La España en la que nunca pasa nada - Sergio Andrés Cabello - E-Book

La España en la que nunca pasa nada E-Book

Sergio Andrés Cabello

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Necesitamos escuchar a la ""España invisible"": no les neguemos la voz "Nunca pasa nada" es una expresión frecuente en buena parte de España, y le cuadra muy bien esa "España invisible" a la que sólo alumbran los focos cuando se produce un suceso luctuoso o un hecho pintoresco: la compuesta por ciudades pequeñas y medias –también por otros municipios más reducidos–, que son las siguientes fichas de dominó que caerán en los procesos de envejecimiento de la población, salida de jóvenes, abandono de actividades productivas tradicionales... que hasta hace poco parecía que sólo afectaban al mundo rural. Esa España intermedia entre la "España vaciada" y la "España metropolitana" seguramente está ya en una tierra de nadie, en un proceso que no llevará a la despoblación en sentido estricto, pero que sí ahondará las desigualdades territoriales y sociales. El presente libro quiere ser una reivindicación de esa tercera España, la cual nutrió a la "España metropolitana" a través de los procesos migratorios; que fue denostada y luego reivindicada; que contribuyó (y lo sigue haciendo) a la despoblación de los municipios más pequeños. Unos territorios que se dotaron de orgullo a través de la reivindicación de sus identidades colectivas mediante el Estado de las autonomías. Unos municipios que se ven fuera de los grandes flujos globales. En definitiva, una tercera España a la que le está pasando lo que a las clases medias, que, tras ascender socialmente, con la crisis vieron rota la movilidad social.

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foca investigación

184

Diseño interior y cubierta: RAG

Imagen de cubierta: fotografía de Adriana Andrés Cabello

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Sergio Andrés Cabello, 2021

© del prólogo, Esteban Hernández, 2021

© Ediciones Akal, S. A., 2021

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-16842-69-8

Sergio Andrés Cabello

La España en la que nunca pasa nada

Periferias, territorios intermedios y ciudades medias y pequeñas

«Nunca pasa nada» es una expresión frecuente en buena parte de España, y le cuadra muy bien esa «España invisible» a la que sólo alumbran los focos cuando se produce un suceso luctuoso o un hecho pintoresco: la compuesta por ciudades pequeñas y medias –también por otros municipios más reducidos–, que son las siguientes fichas de dominó que caerán en los procesos de envejecimiento de la población, salida de jóvenes, abandono de actividades productivas tradicionales... que hasta hace poco parecía que sólo afectaban al mundo rural.

Esa España intermedia entre la «España vaciada» y la «España metropolitana» seguramente está ya en una tierra de nadie, en un proceso que no llevará a la despoblación en sentido estricto, pero que sí ahondará las desigualdades territoriales y sociales.

El presente libro quiere ser una reivindicación de esa tercera España, la cual nutrió a la «España metropolitana» a través de los procesos migratorios; que fue denostada y luego reivindicada; que contribuyó (y lo sigue haciendo) a la despoblación de los municipios más pequeños. Unos territorios que se dotaron de orgullo a través de la reivindicación de sus identidades colectivas mediante el Estado de las autonomías. Unos municipios que se ven fuera de los grandes flujos globales. En definitiva, una tercera España a la que le está pasando lo que a las clases medias, que, tras ascender socialmente, con la crisis vieron rota la movilidad social.

Sergio Andrés Cabello (Logroño, 1973) es doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad del País Vasco con la tesis doctoralLa identidad riojana. Del proceso de institucionalización administrativa al político. Profesor de Sociología de la Universidad de La Rioja, sus líneas de investigación principales son las identidades colectivas, la Sociología de la Educación y los cambios en la estructura social y las clases sociales. Autor de más de cincuenta publicaciones nacionales e internacionales, ha sido investigador visitante en la Universidad de Texas en San Antonio (Estados Unidos). En los últimos años, ha desarrollado parte de su labor investigadora y divulgativa en relación a los procesos de despoblación de las zonas de sierra y de montaña de La Rioja.

Para Ester, Adrián y Pablo

Prólogo

Una España invisible

España se ha dividido en dos en muchos sentidos. Madrid y Barcelona, las ciudades globales, y sus ámbitos regionales de influencia han atraído la atención por muy diferentes motivos durante estos años. Eran zonas pujantes en las que se concentraba la actividad económica y política, y donde parecía jugarse buena parte de nuestro futuro. En el otro lado estaba la España olvidada, la vaciada, aquella que se despoblaba y que regresó con fuerza al debate público, pero únicamente como ejemplo de lo que estábamos dejando atrás. Lo cierto es que aquella visibilidad que se otorgó a la España vacía tuvo un tono bucólico, casi de añoranza; más que plantearse nuevas formas de incorporar a los territorios que se perdían, todo parecía desenvolverse entre lamentos por lo que ya se había marchado. Esa España en la que las casas se cierran para no volver a abrirse, que constituye un mundo aparte anclado en los escasos empleos que quedan, o en la posibilidad de desplazarse cien o doscientos kilómetros todos los días para trabajar en capitales ajenas, suponía el aspecto más visible de los cambios que se habían sucedido en la España de los últimos tiempos, y, presa de los marcos habituales de análisis de la época, el problema se enfocó desde la necesidad de traer el pasado al presente. Se insistió en la edad avanzada de sus pobladores, se subrayó la escasa formación de las personas que allí quedaban, lo difícil que resultaba adaptarlas a las necesidades de los tiempos, por lo que las recetas que se ofrecieron fueron las estereotipadas: introducir modernidad en ellas a través de buenas conexiones digitales y promover el emprendimiento local con mirada amplia (y si era posible, global). Al fin y al cabo, gracias a internet, un pequeño negocio puede tener un gran recorrido en territorios lejanos. Estas experiencias suelen resultar fallidas, como bien señala en este libro Sergio Andrés Cabello, pero no dejan de recetarse porque forman parte de nuestra ortodoxia intelectual.

Al ubicar la discusión como un mero asunto de ajuste temporal, no sólo se erró en las vías de salida, sino que se invisibilizó a actores fundamentales, las ciudades intermedias y las pequeñas. Dado que todo se jugaba entre los grandes núcleos de población y las aldeas vaciadas, desaparecían de la discusión esos nódulos locales que fueron esenciales para el desarrollo de las regiones, que llevan tiempo en declive y que, por su papel de pivotes, constituyen núcleos esenciales para la articulación de España.

