La era "sin paz" - Mark Leonard - E-Book

La era "sin paz" E-Book

Mark Leonard

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Beschreibung

Pensábamos que conectar el mundo traería una paz duradera. Pero, más bien, nos está separando. En las tres décadas desde el fin de la Guerra Fría, los líderes mundiales han estado integrando la economía, el transporte y las comunicaciones del mundo, derribando fronteras con la esperanza de hacer imposible la guerra. Pero han creado, sin pretenderlo, un formidable arsenal de armas para conflictos de nueva generación. Crece el conflicto entre individuos en las redes sociales, en Europa del Este, y entre Estados Unidos y China; se extiende la guerra cibernética y la amenaza de grandes flujos migratorios; hay incapacidad para cooperar en el cambio climático o en el modo de afrontar una pandemia; no hay un consenso que permita distinguir entre guerra y paz, y que establezca sanciones aprobadas por todos. Como líder autorizado en relaciones internacionales, Mark Leonard ha estado en muchas de las salas donde se decide nuestro futuro, desde la sede de Facebook y los laboratorios de reconocimiento facial en China hasta los palacios presidenciales y los centros militares más remotos. Al tratar de comprender cómo la globalización ha roto su promesa de hacer nuestro mundo más seguro y próspero, Leonard explora cómo alcanzar un futuro más esperanzador en una era sin paz.

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MARK LEONARD

LA ERA “SIN PAZ”

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: The Age of Unpeace

© 2021 Mark Leonard

© 2024 de la versión española traducida por David Cerdá García

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-6713-3

ISBN (versión digital): 978-84-321-6714-0

ISNI: 0000 0001 0725 313X

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Este libro está dedicado a la memoria de mi padre, Dick Leonard (12/12/1930-24/06/2022).

Nació a la sombra de la guerra, el nacionalismo y la injusticia y pasó su vida luchando contra estos males como diputado laborista, periodista, escritor e historiador.

Su integridad, amabilidad e incansable visión de futuro nos inspiraron a todos. Tales fueron los cimientos de una hermosa historia de amor, sus sesenta años de matrimonio con mi madre, Irene Heidelberger-Leonard.

Aunque sus valores eran inmutables, papá era el maestro de la reinvención: siempre buscó la luz en la oscuridad.

Ojalá pudiera ayudarnos ahora a replantearnos nuestro mundo.

ÍNDICE

Prefacio

Introducción: El enigma de la conexión

La no-guerra y la era “sin paz”

Un viaje de ida y vuelta

Oportunidad, razones y armas

El gran reinicio

Primera parte: La oportunidad

1. La Gran Convergencia

SenseTime y Facebook (Meta)

Imitación y competencia

El dilema conexión-seguridad

Segunda parte: Las razones

2. El hombre conectado: cómo la envidia dividió la sociedad

Integración y segregación

Empatía y envidia

Automatización y pérdida de control

3. Las culturas nacionales y la guerra digital: la política de recuperar el control

Minorías movilizadas y mayorías amenazadas

Humillación e impotencia

Culturas de paz frente a culturas “sin paz”

4. Geopolítica de la conexión

Interdependencia y conflicto

Conflicto de bajo coste

La fábrica de reclamaciones

El fin del orden

Tercera parte: Armas y guerreros

5. Anatomía del conflicto: cómo la globalización se convirtió en un arma

Guerra económica

Competir a través de las infraestructuras

Armar el mundo digital

Armas de migración masiva

Lawfare

Los lazos que rompen

6. La nueva topografía del poder

Cómo las redes unen y dividen al mundo

Las reglas de las redes

El tablero de ajedrez y la web

Los siete hábitos de los guerreros de la conexión altamente efectivos

Ganadores, perdedores y pensadores

7. Imperios de conexión

Washington: el poder de los guardianes

Pekín: poder relacional

Bruselas: legislador

El cuarto mundo

Conclusión. Desarmar la conexión: un manifiesto

Terapia para la era “sin paz”

Una intervención

Agradecimientos

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Índice

Comenzar a leer

Agradecimientos

Notas

Prefacio

Es el conflicto que no se atreven a nombrar. Los cadáveres se amontonan. Llueven proyectiles. Y el terror se extiende por todas partes. Pero en Rusia todavía no está permitido llamar guerra al ataque contra Ucrania, a menos que quieras pasar quince años en la cárcel.

Cuando empecé a escribir La era “sin paz”, estaba convencido de que el mundo se encontraba en el umbral de un nuevo periodo de caos. Muchos esperaban que avanzáramos hacia un planeta más pacífico, unido por un sistema comercial y financiero mundial, internet y cadenas de suministro globales. Otros habían afirmado que la competencia sería la fuerza definitoria de la política mundial, y que los países más grandes construirían esferas de influencia y competirían por el poder y la gloria. Mi libro sostiene que ambos tenían razón: tenemos una interdependencia sin precedentes y una competencia cada vez más extrema. Nuestro mundo corre el riesgo de verse dividido por las mismas cosas que lo mantienen unido, ya que la conexión ha dado a la gente nuevos motivos para luchar y nuevas armas con las que atacar. Mi argumento es que el arsenal conflictivo del siglo xxi incluye sanciones económicas, cortes energéticos, flujos migratorios y de refugiados y ciberataques. Lo que ha quedado claro en los últimos años es que todo esto ha llegado para quedarse, pero en lugar de sustituir a la guerra «caliente» simplemente se están abriendo nuevos frentes. Y ahora estos conflictos están transformando muchos aspectos de nuestra vida cotidiana, desde el aumento de las facturas de la luz hasta las dificultades en el suministro de alimentos, pasando por la escalada del precio de las hipotecas y el aluvión de personas que buscan desesperadamente un refugio.

