La guerra de mamá. Mi vida marcada por el monstruo de la enfermedad mental - Sol Macaluso - E-Book

La guerra de mamá. Mi vida marcada por el monstruo de la enfermedad mental E-Book

Sol Macaluso

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Qué le está pasando a mamá? ¿Por qué grita así? ¿Por qué duerme tanto? ¿Por qué no quiere jugar conmigo? ¿Por qué no me cocina? ¿Por qué no me ayuda con las tareas del colegio? ¿Por qué no me quiere? Sol Macaluso, la periodista que nos hizo llorar por sus directos desde la guerra de Ucrania, nos narra en estas páginas momentos cruciales de una existencia marcada por la cruda realidad de convivir con problemas de salud mental. Desde niña, Sol tuvo que aprender a vivir con la enfermedad de su madre, un trastorno bipolar que afectó a su infancia y juventud, y cuyas consecuencias la llevaron a sufrir ella misma un episodio que cambiaría su vida para siempre. La guerra de mamá nos ofrece un relato lleno de verdad, sorprendente y único, sobre el estigma de las enfermedades psicológicas, cómo afrontarlas y de qué forma lo pueden gestionar las personas del entorno. Una historia sobre cómo el amor nos hace salir de los pozos más oscuros incluso cuando no podemos ver la luz. «Este libro no habla de víctimas. No soy una víctima por tener la madre que me tocó y por haber tenido la infancia que tuve. Al contrario, soy una afortunada por haber tenido la oportunidad de aprender desde dentro lo que es la empatía y el no juzgar. Porque he visto y vivido en carne propia cómo mi madre ha sido dejada de lado por ser diferente, por no tener filtros, por ser un alma pura y sincera que a veces no ha podido elegir el comportamiento que su cerebro le obligaba a tomar. En este libro no hay víctimas porque mi mamá tampoco lo es. Mi mamá es todo lo contrario a una víctima. Para mí es una luchadora, una heroína, porque a pesar de tener diagnosticada una enfermedad que no puede controlar al cien por cien, nunca dejó de intentarlo, nunca dejó de querer hacerme las trencitas con brillitos en el pelo, aunque el monstruo estuviera con ella; nunca dejó de querer caminar de mi mano, aunque tuviera más ganas de estar en la cama; nunca dejó de querer cocinar, aunque no supiera cómo».

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 146

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

La guerra de mamá. Mi vida marcada por el monstruo de la enfermedad mental

© 2023, Sol Macaluso

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Imagen de cubierta: Shutterstock

Diseño de cubierta: Rudesindo de la Fuente - Diseño gráfico

 

ISBN: 9788491399100

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

1. El armario

2. Papá Noel no existe

3. Peso extra

4. La leona

5. Bajo mi responsabilidad

6. ¿El principio del fin?

7. Terapia

8. Filomena

9. Huyendo del dolor

10. Salud mental

Agradecimientos

Carta de mamá

Carta de papá

 

 

 

 

 

 

A la mujer más fuerte, alegre y resiliente que conozco. A quien me enseñó que siempre podemos un poquito más y que no debe importarnos el qué dirán.

A mi heroína: mi mamá.

 

También al hombre que me enseña día a día lo que son la paciencia y el amor, por haberla sabido acompañar y elegirla cada día: mi papá.

 

A ellos dos, principalmente, por haber sembrado amor, pese a las dificultades de la vida, y a todos aquellos que nos han sabido acompañar en el camino, con un abrazo, una mirada o alguna que otra palabra.

 

 

 

1EL ARMARIO

 

 

 

 

 

 

Hay mucho ruido, ruido ajeno a mí, ruido que perturba y ruidos desconocidos. Voy corriendo adonde sé que tengo que ir, somos muchas personas y fuera están bombardeando. En Ucrania, estos sonidos se han convertido en la melodía habitual y, a pesar de llevar escuchándolos varios días, siempre me resultan nuevos.