Sergio Andrés comienza acertadamente su recorrido por esta España no reconocida desde la mirada del visitante, con el regreso a la ciudad de una forastera que se sorprende con lo bien adaptada que está a los nuevos tiempos, con el salto adelante que ha dado, con la sustancial diferencia respecto de su pasado urbano. Es una percepción habitual entre los visitantes de las ciudades intermedias y pequeñas: los centros urbanos han vivido transformaciones positivas y se han convertido en lugares acogedores que resaltan con eficacia sus partes más bellas, las ligadas al patrimonio histórico; los servicios que se prestan no desmerecen de muchas ciudades globales; cuentan con actividad cultural y con un ocio lleno de vitalidad. Es una perspectiva frecuente entre los turistas, quienes van a pasar un fin de semana y regresan gratamente impresionados.

Esa percepción constata que «la España en la que nunca pasa nada» no se ha quedado parada. Ha realizado esfuerzos de readaptación, en general ligados al turismo tras la pérdida de su tejido industrial; ha desarrollado algunos sectores; ha generado cambios en su paisaje; ha construido ofertas de ocio; ha tratado de ganar capital simbólico. Si está en declive, no es por inacción, por no haber intentado situarse de nuevo en el mapa.

Sin embargo, para comprender el pulso real de estas ciudades, hay que vivirlas un martes o un miércoles laborables de otoño, salir fuera de los centros urbanos y desplazarse a las localidades limítrofes. Es entonces cuando encontramos algo muy diferente, como es la desvitalización propia de entornos con dificultades laborales, con jóvenes en migración, con ausencia de oportunidades, a lo que se añade cierta nostalgia de tiempos mejores. En ellas suele concentrarse una dañina mezcla de escaso poder económico, desempleo, deuda creciente y escasa inversión, y hay muchos días y muchas zonas de las ciudades en los que se deja sentir. Lo que se puede ver en una visita ocasional es una suerte de fachada, un lavado de cara que encubre una dolorosa falta de confianza en el futuro.

Ese humor social circula, no obstante, de forma subterránea: suelen ser ciudades resignadas, donde las estridencias no reinan, en las que sus habitantes han tratado de encontrar una salida individual, marchándose de allí o tratando de sumarse a sectores todavía vivos: por eso en ellas no suele pasar nada. Tiene razón el autor del texto cuando subraya que son lugares conservadores, pero más que por las opciones ideológicas dominantes, o por sus costumbres sociales, por haber actuado de forma adaptativa a los cambios, porque se han sumado a los tiempos intentando asirse a alguna tabla en lugar de pugnar por la transformación del curso de los acontecimientos.

En esta ausencia de reacción tiene mucha responsabilidad un estrato social determinante, en el que no se pone el foco lo suficiente y que Sergio Andrés señala con acierto: las elites locales. Son núcleos que articulan la vida de las ciudades y que actúan como motor, pero cuya principal preocupación no es otra que la de mantener su posición, aun cuando pierdan poder respecto de otras zonas geográficas. Por ello, han actuado a menudo de forma pobre, ya que han acogido las soluciones estereotipadas que dominaban en el entorno ideológico, sin determinar hasta qué punto eran útiles para su ciudad y sin trazar vías alternativas que permitieran impulsar nuevas áreas. Como su objetivo era conservar el poder, aunque este se fuera reduciendo, han promovido aquellas fórmulas que veían en ciudades similares y que, por tanto, no las diferenciaban sustancialmente. Creyeron que era suficiente con ofrecer una imagen de modernidad, de alineación con los tiempos, para que las soluciones propuestas surtieran efecto. Fue así como las ciudades intermedias comenzaron a construir «palacios de congresos, nuevos estadios, obras emblemáticas, a poner un Calatrava o alguna obra de otro arquitecto estrella en su núcleo urbano, a organizar festivales de música de pop y rock», y a «interiorizar que no importa el tamaño», que lo importante era la accesibilidad, la tranquilidad y la proximidad.

Esta forma de enfocar la nueva época explica la divergencia entre lo que percibe el visitante ocasional y lo que vive el residente habitual, entre el embellecimiento de la fachada y el deterioro interior. El error ha sido común, no obstante, y se ha dado en muchas ciudades pequeñas y medianas de Occidente. En España, el patrimonio cultural o el turismo ofrecían ciertas ventajas, pero estaba claro que para muchas de estas poblaciones no era suficiente, y es entonces cuando el aliento de modernidad aparecía como la salida preferida. El ensayista estadounidense Thomas Frank mostraba esta perspectiva ilusoria en Rendezvous with oblivion, donde señalaba su extrañeza ante la súbita popularidad del término vibrante. En su país, un notable conjunto de ciudades, desde Akron (Ohio) hasta Boise (Idaho) pasando por Cincinnati, Rockford (Illinois), Seattle o Pittsburgh (Pensilvania), afirmaban vivir transformaciones vibrantes: eran ciudades con muchos artistas, que habían construido espectaculares centros de artes escénicas e impulsado festivales de toda clase, y cuya escena local estaba llena de energía, todo ello gracias al apoyo decidido de las autoridades locales. Era una forma de salir de la crisis en la que estaban inmersas, ya que entendían que la construcción de una nueva imagen, la de ciudades con un entorno atractivo para las personas con trabajos cualificados, lograría atraer nuevas y modernas empresas y, con ellas, revitalizar las urbes en decadencia. Era algo absurdo, porque la vida funciona a la inversa: en las ciudades con trabajos cualificados, los sectores de mayor poder adquisitivo construyen el contexto en el que se sienten cómodos; la gente no se muda a una ciudad porque sea vibrante, sino porque hay trabajo, y estas ciudades no lo tenían. No obstante, tales iniciativas eran bien aceptadas, ya que generaban la sensación de que los poderes públicos estaban haciendo algo por situarlas de nuevo en el mapa.

Esta clase de error ha sido también frecuente en «la España en la que nunca pasa nada», en la medida en que han tratado de sumarse a los nuevos tiempos no sólo desde la construcción de oferta cultural, con esa extraña proliferación de museos de toda clase, en especial de arte contemporáneo, sino desde la puesta en marcha de teóricos hubs tecnológicos que permitirían al nuevo talento desarrollarse; con él, la ciudad reviviría. Pero esas iniciativas estaban vacías de contenido, ya que solían limitarse a la construcción de edificios de espacios amplios y fachada moderna: no había inversión, ni planes de desarrollo ni apoyos decididos a esos sectores. Todo parecía funcionar desde una suerte de pensamiento mágico, como si bastara con la construcción de la imagen adecuada para volver a ser una población próspera. Es parte de esa confianza en la tecnología y en la modernidad como remedio último que no deja de construir rarísimas esperanzas, como si introduciendo fibra óptica en las aldeas se fueran a repoblar masivamente gracias a que la gente podrá vender sus ideas y sus productos al mundo entero a través de internet.