El intelectual búlgaro Ivan Krastev ha resumido esta conmoción de Occidente al enfrentarse a imágenes familiares, pero casi olvidadas de muerte, destrucción y sufrimiento comparando nuestra época actual con los años veinte y treinta del pasado siglo. La gente de aquellas décadas pensaba que vivía en un mundo de «posguerra», pero los historiadores del futuro lo calificaron de «periodo de entreguerras». Ha insinuado que lo mismo podría decirse de nuestra propia experiencia entre el final de la Guerra Fría y el 24 de febrero de 20221.

Pero Krastev no vive en la Rusia de Putin, donde el presidente ha ordenado que la gente se refiera al conflicto únicamente como una «operación especial». El uso orwelliano del lenguaje por parte de Putin se ha presentado como una prueba más —junto con la obstinación con la que llama nazi al presidente judío de Kiev o con la que culpa a las fuerzas ucranianas de la destrucción— de que habita en un universo paralelo. La policía lingüística del Kremlin está diseñada para prevenir la reacción violenta de un pueblo que no apoya el desmembramiento violento de su vecino. Pero, por más que la represión de Putin esté motivada por la mentira, sería un error suponer que la lucha en Ucrania no es más que otra etapa del ancestral viaje entre la guerra y la paz. En cierto sentido, la negativa de Putin a utilizar la palabra «guerra» apunta a una verdad más profunda sobre la geopolítica. Como sostengo en este libro, la distinción entre guerra y paz se ha roto por completo.

Aunque el estallido de los combates representa una escalada aterradora en la lucha entre Rusia y Ucrania, antes del 24 de febrero de 2022 no vivíamos en un periodo de «entreguerras». El mundo ya estaba plagado de conflictos violentos, y nadie lo sabía mejor que los ucranianos, que llevaban al menos ocho años luchando contra las fuerzas rusas y sus aliados.

Peor aún, incluso cuando terminen los combates más violentos en Ucrania, es poco probable que les siga la paz. La invasión de Ucrania en 2022 se entiende mejor como un moderno «conflicto de conexión» en una nueva era “sin paz”. No es, como algunos han afirmado, un retroceso a periodos anteriores de guerra europea, sino un signo de la inestabilidad global que se avecina. En el futuro, la geopolítica no será solo un asunto de generales y primeros ministros: será una cuestión central que nos afectará a todos a medida que se filtre en todos los aspectos de nuestras vidas.

La guerra en Ucrania es un conflicto de conexión

La identidad y la historia de Ucrania han estado marcadas desde el principio por la conexión y las tensiones que puede generar. El propio nombre del país, utilizado por primera vez en 1187, procede de la palabra eslava que significa «región fronteriza». Ucrania siempre ha sido un nodo en las redes que conectan distintos continentes, facilitando el comercio, la difusión de ideas, la religión y el movimiento de ejércitos. Ucrania ha prosperado uniendo diferentes influencias en una identidad cosaca única.

La consolidación moderna de Ucrania como Estado, que comenzó con la caída de la Unión Soviética en 1991, ha estado marcada por una lucha entre sus vínculos con Rusia y la Unión Europea, una tensión constante entre sus vocaciones oriental y occidental. El modelo económico de Ucrania se define por los oleoductos que permiten el paso de hidrocarburos, infraestructuras que han sido fundamentales para toda su base industrial. Y las mayores crisis de Kiev —en 2004, 2014 y 2022— han sido expresiones violentas de esta lucha entre Oriente y Occidente2. En ese sentido, la Ucrania moderna es casi la encarnación física del tipo de «conflictos de conexión» que describo en este libro.

Viajé por primera vez a Ucrania tras una de esas crisis, la llamada «Revolución Naranja». En 2004, el país había pasado por unas elecciones que se presentaban como una elección civilizatoria entre Víktor Yanukóvich, respaldado por Moscú, y Víktor Yúshchenko, prooccidental. Cuando Yanukóvich intentó robar las elecciones y su rival fue envenenado en circunstancias sospechosas, miles de ucranianos salieron a la calle y acamparon en la Maidan —la plaza de la Independencia— vestidos de naranja (los colores de la campaña de Yúshchenko) para expresar su deseo de democracia y de un futuro europeo.

Fui a Kiev un par de años más tarde para entrevistar a Viktor Yúshchenko. Llevaba un traje bien cortado y una corbata roja brillante, pero fue su rostro lo que captó mi atención. Era el famoso rostro que había conmocionado al mundo y lanzado una revolución. Desfigurado por manchas y carbuncos, contaba la historia de la casi muerte de Yúshchenko y de la amarga lucha de su país por la democracia. Pero el renacimiento de Yúshchenko al estilo de Lázaro y su victoria en las elecciones no resolvieron el tira y afloja. De hecho, en los años siguientes Ucrania se vio atrapada en un punto muerto político entre Occidente y Rusia.

Historia de las «operaciones especiales» rusas

Rusia utilizó los lazos que le unían a Ucrania para manipular a su vecino occidental de diferentes maneras. Cortó el gas ucraniano, compró canales de televisión ucranianos, sobornó a sus políticos, utilizó los ciberataques, introdujo la exención de visados e incluso entregó pasaportes rusos a miles de ciudadanos ucranianos. Cuando consideró que Ucrania seguía gravitando hacia la Unión Europea, Moscú creó incluso una «Unión Económica Euroasiática» para aumentar el atractivo de Rusia entre los países postsoviéticos. Hasta recurrió a los antiguos alumnos rusos del «Colegio de Europa» en Brujas —el campo de entrenamiento de los burócratas de Bruselas— para diseñar las instituciones de la nueva Unión. Moscú intentó convencer a Ucrania y a otras antiguas repúblicas soviéticas para que se adhirieran. La Unión Europea dijo a Ucrania que tendría que elegir entre adherirse a la Unión Económica Euroasiática o adoptar un acuerdo de asociación con la UE, pero que no podía hacer ambas cosas.

