La grandeza del calor humano - Nuevo hogar Betania - Begoña Arana Álvarez - E-Book

La grandeza del calor humano - Nuevo hogar Betania E-Book

Begoña Arana Álvarez

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Beschreibung

Nuevo Hogar Betania nació con la ilusión de atender a personas en situación de exclusión social y de vulnerabilidad; aquellas que no han tenido la suerte de contar con un hogar, que han sido víctimas de violencia de género o de trata de seres humanos. La autora, una trabajadora social condecorada con el Premio Fundación Princesa de Girona, nos comparte en este libro el apasionante testimonio de una vida dedicada al servicio y al cuidado de los demás. La grandeza del calor humano nos invita a conocer nuestro propósito y talento para encauzarlo al bien común y utilizarlo con el fin de generar un impacto positivo en las personas que nos rodean. Un apasionante relato de la lucha incansable por marcar la diferencia en aquellos que han carecido de oportunidades y cuyas condiciones de vida han sido desfavorables. Con el corazón en la mano y poniendo toda la inteligencia al servicio del amor, la autora defiende que «siempre hay algo que hacer, un movimiento que dar, un cambio que provocar, un beneficio que aportar. Siempre». Estas páginas son la crónica del trabajo y el esfuerzo de la autora y su equipo por construir una sociedad más equitativa.

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La grandeza del calor humano

Nuevo Hogar Betania Un lugar donde todos caben

Begoña Arana Álvarez

Primera edición en esta colección: junio de 2022

© Begoña Arana Álvarez, 2022

© del prólogo, Ángel García, 2022

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2022

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-18927-87-4

Diseño, realización de cubierta y fotocomposición: Grafime

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

Prólogo del padre Ángel GarcíaUna infancia de puertas abiertasUna trayectoria multiplicadora de felicidadMi entrada en el mundo laboral, otra realidad muy realLa impotencia y el coraje me dan el impulso definitivoLas reinas de África entran en mi vidaMi hija Favor, su madre negra y su madre blancaCicatrices en el corazónUn nuevo milagro, un nuevo HogarLa calle, nuestra maestra; el corazón, nuestro guíaUn secuestro y una fiesta, historias que dejan huellaMis dos familias, mis pilaresLa pandemia y su «quédate en casa»«¿Yo, premio Princesa de Girona? Imposible, se habrán equivocado»Mi revolución social, que se cumplan los derechos humanosSiempre hay un cambio que provocarEpílogoAgradecimientos

«Si queremos un mundo de paz y de justicia, hay que poner decididamente la inteligencia al servicio del amor».

ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRYEl Principito

Prólogo

Si hay algo que me une a Begoña de una manera especial es, sin duda, su manera de entender el mundo. Begoña quiere emprender caminos, crear iniciativas nuevas que solucionen problemas para las personas que más lo necesitan. Este fue el mismo motor que me movió hace años a mí a hacer algo idéntico. Además, tuve la suerte de compartir ese camino inicial con mi compañero Ángel Silva y crear juntos el germen, llamado La Cruz de los Ángeles entonces, de lo que es hoy Mensajeros de la Paz.

¡Qué importante es saber encontrar compañeros en ese camino! Begoña también se rodea de buena gente, de personas que creen, como ella, que un mundo mejor es posible, y por eso la han apoyado tanto para conseguir ayudar cada vez a más. Begoña las llama «mi gente», y es cierto que, cuando formas un equipo con valores tan espléndidos como los de las personas que trabajan para ayudar a los demás, uno siempre habla de «los nuestros». Mensajeros de la Paz no sería igual de grande si no tuviéramos el apoyo de tantos voluntarios, de tantas instituciones, de tantísimas empresas, de la sociedad civil… Para construir se necesitan muchas manos.

Recibió hace unos años el Premio Princesa de Girona, que ahora entrega la infanta Leonor, y en eso también nos parecemos. A nosotros nos tocó el Príncipe de Asturias, que era como se llamaba entonces, y lo recibimos de manos del que ahora es su majestad el rey Felipe VI. Estos premios no solo reconocen la labor del que los recoge, como hice yo con el nuestro, sino la de tantas personas que la realizan con uno y que permanecen en la sombra. El rey Felipe VI le dedicó unas palabras preciosas que me gusta repetir aquí: «Begoña comprendió enseguida la necesidad de luchar por una sociedad más justa y por el equilibrio y el cumplimiento de los derechos fundamentales, y de ese empeño surgió su iniciativa Nuevo Hogar Betania».

Estos premios suponen un impulso importantísimo para dar visibilidad a problemas cuya solución demanda nuestra sociedad, y esa visibilidad consigue milagros: apoyos de instituciones, de personas particulares, de empresas, de otras asociaciones… y con ese apoyo se generan nuevas iniciativas y se resuelven problemas. Es decir, se ayuda a quien lo necesita. Me consta que ese crecimiento se ha producido en sus proyectos, porque ahora ya tienen más de treinta por España.

Es un honor para mí siempre apoyar a Begoña en cualquier iniciativa social que genere. La conocí precisamente durante la ceremonia de entrega de estos Premios Princesa de Girona hace tres años y me causó una alegría inmensa ver cómo, una persona como ella, dedicada desde los dieciséis años a ayudar a los demás, era reconocida públicamente así.

Confío en que todos podamos gozar durante muchos años más de su entrega, su generosidad y su profesionalidad, porque está muy preparada académicamente hablando. Que Dios te bendiga y la Santina de Covadonga te proteja.

PADRE ÁNGEL GARCÍA Presidente de Mensajeros de la Paz

Una infancia de puertas abiertas

Acababa de cumplir dieciséis años. Era un jueves, lo recuerdo perfectamente. El reloj marcaba las siete de la tarde. Un impulso muy fuerte dentro de mí me llevó a llamar a una puerta, la del centro de atención a personas sin hogar que acababa de abrirse en San Bernardo, la humilde barriada donde mis abuelos vivían en La Línea de la Concepción, en Cádiz. Una chica me abrió, y accedí al interior. Las primeras palabras que acerté a decir salieron de lo más profundo de mi ser: yo quería ayudar, no sabía cómo, pero tenía clarísimo que quería estar cerca de la gente necesitada y, sobre todo, de esas personas a las que la vida se lo había puesto realmente difícil.

Fue en aquel lugar donde empecé a desarrollar mi labor social de forma voluntaria, aunque la semilla de la entrega a los demás venía ya de serie, de mis abuelos, de mi madre y sus hermanos, de mi padre; todos ellos muy vinculados a la ayuda.

Nací en una familia totalmente normalizada, aunque el barrio de mis abuelos maternos era una zona muy deprimida y, desde niña, vivencié muy de cerca su sistema de vida. No recuerdo haber visto la puerta de su casa jamás cerrada. Siempre estaba abierta a todos los que lo necesitasen. Mi abuelo era guardia civil y, en un barrio como el suyo, donde el nivel cultural era muy bajo, siempre estaba a disposición de sus vecinos para todo: dudas, gestiones, pasar algo a máquina, acompañar, charlar… lo que hiciese falta. Allí me crie y crecí, pasé gran parte de mi niñez hasta mi primera juventud y viví experiencias muy bonitas. En San Bernardo, me empapé de todas las virtudes de mi abuela y mi abuelo.

Mi pequeña gran familia

Eso que llamamos la «otra» realidad, que no es más que la realidad misma, ha formado parte de mi vida desde que nací. Soy hija única biológica, pero siempre he sentido tener una familia enorme. Mi madre ha sido durante cuarenta y un años educadora social en un centro de protección de menores, en el Hogar de la Concepción. De niña, pasé mucho tiempo allí. Allí eché a andar; allí di mis primeros pasos biológicos y allí se empezó a tejer también mi andadura social.

Cuando por las tardes podía ir con mi madre al trabajo, yo era feliz. Me encantaba estar en el polideportivo haciendo la tarea o la gimnasia con los niños del Hogar y merendar todos juntos. Aprendí mucho de la realidad de la vida junto a aquellos niños y niñas de cero a dieciocho años en situación de desamparo, sin un núcleo familiar firme, con padres negligentes, en la cárcel, drogodependientes, fallecidos por sobredosis o, simplemente, que un día decidieron que sus hijos eran una carga y no querían atenderlos. El hogar me fascinaba. Recuerdo sobre todo los veranos, cuando disfrutaba pasando el día con todos ellos: actividades, playa, deporte… Cada día era una aventura apasionante junto a mi enorme clan.

En aquellos tiempos la vida en el Hogar era muy familiar: era un hogar con mayúsculas, con una filosofía muy sólida basada en el trabajo, pero también en la ternura. Aquella base quedó enraizada en mí.

De mis padres aprendí la entrega más pura

Mi madre era, además, una persona muy solidaria de base, madrina de muchos de los niños que nacían en el Sistema de Protección de Menores. Muchas de aquellas niñas que daban a luz allí le pedían a mi madre ser la madrina de su hijo, con todo lo que significa ese cargo, no solo el acto de bautismo. Gran parte de aquellas pequeñas (al principio, solo había niñas en el Hogar) formaban parte de mi vida, de mi casa, convivíamos, desayunábamos los fines de semana, algunas veces incluso se quedaban a dormir. Me encantaba estar con ellas, y a ellas conmigo. Estaban plenamente integradas en nuestra vida cotidiana. Recuerdo a Noelia, Sara, María José, Manuela…, a tantas hermanas/amigas que hacían una vida muy familiar en casa.

En aquella época nacieron historias de amistad preciosas, con un vínculo muy fuerte, que aún hoy perduran, como la de Sara, hija de una de las niñas del centro y ahijada precisamente de mis padres, de los dos. Sara se dedica al cante flamenco y participa activamente en la entidad que yo fundé, Nuevo Hogar Betania.

Aquella vida familiar no era un ir y venir de niños y niñas (con el tiempo, el centro se abrió a ambos sexos) a los que dar de comer, no; eran niños y niñas para quienes nuestro hogar era su hogar y donde la comida era tan importante como la ternura.

Había personas que pasaban temporadas más largas en casa porque, en el Sistema de Protección de Menores, cuando cumples dieciocho años, te vas a la calle. Recuerdo a mis padres sin respiro, a pulmón, buscando alternativas para algunos que no tenían familia ni casa adonde volver. Se dejaban la piel por ayudar y todo aquello salía de su bolsillo, como salió absolutamente todo lo invertido en un campamento multitudinario que hicieron un verano en Cádiz. De mi madre, educadora social de protección de menores, y de mi padre, funcionario de Justicia y muy ligado al remo con chicos del barrio en situaciones desfavorecidas, aprendí, entre una infinidad de cosas, la entrega más pura, sin filtros.

Una trayectoria multiplicadora de felicidad

Esos recuerdos están, existen, son muy reales. Mi trayectoria vital desde muy pequeña ha sido multiplicadora en felicidad; no echaba de menos nada, tampoco material. En mi corazón guardo aquellos domingos en los que mi padre llegaba a una casa repleta de gente con unas enormes ruedas de churros. Eran maravillosos momentos de compartir, de ser felices, de reírnos y pensar con ilusión en qué actividad íbamos a hacer ese día… todas esas pequeñas cosas tan valiosas que, al plasmarlas, me hacen emocionarme de nuevo.

Mi convivencia con tantos niños y niñas fue una enorme forma de aprendizaje vital respecto al no materialismo y no elucubrar, sino estar, vivir, experimentar y actuar. Crecí con la gran oportunidad de tener una visión próxima de la realidad —la que queremos ver y la que no queremos ver, pero que existe por igual— como la que había sentido en casa de mis abuelos, con esa apertura de puertas, de invitación a comer a todo el que lo necesitase, de total solidaridad y altruismo.

Es lo que mamé y esa es mi actitud natural, lo fue entonces, hoy y siempre, en casa y en el colegio, de niña y de mayor, en un ambiente y en otro. Ya con seis años, recuerdo a mi profesor, don Rafael, que me decía que era la abogada de los pobres porque defendía a todos los vulnerables: al que tenía gafas, al que era un poco afeminado, a todos los que eran objeto de burla o acoso. Cuando veía una injusticia, no podía quedarme quieta y hacía lo que hiciese falta por ayudar a los más necesitados. «Defiende lo tuyo, no lo de los demás, que ellos ya tienen voz para hablar», me decía don Rafael. Y yo le contestaba: «No es que no tengan voz, es que a lo mejor no tienen capacidad o fuerza para enfrentarse a esas amenazas o insultos».

Mamá, ¿por qué yo tengo oportunidades y ellos no?

Ya más mayor, entre los ocho y los doce años, una pregunta me revoloteaba constantemente: «¿Por qué yo era yo y no ese niño o niña desfavorecido? ¿Por qué yo tenía esas oportunidades, la buena suerte de tener esa familia y esa educación, y ellos no?». Mi madre y yo lo hablamos todavía a veces, ambas lo recordamos. Cuatro años haciéndome y haciéndole la misma pregunta una y otra vez es para recordarlo: «¿Por qué yo soy yo, una niña normal de padres trabajadores y humildes, y no esa niña a la que sus padres han abandonado o maltratado o de la que han abusado? ¿Quién me ha puesto en mi camino y no me ha puesto en ese?». Qué paciencia tenía mi madre conmigo, tan repetitiva en una pregunta tan concreta como abstracta; confieso que era y soy un martillo pilón, con sus ventajas y desventajas.

Santa paciencia la de mi madre. Cada vez que preguntaba, me respondía con palabras adaptadas a la edad que tuviese en esos momentos. La puse en más de un aprieto, no es fácil contestar de forma concreta y sana a una niña hipersensible. No quería hacerme daño, no quería esconderme la realidad y tampoco quería contar con detalle las circunstancias personales de cada uno de esos «hermanos» que me había puesto la vida. Siempre tuvo la respuesta correcta que aquella niña precisaba en esos momentos. La estoy escuchando cuando me contaba que esa era la parte bonita de su trabajo, que podía ser no solo mi madre biológica, sino que también podía ejercer de madre de otras personas que lo necesitaran; así crecí, viendo a mi madre como una figura de referencia, un patrón maternal para niños y niñas que no tenían madre o padre.

De aquellas respuestas tengo también una enseñanza imborrable: la no culpa. Nunca jamás se respiró en casa la culpabilidad, la irresponsabilidad o los reproches a esos padres o madres. Nunca. Como educadora, mi madre tiene tachado el término culpa. Todo lo que promovía era para el bienestar de quienes formaban parte de su vida.

Esos son mis recuerdos de mi infancia, rodeada de realidades de seres humanos con tantas dificultades y, a la vez, tan sencilla, sana y bonita. No podía ser más feliz junto a mi pequeña y mi gran familia. Crecí experimentando con enorme fuerza que en ese seno de unión y calidez es donde la familia tiene el papel de disminuir las dificultades. En mi casa, donde había muy buena sintonía, las dificultades no eran cargas, sino beneficios de vuelta. Y siento profundamente que mi yo de hoy se ha conformado con esos beneficios de vuelta de todas las cosas buenas que he tenido la maravillosa oportunidad de dar de niña y de mayor.

Tenemos la posibilidad de elegir a cada momento dónde y cómo estar

En esa entrega aprendí también que, aunque no tengas hermanos consanguíneos, puedes tener una preciosa afinidad de hermandad. Compartir vivencias con otros da una enorme fortaleza. Lo mamé e integré. Ahora soy yo la que elijo el vínculo con las personas: ahora yo soy la que escojo ser madrina de un niño, la que escojo ayudar, la que escojo estar cerca de las personas. Elijo estar en la vida a cada momento con lo que requiere.

Entrar en ese sistema, que me ha acompañado toda mi vida, para mí fue un regalo y lo sigue siendo. Es un privilegio estar al lado de personas que necesitan tu escucha y tu atención, personas que no han tenido lo que yo siento que he tenido, una alfombra roja para ir pasando por ella; personas que no han tenido esas posibilidades, pero a las que nosotros sí podemos ofrecérselas. Esa mirada apreciativa, de ternura, hacia otros que nos necesitan ha sido y es mi canal de base.

Llevo ese sistema en el ADN, es el patrón que he querido seguir en mi vida, pero de una forma diferente. Ya de jovencita, sentí que toda esta energía es necesario canalizarla a través de una acción profesionalizada y no solo asistencialista. A pesar de tener tan claro mi deseo de ayuda, estudié bachillerato de Ciencias Tecnológicas. Me encantaban la física y las matemáticas, se me daban espectacularmente bien, y yo quería hacer una ingeniería.

De estudiar una ingeniería a ser ingeniera de caminos… humanos

Aquellos dos últimos años en el instituto Mar de Poniente, en La Línea, fueron un camino de autodescubrimiento. Mi experiencia vital siguió creciendo y aquella semilla que latía tan potentemente dentro de mí terminó por explosionar y me hizo dar un giro total a mis estudios. Terminé el bachillerato tecnológico y, sin embargo, decidí estudiar Trabajo Social, grado que hice en Cádiz y durante el que se fraguó en mí un hechizo. Acabé de ver mi propósito vital.

Paradojas de la vida. Quería hacer una ingeniería, y sí, la hice, pero social y humana. No hay que hacer filigranas con reacciones químicas, pero sí con reacciones humanas.