En otras palabras, estas ciudades pequeñas e intermedias han hecho muchas cosas para impulsarse, pero casi todas ellas escasas, y a menudo imbuidas de una visión cercana a la magia, en un momento de profundas transformaciones estructurales. La globalización provocó el desarrollo de las ciudades globales, en el caso español Madrid y Barcelona, que canalizaron las conexiones con los circuitos internacionales, mientras el resto del país fue despegándose de ellas. Las deslocalizaciones hacia Asia, el comercio internacional que deterioraba y concentraba la agricultura y la ganadería locales, la falta de estructura empresarial vinculada a la exportación y la ausencia de planes de desarrollo nacional han generado muchos perdedores, y entre ellos están en lugar destacado esta clase de ciudades. La falta de cohesión española y sus brechas internas, como las francesas, las británicas o las estadounidenses, las que han dado lugar a las derechas populistas, al brexit o a la llegada de Trump al poder, parten de esta desvertebración común en Occidente. Y tales cambios no pueden combatirse con éxito desde la mera adaptación, desde una puesta estética al día de las ciudades, sino que requieren acciones mucho más profundas. Pero estos cambios estructurales no se llevaron a cabo, sino que se insistió en la modernidad y la adaptación.

Por más que se trate de una pobre visión ideológica, contaba con la ventaja de ofrecer un sentimiento reconfortante y tranquilizador. Si se entendía el nuevo escenario como un simple producto de transformaciones tecnológicas, de sustitución de antiguas herramientas por otras nuevas, como ocurrió con las revoluciones industriales, la solución aparecía por sí misma: bastaba con ponerse al día. Ya que el declive era fruto de la inadaptación a los tiempos; con cambiar de mentalidad y hacer un esfuerzo de actualización todo empezaría a ir bien. Los problemas de las ciudades eran descritos en términos de lucha del pasado contra el futuro; era necesario olvidarse del primero y abrazarse al segundo, y los problemas comenzarían a diluirse. Como es lógico, no ha funcionado, porque se han querido combatir situaciones estructurales desde la mera superficie: la consecuencia obvia es que el exterior del edificio es más brillante, pero las vigas del interior apenas lo soportan.

Algo muy similar les ha ocurrido a las clases medias, cuyas semejanzas con «las ciudades en las que nunca pasa nada» subraya Sergio Andrés en repetidas ocasiones en el texto. Las capas intermedias han estado muy activas, han intentado actualizarse, han formado a sus hijos, han emprendido con frecuencia, han tratado de invertir en el futuro: ni se han refugiado en el pasado ni cabe achacarles falta de consciencia. Sin embargo, las clases medias de Occidente, al igual que las trabajadoras, figuran entre las grandes perdedoras de los años de la globalización. Su declive no puede ser descrito en términos de culpabilización, sino que se debe a movimientos estructurales que es muy difícil evitar como clase. Hay individuos que ascienden en la escala social, otra pequeña parte permanece en la misma, pero la mayoría desciende por una escalera a la que no se ve aún el final. En la nueva organización del capitalismo, las clases medias occidentales están destinadas a declinar y a competir entre ellas para agarrar la tabla de salvación. Las ciudades han vivido esas mismas pulsiones negativas de la época y, mientras no se ofrezcan soluciones que rompan el círculo dañino de falta de actividad, deuda y desempleo creciente e inversión escasa, seguirán el camino del declive.

Estos entornos, por tanto, están destinados a cobrar mayor peso político. Las regiones en decadencia han sido esenciales en las contiendas electorales en el Occidente de los últimos años, en la medida en que el olvido que sienten ha tenido una traslación ideológica, a menudo mediante un giro hacia el proteccionismo y el nacionalismo de derechas. En España ha habido especificidades en ese cambio, porque las regiones más ricas, como Cataluña y País Vasco, han sido las que han liderado la activación nacionalista, pero en términos regionales, lo que ha provocado una reacción antiparticularista en el resto de territorios que ha relanzado a los partidos de la derecha española. Sin embargo, las ciudades intermedias y pequeñas todavía no han mostrado un descontento propio, salvo algunas experiencias, como Teruel Existe o las manifestaciones de Jaén. Pero es cuestión de tiempo que estas poblaciones comiencen a exigir la inclusión de manera más activa; lo único que queda por saber es cuál será su expresión política. Se trata de territorios que desean ser visibles y formar parte activa de esa unidad que sienten, con razón, que se está despegando de ellos. Ha habido una secesión económica: las ciudades globales se han separado del resto, del mismo modo que las clases globales se han separado de las nacionales, y eso conducirá a traducciones políticas de manera inevitable.

El otro aspecto significativo de la España en la que nunca pasa nada es lo mucho que se parece a España, cada vez más ciudad intermedia en sí misma. Por decirlo en otros términos, España va camino de convertirse en el Gijón o el León de Occidente: territorios con muchos jubilados; de los que los jóvenes emigran en busca de oportunidades; en los que el trabajo viene del funcionariado, los servicios públicos, algo de comercio local y del turismo, y en los que la actividad industrial cada vez está menos presente. España es un país intermedio en el contexto global, preso de los mismos males que aquejan a las ciudades en las que no pasa nada, y ese laberinto de deuda, desempleo, inversión escasa y dependencia del sector servicios nos puede pasar una factura todavía más elevada en los próximos tiempos. Es la hora de cambiar la trayectoria, de adoptar otras fórmulas y de empezar a pensar en perspectiva nacional y cohesiva. Hace falta un plan para España que apoye decididamente el aumento de nivel de vida, que no puede trazarse sin una necesaria activación de las ciudades intermedias y pequeñas. Mientras eso ocurre, o mientras continuamos deslizándonos por la pendiente, comprueben el estado de la cuestión en La España en la que nunca pasa nada.

