La España de las piscinas - Jorge Dioni López - E-Book

La España de las piscinas E-Book

Jorge Dioni López

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"La España del pelotazo creó un sueño: vivir fuera de la colmena. He aquí un libro espléndido". Enric Juliana. Durante los años del boom inmobiliario, se construyeron cinco millones de viviendas en España. La mayoría sigue el modelo de suburbio estadounidense. Son islas verdes —por las zonas comunes— y azules —por las piscinas— situadas en las afueras de las ciudades y en las que reside buena parte de la llamada clase media aspiracional de nuestro país. Jóvenes familias con niños pequeños. Los hijos y los nietos de la España vacía. Estos barrios de nueva creación conforman lo que Jorge Dioni López denomina "La España de las piscinas". Un mundo hecho de chalés, urbanizaciones, hipotecas, alarmas, colegios concertados, múltiples coches por unidad familiar, centros comerciales, consumo online, seguro médico privado, etc. Un mundo que favorece el individualismo y la desconexión social y cuya importancia política es hoy fundamental, pues de él depende la evolución del mapa político, sobre todo, el voto conservador. El debate sobre la vivienda y el territorio suele centrarse en temas como la gentrificación, el precio de los alquileres o el vaciado rural. La España de las piscinas pone sobre la mesa otra cuestión esencial: el análisis de nuestro principal modelo de desarrollo urbano y cómo ha transformado la manera de entender el mundo, las aspiraciones y la ideología de millones de españoles.

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LA ESPAÑA DE LAS PISCINAS

© del texto: Jorge Dioni López, 2021

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: mayo de 2021

ISBN: 978-84-18741-00-5

Depósito legal: B 6910-2021

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Jorge Dioni López

LA ESPAÑA DE LAS PISCINAS

Cómo el urbanismo neoliberal ha conquistado España y transformado su mapa político

SUMARIO

INTRODUCCIÓN. ENSAYO Y ERROR

PRIMERA PARTE. QUÉ SON LOS PAUERS Y DÓNDE ENCONTRARLOS

1. Un país de propietarios

2. De piscina en piscina

SEGUNDA PARTE. ERES DONDE VIVES

3. Cinco hipótesis sobre la dispersión

4. Breve historia de la dispersión

EPÍLOGO. DISPERSIÓN O COMUNIDAD

LECTURAS

AGRADECIMIENTOS

Como este es un libro de casas, se lo dedico a la mía,que tiene tres paredes, Aitana, Mario y Beatriz.

«Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo,esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterráneaque recorría el condado».

JOHN CHEEVER, El nadador

«Si podéis hacer frente a la perspectiva de renunciara los juegos públicos, comprad una casa de propiedad enel campo. Lo que os cueste. Su renta anual no ascenderáa más de lo que pagáis en Roma por una miserablebuhardilla mal iluminada».

JUVENAL, Sátiras

«A día de hoy, creo que sabemos mucho más sobrecómo debe ser un buen hábitat para el gorila de montañao los tigres siberianos que para el Homo sapiens».

JAN GEHL, arquitecto

INTRODUCCIÓN

ENSAYO Y ERROR

Este libro nace de una intuición. Tras las elecciones generales de abril de 2019, busqué cómo había votado mi barrio y me encontré con el color naranja de Ciudadanos. Lo primero, las cartas sobre la mesa: soy un Pauer. Vivo en uno de esos barrios de calles rectas con nombres al por mayor. En mi caso, ciudades europeas: Liverpool, Milán, Atenas, etc. Gracias a la serie La casa de papel, Helsinki esquina Oslo tiene ahora cierta gracia. Sería un lugar espléndido para un escape room. Retrocedí con el ratón y comprobé que no era la única zona del sur de la Comunidad de Madrid donde ese partido se había convertido en la primera opción. Todas tenían en común las calles rectas con nombres impersonales —flores, monedas o constelaciones— y haber nacido al calor de la burbuja inmobiliaria. Eran un PAU.

Cabe precisar que esa afirmación no era del todo cierta y sigue sin serlo. El Programa de Actuación Urbanística (PAU) es un modelo concreto en el que no encajan todos los desarrollos inmobiliarios del pasado cambio de siglo. Sin embargo, este no es un libro académico y creo que la denominación puede servir para entendernos: barrios en forma de malla edificados a partir del boom con urbanizaciones cerradas o mares de chalets unifamiliares, situados normalmente en la parte exterior de las ciudades o, incluso, fuera. Son esas pequeñas islas verdes y azules, delimitadas por el gris de las carreteras, y donde vive gente que fue a EGB. Es la España de las piscinas.

Pasé a Valladolid y comprobé que la ciudad estaba rodeada por varias islas de color naranja. La mayor de ellas era Arroyo de la Encomienda, un antiguo pueblo ganadero que cuenta ahora con 20.000 habitantes y donde se ha instalado un megacentro comercial con aspecto de nave del imperio galáctico. Busqué Salamanca, Ávila, Cuenca o Badajoz —las aplicaciones de mapas son muy entretenidas— y comprobé que el cinturón naranja, más o menos definido, era algo común a la mayoría de ciudades. El patrón también se repetía: calles rectas, rotondas, piscinas y centros comerciales. En muchos casos, había una infraestructura de comunicaciones al lado. Hace dos mil quinientos años se construía junto a los ríos; ahora, junto a las autovías. Volví a Madrid. El norte de la ciudad, Montecarmelo, Las Tablas o Sanchinarro, era naranja. El corredor del Henares, también.