Cuando Víktor Yanukóvich volvió a la presidencia tras las elecciones de 2010, se quedó paralizado por la indecisión, pero finalmente anunció que se inclinaría hacia Moscú al rechazar en el último minuto un acuerdo de asociación con la UE. Esto provocó una segunda revuelta: cientos de miles de ucranianos volvieron a tomar las calles y ocuparon el Maidan, esta vez enarbolando banderas de la UE en lugar de vestirse de naranja. Presa del pánico, Yanukóvich ordenó primero a sus tropas que dispararan contra los manifestantes, pero luego huyó a Rusia, dejando a Putin aterrorizado ante la posibilidad de que Ucrania se le escapara de las manos.

La respuesta del presidente ruso fue tan violenta como inesperada. Rápidamente lanzó ciberataques contra las infraestructuras básicas de Ucrania para paralizar el país y, en la confusión subsiguiente, envió agentes secretos a Crimea y al Dombás para declarar su independencia de Ucrania y su lealtad a Moscú. El uso de ciberataques, «hombrecitos verdes»3 e información falsa le permitió socavar Ucrania sin ser culpado de iniciar una guerra formal. Al principio sembró muy eficazmente la confusión en Occidente —varios países europeos tardaron semanas en aceptar que en realidad era obra de Moscú y no un despertar político local—, lo que significó que la respuesta occidental fuera muy limitada, apenas unas débiles sanciones dirigidas a las personas directamente implicadas en la anexión de Crimea. Finalmente, con el derribo del avión de pasajeros MH17 —y la muerte de casi trescientas personas—, la Unión Europea pudo ver que muchos más civiles podían verse afectados si la agresión de Rusia quedaba impune y comenzó a introducir sanciones más amplias.

Fui a Ucrania varias veces después de esa brutal guerra, y conocí a muchas personas valientes e inspiradoras que intentaban construir una nación tras la contienda. Mientras observo cómo se desarrolla la situación actual, cada vez más incierta, me siguen asombrando su aplomo y su dignidad. Su lucha ha obligado a personas de innumerables lugares a despojarse de sus ilusiones y les ha inspirado a pensar que otro mundo podría ser posible.

Lecciones ucranianas para nuestro futuro global

La conmoción más importante para mi visión del mundo vino del hecho de que era la propia interdependencia la que parecía estar causando conflictos. La creencia generalizada era que la unión de los pueblos a través del comercio, la inversión y las instituciones internacionales reduciría las tensiones y crearía la paz. Pero la experiencia vivida en Ucrania parecía contradecir muchas de estas grandes teorías. De hecho, los vínculos entre Ucrania, Rusia y Occidente, y la forma en que afectaban a la evolución de Este es un libro breve construido sobre una idea sencilla entre las tres partes.

Los europeos habían intentado apaciguar la situación buscando entablar más conexiones con Ucrania. Intentaron construir una «asociación para la modernización» con Rusia y esperaban que al aumentar los vínculos económicos impulsarían el cambio político. Esta es una de las razones por las que se animó a muchas empresas energéticas occidentales —como BP, Total y RWE— a establecer vínculos con Rusia. Aprendimos por las malas que no todos los tipos de interdependencia son iguales. Si una parte depende más de la otra, puede verse tentada a chantajear, algo que Rusia hizo encantada con sus cortes energéticos. Otra lección importante es que los proyectos de integración multilateral pueden tanto crear conflictos como disiparlos. La Unión Europea había tratado su acuerdo de asociación como un proceso técnico, pero el Kremlin lo consideró un movimiento geopolítico. Esto demuestra los peligros de tener diferentes visiones de la conexión, como veremos más adelante.

Visto en retrospectiva, el tira y afloja de una década entre la UE y Rusia fue el preludio de una batalla más extensa y violenta entre Ucrania y Rusia. Incapaz de ganar la guerra de la interdependencia, Putin recurrió a su poder militar, reforzado por el poder de la conexión armada, desde los ciberataques y la guerra de la información hasta la manipulación de los precios de la energía y la evacuación forzosa de civiles. Independientemente de que la violencia militar de Putin acabe o no con la voluntad ucraniana de luchar, el hecho de que haya provocado la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial pondrá patas arriba la política de los partidarios europeos de Zelenski.

Por otro lado, europeos y estadounidenses han convertido sus economías y sociedades en armas de modos antes impensables. La combinación de sancionar al banco central de Rusia, sacar a sus bancos privados del sistema de transferencia de información SWIFT y boicotear el petróleo y el gas rusos equivale a una guerra financiera en toda regla. Es más, al convertir a Rusia en un entorno tóxico para la inversión, han animado a decenas de marcas occidentales, entre ellas Microsoft, McDonald’s, Netflix y Starbucks, a desinvertir en Rusia. A finales de febrero de 2022, tanto Google como Apple interrumpieron sus sistemas de pago sin contacto, lo que provocó largas colas en el metro de Moscú mientras la gente buscaba cambio en sus bolsillos. La guerra ya no se limita a la violencia en el campo de batalla, y la distinción entre civiles y militares es cada vez más difusa. Todos corremos el riesgo de convertirnos en combatientes involuntarios en estos nuevos conflictos, ya sea como consumidores, empresas o ciudadanos.

Un conflicto de conexión que podría desconectar el mundo

En el momento de escribir estas líneas no está claro cómo se va a desarrollar esta contienda, pero ya podemos hacer algunas predicciones con confianza.

