La ética de los conflictos de interés en los negocios - Alonso Villarán - E-Book

La ética de los conflictos de interés en los negocios E-Book

Alonso Villarán

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Beschreibung

Junto con otros dilemas morales y cuestiones relacionadas con la responsabilidad social corporativa, los conflictos de interés son uno de los desafíos más comunes que se enfrentan en el lugar de trabajo. El libro se dedica a examinar la ética detrás de los conflictos de interés en el contexto de los negocios, centrándose en los fundamentos de la filosofía moral que informan nuestra comprensión de la ética. A través de su escritura clara y el uso de viñetas, el autor muestra cómo la ética puede utilizarse para identificar y gestionar los conflictos de interés en el mundo empresarial. El libro ofrece una visión original sobre este tema, impulsa el debate académico sobre los conflictos de interés, al mismo tiempo que brinda una guía clara sobre La ética de los conflictos de interés en los negocios que se convertirá en una lectura esencial para los estudiantes de todos los niveles que estudian ética empresarial.

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Título original en inglés: The ethics of conflicts of interest in business: An introduction. El libro fue publicado en 2021 por The Rowman and Littlefield Publishing Group, Inc.

© Alonso Villarán, 2022

De esta edición:

© Universidad del Pacífico

Jr. Gral. Luis Sánchez Cerro 2141

Lima 15072, Perú

La ética de los conflictos de interés en los negocios. Una introducción

Alonso Villarán

1.ª edición digital: julio de 2022

Traducción: Javier Flores Espinoza

Diseño de la carátula: Ícono Comunicadores

ISBN ebook: 978-9972-57-499-3

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2022-06390

Disponible en fondoeditorial.up.edu.pe

BUP

Villarán, Alonso

La ética de los conflictos de interés en los negocios: una introducción / Alonso Villarán ; traducción, Javier Flores Espinoza. -- 1a edición. -- Lima: Universidad del Pacífico, 2022.

183 p.

1. Ética de los negocios

2. Ética profesional

3. Conflicto de intereses

I. Flores Espinoza, Javier, 1962-, traductor.

II. Universidad del Pacífico (Lima)

174.4 (SCDD)

La Universidad del Pacífico no se solidariza necesariamente con el contenido de los trabajos que publica. Prohibida la reproducción total o parcial de este texto por cualquier medio sin permiso de la Universidad del Pacífico.

Derechos reservados conforme a ley.

Agradecimientos

Debo un gran agradecimiento a las autoridades y a mis colegas de la Universidad del Pacífico (Lima, Perú), y también a su Centro de Ética y Responsabilidad Social, que lideró el proyecto de esta traducción. Sin su apoyo, este libro no existiría.

Estoy, asimismo, en deuda con el personal de Rowman & Littlefield, en particular con Mark D. White, Dhara Snowden, Rebecca Anastasi, Isobel Cowper-Coles, Scarlet Furness, Kym Lyons, Hannah Fisher, Frankie Mace, así como todos aquellos que también tomaron parte en el proyecto.

Agradezco a Thomas L. Carson, quien me introdujo al tema al pasar hace varios años (y además también revisó parte de los materiales). Debo, asimismo, un gran reconocimiento a Michael Davis y John Boatright, quienes en cierto momento me ayudaron a conseguir parte de la bibliografía esencial (y, además, con sus escritos, me enseñaron bastante sobre los conflictos de interés). Aprecio además a los evaluadores anónimos que comentaron el capítulo usado como ejemplo. Debo asimismo agradecer a Javier Flores Espinoza, quien realizó la traducción. Va también un gran agradecimiento a Jean Christian Egoavil, mi asistente de investigación, quien me ayudó con este proyecto desde el primer día. Agradezco igualmente a James Spence por haberme recibido en la Great Lakes Philosophy Conference y por haberme alentado a que escribiera este libro.

Por último, va mi sincero agradecimiento a mi esposa Laura por sus revisiones, su apoyo y sus consejos.

Introducción

¿Alguna vez alguien en el trabajo le ha birlado su almuerzo, su bebida o su bocadillo? ¿O acaso alguna vez ha cogido los de alguna otra persona?

Según una encuesta efectuada por BusinessWire en 2017, uno de cada cinco empleados admitió haber cogido el almuerzo, la bebida o el bocadillo de alguna otra persona1. La forma en que algunas de las víctimas hacen frente a esta situación puede resultar hilarante. Mi favorita es la de K. Farrel, tal como la reportara la BBC:

Solía reír cuando una persona con la cual trabajaba abría el refrigerador cuando todos se encontraban en la cafetería y decía: «¡Oh, no! ¡Eso tenía mi medicamento! Si alguno de ustedes bebió mi leche, sería bueno que llamen a su médico». Luego se iba. Me resultaba divertido porque sabía que lo había inventado. Pero allí quedaban algunas personas sumamente preocupadas2.

La ética de esta forma de lidiar con el hurto de comida en la oficina es un tema en sí mismo, al igual que la de colocar laxantes en alimentos y bebidas que pronto serán hurtados, que es lo que otras víctimas hacen. Sin embargo, analizar esto, al igual que la ética del hurto, nos llevaría por un camino errado.

Pero, entonces, ¿por qué lo menciono? Pues porque me permite establecer una distinción fundamental que nos conducirá al tema de este libro, que es la ética de los conflictos de interés en los negocios.

