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Tras dos años de intensa investigación sobre la vida y el comportamiento de muchos líderes, el autor considera que hay dos virtudes específicas en ellos: la magnanimidad y la humildad. Ambas palabras, además, gozan de un extraordinario poder emocional y existencial: van directas al corazón, porque personifican un ideal de vida: la grandeza y el servicio. El liderazgo reconoce, asimila y da a conocer la verdad sobre el hombre.
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Veröffentlichungsjahr: 2012
ALEXANDRE HAVARD
LA DIETA INTERIOR
Grandeza
Humildad
Sentido moral
EDICIONES RIALP, S.A.
MADRID
Título original: Created for greatness. The power of magnanimity
© 2012 by ALEXANDRE HAVARD
© 2012 de la versión española, realizada por CRISTINA SÁNCHEZ,
by EDICIONES RIALP, S.A.
Alcalá, 290 - 28027 Madrid (www.rialp.com)
Fotografía de cubierta: © babimu - Fotolia.com
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ISBN: 978-84-321-4234-5
Realización ePub: produccioneditorial.com
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
PRÓLOGO DEL AUTOR
INTRODUCCIÓN
1. EL IDEAL DE MAGNANIMIDAD
Una afirmación de la dignidad y la grandeza propias
La virtud de la acción
La forma suprema de esperanza humana
La magnanimidad y la humildad van de la mano
Purifica tus intenciones
Magnanimidad no significa megalomanía
La magnanimidad y la autoestima son dos cosas diferentes
La «virtud de la juventud»
Una virtud capaz de abarcar la vida entera
2. EL IDEAL DE HUMILDAD
Hacerse grande descubriendo la grandeza de los demás
El ejemplo de Michelin
La humildad como ideal
3. EL DESARROLLO DE UN SENTIDO MORAL
Escucha atentamente a tu conciencia y obedécela
Trabaja en ti mismo, más que en tus ideas
Trabaja tu carácter más que tu actitud
4. EL DESARROLLO DE LA MAGNANIMIDAD
Busca a una persona, a una persona de verdad
Deja que la belleza se adentre en tu espíritu
Descubre tu vocación y vívela
Sé consciente de tu talento y foméntalo
Concentra tus energías en tu misión
No tengas miedo a equivocarte
Libera tu imaginación
Rechaza el hedonismo
Rechaza toda forma de igualitarismo
Busca la grandeza en la vida ordinaria
5. CRECER EN HUMILDAD
Reconoce tu nada (humildad metafísica)
Reconoce tu debilidad (humildad espiritual)
Reconoce tu dignidad y tu grandeza (humildad ontológica)
Reconoce tus talentos y úsalos (humildad psicológica)
Reconoce la dignidad y la grandeza de otros (humildad fraterna)
CONCLUSIÓN
EPÍLOGO 1
EPÍLOGO 2
PRÓLOGO DEL AUTOR
En 1983 me tomé un descanso de mis estudios de derecho en París y me fui a pasar un mes inolvidable a casa de mi tía abuela en Georgia, Elena, y con su hijo Thamaz. Vivían en Tbilisi, la capital de la República Soviética de Georgia.
Cuando volví allí en 1990, la Unión Soviética estaba al borde del colapso y la tía Elena había fallecido. Me entristeció ver que Thamaz aún no se había recuperado del todo de esta pérdida. Quería a su madre más que a nadie en el mundo. Desde aquel traumático día de 1938 en el que la policía secreta comunista arrestó y fusiló a su padre cuando él solo tenía diez años, nunca se había separado de ella.
Una noche fuimos en coche Thamaz y yo al cementerio a visitar la tumba de la tía Elena. Él era quien estaba al volante de aquel Zhiguli soviético, y según íbamos acercándonos al cementerio, más se emocionaba. Era de noche, había estado lloviendo y además la carretera era mala, una de esas carreteras estrechas y resbaladizas de montaña. De repente, Thamaz se giró hacia mí y me preguntó: «¿Tienes miedo?». Yo, avergonzado de decir lo contrario, respondí: «¡No!», pero en cuanto pisó el acelerador me quedé de piedra.
Apenas tuve tiempo de invocar a mi ángel de la guarda cuando el coche salió disparado hacia un precipicio y cayó al abismo, aterrizando unos segundos después en pleno centro del cementerio que había en la montaña. El parabrisas se hizo añicos y el Zhiguli quedó suspendido en el aire entre dos lápidas. Tuvimos que tener un cuidado extremo para salir del vehículo y conseguir que no se rompiera ese delicado equilibrio porque, además, varios metros más adelante había un barranco que parecía no tener fin. Logramos salir con mucha cautela y bajamos la montaña a pie y en silencio, sin toparnos con ningún vehículo. Finalmente Thamaz dijo: «Qué rabia haber destrozado esas lápidas que no eran nuestras».
Una hora más tarde pudimos por fin hacer señales a un coche, que accedió a llevarnos de vuelta a Tbilisi. Eran las dos de la mañana. Después de aquello me pasé varios días pensando en nuestro accidente. Aunque acabó mal, lo cierto es que podía haber acabado mucho peor. Thamaz me había decepcionado, pero no dije nada. Finalmente comprendí que, hacía mucho tiempo (probablemente a la edad de diez años, cuando la KGB soviética detuvo a su padre) aquel hombre de sesenta años había perdido no solo el sentido de orientación de su vida, sino también su sentido de la vida como tal.
A menudo me acuerdo de Thamaz y de los millones de personas con heridas de uno u otro tipo como consecuencia de los proyectos ideológicos del siglo veinte. Pienso en el vacío y en la devastación que produjeron en los corazones de la gente, y pienso en la política mundial de hoy en día, que no hace otra cosa que agravar esas heridas cuando en lo único que piensa es en economía. Pienso también en todos aquellos que, a diferencia de Thamaz, han conocido el calor de un hogar gracias a un padre y una madre que los querían y los educaban en la verdad, la libertad y la virtud y que, aun así, pese a todas estas ventajas, aún no han terminado de comprender la amplitud de sus responsabilidades ante Dios y ante los hombres y, o bien le dan la espalda a su vocación, o no intentan descubrir y cumplir su misión en la vida. Es a esos hombres y mujeres, sean jóvenes o no tan jóvenes, a quienes dedico este libro.