Era un voto del que no se había hablado en la campaña. Quizá, porque la vida en el extrarradio es sinónimo de aburrimiento. Se debate sobre las ciudades gentrificadas y turistificadas, los barrios abandonados o la España vacía o vaciada, pero la ciudad dispersa apenas ocupa espacio periodístico o narrativo más allá de los tópicos. Tengo que escribir algo sobre esto, me dije, y recordé que ya lo había hecho años antes en el diario Metro. Era un relato donde alguien que vive en un PAU visita a un amigo que vive en otro. Como todo es igual, las calles, el ladrillo visto o los setos de las zonas comunes, se confunde de urbanización y no sabe si está en su casa, en la de su amigo o en otra de un tercero. Un arranque kafkiano en el que había un poco de material autobiográfico. El desarrollo bebía de Juan José Millás, un autor que me gustaba mucho por entonces, y el protagonista acababa aceptando su nueva vida sin importarle mucho dónde y con quién estaba. El relato se tituló Pauers, un concepto que me parecía aprovechable.

Mientras daba vueltas al artículo, recordé que había dado clase en la Escuela de Escritores a una arquitecta con la que no había perdido el contacto. Sabrina Gaudino me dijo que le parecía una buena idea y me recomendó las primeras lecturas: Secchi, Sassen o Muñoz. Me quedaba encontrar la chispa, que llegó con el relato El nadador, de John Cheever. Un tipo regresa de una fiesta cruzando todas las piscinas de su urbanización. Ned Merrill, pensé, podría rodear Madrid de piscina en piscina: Pozuelo, Boadilla, Villaviciosa, Parque Coimbra, Arroyomolinos, Loranca, Moraleja de Enmedio... Incluso atravesar el país entero: de Isla Canela (Huelva) a Empuriabrava (Girona). Esto último es una exageración; pero solo, de momento. La mitad de la costa mediterránea está urbanizada y a las administraciones les parece poco.

El texto se publicó el 15 de mayo de 2019 en La Marea. De entrada, mostró que el PAU con chalets y/o urbanizaciones cerradas era el principal modelo con el que se habían expandido las ciudades desde el boom inmobiliario. Decenas de cuentas de Twitter explicaban que, en sus respectivas ciudades, había algo parecido. O, mejor dicho, existía eso mismo, porque una de las características clave del PAU es la réplica. Más que original y copia, hay un modelo que se repite porque es más barato. Puede haber la misma urbanización cerrada en Azuqueca de Henares, San Blas (Alicante) o Arcosur (Zaragoza), lo mismo que, en los años sesenta, se replicó el edificio brutalista con toldos verdes en los cinturones de las grandes ciudades. Como le sucedía al protagonista de mi cuento, es difícil saber si uno está en Móstoles, Leganés o Alcorcón. Incluso si uno está en Bormujos o Catarroja.

El artículo provocó otro tipo de reacción basada en la gasolina de las redes sociales: la polémica. La interacción por internet es un piedra, papel o tijera en el que hay que sacar rápido el argumento que destroce al interlocutor, convertido enseguida en rival. Para hacerlo, nada mejor que un elemento emotivo o sacar de contexto algo que haya dicho la otra persona y que sirva para encuadrarlo en algún grupo despreciable. No hay debate, sino competición, concepto que aparecerá en varias ocasiones. La deriva de las redes sociales no debería provocar sorpresa porque, desde Homero, sabemos que el enfrentamiento es un contenido que funciona mejor que la colaboración.

Dentro de la polémica, había quien atacaba al colectivo que yo había tratado de definir. Son clase media aspiracional. Se sienten ricos por bañarse en la piscina o llevar a sus hijos a un colegio concertado y, cuando llega el fin de semana, agarran el coche y van a tomar algo al centro comercial después de haber visto una película franquicia. Era un mensaje que llegaba de personas más bien de izquierdas, que daban por perdido electoralmente a un grupo bastante más variado en su composición social de lo que cabría imaginar. Tener un chalet era un lujo hace cuarenta años. Hoy, no. De hecho, uno de los principales mares de casas unifamiliares de la Comunidad de Madrid es Rivas, feudo de la izquierda desde hace décadas. Los Pauers no son ricos, sino personas que viven de su trabajo; el poso despectivo tras el concepto «clase media» revela una vez más las dificultades de la izquierda a la hora de establecer quién es su votante.

Lo más curioso es que esa visión se centra en la decisión personal; es decir, exactamente la forma en que el neoliberalismo interpreta la sociedad: un mercado, una suma de decisiones individuales de personas libres, desvinculadas de las condiciones materiales o del proceso histórico. Es decir, una identidad. La insistencia en que lo personal es político suele ser inversamente proporcional a la influencia de las personas en la política. Cabe considerar que, más que una cuestión de demanda, la fuga al extrarradio fue una cuestión de oferta, y dejó poca capacidad de elegir. A principios de este siglo, cuando dos personas querían establecerse, la urbanización periférica era la principal opción, ya que el sistema financiero quería colocar todas esas casas que había financiado a través de créditos para no pillarse las manos. Salió mal. Al llegar a su casa, no había nada en el barrio, excepto los accesos a las carreteras para ir al centro comercial. El modelo les decía: tienes que buscarte la vida porque no te voy a ayudar. Y se la buscaron.

Es interesante dejar de centrar el foco en lo personal y reflexionar sobre los modelos económicos y sociales que se promueven con las decisiones políticas. Si el modelo empuja en una dirección a través, por ejemplo, de las deducciones fiscales (vivienda, coche, colegio no público, plan de pensiones privado, etc.), centrarse en las decisiones individuales de las personas que no se han resistido será poco efectivo, aunque tenga el delicioso sabor de la superioridad moral. Quizá, el desafío de la izquierda en el siglo XXI sea reintroducir la realidad en el debate público, aunque quizá primero tenga que hacerlo internamente. Es decir, abandonar la autoficción y la autonoficción para regresar al análisis general.