Miro a mi alrededor y siento que me cuesta respirar. Toso. Bebo agua. Intento tragar. Trato de calmar mis palpitaciones y ese miedo a no saber qué ocurrirá en los próximos minutos. Todo puede explotar, todo está explotando. Cierro los ojos y advierto que no soy ajena a la situación. Cierro los ojos y me acuerdo de que yo ya estuve aquí. Bueno, no aquí precisamente, ni tampoco viviendo esto. Pero no es la primera vez que me encierro en un lugar para sentirme más segura.

Tengo cinco años, mamá grita y llora al mismo tiempo. Papá está en el trabajo y mi hermana, en el colegio. ¿Qué le está pasando a mamá? ¿Por qué grita así? ¿Por qué no me quiere? Escucho muchos ruidos porque ella está violenta y necesita descargar su ira.

Siento que todo está explotando, otra vez, como la primera vez. Intento cantar canciones de mi show favorito. Me doy la mano a mí misma, me abrazo y pienso que pronto mamá volverá a ser mamá, quizá no ahora, pero sí pronto. Cierro los ojos de nuevo…

Su violencia se siente en el ambiente. Respirar se hace difícil, como si de estar respirando pólvora se tratara, me duele el cuerpo como si las bombas me hubiesen rozado, pero afortunadamente no. Estoy agitada de haber estado corriendo en busca de un refugio, pienso que el refugio debería ser mi mamá. Nos criamos en una sociedad que nos dice que no hay lugar más seguro que los brazos de una madre, pero en mi historia no es así. O por lo menos no lo era por momentos…

 

* * *

 

Me resultaba extraño porque la mañana siguiente ella no recordaba nada, y mi miedo era que mi padre no me creyera, que pensara que me lo estaba inventando todo. Pero él sí que lo sabía, no era la primera vez que mamá estaba así ni tampoco sería la última. Aunque no pudieran explicármelo, algo le sucedía y yo no sabía qué era.

Recuerdo haber estado varias horas en ese armario hasta que por fin oí silencio y entendí que era un espacio seguro. En ese momento de aparente tranquilidad es cuando el cerebro entiende que se puede salir del refugio.

Mamá ya dormía y me tocaba hacer mi parte favorita del día: jugar a ser adulta, sin serlo, por supuesto. Limpiar la casa, ordenar mi habitación, prepararme la comida… Está claro que alimentarme era una necesidad básica, y tenía cuanta comida de microondas existía en aquella época. El resto de las tareas del hogar nadie me las había pedido, pero las hacía por gusto.

Las hacía por gusto y por memoria, de haberla visto alguna que otra vez cuando ella tenía buenos días y podía realizarlas. Mamá, cuando estaba bien, era la mejor persona del mundo mundial, y yo quería ser como ella. Lo que no entendía es adónde se iba esa mamá cuando el monstruo venía a por ella.

 

Llamarlo monstruo fue mi manera de entenderlo durante varios años.

 

Era un monstruo del cual creo que terminé siendo amiga con el tiempo, era un monstruo extraño que, por supuesto, temía, pero que al mismo tiempo quería. Ese monstruo es la bipolaridad, una enfermedad que ocurre debido a un desbalance químico del cerebro y produce que la persona oscile entre dos polos: la euforia o manía y la depresión. Pero la Sol de cinco años no tenía idea de esto ni tampoco la capacidad de comprenderlo, porque ni aunque me lo hubieran explicado hubiese podido entenderlo en aquel entonces. Pero también es cierto que nunca me lo explicaron, ni a aquella niña ni a la adulta que soy hoy. Tuve que ir descubriéndolo, y de eso trata esta historia.

Ahora volvamos al armario, a mi refugio, a mi búnker antibombas. En aquel entonces, a diferencia de los chicos ucranianos de hoy en día, afortunadamente tampoco sabía mucho sobre bombas, pero sí que lo sentía mi lugar seguro, como esos pequeños a los refugios en los que viven ahora. Años después me pregunto si en verdad mamá no sabía que estaba ahí o si ese refugio era una especie de pasadizo secreto que congelaba el tiempo y el espacio y permitía que mamá no me dañara. Que permitía que mamá no me gritara. Porque yo sabía que no era lo que ella quería, aunque por momentos se me olvidaba.