Esteban Hernández

capítulo i

Ese lugar en la periferia…

El 17 de enero de 2019, la actriz Carmen Maura fue entrevistada en el suplemento cultural «Papel» del diario El Mundo. Maura reflexionaba sobre cómo había cambiado España. Recordando su carrera, la actriz reconocía que

desde hace 45 años no hacía una gira. Hice una cuando comencé como actriz de teatro. Eran giras de tres funciones. Llegabas a un sitio y te tenías que buscar la pensión. Ahora me lleva un coche puerta a puerta y voy a un superhotel... Todo ha cambiado en la profesión. Pero ha cambiado también España. Cambiadísima que está. Me he llevado una sorpresa muy agradable con muchas ciudades españolas. Por ejemplo, con Logroño. Tenía una idea de Logroño que no era. De repente, una marcha, unas calles tan limpias, la gente súper agradable... Una tiene una idea poco atrayente de Logroño... Pues error. En cuanto sales de Madrid te das cuenta de que todo es mejor. Hay mucha menos tensión[1].

Unos días después, Maura acudía a divertirse a El Hormiguero, el programa de entretenimiento que dirige y presenta Pablo Motos en Antena 3. Allí, volvió a incidir en esa visión. Los medios de comunicación riojanos no tardaron en hacerse eco de sus declaraciones, con una visión positiva, tanto por el cambio como por el «todo es mejor»[2]. Y yo no supe a qué carta quedarme.

El caso es que Maura podía haber elegido cualquier otra de las decenas de ciudades medias que jalonan la geografía española. España es un país de ciudades medias y pequeñas, aunque parece que todo ocurre en Madrid y Barcelona. Hay muchos Logroños. Carmen Maura verbalizó una impresión muy extendida, fruto de su experiencia personal y de su percepción. Sus declaraciones, bienintencionadas, no dejan lugar a dudas de la visión que tenía de las ciudades como la capital riojana: «una marcha» –porque no había marcha, y eso duele porque tenemos la calle Laurel–, «unas calles tan limpias» –esto ya es más difícil de interpretar…, ¿en qué Logroño había estado?–, «la gente súper agradable» –¡nosotros que nos creemos tan abiertos y hospitalarios!–. Pero Maura redime la visión con un planteamiento ensalzador de las ciudades medias y de su calidad de vida en contraposición a Madrid.

Carmen Maura no tiene la culpa de esta visión, ni mucho menos. Es un lugar común, una percepción extendida y generalizada que abarca todos los ámbitos de nuestra realidad territorial. España se ha configurado de una forma que no es Francia, por ejemplo, y eso no tiene por qué ser negativo. Sin embargo, los desequilibrios territoriales tienen unas consecuencias y unos efectos que van desde lo político y lo económico hasta lo cultural y lo simbólico.

Las ciudades medias y las pequeñas son ámbitos fundamentales de los territorios, pero a la vez cuentan con una importante invisibilidad. En no pocas ocasiones, son esas localidades por las que pasamos a lo lejos por las autopistas y autovías que las circunvalan, y en las que en no muchos casos vamos a pararnos. Lo que ocurre, lo que importa, está en las grandes ciudades: en ellas está la acción, lo que mola, lo cool, lo divertido, lo atractivo, lo transgresor, lo nuevo, lo innovador, donde tienes que estar si quieres prosperar… Las otras ciudades suelen estar marcadas por estereotipos contrarios: lo pausado y lo inamovible, lo tradicional, lo rutinario, lo conservador, lo antiguo… Son «tipos ideales», que diría Max Weber, pero, en gran medida, es ese el escenario existente. Y no es un hecho exclusivo de España, ocurre en todos los países, aunque en el nuestro presenta una serie de características especiales. Un brillante sketch de Pantomima Full, el dúo formado por Rober Bodegas y Alberto Casado, resumía de forma irónica el estereotipo de las capitales de provincias desde las grandes ciudades. Situando la acción en Zaragoza, que encajaría de forma muy relativa en esa categoría de ciudad media, Bodegas hacía el personaje de un madrileño que se traslada allí y señala los contras de vivir en una localidad de estas características frente a Madrid, mientras que, siguiendo el modelo habitual de sus vídeos, aparecen comentarios en los que cargan contra su visión. Entre sus frases más relevantes destacaban algunas como las siguientes (apareciendo entre paréntesis los comentarios que mostraban superpuestos sobre las imágenes del vídeo):

«Vivía en Madrid y he venido aquí por curro, y al final esto, sí que notas que se te hace pequeño» (AGOBIADO EN 973 KM2).

«La gente aquí va con una pachorra… ¡Voy por la calle adelantando a todo el mundo! Te lo juro que me pone de los nervios» (LA TRANQUILIDAD LE DA ANSIEDAD).

«Yo le digo a todo el mundo que por lo menos se tiene que ir un tiempo… Es que te cambia…» (CHOQUE CULTURAL A HORA Y MEDIA).

«Lo malo de aquí es que sales y es que te conoce todo el mundo, tío… ¡Es que es siempre la misma gente! En todos los sitios, los mismos» (SALUDA A MEDIO MILLÓN DE PERSONAS)[3].

Por su parte, el canto de las excelencias de las ciudades grandes también es un mensaje habitual dentro de las propias ciudades medias. Parte de sus habitantes tiende a repetir esos mismos mantras, tipo «nos conocemos todos» o «no hay nada» –alcanzando el adjetivo de «provinciano» el valor más desfavorable–, que sirven para incidir en esa visión un tanto negativa. A fin de cuentas, la autocategorización y autoidentificación también van a jugarse de forma dialéctica, como veremos más adelante.

Las ciudades medias y pequeñas son diversas y heterogéneas, y difíciles de conceptualizar: ¿dónde se pone el límite de habitantes?, ¿es lo mismo una capital de comunidad autónoma que una capital de provincia, o una localidad que cuenta con decenas de miles de habitantes, pero que no ostenta ningún centro de poder?, ¿es lo mismo una ciudad que tenga una industria característica, un capital simbólico en el ámbito cultural y/o turístico, o un municipio que carezca de estos elementos? Andrés López (2008) señalaba la dificultad de la definición de la ciudad media, ya que

es evidente que en el elenco de ciudades mayores de 10.000 habitantes y que no pueden ser consideradas como grandes núcleos urbanos hay una enorme variedad de casos, identidades, localizaciones y, en fin, formas y estructuras urbanas. En este amplio elenco de ciudades encontramos capitales regionales, capitales provinciales, centros comarcales, nodos de transporte, ciudades industriales, ciudades de servicios, ciudades vinculadas a grandes aglomeraciones, centros turísticos y, en fin, un segmento tan diverso de tipos de espacios urbanos que hacen que, a priori, no pueda pensarse en categorización alguna.