Desde la derecha, la crítica también tenía un componente moral: los progres quieren decirle a la gente cómo tiene que vivir. La confusión entre descripción y toma de postura suele ser bastante habitual, ya que una manera de eludir el debate es considerar que todo el mundo es un activista. Sí me sorprendió el comentario de un asesor de Ciudadanos que ironizó sobre el artículo con cierto desdén. No lo ha leído, deduje entonces. De hecho, supuse que no tenía ni idea de por qué su partido había obtenido tan buen resultado en esas zonas. Las elecciones de noviembre confirmaron mi intuición. Meses después, otro asesor publicó un artículo titulado «Una filosofía del PAU», en el que hablaba de la vida «dulce y amable» de las urbanizaciones, «donde se habla poco de política». Sus apreciaciones eran certeras: «Una vida para que los tuyos estén tranquilos y a salvo. [...] Tu nueva tribu te recogerá algún paquete; te vigilará a los niños, e incluso se tirará al agua si cree que tu hijo corre peligro. [...] Es normal pensar en conservar cuando tienes tantas cosas buenas que perder». Incluso daba la clave del futuro hundimiento de su partido: «[…] gente que no espera grandes cosas ni de los políticos ni del Estado. Personas que aspiran a votar, que se forme un gobierno y que la vida no se les joda demasiado». Formar un gobierno. Justo lo que no hizo Ciudadanos en 2019.

También había quien se sentía ofendido por mi aproximación. «¿Por qué te parece mal cómo vivimos?», me preguntaban algunos. Supongo que podría haber sido un buen argumento sostener que nada tengo en contra de los Pauers, ya que soy uno de ellos y, dentro de mi introversión, me llevo bien con mis vecinos. Sin embargo, no creo en los razonamientos que contienen vivencias. El texto tiene que defenderse solo y tanto el artículo como este libro tratan del contexto general. Es decir, de cómo el urbanismo crea ideología. El planeamiento urbano no es aséptico ni neutral y provoca efectos sociológicos y políticos, más allá de la dependencia económica del sector de la construcción. El urbanismo es un reflejo de cada sociedad y concreta sus relaciones internas de poder, además de jerarquizar qué es relevante socialmente. Por ejemplo, los desplazamientos son importantes; los cuidados, no. La desigualdad social se puede disimular de diferentes maneras, pero el espacio nos devuelve a la realidad.

Hay pocas cosas más sustanciales que la manera en que se construye una ciudad, porque eso quiere decir cómo vivirán esas personas, con quién compartirán espacio, dónde, cuándo, qué y cómo comprarán, cómo irán a trabajar, a qué colegio llevarán a sus hijos, cómo llegarán hasta allí, dónde vivirán sus amigos, cómo se relacionarán con ellos, a qué distancia estarán los centros de salud, las bibliotecas, los cines, los bares —y qué tipo de bares serán—, qué ocio habrá. El geógrafo David Harvey sostiene que el desarrollo urbano transforma nuestra forma de vivir y no solo crea el espacio en el que nos movemos, sino también, el tiempo. El lugar donde vivimos acaba definiendo cómo somos.

Parece una obviedad, pero el interés por la vivienda suele centrarse en otros aspectos, como el precio, los desahucios, los pelotazos o la gentrificación. De hecho, la afirmación se suele formular al revés: cada ideología crea un determinado tipo de urbanismo. Además, los aspectos materiales, como los descritos en el párrafo anterior, no disfrutan de su mejor momento frente a los emocionales. Es complicado aceptar que las cosas pequeñas y concretas —si hay tiendas a pie de calle o si hace falta ir en coche a los sitios— son decisivas en nuestro modo de ver el mundo. Eres lo que te gusta, decía el escritor Nick Hornby. En parte, cabe precisar. Tu lista de canciones importantes te define, pero también lo hace si la escuchas todas las mañanas dando un paseo o durante un atasco. El mapa físico condiciona el mapa mental, que, a su vez, también reconstruye el primero.

Ideología no quiere decir militancia. Ojo con el determinismo. Como sostiene el urbanista italiano Bernardo Secchi, «los modelos urbanísticos no solo son producto de una política, sino que crean política; no tanto en el sentido de afinidad con una opción concreta, sino en el desarrollo de una visión del mundo, de un modo de estar y ser. No solo en la relación, de integración o exclusión, entre las diversas clases sociales, sino en cómo los habitantes de esos espacios consideran conceptos como la libertad, la seguridad, la democracia o la cultura». El lenguaje siempre es fundamental. No es que vivir en un determinado barrio conlleve un voto concreto, sino que lo cotidiano ayuda a conformar una ideología vinculada a ciertas cuestiones, como la propiedad o la seguridad, que, a su vez, busca su representación.

El modelo PAU, la ciudad dispersa, crea un estilo de vida individualista y competitivo, ya que favorece las soluciones particulares, el aislamiento y el repliegue. Se trata de la plasmación física de un modelo económico basado en la desigualdad, que se consolida y perpetúa a través de la desconexión entre las diversas clases sociales. Se produce una insularización con flujos de desplazamiento privado entre burbujas. Es algo que podría resumirse en el lema «sálvese quien pueda». Aparentemente, se trata de una forma de pensar cercana al darwinismo social, pero en su versión saludable, cero por ciento de grasas saturadas: el emprendimiento, la cultura del esfuerzo, la meritocracia, la autoayuda, la ley de la atracción, etc. Es decir, el mercadismo. De ahí que Ciudadanos encajase tan bien y la izquierda sea tan mal recibida, a pesar de que después también defienda estas políticas en las instituciones.

La tradición del pensamiento antiurbano se remonta hasta la Grecia o la Roma clásicas y pasa por los utopistas, pero el modelo actual bebe de dos movimientos del XIX, el higienismo y el romanticismo. Ambos, además de mitificar la naturaleza y compartir la raíz protestante, defienden un modelo de vida individualista en el que nos percibimos únicos y nos creamos a nosotros mismos. Aunque el movimiento haya desaparecido, el higienismo está presente en nuestra vida desde los cereales del desayuno a los gimnasios, pasando por el punitivismo penal o el positivismo mental. Ambos comparten la misma base ideológica: la condición humana es individual. Si quieres, puedes. Todo depende de ti y el exterior solo es asumible e interpretable emocionalmente. No existe la obra, sino cómo me afecta la obra. El urbanismo disperso no se entiende sin la introspección, sin la necesidad de hacer de cada persona un monje, ya sea de Dios o del mercado. Podría decirse que Tomás Moro diseñó la primera urbanización en 1516 y Martín Lutero redactó las normas de la comunidad de propietarios un año después.

