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La hermosa habitación está vacía , segunda parte de la trilogía autobiográfica iniciada con Historia de un chico, sigue a nuestro personaje a lo largo de una nueva etapa de su vida –finales de los años cincuenta y década del sesenta– en la que emprenderá el camino que lo lleve a dejar de considerar su sexualidad como una enfermedad, digna de culpa y desprecio. Así, entre el fugaz contacto con desconocidos en baños públicos, el descubrimiento de sus nuevos amigos bohemios y la feliz y turbulenta compañía de otros hombres gays que viven su identidad con desenfado, el narrador se abrirá camino hacia una mudanza a Nueva York, donde será testigo y protagonista de una fuerza liberadora, tanto personal como colectiva.
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Seitenzahl: 387
Veröffentlichungsjahr: 2023
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La hermosa habitación está vacía
Edmund White
Traducción de Mariano López Seoane
A Stanley Redfern
—Ah… ¿tienes que ser sensual para ser humano?
—Por supuesto, señora. La compasión está en las entrañas, así como la ternura está sobre la piel.
Anatole France, El lirio rojo
A veces tengo la impresión de que tenemos una habitación con dos puertas enfrentadas y cada uno de nosotros empuña el picaporte de una de ellas. Basta un pestañeo de uno, para que el otro desaparezca detrás de su puerta. Y el primero apenas si alcanza a pronunciar una palabra, cuando el segundo ya ha echado el cerrojo y se pierde de vista. Volverá a abrir su puerta, porque se trata de una habitación que quizá no pueda abandonarse. Si el primero no fuera exactamente igual al segundo, si fuera sereno, si fingiera no mirar al otro, si ordenara lentamente la habitación, como si fuera una habitación cualquiera. Pero en lugar de eso, hace lo mismo con su puerta, a veces ambos cierran las puertas a la vez y la hermosa habitación está vacía.
Franz Kafka, en una carta a Milena Jesenská
Conocí a María durante mi anteúltimo año de preparatoria. Ella estudiaba pintura en la escuela de arte que quedaba frente a mi instituto, Eton, y tenía siete años más que yo, pero apenas parecía notar la diferencia. Aún puedo verla dando zancadas en sus pantalones negros y una camisa blanca de hombre manchada con pintura, el cabello engominado hacia atrás de las orejas, entrecerrando los ojos bajo el sol del invierno. Lleva zapatillas blancas, también salpicadas de pintura, un piloto de marinero y nada de maquillaje, aunque se ha depilado un poco las cejas. Se ve muy limpia y alemana, pero también ligeramente glamorosa. El glamour se le adhiere como el aroma de Gitanes a la lana. ¿Es el gesto desafiante en sus ojos o simplemente el pelo engominado hacia atrás y el dejo de chica mala de secundaria lo que le otorga esta aura peligrosa?
Hace muchísimo frío, la nieve en el aire es tan excitante como la promesa de Navidad. Subimos apresuradamente los escalones que llevan al museo del instituto de arte, y María tiene un cigarrillo pendiendo de su pequeña mano azul, únicamente por su efecto ornamental, porque no sabe tragar el humo.
Debe ser domingo porque hay dos damas de mediana edad que han venido a pasar el día desde la fea ciudad grande que queda cerca, arropadas en viejas pieles y posando en los escalones para un hombre envuelto en un sobretodo. Les indica a las damas que se apretujen, luego las invita a sonreír, ahora ajusta el foco y está a punto de disparar… cuando María se desliza entre él y las retratadas murmurando para mí:
—No te preocupes por este hombre. Créeme, no es un artista.
Recuerdo ese momento porque María nunca actuaba de esa manera. En la década del cincuenta en el Medio Oeste norteamericano había pocos fanáticos de la cultura, los expresionistas abstractos aún eran acosados, y esas damas y el fotógrafo estaban a punto de entrar al museo del instituto para ver la exhibición de los estudiantes y, sin dudas, reírse un poco.
—¿Eso es una rueda de la fortuna? ¿Una nariz? ¿O es que alguien tiró sus galletas? —dirían. Los verdaderos excéntricos se preguntarían si la pintura estaba colgada boca abajo por error.
Las cosas eran más simples y más claras en ese entonces. De un lado estaban los pintores, unos pocos muchachos insultados, pobres y esqueléticos, y del otro los filisteos, la mayoría fenicia. Sin duda los pintores se sentían justificados al devolver los ataques de lo que llamaban “la bourgeoisie”, pero María detestaba todo tipo de crueldad, especialmente la crueldad hacia otras mujeres y hacia los animales. Un poco después, apenas uno o dos años después, María no habría insultado a ese fotógrafo de fin de semana. Habría dicho: “¿Quién sabe? Puede que sea un genio disfrazado. Después de todo, el propio Rousseau era un pintor de fin de semana”. María pensaba que se necesitaba una segunda Revolución Americana para distribuir la riqueza, pero rogaba que transcurriera sin derramamiento de sangre.
Un escultor con barba de veintipocos llamado Iván, que diligentemente moldeaba y fundía grandes insectos de bronce, pero que por mucho prefería vivir la vida del artista a hacer arte, me había descubierto en la barbería de Eton. El instituto de arte estaba pegado a la escuela de varones, pero los estudiantes y los profesores de las dos instituciones no se mezclaban jamás, aunque algunos de los artistas más pobres trabajaban en la cocina de Eton. La barbería, la cocina, las películas del sábado a la noche, cuando todos se sentaban en sillas plegables en la cancha de básquet del gimnasio de la escuela de varones… esos eran los únicos lugares en los que las dos poblaciones podían dirigirse la palabra, aunque nunca lo hacían.
Yo lo hice. Le hablé a Iván. No sé qué le dije, pero me invitó a su estudio. Pensó que yo era precoz por alguna razón; tal vez se percató de mis ansias de corroer las restricciones. A través de él conocí a otros pintores y escultores, incluyendo a María.
En las largas tardes de invierno en las que los cielos se tornaban fríos y plateados como escamas de pescado, me sentaba en los estudios de los pintores y olía el espresso calentándose en los hornillos en ollas revestidas de níquel, y trataba de encontrar en sus trabajos lo que ocultaban allí. Al principio me costaba ver cosas, adivinar qué se enmascaraba tras ese empaste denso de caramelo, esa niebla de gotas arrojadas, pero rápidamente descubrí que a los artistas mis interpretaciones –cualquier interpretación– les parecían muy “burguesas”. También aprendí a decir “pintor” en lugar de “artista”.
Tenía tantos deseos de agradar (una extensión de la necesidad de Ser Popular propia de la escuela secundaria) que luego de unas pocas observaciones apresuradas de cómo los pintores reaccionaban a las obras de sus compañeros conseguí dominar su técnica. También yo me sentaba en una banqueta alta de madera, ella misma moteada con salpicones de pintura, y miraba y miraba sin decir una palabra. Ese era el truco: no decir nada, no demostrar nada. Una radio senil murmuraba cosas para ella misma. El aroma del óleo y la trementina (porque aún no se habían introducido los acrílicos) me picaba los ojos y hacía que mi nariz moqueara. Una de las paredes tenía ventanas del piso al techo y a través de ellas podía ver las nubes grises ribeteadas de plata hirviendo y descendiendo como una deidad a punto de raptar a un pastor extremadamente bien dispuesto.
Miraba y miraba las pinturas, intentando entender qué había que ver. ¿Era una suerte de problema de ajedrez a resolver, un acertijo visual? ¿O era una maraña de tensiones (había oído a alguien hablar de “empujar” y “tirar”)? ¿Acaso estaba siendo demasiado “intelectual” (un defecto, como había aprendido)? ¿Debía considerar las pinturas como un rayo X espiritual, un destello del éxtasis o la agonía inconscientes del pintor? ¿O eran algo así como un campo de fútbol americano sobre el que se habían trenzado equipos rivales de pensamientos y emociones, dejando embarradas secuelas de la acción (dado que se hablaba de “action painting”)?
