Orar con los sentidos - Ricardo Sada Fernández - E-Book

Orar con los sentidos E-Book

Ricardo Sada Fernández

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Beschreibung

A veces, la oración no va más allá de unas cuantas palabras apresuradas. Pero si en alguna de esas ocasiones centramos la atención en lo que vemos o en lo que escuchamos, o intentamos penetrar en la realidad a través de los otros sentidos –palpando, oliendo o gustando–, tendremos cinco ventanas abiertas para descubrir a Dios, que se esconde detrás de todo. Orar con los sentidos no es sino consecuencia de los atributos divinos de Infinitud y Omnipresencia. Orar así es un ejercicio de contemplación. Este libro ofrece reflexión y consejo para dirigirse a Dios aprovechando cada uno de ellos, de la mano del Evangelio.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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RICARDO SADA FERNÁNDEZ

ORAR CON LOS SENTIDOS

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2023 by Ricardo Sada Fernández

© 2023 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15 - 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6337-1

ISBN (edición digital): 978-84-321-6338-8

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6339-5

Dios le ha dado al hombre el mundo para que reflexione sobre él (Eclesiastés 3, 10).

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

EL MÉTODO MÍSTICO

ALMA DE NIÑO: ASOMBRO AGRADECIDO

EL SENTIDO SACRAMENTAL DE LO CREADO

CINCO VENTANAS ABIERTAS AL INFINITO

I. VISTA

HEMOS NACIDO CIEGOS

MIRAD

...

MIRANDO A CRISTO

II. OÍDO

OÍR, PARA DESPUÉS ORAR

EL MUNDO EN EL OÍDO

III. OLFATO

EL OLFATO, SENTIDO MISTERIOSO

EL BUEN OLOR DE CRISTO

PÚTRIDO OLOR DEL PECADO

EL AROMA DE LO SAGRADO

EL PERFUME DE MARÍA

IV. GUSTO

ORAR CON EL SENTIDO DEL GUSTO

V. TACTO

ORAR CON EL SENTIDO DEL TACTO

LOS CONTACTOS CORPORALES

LA MORTIFICACIÓN, ORACIÓN DE LOS SENTIDOS

EPÍLOGO

LAUS DIVINA IN CREATIONE

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

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Notas

INTRODUCCIÓN

Los cielos proclaman la obra de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos.

(Salmo 18A, 1).

PARA NOSOTROS LA ORACIÓN, si hay oración, no suele ir más allá de unas cuantas palabras dichas deprisa. Pero si alguna vez, deliberadamente, nos sentamos con espíritu pacificado y observamos tranquilamente lo que vemos, lo que escuchamos y, además, si intentamos penetrar en la realidad honda a través de los otros tres sentidos —palpando, oliendo e incluso gustando—, tendremos cinco ventanas abiertas para descubrir a Alguien que se esconde detrás de todo. Orar con los sentidos no es sino consecuencia de los atributos divinos de Infinitud y Omnipresencia. Orar con los sentidos es ejercicio de contemplación.

Ayudados por el Espíritu divino —que empapa nuestra masa cerebral—, seremos capaces de entender mejor lo que el amable Creador ha querido comunicarnos en cada realidad. Y también en cada situación, y en todo instante. De san Ignacio de Loyola se dice que vivió «buscando a Dios en todas las cosas, y amándolo en todas las criaturas»1. Y de Catalina de Siena: «Siempre y en todas partes buscaba a Dios, lo encontraba y lo poseía»2.

Se trata, pues, de descubrir un Amor latiendo en la creación material. Lo han logrado los espirituales —citamos a Ignacio y a Catalina— pero no queremos dejar de resaltar el genio de Agustín cuando nos invita a descubrir a Dios a través de nuestros cinco sentidos. Es verdad que el santo de Hipona suele ser genial en sus escritos, pero en esta oración se superó a sí mismo:

Cierto estoy y ninguna duda me cabe, Señor, de que te amo.

Con el dardo de tu palabra heriste mi corazón y te amé.

El cielo y la tierra con todo lo que contienen me dicen que te ame, y a todos se lo dicen tan claro que si no te aman no pueden disculparse…

¿Qué es lo que amo, Señor, cuando te amo a Ti?

No ciertamente una belleza corporal, no las complacencias del tiempo, no el calor de la luz, alimento de los ojos, ni la dulzura de las más suaves melodías.

Tampoco la fragancia embalsamada de las flores y los perfumes, ni el maná, ni la miel, ni los miembros hechos para el abrazo carnal.

Nada de esto es lo que amo cuando amo a mi Dios; y, sin embargo, al amarlo amo alguna luz y alguna voz, algún alimento y algún olor, alguna manera de abrazo,

porque mi Dios es luz y voz, manjar y olor, alimento y abrazo del hombre interior que hay en mí.

Allí refulge alguna luz que no cabe en un lugar y suenan voces que no se lleva el tiempo; lugar donde hay aromas que no se disipan en el aire y sabores que no se destruyen al comer el alimento.

