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Vicky Martín Berrocal, una de las mujeres más queridas de nuestro país, abre su corazón y nos da su particular receta para buscar tu felicidad: jugar con las cartas que la vida te ha repartido, conocerte y quererte como te mereces. ¿Alguna vez has estado acomplejada por tu cuerpo? ¿Por tu edad? ¿Por tu talla? ¿Has sentido el peso social por estar soltera o no tener hijos? ¿Esto te ha hecho estar insatisfecha con tu vida? Este libro te enseñará a no juzgarte, aceptarte como realmente eres y conseguir tu mejor versión. La felicidad ni tiene talla ni tiene edad visibiliza la dimensión emocional del problema del sobrepeso y nos da las claves para concienciarnos de lo grandes, únicas y maravillosas que somos las mujeres. En estas páginas plagadas de recuerdos y vivencias sobre la amistad, el amor, la familia y las emociones, la autora nos habla sin tapujos de todos sus complejos e inseguridades, pero también de las fortalezas que la han llevado a ser la mujer que es hoy. Un libro inspirador, al más puro estilo de Vicky, que celebra la vida y nos invita a reflexionar sobre las cosas que realmente importan.
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Seitenzahl: 200
Veröffentlichungsjahr: 2023
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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
La felicidad ni tiene talla ni tiene edad
© 2023, Vicky Martín Berrocal
© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
© 2023, del texto «¡Qué difícil es mantener el peso!», Susana Monereo Megías
© 2023, del texto «Aspectos psicológicos relacionados con la obesidad», Helena García Llana
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®
ISBN: 9788491398929
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Esa soy yo
1. cuando no hay talla para ti
2. La importancia de las raíces
3. El efecto yoyó y un punto de inflexión
4. De vivir para comer a comer y ser feliz
5. De peregrinación en busca de la dieta milagro
6. Tatúate en la mente la frase: «Tú puedes»
7. Todo es posible… si lo puedes imaginar
8. ¿Qué es lo perfecto?
9. Bienestar por dentro y por fuera
10. Gritar los sueños al viento
11. Alma, corazón y vida
12. No te dejes encorsetar
13. Muéstrate como eres
14. Alba, mi compañera, mi todo
15. Lo que el amor me ha enseñado
16. Celebrar la vida
A mi madre por todo y por tanto…
A mi hermana…, mi media mitad.
A mi hija…, mi TODO.
Y, por supuesto, a todas las mujeres que me han hecho ser la mujer que soy.
Gracias por acompañarme en esta maravillosa aventura que es vivir.
Si tienes este libro en las manos, tal vez sea porque su título te ha llamado la atención o porque conoces mi trayectoria profesional, porque me sigues en las redes, porque llevas años viéndome en televisión, puede incluso que en algún momento de tu vida te hayas vestido de mí o porque directamente te has sentido identificada conmigo. Sea cual sea el motivo por el que estás leyéndome, solo puedo decirte GRACIAS. Gracias por acompañarme en este proyecto tan especial para mí.
Quisiera que charlemos de tú a tú, que hablemos desde el alma y que nos rocemos el corazón. Quiero mostrarte a una Vicky sin filtros y en estado puro. Una mujer pasional, sincera, sin límites…, y sin término medio. Lo que me gusta, me gusta a morir y lo que no me gusta, no me gusta na. ESA SOY YO, además de otras muchas cosas. Pero sobre todo quiero mostrarte una versión de mí que nunca antes habías conocido.
¿Y por qué ahora? ¿Por qué hoy y no antes? Porque es ahora con mis cincuenta años cuando te puedo hablar desde la libertad más absoluta. Sé quién soy y cómo soy. Y gran parte de cómo soy es porque vengo de donde vengo. De mis raíces. De una familia con mucho amor, pero desestructurada. Y de unos padres que amaré siempre y que son los pilares de mi persona.