Además de ciudad dispersa, el objeto de la reflexión recibe mil nombres: ciudad fragmentada, ciudad insular, ciudad extensa (sprawl), ciudad difusa, ciudad multiplicada, ciudad desconcentrada, ciudad al borde (edge city), ciudad posfordista, periferia compleja, hiperciudad, megalópolis, posmetrópolis, contraurbanización, enclaves rururbanos, etc. Tiene tantos porque ha sido un fenómeno muy estudiado. Si ya no hablamos solo de la cuestión urbana, sino del fenómeno sociológico o del estudio antropológico, la cosa se complica aún más. Este no es un texto académico. Mi idea no es definir con precisión el fenómeno ni dibujar un mapa con miles de islitas y señalarlas con un cartel de «Aquí hay Pauers». Tampoco es un libro de actualidad política porque Ciudadanos, la formación que inspiró el artículo, sufrió una grave crisis en marzo de 2021 y es probable que no sobreviva al próximo ciclo electoral. Más bien se trata de aproximaciones, impresionismo. He escrito algo parecido a un ensayo para rumiar sobre el principal modelo urbanístico con el que crecen nuestras ciudades y, por tanto, nuestra sociedad.

Hay una primera parte más descriptiva, y una segunda donde hay más reflexión personal. He intentado que cada capítulo pueda leerse con independencia de los demás y seguir el consejo de Alberto Moreno, mi editor durante años: ser didáctico y divertido. Sé que hay un exceso de Madrid, pero es la semilla, el modelo y el laboratorio.

En la parte final, añado una breve bibliografía por si alguien se queda con ganas de más, pero este es un libro modesto cuyo objetivo es divulgar algunas de esas ideas y, sobre todo, reflexionar sobre cómo vivimos para darnos cuenta de la influencia que tiene en nosotros. El libro parte de esta tesis y vuelve a ella. Cómo vivimos acaba marcando cómo somos y cómo son nuestras ciudades definirá nuestro futuro: comunidad o dispersión. Un dilema ahora más fuerte que nunca, cuando casi no podemos reunirnos y la crisis sanitaria y económica muestra las costuras sociales. Hablamos mucho de las burbujas digitales, pero deberíamos pensar también en las analógicas y en cómo se retroalimentan.

Cierro esta introducción con el historiador Tony Judt: «Si los bienes públicos —los servicios públicos, los espacios públicos, los recursos públicos— se devalúan a ojos de los ciudadanos y son sustituidos por servicios privados pagados al contado, perdemos el sentido de que los intereses y las necesidades comunes deben predominar sobre las preferencias particulares y el beneficio individual. Y una vez que dejamos de valorar más lo público que lo privado, seguramente estamos abocados a no entender por qué hemos de valorar más la ley —el bien público por excelencia— que la fuerza». Si este libro tiene algún mensaje, no hay que esperar hasta el final. Es ese.

PRIMERA PARTE

QUÉ SON LOS PAUERSY DÓNDE ENCONTRARLOS

1

UN PAÍS DE PROPIETARIOS

EN BUSCA DE LA MAYORÍA CAUTELOSA

«Los enladrilladores nos han enladrillaoy son esos ladrillos los que os enterrarán».Gatillazo, «Hemos venido a divertirnos»

Nada ha hecho más daño a la política que las series sobre política. No es culpa de las narraciones, sino de la dificultad de ciertas personas para distinguir la ficción de la realidad, algo que les hace asumir que forman parte de un relato. Quizá porque la segunda, además de necesitar trabajo y tener un ritmo más lento, da para lo que da. Sucede lo mismo con la pornografía y el sexo, pero esa es una reflexión para otro momento.

Vamos a ver un ejemplo del conflicto entre realidad y relato. Durante el verano de 2019, los asesores del presidente Pedro Sánchez dedujeron que el PSOE podría salir ganando con una repetición electoral gracias a algo que concretaron en el concepto «mayoría cautelosa». Es decir, la acumulación de situaciones tensas ese otoño —Brexit duro, posible crisis económica, sentencia del procés— provocaría que un número suficiente de votantes recordasen el viejo refrán: en tiempo de tribulación, mejor no hacer mudanza. El «gobierno bonito» debía convertirse en un «gobierno fuerte». La política espectáculo necesita eslóganes que sirvan de título para cada episodio.

La idea era buena sobre el papel, ya que tenía en cuenta la teórica vecindad ideológica de los principales caladeros donde debía realizarse la pesca de votos: Unidas Podemos y Ciudadanos. En especial, este último, desorientado tras el giro intransigente de su dirección, que había hecho que el partido abandonase su función inicial: proporcionar moderación y estabilidad. En la competición de «las tres derechas», otro concepto que hizo fortuna, Ciudadanos tenía todas las de perder. El PSOE solo debía captar a los votantes moderados descontentos con los liderazgos fuertes: los socialdemócratas cansados de Iglesias y los centristas desconcertados por Rivera. No parecía algo complicado si uno se fijaba solo en las cuestiones que aparecen en las encuestas, como la ubicación dentro de la zona templada del eje ideológico, el nivel de renta o la opinión sobre cuestiones sociales, como el aborto o el matrimonio igualitario. El plan tenía más problemas sobre el terreno. Sobre todo, en el caso de Ciudadanos. No importaba mucho porque, desde hace años, la política bebe también del pensamiento mágico: basta con desear algo para que suceda.