Tras una revisión de investigaciones sobre la cuestión, en un objeto de estudio en constante cambio, este autor indicaba que las grandes ciudades serían las que superan los 200.000-250.000 habitantes, mientras que las medias estarían ubicadas entre 50.000 y 200.000 habitantes y las pequeñas entre 10.000 y 50.000, incluidas dentro de esta categoría Ávila, Cuenca, Huesca, Soria o Teruel. Es una clasificación que el propio López reconoce con limitaciones; incluso podemos apreciar los cambios en la última década para ver las transformaciones de las grandes metrópolis y cómo algunas ciudades que ubicaba entre las grandes encajarían en las medias.

Otra clasificación, basada en factores vinculados a las actividades productivas y la estructura demográfica, entre otros, es la que aportan Walliser y Sorando (2019: 264):

Es necesario diferenciar entre las grandes áreas metropolitanas globales (Madrid y Barcelona) y el resto de municipios españoles. Las primeras incluyen, a su vez, cuatro tipos de municipios: las ciudades globales y sus municipios metropolitanos privilegiados, industriales o diversos y en declive. Por su parte, el resto de municipios españoles pueden dividirse entre los industriales no vinculados a las ciudades globales, los envejecidos pero atractores de población y los empobrecidos que pierden residentes.

Esta es una clasificación más ajustada y que tiene en cuenta otras variables, no solamente las poblacionales o cuantitativas. Lo que queda claro es que la diversidad y heterogeneidad de las ciudades medias y pequeñas es muy elevada.

El fenómeno es complejo, pero es muy importante la ya señalada autocategorización y la autoidentificación como ciudad media. Ninguna de ellas se pone a la altura de Madrid y Barcelona, o de la segunda línea de grandes ciudades que no encajarían en esa clasificación y que no se identifican con el grupo de las pequeñas y medianas, como pueden ser los casos de Valencia, Sevilla, Zaragoza o Bilbao y su entorno metropolitano.

Además, al hacer referencia a estas localidades debe tenerse en consideración el territorio en el que se encuentran ubicadas, habitualmente identificado por regiones, comunidades autónomas, provincias e incluso comarcas. A lo largo de las siguientes páginas, se utilizarán las mismas para hacer referencia al marco de las ciudades medias y pequeñas. No se puede presentar la situación de estas localidades sin tener en cuenta la dimensión regional, ya que será en buena parte la que marque la misma. Si el análisis de las desigualdades entre los diferentes tipos de ciudades cuenta con un menor recorrido, el que aborda las que se dan entre territorios es mucho más amplio. Además, en el caso de las regiones y territorios, no hay que olvidar la dimensión identitaria, reivindicativa y política.

En el caso de España, las desigualdades territoriales son continuamente señaladas y analizadas desde diferentes perspectivas, aunque no es menos cierto que desde la constitución del Estado de las autonomías en la transición a la democracia han adquirido una mayor dimensión política. Sin embargo, desde una perspectiva más global, las diferencias entre el norte y el sur de España son seculares y se reproducen a través de distintos procesos que hunden sus inicios y raíces hasta siglos atrás. Por ejemplo, Pérez-Mayo (2019) incide en el peso del territorio en la igualdad de oportunidades entre las personas y en cómo un individuo, con las mismas condiciones vitales, puede contar con una evolución diferente en función del lugar de nacimiento y de residencia. Dicho autor analiza para el caso español variables clásicas como la actividad económica, el mercado de trabajo, el nivel educativo o tasas de pobreza, entre otras, para observar un mapa en el que se marcan las diferencias norte-sur. Y todo ello a pesar de los avances en las políticas vinculadas al Estado de bienestar, del desarrollo del Estado de las autonomías y de la convergencia derivada de la integración en la Unión Europea, que no habrían podido mitigar o reducir esas desigualdades territoriales. A todo ello se suma la crisis sistémica de 2008 que afectó en mayor medida a las regiones que contaban con economías menos resilientes y alejadas de las corrientes de la globalización, centradas en las grandes ciudades. Habría que sumar a este hecho el impacto de la covid-19, que, como veremos, tendrá sus efectos en las desigualdades territoriales acrecentando las tendencias anteriores.

Por su parte, en el estudio de Colino, Jaime-Castillo y Kölling (2020: 62) sobre esta cuestión se señala que «la desigualdad tiene una dimensión personal económica y social, pero también se manifiesta en una dimensión territorial entre las CCAA». En un análisis por conglomerados y teniendo en cuenta variables económicas, de empleo y mercado laboral, de oportunidades vitales y educativas, bienestar y salud y, finalmente, acción de gobierno y participación, identifican «cuatro Españas» por comunidades autónomas (pp. 59-61), que se van a corresponder en parte con algunos de los ámbitos que se van a reflejar en las próximas páginas:

• España rica. Que serían Madrid, País Vasco, Navarra y Cataluña. Con 17 millones de habitantes, cuentan con las dos áreas metropolitanas, Madrid y Barcelona, así como con las zonas industriales más desarrolladas.

• España acomodada del norte y cantábrica. Aragón, Castilla y León, La Rioja, Cantabria, Galicia y Asturias –más de ocho millones de habitantes– poseen buenos indicadores de renta, empleo, educación, etc., aunque su saldo migratorio es mayoritariamente negativo.

• España mediterránea. Más de 7 millones de personas residen en Islas Baleares, Comunidad Valenciana y Murcia. Zonas con más desempleo, fruto de la estacionalidad derivada del turismo, y con menores niveles educativos, aunque con saldos migratorios positivos por la oferta de empleo.

• Y la España pobre. Casi 14 millones de personas se concentran en Islas Canarias, Castilla-La Mancha, Andalucía y Extremadura. Niveles de renta más bajos, más desempleo, bajas proporciones de estudios universitarios, etc., para unas regiones que arrastran una desigualdad secular.

El estudio de Colino, Jaime-Castillo y Kölling (2020) para la Fiedrich- Ebert-Stiftungtiene la virtud de mostrarnos un mapa de las desigualdades territoriales, así como de alertar sobre una tendencia que es creciente, como en otros países, y sobre sus consecuencias: «Las claras diferencias regionales en términos de distribución territorial del poder económico y del empleo y, por tanto, de la calidad de vida y oportunidades hacen que la situación social sea cada vez más desigual en términos territoriales y pueda afectar a la cohesión económica y social y a las pautas de comportamiento político y electoral». Sin embargo, en el interior de las comunidades autónomas también hay diferencias que hacen que algunas zonas se encuentren en situación de mayor desventaja. Como veremos posteriormente, provincias de Aragón o de Castilla y León, por ejemplo, están en clara regresión. Pero el marco de referencia son esos procesos regionales que han generado una estructura territorial como la española.