Allí la unión es tan firme que no es posible el hastío.

Todo esto es lo que amo cuando amo a Dios3.

Dios es el Artífice Universal: está en su Obra Creadora. Pero su libreta de instrucciones no es explícita. Se descifra desde el fondo del corazón cuando este es movido por el Espíritu Santo. Entonces podremos sumergirnos —gracias a cada uno de nuestros sentidos corporales—, en el inmenso mar de Amor abierto ante nosotros.

OBJETO DEL PRESENTE ESCRITO

Todo te me recuerda, deberíamos exclamar de continuo. Al Amado del Padre —en Quien, por Quien y para Quien todo fue hecho—4 lo descubrimos en el aletear del colibrí o en el titilar de la estrella, en el fragor del mar o en la mirada del niño. En los ahogos y estertores de la agonía, en el amor de los enamorados y en la incuria del miserable. En la putrefacción de un cadáver e incluso en el mal moral; la alucinación del drogadicto, el desorden del adulterio, la degradación galopante de nuestra sociedad: esto último nos recuerda que Él, de ahí, ha sido expulsado. Lo descubrimos precisamente porque no está su Redención. Porque en Él, en el Hijo Unigénito, «Dios tuvo a bien hacer residir toda la Plenitud»5.

¿Qué ofrecen, entonces estas líneas? Sería pretensioso suponer que con ellas lográramos advertir la Presencia y el mensaje del Verbo en la realidad creada. Porque esa capacidad —percibir el sentido divino de la creación— es don del Espíritu Santo, concretamente, del don de ciencia. Entonces, ¿qué ofrecen? Un training contemplativo. Uno entre miles, entre millones, pues cada intento es reinaugurado y en cada persona se reinventa. Un training, sin embargo, urgente, porque los hábitos contemporáneos no facilitan precisamente mostrar a Dios6. Y nosotros queremos verlo aparecer en todo, entreabriendo un poquito las cinco ventanas que obvian nuestra opacidad, nuestro embotamiento. Busquemos, por tanto, afilar cada uno de nuestros sentidos, ejercitarlos, haciéndolos un punto más finos para descubrir a Aquel por quien todo fue hecho.

***

Una última palabra: ejercitar nuestros sentidos buscando captar lo divino no es un fin en sí mismo, sino un medio que pretende un fin más alto: la oración contemplativa. Orar con los sentidos vendrá a ser una suerte de ejercicio permanente —ya que de continuo vemos, oímos, olemos, sentimos, gustamos— que podrá facilitarnos la oración contemplativa, en la que intentamos —siempre, como es lógico, con la acción preveniente del Espíritu Santo— ver al Señor Jesús vivo, actuante, hablándonos. «Todas las cosas son vuestras —asegura san Pablo—, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios»7. Entonces nuestros sentidos externos habrán cumplido su tarea, habiéndonos conducido hasta el encuentro con el Amado del Padre.

EL MÉTODO MÍSTICO

Quien desprecia lo invisible ni siquiera sabe ver lo que se ve: se pone a buscar en otro sitio, deja de creer que lo que se le concede ver, incluso a ras de tierra, se le concede generosamente para poder elevarse. Y resulta que, en la era de los mayores prodigios, hay que ser místico para reconocer lo que salta a la vista (FABRICE HADJADJ, La suerte de haber nacido en nuestro tiempo, Rialp 2016, p. 56).

CUANDO ROMANO GUARDINI presentó en 1922 su trabajo de habilitación como docente, destacó la tendencia de san Buenaventura a vincular orgánicamente lo aparentemente disperso: la teoría con la práctica, la especulación teológica con la oración, el individuo con la comunidad. Esta capacidad de unificar las diversas partes sobre un trasfondo común —de asumirlas en el corazón—, se llama «método místico».

Entiéndase bien la palabra «mística». Aquí no se emplea en el sentido vago y deteriorado que le asigna el lenguaje de las últimas centurias. El místico es el hombre que mantiene los ojos abiertos hacia Dios, tenga o no tenga —lo habitual es lo segundo— ninguna experiencia extraordinaria de lo divino. Es equiparable al hombre capaz de hablar más de un idioma, o al especialista que diagnostica lo que escapa al profano. Santo Tomás dice que la primera razón por la que Jesús amaba más a Juan era por «la perspicacia de su inteligencia»1, como el maestro ama más al discípulo que mejor lo comprende. Perspicacia es la cualidad de advertir algo que resulta inadvertido para los demás.

La palabra «mística» viene de misterio. El místico penetra lo arcano y desentraña la realidad en su verdad profunda. No busca la esencia de las cosas, como el filósofo, sino su alma, porque las cosas tienen un alma escondida, un sentido, como que todas proceden del Supremo Hacedor, que las hizo con finalidad. Y esa finalidad es Él mismo. Cuando descubrimos el alma de las cosas, hemos dado con el Origen y con el Fin.