Pregúntese: ¿los ladrones de comida de la oficina se ven ante un conflicto de interés cuando les tienta coger las galletas o la lata de Coca Cola? ¿Y qué hay de quienes se ven tentados a engañar a su cónyuge con un colega? ¿O de aquellos que sienten la tentación de mentir a sus compañeros de trabajo acerca de dónde pasaron el fin de semana? ¿Enfrentan ellos un conflicto de interés?

Estos no son tales. Son problemas morales ordinarios en el centro de trabajo. Y esta es la distinción: los conflictos de interés tienen algo especial por ser dilemas morales, esto es, algo que los distingue de los problemas morales ordinarios. De otro modo, no tendríamos que darles una denominación especial. Por lo tanto, ¿qué es lo que distingue a unos de los otros? Bueno, trazar dicha distinción constituye parte del tema de este libro.

Ahora bien, estoy seguro de que usted no está leyendo este volumen para distinguir los problemas morales ordinarios en los negocios de los conflictos de interés. Lo hace porque desea saber más de estos últimos, o, si no –claro está–, porque es un estudiante y su profesor eligió el tema y tal vez hasta le asignó el libro. Si este último es su caso, entonces necesitaré captar su atención con una razón más importante.

La razón es simple: si ya trabaja, o si pronto habrá de hacerlo para ganarse la vida, pues entonces un conflicto de interés se encuentra en camino (y pronto se habrá de topar con otros más). ¿Estará preparado para ello? ¿Estará listo para identificarlos y abordarlos adecuadamente? Es además posible que eventualmente dirija una empresa u organización, si es que no lo está haciendo ya. ¿Cuenta con la suficiente comprensión del problema como para regularlos debidamente? Este libro le ayudará en esto y con alguito más, todo por el mismo precio.

Al tratarse de un libro acerca de la ética de los conflictos de interés, estaría incompleto y hasta sin base alguna si no presentara primero la ética a los lectores. Este, en efecto, será el tema del primer capítulo. Más específicamente, allí presentaré a los lectores –o reforzaré su conocimiento de– un concepto central de la ética, la ley moral, desde la perspectiva de dos de las más influyentes teorías morales de los últimos 250 años: la deontología de Immanuel Kant y el utilitarismo de John S. Mill. En este capítulo, mostraré además la estructura general de los problemas morales, lo que nos ayudará a definir los conflictos de interés y a distinguirlos de los problemas morales habituales.

Contando ya con una idea básica de la ética, en el capítulo 2, examinaré la ética empresarial en su lenguaje más popular: el de la responsabilidad social corporativa. Ahora bien, al igual que sucede con la ética, sería imposible abarcar todas las teorías y debates en torno a este tema dentro de los límites de un solo capítulo. Por dicha razón, en este me concentraré en dos de las versiones más influyentes de la responsabilidad social corporativa: la (así llamada) teoría de las partes interesadas de R. Edward Freeman y la (llamada) teoría del accionista de Milton Friedman. Luego, analizaré la relación existente entre la responsabilidad social corporativa y los conflictos de interés, y abogaré a favor de la necesidad de dedicar más tiempo y recursos a estos últimos.

Habiendo tocado la ética, la responsabilidad social corporativa y la relación entre esta y los conflictos de interés en la ética empresarial, en el capítulo 3, pasaré finalmente a los conflictos de interés en sí. Más específicamente, abordaré la siguiente cuestión preliminar: ¿qué es un conflicto de interés? Esta será una oportunidad para recurrir a los paladines filosóficos de los conflictos de interés, comparar cómo es que los definieron y tomar posición. Por supuesto que usted podría no coincidir con esta postura, pero definitivamente terminará el capítulo con una buena idea de qué es un conflicto de interés, y, por ende, estará mejor equipado para identificarlos cuando se tope con ellos.

Pero una definición no basta para dominar su identificación. Para esto, necesitamos contar también con una tipología. En efecto, sin una tipología o clasificación, corremos el riesgo de no identificar toda una clase de conflictos de interés: paradigmáticamente, el tipo intrínseco, como veremos. Pero valía la pena escribir el capítulo por sí mismo. De hecho, no hacerlo equivaldría a escribir un libro sobre, digamos, perros, que ignorase sus razas. ¿Acaso esto no limitaría de manera sustancial nuestra comprensión sobre dichos animales?

En el capítulo 5, abordaré la naturaleza moralmente problemática de los conflictos de interés. ¿Por qué razón son moralmente problemáticos y no, más bien, digamos, simplemente legalmente problemáticos? Lo son por varias razones, pero voy a resaltar una fundamental que se refiere a las promesas. Luego de esclarecer y explicar esto, analizaré las promesas desde las perspectivas deontológica y utilitaria (desarrollando la introducción hecha de estas perspectivas en el capítulo 1). El objetivo de todo esto es dejar absolutamente en claro por qué razón debemos tomar en serio los conflictos de interés.

Aquellos que son de orientación más práctica se deleitarán en particular con el capítulo 6, que está dedicado al manejo apropiado de los conflictos de interés. ¿Qué debemos hacer cuando nos topamos con uno, o incluso antes de que ello suceda? En este capítulo, abordaré esta cuestión en los niveles individual y organizacional, examinando medidas que van desde la exploración de cómo es que los conflictos de interés se regulan en nuestro trabajo o profesión (primera medida individual) hasta su reglamentación mediante códigos de ética (última medida organizacional). El examen de los conflictos de interés, a su vez, nos dejará en un lugar perfecto para el siguiente y último tema: su presencia en los códigos de ética.

En el capítulo 7, el último antes de las conclusiones, analizaré las formas en que los conflictos de interés se regulan en el mundo empresarial. Aquí aplicaremos todo lo que hemos aprendido en los capítulos anteriores. Veremos las distintas formas en que los principales códigos de ética (los de algunas de las más grandes corporaciones) fallan debido a definiciones fallidas, importantes omisiones y medidas administrativas incompletas, entre otros defectos. Sin embargo, el objetivo no es simplemente criticar por criticar. Lo que se busca en realidad es reunir los errores más comunes para que los lectores que cuenten con el poder para rectificar, redactar o encargar un código de ética no los cometan. El capítulo fortalecerá su novísimo dominio de los conflictos de interés, incluso en caso usted no cuente con dicho poder ni piense tenerlo en el futuro.

Se imponen algunas aclaraciones. En primer lugar, este es un libro sobre la ética de los conflictos de interés en las empresas, pero sobre la ética en sentido estricto o restringido. En otras palabras, su fundamento es la filosofía moral. Esta aclaración se refiere no solo a las teorías de la moral que presentaré en el capítulo 1 (la deontología de Kant y el utilitarismo de Mill), sino también a la literatura misma de los conflictos. En otras palabras, al definir y clasificar (y así sucesivamente) los conflictos de interés, el libro abordará la literatura filosófica del tema, esto es, lo que filósofos como Michael Davis y Thomas L. Carson han dicho acerca de ello. Sin embargo, la bibliografía trasciende a la filosofía y podemos encontrar abogados, médicos, etc., analizando dichos conflictos en sus campos respectivos. Alentamos y animamos a todos a que busquen dichas publicaciones.

En segundo lugar, este es un libro acerca de los conflictos de interés en las empresas, pero personas de otras profesiones podrían también aprender con él. Los ejemplos que aparecen a lo largo del libro serán tomados, o imaginados, a partir del mundo empresarial. Aun así, la definición, clasificación, evaluación, gestión y hasta el análisis de la forma en que los códigos de ética empresariales regulan los conflictos de interés, podrían aplicarse fácilmente en otros campos.

En tercer lugar, este es un libro acerca de los conflictos de interés en las empresas, pero, en términos más generales, es también un libro acerca de la ética empresarial. ¿Por qué digo esto? Pues porque los conflictos de interés se ubican en el centro de la ética empresarial. Ningún otro de sus temas atraviesa su meollo como los conflictos de interés. La ética de la publicidad, la financiera, la contable, etc.: todas estas áreas especializadas de la ética empresarial solo son atractivas para los publicistas, los agentes financieros, los contadores, etc. Los conflictos de interés, de otro lado, captan la atención de toda persona involucrada en los negocios. Podría replicárseme lo siguiente: «¿Qué hay de la responsabilidad social corporativa?». A esto respondo que ella puede ser transversal, pero, como dejaré en claro en el capítulo 3, se trata de una forma elitista de abordar la ética empresarial. Los conflictos de interés, de otro lado, no solo son transversales sino también igualitarios.

La ética, la ética empresarial y los conflictos de interés son todos temas fascinantes. Es hora de abordar a cada uno de ellos, en ese orden.

1https://www.businesswire.com/news/home/20170615005558/en/Eaten-Reality-Sandwich-Put-Ducks-Row-Not

2https://www.bbc.com/news/business-48760790

Capítulo 1La ética y la ley moral

Tal vez la cuestión moral más popular entre los empresarios es si la ética resulta rentable o no. Esto no sorprende. Después de todo, ellos usualmente se dedican a los negocios para ganar dinero. Los partidarios de la ética empresarial y la responsabilidad social corporativa saben bien esto, lo que hace que resalten las muchas formas en que la ética es una «buena inversión», esto es, una forma de hacer negocios que genera buenos resultados.

La pregunta sobre la rentabilidad de la ética forma parte de otra más amplia, que los filósofos vienen haciéndose desde hace milenios: ¿es la ética una vía que conduce a la felicidad? Podemos remontar esta cuestión hasta Platón, quien dedicó gran parte de La república a intentar convencernos de que, contra lo que usualmente se piensa, esto en efecto es así.

Pero este no habrá de ser nuestro interés principal. Más bien, intentaremos responder una cuestión más fundamental: ¿qué significa ser ético? Después de todo, la razón principal por la que nos hemos congregado en torno a este libro es para analizar la ética de los conflictos de interés (para revelar su esencia, estatus moral, etc.). La felicidad formará parte de nuestro examen, pero principalmente como un deber antes que como una recompensa por haber hecho lo que la ética ordena.

Así pues, ¿qué significa ser ético? Quiere decir seguir la ley moral y los deberes que de ella se siguen. Ahora bien, que esta respuesta deje perplejos a algunos lectores no es algo que me llame la atención. Después de todo, la ley moral es un concepto algo olvidado en nuestro tiempo. Prestemos atención a las palabras que la gente emplea en las discusiones morales ordinarias, es decir, en aquellas que tienen lugar en salas y páginas de opinión. ¿Acaso se alude siquiera a la ley moral? Lo que más bien predomina son palabras como «derechos», «valores» y «tolerancia». El hecho es que, sin la ley moral, estas y otras cosas preciosas no tendrían base alguna: esto es algo que los más grandes filósofos morales premodernos y modernos (esto es, los que antecedieron a Friedrich Nietzsche) sabían bien.

Así, este capítulo fundacional estará dedicado a la ley moral. Para dejar del todo claras las razones de esto, la ley moral nos abrirá la puerta a una comprensión de la ética, lo que a su vez abrirá la puerta a una comprensión de la ética de los conflictos de interés.

Hace algunas líneas, mencioné el compromiso que los filósofos morales premodernos y modernos tuvieron con la ley moral. Sería bastante interesante desarrollar dicha historia, es decir, la de la ley moral en la filosofía, pero ello resultaría excesivo en un libro como este. Nos concentraremos, más bien, en dos de las versiones actualmente más influyentes de la ley moral: la deontología de Immanuel Kant (tal como fuera presentada principalmente en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres) y el utilitarismo de John S. Mill (tal como fuera expuesto en El utilitarismo).

Vale la pena aclarar que la influencia de la ley moral no es explícita, pues, si lo fuera, sería un concepto popular. Con todo, los ideales que estas versiones de la ley moral contienen ciertamente forman parte del «espíritu de nuestro tiempo», aun cuando no reconozcamos su fuente. En efecto, una vez que haya terminado este capítulo, el lector sentirá que lo aprendido, de alguna forma misteriosa, es algo que ya sabía.

Con respecto a la ley moral, son tres los puntos que vamos a examinar: su fuente (¿de dónde proviene?), su formulación (¿qué ordena?) y su importancia (¿por qué importa?). Comenzaremos cronológicamente con Kant, pero pasaremos a Mill (y cambiaremos además de pregunta) cuando resulte conveniente.

Una última aclaración antes de comenzar. No negamos las muchas diferencias existentes entre la deontología de Kant y el utilitarismo de Mill, pero nuestro enfoque no será polémico. Más bien, haré todo lo posible, una vez que haya presentado lo que dijeron acerca de la ley moral, por resaltar algunas de las ideas que los unen, con miras a así convocarlos en nuestros futuros esfuerzos por dominar los conflictos de interés.

Un imperativo categórico de la razón: la fuente de la ley moral en Kant

«Todo en la naturaleza funciona en conformidad con leyes», afirma Kant (1993, p. 412), y en esto no parece haber nada controversial. Después de todo, nos encontramos todos sujetos a las leyes naturales que rigen el universo. Por ende, si saltásemos de un edificio, nos precipitaríamos hacia abajo y muy probablemente moriríamos. Kant, sin embargo, sienta las bases para una tesis más audaz: que, al ser seres racionales, los humanos contamos con la capacidad para pensar y actuar en conformidad con leyes surgidas de la razón.

Hasta aquí, todo muy bien, pero hay un problema. Los humanos en realidad no somos puramente racionales, de modo tal que a veces –y con mayor frecuencia de lo que nos gusta admitir– ignoramos las leyes racionales. Es por dicha razón que tales leyes se nos manifiestan como mandatos o imperativos que expresan un deber ser: «haz esto», «no hagas aquello».

Las leyes o imperativos a los cuales nos estamos refiriendo, prosigue Kant, son de dos tipos: hipotéticos y categóricos. Un imperativo hipotético es aquel que nos dice qué debemos hacer para conseguir algo que podríamos desear o que efectivamente deseamos. Hay, por ejemplo, un imperativo hipotético que dice: «Si deseas hervir el agua, caliéntala a 212 grados Fahrenheit». Como en este momento no deseo hervir agua, no me siento obligado a hacer lo que dicho imperativo hipotético ordena. Pero, la siguiente ocasión en que desee hervirla (y esa ocasión muy probablemente llegará), seguiré más de cerca dicho imperativo. Sería lo racional que hacer si lo que deseo es, digamos, hervir un huevo.

Es, entonces, a través de imperativos hipotéticos que la razón nos orienta hacia la consecución de nuestras metas mundanas: hervir agua, crear un plan de marketing y hasta la consecución de la felicidad –para mencionar algo que todos naturalmente deseamos–. En estos casos, la razón (orientada por la experiencia) nos dice que «si deseas crear un plan de marketing, describe tu público objetivo», «si deseas ser feliz (y crees que la felicidad requiere de la tranquilidad financiera), ahorra para tu jubilación», etc. Si deseas X, haz Y. Si es que.

A este nivel, la razón es instrumental. Tenemos deseos, y la razón nos dice cómo satisfacerlos. Les aseguro que esto es algo por lo cual debemos estar agradecidos. Pero la razón no es simplemente instrumental. Ella es algo más que una herramienta al servicio de nuestros deseos. La razón es la fuente de un orden más alto: un imperativo que nos dice cómo actuar moralmente, sin un «si es que» o condición alguna. Me refiero al imperativo categórico: el «si deseas X» se desvanece de la ecuación. Simplemente, debemos «hacer Y» (pronto especificaremos esta última). Esto se aplica, nos guste o no.

Como vemos, la diferencia principal entre un imperativo hipotético y otro categórico es la naturaleza incondicional de lo que este último ordena. Los imperativos hipotéticos son imperativos interesados: de seguirlos, obtendremos lo que deseamos (si debiéramos no desear lo que deseamos es otra cosa; a veces, nos encontramos mejor cuando no conseguimos lo que deseamos, algo que la gente experimentada bien sabe). El imperativo categórico, de otro lado, es desinteresado. No promete nada y frecuentemente tiene incluso un alto precio, a saber, nuestra propia prosperidad. Es la voz de nuestra propia razón indicándonos cómo llevar una vida moral antes que una que sea feliz.

Pero ¿cómo se relaciona esto con la ley moral? Bueno, esta es el imperativo categórico que viene de la razón para decirnos cuáles son nuestros deberes morales y, por ende, cómo ser buenos. Es algo que, según Kant, ningún filósofo vio antes, y que explica por qué «todos [ellos y sus teorías] debían fracasar» (Kant, 1993, p. 432). Otros sí hablan de la ley moral, pero nadie la vio como una ley que surge de nuestra propia razón, o que aquello que ordena lo hace de modo categórico. Pero ¿qué ordena la ley moral, el principio supremo de la moralidad? Su naturaleza categórica abre la puerta a su formulación.

Recuadro 1.1: Immanuel Kant

Un filósofo tan extraordinario debe haber tenido una vida emocionante, ¿no? Así que, ¿por dónde empezamos?

Sin embargo, con Kant, la pregunta es: ¿podemos siquiera empezar? ¿Hay algo que valga la pena compartir, fuera de su lugar de nacimiento (Königsberg, Prusia) y los años en que caminó sobre la Tierra (1724-1804)? El hecho es que, en palabras de Heine, «resulta difícil describir la historia de la vida de Kant porque no tuvo ni vida ni historia»3.

Es cierto que Kant, a primera vista, no tuvo una vida muy emocionante. No combatió en la guerra (a diferencia de Sócrates) y no fue condenado injustamente a muerte por pensar (también a diferencia de Sócrates). El gran filósofo alemán jamás dejó el pueblo donde nació, jamás salió con persona alguna, y tuvo una muerte tranquila.

Dicho esto, sin embargo, debe haber sido sumamente emocionante conocer al autor de algunos de los libros más influyentes que jamás hayan sido escritos: Crítica de la razón pura, Crítica de la razón práctica, Crítica del juicio, entre otros. Debe haber sido aún más emocionante abordar, en dichos libros, algunas de las preguntas más importantes que la vida plantea: ¿qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar?

Al escribir estos libros y abordar dichas interrogantes, Kant estaba literalmente cambiando el mundo. En suma, puede decirse que él abolió la metafísica, lanzó una pionera ética formalista, hizo un llamado a que hubiese más moral y menos ritual en la religión, y concibió lo que hoy conocemos como las Naciones Unidas, etc.

Por lo tanto, cuando dicen que tuvo una vida nada emocionante, debiéramos protestar o al menos introducir algunos matices: ¿acaso usted no se contendría también de incurrir en algunos excesos y vivir ciertos dramas si a cambio adquiriera conocimientos que hasta hoy siguen ocultos? (No tiene que responder estas interrogantes. Lo que me interesa es resaltar que Kant sí vivió una vida intelectual sumamente emocionante).

De ahí que el mejor lugar en donde comenzar a conocer a Kant es en su propia filosofía, y, cuando se trata de su filosofía moral, lo que yace en su centro es la ley moral.

¡Respetad la humanidad! La versión kantiana de la ley moral

¿Qué puede la ley moral (nuestro más alto deber) ordenarnos que hagamos de manera categórica y desinteresada? Según Kant, lo siguiente: «Actúa solo en conformidad con aquella máxima por la cual puedes querer al mismo tiempo que esta se convierta en ley universal» (Kant, 1993, p. 421). Esta fórmula sumamente abstracta, a la que se conoce como la «fórmula de la ley universal», necesita ser aclarada.

El concepto clave para comenzar a entender esta fórmula es la de máximas. Según Kant, detrás de nuestras acciones yacen máximas o «principios subjetivos [personales] de volición» (Kant, 1993, p. 400, nota 13) que explican estas mismas acciones. Por ejemplo, usualmente soy puntual en mis citas. Si alguien me preguntara por qué, la respuesta sería que me rijo por la siguiente máxima: «Cada vez que tenga una cita, acudiré puntualmente». El problema es que no todas las máximas son morales. Las inmorales, a su vez, condicionan el comportamiento no ético. Es por ello que debemos evaluar la moralidad de nuestras máximas y librarnos de las malas. La forma de hacerlo es mediante una prueba de universalidad: una prueba moral de tres pasos.

Los tres pasos (implícitos en la fórmula) son como sigue: (1) identifique la máxima en cuestión; (2) parafraséela como si fuera válida para todos, esto es, como si fuera una ley universal; y (3) pregúntese si puede querer tanto la máxima como la versión universalizada. Si no lo puede hacer, entonces la máxima y la acción correspondiente son inmorales.

Analicemos aún más cómo es que esto funciona (y cómo es que podemos derivar obligaciones morales «secundarias» más concretas de la ley moral) con uno de los propios ejemplos de Kant: la promesa embustera. Una persona se ve tentada a hacer una de estas promesas, pero se pregunta si sería ético hacerlo.

Podemos expresar la máxima como sigue: «Cada vez que me encuentre bajo estrés financiero, pediré un préstamo con una promesa falsa de pagarlo». (Podemos establecer la forma de esta máxima del siguiente modo: «Cuando ocurra A, haré B». No confunda una máxima con un imperativo hipotético, que tiene la forma «Si desea X, haga Y».)

La versión universalizada de la máxima, a su vez, es: «Cuando alguien se encuentre bajo estrés financiero, pedirá un préstamo con una promesa falsa de pagarlo».

Pasemos al análisis. Resulta imposible (contradictorio) querer tanto la máxima como su versión universalizada. Si uno quiere hacer una falsa promesa cuando se encuentra bajo estrés financiero, no puede (coherentemente) querer una ley universal de falsas promesas. ¿Por qué? Pues porque, de universalizarse dichas promesas, nadie creería en ellas, y estas (como en los préstamos, por ejemplo) dejarían de existir. Desear la versión universalizada de la máxima es querer el fin de promesas y préstamos, y, por ende, el de la máxima. Para decirlo al revés, querer la máxima es querer promesas y préstamos, y, por ende, no su versión universalizada. Ahora bien, dado que es imposible desear tanto la máxima como su versión universalizada, esta es inmoral y debe ser prohibida.

Kant explica adicionalmente que, cuando consideramos hacer algo inmoral, jamás queremos que nuestra máxima se universalice (esto, una vez más, es imposible). Más bien, deseamos la universalización del contrario de la máxima, esto es, promesas sinceras, y hacemos una «excepción a la ley para nosotros mismos» (Kant, 1993, p. 424). Jugamos sucio y rompemos las reglas que de otro modo respaldaríamos.

Dije que esta prueba moral nos permite no solo verificar nuestras máximas, sino también derivar deberes morales secundarios (siendo la ley moral nuestro deber «primario»). En nuestro ejemplo, el deber enunciado es no hacer promesas falsas, pero hay, por supuesto, otros más. Otros deberes que Kant desarrolla son los de no suicidarse, cultivar nuestros talentos y beneficiar a otros. Regresaremos más adelante a los deberes secundarios de la moral.

Ahora bien, la ley moral nos hace seres morales, lo que a su vez nos hace especiales: gracias a esto somos «fines» y jamás simplemente «medios», «personas» y no «cosas». De aquí surge una nueva formulación de la ley moral (la «fórmula de la humanidad»): «Actúe de tal modo que trate a la humanidad siempre y al mismo tiempo como un fin y jamás simplemente como un medio, ya sea en su propia persona o en otra» (Kant, 1993, p. 429). Entonces, una vez más, ¿por qué razón las promesas falsas son inmorales? Porque, en esta formulación, los mentirosos tratan a los demás simplemente como un medio: en este ejemplo particular, un medio para conseguir un préstamo. En otras palabras, los embusteros faltan al respeto a los demás.

¡Promover la felicidad! La versión de la ley moral de Mill

Pasemos ahora al utilitarismo de Mill y cambiemos el orden de las preguntas (no es ninguna coincidencia que Mill mismo presente el principio utilitario antes de justificarlo). Así, pues, ¿qué es lo que la ley moral ordena? Esto es lo más cerca que se llega a una formulación: «El credo que acepta la “utilidad” o el “principio de la mayor felicidad” como base de la moral sostiene que las acciones son correctas en proporción a que tiendan a promover la felicidad; serán erradas cuando tiendan a producir lo contrario de la felicidad» (Mills, 2001, p. 7).

Hubiese sido bonito que Mill presentase el principio utilitario del mismo modo que Kant lo hace: destacado nítidamente y en forma imperativa. Mill más bien lo mezcla con una definición del utilitarismo y describe el criterio que contiene para distinguir lo correcto de lo errado. Kant, por el contrario, envuelve la ley moral en palabras iniciales del tipo «Actúa como si...» y «Actúa de modo tal...». ¿Cómo se vería el principio utilitario si hiciésemos lo mismo? Algo así: «Actúa de modo tal que promuevas la felicidad, y reduzcas la infelicidad, lo más posible en el mundo». O, como usualmente se expresa: «Promueve la mayor felicidad para el mayor número de personas».

Como el principio utilitario quedaría vacío sin una definición de aquello que debemos promover –a saber, la felicidad–, Mill nos la brinda: la felicidad es el «placer y la ausencia de dolor» (Mills, 2001, p. 7). Esta definición de la felicidad nos permite precisar aún más la ley moral utilitaria: «Actúa de modo tal que promuevas el placer y reduzcas el dolor lo más posible en el mundo». O, siguiendo la expresión popular una vez más: «Promueve el mayor placer para el mayor número de personas».

Tal vez se estén preguntando: ¿acaso la definición de la felicidad de Mill como placer no vuelve a la teoría vana y superflua? ¿Acaso se supone que debemos promover un mundo repleto de spas? No, salvo que los placeres corporales sean los únicos que haya, lo cual no es el caso. Anticipándose a una crítica concreta, o respondiendo a una, Mill se da tiempo para resaltar la existencia de lo que él llama los «placeres mentales [no corpóreos]»: «los placeres del intelecto [por ejemplo, leer a Platón], de los sentimientos y la imaginación [por ejemplo, escuchar a Leonard Cohen], y de los sentimientos morales [por ejemplo, pasar una mañana haciendo un voluntariado con los amigos]» (Mills, 2001, p. 8). Estos placeres, lo defiende Mill aún más, son cualitativamente más grandes que los corpóreos, como lo reconocen quienes conocen ambos. Según esta perspectiva, no debemos oponernos a un mundo repleto de spas, pero, teniendo que elegir entre estos y las bibliotecas, debiéramos optar por las segundas: allí siempre se encuentra una felicidad mayor.

Podría también estar preguntándose: ¿para vivir una vida utilitaria debemos (cada uno de nosotros) calcular las consecuencias de todo lo que hacemos? Mill nuevamente responde que no. Dicho cálculo, en su mayor parte, ya ha sido hecho a lo largo de la historia por nuestros predecesores: «Durante todo este tiempo, la humanidad ha estado aprendiendo por experiencia las tendencias de las acciones» (Mills, 2001, p. 23). Dicha experiencia nos ha enseñado que hay ciertas cosas que dañan la felicidad humana y otras que la promueven. En la versión de Mill, este es el origen de las mismas obligaciones secundarias que encontramos en Kant: principios que, juntos, constituyen un código moral fundamental que todos los humanos comparten (no robes, no mientas, ayuda a los necesitados, y así sucesivamente). De modo que, en lugar de convertirnos en una refinada calculadora utilitaria, Mill nos invita más bien a que confiemos en dicho código moral fundamental, confiando en que es la mejor manera de promover un mundo menos miserable.

Nótese la otra lección que se sigue de esta última idea: el utilitarismo no permite romper deberes secundarios tales como «no mientas» en aras de la felicidad general, aun en caso que pareciera hacerlo. En lugar de elegir actos que promuevan la felicidad general en el corto plazo para quienes se ven afectados directamente, un utilitario sigue normas que promueven la felicidad general en el largo plazo y para la sociedad en general. Puedo, así, verme tentado «a mentir con miras a superar alguna incomodidad momentánea, o alcanzar algún objetivo inmediato útil para nosotros o para otras personas» (Mills, 2001, p. 22), pero, dado que las mentiras dañan la felicidad general en el largo plazo y a escala mayor, el principio utilitario ordena que digamos la verdad. Hay excepciones, como mentir a un asesino, pero estas deben ser justificadas vigorosamente.

Recuadro 1.2: Jeremy Bentham y John S. Mill

Si Kant no tuvo una vida emocionante (según los patrones usuales), Mill ciertamente sí la tuvo, y lo mismo vale para su maestro Jeremy Bentham, el fundador del utilitarismo.

La intensa vida de Mill. Nacido en Inglaterra en 1806, Mill tuvo un padre sumamente intenso, que le enseñó griego y aritmética a los 3 años, le hizo leer a Platón a los 7 y le pidió que editara sus propios libros a los 11. Cuando Mill cumplió los 20 años de edad, tuvo un colapso nervioso del cual, afortunadamente, se recuperó.

A los 24 años, conoció a Harriet Taylor, el amor de su vida. Tuvo, sin embargo, que esperar 19 años para salir con ella, puesto que el esposo de Taylor decidió vivir un poquito más. Se casaron dos años después de que este finalmente falleciera. Su matrimonio, tristemente, solo duró siete años, cuando Taylor misma falleció.

Mill no solo publicó obras inmensamente influyentes, como El utilitarismo, Sobre la libertad (1859) y La esclavitud de las mujeres (1869), sino que además participó también en la política como miembro del parlamento. En 1873, falleció tranquilamente en compañía de su hijastra, después de decirle: «Sabes que cumplí con mis labores» (Crisp, 2001, p. 7).

La intensa posmuerte de Bentham. Nacido en Inglaterra en 1748, Bentham también fue un prodigio. Tal como Crisp anota, «a los 3 años, cuando estaba de visita en una casa de campo, se vio aburrido por la conversación de sus mayores y se retiró a la biblioteca a investigar algo de historia» (Crisp, 2001, p. 2). Al igual que Mill, fue también un filósofo y reformador legal, y autor del pionero Los principios de la moral y la legislación (1789). Falleció en 1832.

La siguiente anécdota, sin embargo, dice más de él de lo que podría una biografía de 1.000 palabras. En su testamento, Bentham solicitó que su cuerpo fuera conservado como un autoícono. Desde entonces, su cuerpo ha tenido una vida igualmente emocionante. Por ejemplo, en cierto momento, su cabeza fue robada (y posteriormente recuperada). Su cuerpo incluso participó en una reunión de consejo del University College London, donde hoy descansa y en donde sus escritos vienen actualmente siendo editados para su publicación. Si viaja a Londres, dele una visita; eso sí, no se lleve su cabeza.

Un mandato consecuencialista del placer: la fuente de la ley moral en Mill

En el caso de Mill, resulta difícil indicar la fuente de la ley moral. Esto podría deberse a su visión supuestamente instrumental de la razón no como un legislador, sino más bien como un instrumento al servicio de la felicidad; felicidad, esta, a la que vimos que identificaba como placer. De ser esto así, entonces la ley moral debe venir de otro lugar distinto de la razón. Pero ¿de dónde? Para esto, debemos examinar su demostración de (su versión de) la ley moral.

Esta demostración es sumamente controvertida, pero hela aquí:

1.La felicidad (el placer) es la única cosa deseada como fin.