En primer lugar, que la lucha física a través de aviones y drones, tanques y proyectiles solo será un frente en un contexto mucho más amplio de guerras de conexión que abarca todos los campos de batalla descritos en este libro, y puede que incluso algunos nuevos que no habíamos imaginado. Incluso antes de la invasión de Ucrania, vimos cómo Rusia utilizaba fábricas de trols para manipular las elecciones en Occidente, haciéndoles el juego a políticos populistas como Marine Le Pen, manipulando los precios de la energía, aplicando sanciones contra productos occidentales, así como utilizando ciberataques, migración forzada e incluso armas químicas como el polonio y el novichok para atacar a ciudadanos en Occidente. Puede que esto no encaje en la descripción convencional de la guerra, pero desde luego no se parece en nada a la paz.

En segundo lugar, que la dinámica de este conflicto será muy impredecible. La particularidad de este tipo de conflictos es que a menudo se libran de forma invisible, negable y ambigua. A veces los Estados actúan bajo falsas banderas para confundir a la otra parte. A veces se utilizan empresas para transmitir mensajes, con motivaciones más políticas que lucrativas.

En tercer lugar, incluso cuando termine la fase más caliente de la lucha es poco probable que le siga el orden. En lugar de un tratado que cree una nueva certidumbre y un marco estable para las relaciones, lo más probable es que tengamos, en el mejor de los casos, una especie de «tratado sin paz» que ponga fin a la guerra caliente, pero deje abierta la vía a la continuación del conflicto y la competencia. Un acuerdo de paz puede ordenar a los países que retiren sus tropas y establezcan fronteras, pero no puede hacer nada para evitar los ciberataques, las campañas de desinformación, los cortes de energía, las sanciones económicas informales o incluso los movimientos de los llamados «hombrecitos verdes».

En este sentido, cualquier esperanza de que pudiera existir un orden europeo cooperativo construido con Rusia en torno a una serie de instituciones y normas compartidas pasará a la historia. En su lugar es probable que se intente construir un orden contra Rusia. Los europeos intentarán desvincular sus economías y sus sistemas financieros de Moscú y minimizar su dependencia del Kremlin. A medida que cada Estado empiece a ver la interdependencia como una vulnerabilidad potencial, asistiremos a un aumento de la deslocalización y el desmoronamiento de algunas cadenas de suministro mundiales.

En última instancia, el hecho de que compartamos una enorme masa de tierra con Rusia conlleva que no podemos aislarnos completamente del oso ruso. El orden solo puede existir si todas las partes lo buscan y lo respetan. Y eso es precisamente lo que es poco probable que ocurra.

Puede que sea posible evitar algunos de los aspectos más devastadores de la guerra moderna, pero, en última instancia, mientras tengamos conexiones entre nosotros, siempre existirá la posibilidad de conflicto. Por eso la guerra en Ucrania terminará con otro periodo “sin paz”.

IntroducciónEl enigma de la conexión

Puede que estemos en el cenit de una nueva pandemia silenciosa. Como el COVID-19, está arrasando el planeta, extendiéndose exponencialmente, explotando las grietas de nuestro mundo interconectado y mutando constantemente para eludir nuestras defensas. Pero a diferencia del virus, que enfrentó a toda la humanidad contra una enfermedad, esta nueva pandemia se transmite deliberadamente de humano a humano. No se trata de una fuerza biológica, sino de un conjunto de comportamientos tóxicos que se multiplican como un virus. Las conexiones entre personas y países se están convirtiendo en armas.

No hay más que ver nuestra respuesta al COVID-19. No hubo suficientes vacunas, mascarillas y batas para todos y, en lugar de trabajar juntos para aumentar los suministros mundiales, los países utilizaron sus reservas para intimidar a los demás. Cuando el virus atacó por primera vez, el gobierno chino acumuló medicamentos, mascarillas y equipamiento EPI. Y cuando se propagó, estos suministros se utilizaron para sobornar y chantajear. Los aliados de China —Brasil, Serbia e Italia— recibieron una lluvia de máscaras y vacunas. Pero Estados más críticos —como Australia, Francia, Países Bajos, Suecia y Estados Unidos— se enfrentaron a amenazas de retener los suministros a menos que sus gobiernos cambiaran de política1.

Estas conexiones tóxicas no solo tienen que ver con el comercio. En Estados Unidos, cuando las protestas de Black Lives Matter arreciaron por el asesinato de George Floyd, una oleada de mensajes en las redes sociales africanas llamó a la violencia contra la «policía fascista». Parecía un despertar político mundial, pero fue orquestado por fábricas de trols en Ghana y Nigeria financiadas por el Estado ruso.

El conflicto por la propia tecnología afecta a las mayores empresas del mundo. Google y Huawei llevaban años colaborando estrechamente, creando una asociación entre el fabricante de teléfonos móviles de más éxito y el sistema operativo más utilizado. Pero cuando Estados Unidos incluyó al fabricante chino de teléfonos móviles en una lista de productores prohibidos, Google excluyó a Huawei de su plataforma Android, dejando a millones de personas sin poder actualizar sus teléfonos y sumiendo al gigante tecnológico chino en una crisis.

Incluso Estados que son aliados parecen acabar a menudo enfrentados. Por ejemplo, en diciembre de 2020 los supermercados británicos se quedaron sin frutas y verduras cuando el gobierno francés cerró sus fronteras. Estaba claro que la prohibición a los camiones británicos tenía por fin controlar el COVID-19, pero también puso en aprietos a Downing Street en la fase final del Brexit.

