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Como un maravilloso collar de perlas con incontables destellos, las verdades de la fe católica se ofrecen a la inteligencia del cristiano para ser creídas. Pero logran luego encarnarse en la vida, y con hondura, cuando son serenamente meditadas. Entre otras verdades, el autor desarrolla la realidad de un Dios que se dona, su unidad trinitaria, la paternidad de Dios y la fliación divina en el hombre, la Pasión y Resurrección de Cristo, qué sucederá al fnal de la historia del mundo, etc.
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Seitenzahl: 209
Veröffentlichungsjahr: 2024
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RICARDO SADA FERNÁNDEZ
LA FE MEDITADA
EDICIONES RIALP
MADRID
© 2024 byRicardo Sada Fernández
© 2024 by EDICIONES RIALP, S.A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-6832-1
ISBN (edición digital): 978-84-321-6833-8
ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6834-5
ISNI: 0000 0001 0725 313X
Presentación
1. La revelación del amor divino
2. El don de Dios que es Dios mismo
3. Consumados en la unidad trinitaria
4. Los moradores actúan
5. Un corazón de padre
6. Conciencia de ser hijo
7. El mayor
misterio
8. El centro absoluto
9. La pasión, camino de ida y vuelta
10. El calvario en el tiempo
11. El enamorado que espera
12. Un Dios que se me entraña
13. Seres de esperanza, seres de deseos
14. La vida afectiva de Jesús
15. Un Dios olvidadizo
16. Movidos por el Espíritu
17. Un mundo lleno de ángeles
18. Conmigo, un príncipe del cielo
19. ¿Una meditación desagradable?
20. Enemigos al acecho
21. El título esencial de María
22. Descansar en un regazo
23. Resucitados en el resucitado
24. Con-morir
25. El tribunal de Cristo
26. Don del corazón herido del cordero
27. El estado de autoexclusión de Dios
28. Ver a Dios
29. Un dogma poco meditado
30. ¿Y cuando todo termine?
Cubierta
Portada
Créditos
Índice
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Notas
Como un maravilloso collar de perlas, las verdades de la fe católica se ofrecen a nuestra inteligencia para ser creídas. Buscando que desciendan a la vida, las meditamos.
Los destellos de esas perlas son inagotables. Ofrecemos aquí tan solo unos pocos. Quizá algunos de ellos podrían inspirar al lector para descubrir otros.
La revelación judeocristiana es la revelación del Amor con que Dios nos ama. Este Amor será siempre nuestro asombro: rebasa cuanto podemos soñar o imaginar. Para conocer a fondo el Amor de Dios necesitaríamos ser Dios, y por eso tampoco comprendemos del todo las expresiones de ese Amor.
El primer acto en que se revela ese Amor es la creación. Dios está presente en las cosas más que las cosas mismas; está en mí más que yo mismo. Los teólogos la llaman presencia de inmensidad, y explican que adopta tres modalidades. La primera, presencia de conocimiento, en cuanto nada escapa a la visión divina: Dios conoce lo íntimo de cada corazón. La segunda, que Dios está presente en todo con una presencia de fuerza, pues da a los seres su actividad: hace a la vid dar uvas y rosas al rosal. También está presente con una presencia de esencia, en cuanto otorga y mantiene a las cosas en su ser. Tales son los tres aspectos de la presencia de Dios en su acto creador.