La clave estaba en el cinturón naranja. La mayoría cautelosa eran los Pauers y se encontraban, por ejemplo, en los nuevos desarrollos urbanos al norte o al este de Madrid, de grandes avenidas y pocos servicios, o en ciudades que habían conocido fuertes expansiones de baja densidad. El ejemplo más claro es Arroyomolinos, un mar de chalets al sur de la capital con una de las tasas de natalidad más altas de España. La ciudad comenzó el siglo XXI con poco más de 3.000 habitantes, y en 2018 llegó a los 30.000. Captar esa población era algo bastante complicado fuera de las tablas Excel y los diálogos chispeantes de las series de Aaron Sorkin, ya que el plan debía enfrentarse a una visión del mundo nacida de la realidad cotidiana: casa unifamiliar en propiedad con hipoteca a 20/30 años, colegio concertado, seguro médico, alarma, coche, gimnasio, ocio en el centro comercial, consumo online, actividades extraescolares, etc. Es decir, los recursos de estilo de vida o distinción que, averiado el ascensor social, permiten mirar hacia arriba o, por lo menos, tener una cierta sensación de estabilidad. Una pareja de unos cuarenta años, dos hijos, profesionales y de renta alta o media pueden situarse en el centro o incluso considerarse progresistas, pero su cotidianeidad hace que estén más interesados en las rebajas fiscales o la extensión de los conciertos educativos que en el programa social que el gobierno de Sánchez desgranaba los viernes. Menos aún en cualquier reforma que devalúe el valor de su propiedad o cuestione radicalmente su modo de vida, similar al del suburbio de Modern Family. Se acepta cualquier diversidad, salvo la económica.

El Ciudadanos que quería incorporar los usos estadounidenses a la política española encajaba como un guante. Ganaba en las urbanizaciones de la Costa del Sol y en las mediterráneas, tanto en Murcia como en Valencia: Chiva, Godella, Paterna o San Antonio de Benagéber. Son zonas donde, a causa de la escasez de servicios públicos, los vecinos están acostumbrados a buscarse la vida, ya que el nivel asociativo es bajo. Se tiende al individualismo, a la dispersión.

El PSOE es un partido antiguo y rígido, enemigo de ese futuro que requiere flexibilidad y al que los Pauers se quieren adaptar. Suele estar vinculado a las noticias sobre el control de los desarrollos, la inserción de vivienda desegregada o la paralización de las obras. Es un partido más cercano al pasado, a lo sólido, a lo pesado, a la obsolescencia. Es viejo. Su defensa de lo común o lo público puede ser interesante en sectores concretos como la sanidad; pero, en general, está en contra de conceptos clave como la segregación, la homogeneidad o la seguridad y, sobre todo, de la base ideológica: la confianza en las soluciones individuales cuya competición crea un mercado eficiente. Además, votar al PSOE es algo que acerca a los Pauers a los barrios antiguos de las ciudades a las que pertenecen estos desarrollos. Quizá, donde han crecido. Están conquistando un nuevo territorio y necesitan distinguirse de sus padres. En general, España es un país amante de la demolición y la recalificación; es decir, de la amnesia y el adanismo.

La fuga al extrarradio tuvo un componente generacional. Durante unos años, no era la mejor oferta, sino casi la única disponible. Como respuesta al envejecimiento de las ciudades, no se optó por la rehabilitación y la conservación, conceptos que siempre han tenido poca aceptación en España, sino por la construcción y la especulación, nuestro modo de vida. Asfalto y cemento al peso. Algunos planes, como Rabasa (Alicante) o Seseña (Toledo), se hicieron muy famosos; pero, durante unos años, fue rara la ciudad que no presentó un plan con cientos o miles de viviendas. Si alguien preguntaba algo o protestaba, se le tachaba de antiprogreso. Las instituciones autonómicas y municipales competían por atraer las inversiones, que el sector del ladrillo lograba a través del dinero de las cajas de ahorros, en manos de esas mismas instituciones. Esas nuevas áreas de desarrollo, además, les proporcionaban una enorme fuente de ingresos en forma de impuestos sobre las obras, las transacciones o los compradores. Se trata de otra cuestión que favorece que esos nuevos vecinos se vean atraídos por un pensamiento individualista y competitivo, casi neoliberal o libertario: su primer contacto con las instituciones son los impuestos. Muchas veces, a cambio de nada, ya que los servicios se encuentran en la parte consolidada de la ciudad. Es una cuestión delicada cuando esa parte antigua cuenta con una fuerte presencia de familias migrantes, ya que crea un caldo de cultivo en el que los agravios o los bulos se despliegan con cierta facilidad.

Quizás involuntariamente, Ciudadanos había logrado coagular un proyecto generacional que recorría el país. La formación naranja ganaba en la parte nueva de Parla o Móstoles, ciudades del cinturón rojo de Madrid, pero también en las zonas familiares de Boadilla del Monte, la segunda ciudad en renta media de España, tradicional granero conservador. En urbanizaciones como Siglo XXI o Villas Viejas, la pirámide de población tiene dos picos muy pronunciados: menos de 20 años y entre 35 y 50 años. Es decir, la generación de EGB y sus hijos. El sector III de Getafe, una zona de baja densidad que no votó a Ciudadanos, tiene una distribución de edad más variada, con zonas envejecidas, propia de la generación del cambio de 1982 que creció con Víctor y Ana.

Esa pirámide joven de población familiar se repetía en otras ciudades anejas a capitales de provincia. Doñinos, Carbajosa, Aldeatejada o Villares, en Salamanca; Zaratán, Renedo o Arroyo, en Valladolid. En estos tres últimos pueblos, Podemos se había impuesto al PSOE en 2015. Es decir, los que afirmaban que el eje nuevo-viejo se imponía a derecha-izquierda llevaban algo de razón. También, cuando alguno de esos pueblos acabó con un fuerte voto ultra en noviembre de 2019. En la provincia de Cádiz, Jerez, Chiclana, Conil o Rota tenían un cinturón naranja. En Sevilla, la zona de la comarca del Aljarafe más cercana a Sevilla, y, en Badajoz, el barrio conocido como Las Vaguadas, una isla urbana al sur de la ciudad. Allí, los Pauers son Vaguaders. En Zaragoza, Ciudadanos logró un cinturón claro en zonas como Miralbueno o el Distrito Sur de Zaragoza, nuevos desarrollos, así como en algunos pueblos situados al lado del corredor mudéjar. Son zonas familiares muy homogéneas donde la pirámide de edad tiene picos muy pronunciados alrededor de los treinta y cinco años y por debajo de los diez.