Regresando a las ciudades, en 2019, y siguiendo las cifras del Instituto Nacional de Estadística, el 40,1 por 100 de la población española vivía en municipios de más de 100.000 habitantes, mientras que un 39,8 por 100 lo hace en localidades de 1.001 a 10.000 y el 20,1 por 100 en municipios de menos de 1.000 habitantes. Si nos fijamos en las ciudades españolas que superan los 600.000 habitantes (Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla y Zaragoza), el total de su población apenas alcanzaba los 7 millones de habitantes, el 14,89 por 100 de los más de 47 millones de españoles y españolas. Claro que las cifras se complejizan cuando se tiene en cuenta las diferentes coronas metropolitanas, varios millones más en el caso de Madrid o Barcelona, o situaciones más específicas con el «Gran Bilbao», que concentra casi 900.000 habitantes. En las coronas metropolitanas de Madrid y Barcelona están algunos municipios con elevadas cantidades de población, como Hospitalet de Llobregat, Badalona, Mataró, Leganés, Getafe, Móstoles, etc., sin olvidar otros cercanos como Tarrasa y Sabadell en el caso de Barcelona. Es decir, que cuando hablamos de las ciudades medias y pequeñas vamos a centrarnos en aquellos municipios periféricos con respecto a las grandes metrópolis españolas, pero que no forman parte de sus áreas metropolitanas; no son un conjunto homogéneo, sino que cuentan con grandes diferencias entre ellas.

Son ciudades en las que viven millones de personas y forman parte del día a día de un país. Si tuviésemos que hacer una comparación funcionalista y orgánica del territorio, un tanto forzada, las ciudades medias y sus habitantes posiblemente no serían el corazón o el cerebro (que cada uno elija, no me pongo en esa tesitura), pero serían órganos vitales para el funcionamiento del organismo. Por lo general, estas ciudades suelen ser olvidadas por las grandes ciudades o las agendas públicas. Incluso sólo aparecen en los medios de comunicación cuando ocurre alguna desgracia, crimen, etc., o se produce una situación anecdótica, costumbrista o estrambótica. ¿Cuenca?, ¿Cáceres?, ¿Zamora?, ¿Huesca?... Y las que son turísticas o destacan por su valor patrimonial, tienen más opciones de alcanzar un protagonismo del que carece el resto. Seguramente, el argumento de este ostracismo es que en estas ciudades «no pasa nada». No pasa nada dependiendo de qué cánones, pero lo que sí que pasa es la vida de sus habitantes. El escritor Alberto Olmos, en un artículo sobre un viaje a Extremadura para unas charlas con escritores, recogía las dificultades para llegar a la localidad de Don Benito, donde tenía lugar el evento literario, ya que las conexiones por tren con Madrid son complicadas, y decía sobre estos territorios que «todos los que no nacimos en Madrid, sino en sitios que a nadie le importan, volvemos a casa cuando vamos a cualquiera de esos sitios que a nadie le importan»[4]. Porque esa es la percepción que se tiene, que «no importan».

Las ciudades medias y pequeñas cargan con una serie de visiones que no son fruto de un momento ni se remontan a unos pocos años atrás. No, son escenarios forjados por décadas y siglos, y por factores económicos, políticos, sociales y culturales. Si el proceso de la despoblación obedece al éxodo rural provocado por la industrialización, la urbanización y la mecanización del campo, la situación de las ciudades medias, receptoras de parte de esa inmigración procedente de pueblos, está sujeta a lógicas de concentración, tanto de población como de actividades económicas, así como a la configuración de centros de poder en todas sus dimensiones, fundamentalmente el político y el económico.

En España, la consolidación de las grandes ciudades y de sus coronas metropolitanas, algunas de ellas muy amplias, vino marcada por la industrialización en zonas de Barcelona y su entorno y del País Vasco; contando el resto de territorios con una escala menor, aunque la industria ha estado presente en distintas zonas. En cuanto a Madrid, capital de España y ubicada en el centro del país, han sido estas dos dimensiones las determinantes en su crecimiento y expansión. Con el éxodo rural, estas grandes ciudades eran algo así como la «tierra prometida» que aseguraba un futuro mejor. Y lo mismo ocurría con las ciudades medias, que llevaban a cabo, a su escala, su propia expansión, en la mayor parte de los casos para los habitantes de los pueblos de su propia provincia y/o región. Ocurre que, ya en esos momentos de industrialización y crecimiento de las ciudades del siglo xix, se empiezan a marcar las diferencias, que se van a intensificar desde entonces, cubriendo el siglo xx y lo que llevamos del xxi: «la inversión pública y la inversión extranjera que penetraron masivamente en España durante los años sesenta se concentraron casi exclusivamente en Madrid, Barcelona y Bilbao. Estas tres regiones metropolitanas siguen siendo los lugares más importantes para el comercio, los bancos y las sedes de las más importantes empresas industriales, nacionales y extranjeras» (Colino et al., 2020: 18).

La segunda mitad del siglo xx, especialmente en sus tres primeras décadas, es un momento en el que las ciudades medias se van quedando en un segundo plano. A pesar de la instalación de fábricas, industrias, polos de desarrollo, etc., simbólicamente han perdido la partida. Es el momento también en el que el medio rural entra en una fase de estigmatización y «caricaturización» todavía mucho mayor. En cierto sentido, medio rural y ciudades medias y pequeñas cuentan con algunos elementos en común; pero en la actualidad, mientras que el medio rural ha sido puesto en valor y reivindicado, las ciudades medias no lo han sido tanto o esta valorización se ha realizado de forma paradójica.

Y es que si hay un paralelismo que también funciona es el que se da entre las ciudades medias y las clases medias. Las ciudades medias vendrían a ser las clases medias en la dimensión municipal, estando marcadas por una aspiración de superar su posición. Y la forma de hacerlo será a través de elementos de estatus. Porque las ciudades medias también entran en competición entre ellas mismas. El estatus es uno de los motores más importantes en las historias personales y colectivas, y las ciudades medias han intentado acercarse, a su escala, a las grandes ciudades. Como a las clases medias, en los noventa también a ellas se les dijo que iban a ser cool. Es el momento en que se transmite que el tamaño no importa, que el futuro estará en la sociedad de la información y en las ventajas de lo smart (inteligente). Son años en los que, con la modernización del país, se «ponen guapas». Cambian su fisonomía e incluso crecen con la «burbuja inmobiliaria». Las ciudades medias comienzan a tener sus palacios de congresos, nuevos estadios, obras emblemáticas, ponen un Calatrava o alguna obra de otro arquitecto estrella en su núcleo urbano, organizan festivales de música de pop y rock… Se sitúan en el mapa y sueñan con seguir creciendo. Interiorizan que no importa el tamaño; que su accesibilidad, tranquilidad, proximidad, etc., son valores muy apreciados a partir de esos momentos. La impresión que da es que lo que era una debilidad se ha transformado en fortaleza.