Se me olvidaba porque ante todo era una niña que no estaba entendiendo lo que sucedía, que solo veía que cuando el monstruo venía, mamá me hacía daño, no físico, pero sí mental, si pudiera llamarlo así. Me hacía daño porque me hacía sentir invisible, invalidada, porque me hacía creer que no me quería, que no era mi madre, que en verdad yo, ante sus ojos, era simplemente una extraña.

La primera etapa consciente de mi niñez la recuerdo así. Los recuerdos no abundan, pero en los pocos que conservo me veo sola y perdida. Vuelvo a cerrar los ojos y ahí estoy otra vez. Siempre acariciándome, siempre autoconsolándome. No lo viví con pena ni con angustia porque fue la única realidad que conocí. Eso me hizo ser la mujer que soy, y descubrí que tengo la mujer más fuerte del mundo como madre. Pero ahí estaba yo, otro día sin papá, sin mi hermana y con una mamá que estaba pero no estaba.

 

O mejor dicho, estaba como podía estar, que no era poco.

 

Además de ir al colegio, no recuerdo compartir algo con ella en estos primeros años, siempre dormía. Para mí era absolutamente normal, no conocía otra cosa, por lo tanto, no me lo cuestionaba. Entonces mis días transcurrían con mi tía o en la casa de amigos. Muchas veces intentaba despertarla, llamarla, contarle mis historias, jugar, lo que cualquier niño querría hacer. Pero después de mi llamada de «mamá, mamá» nunca había respuesta. Nunca había respuesta o la respuesta que había era la que ella me podía dar.

Era una tarde de sol, yo tendría unos seis años, me había vestido completamente sola, con lo que eso implica: vestido amarillo, calcetines rojos y zapatos rosas, porque combinar colores no está dentro de las habilidades de los niños. Y cocinar o atender a sus padres tampoco debería estarlo. Esa tarde habíamos quedado con otros amigos de mi colegio y sus padres, me hacía mucha ilusión que pudiéramos ir juntas. La desperté una vez, la desperté dos, la desperté tres… pero no hizo caso, y mi insistencia hizo que el monstruo saliera otra vez.

Fui corriendo a mi lugar seguro un día más, al armario, y fue ahí justo donde empecé a inventarme a la mamá que quería tener. Usando una calculadora como móvil, hice llamadas a una madre que no existía, pero que en mi imaginación me daba las respuestas que yo quería escuchar: «Te quiero, hija», «Estoy muy orgullosa de ti», «Mamá está aquí para ti y todo estará bien». Esas conversaciones con la nada, o conmigo misma, empezaron a ser cada vez más y más recurrentes.

Esa tarde, unas lágrimas inundaron mis enormes ojos negros, pero no me permití llorar, porque aquella niña conocía la única realidad, que era la mía, y tener la mamá que yo tenía estaba bien.

Entonces respiré hondo y sin llantos. El armario, otra vez. Ruidos. Llegó papá de trabajar, uf, qué alivio. Cuando papá estaba sentía una paz inmensa, me sentía segura y mucho más tranquila. Era mi escudo antimisiles, mi refugio antibombas, la clave fundamental de mi historia que me protegía más que ese armario, y eso ya es mucho decir.

Aunque él sabía lo que ocurría y conocía algunas de las situaciones violentas que yo atravesaba con mamá, nunca lo hablamos. A lo mejor fue su recurso para protegerme, no hablarlo. Porque como dice mi psicóloga, aquello que ponemos en palabras se torna real, entonces si no hay palabras que lo expliquen, zas… se borra, desaparece, no existe. Aunque en realidad no fuera así. Aunque en realidad el no hablarlo solamente causó que esa niña, con el paso del tiempo, se sintiera más y más perdida.