Pero en realidad tenemos que confesar que cuando hablamos de Dios resulta muy difícil expresarnos bien. Él siempre supera nuestros modos de comprender y de decir. En las frases anteriores, por ejemplo, dijimos “Dios está presente en todas las cosas”. Es una frase mal construida, como si dijéramos “Cristo nació el día de Navidad” o “el sol sale cuando amanece”. Deberíamos decir con más propiedad: “La presencia de Dios hace que las cosas sean”. O bien, “su presencia crea el espacio”, o “las fuerzas del Universo son las suyas”. Lo mismo cuando decimos “Dios es Amor”, no nos estamos limitando a decir que Él ama, sino mucho más: que su Amor crea amor, que despierta todos los otros amores, los multiplica, los diversifica, los proyecta a la eternidad. Amando Él infinitamente somos capaces de amar a otros, nos asocia a su actividad amorosa, su felicidad nos hace felices. Y así siempre y en todo, pues un Ser infinito lo envuelve y lo principia todo. Cristo no nació el día de Navidad; la Navidad es tal porque ese día nació Cristo. El sol no sale cuando amanece, sino amanece cuando sale el sol. Dios está en cada una de las cosas y por eso las cosas son.
Hay, pues, una presencia de Dios en todo ser, que la teología llama presencia de inmensidad. Pero hay un segundo acto de Dios, un acto de su amor más desconcertante todavía. Algo así como a la madre que no le resulta suficiente tener cerca al niño que ha traído al mundo, sino que lo estrecha contra su corazón. Dios va a unirse de una manera nueva a los seres espirituales que se abren a Él. Esta presencia misteriosa, escondida, se llama presencia de inhabitación. De esta segunda manera no puede Dios habitar en las cosas materiales, pero allá donde haya un espíritu podrá descender y conversar con él. Esta presencia de inhabitación es una presencia de conocimiento y amor, y se produce cuando Dios infunde su gracia en ese espíritu. Esto es así porque las tres Personas divinas han hecho de esa alma su morada.
Estos dos modos de presencia divina obedecen a las dos clases de Amor de Dios. Hay un Amor (al que santo Tomás llama amor común), con el que Dios ama a la gota de agua, al camello, a la estrella, al impulso eléctrico... Él los creó: existen porque los ama, existen por un acto de amor y de volición divinos. Dios ama así, con este amor común, a todo lo que es. También el hombre pecador tiene su ser, y también el demonio, y ese ser no subsistiría si Dios no continuara deseándolo. Lo malo en ellos no es su ser sino su voluntad perversa, es decir, el acto por el que rechazan el amor especial que se les ofrece. Pero su ser mismo es una riqueza, una participación del Ser divino. En este sentido se dice que el amor común de Dios se extiende a todo lo que existe en tanto que existe: también al demonio y al más abyecto pecador.
Al modo de Amor divino que se origina por la inhabitación, santo Tomás lo llama amor especial. Por este Amor, Dios eleva a la criatura espiritual sobre las capacidades de su naturaleza, revistiéndola de una nueva, sobre excelente, introduciéndola en un inimaginable universo de amor envolvente. La hace partícipe de la vida divina al infundir en ella la gracia creada o gracia santificante. A nosotros, seres espirituales, Dios nos ha creado para amarnos así.
A ese Amor que Dios vuelca sobre nuestra alma cuando vive en ella, los teólogos lo denominan, dijimos, gracia santificante. Por la gracia santificante somos capaces de gozar de la vida de Dios, puesto que por ella nos ha hecho sus hijos. Si morimos en ese estado, por esa gracia Dios hará que vivamos eternamente en su intimidad dichosa. Sin embargo, debido al pecado original, sin ella se encuentra el alma cuando nace. Sin ella está oscura y vacía, muerta sobrenaturalmente. Por nuestra propia naturaleza, nosotros, los seres humanos, no tenemos derecho a la visión directa de Dios que constituye la felicidad esencial del cielo. Ni siquiera Adán y Eva antes de su caída tenían derecho alguno a la gloria. Ni siquiera el más perfecto de los serafines. El alma humana, en su estado puramente natural, carece del poder de ver a Dios; simplemente no tiene capacidad para esa unión con Él tan íntima y personal.
Pero Dios no dejó al hombre en su estado puramente natural. En su infinita bondad, le dio lo más posible. Dotó a Adán con todo lo propio de un ser humano, y luego fue más allá y confirió a su alma una elevación, cierta cualidad o poder que le permitiría vivir en íntima unión con Él desde esta vida. Esta especial cualidad del alma, esta comunicación de vida divina es, repetimos, la gracia, o más exactamente, la gracia santificante.