Y aparece el turismo; el turismo es otro punto de inflexión, porque todo, absolutamente todo pasa a contar con un potencial turístico. Y lo explotan. Llegan grandes cadenas y comercios que antes sólo estaban en las grandes ciudades. Sus aperturas son acontecimientos. Se levantan nuevas circunvalaciones y viales que las rodean y articulan. E incluso a no pocas ciudades medias y pequeñas llega el AVE, símbolo de la modernidad, o les ponen un aeropuerto. Los ciudadanos se sienten orgullosos de sus municipios; ya no son esos lugares que describía Carmen Maura al hablar de Logroño.

Hay que tener en cuenta el escenario en el que se desarrolla esta evolución. La España de los noventa es una sociedad en una continua transformación. Ha entrado en la modernidad de diferentes formas. Los años ochenta son los de la construcción de un Estado de bienestar que implica un gran avance en las transferencias sociales, una España en la que la movilidad social es posible, principalmente gracias al acceso a la educación superior. Como veremos posteriormente, numerosas ciudades medias incorporarán universidades, lo que contribuirá a que muchos chicos y chicas puedan cursar ese tipo de estudios sin salir de sus territorios. Es una España que también desarrolla su Estado de las autonomías, fundamental para entender todo el proceso de las ciudades medidas y pequeñas, especialmente aquellas que son capitales de comunidades autónomas. Es una España que entra en la Unión Europea, un punto de inflexión con consecuencias en todas las direcciones: se incorpora, por fin, a una modernidad que la equipara a sus vecinos europeos, aunque tendría también sus peajes, como por ejemplo que «el precio a pagar por entrar en la Unión Europea era el desmantelamiento del tejido productivo en el que se basaba la vida económica de regiones enteras sin que nadie ofreciera ninguna alternativa» (Rendueles, 2020: 117). Le ha costado muchísimo, pero la alcanza. Sin embargo, en el acceso a la modernidad, las ciudades medias y pequeñas todavía tienen que seguir remando. El inicio de la década de los noventa supone una reafirmación en ese camino. Especialmente con su 1992, cuando se celebraron los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla: símbolos que se ven empañados por la crisis inmediata y que también cuentan con sus reversos, como muestra el documental El año del descubrimiento del director Luis López Carrasco (en el mismo también se recogen los disturbios de Cartage­na fruto de las reconversiones industriales, sus causas y consecuencias)[5]. Pero el camino es imparable. La segunda mitad de los noventa es aquella en la que todos vamos a sentir que somos especiales y únicos, que tenemos que serlo y aspirar a ello, y las ciudades medias también.

Sin embargo, a la vez que esta sensación, especialmente en la segunda mitad de la década de los noventa del siglo xx y buena parte de la primera del siglo xxi, se dan otros procesos que también vienen de antes y que ya hemos anunciando. Son años de cierre de industrias, de deslocalizaciones, de pérdida de puestos de trabajo del sector secundario que habían sido motor de estos municipios e incluso de sus regiones. Cuanto mayor es la dependencia de un sector o de una actividad, más impacto y visibilidad tiene. Ocurre en Vigo, ocurre en Asturias, ocurre incluso en el País Vasco, ocurre en otros lugares, donde se puede calificar de shock, pero su funcionamiento, en algunas ocasiones, es más sutil. En no pocas ocasiones suele ser un goteo, fundamentalmente en territorios donde las actividades son más dispersas o están más diversificadas. Ocupa los titulares de la prensa regional pero poco más, salvo el caso de los grandes cierres o de voluminosos despidos, que implican una transformación de la estructura económica de un territorio. Ese goteo, ese proceso más gradual, junto con la transformación de las ciudades medias en ciudades de servicios, provocará una suerte de adaptación.

Son los años en los que se insiste en el valor de este tipo de ciudades, en que no hace falta estar en Madrid o Barcelona para situarse en el mapa. Es su momento, la ocasión para dejar de ser aquel lugar en el que no pasaba nada y en el que ahora iban a ocurrir cosas. Pero no es verdad. La realidad es que, bajo la impresión de que «estamos en el mapa», de las obras que implican estatus, de las llamadas a las smart cities, al movimiento slow (lento) y a la conectividad del emergente internet, la acción sigue estando en las grandes ciudades, y se intensificará en ellas. González-Leonardo, López-Gay y Recaño (2019: 4) realizan un diagnóstico acertado de lo que está ocurriendo:

Estas ciudades, urbes pequeñas e intermedias del tejido urbano español, presentan una escasa competitividad en la economía globalizada actual. Han quedado al margen de grandes inversiones de capital, tanto nacional como internacional, y no han sido capaces de crear una economía basada en nuevas tecnologías aprovechando el capital humano endógeno. En muchos casos, se trata de ciudades que no se han recuperado de los procesos de desindustrialización o que aún tratan de mantener un tejido productivo con cierta obsolescencia y un importante déficit de actividades de alto valor añadido.

Estando de acuerdo en gran medida con esta descripción, cabría preguntarse por las causas de haberse quedado fuera del circuito. Existen razones internas, pero también externas. Que en los territorios intermedios, en las periferias y sus ciudades, arrastrados por las corrientes dominantes, se ha apostado por el cortoplacismo y, en no pocas ocasiones, se han «comprado» soluciones que no han funcionado, estamos totalmente de acuerdo. Pero los flujos se han centrado en las áreas urbanas más grandes, dándoles más oportunidades a estas y muchas menos al resto.

Y es que la globalización no será protagonizada por las regiones sino por las grandes ciudades. Es un hecho que se constata en los flujos de la información, el capital y las personas. Las grandes ciudades, metrópolis que pueden funcionar incluso de forma autónoma con respecto a sus Estados, son las que han marcado el rumbo de una globalización intensificada en las dos primeras décadas del siglo xxi y que cabalga a lomos de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC). El geógrafo Christophe Guilluy se mostraba muy crítico con esta situación al analizar el proceso: «Las metrópolis concentran a la mayoría de las clases más altas y controlan desde hace décadas la parte fundamental del empleo, la riqueza y las inversiones, tanto públicas como privadas. El ascenso de las grandes urbes, producto de la ideología dominante, se convirtió en dogma, en un horizonte infranqueable. Estos gigantes con pies de barro, excesivos, esclerotizados por su falta de diversidad social, simbolizan el hundimiento cultural del mundo de arriba»[6].