Y mientras las superpotencias flexionan sus músculos, los países más débiles recurren a tácticas similares para contraatacar. Ese mismo año, la Armada iraní se apoderó de algunos petroleros para protestar contra las sanciones paralizantes; su acción pirata se diseñó para romper el apoyo a un bloqueo financiero. Unos meses antes, en la cercana Turquía, el presidente abrió la frontera de su país con Grecia, instando a millones de refugiados sirios a buscar una vida mejor en Europa. Su objetivo no era ayudarles a que cumplieran sus sueños, sino utilizar la amenaza de una oleada de refugiados para arrancar concesiones a la Unión Europea.

¿Qué tienen en común el acoso chino, el ciberacoso ruso, la regulación estadounidense, los bloqueos franceses, la piratería iraní y el chantaje turco? No fueron accidentes fortuitos, como un asteroide que cayese del cielo o un terremoto, sino nuevos tipos de violencia política. Cada una de ellas era un arma perfectamente evolucionada para explotar un punto débil de nuestro mundo conectado. Cada vez que un país utiliza una, otro le corresponde, creando una espiral mortal de tensiones. Y a medida que nos adentramos en el siglo xxi su uso se extiende hasta alcanzar proporciones pandémicas.

La no-guerra y la era “sin paz”

Se trata de un libro breve con una idea sencilla: que las conexiones que unen al mundo también lo están separando. En un mundo en el que la guerra entre potencias nucleares es demasiado peligrosa incluso para contemplarla, los países agitan los conflictos manipulando las mismas cosas que los unen2. La política de las grandes potencias se ha convertido en un matrimonio sin amor en el que los cónyuges no soportan la compañía del otro, pero son incapaces de divorciarse. Y como ocurre con las parejas infelices, son las cosas compartidas durante los buenos tiempos las que se convierten en medios para hacer daño durante los malos. En un matrimonio que se derrumba, las parejas vengativas utilizarán a los niños, el perro y la casa de vacaciones para dañarse mutuamente. En geopolítica, son el comercio, las finanzas, la circulación de personas, las pandemias, el cambio climático y, sobre todo, internet los que se convierten en armas3. Y, como se verá más adelante, es la propia conexión la que da a la gente la oportunidad de luchar, las razones para competir y el arsenal que desplegar.

En lugar de eliminar la competencia entre países, la profunda interdependencia parece alimentarla. La coerción económica no es nada nuevo, pero sí lo es el cableado oculto de la globalización. Y las formas en que se manipula confieren a las sanciones, los bloqueos y las campañas de relaciones públicas una calidad viral y una letalidad que no existían antes de que nuestro mundo se definiera por las redes. Aunque el periodista Thomas Friedman afirmaba que nuestro mundo globalizado es plano, en realidad es todo lo contrario: una red desigual y montañosa. Algunos países son más centrales en el sistema que otros. Pueden aislar a naciones rivales y utilizar su control de los centros neurálgicos para afirmar su poder, como hace Estados Unidos con el dólar o internet o China con su fabricación de suministros médicos y su acceso a tierras raras. Pero incluso los países débiles pueden atacar a los fuertes con la influencia adecuada, como hace Irán bloqueando las rutas marítimas o Turquía utilizando a los refugiados como peones.

¿Deberíamos considerar estos nuevos conflictos como «guerras de conexión»? Sí y no4. La alternancia entre la guerra y la paz ha marcado la historia de la humanidad, definiendo las fronteras de nuestros países e influyendo en la naturaleza de nuestros contratos sociales, la estructura de nuestras economías y el propósito de nuestra política. Ha cautivado nuestra imaginación y ha inspirado algunos de nuestros mejores poemas y novelas. Sin embargo, Tolstoi no podría escribir una obra maestra como Guerra y Paz si viviera hoy. Nadie podría, porque la distinción entre guerra y paz se ha quebrado.

Las reglas de la guerra establecen que debe tener lugar entre Estados soberanos. Debe comenzar con una declaración y terminar con un tratado de paz. Y los combatientes deben ser soldados que se distingan claramente por sus uniformes.

Ese tipo de guerras convencionales prácticamente ha desaparecido. No se han producido en Europa ni en América desde la Segunda Guerra Mundial. Y aunque las guerras en Oriente Medio y África son trágicas, el número de personas que matan es ínfimo en términos históricos. En las dos últimas décadas se han suicidado más personas que han muerto en combates armados5.

Carl von Clausewitz llamó a la guerra la continuación de la política por otros medios. Pero en la era nuclear el precio de la guerra es insondable. Por eso los conflictos de conexión se están convirtiendo en el «otro medio» de la política mundial. Son menos costosos. Son más eficaces. En consecuencia, son cada vez más frecuentes. Y a medida que proliferan por el mundo, matan a mucha más gente que la guerra convencional.

En lugar de desarrollarse en tierra, mar y aire, las nuevas luchas se libran en internet, los controles fronterizos, la tecnología, las cadenas de suministro y nuestro sistema financiero. Han hecho que los conflictos vuelvan de la periferia de la economía mundial a su centro mismo; Europa y América están tan afectadas como África o América Latina. Los combatientes de estas luchas también han cambiado: antiguamente solo unas pocas grandes potencias podían enfrentarse a través de los continentes, pero hoy en día millones de personas pueden infligirse daño mutuamente a través de internet o mediante acciones terroristas. Las víctimas son civiles y no soldados, y se cuentan por millones y no por miles.

Dado que los conflictos de conexión no producen el tipo de imágenes de vídeo dramáticas e inmediatamente compartidas que adoran las redes sociales, la mayoría de la gente piensa que son menos letales que los conflictos militares convencionales. Pero que no veamos bolsas con cadáveres no significa que estos conflictos no sean letales. De hecho, ya han arruinado la vida de cientos de millones de personas.