Dios tomó asiento en el alma de Adán, inhabitó en ella. Como el amanecer irradia luz y calor al ambiente circundante, así Dios comunicó al alma de Adán la fuerza y el amor de su misma vida divina. Ciertamente, la luz solar no es el sol, pero es el resultado de su presencia. El hierro al rojo no es el fuego, pero es su efecto y en todo semejante a él. La gracia santificante es distinta de Dios, pero fluye de Él y es resultado de su presencia en el alma.
Sin embargo, a pesar de la grandiosidad del don recibido de Dios, para muchos de nosotros el primer escollo será el mismo nombre: gracia. Este vocablo teológico nos parecerá un tanto frío, remotamente emparentado con lo “gratuito” y con lo “grato”. Pudiera ser una expresión, diríamos hoy, con poco marketing. San Juan Pablo II sugiere otra, que de entrada nos dirá más: la gracia como el don de Sí, el regalo de Dios que es Dios mismo, «la gratuita entrega de Sí mismo»1. Ante este acto de donación total de Dios a cada uno, santa Catalina de Siena exclama asombrada: «¡Oh abismo, oh Deidad eterna, oh Mar profundo! ¿Qué más podrías darme que darte a Ti mismo?»2.
El amor siempre busca la donación; a mayor amor, mayor donación. Si es infinito, la donación tampoco tiene límites. Por eso Dios no se detiene en la concesión de sus dones: no da cosas, se da Él mismo. También el amor humano atisba el deseo de no ser para el amado nada distinto al propio amante. En lo finito del amor humano tal pretensión es imposible, pero no para el Amor omnipotente. Aunque al amor finito le quede el recurso de la expresión de un ansia así:
¿Regalo, don, entrega? / Símbolo puro, signo / de que me quiero dar (...) / Cómo quisiera ser / eso que yo te doy / y no quien te lo da3.
Entonces podemos decir (aunque parezca una barbaridad), que al crecer en gracia “crecemos en Dios”, somos más su imagen y semejanza, somos “más Dios”. Decir que nuestra alma participa —debido a la gracia santificante— de la naturaleza divina, es tanto como asegurar que nuestra condición es la propia de Dios. Él no nos ha dado un regalo mejorable: se nos da Él y, entonces, nos diviniza: la gracia es el efecto creado de la misma realidad de Dios en nosotros. Desde los primeros siglos los Padres de la Iglesia se regocijan al recordarnos esta verdad: «La divinización es la asimilación y la unión más íntima y posible con Dios»4. «El Espíritu Santo es fuente de un gozo sin fin que consiste en la asimilación de Dios. ¡Convertirse en Dios! Nada puede apetecerse de más bello»5.
...La gracia que me diste desde mi bautismo —podemos decirle a Dios— me hace vivir tu vida, vida que en su perfección me diviniza más y más, hasta hacerme Tú mismo...
Cuando nos detenemos —aunque sea unos segundos— a considerar estas verdades, terminamos por preguntarnos cómo es que hasta ahora no les hemos dado más importancia. No solo por el estupor que puede invadirnos en caso de hacerlo, sino porque muy posiblemente nuestra existencia tomará una dimensión muy por encima de la que solemos darle: llegaríamos sencillamente a transcurrir instante tras instante con la más amable de las presencias.
Decíamos que Dios está presente en nosotros como Creador con su presencia de “inmensidad”, pero sobre todo por la presencia suya de “inhabitación” cuando nuestra alma se encuentra en estado de gracia. Dios no da como damos nosotros, restringidamente, sino como Él es, y por eso nos da a medida de la grandeza de su Amor. Con la gracia nos introduce en su misma vida.
Mayor a cualquier regalo imaginable, la gracia que Dios infunde en nuestra alma nos hace participar de la naturaleza divina, dándonos así la alegría de tratarlo familiarmente. Tan realmente, tan sustancialmente como los bienaventurados poseen a Dios, lo poseemos nosotros desde el momento en que nuestra alma recibió la gracia. Cuando lleguemos a la vida eterna no será necesario voltear a derecha o a izquierda, todo el cielo brotará de las profundidades de nuestro ser. En último término, el cielo y el alma en gracia son una misma cosa, porque Dios está en el alma: solo hace falta que llegue el día de la cosecha.
Y es que al otorgarnos Dios nuestra nueva naturaleza, no solo nos introduce en su casa, ni se conforma tan solo con sentarnos en su trono real haciéndonos participar de su banquete. Podría habernos dejado —sin menoscabo para nuestra condición creatural— en la puerta de su palacio, prohibiéndonos la entrada, a una distancia respetable. Nosotros nos quedaríamos allí muy conformes, con un nivel de felicidad natural bastante aceptable, admirando la grandeza de sus obras, la hermosura de su mansión y el poder de su brazo. Con este asombro agradecido viviríamos pasmados y complacidos ante un Creador tan inmenso. Y no habría más en nuestra historia si Él tan solo se hubiera conformado con hacernos conocer su Ser a través de la Revelación, si se hubiera contentado solo con hablarnos de Él.
Pero no: Dios ha ido más lejos, más lejos incluso de cuanto hubiéramos soñado. No solo ha querido hacernos vivir en el interior de su castillo, darnos a conocer sus secretos reales y nombrarnos herederos de todas sus posesiones. En un prodigio de magnanimidad, nos comunicó su propia vida. A partir de nuestro bautismo, ningún pensamiento, ningún afecto, ningún acto tienen ya el derecho de ser desgajados de ese nuevo yo que nació en cada uno. Nuestro obrar es propio de cada uno, sí, pero mejor aún y en un sentido más pleno, es del Espíritu de Cristo, es de Dios. Así venimos a resultar nosotros —porque todo lo de Él es nuestro— poseedores del Universo entero, incluido este mundo terreno, el celestial y todos los posibles: «Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios»1.
Entonces atisbamos que su plan no pretende solo una introducción meramente externa en la intimidad divina, como un invitado que está fuera de lugar en una reunión y solo es aceptado por la condescendencia de los anfitriones. No. Cuando Dios nos infunde su gracia, nos cambia el ser: Él por nosotros, su vida por la nuestra, en plenitud de comunicación y de unión, en plenitud de intimidad. Somos, con todo derecho, de su estirpe, de su sangre: su casa y su reino son ahora nuestro hogar. Podemos entonces gozar de su propia belleza —que ahora vemos esparcida y suavizada, porque su despliegue completo no soportaríamos— y gozar del gozo con el que Él es eternamente feliz: «Como el Padre me ha amado, así os he amado Yo. Permaneced en mi amor... Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena»2. Dios es capaz de dar como nosotros no somos capaces de soñar o imaginar: «El gozo de tus santos será inefable, Señor. Se regocijarán cuanto te hubieren amado; te amarán cuanto te hubieren conocido»3.
Es en este nivel donde debemos comprender que el mundo de la oración, de la comunicación entre Dios y cada uno de nosotros no se sitúa al nivel de hipotéticas y sentimentales imaginaciones: estamos haciendo que se despliegue la fuerza de esa semilla —la gracia, el don de Dios que es Dios mismo— presente en nuestras almas. Es otra vida la que desde muy lejos —y a la vez muy cerca, en lo más profundo de nosotros— nos vive. Esto a veces se manifiesta de algún modo en el amor humano cuando —salvadas las distancias de la analogía— el amor de una madre o de una esposa vivifican al marido o al hijo débil o enfermo. Entonces ellos pueden salir adelante, superar la flaqueza, recobrar la alegría de vivir. La fuerza de ese amor es tanta, y de tal manera incide en el amado, que no le permite abatirse, rendirse. Podemos en este punto preguntarnos si la devastadora fuerza del Amor divino no será capaz de hacer maravillas incomparablemente mayores con nosotros. Y acabaremos convencidos de que sí.