Ahora me doy cuenta de que los pintores mismos no estaban muy seguros. Después de todo, eran estudiantes en una escuela provincial y no tenían nada en lo que basarse más allá de las visitas ocasionales a Nueva York y la lectura de revistas de arte elegantemente inescrutables en las que el genio celebrado del momento intimidaba a todo el mundo con extravagancias desalentadoras (“Si un toro se quiere sentar en mi ruedo, ¡déjenlo!”, había declarado imprudentemente una joven viuda del arte, ella misma pintora).
Uno de los estudiantes de pintura que conocí comparaba su obra con el jazz y yo observaba diligentemente sus telas mientras escuchaba el último bop, esos pitidos melancólicos y fríos y esos toques desorbitados, esas baladas en sordina y esa calistenia alocada. Otro muchacho, un hombre de sonrisa irónica que parecía ser el amante de María, decía:
—Es una danza. Quiero decir, cuando el pintor se mueve hacia el caballete, es como…, esa es la verdadera pintura, ¿sabes?, algo así.
No importaba lo que me dijeran o me mostraran, yo me limitaba a asentir, con aire de entendido. Si llegaba a proferir una opinión, remplazaba mi ligereza original por un lento tanteo en busca de palabras simples pero oblicuas. Ese tanteo era entendido como prueba de sinceridad.
Pero el encuentro con estos hombres y mujeres y sus esfuerzos de explicarse, con su pobreza orgullosa y su soledad compartida, me dio un vistazo de un mundo bohemio en el que las personas tenían metas que mi padre habría despreciado de haberlas conocido. Después de la indolencia de mi niñez –el Medio Oeste próspero de Cadillacs nuevos, sirvientas negras y cenas sin vino a las seis de la tarde– el descaro absoluto de estos pintores que se quedaban despiertos toda la noche y estiraban sus telas como parches de tambores para luego golpearlas con pinceles, crayones, carbón, y finalmente arruinar su desastre con harapos… estremeció mi tímido corazón. “Sentido común”. Ese era el nombre que mi padre y sus amigos le daban a su petulancia. Trabajaban todo el día, ahorraban su dinero, se ocupaban de sus asuntos y revestían sus grandes casas con alfombras de pared a pared y pesados muebles prefabricados El peso absoluto de sus muebles y sus desayunos, de sus trajes de lana y sus confusas ideas sostenían sin incidentes sus vidas prosaicas. Pero aquí estaban estos muchachos, también del Medio Oeste, que habían dejado sus granjas lecheras en Wisconsin o los molinos de Indiana y la oportunidad de tener empleos seguros con futuro para venir aquí, a pensar sobre novelas francesas, escuchar cantos gregorianos, cortarse ellos mismos el cabello, tener empleos de baja categoría, y pasar toda la noche pinchando y embadurnando pinturas siniestras e infantiles.
Durante mi primer invierno en Michigan apenas conocí a María. Se me acercó sigilosamente, como el sol, primero un destello sobre el estanque, un resplandor a través de los témpanos, y al final un pedazo de azul excavado del gris de las nubes.
Iván, el escultor que me había descubierto, me dio un extraño libro surrealista, Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont. Recuerdo que lo que más me impresionó fue la nota biográfica que decía que el autor no había sido ningún conde sino un uruguayo sin un peso que se había suicidado en París en 1870 a los veinticuatro años. Me sentaba en el estudio de Iván y le leía fragmentos de este libro terrible, leía sobre un largo cabello parlante que brotaba de la cabeza de una puta o sobre un hombre que se había apareado con un tiburón en el mar. Recuerdo una línea que decía: “Soy como un perro con su amor por el infinito”.