Las sanciones, las expulsiones de población y las guerras comerciales existen desde hace siglos, pero hasta que el mundo se organizó en torno a cadenas mundiales de suministro, políticas de internet y un sistema financiero dolarizado, era difícil estrangular economías y sociedades extranjeras con un coste tan bajo para uno mismo. Las sanciones ya han matado a cientos de miles de personas —desde Venezuela e Irán hasta Sudán y Corea del Norte—, principalmente al restringir el acceso a alimentos, medicinas y electricidad. Millones de civiles han sido forzados a abandonar sus hogares por motivos políticos en las últimas décadas, desde Cuba y Kosovo hasta Libia y Turquía, por nombrar solo algunos. Las guerras comerciales han costado decenas de millones de puestos de trabajo —desde Rusia y China hasta Alemania y Canadá—, mientras que los ciberataques tienen el potencial de desestabilizar países enteros. El Departamento de Seguridad Nacional estadounidense ha identificado sesenta y cinco instalaciones en Estados Unidos contra las que un único ciberataque causaría «daños catastróficos», definidos como «causar o tener la probabilidad de causar cincuenta mil millones de dólares en daños económicos, dos mil quinientas víctimas mortales o una grave degradación de nuestra seguridad nacional». Algunos de los ciberataques más insidiosos hasta la fecha han sido los intentos de amañar elecciones democráticas (entre el otoño de 2016 y la primavera de 2019, hubo intentos de interferir en elecciones nacionales en veinte democracias que representan 1.200 millones de personas)6.

Si sumamos todos estos datos, está claro que el número de muertos en las guerras de conexión eclipsa al de las guerras convencionales en el siglo xxi. En las dos últimas décadas, una media de menos de setenta mil personas al año ha perdido la vida en conflictos militares7, mientras que millones han sido víctimas de las guerras de conexión. Y la situación no hará más que empeorar en los próximos años.

Sin embargo, aunque los conflictos de conexión son más frecuentes, eficaces y mortíferos que las guerras convencionales, no nos damos cuenta de que están ocurriendo y ni siquiera tenemos un término para describirlos. En consecuencia, la creencia generalizada es que vivimos en una era dorada de paz. Es cierto que estos nuevos tipos de ataques no se ajustan a la definición convencional de guerra. Pero ¿cómo podemos cerrar los ojos ante la tensión y la violencia que asolan nuestro mundo cada día? Una vez que empezamos a contar los millones de víctimas que se producen cada año, difícilmente podemos decir que nuestra época es pacífica.

De hecho, hay una palabra que empieza a captar nuestra condición liminal, suspendida de algún modo entre un estado de guerra y otro de paz. Académicos como Lucas Kello, que trabajan en cibernética, buscaban un término que describiera la zona gris en la que estaba atrapado su mundo, donde cada día veían millones de ataques que no llegaban a ser una guerra convencional. Rehabilitaron una hermosa expresión anglosajona para describir el caos en internet: unpeace (“sin paz”)8. Y a medida que la violencia se extiende de internet al comercio, las finanzas, la migración y más allá, la expresión capta ejemplarmente nuestra condición. Tenemos que acostumbrarnos a un mundo inestable, propenso a las crisis, de competencia perpetua y ataques interminables entre potencias rivales. Bienvenidos a la era “sin paz”.

Un viaje de ida y vuelta

Quizá yo sea una de las personas menos preparadas para darse cuenta de que vivimos en una era “sin paz”. Todos los aspectos de la historia y la identidad de mi familia han estado marcados por la guerra, mientras que mi propia vida se ha definido por su ausencia.

El padre de mi padre nació en un entorno modesto en la Gran Bretaña de finales de la era victoriana. Se presentó voluntario para luchar en la Primera Guerra Mundial y salvó la vida al ser enviado al hospital tras ser gaseado. Mi padre fue evacuado cuando tenía ocho años en la Segunda Guerra Mundial y quedó tan traumatizado por la experiencia que se hizo objetor de conciencia en lugar de hacer el servicio militar en los años cincuenta. Sus experiencias le llevaron a interesarse por la política y, de adulto, formó parte de un grupo de sesenta y nueve diputados laboristas que desafiaron la disciplina de partido para votar a favor de la adhesión de Gran Bretaña a la Comunidad Europea.

Mi madre nació en 1944 en un convento de Francia, donde se escondían sus padres, judíos alemanes. Vivió unos años en Francia —donde se quedó su padre— antes de regresar a Alemania en 1950. Sus familiares están repartidos por todo el mundo. Y cuando se reúne a cualquiera de ellos hay que estar preparado para una conversación que será como mínimo en inglés, francés y alemán.

Como muchos en Europa, formo parte de la primera generación de mi familia en ciento cincuenta años que no se ha enfrentado a la guerra, el exilio o incluso el exterminio. Mi vida ha estado llena de oportunidades inimaginables para las generaciones anteriores. Habiendo crecido en Bruselas en los años ochenta con un padre británico y una madre alemana-judía nacida en Francia, fue mi identidad europea la que aportó unidad y sentido a la fragmentada historia de mi familia. Una de las personas más influyentes en mis primeros años de vida fue mi abuela materna, Gertrud Heidelberger, una superviviente del Holocausto que quedó huérfana a los diez años. Aprendió por sí misma siete idiomas europeos y aun en la vejez podía recitar poemas de Dante, Heine, Keats y Wordsworth. Crecí aprendiendo cómo las historias diferentes y a menudo violentas reflejadas por esos poetas nacionales podían unirse mediante una historia europea común sobre el futuro. Creía que un sentimiento de cultura y destino europeos compartidos no solo era posible, sino necesario para evitar las catástrofes del pasado. Mi obra ha reflejado esas lecciones familiares.

En 2005 escribí un libro titulado Why Europe Will Run the 21st Century (Por qué Europa dirigirá el siglo xxi), una carta de amor a un proyecto que había enterrado la guerra, sacado a oleadas de países de la dictadura para introducirlos en la democracia y ampliado los horizontes de cientos de millones de personas9. También he intentado comprender otras culturas del mundo para hacer más familiar lo extranjero. Pasé varios años estudiando la emancipación intelectual de China, escribiendo un libro titulado ¿Qué piensa China? que exploraba los grandes debates sobre el capitalismo, la política y la globalización en esta superpotencia en ascenso10. Y en 2007, creé un grupo de reflexión europeo con la misión de promover la resolución de conflictos a través de la diplomacia en vez de en el campo de batalla11. Contraté personal de más de veinte países y establecí oficinas en siete, la mayor de ellas en Londres. Mi vida familiar, mi carrera y mi visión del mundo se vieron impulsadas por la creciente ola de internacionalismo.

Pero en 2016, con el voto británico a favor de abandonar la Unión Europea y la victoria de Donald Trump en la Casa Blanca, el viento cambió de dirección. Sentí que mis esfuerzos naufragaban, y muchas personas, empresas y familias se quedaron efectivamente varadas en la arena. Para mí, el viaje del mundo del nacionalismo al globalismo —y vuelta atrás— no ha sido una cuestión abstracta. ¿Por qué tanta gente rechazó las fuerzas que habían hecho mi vida mucho más segura y plena que la de mis antepasados? ¿Cómo podían querer volver a una época anterior que no se beneficiaba de estos vínculos humanos y avances tecnológicos? Si nos ceñimos a un análisis convencional del siglo xx, es difícil entender por qué vivimos en un mundo en el que el conocimiento científico, la conexión y la conciencia de un destino compartido se han convertido en una realidad que no basta para reunir a la gente y resolver problemas comunes urgentes. ¿Cómo explicar lo ocurrido en los últimos cinco años?

Esta es la pregunta que me hago cada día desde 2016. En mi búsqueda de respuestas, he recurrido a la ciencia política, la historia, la sociología, la economía y la psicología, y he hablado con científicos de las redes, artistas, antropólogos e incluso sacerdotes, entre muchos otros. Mi investigación me ha llevado desde la sede de Facebook en Silicon Valley hasta laboratorios de reconocimiento facial en China; desde reuniones con el presidente turco en su suntuoso nuevo palacio hasta instalaciones militares en Hawái. He hablado con multimillonarios en Davos y con trabajadores en paro en la Gran Bretaña del Brexit. He conocido a la Guardia Revolucionaria iraní y a príncipes saudíes; y he intercambiado ideas con algunos de los constructores más activos del mundo conectado, como George Soros y Peter Thiel. Me adentré en este proceso con la esperanza de escribir una defensa del mundo abierto, pero cuanto más profundizaba, más compleja se volvía mi reflexión. Empecé a hacerme preguntas persistentes. ¿Y si el proceso que nos une es en realidad lo que causa la segregación y el conflicto? ¿Y si las crecientes divisiones del mundo globalizado no fueran un fallo del sistema, sino una de sus características intrínsecas?

Oportunidad, razones y armas

La globalización, es decir, la conexión de las personas, los mercados, la tecnología y las ideas, ofrecía mucho al mundo. Este libro trata de lo que ocurrió cuando incumplió su promesa y de lo que esta traición significa para todos nosotros. El problema es sencillo de articular, pero me resulta muy difícil de aceptar. No podemos tener «un solo mundo» porque estar cada vez más interconectados no es simplemente una fuente de entendimiento y unión. También es la causa de divisiones y conflictos cada vez más encarnizados12. Hay personas que llevan tiempo afirmando que la conexión puede utilizarse para bien o para mal. Sostienen que la interdependencia no siempre detiene la guerra. Y algunos incluso han escrito sobre cómo se ha convertido en un arma. Pero yo he descubierto algo aún más preocupante: que es la propia conexión la que nos separa. Da a la gente la oportunidad de entrar en conflicto, razones para luchar entre sí y un montón de armas con las que infligir daño.

Empecemos por la oportunidad. En el cambio de milenio, como mucha gente, esperaba que internet y la globalización impulsaran una conciencia política mundial. La conexión haría que la gente se entendiese a nivel global. El comercio nos uniría a todos a través de cadenas de suministro globales, haciendo que la guerra fuera cada vez más costosa, incluso irracional. La ciencia sustituiría a la emoción como base de las decisiones sobre el futuro de la humanidad. Y la ley sustituiría a la guerra como medio para resolver nuestras disputas, desde el comercio y el medio ambiente hasta los datos y los derechos humanos. Y ciertamente los gobiernos se lanzaron a derribar muros, disolver fronteras, firmar acuerdos comerciales, construir carreteras, ferrocarriles, oleoductos y puertos aéreos, y tejieron una red mundial que unía a todo el planeta. La globalización nos ha unido literalmente: 64 millones de kilómetros de autopistas, 2 millones de kilómetros de oleoductos, 1,2 millones de kilómetros de ferrocarriles y 750.000 kilómetros de cables submarinos para hacer posible internet. Por el contrario, solo nos separan 250.000 kilómetros de fronteras internacionales13. Hace veinte años solo había 16 millones de personas conectadas, pero ahora es la mitad de la humanidad (y en 2024 la población conectada podría alcanzar los 6.000 millones)14. Cada día casi tres mil millones de personas se conectan a Facebook y 500 millones de tuits se publican en Twitter (ahora llamado X)15.