¡Qué alegría, vivir / sintiéndose vivido. / Rendirse / a la gran certidumbre, oscuramente, / de que otro ser, fuera de mí, muy lejos / me está viviendo!4
Quizá en este punto nos invada la pena de notar lo poco que cuenta en nuestras vidas el más fundamental de los regalos divinos. Si quisiéramos, podríamos responder al Amor infinito de Dios en cada momento, siempre y cuando aprendamos habitualmente a descubrirlo. Deberíamos poner toda nuestra atención amorosa en el momento presente; tener “la devoción del momento presente” durante toda nuestra vida. Nada de lo pasado, nada tampoco del porvenir, solo el presente de Amor, porque en cada momento Dios nos ama y aguarda la respuesta de nuestro amor. Viviendo así, nunca tendríamos razón para aburrirnos, captados como estamos por el descubrimiento en cada instante del Amor divino volcado sobre nosotros, ya que cada instante «recibimos de su plenitud»5.
En esto podría radicar una comprensión profunda y entrañable de lo que supone estar en presencia de Dios, no entendida como una vaga referencia esporádica —decir a veces una jaculatoria, por ejemplo—. Se trata de estar adivinando el modo preciso con que en cada instante Dios nos ama. Su presencia no es jamás estática sino incesantemente actuante: no deja de inventar el don que más nos urge, y nosotros descubrimos que Él nos ama ahí de un modo nuevo. Experimentando el don de Dios nos parecerán pocas las estrellas y muchas las maneras de amar.
Con las verdades que venimos exponiendo no nos queda sino aceptar que el destino sobrehumano al que estamos llamados debería definir la vida de cada hombre. Destino que no es sino la unión plena con Dios por el amor. Ninguna palabra humana ha ido tan lejos sobre este punto como las declaraciones del mismo Jesús. Él nos habla no solo de que estamos llamados a la unión con Dios, sino a la unidad, y no a una unidad cualquiera, sino a la consumación en la unidad de la Trinidad: «Padre, Tú en mí y Yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros»6. Dicho en palabras menos sublimes, estamos llamados a ser un solo viviente con Dios, no porque Dios nos añada a Él como algo extrínseco, al modo como se cuelga un gancho en la pared. No. Dios nos hace uno con Él, nos introduce en su Ser íntimo, nos fusiona en Sí como la gota de agua en el mar, como la chispa en la hoguera.
La unión plena será consumada en la vida futura, pero comienza en la tierra cuando recibimos la gracia en las aguas santificadoras del bautismo. Santo Tomás de Aquino enseña que la Santísima Trinidad «es el fruto y el fin de la vida cristiana»7. Toda nuestra vida espiritual se reduce al hecho maravilloso que la Trinidad vive en nuestra alma —ese es su fruto—, y a esa Trinidad todos estamos destinados —es nuestro fin—. Dicho de otro modo: nuestra vida tendrá valor y plenitud si en ella se despliega más y más la Trinidad en nuestro ser. Y así, proporcionalmente, será esa la medida de nuestra eternidad —el fruto— al término de nuestro existir.
Dejemos por ahora los puntos de partida y de llegada. Veamos lo que ocurre en medio, es decir, lo que sucede en nuestra vida mortal respecto a la unión con la Santísima Trinidad cuando estamos en gracia. Dijimos que Dios puede estar presente de dos maneras en la realidad creada: una, la presencia de inmensidad o presencia creadora; la segunda, presencia de inhabitación, o presencia por conocimiento y amor. Con su presencia de inmensidad Dios se halla en todas las cosas como Creador, de modo que la Trinidad está toda entera en el menor átomo del universo. La Iglesia proclama, en su liturgia, su fe en «la Trinidad creadora que gobierna el mundo, santa e indivisible»8. La Trinidad ha creado el Universo; Ella lo mantiene fuera de la nada, realiza el gobierno del mundo, la iluminación de los espíritus y la conducción de todos los seres a su fin. Existe, pues, un modo particular de estar la Trinidad en todo cuanto vemos, y también en la creación invisible, almas y ángeles. A este modo de estar presente la Santísima Trinidad se le llama, dijimos, presencia de inmensidad.