Los Padres empleaban el método místico. Eran santos antes que letrados. En ellos actuaba libremente el Espíritu divino y les concedía con abundancia sus dones. No hacían teología como especulación, sino como sabiduría (en el sentido más alto del término). Estaban con Dios y desde su atalaya escudriñaron la realidad, enseñándola como camino de salvación. No se quedaban en lo que reflejaba su retina o en la mera vibración de su tímpano. Eran místicos. El místico busca cambiarse a sí mismo en favor del cambio del mundo. Viene a ser la antítesis del revolucionario, que intenta cambiar el mundo, imaginando que con eso se cambia a sí mismo.

Tender a la mística es tender al proyecto que Dios nos asignó. Orar con los sentidos nos induce a la mística. Oigamos la experiencia de san Juan de la Cruz: «…echa de ver el alma una admirable conveniencia y disposición de la Sabiduría en las diferencias de todas sus criaturas y obras, todas ellas y cada una de ellas dotadas de cierta respondencia a Dios, en que cada una en su manera da su voz de lo que en ella es Dios; de suerte que le parece una armonía de música subidísima que sobrepuja todos los saraos y melodías del mundo»2.

Orar con los sentidos no será otra cosa que un ejercicio inicial de oración mística. Un habilitar para la contemplación. Nuestros cinco sentidos tienen una enorme capacidad de penetración cognoscitiva cuando se proyectan desde la actitud mística. Las cosas deben ser vistas de nuevo, oídas, tocadas, saboreadas, incluso olidas, para captarlas en toda la potencia expresiva de su misterio oculto: de su respondencia a Dios. Entonces nos dirán: «Hemos sido creadas con el único objeto de que vosotros os sirváis de nosotras para elevaros hasta Dios, para proclamar su gloria. Hemos sido moldeadas en toda nuestra perfección, cada una según su propia naturaleza y armonizadas en conjunto, para que la razón y el amor del hombre puedan concordar en ese elemento final, en esa clave dada por Dios a la significación del todo».

Porque las cosas son portadoras de mensajes. Vehículos capaces de unificar las diversas facultades del alma, de relacionar la verdad científica con la bondad del querer, la emotividad del sentir con la objetividad del obrar. Todos los seres son luz en diverso grado. Son, dijimos, teofanía, y esa cualidad les confiere un vínculo común. Si nuestros sentidos se ejercitan en ello oraremos de continuo, ya que en cada instante estamos en contacto con cualidades perceptibles por el tacto, el gusto, la vista, el olfato o el oído.

UN PRIMER RIESGO: CONFUNDIR EL FIN CON LOS MEDIOS

Antes de continuar, advirtamos el riesgo del desenfoque que podrían provocarnos las cosas creadas. Porque la creación divina, desde el pecado, puede convertirse en obstáculo para encontrar al Creador. ¿Cuándo?

Cuando se convierte en fin, no en vehículo para transitar hacia lo divino. Dicho de otro modo, cuando divinizamos las cosas, entendiéndolas como meta. Dios está muy por encima de su obra, no es una emanación de ella. Es su Artífice: lo creado no es Él ni puede serlo; Dios está mucho más allá de su creación, aunque haya dejado ahí su huella: «Ni el ojo le puede ver ni cosa que se parezca a Él, ni el oído puede oír su voz ni sonido que se le parezca, ni el olfato puede oler olor tan suave, ni el gusto alcanza sabor tan subido y sabroso, ni el tacto puede sentir toque tan delicado y tan deleitable ni cosa semejante»3.

Entonces… ¿en qué quedamos? ¿Sirven o no los regalos del Creador para conducirnos a Él? ¿Cómo eludir el riesgo de las cosas? San Juan de la Cruz resuelve la cuestión: «Dije con advertencia que, si parase el gozo en algo de lo dicho (gozo sensible), sería vanidad, porque cuando no para en eso, sino que luego siente la voluntad el gusto de lo que oye, ve y trata, se levanta a gozar en Dios y le es motivo y fuerza para eso, muy bueno es; y entonces, no solo no se han de evitar las tales mociones cuando causan esta devoción y oración, mas antes se pueden aprovechar de ellas —y aun se deben— para tan santo exercicio; porque hay almas que se mueven mucho en Dios por los objetos sensibles»4.

De manera que cuando nuestros sentidos resultan impresionados por las realidades creadas —y de nuestra parte tenemos el alma abierta para descubrir a Quien se esconde tras ellas—, podremos entonces ser arrebatados por la hermosura divina: Descubre tu presencia, / y mátame con tu vista y hermosura…5Gocémonos, Amado, / y vámonos a ver en tu hermosura / al monte y al collado, / do mana el agua pura…6.

UN SEGUNDO RIESGO: LA SUPERFICIALIDAD

El método místico procede del hondón del hombre. Desde el yo profundo resulta posible desentrañar el misterio de las cosas. Necesitamos habituarnos a cerrar los ojos del cuerpo y abrir los del alma. Enfocar la realidad desde lo más íntimo de nuestro ser para llegar a su esencia.