El discurso de que la conectividad iba a igualar las oportunidades tanto entre personas como entre empresas, y también territorios, ha sido una constante desde que internet se generalizó, pero la realidad es otra y muy distinta. Y es que, en definitiva, «Los efectos de la globalización se manifestaron en muy diversos órdenes, pero quizá el más significativo de ellos haya sido el geográfico, ya que el desarrollo regional fue muy desigual» (Hernández, 2020a: 87).

Recordemos. Podías colgar tu trabajo en la red, podías subir tu música y tu arte; ofrecer tus servicios como profesional; crear muñecas artesanales en un pueblo de las montañas asturianas (es una noticia real) que, a través de internet, llegarían a todo el mundo. El escenario invitaba al optimismo y las ciudades medias también se lanzaron al mismo. Allí estaban ellas, mostrando sus virtudes al mundo; con la conectividad vía internet todo se podía hacer desde Huelva, Ciudad Real o un pueblo perdido en las montañas turolenses. Pero no. Esteban Hernández (2014) lo expresó perfectamente en el caso de los artistas y grupos de música: internet no sólo no habría sacado del ostracismo a la clase medida de la música, sino que la habría llevado unos pasos más atrás.

El último lustro ha mostrado, más a las claras si cabe, la situación de las grandes ciudades en el orden de la globalización. Los datos son testarudos y muchas veces se olvidan. Como veremos en capítulos posteriores, los movimientos de población de los territorios intermedios a las grandes ciudades son una constante y no han dejado de producirse. Y la situación para estos migrantes se complica aún más con las condiciones de vida en estas grandes ciudades, por ejemplo, con los salarios bajos y con el difícil acceso a la vivienda por sus precios elevados, tanto en el caso del alquiler como en el de la adquisición en propiedad. Esto también da lugar a que parte de las personas que pueden permitirse el lujo de desplazarse a Madrid o Barcelona a trabajar en profesiones cualificadas sean de clases sociales más altas, ya que, en muchos casos, dependen de la ayuda de sus familias. En este sentido, Ana Iris Simón señala en su novela autobiográfica Feria las dificultades de vivir en un Madrid con una profesión como periodista, lo complejo que resulta tener un proyecto de vida como el que sus padres tuvieron a su edad, el compartir piso en alquiler, etc. Esta situación también ha sido objeto de artículos de prensa y reportajes, donde se incide en el impacto de la vivienda en los salarios, así como en otros factores relacionados con la estabilidad vital[7].

Por lo tanto, las ciudades medias y pequeñas, en el conjunto de los territorios intermedios y periferias que señala de forma acertada el ya mencionado geógrafo francés Christophe Guilluy (2019a), suponen uno de los grandes referentes para comprender el mundo actual. La teoría de Guilluy ha generado numerosas controversias y ha sido criticada desde diferentes posiciones ideológicas, incluidas de izquierdas. Guilluy pone el acento en esas zonas de Francia, que se pueden encontrar en cualquier país, que están quedando relegadas en la carrera de la globalización. En No Society. El fin de la clase media occidental, este procesolo vincula con la transformación de la estructura social, en la línea de muchos trabajos que hacen referencia a las clases sociales y a la situación de las clases medias, aunque aquí lo lleva también a los territorios. Guilluy los define, como ya hemos dicho, como «territorios intermedios» o «periferias», fuera del radar de las grandes ciudades, que son las protagonistas de la globalización. Es decir, son zonas que se van quedando en un segundo plano, en una situación de desigualdad. Como muchos estratos sociales, estas regiones y ciudades se sienten, y son, «perdedores de la globalización». Mientras que, debido a concentraciones de población, actividades, poder, etc., los «ganadores» se ubican en ciertos espacios urbanos y metropolitanos.

Este escenario explicaría, en buena parte, revueltas como la de los «chalecos amarillos» en Francia o por qué parte del electorado de clases trabajadoras y medias se ha pasado a la extrema derecha populista. Como otras visiones, Guilluy también pone el acento en la importancia de los vínculos y del reconocimiento, pero desde una perspectiva diferente a la de las «políticas de la identidad», que habrían acaparado el discurso.

La obra de Guilluy ha tenido una importante repercusión en España; no en vano, refleja una situación que no nos es nada ajena. En ella también hace referencia al papel que desempeñan las elites y los grupos de poder, en cualquier dimensión, a la hora de crear, transmitir y reproducir unas ciertas definiciones de la realidad, y cómo, en este caso, hay una disonancia entre lo que dicen y las medidas que se toman, generándose una reconfiguración de la estructura social que afecta a toda la sociedad y que acaba con las clases medias, en el sentido occidental en el que las conocemos. Las elites dominantes, incluidas las académicas y las culturales, se habrían desconectado del «mundo de abajo» o de «la gente». Guilluy construye una imagen poderosa en esa contraposición entre ese «mundo de arriba» y el «mundo de abajo»: el primero, unas clases dominantes clasistas y elitistas, que cada vez concentrarían más riquezas y recursos a costa del segundo, que habría quedado abandonado en una suerte de deslealtad.

El diagnóstico, siguiendo en parte un modelo como el de Guy Standing con su «precariado» (2013), es que aparecen nuevas clases sociales «populares», para las que la posición territorial supone un factor de desigualdad y que, por primera vez para Guilluy, no vivirían donde se crea riqueza y empleo, lo cual implica un nuevo sistema social con dos mundos «cada vez más herméticos social y culturalmente; [que] ya no forman sociedad» (2019a: 117). Estas nuevas clases populares van sustituyendo a las clases medias tradicionales, las cuales habrían perdido su dimensión como referentes culturales a través de la movilidad y el ascenso social. De esta forma, se da una quiebra del sistema social, ya que esas clases medias son clave en la configuración y legitimación de la sociedad. Agricultores y ganaderos, pequeños empresarios, profesionales liberales, autónomos y autónomas, trabajadores y trabajadoras no cualificados, comerciantes, etc. (¿queda alguien fuera?), todos pasarían a engrosar esas nuevas clases populares. Para Guilluy, los próximos objetivos serían las que denomina «clases protegidas», funcionarios y jubilados. En definitiva, un modelo político, económico y social, el de la globalización, que tiene unos límites muy claros.

Guilluy (2019a: 20) aplica los términos territorios intermedios y periferias para describir un ámbito que, realmente, es el que se queda fuera de las grandes ciudades: