La experiencia contemplativa - Olga Fajardo - E-Book

La experiencia contemplativa E-Book

Olga Fajardo

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Beschreibung

¿A qué nos referimos cuando hablamos de experiencia contemplativa? ¿Podemos definirla o tan solo podemos acercamos a ella desde los límites y las paradojas del lenguaje? ¿Sabemos distinguir entre contemplación y meditación? ¿Es la experiencia de Unidad la que nos abre al asombro, desvelando y revelándonos el legado de las fuentes de sabiduría? Este libro es una invitación a abrazar la diversidad desde donde aproximarnos a estas y otras preguntas. Porque, más allá de la experiencia, sea esta inducida o espontánea, su cultivo consciente nos lleva hacia la dimensión contemplativa del ser humano; ser en plenitud desde un compromiso ético y espiritual. Once expertos nos invitan a adentrarnos en estos temas, con rigor y pasión, desde la riqueza de la multiplicidad de lenguajes y experiencias. Sus textos nos acercarán al legado espiritual transcultural a través de tres vías del saber profunda y esencialmente humanas: la mística, la filosofía y el arte.

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Seitenzahl: 336

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Javier Melloni, Teresa Guardans, Mónica Cavallé, Pablo d’Ors, Vicente Merlo, Dokushô Villalba, Halil Bárcena, Raimon Arola, Oriol Texidor, Blanca de la Vega, Jaime R. Pombo

La experiencia contemplativa

En la mística, la filosofía y el arte

Edición a cargo deOlga Fajardo

© 2016 by Olga Fajardo

© de la edición en castellano:

2017 Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien Van Steen

Primera edición en papel: Febrero 2017

Primera edición en digital: Marzo 2022

ISBN papel: 978-84-9988-545-2

ISBN epub: 978-84-1121-016-4

ISBN kindle: 978-84-1121-017-1

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Sumario

AgradecimientosIntroducciónLa dimensión contemplativa del ser humanoPalabra y silencio, los dos pilares del conocimientoContemplación y compromisoUna pasión contemplativaSaboreando el néctar de la libertad gozosaLa absorción en la naturaleza originalNada es, todo significaEspejo del arte y la naturalezaLo invisible en la materiaEl cuerpo, el cosmos, el gozoMúsica y conocimiento

El auténtico interés por la realidad, por el existir, por los demás, no es aquel que busca algo para sí mismo, para satisfacer las propias necesidades. Al contrario, cuando se han dejado entre paréntesis las demandas es cuando puede darse (producirse, cultivar…) la experiencia ética, estética o religiosa. Las experiencias valiosas son experiencias de gratuidad; no nacen de la lucha por unas ganancias, del tipo que sean. Las impulsa el valor de la realidad misma por sí misma…

SIMONE WEIL

Agradecimientos

Si tiene este libro entre sus manos es gracias a la labor y la generosidad de infinidad de personas y situaciones concatenadas entre sí, cuyo origen no podría concretar en el tiempo ni el espacio. Luego, si me pregunto de dónde nace este libro –del mismo modo que me interrogo sobre el aliento–, no hallo más respuesta que la constatación de la propia experiencia de la existencia.

Agradezco a Agustín Pániker la confianza depositada al exponerle el proyecto, y a todo el equipo de la editorial Kairós que ha permitido su edición bajo un acompañamiento amable y discreto.

Especial agradecimiento a cada una de las personas que han colaborado con aportaciones escritas; gracias por la generosidad y por la calidez humana mostrada a lo largo de todo el proceso. Ha sido un viaje enriquecedor y en buena compañía.

Gracias a Xavier Perarnau, quien ha propuesto, asistido y alentado desde la intuición y la cómplice intimidad.

Y gracias al Centre d’Art i Natura de Farrera, que acogió en su entorno privilegiado parte de la elaboración de este libro.

Introducción

En el siglo XXI no son pocas las cuestiones que habitan en aquellas personas que –con un genuino interés en la complejidad y el devenir de la condición humana– nos preguntamos, sin atisbo alguno de sentimentalismo nostálgico, qué estamos realmente dejando atrás y qué hemos, sencillamente, olvidado por el camino.

Quizás, una de las paradojas de nuestra contemporaneidad estribe en que –a pesar o gracias a las condiciones limitantes para el cultivo de la sabiduría–, la evocación de ciertas palabras, como silencio, presencia, ser, contemplación, misterio, iluminación, meditación, mantra, oración, unión, revelación… resuena cada vez en más personas como un buen puerto al que arribar. Incluso ignorando su significado original, su sentido, hay palabras que apelan a una dimensión de nuestro ser –acaso lejana, aunque no olvidada– que nos despierta a una intimidad y a un anhelo cosmológico. Hay palabras que todavía son música al oído.

En la actualidad, asistimos a un verdadero auge de un supuesto interés por «lo espiritual», pero ¿podemos alcanzar a comprender y aprehender la dimensión espiritual del ser humano? Hallaríamos diferentes respuestas a dicha pregunta según desde qué mirada la abordáramos, pues es sabido que el lenguaje mismo limita y condiciona toda respuesta, a la vez que es vía de acceso a dicha dimensión; mas la pregunta nos sirve en la medida que nos interpela y nos abre a una posibilidad siempre abierta, infinita. Deduzco, pues, que es imposible valorar hacia dónde nos lleva el actual fenómeno social en torno a la espiritualidad. Y, tal vez, bajo sus capas más ruidosas y superficiales, exista también una genuina intuición de lo sagrado que pugna por reemerger en medio del sinsentido existencial; pero toda especulación sobre el porvenir sería un reduccionismo, como mínimo, insensato.

Cuando nos referimos a la experiencia contemplativa, nos referimos a la experiencia de unicidad; a la experiencia mística de la que también forman parte ciertas experiencias estéticas. Se trata de una vivencia que puede darse de forma fortuita, es decir, no buscada, o bien puede cultivarse siguiendo unas pautas basadas en el estudio y la práctica de ciertas enseñanzas, pues su capacidad transformadora y reveladora vendrá dada, en buena medida, por nuestra toma de conciencia de ellas. Las condiciones pautadas que surgen de las fuentes de sabiduría posibilitan el acceso a estas otras dimensiones del Ser mediante las vías, los caminos, los ejercicios espirituales y las enseñanzas sapienciales. Beber de las fuentes originales nos ayuda, no solo a integrar dichas experiencias, sino a enraizarlas y, así, enraizarnos en el devenir de la humanidad; dotando, en el mejor de los casos, de sentido y compromiso la existencia y todo lo existente.

Podría ser que, al rechazar ciertas estructuras acaso insanas, hayamos dejado de mirar adónde apuntaban y de dónde emergían, renunciando con ello al patrimonio del cultivo de lo humano entre los humanos: la transmisión del legado profundo de lo lingüístico, simbólico, místico, artístico… No debe extrañarnos, pues, que muchas personas estén –en estos tiempos– resignificando sus vidas a través de dichas enseñanzas, retomando antiguas sendas desde cierta madurez personal. Valga decir que dichas prácticas no nos harán «más espirituales», pero pueden ayudarnos a tomar mayor conciencia de la dimensión espiritual de la existencia, potenciar ciertas facultades sutiles y profundizar en ellas, pueden acompañarnos en esa infinita transición hacia formas de vida más atentas y amables, más presentes y comprometidas, más alegres y serenas, más humanas… En resumen: más contemplativas.

Dicha necesidad de «enraizar» a través del legado inmaterial de la humanidad me acercó a diversas tradiciones espirituales y sapienciales, de modo que fue dibujándose en mí un vasto, aunque impreciso, compendio de saberes y prácticas provenientes de la mística, la filosofía y el arte; tríada que bajo mi mirada se tornó indisociable. Desde ese punto de vista, la necesidad de discernir y precisar y la voluntad de compartir, nació la motivación para elaborar este libro. Pedí entonces la colaboración de diversas personas –expertas en la práctica y el estudio del tema que abordarían– para que contribuyeran, mediante sus aportaciones en un libro colectivo, a acercarnos a una visión esclarecedora y pedagógica. El resultado es una obra que combina amablemente el rigor con la proximidad, un libro generoso también en citas y bibliografía a partir de las cuales podemos continuar profundizando. Cada autor aborda el tema de la contemplación desde un prisma diferente aportando los matices oportunos. Cada capítulo emana por sí mismo su propia fragancia y así debemos apreciarla, cada uno tiene su propia completitud, y todos ellos convocan a una misma esencialidad, entrelazándose los unos con los otros de forma orgánica sin haber condicionado a priori que así fuera. El conjunto conforma un pequeño mosaico, una breve muestra de dicho legado, que lejos de ser un anclaje o un peso –en la medida que podamos profundizar en él integrándolo en el quehacer cotidiano–, será un canto a una libertad renovada, un vuelo infinito en sí mismo, una puerta al asombro.

Confío en que hallen, en las siguientes páginas, espacios de reflexión íntima y de aprehensión de conceptos que puedan ayudarles a elaborar una comprensión rigurosa, liberadora y saludable de la dimensión contemplativa del ser humano.

Por todo lo expuesto, opto por dejar esta introducción en una discreta invitación a la lectura atenta, dejándose absorber e inspirar, saboreando ese posible retorno a la riqueza de la diversidad y multiplicidad de lenguajes que manan de la Fuente; pues los caminos de interioridad hacia el gozo requieren también de cierta madurez pausada, a ratos solitaria, y sin duda, agradecida.

La dimensión contemplativa del ser humano Vías de acceso

Javier Melloni (Barcelona, 1962), jesuita, licenciado en Antropología Cultural y doctorado en Teología. Especializado en mística comparada y diálogo interreligioso. Es profesor en la Facultad de Teología de Cataluña, miembro de Cristianisme i Justícia, así como del consejo académico del Master en Espiritualidad Transcultural (Universidad Ramon Llull). También es asesor de la colección «Sagrats i Clàssics» de Fragmenta Editorial.

Autor y coautor de diversos libros entre los que cabe destacar: Dios sin Dios (coautor con José Cobo) (Fragmenta, 2015), Sed de Ser (Herder, 2013), El Cristo interior (Herder, 2012), Hacia un tiempo de síntesis (Fragmenta, 2011), El deseo esencial (Sal Terrae, 2009), Vislumbres de lo Real. Religiones y revelación (Herder, 2007), El Uno en lo múltiple. Aproximación a la diversidad y unidad de las religiones (Sal Terrae, 2003), La mistagogía de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio (Sal Terrae, 2001) y Los caminos del corazón. Una aproximación a la Filocalia (Sal Terrae, 1995).

Los seres humanos somos criaturas de necesidades pero también de gratuidades, seres en proceso pero llamados a completud. Acuciados por el instinto de supervivencia, también somos seres extáticos, capaces de inmensidades. Si bien necesitamos palpar las cosas concretas y tangibles, cuando nos dejamos absorber por Aquello que late tras ellas, sucede «eso» que llamamos contemplación. El término proviene del latín cum-templus, «hallarse junto o ante el templo», es decir, participar de lo que se da en un espacio teofánico. A su vez, templo proviene del griego témenos, «lugar de manifestación de lo divino». Por tanto, la contemplación remite a aquella actividad-estado que tiene que ver con la apertura a la manifestación de lo sagrado. Y si proseguimos con la etimología de las palabras, sagrado proviene de la raíz indoeuropea sak, que significa «conferir realidad». Así, la contemplación tiene que ver con la apertura y el contacto con lo Real, es decir, con Lo-Único-Necesario.

Si bien el marco con el que mayormente se identifica la contemplación es el religioso, también la hallamos en otros ámbitos: en la absorción de un niño ante un hormiguero, en la belleza sobrecogedora ante la naturaleza, en la fruición de una obra de arte –ya sea plástica o musical–, en la relación amorosa, en la mirada de una madre ante su hijo pequeño, en ciertos momentos de la indagación científica y de la reflexión filosófica. Porque contemplar es ver, ver sin mirar, sin intención ni tensión alguna. También hay momentos de contemplación en el juego y en el deporte, así como en las artes marciales.1 Incluso parece que algunos animales tienen esta capacidad. El zoólogo Adriaan Kortlandt fue testigo de la siguiente escena:

«Era la hora de una puesta de sol en un bosque tropical africano, con el consiguiente resplandor de esos atardeceres. Un chimpancé entró en escena llevando una papaya, sujetándola contra el lomo con una mano mientras caminaba. Era su tentempié para la noche. El chimpancé bajó la papaya y durante quince minutos enteros permaneció como hechizado por el espectáculo de colores cambiantes del atardecer. Los observó sin moverse. Luego se retiró silenciosamente a los matorrales olvidando su papaya».2

Este episodio expresa muy bien lo que decía al comienzo: la contemplación trasciende el reino de la necesidad. El impacto de la puesta de sol sobre el chimpancé es mayor que su interés por la papaya, hasta el punto de que llega a olvidarla. Con todo, en el campo de la contemplación conviene distinguir grados y calidades, porque no a todo lo podemos llamar igual. No hay que confundir, por ejemplo, concentración con contemplación. La concentración consiste en una absorción de la atención sobre un objeto externo o interno, pero aún se trata de una relación parcial, únicamente mental, que no toma a la totalidad de la persona ni la abre del mismo modo. En la contemplación se da una ampliación de la consciencia, donde lo contemplado, el contemplador y el acto de contemplar se hacen uno.

Desde otra perspectiva, podemos considerarla bajo tres aspectos: como un momento puntual que brota espontáneamente; como una práctica, situada en un tiempo y en un espacio, centrada en la atención a una imagen o palabra tratando de que no haya ninguna actividad mental, y como un estado en el que se vive abierto a la profundidad de todo y en conexión con el todo. Sobre las prácticas de contemplación y sobre el estado contemplativo hablaremos a lo largo de todo el capítulo. Por lo que se refiere a la contemplación espontánea, he aquí unas sorprendentes palabras de Franz Kafka:

«No hace falta que salgas de la habitación. Quédate sentado a la mesa y escucha. Ni siquiera escuches, simplemente espera. Ni siquiera esperes. Quédate en silencio, en quietud y en solitario. El mundo se ofrecerá libremente a ti. Será desenmascarado, no tiene elección. Se desplegará en éxtasis a tus pies».3

Algo semejante evoca este poema de Rainer Maria Rilke:

«Mira esta nube: cómo oculta impetuosamentela estrella que ahora mismo estaba –como yo–al otro lado de las montañas, y ahora en la nochelleva los vientos nocturnos –como me lleva a mí–,y toma del hondo río el reflejode ese claro cielo, desgarrado –como a mí mismo–;hacer de mí, y de todo esto,una sola cosa, Señor: de mí y del sentimientocon que el rebaño, guarecido en el redil,acepta, jadeando, el oscuro no ser del mundo;de mí y de la luz de tantas casas en la oscuridad,hacer, Señor, una sola cosa; de los extraños, Señor,a lo que no conozco, y de mí, de mí,hacer una sola cosa […]».4

Aquí la contemplación se entrelaza con la oración en un impulso de unión que convoca a la totalidad: «Hacer de todo esto una sola cosa». Lo que distingue el texto de Kafka del de Rilke es que en el primero no hay ninguna referencia a un Tú mientras que en el segundo sí. En cualquier caso, sea ante un Tú explicitado o sin él, sea buscada o espontánea, el contacto con el absoluto (ab-solus, «lo no determinado», «lo no constreñido por nada») es constitutivo del ser humano y está presente en todas las culturas. En su seno han surgido las más diversas tradiciones religiosas y espirituales en pos de este Rastro-Rostro.

Aclaración de términos

Antes de proseguir conviene hacer aún diversas aclaraciones. En primer lugar hay que distinguir tres palabras cercanas: oración, meditación y contemplación. Con frecuencia se utilizan como sinónimas y, sin embargo, tienen un campo semántico muy específico.

La oración es un acto interno de recogimiento que se dirige a un Tú trascendente. Oración proviene de oror, «pronunciar con los labios», es decir, se refiere al acto de dirigirse al Ser divino con la espera de ser escuchado. La oración es constitutivamente relacional y extática porque lo saca a uno de sí mismo hacia el Otro, lo descentra hacia una Alteridad radical.

La meditación, en cambio, recorre el camino inverso: es de carácter enstático (en-stasis, «ir hacia adentro»). Se trata de una interiorización sin un tú. Meditación proviene de mederein, «tomar medidas», «tener cuidado de algo». De aquí proviene también la palabra «medicina». La medicina cuida del cuerpo mientras la meditación cuida del alma.

La contemplación sería el estado avanzado que encontramos en las dos vías anteriores, siendo la oración una actividad propia del corazón y la meditación una actividad que atañe a la mente. Lo que convierte a ambas en contemplación es la cesación de sus respectivas actividades, de modo que se entra en un estado «pasivo»; hecho de apertura y receptividad donde solo hay Presencia (en la oración) y claridad (en la meditación).

Otra aclaración nos es requerida: lo que en Occidente se llama contemplación, en Oriente se llama meditación.5 Tanto en la contemplación occidental como en la meditación oriental lo que sucede es una detención del flujo mental. Así es la meditación zen (zazen, «sentarse en abismamiento») y la meditación yoga (dhyana). Ambas van precedidas por la concentración, que sería el elemento activo previo al estado «pasivo» de la contemplación. En los Yoga-Sutra, Patañjali describe la meditación como «una comprensión fusible que reintegra la consciencia de un modo más progresivo» (III, 2), de modo que «la conciencia que persevera, abarca desde lo más pequeño hasta lo más grande» (I, 40). Este «abarcar» vasto y fluido nos sitúa plenamente en el marco de lo que en Occidente identificamos como contemplación. Por el contrario, cuando en Occidente se habla de meditación nos estamos refiriendo a la reflexión de una idea o de un texto, donde la mente está en plena actividad. El uso frecuente de ambos términos en contextos diferentes es lo que puede crear confusión.

Las tres vías

Son muchos los caminos, las modalidades y mediaciones que propician la contemplación. En un intento de aclarar –aunque también con el riesgo de simplificar– podemos identificar tres grandes vías que se corresponden con los tres centros del ser humano: el cuerpo, el corazón y la mente. El cuerpo, a través de los sentidos, abre la vía de la percepción; el corazón abre la vía de la devoción, del afecto o del amor; y la mente, relacionada con la conciencia, abre la vía de la indagación y del conocimiento. Las tres corrientes están de alguna manera en todas las tradiciones, pero podemos decir que el ejercicio de la percepción es más característico del budismo y el taoísmo; el camino del amor es más propio del cristianismo, aunque también está presente en las vías afectivas-devocionales del sufismo, del judaísmo (el hasidismo), el hinduismo bhakti y más minoritariamente en el budismo a través de la corriente de la Tierra Pura. Por lo que se refiere a la vía de la mente-consciencia es más propia del hinduismo (presente en la corriente jñana y en el Vedanta), así como en ciertas corrientes del budismo como el Zen Rinzai, y también en las vías gnósticas del sufismo, de la Cábala judía y del cristianismo esencialista (Evagrio Póntico, Maestro Eckhart, Nicolás de Cusa, etc.).

George Gurdjieff (1866-1949) introdujo el Cuarto Camino como una propuesta de integrar estas tres vías. La primera la consideraba el camino del faquir, la segunda, del santo, y la tercera, del yogui. Con su propuesta trataba de integrar los tres recorridos a partir de un punto más elevado o de una anterioridad que precede a los tres centros de atención: el recuerdo de sí, esto es, un estado de autopresencia y de autoconciencia llamado a ser permanente y que tiene que ver con un modo de contemplación.6 Se trata de un «ver» integral que conecta con la fuente de todo lo que es, una plena consciencia donde nada es excluido gracias a un estado de atención total que permite sentir la plenitud de la Presencia a partir de la autopresencia.

En las tradiciones aborígenes, estas tres vías no están diferenciadas. La contemplación tiene un carácter más extático y suele estar relacionada con los ritos de iniciación, con determinados lugares (llamados en algunos pueblos «lugares de poder») y con rigurosas condiciones corporales; también es frecuente la ingesta de substancias enteógenas. Entre los nativos norteamericanos, se da gran importancia a la «búsqueda de la visión», donde el iniciado recibe un conocimiento que lo acompañará toda la vida. Entre los aymaras de la cordillera andina es frecuente que los hombres y mujeres sabias se retiren un tiempo para «llenarse de luz».

Retomando los tres accesos mencionados, lo más significativo es que parten de los elementos que nos constituyen como humanos (cuerpo, corazón y mente) para trascenderlos y para trascendernos. La contemplación es el «otro» lado de cada instante, el umbral siempre abierto que está allá mismo donde nos hallamos y al que accedemos por los mismos medios que disponemos en nuestro ser y hacer cotidianos. La posibilidad de completud está al alcance de nosotros en cada momento a través de nuestra propia existencia. En nuestra constitución física y psíquica como seres humanos tenemos las puertas de acceso a la fuente de la que mana nuestro ser. Veamos a continuación cada uno de estos tres accesos con más detenimiento.

La vía de la percepción

La percepción es la conciencia del cuerpo, la captación de la realidad a través de los sentidos. Ver, oír, palpar, oler y gustar pertenecen al reino de la supervivencia, pero también son vías de trascendencia cuando cada uno de los sentidos sobrepasa la dualidad sujeto-objeto. La contemplación acontece cuando la persona deja de estar a la defensiva o a la ofensiva frente a un objeto o a otro sujeto y se abre plenamente en actitud admirativa y de ofrenda. Ya no hay otredad sino mismidad.

La vía perceptiva comienza por un soporte muy sencillo, pero cuya atención es muy escurridiza: la respiración. Se ha de retornar continuamente a ella porque ancla en el presente. Solo podemos respirar el aire de cada «ahora». Ello permite una percepción interna y externa de uno mismo porque sucede dentro y fuera del cuerpo. Existen múltiples métodos para mantener la atención en la respiración: contarlas, hacer pausas en las retenciones, etcétera. Lo que convierte la atención y la concentración en contemplación es experimentar el flujo de vida que se produce en el acto de respirar. Uno ya no respira, sino que es respirado, se ha convertido en respiración.

La siguiente pauta de atención se dirige a la postura.7 El cuerpo es el soporte primordial de la meditación. El propio cuerpo es la postura. Se trata de lograr la alineación correcta de la columna vertebral, eje que nos ancla en la tierra a través de la fuerza de gravedad, a la vez que nos eleva; así puede venir la relajación y a continuación la elasticidad, la cual tiene que ver con la aceptación. Todo ello indica que la quietud en la posición no es inmovilidad y menos aún rigidez. Estos tres elementos (alineación, relajación y elasticidad) no atañen solo a la meditación, sino que son reflejo de nuestro modo de estar en el mundo y de nuestro modo de ser. La atención postural es tan importante que se ha llegado a decir que el Buda alcanzó la iluminación porque encontró la postura adecuada.

A continuación se da una bifurcación de acentos. Unas corrientes se centran en la atención a las sensaciones internas, tanto fisiológicas como emocionales: la captación de la piel, órganos, miembros, así como los movimientos emotivos adyacentes o subyacentes, etcétera. Tal es el caso del vipassana. La pautación de la meditación consiste en hacer un recorrido de consciencia que va desde la punta de la cabeza hasta los pies, y desde los pies hasta la punta de la cabeza. Las percepciones se tornan cada vez más sutiles hasta que se da el estado contemplativo (samadhi), en el que se trasciende la sensación de estar en un cuerpo compuesto por órganos diferenciados y separado del entorno, para percibirlo como un flujo de energía y un campo unificado sin distinción entre lo exterior y lo interior, formando parte de una totalidad omniabarcante. El cuerpo se convierte en el cauce en el que se experimenta la corriente de la vida.

La otra línea de la bifurcación busca el vacío de la mente para alcanzar un estado de receptividad que incluye la captación del entorno, como es el caso del zen. La conciencia se convierte en un sensor que registra todas las sensaciones: el caminar, el roce del viento, la escucha del agua o el trinar de los pájaros, el gesto de servir una taza de té, la palabra que es dicha y la palabra que es pronunciada, etcétera. Por el vacío de la mente se llega al estado de la existencia pura, «la conciencia total e impecable de lo que está sucediendo».8

Tanto en la escucha de las sensaciones internas como externas, la herramienta básica es mindfulness, la «atención plena», un término que se ha consagrado en los últimos años y que, aunque se exprese en inglés, tiene procedencia budista: sati en pali y smirti en sánscrito.9 Una de las personas que más ha colaborado a su difusión ha sido el doctor norteamericano Jon Kabat-Zinn al aplicar la meditación en los tratamientos a sus pacientes de estrés.10 Actualmente, el término y la práctica de mindfulness forman parte del patrimonio de la aldea global y son accesibles a los practicantes de cualquier tradición. El peligro de esta difusión en nuestra sociedad de consumo es que acabe convirtiéndose en un consumo más, que entretenga en lugar de transformar. La contemplación, en tanto es teofánica (o nirvánica), no está al servicio del ego, sino que lo pone radicalmente en cuestión. Escribe Thich Nhat Hanh, monje vietnamita contemporáneo que ha integrado diversas corrientes del budismo creando una nueva orden llamada interser:

«La atención plena es la energía de la atención. Es la capacidad que hay en cada uno de nosotros de estar presentes al ciento por ciento ante lo que está ocurriendo en nuestro interior y a nuestro alrededor. Es el milagro que nos permite llegar a estar plenamente vivos en todo momento. Es la base esencial para curarnos y transformarnos a nosotros mismos y nuestro entorno».11

La atención plena no se restringe al tiempo de la meditación. Se extiende a todas las horas del día y a todo el ámbito de la vida. Prosigue Thich Nhat Hanh:

«Cortar leña es una meditación. Llevar cubos de agua es una meditación. Sé plenamente consciente las veinticuatro horas del día y no sólo durante la hora que te dedicas a meditar formalmente, a leer un texto sagrado y a recitar oraciones. Ejecuta cada acto con plena atención. Cada uno de ellos es un rito, una ceremonia. Acercarte la taza de té a los labios es un rito. La palabra “rito” ¿te parece demasiado solemne? Yo la utilizo para que comprendas que la plena conciencia es cuestión de vida o muerte».12

Tras la aparente banalidad de ejercitarse en la percepción de las pequeñas cosas se oculta algo mucho más profundo:

«Si no sois capaces de percibir el mundo fenoménico con la suficiente profundidad, será muy difícil o imposible percibir el mundo nouménico, la base del ser. Pero si sabéis que el aire fresco está ahí, si podéis percibirlo profundamente y gozar de él, tendréis la oportunidad de percibir su base. Es como la ola percibiendo el agua. Vuestro propio cuerpo contiene el nirvana. Vuestros ojos, nariz, lengua, cuerpo y mente contienen el nirvana. Si los observáis profundamente, podéis percibir la base de vuestro ser. Si creéis que sólo podéis percibir a Dios abandonando todo lo de este mundo, dudo que lo consigáis. Si buscáis el nirvana rechazando todo cuanto os rodea, en concreto la forma, las sensaciones, las percepciones, las formaciones mentales y la conciencia, no podréis percibir el nirvana de ningún modo. Si elimináis las olas, no habrá agua alguna que percibir. ¿Es posible percibir el nirvana? La realidad es que vosotros sois el nirvana. Está a vuestro alcance las veinticuatro horas del día. Es como la ola y el agua. No debéis buscarlo en ninguna otra parte ni en el futuro, porque vosotros sois el nirvana. Él es la base de vuestro ser».13

Difícilmente se podrían encontrar palabras más diáfanas. La vía de la percepción accede, pues, a la contemplación mediante la «perforación» de la realidad. Esta transparentación se realiza sosteniendo la atención a todo lo que nos rodea de un modo no utilitario, sino rindiéndonos y haciéndonos plenamente presentes. El cuerpo solo vive en el presente. Es la mente la que recuerda o la que se anticipa. Por ello, la contemplación solo se da en el presente; y tal presenciación es vehiculada por el humilde «ahora» perceptivo de los sentidos y por la atención sostenida a la respiración, sin pretender agarrar nada, sino soltándolo todo y soltándose del todo para que así se revele el «otro lado» de las cosas.

La vía del corazón

Si bien la percepción se abre a la totalidad como un todo indiferenciado, la corriente afectiva se dirige hacia la trascendencia como el Tú supremo de donde brota el propio yo, el totalmente Otro del que proviene la propia identidad. Tal es la experiencia contemplativa que brota de la tradición bíblica, tanto judía como cristiana, así como en el islam y en las corrientes afectivas de todas las tradiciones. Es bien conocida la definición que da Teresa de Ávila sobre la oración: «No es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad, estado muchas veces tratando a solas, con quien sabemos nos ama».14 Dios deviene deseo inaplazable, locura y éxtasis de amor, porque solo ese amor es digno de amarse. Perdiéndose en él, devuelve paradójicamente a uno mismo. Así lo expresaba Juan de la Cruz:

«¡Oh cristalina fuente,si en esos tus semblantes plateados,formases de repentelos ojos deseados,que tengo en mis entrañas dibujados!¡Apártalos, amado,que voy de vuelo!».15

La via amoris avanza a través de la contemplación de un rostro (plasmado exteriormente o recreado interiormente) o por medio de unas palabras (externas o internas). La cuestión del soporte es muy importante: palabras e imágenes sirven como escala, las cuales son captadas a un nivel cada vez más profundo. Lo que convierte la oración en contemplación es la desaparición del soporte y la unión que se alcanza entre el orante y Dios. Mientras el soporte predomina, no podemos hablar todavía de contemplación.

En la tradición monástica cristiana se concibe una ascensión en cuatro tiempos: lectio, meditatio, oratio y contemplatio. La lectio se refiere a la lectura de la Palabra de Dios, en una actitud de receptividad que se extiende a acoger cada cosa, persona o evento como una teofanía. La meditatio se corresponde con el rumiaje del contenido de esa palabra. Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios espirituales, describe muy bien lo que comporta la meditación: «No el mucho saber harta y satisface el alma sino sentir y gustar interiormente de las cosas».16 En sus Ejercicios, san Ignacio da mucha importancia al papel de la imaginación. La mayoría de los tiempos de oración que proponen consisten en imaginarse interiormente los diferentes pasajes de la vida de Jesús «como si presente me hallase» (EE 47). A través de este marco imaginativo se produce una presenciación de Cristo, al cual se pide «conocimiento interno para más amarle y seguirle» (EE 104). A continuación viene la oratio, el diálogo afectivo con Dios, donde la persona aboca todo su potencial de amor, de entrega y de deseo de unión. Es entonces cuando se está en el umbral de la contemplación, donde las palabras van cesando y la imaginación también, porque ambas alcanzan el término al que tendían: la consumación de la unión. Anthony de Mello establecía la siguiente escala de la oración:

«Primero, yo hablo y Tú escuchas.Luego, yo escucho y Tú hablas.Después ninguno habla y los dos escuchamos.Finalmente, nadie habla, nadie escucha. Sólo hay Silencio».17

La transición entre el tercer y cuarto estadio supone un cambio cualitativo. Nos adentra en el silencio de la unión, lo cual nos esclarece sobre otra distinción importante: la vía positiva o «katafática» (lo que puede ser dicho o expresado) y la vía negativa o «apofática» (lo que está más allá de toda expresión). En la primera, la contemplación se sostiene a través de imágenes, palabras, sentimientos o ideas, mientras que en la vía apofática todo ello se considera una distracción o un impedimento, tal como es propuesto por autores tan significativos como Maestro Eckhart o Juan de la Cruz. Dice este último:

«Para venir a lo que no gustas,has de ir por donde no gustas;para venir a lo que no sabes,has de ir por donde no sabes;para venir a lo que no posees,has de ir por donde no posees;para venir a lo que no eres,has de ir por donde no eres».18

Esta sustracción de soportes comporta un mínimo de contenidos para un máximo de Presencia. En el corazón de esa Presencia, sucede lo que expresa Maestro Eckhart:

«En esta Potencia, Dios se halla dentro, floreciendo y reverdeciendo con toda su deidad, y en esa misma Potencia engendra a su Hijo unigénito […]. Esa Potencia está libre de todo nombre y desnuda de toda forma, totalmente vacía y libre, como vacío y libre es Dios en sí mismo. Es tan completamente una y simple como uno y simple es Dios, de manera que no se puede mirar en su interior».19

Quien ha llegado a percibir y vivir esto es que ha alcanzado el estado de la no-dualidad, donde el contemplante y lo contemplado se han convertido en una sola realidad. Así mismo lo expresa Patañjali en unos de sus aforismos sobre el Yoga: «Gracias a la entrega del yo al ideal de la suprema individualidad, adquirimos la comprensión de ese ideal (samadhi)» (I, 45). También en el hinduismo se distinguen dos tipos de samadhis (absorciones): con soporte (samprajnata-samadhi) y sin soporte (nirvitarka-samadhi). En el primero, la meditación está ligada a una determinada forma, mientras que en el segundo se ha trascendido todo contorno. Esta distinción se corresponde a la que se atribuye al Ser Último, el cual se diferencia entre Brahman saguna, «con atributos», es decir, cognoscible para el ser humano, y Brahman nirguna, «sin atributos», o «más allá de todo atributo». Es decir, se produce el conocimiento de Dios por participación, lo cual nos acerca a la siguiente vía. Adentrados en lo más profundo, en la séptima morada de santa Teresa o en la cima del Monte Carmelo de Juan de la Cruz, Dios ya no necesita ni puede ser nombrado, porque nombrarlo implicaría separación. Silenciarse comporta entrar en ese fondo, libre y vacío, donde todo es uno. Escribe Maestro Eckhart:

«Separad de Dios todo cuanto lo está vistiendo y tomadlo desnudo en el vestuario donde se halla desvelado y desarropado en sí mismo. Entonces permaneceréis en él».20

En definitiva, lo propio de la via amoris es que la contemplación se alcanza por medio de la entrega en un impulso extático que lleva a la unión, «amada en el Amado transformada» como dice san Juan de la Cruz al final de su Cántico espiritual, inspirado en el Cantar de los Cantares de la tradición hebrea y bíblica.

La vía cognitiva

Si en la vía afectiva se avanza por medio de la entrega y de la rendición, en la vía cognitiva o indagativa se progresa a través de la pregunta: ¿Quién soy yo? ¿Quién es el yo que piensa, ve o siente? Este cuestionamiento, que al comienzo es una interrogación mental, se convierte en el resorte para la detención de la mente. Consuelo Martín expresa con claridad lo que significa detener el flujo del pensamiento: «Cuando la verdad se contempla, se es la Verdad y ahí comienza todo».21 En este silenciamiento se «ve», y este «ver» es el que abre al campo de la conciencia no-dual donde el yo separado se va percibiendo en el Yo Supremo del que emanan todos los yoes individuales. Lo propio de la vía meditativa-indagativa es llegar al verdadero discernimiento: captar que no hay dos realidades (yo-tú, sujeto-objeto, Dios-mundo), sino una única Realidad: el Sí mismo del que todo es manifestación. Se parte de la conciencia del yo individual, el cual se va percibiendo progresivamente que es independiente del cuerpo y de la mente, e inseparable de la Conciencia universal. Uno se convierte en testigo de su propio estado.

La corriente que tal vez haya llegado más lejos en este camino es la Advaita Vedanta de la tradición hindú. Así lo expresa una upanishad:

«Es necesario que el sabio haga penetrar la palabra en la mente, la mente en el intelecto, el intelecto en el Espíritu del universo y el Espíritu del universo en el Espíritu de la paz» [Katha Up 3].

En el Pratyabhijnahridayan, uno de los textos esenciales del shivaísmo de Cachemira, se dice: «La conciencia universal crea este universo en libertad total».22 No se trata de una afirmación o constatación mental, sino de un estado de claridad en el que toda autorreferencia ha sido soltada y solo queda la evidencia de Lo-que-es. El sí mismo (atman) personal es el mismo que el Sí mismo universal (Paratman). Ramana Maharshi (1880-1950), uno de los mayores exponentes de esta corriente, dice: «No hay ningún todo aparte de Dios para que él lo penetre. Sólo él es».23 Es decir, no es que Dios esté en todo, sino que Dios es todo. Solo Dios es. Lo que es no es sino Dios. Llegar a captar esto con la totalidad del propio ser es la meta de la vía indagativa de la consciencia. Prosigue Ramana:

«¿Cuál es la verdad que enseñan las Escrituras cuando proclaman: “Ver el Ser es ver lo divino”? ¿Cómo puede uno ver el Ser? Dado que uno mismo es lo único que existe, ¿cómo es posible ver lo divino? Solamente puede realizarse convirtiéndose en presa suya».

Este dejarse tomar, esta total rendición de la mente es la que se alcanza cuando el yo no cesa de indagar lo que se esconde tras su pequeño yo. Cuando esto es descubierto, cuando se «ve» esto, es porque ya no hay separación entre Dios y uno mismo. Se comprende que el yo que cree existir separado es un espejismo que condena a vivir a la defensiva y a la ofensiva. Cuando el yo-cuerpo y el yo-mente comprenden que no son sino el Yo total (el Sí mismo, la Ultimidad, Brahman, etcétera, los nombres son infinitos), entonces se alcanza la dicha suprema (ananda). De nuevo Ramana:

«La muerte de la mente sumergida en el Océano de la Auto-conciencia es el eterno Silencio. El “Yo” real es el Supremo Espacio del Corazón que es el gran Océano de Felicidad».24

La luz de la mente, en lugar de verterse hacia afuera, regresa a su fuente. Entonces descubre que la luz con la que ve no es sino participación de la única Luz que todo lo ve:

«La Divinidad presta luz a la mente y brilla en su interior. ¿Cómo es posible conocerla a través de la mente sino tornándola hacia el interior y fijándola en la Divinidad?».25

Al mantener fija la atención en esta única dirección, se produce la visión. Ramana hablaba del corazón como del lugar interno donde se produce tal claridad:

«El indescriptible Corazón es el espejo en el que el universo entero aparece. Sólo la Consciencia Única, el Espacio de mero Ser, es lo Primordial y Supremo, el Silente pleno. El Corazón, a Fuente, es el comienzo, el medio y el fin de todo. El Corazón, el Supremo vacío, no es nunca una forma. Él es la Luz de la Verdad».

El corazón no es el órgano de la afectividad, sino el centro del ser, la morada del Ser en nuestro ser:

«Tu mente no puede conocer al Ser, que es la perfecta experiencia indivisa y el Uno sin segundo. Sólo lo puede conocer el Corazón, libre del pensamiento y que es el Ser mismo».26

Recapitulaciones

Como hemos tratado de mostrar, cada una de las vías se basta a sí misma para alcanzar el fin de la contemplación, que nos es otro que abismarse en la plenitud del Ser. Esta plenitud se identifica y se nombra en cada vía con términos diferentes, según la tradición religiosa que subyazga, pues cada camino está basado en un modo de comprender la realidad última. Es más, la práctica misma de cada vía condiciona el modo de comprenderla y de vincularse con ella.

Existe una sentencia latina que dice: Lex orandi, lex credendi, esto es, el modo de orar –o de contemplar– condiciona el modo de creer. Quien tenga experiencia en este campo constatará que así es. En la vía perceptiva del budismo, el fondo de lo real se percibe vacío y suelto; en la vía devocional-afectiva de las religiones teístas, aparece como el Tú absoluto, mientras que en la vía indagativa del hinduismo se percibe como la Conciencia subyacente a todo. Podemos ilustrarlo recurriendo a la célebre metáfora de la ola y el mar. Si bien las tres vías comparten que el fruto último de la experiencia contemplativa es la identificación de la ola con el mar, cada una lo expresa de un modo diferente:

En la vía perceptiva, tanto la ola como el mar se revelan como un único flujo permanentemente cambiante de formas en el océano de la vacuidad. En la vía relacional-devocional, la ola exclama ante la inmensidad azul que se abre ante ella: «¡Oh, Tú!». Es el éxtasis del amor, la via amoris. En la vía indagativa de la conciencia, la ola se sabe agua de ese Mar, y este saber es el sabor de toda plenitud.

Expresado con palabras de Nisargadatta, otro maestro contemporáneo de la no-dualidad: «El amor dice: “Yo soy todo”; la sabiduría dice: “Yo no soy nada”. Entre ambos fluye mi vida».27 Habría que añadir lo que diría la percepción: «El cuerpo exclama: yo soy este flujo».

Cabe hacer una última consideración: estas tres vías se han presentado separadas y distinguiéndolas unas de otras con una intención pedagógica, pero también es cierto que se hallan mucho más integradas y que en los estadios avanzados no se puede distinguir dónde acaba una y comienza la otra.