La hegemonía imposible - Fernando Rosso - E-Book

La hegemonía imposible E-Book

Fernando Rosso

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Beschreibung

¿Por qué la Argentina es un cementerio de ambiciones hegemónicas? ¿Por qué un partido político tiene recursos suficientes para frenar el proyecto ajeno pero no para imponer el propio? Si algo nos define a los argentinos es la persistencia de la crisis, que lejos de ser un problema patológico es el resultado de la irresolución de conflictos entre fuerzas que vienen protagonizando un largo empate. La hegemonía imposible indaga sobre las últimas dos décadas de historia argentina partiendo de un acontecimiento fundante: la crisis del 2001, ese hecho maldito del país normal. A partir de ahí, recorre los avatares de una sociedad civil siempre contenciosa, el dominio frágil del primer kirchnerismo, el ascenso de una derecha que cambia el pelo pero no las mañas, y el regreso del peronismo como una sombra de lo que fue. Fernando Rosso ha escrito, en la más pura tradición del ensayo político, un libro generacional y lúcido, fundamental para poder entender el eterno presente de un país que se sigue mordiendo la cola.

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La hegemonía imposible

Fernando Rosso

La hegemonía imposible

Veinte años de disputas políticas en el país del empate.

Del 2001 a Alberto Fernández

Rosso, Fernando

La hegemonía imposible : veinte años de disputas políticas en el país del empate : del 2001 a Alberto Fernández / Fernando Rosso. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Capital Intelectual, 2022.

Libro digital, EPUB - (Nueva Coyuntura)

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-614-653-1

1. Historia Política Argentina. I. Título.

CDD 320.0982

Director: José Natanson

Coordinadora de Capital Intelectual: Creusa Muñoz

Diseño de portada: Raquel Cané

Diagramación: Adriana Manfredi

Edición: Creusa Muñoz

Corrección: Brenda Decournex y Creusa Muñoz

Producción industrial: Damián Kaczulak

Prensa: Nuria Sol Vega ([email protected])

© Fernando Rosso

© Capital Intelectual, 2022

Paraguay 1535 (C1061ABC), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

Teléfono: (+5411) 4872-1300

www.editorialcapitalintelectual.com.ar

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin permiso escrito del editor.

Primera edición en formato digital: mayo de 2022

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto 451

ÍNDICE
Presentación
Capítulo I. La hegemonía imposible
Estado ampliado y disminuido
El punto de vista de la crisis
Capítulo II. 2001: el hecho maldito del país normal
La sombra terrible de diciembre
¿Qué fue esto?
No todo es historia
Punto final
Contra el fatalismo
Capítulo III. Los años kirchneristas
Condicionados por el fuego
Gramsci en el país de Perón
Peronismo y kirchnerismo
Crítica de la economía política
La “burguesía nacional” es un sueño eterno
Después de todo
Capítulo IV. Macri: el presidente que no fue
Crónicas macrianas
Vamos por todo
La revuelta de los de arriba
¿Por qué no estalló?
¿Nueva hegemonía?
A la derecha de la democracia
La vara muy baja
Capítulo V. Peronismo para la moderación
El año de la peste
Unidos y ajustados
Símbolos: Guernica y el motín policial
Etapa superior
Diagnóstico reservado (y equivocado)
Lejos de la rebelión
La correlación de fuerzas
Deuda eterna
Una vez más, el peronismo
Las viñas de la ira
Agradecimientos

PRESENTACIÓN

“Todo libro comienza con el deseo de otro libro, como impulso de copia, de robo, de contradicción, como envidia y desmesurada confianza”, escribió Beatriz Sarlo en la introducción a Una modernidad periférica. (1) Podría agregar que el resultado final se ubica entre el fracaso de ese libro imaginario y el “éxito” de lo realmente escrito. Con la excepción de la “desmesurada confianza”, este libro contiene copia, robo y envidia, pero −sobre todo−, diálogos, conversaciones y polémicas con múltiples textos o intervenciones que intentaron pensar con seriedad la política argentina de las dos primeras décadas del siglo XXI a partir de un acontecimiento fundante de esta época: el 2001.