En un mundo conectado, la gente no tiene opción de estar a sus cosas: todo el mundo está en boca de todos. Esto permite a las naciones y a los pueblos trabajar juntos, comerciar, aprender unos de otros y desarrollar lazos de amistad. Pero la conexión también crea oportunidades para una mayor competencia entre naciones y personas. Como ha señalado el gran sociólogo Anthony Giddens, las redes sociales han hecho realidad la aldea global, donde la gente forma amistades personales e íntimas relaciones, pero donde también nos enfrentamos a acosadores, cotilleos, insinuaciones, engaños y violencia16.

A medida que el mundo se llena de gente y se conecta digitalmente, estos puntos de contacto crean más fuentes potenciales de conflicto y ofrecen más oportunidades de interferir en los asuntos de los demás. Las redes conectadas son correas de transmisión que permiten a personas y naciones volver nuestras sociedades abiertas contra sí mismas. Y también permiten a los países compararse entre sí, copiarse y, en el proceso, entrar en una espiral de competencia. Como en tantas otras cosas, los antiguos griegos entendieron esta tensión como nadie. Tenían una palabra única para designar un medicamento que podía acabar envenenando al paciente: pharmakon. La tragedia de nuestra generación es que las fuerzas que han unido a la humanidad también nos están dividiendo y amenazan con destruirnos. Pero el hecho de que la conexión cree una oportunidad para el conflicto no significa que este tenga que producirse. Las causas profundas de las disputas entre países son el miedo, la codicia y el deseo de poder o estatus. Y la conexión puede potenciarlas todas.

Mi segundo tema en el libro es por qué la conexión nos da las razones para luchar. Hace tiempo que sabemos que tiene un lado oscuro y otro luminoso, que permite tanto la competencia como la cooperación. He llegado a la conclusión de que la conexión inclina la balanza a favor de la competencia al cambiar la forma en que las personas y los países conciben su identidad y sus intereses. En este libro exploro cómo la conexión digital está sacando a relucir el lado competitivo de la naturaleza humana, dando lugar a sociedades mucho más polarizadas, alimentando una epidemia de envidia y haciendo que salten por los aires ciertos controles.

Los medios digitales han fragmentado la realidad de forma tan dramática que no hay acuerdo sobre la verdad, lo que significa que las sociedades no solo están divididas por sostener opiniones diferentes, sino también por hechos diferentes. He tardado demasiado en comprender que tanta gente interpretara las últimas décadas de forma completamente distinta a la mía. En mi vida, la liberalización de los viajes y el comercio y las normas de la UE sobre libre circulación solo han traído oportunidades. He disfrutado de muchas experiencias en distintos países, he probado comidas nuevas, he podido contratar a personal más interesante y en definitiva mejor, y he podido pensar mi carrera a sabiendas de que tenía a mi alcance los mejores empleos del mundo. Pero para muchas otras personas de la misma época los vínculos internacionales supusieron la deslocalización de sus puestos de trabajo. Invitaron al país a emigrantes bien cualificados que trabajarían por menos dinero que ellos, abarrotarían sus hospitales y escuelas, harían subir los precios de la vivienda e introducirían lenguas y tiendas diferentes en nuestras calles principales. Proporcionaron nuevas vías para que las crisis financieras, el terrorismo y las pandemias entraran en nuestras comunidades y nuevos criterios para juzgar nuestra respuesta. Y nuestra cultura ha cambiado tan profundamente que algunos temen convertirse en «extranjeros en su propia tierra». En otras palabras, muchas de las cosas que yo veía como portadoras de paz y oportunidades han hecho que otros se sientan vulnerables y más pobres. Como consumíamos medios de comunicación distintos e interpretábamos sus mensajes de maneras diferentes, no compartíamos una misma concepción de la realidad. Felizmente instalado en mi propia burbuja, no me enfrenté a la creciente desigualdad, envidia y sensación de pérdida de control que la conexión estaba alimentando en burbujas paralelas.

Las redes sociales también han alimentado la envidia a escala industrial al posibilitar que la vida de todos se enfrente a una espiral de comparación. Friedrich Nietzsche fue el primero que dijo que la expansión de los viajes, el comercio y las comunicaciones en el siglo xix creó una «era de la comparación». Se daba cuenta de que una nueva conciencia global llevaría a la gente a comparar las ideas, costumbres y cultura de su propio país con las de los demás, y a rechazar su suerte cuando no fuera así. Pero para Nietzsche la noción todavía era abstracta, una batalla de ideas más que una rutina diaria que exponía implacablemente las limitaciones de nuestras propias vidas en comparación con las de los más privilegiados y exitosos del mundo. Los expertos en economía han demostrado que la globalización alimenta las tensiones al acelerar la desigualdad y crear perdedores interesados en derrocar el sistema. Los expertos en política exterior nos han explicado cómo la conexión puede conducir a tensiones geopolíticas al cambiar el equilibrio de poder. Al igual que el auge comercial de Alemania provocó tensiones con el imperio británico, el ascenso de China está creando fricciones con Estados Unidos. Pero son las comparaciones a nivel individual las que se han visto más dramáticamente alteradas. Cuando yo era niño, comparábamos nuestras experiencias con las de nuestros vecinos o nuestros padres, pero hoy en día todos los aspectos de nuestra existencia pueden compararse con las representaciones (a veces ficticias) de las personas más privilegiadas y exitosas a nivel planetario. ¿Cómo pueden nuestras vidas estar a la altura de semejantes estándares? El resultado es un resentimiento permanente.

La conexión hace que la gente sienta cada vez más que el mundo escapa a su control. Como puede imaginarse, tras el Brexit es habitual que se burlen de mí a causa del libro que escribí sobre Europa. Mucha gente lee el título Por qué Europa dirigirá el siglo xxi