Aunque ya tratamos antes de la presencia por conocimiento y amor, volvemos a decir algunas palabras, para «que no nos imaginemos —decía Teresa a sus hijas— huecas en lo interior»9. Este tipo de presencia se da en el alma en gracia y consiste en la realidad inefable de la presencia trinitaria, presencia de la que podemos hablar mal y poco, porque nos supera. Sabemos que existe porque Jesús la reveló, pero es un tipo de presencia difícil comprender por lo grandiosa. Lo que sí podemos decir es que al estar en nosotros las tres Personas divinas, nuestra alma recibe el flujo de la vida intratrinitaria, es decir, de la comunicación de la misma vida de amor que se desarrolla en el interior de las Personas divinas. Gracias a la presencia de inhabitación, las Personas divinas no están inactivas en nuestra alma, sino que continúan la dinámica de su eterno proceso: el Padre realiza la eterna generación del Verbo; este, el Hijo o Verbo, es eternamente engendrado por el Padre y, del Amor sustancial entre ambos procede la eterna espiración del Espíritu Santo. Eso es lo que caracteriza la presencia de inhabitación y se da, dijimos, en toda alma que posee la gracia santificante.
Como tal prodigio ocurre en nuestra alma, y nuestra alma está toda en todo el cuerpo, podemos decir con absoluta seguridad (aunque sin comprenderlo del todo) que con ello queda nuestro ser divinizado, y somos de hecho —y no solo de nombre— verdaderos hijos de Dios. Tenemos la participación en esa Vida, con mayúscula, que nos ha introducido en una nueva y radical dimensión. La liberalidad divina nos ha hecho posible a nosotros, que no somos sino barro de la tierra, llegar a ser miembros de su casa, de su estirpe, depositarios de su herencia. Con la gracia santificante y por derecho propio estamos autorizados a afirmar que la Trinidad es nuestra familia, y que vivimos desde ahora con los Tres en el mismo entrañable hogar, que es nuestra propia alma.
Este Misterio consolador —que la inefable Trinidad nos posesione, nos inunde, nos viva— es el mayor de cuantos prodigios podríamos nunca haber soñado. Santo Tomás de Aquino dice que «solo amándonos, nos podría dar [Dios] un bien tan grande»10. Si nos metiéramos habitualmente en el fondo de nuestro yo y contempláramos ahí, y conversáramos con cada uno de los Tres, lograríamos no solo gozar de tan excelsa compañía y tener paz en toda circunstancia, sino que acabaríamos por experimentar que esa vida intratrinitaria es lo único verdadero que en realidad existe. Porque es lo único que permanece para siempre.
Quizá nos ayude pensar que este misterio se parece al de la Eucaristía, pues en ambos Dios está escondido. También nos ayudará pensar que le cuesta menos venir a habitarnos a nosotros que transustanciarse en el pan. Al fin y al cabo, si Dios cambia la sustancia inerte y material del pan en su propia sustancia, ¿no le será más fácil transformar la sustancia espiritual y viva que llamamos alma? ¿No resultaremos entonces nosotros una especie de sagrarios vivientes, portátiles, de la Trinidad Beatísima? Los copones contienen las hostias consagradas. Nuestros cuerpos son copones donde también Él mantiene su modo habitual de proceder, que es de silencio, de recato. Pero con una diferencia enorme. En los copones no se realiza ninguna transformación. En nuestras almas y en nuestros cuerpos, sí. Ellos no resultan divinizados por el contacto de aquello que guardan dentro; nosotros sí.
Este prodigio inefable nos fue anunciado por el mismo Jesús: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos en él nuestra morada»11