Es el producto de varios años de reflexión sobre la Argentina reciente a la luz de su historia: el devenir de su “sociedad civil” siempre contenciosa y especialmente sus inquietas clases trabajadoras; el itinerario del peronismo, movimiento que estuvo en el corazón del sistema político en los últimos ochenta años y que hoy es una sombra de lo que fue; el derrotero de sus

derechas, que han cambiado el pelo, pero no las mañas; y un fenómeno que se ha instalado en el centro de la vida pública: la crisis. Efectivamente, si algo nos define a los argentinos y argentinas es la persistencia de la crisis, que lejos de ser un problema “patológico” es el resultado de la irresolución de conflictos entre fuerzas sociales y políticas que vienen protagonizando un largo “empate”. El país de los vetos recurrentes, el péndulo eterno, el círculo vicioso entre los que llegan y no pueden y los que dicen que pueden y no llegan. El país en el que no se puede ser más neoliberal ni más populista de lo que permite la relación de fuerzas. En síntesis, el país de la hegemonía imposible.

Luego de la ocupación menemista y del primer kirchnerismo, cuyas administraciones establecieron algo parecido a una “hegemonía”, en los últimos años nadie logró reunir las condiciones políticas para un cambio cualitativo de las relaciones de fuerza y un ciclo expansivo, tanto desde el punto de vista económico como desde la representación política. En este laberinto, la crisis se tornó crónica y el país parece transitar una lenta decadencia.

Este es un libro militante, en el sentido de que aspira a contribuir al conocimiento de una realidad compleja porque es difícil transformar lo que no se conoce o lo que no se entiende. Sin embargo, el lector o la lectora no encontrarán lo que desde una posición de izquierda tradicional se denomina una “línea”, una propuesta para la acción inmediata, un posicionamiento programático explícito o precisas coordenadas estratégicas que −con mis capacidades limitadas− realizo en otros ámbitos y bajo otros formatos. Por el contrario, aquí se vuelcan reflexiones provisionales, ideas para el debate, hipótesis que buscan someterse a la prueba de la realidad y discusiones que pretenden animar la conversación colectiva que nos ayude a entender ese problema que llamamos Argentina: la Argentina reciente como problema.

El libro tampoco es una historia pormenorizada de cada periodo político o de las diferentes etapas que siguieron al 2001 como acontecimiento hasta lo que periodísticamente denomino el “quinto peronismo”, sino más bien un ensayo sobre cuáles fueron sus características esenciales y los hechos que −desde mi punto de vista− las confirman. Intenta restablecer un método que coloque en el centro del análisis a las relaciones de fuerza sociales y su traducción política sobre la base de los condicionamientos económicos. Un vector que estuvo relativamente ausente o relegado a un segundo plano en el grueso de las lecturas de la política argentina del último periodo, con valiosas excepciones, que estimularon estas reflexiones.

Un complemento que consideré muy productivo para contribuir en este sentido fue la exposición crítica de las diferentes polémicas o debates que se desataron ante cada fenómeno. En la historia política o intelectual, el choque de ideas siempre habilitó la emergencia de verdades más potentes que la narrativa del consenso, que termina, en general, en un compromiso ecléctico que todos veneran y en el que nadie cree.

La deformación profesional me inclinó hacia el uso del formato periodístico y algunas herramientas de la crónica, pero conjugadas con lecturas de mediano o largo plazo, elaboraciones teóricas o trabajos académicos que ayudan a tomar la distancia necesaria para entender los avatares del presente. Se dijo alguna vez que el periodismo es “la primera versión de la historia”; podría agregar que a veces también es la más precaria. Sin embargo, no me encuentro entre los elitistas que reniegan del periodismo como una literatura menor frente a otros géneros que tendrían una estatura presuntamente superior. Despojado de esa dudosa legitimidad autorreferente y de las ínfulas que pretenden encontrar en cada hecho irrelevante “al hombre que mordió al perro”, el periodismo puede brindar instrumentos útiles para la compresión de una época. José Carlos Mariátegui llegó a afirmar que “el mejor método para explicar y traducir nuestro tiempo es, tal vez, un método un poco periodístico y un poco cinematográfico”. (2)

Este libro tiene, además, algo de la sensibilidad y la impronta generacional, justamente por aquella vieja advertencia: “Escribe sobre lo que sabes”, y ¿qué mayor conocimiento que el de las cosas y hechos que, además de estudiarse, se han vivido?

Por último, el libro padece, sí, de una desmesura: la pretensión del ensayo, precisamente por aquello de que “todo contenido reclama su forma”. Y en esa confluencia híbrida entre el campanear de las siempre cambiantes coyunturas argentinas, la experiencia política cotidiana y ciertas elaboraciones teóricas, estos textos encontraron la forma más adecuada de transmitir lo que querían decir. Los lectores y las lectoras juzgarán con qué éxito.

1. Beatriz Sarlo, Una modernidad periférica, Siglo XXI, Buenos Aires, 2020.

2. José Carlos Mariátegui, “La escena contemporánea”, en Antología (seleccionada por Martín Bergel), Siglo XXI, Buenos Aires, 2021.

Capítulo I

La hegemonía imposible

En Argentina, en apariencia, siempre estamos discutiendo de política. Todo debate es político y la política atraviesa todos los discursos. Un común va a pestañar y ese guiño es político. Sin embargo, no todo es política.

Jacques Rancière escribió que no siempre hay política en la discusión o la acción pública, pese a que siempre existan formas de poder. Dice más específicamente que la esencia de la política consiste en perturbar un acuerdo “mediante operaciones disensuales, montajes de consignas y acciones que vuelven visible lo que no se veía, muestran como objetos comunes cosas que eran vistas como del dominio privado, hacen que prestemos atención a sujetos habitualmente tratados como simples objetos al servicio de los gobernantes”. (3) La política sobreviene cuando aquellos que carecen de tiempo se toman el tiempo necesario para erigirse en habitantes de un espacio común y para demostrar que emiten un lenguaje que habla de cosas comunes y no solamente un rugido que revela sufrimiento. En definitiva, cuando comienza a existir y a tomar voz la parte de los que no tienen parte.

Antonio Gramsci diferenciaba la “gran política” de la “pequeña política”. “La gran política −explicaba− comprende las cuestiones vinculadas con la función de nuevos Estados, con la lucha por la destrucción, la defensa, la conservación de determinadas estructuras orgánicas económico-sociales”. Por el contrario, “la pequeña política comprende las cuestiones parciales y cotidianas que se plantean en el interior de una estructura ya establecida, debido a las luchas de preeminencia entre las diversas fracciones de una misma clase política”. “Gran política −ejemplificaba el comunista italiano− es, por lo tanto, la tentativa de excluir la gran política del ámbito interno de la vida estatal y de reducir todo a política pequeña”. (4) En síntesis, un objetivo de “gran política” es mantener lo que en la actualidad algunos denominan “la conversación pública” alimentada con temas menores o de importancia secundaria, intrigas palaciegas, escándalos mediáticos, guerras de bolsillo en las redes sociales y laberintos judiciales incomprensibles, mientras que la “gran política” se define en otra parte.

Clásicos como Spinoza o Maquiavelo han definido lo político sobre la base del esquema físico de la “composición de fuerzas”: de la mutua “potenciación” de los conatus individuales (de ese esfuerzo por la perseverancia en el Ser) acumulándose en la potencia colectiva de la multitudo, en el caso del filósofo holandés, o como la actividad que busca crear nuevas relaciones de fuerza, según la mirada del florentino. Con su crítica de la economía política, Marx dotará a estas concepciones de un suelo material sobre el que transita la práctica de la política en la sociedad capitalista moderna.

Miradas desde estos puntos de vista, nuestras discusiones eternas y saturadamente politizadas, en realidad, contienen poco y nada de política. Nociones como “grieta”, “polarización”, “sistema de partidos”, “fractura”, “bipartidismo”, “bicoalicionismo”, “vieja política” o “nueva política” coparon las discusiones en el último tiempo con aportes sugerentes, inteligentes o creativos, pero inclinados hacia una excesiva “autonomía de la política” con respecto a sus condicionantes estructurales (económicos, sociales y de clase), que delimitan sus horizontes y el abanico de sus posibilidades.

El objetivo de este ensayo es pensar el significado histórico −si puede denominarse de esa manera− de los distintos procesos políticos de los últimos veinte años a la luz de las relaciones de fuerza que, a la vez, son el emergente de conflictos, avances, retrocesos, triunfos, derrotas o desvíos entre las clases que luchan. Intentar comprender cómo se traducen esas relaciones al terreno político (con sus distorsiones, continuidades y discontinuidades) en una relativa autonomía de la política que, sin embargo, no gira en el vacío. Esto presupone dar cuenta de lo que sucede en la esfera económica, que siempre está asociada a la política (después de todo, la política es economía concentrada) y sus consecuencias en el nivel de la estructura social. El análisis de la economía es una condición para calibrar la correspondencia o la discordancia entre los tiempos en los que se procesan los factores objetivos y subjetivos de la totalidad de una formación social en un momento histórico determinado. Porque sucede muy a menudo en la historia que una etapa se clausura primero en el plano económico-social y no en la esfera política, no encuentra las tendencias políticas que corporicen a las fuerzas sociales o simplemente no se halla salida a una catástrofe económica. En la historia política reciente de la Argentina tenemos ejemplos de periodos que se “cerraron” en lo económico, pero continuaron “abiertos” desde el punto de vista político (la transición duhaldista es un ejemplo) o que se agotaron desde el punto de vista económico, pero sobrevivieron gracias al usufructo limitado que permitían las condiciones políticas (el último gobierno de Cristina Kirchner podría entrar en este modelo).

La noción de hegemonía está en el centro de estas reflexiones. Y su uso tiene pertinencia para nuestro país en el contexto de ciertos rasgos precariamente “occidentales” que desarrollaron algunas sociedades latinoamericanas a lo largo de su historia −sobre todo, en el siglo XX− sin romper con sus características estructurales de semicolonias subordinadas, pero complejizando sus entramados sociopolíticos con la ampliación del Estado como factor central. (5)

El concepto de hegemonía tiene un largo itinerario en el pensamiento político contemporáneo e incluso desde los tiempos de la Grecia antigua. No estuvo exento de un riesgo recurrente del que son víctimas las nociones con “demasiado uso”: que al intentar explicar todo, no expliquen nada. La hegemonía como mero ardid discursivo, como práctica cultural, como puro consenso sin coerción; la hegemonía como autonomía absoluta de la política, como pura manipulación mediática; el significante vacío y el vacío de un significado. La hegemonía como sinónimo de la simple articulación de un actor cualquiera en condiciones cualesquiera que le permiten atar con alambre por un breve periodo de tiempo lo que está estructuralmente quebrado.

Si aceptamos por un instante que esta teoría, reelaborada por el pensamiento marxista en el inicio del siglo XX para pensar una estrategia para la lucha de las clases subalternas en general y de la clase obrera en particular, puede ampliarse para pensar cómo domina la clase dominante, la noción puede ser productiva. (6)

Como definición general, la constitución de una hegemonía tiene lugar cuando una clase dominante (o una fracción de clase) se torna dirigente. Es decir, logra esa combinación “virtuosa” de coerción y consentimiento porque, además, tiene la posibilidad de otorgar concesiones materiales a las clases sobre las que ejerce su hegemonía. Con estas condiciones consigue −por un periodo de tiempo− transformar sus intereses particulares en relativamente universales. Como señalaba el autor de los Cuadernos de la cárcel, “es indudable que tales sacrificios y tal compromiso no pueden afectar lo esencial, porque si la hegemonía es ético-política, no puede dejar de ser también económica”. (7) No afectar lo esencial quiere decir que las concesiones no pueden poner en riesgo la lógica de los negocios, el modo de producción o los intereses fundamentales de la clase que se tornó dirigente. Puede entenderse de dos maneras con diferencias sutiles: la hegemonía como dirección o como la suma de dirección y dominación. En cualquier caso, la hegemonía no es viable solamente sobre la base de la dominación. La persistencia de la noción en el pensamiento político puede tener que ver con que toca una cuestión nodal que hace a toda reflexión sobre la política: ¿cómo conquistar una relación de fuerzas favorable para cumplir los propios objetivos? Por último, hay que tener en cuenta que la hegemonía, incluso cuando se da de manera más o menos sostenida, siempre es una relación contradictoria, nunca es del todo estable; implica una combinación de liderazgo con apoyo, coerción y compromisos. (8)

Si aplicamos este uso a la historia argentina reciente, se puede conjeturar que hubo dos grandes periodos en los que se impuso algo cercano a una hegemonía: el menemismo y el kirchnerismo. Con perspectivas diferentes, ambos tuvieron elementos estructurales “fundantes”: una crisis de origen, una reconfiguración de las relaciones de fuerza y un ciclo internacional a su favor.

Con la hiperinflación que agobió a las mayorías en el crepúsculo del gobierno de Raúl Alfonsín y condujo casi a la disolución social luego de dos años de luchas que terminaron en derrotas (privatizaciones), el menemismo asentó una especie de hegemonía basada en un “consenso negativo”. Un consentimiento alcanzado con la primacía de los mecanismos de coerción/coacción o directamente por medio del “terror económico”. La resignación a un orden con estabilidad a un costo muy alto, pero que funcionó por un periodo considerable. Además, existió un factor adicional que contribuyó a la posibilidad de éxito de la apuesta menemista: el contexto internacional de un neoliberalismo que aún gozaba de buena salud y habilitó un ciclo de negocios con el arribo masivo de capitales al país. Mientras transformaba regresivamente las relaciones sociales estructurales continuando la tarea que había comenzado la dictadura militar, se apoyó en dos factores: la estabilización y el consumo.

Por su parte, el kirchnerismo −sobre todo el de los orígenes− arbitró sobre la ola que había dejado la crisis y las jornadas del 2001, y se benefició de las nuevas relaciones de fuerza que el terremoto impuso a golpes de intensa movilización popular. Tuvo algunas ventajas: el ajuste devaluatorio bajo el interinato de Eduardo Duhalde, el default de la deuda privada declarado por Adolfo Rodríguez Saá y el superciclo de las materias primas que configuró el famoso “viento de cola” favorable a las exportaciones argentinas. Su peculiar “hegemonía” se basó menos en los mecanismos coercitivos de generación de consenso (que nunca dejan de operar en la sociedad capitalista y menos en una formación social subordinada como la argentina) y más en cierta capacidad del Estado de otorgar concesiones para contener y restaurar la autoridad estatal, gravemente dañada. En 2008 con los violentos coletazos de la crisis internacional conocida como de las subprimes y el enfrentamiento con las patronales del campo, comenzó a resquebrajarse la “hegemonía” y luego de una recuperación (acompañada por un rebote mundial) en 2012 entra definitivamente en crisis. (9)

Tanto la última administración de Cristina Kirchner como los gobiernos de Mauricio Macri y Alberto Fernández fueron la expresión de una hegemonía imposible. Ninguno logró reunir las condiciones políticas para un cambio cualitativo de las relaciones de fuerza, tampoco la fortuna de las condiciones internacionales acompañó a sus gestiones y la crisis se tornó crónica.

Los primeros triunfos electorales de la coalición Cambiemos generaron la ilusión de que se había logrado “desconectar” la política de la economía con el manejo aceitado de los instrumentos comunicacionales de una posmodernidad líquida. La relativa autonomía de la política se convertía en independencia absoluta del relato y el big data, la microsegmentación y el marketing electoral terminaban transformados en el último grito en materia de estrategia política. La crisis catastrófica de la experiencia cambiemita derrumbó de un saque todas aquellas fantasías.

El Frente de Todos arribó con la promesa de reparación y su triunfo le debe mucho al final dramático del macrismo. Pero triunfo electoral no es sinónimo de hegemonía política y no garantiza por sí mismo una adaptación de las relaciones de fuerza como por arte de magia. La imposibilidad de cumplir el contrato electoral lo condujo tempranamente a una derrota considerable en las elecciones de medio término de 2021.

Para entender la cuestión de la hegemonía imposible: la desorientación de los liderazgos de las dos últimas coaliciones se expresó en esa especie de mesianismo político que a su manera exhibieron: el macrismo pensó que su mero arribo al poder cambiaba todo y se producía la inevitable “lluvia de inversiones” con nutridos grupos de empresarios internacionales que vendrían al país para integrarlo al mundo; el peronismo unido consideró que su llegada a la administración de Gobierno en sí misma era garantía de orden ya que se suponía con la capacidad “innata” para surfear cualquier crisis. Como dijera Jorge Luis Borges, cometieron la insensatez de “aferrarse al mágico sonido de su nombre”.

La encrucijada nos conduce a la espinosa cuestión del “empate”. Desde que Juan Carlos Portantiero planteó la definición de “empate hegemónico” para pensar la sociedad argentina, (10) a mediados de los años 70 del siglo pasado, mucha agua corrió bajo el puente: una dictadura genocida que rediseñó el país, un menemismo que completó la tarea, una crisis total en 2001, una rebelión de los ricos bajo el macrismo y un péndulo de saqueos a las mayorías populares y recomposiciones que nunca reparan al nivel de las condiciones de vida anteriores. Seguir hablando del mismo “empate” sería necio y extemporáneo porque es evidente que las clases dominantes ganaron terreno, se reconfiguraron, y también cambió la anatomía de las clases subalternas. Sin embargo, la crisis −por esa suerte de “imposibilidad hegemónica” a la que se vuelve de manera recurrente− parece confirmar aquella idea de que en estos tiempos el poder es fácil de ganar, mucho más fácil de perder y prácticamente imposible de conservar. Desde 2012 a esta parte esa imposibilidad latente se transformó en impedimento abierto.

La expresión de “empate”, que según Portantiero tomó de Adolf Sturmthal y específicamente del libro La tragedia del movimiento obrero, (11) tiene alguna utilidad para pensar el presente argentino. Por esos años, refiriéndose al mismo periodo turbulento que va desde la caída del peronismo en 1955 hasta el golpe de Estado de 1976, otros autores hablaron de “imposibilidad o vacío hegemónico”, “hegemonía externa” o “crisis política permanente”. Se referían a la constatación de un juego político imposible ante el fracaso en la configuración de instituciones capaces de metabolizar el conflicto y de un régimen deficitario en términos de representación: las divisiones del radicalismo y, sobre todo, la proscripción del peronismo eran su manifestación en la superficie política.

La noción en general describe un “empate” entre fuerzas que alternativamente son capaces de vetar los proyectos de las otras, pero sin recursos suficientes para imponer, de manera perdurable, los propios. En términos más estructurales, una situación que revela la incapacidad de un sector social que devino predominante en las últimas décadas en la economía, pero que no puede proyectar un orden político que lo exprese y lo reproduzca. Una asimetría entre predominio económico y hegemonía política por los intentos fallidos de traducción entre ambos.

Históricamente, y especialmente en los años 60 y 70 del siglo pasado, el “empate” se manifestaba por arriba entre el capital monopolista y el “no monopolista”, este último con inclinaciones mercadointernistas. En el terreno político los dos bloques se articulaban en las coaliciones abiertamente liberales (luego neoliberales), por un lado, y las llamadas populistas, por el otro. En las últimas décadas, esa sombra de “burguesía nacional” (a veces bautizada como “no monopolista”) se debilitó

aun más y después del 2001 el Estado intentó ocupar el lugar de la contención de las fracciones sociales antes cobijadas bajo las viejas coaliciones “populistas”, luego del vigésimo fracaso en el propósito de construir artificialmente una “burguesía nacional”. Con el superciclo de las materias primas a favor, bajo el kirchnerismo se aceptaron algunos compromisos −contención social, retenciones, aumentos salariales regulados− que configuraron una nueva forma peculiar de “empate”. Pasadas las condiciones excepcionales, el capital más concentrado e imperialista volvió a exigir la imposición de todas sus condiciones. La fallida experiencia cambiemita y el fracaso de su “reformismo permanente” mostró que no es una tarea fácil y el nuevo kirchnerismo ampliado, agrupado en el Frente de Todos, buscó un equilibrio imposible: cumplir con todos y no conformar a nadie.

La historia zigzagueante de los últimos diez años (2012-2022) es la historia de los intentos de ajustes entre las nuevas condiciones económicas y las estructuras políticas. Agotadas las circunstancias que habilitaron todos los superávits económicos, entraron en crisis las salidas negociadas: la del kirchnerismo tardío al iniciar el camino gradual al ajuste (devaluación de 2014, vuelta a los “mercados internacionales”, arreglo de los diferendos por deudas con el CIADI −Centro Internacional de Arreglo de Diferencias− y por la expropiación parcial de Repsol), que lo condujo a la derrota electoral; la del macrismo, que realizó un tránsito tortuoso que fue del “gradualismo” al “reformismo permanente” y encontró un límite en la revuelta de la calle (movilizaciones contra la reforma previsional de diciembre de 2017) y luego en el desencanto de los mercados desde arriba (corrida financiera de 2018), para sucumbir también en las urnas. Finalmente, la de Alberto Fernández, que se desinfló en tiempo récord por ajustar, contener, avanzar, retroceder, y todo lo contrario.

En el siglo XX, la cuestión se resolvía con la espada del “partido militar”, que sufrió una derrota histórica (luego de haber infligido una a los sectores populares). En las últimas décadas, ese lugar de arbitraje intentaron ocuparlo las distintas variantes de los “partidos judiciales”, sin la misma eficacia y con menor capacidad de fuego; aportaron más a la confusión general que a la resolución de las crisis.

Quienes no están ausentes, aunque no tallan todavía a la altura que la situación requiere −con excepciones, como diciembre de 2017, además de los pronunciamientos electorales−, son las clases trabajadoras y los sectores populares. Entre otras cosas, por la contención de las dirigencias sindicales (y ahora “sociales”), que allá lejos y hace tiempo abandonaron las aspiraciones a un “reformismo obrero” para pasar a ser furgón de cola de un “reformismo burgués” (un tránsito que también había definido Portantiero). En última instancia, la crisis histórica de los aparatos sindicales es la cada vez mayor ausencia de una “burguesía nacional” a la que pueda atar su destino.

Las salidas que propusieron las principales fuerzas en el último periodo quedaron reducidas a dos apuestas polares, pero atrapadas por los condicionantes del mismo sistema: un modelo neoliberal duro que no se puede imponer sin derrotas significativas o un estatalismo blando que no puede ser exitoso sin condiciones excepcionales, entre otras cosas, porque la estatalidad también está palmariamente disminuida.

Estado ampliado y disminuido

Esta ampliación de un Estado con capacidades disminuidas produjo contradicciones que son cada vez menos contenibles. El politólogo Pablo Touzon describió la situación de la siguiente manera a fines de 2021: “El Estado como asignador de recursos, como único actor legitimado para actuar, como el que multiplica la asistencia social. Ese modelo de un Estado sobreexpandido está en crisis, especialmente después de la pandemia, que exigió todo del Estado”. (12)

Curiosamente, Portantiero escribía tempranamente algo similar a mediados de la década del setenta del siglo pasado: “Pedirle al Estado argentino que con sus propios recursos reordene desde arriba a la sociedad es pedirle algo que está más allá de sus capacidades”. Y advertía: “Su intervencionismo a menudo obsesivo nunca puede llegar más allá de un complicado engranaje de reglamentos, mecanismo defensivo con el que busca constreñir a la Sociedad Civil pero sólo logra irritarla”. (13)

Sin embargo, del análisis o del pronóstico correcto de una contradicción no brota necesariamente su solución porque la “ampliación del Estado” en el pos-2001 respondió a una necesidad o no a una libre opción. La urgencia de contener a un sector popular y obrero que, pese a todos los retrocesos y reconfiguraciones mantuvo su ímpetu y sus capacidades organizativas. En condiciones distintas, aquello de que “a la Argentina siempre le sobraron sindicatos y le faltó burguesía nacional” aún mantiene vigencia.