Nací de una Mujer que se enfrentó sola a la vida y que me ha llevado cogida de su mano en todo momento. Una madre dedicada a su familia en cuerpo y alma, una adelantada a su tiempo que luchó contra el qué dirán y que amó a mi padre con locura. Ella ha sido la culpable de que haya amado la moda de esta forma tan desmesurada y la responsable, entre otras enseñanzas, de darme un conocimiento increíble de la mujer.
Mi padre fue un genio, un loco maravilloso. Uno de los amigos que más le conocía dice que podría tener muchas cicatrices en el cuerpo, pero ninguna en el alma. Un hombre libre que me enseñó a vivir. Casi todo lo que sé lo aprendí de él. Con él comprendí que nadie es más que nadie y que hay que ser libre pero sin molestar al prójimo, y que en el término medio está la virtud, aunque yo no lo haya conseguido.
No cabrían en este libro todas las palabras de agradecimiento y admiración que siento por ambos. Sin ellos, sin lugar a dudas, no sería la mujer que soy hoy.
Sí, a vosotras, a todas vosotras, que habéis sido las grandes protagonistas de mi vida sin saberlo. Siempre digo que cada ladrillo de mis tiendas tiene nombre de mujer. Mujeres que me habéis acompañado en esta maravillosa aventura que es vivir. Gracias por haber gritado mis sueños. Una a una estáis presentes en estas líneas, hilvanando cada párrafo con vuestras historias llenas de sueños y confidencias. Este libro no sería posible sin vosotras.
En este ratito que vamos a pasar juntas quiero decirte que no te he traído hasta aquí para convencerte de nada. ¡Dios me libre de enseñar o de sentar cátedra! Pero algo sí sé, y es que tú y yo somos iguales, y tal vez mi historia personal te pueda servir de ayuda.
He vivido toda mi vida bajo la tiranía de los kilos de más y después de mucho estudiar el cuerpo de la mujer, pero de la mujer real, tengo clarísimo que, independientemente de que todos los cuerpos sean diferentes, la clave está en querernos tal y como somos, y en no juzgarnos, y menos a nosotras mismas.
Cuando una mujer llega a mí para que le diseñe un vestido, tenga el cuerpo que tenga y pese los kilos que pese, busco la complicidad para conseguir su mejor versión, encontrar ese «traje» que la haga única y especial. Por desgracia, no he conocido a ninguna que se sienta cien por cien segura de su físico, y fíjate si he probado a mujeres durante estos diecisiete años, incluso a algunas de las más admiradas.
Nos han grabado a fuego que tenemos que ser perfectas: grandes madres, buenas hijas, esposas, profesionales… Pero, además, siempre estupendas y las más guapas, las más delgadas y las más de todo. Y bajo esa tiranía llena de cánones irreales hay mujeres que se obsesionan con perseguir la perfección estética; y en esa búsqueda se olvidan de lo más importante, que es vivir, sin darse cuenta de que hay cosas que seguro no vuelven. Esa ecuación no funciona. A mí no me ha funcionado. Que no nos cuenten más historias. La celulitis, la flacidez y los kilos de más no deberían medir nuestro grado de satisfacción o felicidad. Por eso me encantaría que con este libro dejemos de juzgarnos, de sentirnos inseguras con nuestro cuerpo y que empecemos a entender que la felicidad es otra cosa.
Ojito, que yo no tengo ninguna fórmula mágica porque, como te mostraré, también he llorado cuando me he mirado en el espejo y también me he sentido insegura. He tenido complejos, he sufrido igual que tú, pero he aprendido en esta media vida que me he pasado conociéndome, conociéndoos y a dieta, que tenemos que sentirnos bien con nosotras mismas.
Ahora que he perdido el miedo, entiendo que la seguridad no te la da el cuerpo y que no somos más por tenerlo perfecto. La mujer es una mirada, es un gesto, un caminar, una manera de hablar… No es como tú seas físicamente. Si te miras al espejo y no te gustas, ¿a quién vas a gustar? De este círculo vicioso hay que salir lo antes posible, porque es una locura que no puede controlar nuestra existencia. Seas como seas, con más o menos kilos, tienes que ser feliz. Al final, lo principal es la actitud, porque es lo que te dará la fuerza para enfrentarte a la vida, que no siempre es fácil. Cuando aprendas a gustarte te darás cuenta de que todo lo demás no es importante.