⸫ Es nuestro deber primario promover la felicidad (el placer) general (Mill, 2001, pp. 35-36, 39).

Este es el reto, al igual que en cualquier otro argumento: debemos confirmar que la premisa es cierta y que de ahí se sigue la conclusión. ¿Y cuál es el argumento para ello?

Comencemos con la premisa a la cual Mill dedicó la mayor parte de sus esfuerzos. ¿Es cierto que la única cosa que deseamos como fin es la felicidad (el placer)?

La estrategia seguida por Mill para probar la premisa es considerar otros candidatos, es decir, cosas que la gente podría desear como fines. El dinero, por ejemplo. Este es un medio para otras cosas, desde comida a casas de playa. Algunas personas, sin embargo, lo desean como un fin en sí mismo. Ellas encuentran placer al tener una cuenta bancaria cada vez más grande. Pero, según Mill, esto no probaría que la premisa es falsa porque, como sostiene:

Los ingredientes de la felicidad [el placer] son diversos y cada uno de ellos es deseable en sí mismo, y no solo cuando se considera que están engrosando un todo. El principio de la utilidad no quiere decir que cualquier placer dado, como la música, por ejemplo, o cualquier otra exención dada del dolor, como por ejemplo la salud, debe ser vista como un medio para una cosa colectiva a la cual se denomina felicidad. [...] Se las desea y son deseables en y por sí mismas; además de ser medios, forman parte del fin. (Mill, 2001, pp. 36-37)

Lo mismo vale para el poder, la fama, y así sucesivamente. Originalmente son deseados como medios, pero cuando llegan a serlo como fines, como puede suceder, se convierten en el fin –o en parte de este–, que es la felicidad (el placer). Tal como Mill insiste, «la felicidad [placer] no es una idea abstracta sino un todo concreto, y estas son algunas de sus partes» (Mill, 2001, p. 38). De modo que, sí, podemos desear otras cosas como fines, pero cuando lo hacemos no se comparan con la felicidad (el placer): esta las absorbe.

Probablemente coincidirán en que la premisa es controversial. Pero si la premisa lo es, su conexión con la conclusión lo es aún más. Asumiendo que la felicidad (el placer) es lo único que cada uno de nosotros desea como fin, ¿cómo podría esto dar origen a un imperativo de promoverla para todos? «Deseo mi felicidad (placer). Debo, por ende, promover la felicidad (el placer) de todos», reza el argumento o demostración. Mill afirma que la conclusión se sigue, «puesto que una parte [la felicidad (placer) individual] está incluida en el todo [la felicidad (placer) general]» (Mill, 2001, p. 39), pero no todos ven la conexión. Algo parece estar faltando. Muy probablemente se trata de una premisa adicional.

Asumiendo que Mill no logró probar la ley moral (de ser este efectivamente el caso), esto, incidentalmente, no significaría necesariamente que el utilitarismo es falso. Podría más bien querer decir que se necesita una demostración mejor.

Regresemos ahora a nuestra pregunta original: ¿qué nos dice esta demostración acerca de la fuente de la ley moral? La mejor forma en que puedo expresar la respuesta es como sigue: según la demostración, la ley moral es una percepción normativa de la experiencia. Si usted reconoce que la única cosa que los humanos desean como fin es la felicidad (el placer), como Mill cree que debiera hacer, entonces también tendría que admitir que es su deber promoverla lo más posible en el mundo.

Otra forma de expresar su fuente es como sigue: si el bien supremo en la vida es la felicidad (el placer), entonces la fuente de la ley moral es la felicidad (el placer). Desde esa perspectiva, la felicidad (el placer) se ordena a sí misma: «Soy el bien supremo; por lo tanto promuévanme», dice, y debiéramos acatar. O así lo afirma Mill.

El camino a un mundo más libre: la importancia de la ley moral en Kant

Kant y Mill discrepan en diversos puntos, como era de esperar. Sin embargo, no discrepan en todo (más sobre este particular posteriormente). Una de las ideas que ambos suscriben es la importancia de la ley moral. He aquí cuatro razones por las cuales esto es así, según Kant.

La primera razón (y para este momento la más obvia) es que la ley moral nos permite distinguir el bien del mal. Juzgamos todo el tiempo la moralidad de nuestros propios actos y los de otros, pero ¿cómo efectuamos dichos juicios? O, del modo que los estudiantes tienden a preguntar, «¿quién dice qué está bien y qué mal?». Bueno, es la ley moral la que surge desde su propia razón.

Kant sostiene que los humanos llegan al mundo con una suerte de software moral que les permite reconocer si algo es inmoral (él, claro está, no emplea esta analogía exacta, pero ustedes entienden). Todo humano cuenta con esta capacidad, desde el más humilde hasta el más instruido. Por lo tanto, uno no tiene que ser un filósofo o gozar de una «agudeza de gran alcance» (Kant, 1993, p. 402) para distinguir lo bueno de lo malo: nacemos con la ley moral, y esta despierta junto con nuestra razón.

En segundo lugar, la ley moral nos protege de la racionalización. Si bien es cierto que uno no tiene que ser un filósofo moral para distinguir lo bueno de lo malo, reflexionar sobre la ética, y más específicamente sobre la ley moral que permite que dichos juicios sean posibles, nos protege de nuestros propios autoengaños.