Es importante entender que, aunque los Pauers no son un colectivo politizado, su socialización ha tenido ciertos hitos. Lo primero que conocieron de la política fue la corrupción del PSOE de Felipe González y los tiros en la nuca de ETA; en concreto, el asesinato con cuenta atrás de Miguel Ángel Blanco. Después, la guerra de Aznar, la crisis de 2008 y sus recortes o la corrupción del PP. Es lógico pensar que se trata de un sector reticente al bipartidismo y al nacionalismo. En general, reacio a los cambios bruscos que afecten a sus proyectos individuales, como la elección del colegio, y a su principal activo: el piso en propiedad. Y esa tenía que ser la mayoría cautelosa. A buen seguro, las agrupaciones locales del PSOE podrían haber avisado a los asesores de la Moncloa de que esos desarrollos urbanos eran zonas donde no solían hacer campaña electoral.

Eran lugares como mi barrio, Parque Oeste, en Alcorcón, donde el colegio público tardó en llegar casi una década, cuando ya la mayoría de vecinos se había buscado la vida. Normalmente, en los colegios concertados y privados que hay cruzando la vía del tren. En veinte años, el cartel del centro de salud ha cambiado de parcela; pero en la nueva también se podría rodar Jumanji. En este tiempo, Quirón ha construido un hospital privado, algo bien acogido ya que revaloriza el precio de las casas. También hay un hospital público cuya gestión no todo el mundo sabe que es privada. La asociación de vecinos nunca cuajó, pero sí existe una parroquia dedicada a Escrivá de Balaguer con un aparcamiento no pequeño. Nuestros comercios han sufrido, pero siguen abiertos e incluso hay alguno nuevo. En abril de 2019, Ciudadanos ganó en mi barrio y también en el norte de Pinto o en ciertas zonas del PAU-4 de Móstoles. Concretamente, en el área que tuvo más presencia privada en la promoción, la más fronteriza. Este es un concepto que parece excesivo, pero deja de serlo cuando lo que hay al otro lado de la avenida son descampados o tierras de labranza. Es decir, la ciudad no desaparece poco a poco, sino que, tras la última calle, hay una valla metálica y, después, nada, el desierto de los tártaros. Tanto Alcorcón como Móstoles pertenecen al que se conocía como cinturón rojo de Madrid, y en ambas ciudades los primeros pasos de esos nuevos desarrollos urbanísticos se dieron con ayuntamientos de izquierda. Nadie tuvo en cuenta que la forma de construir crea una visión del mundo.

El socialista Tomás Gómez fue el promotor de Parla Este, un desarrollo que habría enamorado a Le Corbusier: grandes edificios, grandes avenidas y grandes zonas verdes, como el parque del Universo. Las calles tienen nombres de constelaciones. El barrio posee la cuarta natalidad más alta de España, algo a lo que ayuda la gran presencia de familias migrantes en la ciudad consolidada. La clave de esas cifras de natalidad es probable que se encuentre en el precio del metro cuadrado, el más bajo de las grandes ciudades madrileñas y de las grandes promociones públicas que se hicieron: pisos de tres habitaciones con piscina y garaje por 100.000 euros. Ciudadanos ganó en las secciones más cercanas a la R-4, la zona fronteriza. Esos eran los votos de la nueva mayoría cautelosa, la gente que tenía que aceptar a Pedro Sánchez como el líder necesario para afrontar ese otoño caliente.

El plan no salió bien. Los cinturones naranjas dejaron de existir; pero, salvo excepciones, los Pauers no votaron al PSOE. Unos pasaron al azul del Partido Popular, y otros, al verde de la ultraderecha, que dibujó espacios claros en Madrid, Zaragoza, Málaga o Murcia, aunque sobredimensionados por la poca participación. La mayoría de los votantes familiaristas de Ciudadanos optaron por la abstención al ver la inoperancia de su opción de abril. El nacionalcatolicismo tiene un exceso de grasas saturadas que dificulta su digestión, como los hidratos de carbono por la noche. Esa gente simpática que habla poco de política y que solo desea que se forme un gobierno optó por quedarse en casa viendo una serie. Quedó claro que se trata de un electorado infiel. Le interesan ciertos temas y va cambiado de voto en busca de soluciones. Es un voto Tinder. Prueba y descarta.

Mi barrio votó al PP en noviembre, salvo la zona con más vivienda protegida, donde ganó el PSOE, aunque con menos votos que en abril. En general, los conservadores ganaron en los nuevos desarrollos más pegados a las ciudades, y la ultraderecha se hizo con las islas de viviendas unifamiliares, algo que fue muy claro en Madrid, Valencia, Murcia, Almería o la Costa del Sol. Un chalet siempre tiene algo de castillo y el discurso de la seguridad y el repliegue hacia la comunidad cultural caló bien en las zonas fronterizas de las ciudades, física o psicológicamente.

Aragón está considerada la comunidad autónoma más representativa en cuanto al comportamiento electoral. Ciudadanos había logrado en abril de 2019 un cinturón claro en zonas como Miralbueno o el Distrito Sur de Zaragoza, nuevos desarrollos, así como en algunos pueblos situados al lado del corredor mudéjar, como Cuarte de Huerva o María de Huerva. Es territorio apiretal: guarderías, colegios, rutas extraescolares, parques; apenas hay jóvenes o ancianos en el barrio. En noviembre, el PSOE recuperó, con menos votos, una sección censal en Miralbueno, la zona con menor renta y donde, sin dejar de haber piscinas, se sitúan varios servicios públicos. Con pocas papeletas más, la ultraderecha ganó en la zona que toca con Oliver, un barrio tradicional con presencia migrante. El porcentaje no es elevado, pero contrasta con la casi nula diversidad del nuevo desarrollo. La ultraderecha también se impuso en los pueblos del corredor mudéjar, zonas también familiaristas. Es algo que invita a pensar en la evolución política del país a medio plazo.

En Parla Este, recordemos, una zona con alta natalidad, los ultras ganaron en seis secciones censales, las más cercanas a la carretera radial y fueron la opción dentro de las tres derechas en el resto de la ciudad. Es interesante pensar que quizá la integración y la comunicación entre comunidades no depende tanto de las opciones personales, de si uno es más o menos abierto, sino de la actuación de las instituciones; sobre todo, de la propia planificación urbanística. Si la ausencia de servicios promueve la competición, se crean agravios con más facilidad, y tanto los bulos como el discurso identitario encuentran un terreno fértil. Las burbujas digitales crecen mejor en las burbujas físicas.

El planeamiento urbanístico suele presentarse como aséptico y neutral, con maquetas o simulaciones de edificios perfectos en calles rectas y limpias por las que pasean familias felices, pero siempre tiene implicaciones ideológicas. Es decir, crea un estilo de vida que afecta a la propia manera de ver el mundo. El urbanismo disperso, importado del mundo anglosajón y latinoamericano, promueve un individualismo competitivo, ya que favorece las soluciones individuales, el aislamiento y el repliegue. Este último puede ser identitario, ya que no se necesita un gran compromiso para pertenecer a la comunidad cultural, que al mismo tiempo proporciona redes digitales y analógicas.

Si el urbanismo crea islas de renta segregadas, está plasmando físicamente un modelo basado en la desigualdad, que se consolidará a través de la desconexión física entre los diversos grupos que forman la ciudad. El ciclo urbanístico que comenzó en los años noventa se basó en un modelo de comodidad interior (piscina, jardín, pistas deportivas, columpios) y hostilidad exterior. Son edificios que dan la espalda a la calle. En general, los nuevos desarrollos urbanísticos no se hicieron a escala humana, sino para el coche: calles, rotondas, avenidas y buenos enlaces con las carreteras, radiales o corredores. Los servicios no importaban porque cada vecino podía encontrar su propia solución a través de esa facilidad para los flujos. Como veremos en el laboratorio madrileño, no solo se trata del vehículo, sino también de la educación o la sanidad a través del concepto «libertad de elección». Así, la vinculación con la comunidad es escasa y, en ocasiones, también competitiva, ya que las oportunidades son limitadas. Son islas urbanas desvinculadas en mayor o menor medida de la ciudad consolidada, islas en las que no suele existir espacio público y común. Había una España de las plazas y una España de las rotondas. O de las piscinas.

LA ESTRATEGIA DEL BOOMERANG

«No hay riqueza inocente».

RAFAEL CHIRBES

En los talleres de lectura, siempre suelo pedir un análisis ideológico de la obra. Aclaro que no me refiero al reduccionismo de si la historia es de derechas o de izquierdas, sino a qué visión del mundo se refleja en el texto. Por ejemplo, si hay una mirada individual o colectiva o en qué tiempo verbal se deposita la esperanza. Hay una narrativa de la huida que comparte el desapego con el presente de las canciones de Bruce Springsteen: la nostalgia de los buenos tiempos y el anhelo de un futuro esperanzador. Hay historias, en cambio, donde tanto el pasado como el futuro son amenazadores y el ahora es el único momento posible. Además de ver quiénes son los personajes y reflexionar sobre qué hacen, destaco siempre cuestiones como la visión de la familia, el trabajo, la pareja, el sexo o la presencia de objetos cotidianos. Siempre aconsejo fijarse en si se habla de los muebles de una casa, la ropa que llevan los personajes o cuánto cobran. No decirlo es una opción. Si los pisos de 120 metros cuadrados en el centro de las ciudades caen del aire, como en tantas películas españolas, eso también es una propuesta ideológica.

En las novelas de Rafael Chirbes, las casas tienen objetos y la gente cobra por trabajar o sin hacerlo, algo que define la identidad personal mejor que la ropa o la música. Es uno de los pocos escritores españoles adscritos a una tradición que, más que realista, podríamos definir como de contar el mundo exterior, lo que le costó alguna crítica despiadada en su momento. No es un escuela extensa. El asesor de Ciudadanos se quejaba de que apenas había libros o películas sobre la vida en los PAU. Tampoco los hay sobre la precariedad laboral o sobre los desahucios. Triunfó la conspiración introspectiva que explicaba Antonio Orejudo en Fabulosas narraciones por historias; las narraciones españolas suelen mirar hacia dentro. Tenemos más libros sobre la maternidad o la paternidad que sobre la crisis de 2008.

A Chirbes, más que cabrearle, le sorprendía. Al volver de su estancia en Marruecos, a mediados de los años ochenta del siglo pasado, no reconocía España. Todo había cambiado, pero nadie lo explicaba. Parecía que todo el mundo había tenido dinero desde siempre y que los años setenta no habían sucedido. Ya no digamos el franquismo. Nadie recordaba que ese presente era fruto de las generaciones anteriores: unas se habían sacrificado y otras habían especulado, explotado o expoliado. Daba igual. Recordarlo parecía de mal gusto en medio de la bonanza. Todo había quedado en el olvido para una nueva generación que había ocupado la escena en un ejercicio de adanismo que España repite con frecuencia, pese a ser un suicidio social.

Proponía la estrategia del boomerang. Es decir, ir hacia atrás para entender el presente, investigar el origen de las fortunas para entender el miedo de los descendientes a la memoria o a buscar el origen de las heridas. Al final de La buena letra, Ana, descendiente de republicanos, descubre que su hijo y el resto de la familia quieren liquidar la casa familiar, ayudados por el especulador franquista Mullor. Todo el legado, la memoria de sus padres y su propio sufrimiento, se desvanece frente a la posibilidad de una ganancia inmediata. El paisaje desaparece y, con él, la vinculación con el pasado, la capacidad social de recordar. Es algo habitual en nuestro país. Aquí no se rehabilita, sino que se derriba para construir. También, psicológicamente. La Transición no fue otra cosa. De los dos millones y medio de edificios anteriores a 1900 que había en España en los años cincuenta, quedaban menos de un millón en los noventa. Entre las víctimas, edificios históricos como los palacetes del centro de Madrid, que dejaron su sitio a brutalistas edificios de oficinas durante el desarrollismo. Ese período histórico se cuenta en una de las mejores novelas de Chirbes, La larga marcha. En ella aparecen el puchero diario, los cuartos para toda una familia, las horas extras, los realquilados, el sacrificio de la vida personal o la salud, la separación de las familias por las condiciones laborales o la realidad del sector agrario, cosas que tenemos que descubrir cada cierto tiempo porque las olvidamos, como las burbujas inmobiliarias.

Vamos a lanzar el boomerang. Sin ánimo de ser exhaustivo, es interesante hacer una pequeña historia del urbanismo español para comprobar que el boom del cambio de siglo, el momento PAU, no fue un error, sino la culminación de una propuesta concreta que, incluso, puede seguirse a través de algunos apellidos, como si fuera una novela de Zola o Galdós. No fue una rave improvisada que se fue de las manos. Para aproximarse al PAU y a su propuesta ideológica, hay que entender que el modelo urbanístico español no tiene como objetivo el acceso a la vivienda, sino la creación de un mercado inmobiliario. La función social que subyace en la propuesta de Ildefons Cerdà, creador del concepto de urbanismo, se pierde en la realización concreta de su proyecto y, posteriormente, decae frente a la idea del suelo como mercancía de César Cort Botí, primer catedrático de Urbanismo de la Escuela de Arquitectura de Madrid.

Desde las primeras leyes, el modelo español está basado en esa segunda idea: la especulación con el precio, el desvío de dinero público al sector privado y la compra como objetivo final. Es complicado leer sin una sonrisa al geógrafo David Harvey cuando habla del «nuevo empresarialismo urbano» y de la «alianza entre el sector público y el sector privado centrada en la inversión y en el desarrollo económico con la construcción especulativa del lugar como objetivo político y económico inmediato, y no en la mejora de las condiciones dentro de un territorio determinado». No es nuevo, Harvey. El empresarialismo urbano es nuestra historia.

El sector inmobiliario privado (propiedad, recalificación, financiación, promoción, construcción y comercialización) siempre ha trabajado con ayuda institucional para crear mercado y promover la vivienda en propiedad. Casi siete millones de viviendas construidas entre los años 1951 y 2015 con dinero público terminaron convertidas en patrimonio privado, algo que crea ideología, al igual que otros dos factores: la mayor parte del ahorro familiar es inmobiliario, y las propiedades inmobiliarias son también la principal vía de transferencia de riqueza entre generaciones. Alguien que tiene este producto no quiere que su precio baje y tampoco que se impulse un modelo alternativo que reduzca la demanda. Cualquier cambio requiere tener esto en cuenta.

El objetivo es la creación de mercado desde 1864, fecha en que se aprueba la Ley de Ensanches, que contribuyó a alejar el resultado final de las buenas intenciones iniciales de gente como Ildefons Cerdà, simpatizante del socialismo utópico. Al contrario que en otros países, donde el acceso a la vivienda se convirtió en el centro de la acción política, aunque solo fuera una cuestión de contención de los movimientos populares, la clave de la legislación española es la optimización del rendimiento del suelo para crear un mercado desregulado en el que la vivienda sea una mercancía privada que, además de movilizar capital, forme una clase de propietarios. Las sucesivas leyes, en dictadura o en democracia, siguen ese camino basado en el pelotazo, la concertación entre lo público y lo privado, la promoción de la compra o la depredación del territorio hasta llegar a la gran burbuja inmobiliaria, la época PAU. Como en otros casos, no se trata de un mal funcionamiento del modelo y es más fácil de entender si se observa como parte de un ecosistema en lugar de pensar en un accidente limitado.

César Cort Botí es una figura clave. Pese a su apego inicial por la ciudad jardín y la integración de urbe y naturaleza, se convirtió no solo en un defensor del crecimiento a través de los bloques de pisos, sino también de la capacidad del sector de la construcción para generar negocio y, desde su cátedra, fue un precursor del quevieneellobismo, práctica en la que un grupo de interés amenaza con una catástrofe si se toma una medida contraria a sus intereses. En su caso, vinculaba la congelación de alquileres con la paralización del mercado y la subida del desempleo, exactamente igual que la plataforma Idealista 110 años después. Anticipando el patrón, Cort no solo tenía una posición académica, sino que era un activo comprador de terrenos e incluso participó en política como concejal monárquico en el Ayuntamiento de Madrid durante la II República.

Cort nos sirve para enlazar con el franquismo, momento en el que la construcción se convierte en un sector clave gracias a la connivencia de empresas y personas con el régimen, incluso en actividades como el empleo de presidiarios como mano de obra gratuita, algo que no suele querer recordarse. Hay tantas fortunas familiares que deben su origen al tráfico de esclavos, legal en España hasta finales del siglo XIX, que es lógico que este sea un país reacio a la memoria. Cort aprovechó la crisis de la posguerra para hacerse con 13 millones de m2 de suelo en la zona noreste de Madrid en previsión de que la capital se convirtiera en una gran urbe. No olvidemos su apellido.