Y ese ser perfectas también sucede cuando hablamos del amor. Reconozco que soy tremendamente pasional, he sufrido mucho por mi manera de amar. Padezco por adelantado antes de que ocurran las cosas y eso seguramente eran miedos. Ha sido en mi última relación cuando, por fin, conocí el amor desde la paz. Esto demuestra que he avanzado y aprendido en este maravilloso viaje, y puedo asegurar que lo hago desde lo más hondo, desde el fondo de mi alma, con una intensidad que, además, no quiero evitar. Hay muchas maneras de ser, de vivir, y esta es la mía.
Mi máxima es no callarme nada, porque lo que te callas te daña por dentro, y ese dolor no te pertenece. Aprender esto es curativo. La sinceridad y la transparencia también han sido mis grandes compañeras.
A mis cincuenta me quedan muchos capítulos en blanco por escribir y más de una pregunta sin respuesta, pero tengo claro que quiero seguir aprendiendo. El bagaje es amplio y, aunque una ya sepa muchas cosas, sobre todo lo que no quiere, dónde o con quién no quiere estar, sigue dando cada día pasos en este mundo tan complejo de inseguridades y remordimientos en el que las mujeres tenemos que vivir. Quizá es por eso por lo que muchas se acercan a mí, porque me es fácil ponerme en su pellejo.
Ojalá entre todas podamos cambiar algo y entender que no tenemos que competir con nadie, que no tenemos que vivir la vida queriendo ser otra persona, que no nos debe importar lo que nos cuenten, ni seguir unos cánones determinados, porque estos no nos van a proporcionar la felicidad. Somos únicas e irrepetibles, seamos como seamos. Si algo he aprendido que quisiera enseñarte en este libro es que la felicidad ni tiene talla ni tiene edad.
Tenía catorce años y estaba feliz porque iba a acudir por primera vez a una fiesta de fin de año con amigos. ¿Quién no se acuerda de esa primera Nochevieja?
Era una celebración en petit comité que había organizado en unos salones comunes que había en el edificio de nuestra casa de Huelva. La idea era juntarnos unas cuantas amigas y que cada una llevara tres o cuatro amigos más. Yo acababa de llegar de Suiza, donde estaba estudiando, y ya entonces mi cuerpo era como era…
A mi madre, que se dedicaba a la moda, le hablaron de una tienda en Sevilla a la que ir para comprarme un vestido especial para la ocasión. Y allá que nos fuimos las dos.
Ella ha sido y sigue siendo un espectáculo de guapa. Era el ideal de belleza de la época y yo una niña que a mis catorce años tenía una talla cuarenta y cuatro. Y con eso te lo digo todo.
Lo que experimenté en aquel episodio y lo que te relato lo he vivido en mis carnes. Fue en ese momento cuando empezaron mis dificultades con el sobrepeso, y no de buenas maneras, como verás.
Imagínatelo, era una tienda en la que todo te entraba por los ojos desde el primer segundo. Yo me veía dentro de aquellos vestidos y era feliz, pero estuvimos poco tiempo. La dependienta al vernos se dirigió a mi madre con mucha educación y le preguntó qué necesitaba:
—¿Un vestido para usted? —le dijo.
—No, para mí no; es para mi hija —respondió mi madre.
—Para ella no hay nada —contestó la dependienta tajante.
Observé la escena de reojo, como si la historia no fuera conmigo, como si la protagonista no fuera yo, PERO ME DOLIÓ. Me sentí despreciada, y eso que todavía era una niña. Mi madre me agarró de la mano, le dijo a la señora que no necesitábamos nada más y nos fuimos. Esa fue mi suerte, ese día y el resto de mi vida, que mi madre —siempre que lo he necesitado— nunca ha dejado de darme e ir conmigo de la mano. Incluso cuando he sido bien mayor. Todo lo contrario de lo que les ha pasado a otras personas, cuyas vivencias, que me han contado durante años, me han impactado.
Si hay algo que he aprendido con el tiempo y la experiencia, propia y ajena, es que con la gordura no hay empatía. A las personas gordas se las señala, se las aparta y se las limita para cuestiones que los demás no se pueden ni imaginar. La vida se les pone muy cuesta arriba.
No recuerdo bien si encontré mi vestido en Don Algodón o en alguna de las tiendas en las que mi madre trabajaba, lo único que sé es que tuve mi vestido de Fin de Año. No era espectacular, pero a mí me valió para disfrutar de aquella noche.
Tratando de convencerme llegué a decirle a mi madre que no pasaba nada si no iba a la fiesta, que existían cosas que me hacían más ilusión y que tampoco me iba la vida en ello. Pasado el tiempo, cuando analicé aquel momento, reconozco que pasé un poco de pudor y de vergüenza, aunque no fuera del todo consciente.
Aquella experiencia la olvidé. Nunca más estuvo presente en mi día a día y mucho menos en mi rutina, pero es curioso, porque hace poco, en un evento en el que tenía que hacer un vídeo, sentí algo y mi mente recordó aquello como si hubiera pasado el día anterior. Recordé cómo era la tienda, incluso a la dependienta, y lo espectacular que estaba mi madre. Y su mano agarrándome, eso no lo olvido. Jamás. Las manos pueden llegar a ser milagrosas. Curan almas incluso antes de quebrantarse.
Al volver a hablar de ello, la gente se quedó impactada y a mí toda la situación me dejó pensativa. Mi cabeza había dejado enterrada durante décadas aquella vivencia, pero seguía dentro de mí.
El pasado siempre vuelve y te recuerda que hay que seguir aprendiendo.
Me han llamado gorda toda mi vida. No recuerdo la primera vez que lo hicieron, simplemente sé que ocurrió y que siguió ocurriendo. Por eso es tan importante tener carácter y que te impriman valores pronto. Mi abuela me decía aquello de que te tiene que entrar por un oído y salirte por el otro. Y me lo he aplicado desde pequeña. A la gordura y a los muchos desafíos que me han ido poniendo en el camino. Con el tiempo descubres que la vida es tuya y la tienes que vivir para ti. Pero sé que para muchas personas vivir esto es una tragedia y más cuando te sucede siendo una niña. Hoy, con mi edad, tampoco sé si lo viviría igual o de alguna otra manera.
Cuando eres una cría te enfrentas a ese juicio, a ese rechazo, a no cumplir con las expectativas sociales. Estás creciendo y tu personalidad se está forjando. Eso lo cambia todo y hace que ciertas experiencias se puedan convertir en traumáticas y lleguen a condicionarte. ¿Te ha pasado a ti?
Para saber quiénes somos es importante mirar atrás y no perder de vista de dónde venimos. Debemos revisar el pasado para saber cómo comenzó todo. De ahí nos vienen profundas heridas, pero también grandes fortalezas.
Yo tuve una infancia extraña. Mi madre se quedó embarazada sin estar casada. Era prácticamente una niña y se lo ocultó a sus padres. Estaba muy flaca, se ponía blusones y debía tener poca barriga, porque logró ocultar todo su embarazo. En mi caso eso hubiera sido imposible.
Mi padre había comprado la empresa de autocares Damas y además era presidente del Recreativo de Huelva. Mi madre era, como he dicho, una belleza y venía de una familia humilde. Trabajó desde los quince años. Primero fue modelo y después se colocó como dependienta en las mejores tiendas de ropa de Huelva.
Cuando mi padre la veía pasar por la calle Concepción «se le caían los palos del sombrajo» y se enamoró. Aunque creo que ella ya le había echado el ojo antes. Ya estaba enamorada de él.