Pero nadie tiene un manual para ser padres, y mucho menos padres con una persona que tiene un trastorno mental tan inestable como la bipolaridad, con la cual no puedes planear nada, o poco. Ellos no nacieron siendo padres. Mi madre no nació siendo bipolar. Mi padre no se casó con una mujer bipolar, aun así la eligió. Lo estaban descubriendo todo juntos, y en el camino criándonos como podían, como mejor les salía, con errores y aciertos, pero a pesar de todo con amor.

 

Porque lastimarnos nunca fue su intención, y eso aquella niña lo sabía, y la Sol de hoy, también.

 

Aunque es difícil explicar el dolor para los niños, sobre todo en una edad en la que nos preguntamos el porqué de todo constantemente. Por qué mamá dormía tanto. Por qué mamá no quería jugar conmigo. Por qué mamá no me cocinaba. Por qué mamá no me ayudaba con las tareas del colegio. Por qué mamá no era como el resto de las mamás. El peso de la figura materna en la relación con sus hijas es muy fuerte, y a medida que Sol niña crecía me iba encontrando con que mi mamá no cumplía con ninguno de los requisitos para ser una «buena mamá», tenía una mamá no normativa. Una mamá diferente.

Diferente y cada día más sola. Desde muy chiquita pude sentir cómo la gente se alejaba o elegía compartir menos con nosotros, porque parte de la bipolaridad es no tener filtros, y realmente no tenerlos en ningún tipo de sentido. Y sabemos que la gente habla mucho, e incluso juzga más de lo que habla. Entonces, vivir en una ciudad pequeña era un videojuego constante a superar por mamá, que hacía lo que podía con las herramientas que tenía a su disposición. Llegó un punto en el que sentía que todos a mi alrededor sabían lo que pasaba con mi madre, todos menos yo. Apenas tenía siete años, todavía era muy pronto para comprenderlo.

Sin embargo, cada vez sentía más responsabilidad sobre su enfermedad. Los padres y las madres de mis amigos constantemente me preguntaban si estaba bien, como si algo estuviera mal en casa. En casa todo estaba bien. Todo estaba bien porque, como he dicho, nunca conocí otras realidades. No era consciente de que a lo mejor no estaba del todo bien, sobre todo siendo una niña. Pero al parecer ellos también lo sabían, o lo intuían.

Era una tarde de invierno y fui a jugar a casa de un amigo. Qué maravilla. Su mamá nos había preparado una merienda espectacular, tan espectacular que si me concentro mucho y cierro los ojos aún recuerdo beber ese chocolate caliente con galletas caseras. Uf…, incluso puedo olerlo. ¡La cocina olía a comida casera! En mi casa eso nunca pasaba. Galletas hechas a mano, chocolate hecho con amor, y una madre que se sentaba a jugar con nosotros… En mi cabeza parecía una peli. Recuerdo preguntarle a mi amigo, Fernan, si su mamá era así todos los días o simplemente lo estaba haciendo porque estaba yo. Me contestó extrañado que de qué otra manera podía ser una mamá. Claro. Él tampoco conocía otra realidad.

Esa tarde jugamos a cuanto juego de mesa había en la casa, dibujamos, bailamos, cantamos, e incluso vimos una peli. Me sentía feliz. Por primera vez en mucho tiempo me sentía como una niña, como lo que verdaderamente era. Ya eran las ocho de la noche, tiempo de que mi mamá me viniera a recoger. No quería irme, no quería volver, no quería porque nunca sabía cuándo el monstruo estaría con ella. Nueve menos cuarto y mi mamá todavía no había llegado. Valeria, la mamá de Fernan, llamaba continuamente por teléfono mientras me miraba con cierta pena y sonreía al mismo tiempo, supongo que ella como mamá entendía más que yo.

Después de casi hora y media de intentar localizarla, finalmente llamamos a mi padre, que estaba en el trabajo y no queríamos molestarlo. Papá estaba de guardia. Ocupado. Trabajando. Como siempre. Y dijo que mamá se habría quedado dormida. Como siempre.

Valeria colgó el teléfono y, lejos de dramatizar, dijo feliz:

—¡Sol, hoy es noche de pijama party! Te quedas a dormir en casa.

Me angustié un poco, otro día que mamá no estaba disponible para mí. Otro poco, mucho, me alegré, una noche en la que no iba a tener que recurrir al armario en ningún momento.

Dormí en paz, no tenía que ocuparme de poner el reloj con la alarma para despertarme. ¿Se acuerdan de esos relojes cuadrados con una alarma insoportable que sonaba como un timbre para despertarse? Antes de los móviles, me refiero, yo tenía uno, color rosa, me lo había regalado mi tía para que nunca me durmiera para ir al cole, porque con mamá no podía contar. Le dije esto a Valeria y a Fernan, los dos se sorprendieron. Valeria aseguró que despertarme sola para ir al colegio no era mi responsabilidad. Y fue entonces cuando yo la miré con sorpresa a ella:

—Y si no me despierto yo, ¿quién me va a despertar?

—Ese es el trabajo de las mamás —me dijo.

Me dormí pensando en cuál era realmente el trabajo de las mamás.

Por la mañana, nuevamente olor a comida casera, una madre que nos despierta con caricias y alegría y dos uniformes perfectamente preparados para que nos vistamos y bajemos a desayunar. Yo no tenía las cosas del colegio conmigo porque la idea no era dormir en casa de Fernan. Valeria me dijo que por ese día iría con pantalones y no con falda como el resto de las niñas, pero que no pasaba nada, ella ya había avisado al colegio.

El colegio lo sabía. Sabía que mi mamá no había estado para mí, que no tenía el uniforme ni mi mochila porque no había ido a recogerme la noche anterior. Todos lo sabrían.

Recuerdo haber ido al colegio nerviosa, muy nerviosa. Sentía que todo el mundo me iba a estar observando por no llevar la falda ni mi mochila rosa con brillos. Fernan tomó mi mano como si nada pasara y entramos, fue un día más. Nadie me dijo absolutamente nada ni me preguntó por qué llevaba los pantalones. Sentí alivio. Creo que esa mañana también empecé a entender la importancia de la amistad. Éramos niños y ninguno entendía bien qué enfermedad padecía mi madre; sin embargo, todos estuvieron esa mañana para mí. El hecho de entrar a clase de la mano de mi amigo me hizo sentir más fuerte, como si la situación hubiera dejado de importarme.

No sé bien si es que todos lo sabían y decidieron ignorarlo para no herir mi sensibilidad —aún más— o si es que en realidad todos ignorábamos lo que pasaba y simplemente disfrutábamos de nuestra infancia.

Volví a casa. Me recogió Lucrecia, una chica que nos ayudaba con las tareas del hogar. Al llegar se podía sentir la tensión. Mi padre estaba sentado en la mesa del comedor junto a mi hermana Pía, de doce años. Lucrecia nos dejó solos. Cerró la puerta.

Papá bebía Coca-Cola, nunca agua, porque dice que el agua es solamente para ducharse. Le dio la mano a Pía. Me dio la mano a mí. Trascurrieron varios minutos hasta que pudo verbalizar:

—Mamá se fue de vacaciones.

En mi cabeza, mil preguntas. Mi hermana lloraba. No entendía por qué, si irse de vacaciones siempre es algo bueno. Pero eso no eran vacaciones. Mamá desaparecería de mi vida unos meses mientras yo me tomaba vacaciones también, porque me mudé a casa de mi mejor amiga, Flor.

A mí la verdad es que me parecía un planazo. ¿Quién no quiere vivir con su mejor amigo a los seis años? Es como un pijama party eterno, pelis todas las noches, chocolates, ir al cole juntas, jugar… Ideal. Lo que no era ideal era la situación por la que atravesaba mi familia.

 

Fue el primer ingreso psiquiátrico de mamá. Pero esto no lo sabría hasta muchos muchos años después, cuando lo