuestros destinos ideas propias, doctrinas arraigadas en el alma en materia de política, honradez no desmentida y mucho pundonor. En todo el tiempo de nuestro servicio al Gobierno hemos empeñado nuestra pequeña influencia para inclinarle a buena parte, al lado de la justicia y la razón, incesantemente proclamadas por el partido a que pertenecemos. El Señor Carrión y el Señor Bustamante nos dieron muestras de que aceptaban este partido, y aunque muchas veces les vimos vacilantes y hasta errados en sus actos, y no dejamos de oponerles razones de peso, a nuestro ver, esperamos que los acontecimientos les pondrían definitivamente en el buen camino. Pero nos hemos engañado: a la sombra de falsas promesas se ha estado jugando con nuestro destino, y, lo que es peor, con el destino y la honra de la Patria Ayer, en pleno Senado, ha caído el telón que encubría la verdad y la hemos visto clara y palpable, y la ha visto el público entero. ¿Qué hacer en tal caso? Alejarnos indignados del monstruo que había querido hundirnos en la infamia, huir de la tempestad de lodo suspendida sobre nuestras cabezas. Así lo hemos hecho y nuestros nombres han quedado limpios. El transcurso de pocas horas en la vacilación nos habría perdido; pudo habernos tomado con el empleo todavía en la mano el terrible Voto de censura del Congreso contra el Gobierno a quien acabamos de dejar.

La Providencia que vela por la virtud, cuida también de la honra de sus hijos, y ha salvado la nuestra.»

Caído el gobierno, el Vicepresidente doctor Pedro José de Arteta, tornó a llamar a los Ministros y Subsecretarios renunciantes. Mera, pues, volvió a servir ese laborioso cargo, con la infatigable diligencia y alteza de patriotismo que fueron siempre distintivo de su austera vida pública.

En medio de las altas labores de la política activa, Mera no daba de mano a las Musas y a la pluma. Su lealtad yadmiración le llevó a dedicar a García Moreno el espléndido canto a Los Héroes de Colombia. En 1868 apareció su primer libro en prosa: la Ojeada Histórico – crítica sobre la Poesía ecuatoriana, libro en que se reveló historiador y maestro eximio, quizás muy severo, de la crítica literaria. El autodidacta se erguía ya como educador del gusto artístico de sus contemporáneos.

Por entonces fué Mera inmerecidamente baldonado en El Joven Liberal, hoja periódica que dirigía el doctor Marcos Espinel. Más tarde este mismo político descubrió que el autor de aquellos denuestos había sido el brillante prosador don Juan Montalvo, la más alta figura literaria de la oposición liberal, como ya comenzaba a serlo Mera en el campo conservador. Para la casi siempre serena y nobilísima pluma de Mera, Montalvo fué enigma de pasión y de odio. ¡Qué contraste entre los dos eminentes escritores!: superior Montalvo en el decir castizo y elegantemente arcaico; Mera, en cambio, le excedía con quince y raya en talla moral, en robustez de inteligencia creadora, en flexibilidad de ingenio, en solidez y estructura orgánica de la doctrina.

Mera contribuyó con su consejo a la revolución de 1869, paso equívoco en la política de García Moreno y en la de su insigne colaborador. Todavía los prohombres católicos no alcanzaban a llevar a la acción cívica la lógica íntegra, aunque severa, de sus doctrinas. Mera sirvió a García Moreno, en el primer bienio de ese período, como Gobernador de Tungurahua y luego como redactor del periódico oficial.

En febrero de 1873 volvió a colaborar en la Gobernación de aquella provincia, cargo en el cual manifestó su ardiente celo por la instrucción pública y por el mejoramiento de la condición del indio. Cuando entró a servirlo, dice Mera en su segunda Carta al doctor Juan B. Vela, el número de escuelas de Tungurahua era solamente el de 17, incluyéndose en él las privadas, o sea las más numerosas. En 1875, ascendieron a 74, con 3.896 alumnos. Al entusiasmo de Mera se debieron asimismo el progreso que tuvo el Colegio Bolívar y la construcción del plantel de niñas, cuyo establecimiento truncó la muerte de García Moreno. Para secundar el afán del Presidente por la rehabilitación intelectual del indio, Mera se empeñó en que se cumpliera respecto de éste la ley de 1871 que declaró obligatoria la enseñanza primaria; y, en efecto, a pesar de las representaciones que hacían individuos seudo liberales, logró magníficos triunfos en ese sentido. Los luminosos informes que presentó como Gobernador son verdaderas monografías de su provincia.

Los gobernadores en esa época podían concurrir a las legislaturas. Mera fué Senador en 1873; y en ese Cuerpo acreditó ya que sus ideas sociales y políticas iban ascendiendo al ápice de su pureza. En 1875 llegó a Quito, para concurrir por segunda vez al Senado, en medio del estremecimiento de dolor de la sociedad por el asesinato de aquel Hombre con quien se había unido en luminosa comunión de sentimientos e ideales político – religiosos. La gravedad de la situación no le dejó tiempo sino para presentar el proyecto de honores a García Moreno y elaborar el manifiesto que, modificado por sus compañeros de comisión, los egregios ciudadanos, doctores Camilo Ponce y José Modesto Espinosa, expidió la Legislatura. El deber de conservar el orden, le restituyó rápidamente a la provincia de su mando.

A poco comenzaba el período electoral. Los liberales, unidos a corto número de elementos católicos, especialmente de Cuenca, propusieron el nombre del probo repúblico doctor don Antonio Borrero. Los conservadores se dividieron: Luis Antonio Salazar, Antonio Flores y el general Sáenz se distribuyeron las simpatías de ese partido, deshecho a la muerte de su excelso fundador. Mera, vacilante en cuanto a la persona, se mantuvo firme en lo referente a la necesidad de la unión. «Para hacer frente al partido liberal, que es uno, tenemos también que volvernos uno», escribió al general Yépez. «Predico mucho, le añadía, pero mis palabras dan en oídos de piedra. . . .». Al general Sáenz le pidió que renunciara su candidatura, en pro de la armonía de la agrupación; pero no lo logró. ¡La vanidad personal y ciega, prevalecía sobre el bien patrio! El partido conservador estaba perdido. Desde entonces comenzó Mera a ejercer el papel de mediador, de verdadero árbitro entre las diversas fracciones de su colectividad, papel que le dió poderoso ascendiente político, aunque no siempre fuese escuchado, ni acogidas sus luminosas previsiones del porvenir.

La solución del certamen fué la que Mera había antevisto: el triunfo del doctor Borrero, en virtud de la merecida reputación republicana de ese ciudadano, pero sobre todo por la división conservadora. Una vez posesionado el nuevo Presidente, se invitó a Mera para que ejerciera el cargo de redactor del periódico oficial; pero rehusó justamente. La legislatura, en cambio, le nombró para Ministro del Tribunal de Cuentas, alta función en que eran necesarios hombres de su inmaculada honradez. Su nombramiento y el de algunos conservadores más, muy pocos, fué ocasión para que la fracción liberal que había sostenido a Borrero tocara rebato y comenzase la oposición al nuevo magistrado, cuyo nombramiento, como dijimos en otro estudio, no había sido fin en el plan liberal, sino mero incidente de él, o mejor dicho simple medio para llegar a la conquista absoluta del Poder. Mera fué una vez más objeto de escándalo por sus vinculaciones con el Magistrado recientemente asesinado; yrecibió vejámenes de ocultos enemigos.

La situación del nuevo gobierno, creación fortuita de fuerzas heterogéneas, fué a poco sumamente difícil. La acción de la autoridad casi no se sentía, mientras los elementos disolventes trabajaban activamente, a la chita callando. Una parte de la alianza que había llevado al doctor Borrero a la primera magistratura, pidióle luego que convocase una Constituyente para la reforma de los Estatutos de 1869, y comenzó agria campaña de prensa para lograr la realización de los puntos secretos del plan de que hemos hablado. Al mismo tiempo zahería al partido conservador y a sus hombres. Mera, sin abandonar la defensa de aquel, pensó en la necesidad de una publicación de más vuelo y trascendencia, que robusteciendo a la débil y desprevenida autoridad, le señalase rumbos en esa hora de crisis. A poco, el 25 de abril de 1876 apareció La Civilización católica, periódico en que los prohombres conservadores, los Ponces, los Herreras, los Espinosas, unidos con Mera, hicieron luminosa campaña de ideas, si bien ésta apareció a las veces como labor de oposición, tanto más peligrosa cuanto que urgía vigorizar la acción del Poder. Era preciso perdonarle, en aras del bien común, que no comprendiese sus deberes, y que diese más bien alas a sus enemigos con su excesivo apego a los métodos muelles de gobierno, y con su deseo de mostrar que eran innecesarias las fórmulas garcianas.

Borrero ( 4 ) no alcanzó a vislumbrar el verdadero fin que perseguían los esclarecidos redactores de aquella hoja, y mostróse irritado, especialmente con Mera, a quien negó una licencia, exigida por grave enfermedad. El divorcio entre las fuerzas de orden daba una vez más aliento y brío a los que medraban al amparo de la descomposición general. Tardíamente se palpó la necesidad de la unión, cuando ya se levantó en armas el general Veintemilla. Algunos de los redactores de La Civilización Católica, en ausencia de Mera, optaron por suspenderla y dar a luz un periódico de ocasión, para robustecer al gobierno. Mera deploró esa decisión, porque aquella hoja, en que había dejado admirables páginas de doctrina, iba cooperando a la reconstrucción de su partido.

Ya para entonces se había arraigado en Mera la idea de renunciar, en gracia de la armonía entre los católicos, a la denominación de conservaldor, y llamar católico al partido, ora porque el fundamento de su política debía ser la doctrina de la Iglesia, ora porque bajo la bandera conservadora, según decía el mismo pensador, se agrupaban hombres de principios no católicos, mientras había católicos entre los liberales. ( 5 ) El Dr. Manuel Angulo, entre otros, era vivo ejemplo de lo segundo: hijo leal de la Iglesia, canonista docto y defensor de los intereses eclesiásticos en los Congresos, se apellidaba sin embargo liberal. Mera, su compañero en el Tribunal de Cuentas, meditaba especialmente en ese caso, muy frecuente a la sazón.

Para realizar la armonía indicada e invitar a la acción conjunta, Mera escribió a diversos personajes, entre ellos a aquel que se erguía ya como nuevo jefe: don Vicente Piedrahita, a quien, por desgracia, sacó muy luego de la vida pública la mano del crimen.

Triunfante la revolución de Setiembre, Mera volvió a Atocha. Desde allí aconsejó a sus partidarios que cualquier paso que se diese en pro de la reacción, tuviera por fundamento la restauración del Poder legítimo, es decir el retorno de Borrero. ¡Bello ejemplo de subordinación de los resentimientos personales en aras del ideal doctrinario!

Mas, por entonces, no debían prosperar los proyectos de restauración. Perseguido, Mera tuvo que ocultarse y llevar vida azarosa y llena de incertidumbre. En esa época, sin embargo, acreditó nuevamente la serenidad y flexibilidad de su espíritu, en su admirable y mágica Cumandá, la maravillosa novela en que Mera, poeta, pintor y prosador, dió libre expansión a su genio y a la exuberancia de su fantasía artística. Soberano modelo, llamó a Cumandá juez tan conspicuo como don José María de Pereda; y muchos literatos eminentes de España y de otros países hicieron iguales encomios de esa obra que, si no la mejor de Mera, es la que más ha perpetuado su renombre.

Desde su retiro, y después desde su querida Atocha, continuó defendiendo con su pluma los sanos principios, las libertades públicas, el orden social quebrantado por la propaganda disociadora y la impiedad patrocinada por el Poder. Usó casi siempre en ese período el seudónimo, único recurso de los que querían permanecer en la palestra. Aparte de sus correspondencias a El Eco de Córdova, Mera colaboró activamente en El Amigo de las familias y en El Fénix, continuadores espirituales de la labor doctrinaria de La Civilización católica. Él, Ponce, Espinosa, Herrera estuvieron en esos órganos de publicidad, íntimamente unidos para la defensa integérrima de la verdad católica y de los principios republicanos, ligados siempre y de manera indisoluble en la vida de los pueblos.

En 1880 su nombre figuró en la lista de oposición, como candidato para legislador por la provincia nativa. Luégo se lanzó la candidatura presidencial de un amigo fidelísimo, de un hermano casi de Mera, el eximio poeta don Julio Zaldumbide, candidatura en que convinieron conservadores y liberales enemigos del Presidente. Todo en vano, pues estaba ya preparado el movimiento dictatorial, que Mera vió con indignación cívica. Su pluma se puso al servicio de la reconquista; y para justificarla escribió aquellas encendidas páginas, que se leen en el capítulo Cuarto de la Historia de la Restauración. Nunca volvió a escribir con mayor fuego, ni intensidad de pasión.

Triunfante el movimiento restaurador, en el que, tras penosas vicisitudes, se impuso de nuevo la idea conservadora, Mera trató de dar robustez a su partido y persistió en el plan ya indicado, de 1876: prescindir del nombre de antaño para congregar a los que no gustaban de aquel y, en cambio, admitían sin rebozo el apelativo de católico. ¡Inútil empresa en país adherido apasionadamente a las etiquetas, más que a las ideas mismas! Peligrosa, además, entre nosotros, donde se identifican y confunden fácilmente lo político y lo religioso, y donde las pasiones que suscita el partido que la defiende, se traducen fácilmente en odio a la Iglesia misma. Sin embargo, triunfó precariamente el criterio de Mera y se adoptó en la reorganización conservadora el nombre de partido católico republicano: la reciente lucha por las libertades cívicas hacía oportuna esta segunda denominación. Mera recibió el honroso encargo de redactar el programa, que salió como fruto de su docta pluma muy bellamente escrito y pensado: síntesis admirable de la tesis católica en lo político–religioso, ( 6 ) Durante largos años, aun después de proscrito el nuevo nombre de la agrupación y de restaurado el antiguo, el programa obtuvo acogida general, como expresión elocuente de los ideales que debían presidir la acción cívica de los ciudadanos católicos en nuestra patria.

En los intervalos que le dejaba libre la labor política y doctrinaria, como descanso de ella, acudía a las letras. Fruto de un remanso de paz, en 1884, fué la Historia de la Dictadura y la Restauración que ahora se publica, Historia compuesta simultáneamente con el estudio sobre la poesía quichua y con otro sobre los Cantares del Pueblo ecuatoriano, que vió la luz en forma de Introducción a la Antología ecuatoriana.

En 1885 fué elegido Senador de la provincia de Pichincha, elección en que nos parece ver la mano del Ilmo. señor Ordóñez, con quien estaba unido por vínculos de estrecha y respetuosa amistad. Recuérdese acerca de esta amistad el bello saludo de bienvenida que dirigió al eminente y austerísimo Arzobispo en 1889.

Instalado el Congreso de 1885, los Senadores honráronle con votos para la Presidencia de la Cámara, en competencia con el ilustre estadista Dr. don Luis Cordero: triunfó éste, y Mera obtuvo la Vicepresidencia. Su labor fue diligente, prudentísima, llena de variedad.

En ese año presentó su célebre proyecto sobre fundación de escuelas matinales para la raza india, a la cual se destinó el impuesto subsidiario. El proyecto, objetado en dicha legislatura por el Ejecutivo, fue ley en el siguiente año, pero nunca se cumplió con eficacia, ni entusiasmo. No podemos menos de recordar también que sostuvo ardientemente el proyecto por el cual se concedió al Ilmo. señor González Suárez, como estímulo para las investigaciones históricas que hacía en Sevilla, la pensión de un mil doscientos sucres anuales. Mera y González Suárez tuvieron cordial amistad y aprecio mutuo: cuando la tormenta que sobre éste se desencadenó con motivo de la publicación del tomo cuarto de su historia, el escritor ambateño apoyó moralmente al insigne arcediano.

Al siguiente año, mereció ser elevado a la Presidencia de su Cámara, habiendo sido su rival en la elección el benemérito jurisconsulto doctor don Antonio Gómez de la Torre. Tuvo el Senado por secretario, como en el anterior y en los dos sucesivos, a un joven en quien Mera descansaba plenamente, y que ya para entonces sobresalía entre sus coetáneos por la inteligencia, el carácter y la alteza del patriotismo: el doctor Manuel María Pólit, actual Arzobispo de Quito. El mismo Mera, en sus carteras, dejó escritas estas palabras: «Pólit a su eximia honradez junta despejada inteligencia, ilustración, laboriosidad y mucha práctica.»

Como nunca, el Senado mostróse ardientemente religioso; y tomó parte oficial en la celebración del segundo centenario del culto del Sagrado Corazón de Jesús. Mera pronunció hermosísimo discurso en el primer día de las sesiones del Congreso Eucarístico, en que puso de manifiesto el verdadero carácter de la civilización católica, o sea la preeminencia del espíritu sobre las excelencias del progreso material. La fe no hacia olvidar la acción patriótica, y ese Congreso fue fecundo en proyectos para el adelanto nacional.

En 1887 tornó a concurrir al mismo alto Cuerpo, bajo la presidencia de un varón eminente, con cuyo concurso había contado en las luchas de las ideas: nos referimos al doctor don Camilo Ponce, competentísimo en materias económicas yuno de los grandes defensores de la libertad de enseñanza, en época en que parecía, a los ojos de los incautos, del todo innecesaria.— Como en años anteriores, Mera fue miembro de las más variadas comisiones: de reforma constitucional, asuntos diplomáticos, instrucción pública, redacción, hacienda, etc. Con el Ilmo. señor Iturralde y otros tuvo a honra proponer un proyecto importantísimo para remediar los abusos del concertaje de los trabajadores rurales; propugnó la representación de las minorías y trabajó al efecto por la reforma de la ley electoral, etc. En aquel varón, el sentido democrático iba a par del ideal cristiano.

En 1888 concurrió por última vez al Congreso. Tocaba a éste hacer el escrutinio de la reciente elección presidencial, que había dividido nuevamente al partido conservador. Desde los primeros días se habló de que el doctor Antonio Flores no vendría a tomar posesión de la Presidencia; y Mera, que no había sido partidario suyo en los comicios, columbró con clarovidencia los funestos resultados que hubiesen sobrevenido de aceptarse la renuncia. «Flores subirá al poder en medio de la frialdad del pueblo, escribió, pero conviene más un gobierno que se establezca en estas condiciones, que no una nueva campaña electoral.» Volvió, pues, a asumir su papel de mediador, y escribió a Flores que aceptase la Presidencia, ofreciéndole en reciprocidad el apoyo del Partido conservador. Este partido, sin embargo, se hallaba en profunda crisis: al solo anuncio de la inminencia de la negativa de Flores, se insinuaron ya las candidaturas de los señores general Salazar y doctor Camilo Ponce. «La situación de los conservadores es mala; felizmente, añadía, la de los liberales no es major….» Flores, gracias a las gestiones hechas, no llegó a presentar la renuncia y se postergó así el choque violento de las grandes disidencias conservadoras.

Empero, ¿no son a veces las pequeñas discrepancias las más acerbas, en ánimos ya prevenidos? La concurrencia del Ecuador a la Exposición francesa conmemorativa de la Revolución de 1789, fué una de esas disidencias que surgieron en la misma legislatura de 1888. Flores se había empeñado en aceptar la invitación del gobierno francés, considerando la participación como simple muestra de amistad internacional. Empero, Matovelle, Ponce, Mera y otros, la juzgaron inadmisible, porque su verdadero propósito era festejar la orgía revolucionaria de 1789. ¿No habría sido posible que, haciendo las reservas debidas, se aceptase la invitación? El Senado, seducido por la elocuencia con que aquellos ilustres varones sostuvieron su criterio, desechó el proyecto.

Terminada la legislatura, vióse el preclaro escritor en el caso de defender una vez más a la patria, contra ciertas apreciaciones del Ministro de España, señor Llorente Vázquez. Mera, que amaba tanto su país, que le había dado en el Himno Nacional el canto seductor que ha inflamado el patriotismo de tres generaciones, no podía permitir que de ningún modo se baldonase a la tierra natal. Por más que en ocasiones advertía una especie de vacío a su lado, porque no todos los escritores sabían sentir como él la religión del deber patrio, nunca dejó de cumplir hasta el fin el suyo, con heroica entereza. En vez de quejarse y murmurar de las ingratitudes públicas, Mera encendía cada día más en su alma el culto del suelo ecuatoriano. «La tierra propia, decía en carta íntima, cualquiera que sea, es mejor que la ajena….»

En esos mismos días apareció El Semanario Popular, nuevo órgano de combate que, por insinuación del Ilmo. señor Ordóñez, establecieron los principales jefes conservadores. Mera preparó el programa. La aparición del periódico originó por sí sola graves censuras: se creyó que venía a fomentar los desacuerdos entre los católicos, empeñados únos en mantener la tesis católica en el Gobierno — ¡cuesta tánto renunciar al ideal!—, deseosos los ótros, de iniciar una política de colaboración nacional y la constitución de un partido medio, como si dijéramos meramente administrativo, en el cual entrasen católicos y liberales, sin renunciar a sus convicciones propias, para determinados fines de orden práctico. Mera opinaba que, si se quería formar el tercer partido, no debía ponerse obstáculos, a condición de que fuese católico puro, de que no entrasen en él elementos que pudiesen lesionar los derechos de la Iglesia. Para constituirlo había venido trabajando, en efecto, desde 1883, aunque sin éxito.

La creación del partido progresista nos parece (vista a la distancia de más de cuarenta años) gravísimo mal, manifiesto error. Si las tendencias conservadoras eran erróneas, debió procurarse su enmienda, o sea su cambio de dirección y orientación. Si las circunstancias impedían ya que los católicos se atuviesen rígidamente al Ideal absoluto, y era menester hacer al tiempo concesiones de facto y colocarse resueltamente en el campo de las contingencias, de la hipótesis, y ensanchar el programa, para que no girase principalmente sobre la base religiosa, con manifiesto peligro para la Iglesia, debía hacérselo en buena hora. Empero, rehusar el acuerdo entre las secciones del partido para obtener el nuevo rumbo, y lanzarse a la constitución de una entidad política heterogénea, fué acto de imprevisión y ceguera, preñado de gravísimos riesgos. Desde aquel día, el partido conservador, gigante todavía en fuerza numérica, quedó, sin embargo, en inferioridad moral.

Inquieto por el porvenir de la patria, hizo Mera esfuerzos supremos en servicio de la unión: para lograrla escribió a Flores, pidiéndole que trabajase en igual sentido y reiterándole, en reciprocidad, que los conservadores puros le secundarían. El ilustre estadista y diplomático se cerró a la banda, negándose a fijar bases de reconciliación, porque creía que menoscababa el crédito de la autoridad al descender a tratar acerca de ellas. Entre tanto, El Semanario, en que ciertamente se publicaron, sin anuencia de Mera, artículos imprudentes, entraba en violenta pugna con los periódicos progresistas. El Delegado Apostólico, Monseñor Macchi, intervenía a insinuación del Presidente, y reprobaba la actitud del Semanario, que el Ilmo. señor Ordóñez creía correcta y meritoria desde el punto de vista de la defensa de los intereses católicos. Mera veía con tristeza puesta en duda por el representante pontificio, la integridad de sus principios y la de sus compañeros de redacción. Dolor supremo para católico de su estatura y de su ejemplar docilidad!. . . .

Flores rechazó a poco la candidatura para la Vicepresidencia de la República que algunos amigos habían ofrecido a Mera, elección que de nuevo le prometería el doctor Luis Cordero en 1893, sin resultado. En triste recompensa de estos yotros desengaños, a cual más amargos, se le dieron míseros destinos: gobernador de León, por siete meses, a principios de 1890 y Ministro luégo del Tribunal de Cuentas, cargos que se vió obligado a aceptar. . . . casi únicamente por pobreza! Sus arduas y constantes labores agrícolas no alcanzaron a conjurarla. La pobreza fué, pues, la recompensa que aquí en la tierra tuvo por su abnegada labor literaria y política.. . . . . «Es cierto que aprieta, escribía Mera en 1889 a su hijo Trajano, pero no me falta valor para soportarla y espero que Dios la remediará: ¿No sabes que él ha dicho: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura? Pues bien: yo busco el reino de Dios y su justicia, y espero que la añadidura no me faltará para mí y para mis hijos. Pocos años me quedan ya de vida, y los pasaré, como he pasado ya 57, sostenido por la mano de nuestro Padre que está en los cielos».

Desde 1891 se juzgó Mera fuera de la política militante: el rumbo de las cosas públicas le narecía siniestro. La división de su partido continuaba, la polémica entre sus círculos era cada vez más agria y desapiadada. Se habían lanzado a la palestra las candidaturas del más ilustrado militar que ha tenido el país, el general Salazar y del doctor Camilo Ponce. De una y otra parte se pidió a Mera que patrocinara la campaña electoral; pero lo rehusó: «ambos son conservadores, amigos ambos, dijo, y no habría consecuencia si abrazara una de esas banderas, después que he vituperado por la prensa la división de mi partido, procurando de todos modos la conciliación».

Muerto Salazar y presentada la candidatura del egregio poeta doctor don Luis Cordero, triunfó éste en la elección. Mera le escribe acerca de los peligros nacionales, le insinúa con amistosa franqueza la necesidad de la unión y de la defensa íntegra de los derechos de la Iglesia. Cordero se muestra decidido a ejecutar ese noble programa y Mera se inclina a su favor. En carta a su hijo Trajano, de febrero 24 de 1893, le decía: «Ha visto Cordero que si soy como una roca en materia de ideas y principios, no me ciega el partidarismo y que, enemigo mortal del radicalismo y del liberalismo católico, he tenido bastante fuerza de voluntad para abandonar mi antiguo círculo, en cuanto he visto que se extravía del camino de la justicia y de la nobleza. Para mí no hay partidos, sino catolicismo puro; no hay personas, sino patria; no hay conveniencias privadas, sino intereses públicos. Los que así me quieren, que estén conmigo (se refería a su nueva candidatura vicepresidencial); los que nó vade retro!»

Mitigaba las amarguras de la política y las inquietudes provenientes de la siniestra confabulación de peligros que rodeaban esa hora trágica, escribiendo un libro en que puso sus afanes de historiador y controversista, toda su alma y su pensamiento todo: García Moreno. Propúsose establecer la verdad acerca del ínclito Presidente, corrigiendo y temperando las exageraciones de pasión con que el P. Berthe había tejido la hermosa apología del Héroe, y el Dr. Antonio Borrero su caricatura. Aquel libro, que la muerte truncó, pudo y debió ser el mejor de su maestra pluma, ora por el caudal de datos que acumuló para ejercer con acierto el magisterio histórico, ora por la limpieza de la doctrina, por la alteza filosófica con que penetraba en las tinieblas de nuestros anales, examinando luminosamente las causas y efectos de los sucesos, y por la probidad intachable para dar a amigos y enemigos la justicia merecida.

No quiso la Providencia que viese Mera el desenlace amargo de la tragedia que venía preparándose desde hacía largos años. El, que había luchado y padecido por la armonía de su partido, no debía contemplar los siniestros efectos de la desunión. Enfermo, desolado por el lúgubre vacío que rodeaba a la autoridad desfalleciente ypor la tempestad que el todavía oscuro negocio de la Bandera había originado, retiróse a Atocha, «para morir entre sus flores y oyendo a su río y a sus pájaros», como acaba de escribir con filial cariño y alma de poeta cual su padre, Carlos Alfonso Mera Iturralde.

Cerrábase el año sombrío y Mera moría, en vísperas de ese desenlace. Era el 13 de diciembre de 1894. González Suárez, su preclaro amigo, a quien había defendido con calor considerando comunes sus intereses, fué a Atocha para asistirle en los últimos días; y tuvo el consuelo de aplicar a los labios del moribundo—que tan bien habían hablado y orado—la Cruz de Cristo, como promesa de gloria e inmortalidad. — Cristiano ejemplar, en que la conducta y el pensamiento fueron siempre a una, sin divorcios mezquinos, coronó su vida con muerte digna de ella.

Encenagado el país en los odios políticos, no advirtió casi que había muerto uno de sus más grandes defensores e ilustres hijos.

Su existencia había sido constante lucha. «Entre mis compatriotas, escribió él mismo, creo que pocos habrán tenido vida más agitada que la mía en la lucha de las ideas. . . . Jamás eso sí he defendido causa injusta ni menos que me hubiese parecido indigna: los principios católicos, la honra de la patria y de la América, la inocencia y el honor ultrajados, la pureza y cultura de las costumbres, el buen gusto literario y poético: he ahí los objetos por los que siempre he luchado. . . .» (Réplica a Llorente Vázquez).

¡Y qué cortesanía y mesura en sus palabras, qué dignidad y nobleza en su actitud!: Mera, en época acerba y desapiadada, fué el prototipo de la cristiana tolerancia, que, respetando la persona del que yerra, se limita a desvanecer el error, a restablecer sin ira el rostro oscurecido de la verdad. Estuvo siempre dispuesto a perdonar y a reanudar las amistades interrumpidas por la política. Cuando Caamaño, una vez terminado su período presidencial, fué a verle en Atocha y se reconcilió con él, pudo escribir en carta íntima: «Está, pues, terminada la tragicomedia», frase delicada con que puso de relieve cuán epidérmico era todo resentimiento en él.

Enemigo de toda vana grandeza, siempre pronto a excusar la conducta de sus partidarios cuando le posponían y hasta humillaban, fué ejemplar del paladín de Cristo en la vida pública. Aun sus errores y apasionamientos momentáneos quedaron cubiertos por la sanidad del propósito y la sinceridad de sus sentimientos.

II

Diré unas pocas palabras acerca de su obra literaria, para que se aprecie su extensión y valía.

En el decurso de este modestísimo esbozo he hablado brevemente acerca de la fecunda multiplicidad de la obra intelectual de Mera. En efecto, pocos escritores americanos, presentan variedad tan peregrina de géneros y materias, fruto de inteligencia blanda y dúctil, de riqueza de fantasía y sentimiento, de copiosas lecturas y vastos estudios. Con razón, pues, don Julio Cejador y Frauca afirma que Mera es el talento más universal del Ecuador. Y aquella profusión de su actividad literaria en objetos tan diversos entre sí, admira más en hombre tan ardientemente absorbido por los asuntos públicos y el estudio de los negocios nacionales.

Veamos rápidamente algunas de esas faces del genio literario de nuestro insigne compatriota.

Por el orden cronológico y la preferencia de la inclinación débese indicar primeramente la poesía. En la colección de 1858, según indiqué, se advierte la riqueza de asuntos, géneros y metros en que Mera ocupó y vació su Musa. Allí aparece ya como fabulista y poeta festivo y jocoso. «Pulsadas tantas cuerdas por un joven de tan poca instrucción, que no había estudiado ni la gramática de la lengua como se debe,. . . poeta que cantaba por ser tal, como canta el gorrión por ser gorrión; natural era que sus producciones adoleciesen de la falta de dicción y casticismo, prendas sin las cuales no habría llegado hasta nosotros la fama egregia de los Argensolas y Rioja». Así juzgó de la expresada Colección el gran historiador y crítico doctor don Pedro Fermín Cevallos. Y a fe que las indicaciones de ese amigo cariñoso y leal, de ese maestro tan docto como justiciero, aprovecharon a Mera. Poco a poco, el improvisado poeta llega a la maestría artística en su ramo; y sucesivamente da muestras cada vez más perfectas de su numen.

En 1861 se ensaya en la Leyenda, sobre temas americanos: aparece La Virgen del Sol (edición definitiva de 1887) y luégo Mazorra. Los motivos indianos se renuevan en Melodías Indígenas.

Poeta religioso, canta su fe desde los primeros días de su juventud, y en la tarde de su vida reune el bello haz de sus voces místicas en las Poesías Devotas y el Mes de María.

Algunos de sus odas y poemas gozarán siempre de merecida celebridad en el Parnaso Americano. Mencionaré entre ellos La Iglesia católica, Los últimos momentos de Bolívar, A los Héroes de Colombia y el inédito Canto a Colón, última producción suya.

Pensó ensayarse en la epopeya y aun dejó escrito el plan de su «Huaina-Cápac». Quizás le faltaba aliento para obra de tan alto vuelo y el país no perdió nada con que aquella obra no viese la luz.

En 1892 comenzó Mera la reedición de sus poesías, limándolas cuidadosamente de acuerdo con sus nuevos gustos. Su hijo Carlos Alfonso, en los preciosos apuntes biográficos de su ilustre padre últimamente publicados, nos ha referido las vicisitudes de esa refundición, desgraciadamente trunca, como muchas de las manifestaciones de aquel ingenio privilegiado.

Quizás más que la poesía gusta la prosa de Mera, a la cual Menéndez y Pelayo calificó justamente de «exquisita»; mejor dicho en algunas de sus obras en prosa, es también «enorme poeta», según dijo don Pedro Antonio de Alarcón. Y en prosa, asimismo, qué sorprendente variedad de géneros, en muchos de ellos verdaderamente maestro!

El novelista brilló y se inmortalizó con Cumandá, que, en frase de don Juan Valera, es de lo más bello que como narración en prosa se ha escrito en la América española. «Ni Cooper ni Chateaubriand han pintado mejor la vida de las selvas ni han sentido ni descrito más poéticamente. . . .. la exuberante naturaleza. . . . ». Sus Novelas ecuatorianas, llamaron también la atención de exigentes críticos; y entre ellas hay algunas excelentes, como Entre dos tías y un tío y Por qué soy cristiano, que vieron la luz primeramente en la Revista Ecuatoriana, publicación dirigida por Trajano Mera y don Vicente Pallares Peñafiel.

En 1868 escribió Los Novios de una aldea, novela que su mismo autor, pulcro moralista y hombre de delicadísima y austera conciencia literaria, mandó reducir a cenizas. Sus hijos salvaron algunos trozos selectos de ella, que contenían magníficas relaciones históricas o descripciones de nuestra espléndida naturaleza.

Como costumbrista y humorista moralizador se ejercitó no sólo en algunas de sus novelitas, sino en La Escuela Doméstica y en Tijeretazos y Plumadas, donde con la risa a flor de labios, con ironía sana y deliciosa, va corrigiendo los hábitos sociales. Ese exquisito donaire heredaron algunos de sus hijos, particularmente Trajano y Eduardo. La Escuela Doméstica revela también al sociólogo, como muchos otros de sus escritos, y en particular las Observaciones sobre la situación actual del Ecuador.

El Crítico literario triunfó especialmente en la Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana que, como indiqué en la primera parte, apareció en 1868 y se reeditó con largos apéndices en 1893. Los más importantes de esos Apéndices son las Cartas Americanas, dirigidas casi todas a don Juan Valera, y en las que amplió y corrigió a las veces juicios, quizás demasiado severos o prematuros, de la Ojeada. Esta, si bien adoleció de imperfecciones y exageraciones de criterio, fué a la postre poderosísimo estímulo para el adelanto de nuestras letras, a las cuales señaló nuevos y seguros rumbos. La reacción literaria que se advierte desde 1870 fué en gran parte consecuencia feliz de aquel libro valiente: lo demás lo hizo la renovación de los estudios promovida por García Moreno.

Y no se limita a la Ojeada la obra crítica de Mera: ésta se desparrama en otros muchos trabajos, como las Cartas ya mencionadas, los prólogos a los Escritos de García Moreno y a las poesías de la Monja de Méjico, y en otros opúsculos menores publicados en varias Revistas, especialmente en la Ecuatoriana, ya mencionada.

El Folklorista, que penetra en el genio popular para arrancarle sus secretos, se revela en la Antología de los Cantares del Pueblo ecuatoriano, a los cuales puso docta introducción.

El Historiador tiene en su acervo el García Moreno de que ya hemos hablado, la Historia de la Dictadura y la Restauración que ahora se publica, la misma Ojeada, que tanto sirve para el conocimiento del desarrollo de nuestra instrucción pública, y las magníficas biografías de los doctores Nicolás Martínez, Pedro Fermín Cevallos, Joaquín Miguel de Araujo y Vicente Cuesta, aparte de otras menores. Nunca se confinó en el mezquino papel de cronista, sino que su genio le llevó a la filosofía de la historia, a la investigación de las causas de los hechos y de sus consecuencias y proyecciones. Por eso, aun sus biografías irradian abundantísima luz sobre los períodos en que aquellos ilustres ciudadanos actuaron. «Andar apoyado en la crítica filosófica por entre el ruido y el humo de las conmociones intestinas, tratando de descubrir la verdad en el corazón mismo de los partidos políticos, para exponerla con noble desenfado en el cuadro de la historia, qué empresa tan ardua». Mera realizó esta empresa, por él mismo señalada como penosa y austera, en muchos de sus escritos.

Las artes le debieron también un trabajo histórico, de los mejores entre nosotros. Fué tributo a su vocación primaveral. Nos referimos a Conceptos sobre las Artes, publicado en la Revista Ecuatoriana (Abril de 1894) y dedicado al hijo que lleva su nombre y mantiene con creces la herencia de su genio pictórico, a más del culto de las letras.

Del controversista casi no hay nada coleccionado: su labor se diseminó en muchos periódicos, algunos de los cuales he mencionado en el curso de este boceto. Y sin embargo, ese es uno de los aspectos más sugestivos e imperecederos de Mera. En la polémica religiosa puso todo el calor de su convicción, sin mengua de la caridad. Entre los opúsculos de defensa doctrinaria debo señalar las Cartas al doctor Juan Benigno Vela, en particular la segunda (1884), en donde campean sus abundantes conocimientos de historia eclesiástica y de filosofía política.

El defensor de la patria, el apologista del país, lució sus armas en las Polémicas con Llorente Vázquez, Moncayo Avellán, etc.

Periodista infatigable en el escribir, no sólo para los periódicos nacionales, sino para los extraños, fué toda su vida. —La falta de telégrafo hacía indispensable que los buenos patriotas se consagrasen a la correspondencia con los diarios de fuera, para tenerles al corriente de los sucesos nacionales y defender la honra nacional, continuamente atropellada. El Eco de Córdova, Las Novedades de Nueva York, etc. recibieron su colaboración constante.

Gustó siempre del género epistolar como medio de educación, especialmente de sus hijos. Sus cartas son tesoro inagotable de amor, pero también documentación admirable para la historia de las letras y política nuestras y enseñanza viva de fe, de patriotismo, de virtud. De ellas se podría entresacar un florilegio de enseñanzas ético—pedagógicas de alto mérito. Quedan inéditas las Cartas a Germánico, especie de Catilinarias contra Veintemilla.

Por último, es preciso no olvidar la obra pedagógica. Vió la escasez de textos y se puso pacientemente a escribir el Catecismo de Geografía de la República del Ecuador, que fué oficial, y el Catecismo de la Constitución.

Y cuánto más habrá que se nos escape o que no conozcamos! La publicación íntegra de su Bibliografía habría sido uno de los mejores tributos a su gloria, en este centenario.

III

Como ya indiqué, el libro que sale ahora a luz fué escrito durante el año de 1884. Al enviar los manuscritos a los doctos miembros de la Academia Ecuatoriana, Mera les dijo: «La mala salud me ha impedido concluir esta obra, limarla, corregir varios errores, añadir algo y suprimir ciertas cosas. Estos manuscritos no son, pues, sino un bosquejo; mas, por lo mismo, mis amigos pueden hacerme cualquier observación, porque vendrá a tiempo».

Los revisores formularon, en efecto, algunas indicaciones, de forma las más, que, por desgracia, no pudo Mera incorporar en la obra; y ella quedó tal cual había salido originariamente de la experta mano que la escribió. Al darla a la publicidad, he cuidado de introducir, con el debido respeto, en el texto unas cuantas de esas atinadas observaciones. Otras exigían rehacimiento de la redacción, para el cual no me he creído autorizado.

He procurado igualmente llenar los vacíos de fechas y nombres que dejó el autor y corregir, una que otra vez, errores notorios.—Para subsanar, siquiera en parte, la falta de la terminación del postrer capítulo, se añaden dos documentos relativos a la toma de Guayaquil por las fuerzas restauradoras. En algún lugar, con permiso de mi querido amigo y colega don Juan León Mera Iturralde, he suprimido frases impropias, fruto tal vez de meros decires, contemporáneos con los sucesos y probablemente erróneos.

No sale, pues, este magnífico trabajo como el señor Mera habría querido que se publicara, o sea con los últimos delicados toques y pulimentos que todo escritor cuidadoso de su reputación da a sus producciones. Por el contrario, algunas veces se observa tal cual desaliño en el estilo, revelador de la prisa con que procuraba concluir su estudio.

Bosquejo y todo, la Historia de la Dictadura y la Restauración es libro amenísimo, que se saborea con deleite y que no puede el lector soltar de la mano sin haberlo concluido. Su ágil estilo, dúctil siempre para reflejar a maravilla situaciones y sentimientos, da a la obra poderoso movimiento dramático, que contribuye en gran manera al vigor de la narración histórica.

En el Proemio