Mi madre no había tenido ningún novio ni historias anteriores. Tenía solo dieciocho cuando lo conoció y no sabía nada de él. Hoy conoces todo de cualquiera, pero entonces las cosas funcionaban de otra manera. Sabía que se llamaba José Luis y poco más. ¿Te imaginas algo así ahora?
Me tuvo con veinticinco años. Cuando llegó el momento decidió irse a Sevilla a dar a luz sola. Es curioso porque se alojó en un hostal que estaba al lado de donde luego viviríamos Manuel y yo muchos años más tarde. ¡Cómo es la vida, en ese mismo hostal! Está tan llena de casualidades que asusta. Cuando te quieres dar cuenta todo está conectado, como si cada acontecimiento, cada cosa que ocurriera sin sentido, por muy inesperado que parezca, tuviera un porqué.
Lo que mi madre pensó es que si contaba que estaba embarazada iba a ser un infierno, pero si llegaba con un bebé recién nacido, sus padres tendrían que aceptarlo sí o sí; ya sería demasiado tarde para tomar cualquier represalia. Y así ocurrió. Mi madre regresó a Huelva, a su casa, a la de mis abuelos, conmigo en los brazos.
Mi padre no estuvo en el parto, creo que no me conoció hasta unos días después. He vivido sin él, pero lo he querido más que a nadie en el mundo. Yo me quedé a vivir con mi madre y mis abuelos hasta los nueve o diez años, en una aparente normalidad, al menos ante mis ojos. Todo era raro en mi vida, pero jamás me traumatizó.
Mi padre iba y venía de Madrid a Huelva. Nunca se casó con mi madre, ellos tenían su relación… y mi padre otra paralela. Un escándalo en aquella época. Yo no tenía ni idea, y mi madre, cuando empezaron a salir y se enamoró de él, tampoco. Se enteró después, pero ya estaba hasta las trancas. Lo amó mucho para no bajarse nunca de ese carro ni echarle jamás nada en cara, y además trasmitirme siempre esa pasión por mi padre.
Hoy te quiero contar algo que a lo mejor te parece sorprendente. Hasta que no cumplí los diez años nunca vivimos juntos los tres. Él me recogía en la puerta de casa de mis abuelos y me iba con él unas horas.
Yo lo veía muy de vez en cuando, podía estar meses sin pisar por allí, pero siempre estuve muy agradecida, fuese más o fuese menos el tiempo que pasara conmigo.
Tengo recuerdos de que me compraba muchas cosas o juguetes cada vez que venía a Huelva. ¡Me gustaba tanto estar con él! Le disfrutaba el ratito que fuera. Sin más. Siempre lo admiré. Nunca le reproché que no estuviera conmigo. No sabía si aquello era normal o no, esa era mi vida y punto. No había nada más que hablar ni otras preguntas que hacer. Tenía el mejor padre del mundo que aparecía cuando podía y una madre viviendo el amor a su manera. Pero yo era feliz, se iba papá y estaba mamá.
Hay que agradecer lo que uno tiene y no pretender poner el acento en las carencias, que siempre van a existir, estés en la situación que estés.
Es cierto que pasaba las Navidades sola con mi madre y mis abuelos, pocas veces estuvo él, pero entendía que debía ser así. Para mi madre él siempre fue su prioridad. Había veces que hasta me dolía porque aparecía y era él, él, él y después él. Pero ojo, que aunque no tuve una infancia al uso, valoraba lo que había y no lo que me faltaba. Una cosa es que viva las experiencias con optimismo y otra que no haya tenido carencias. Sé de mis vacíos y me hago cargo de ellos. Nunca he conocido a mis abuelos paternos, por ejemplo, sin embargo, siempre he estado muy cerca de mis maternos.
La Vicky de hoy es producto de todo lo que tuve y de lo que no. De valorar lo que me dieron y de pelear por lo que tengo.
Mi madre y mis abuelos fueron maravillosos. Recuerdo especialmente a mi abuelo, que tampoco lo era en realidad, sino la persona con la que se juntó mi abuela cuando perdió a su marido. Me llevaba y me recogía del colegio, íbamos al parque, me compraba las chuches…
Los fines de semana los pasaba con mi madre. Me sentía muy unida a ella. Mamá tenía muchos sueños, pero venía de una familia modesta. Le hubiera gustado bailar flamenco o hacer ballet, hablar inglés, también amaba la pintura, pero nunca pudo cumplir ninguno de ellos. La vida no le dio esa opción porque tenía que trabajar. Por eso quiso que los cumpliera yo.
A los cinco años comenzó mi andadura de actividades extraescolares y formación. A los catorce acabé piano. Profesora de pleno. Aparte iba a ballet, a flamenco… Era una cosa de locos. Me dediqué a ser lo que a mi madre le hubiera gustado, pero yo también lo disfrutaba porque tenía muchas inquietudes y me encantaba estar de aquí para allá todo el día. No hacía la vida normal de una niña de mi edad, pero no me importaba. Sé que perdí unas cosas y gané otras. La vida misma ya desde la infancia.
Aquí donde me ves, con este carácter, fui, sin embargo, una niña buena, tranquila y fácil de llevar. Era una cría ejemplar. Algunas vecinas y otras niñas me decían que por qué no bajaba a jugar con ellas al elástico. Pero es que entre tanta actividad no tenía tiempo, y también, para qué voy a seguir escondiéndolo, porque me daba miedo. No sabía hacerlo, nunca había jugado porque estaba a otras y porque, al estar gorda, no se me daba bien. Me daba vergüenza saltar.
Cuando yo tenía casi diez años, mi madre dio a luz a Rocío, mi hermana. Hasta ese momento vivíamos en Las Colonias, un barrio humilde de Huelva. Para ser exactos, a siete portales de la plaza de toros. Luego mi padre compró un piso en un edificio que se llamaba Lusitania. Era el lujo más absoluto que se conocía, unos pisazos con piscina en el ático y zonas comunes. Mi padre decidió comprar uno para que nos mudáramos cuando mi hermana hubiese nacido. Y así fue como comenzamos otra etapa de nuestras vidas.
Mi madre, con su sueldo de dependienta, estaba tan agradecida a sus padres que quiso comprarles otro y se los trajo a vivir al tercero. Mi abuela era exquisita y respetó su relación, pero nunca tuvo debilidad por él, la verdad. Eso que quede claro. Papá estuvo en mi comunión y en otros momentos importantes de mi vida. Por entonces comencé a verlo más, aunque tampoco mucho, no nos vengamos arriba. Todavía me emociona pensar en aquella etapa.
Luego vinieron vivencias que fueron un regalo de Dios, como irme a estudiar a Suiza con catorce años. Sé que a muchísimas otras personas sus padres no les podían facilitar ese tipo de educación. Hace más de tres décadas mandar a un hijo a un colegio interno y que volviera hablando inglés era algo impensable para la época. Yo tuve ese privilegio, uno más de tantos.
Mi padre tenía dos familias y pasó mucho tiempo hasta que me enteré. Primero nació Marisa en Madrid, luego yo en Huelva. Después José en Madrid. Cuando yo tenía nueve nació mi hermana Rocío en Huelva y al año siguiente David en Madrid. Una locura. Mi padre llevó dos vidas. Dos mundos. Dos familias… hasta que se quedó con mi madre. Aunque ellos le disfrutaron más porque él vivía en Madrid en el mismo hogar.
Llegó un momento en que mi padre dejó a su mujer, pero no para venirse a vivir con nosotras. El día a día como una familia normal llegó mucho más tarde y por temporadas. Él nunca dejó a una familia por la otra. Después de la vida que habíamos llevado no habría tenido sentido que al final hiciera algo así. Mi padre era otra cosa y su vida también.