Iván tenía una barba frondosa y negra, pero sus antebrazos y su pecho eran lampiños como los de un bebé. Era bajo, fornido, amigable. Incluso cuando hacía muchísimo frío no vestía otra cosa que una chaqueta de jean azul, una bufanda de lana roja y un sombrero de cuero; no un gorro, sino un auténtico sombrero hecho de cuero lavado. Fumaba tabaco dulce y barato en una pipa que se hundía y luego se encorvaba hacia arriba como un caño bajo la pileta de la cocina. Le gustaba el vino tinto en botellón y lo bebía en vasos de papel. Y le gustaba Maldoror. Le gustaba tanto que no tenía necesidad de buscar otro libro. Era su libro, como la Biblia era el libro de su padre. Yo lo leía en voz alta y él bebía vino de a sorbos de su vaso, y se reía, mostrando sus grandes dientes blancos delineados con manchas de tabaco. Los pasajes particularmente buenos le hacían golpear los apoyabrazos de su silla, bufar y dar saltos con un tipo de alegría sangrienta más propia de aficionados a la lucha libre que de lectores. Nunca hablaba de mujeres, aunque concluí que era alegremente sexual con varias de ellas.
Iván me presentó a Paul, mi primer genio. Era un espantapájaros bien alto que desprendía paja, los fajos pálidos e irregulares de su pelo. Sus anteojos eran redondos y negros –los anteojos de un anarquista– pero sus ojos eran los de un nihilista sin programa. Era el mejor pintor de la escuela. Todo el mundo, incluso los profesores, reconocía, nerviosamente su superioridad, y esa distinción lo rondaba, aunque a Paul le resultaba indiferente. Cuando digo que era un nihilista, quiero decir que era un nihilista en lo más profundo. En la superficie se mostraba escrupulosamente atento a cada detalle, especialmente si involucraba a otra persona. Se sentía tan poco a gusto en el mundo que cada uno de los rituales que este requiere (darse la mano, abrocharse un abrigo, dar un paso) exigía su concentración. Mostraba un interés minucioso en las otras personas, intentaba entender en qué andaban, y el efecto era extraño, hasta cómico, porque su inteligencia era tan grande que le atribuía seriedad e ingenio a todo lo que estudiaba, a menudo más de los que en realidad había, de modo que cuando opinaba con cautela sobre los insectos de bronce de Iván los hacía subir un escalón en la escalera de la evolución. Iván sonreía y asentía y golpeaba los apoyabrazos de su silla con placer. Y como Iván creía que el mejor arte era el menos consciente, no le perturbaba no haber considerado ninguna de las intenciones que Paul le atribuía.
Recuerdo visitar a Paul en su estudio un frío día de invierno que se había iluminado por un instante antes de palidecer, como alguien que duerme profundamente y se da vuelta sólo una vez. Afuera del estudio, en la calle, había una hilera de coches bajo la nieve. Cada uno de los cristales del estudio estaba escarchado en los bordes. Paul caminaba de un lado a otro en su cubículo y me preparaba café con la misma atención aturdida que le dedicaba a todo. No era grande pero el efecto que causaba era el de un Gulliver entre los liliputienses. Moralmente también, porque daba la impresión de ser superior a todos. No es que fuera arrogante. Al contrario, su paciencia y humildad daban fe de la atención que tenía que otorgarles a las extrañas expectativas de los demás. Nos sentábamos y observábamos largamente su última pintura, que, si hubiera sido sincero conmigo mismo, habría considerado una estafa de haberla visto un mes antes, antes de conocer a Paul y su reputación, antes de sentir su fuerza. Ahora consideraba que su pintura era heroica, una guerra improbable lanzada por el más reservado de los hombres. Iván sugirió que alguien debería robarle a Paul sus pinturas, dado que, para ahorrar, pintaba una obra maestra encima de la otra, de modo que la totalidad de su oeuvre se amontonaba sobre una tela bien gruesa. Paul se reía de Iván y decía:
—Es la obra de un estudiante. Apenas soy un estudiante.
A esa edad (yo tenía unos diecisiete) no tenía modo de clasificar o desestimar este encuentro. No podía decir, como podría haber dicho más tarde, de un modo horrible: “Es un pintor abstracto vigoroso pero sin disciplina y ligeramente provinciano”. Yo era tan joven que le atribuía los éxitos de toda una escuela a este único miembro marginal. Y me caía bien porque sentía que yo le caía bien, por más remotamente que fuera. Es probable que fuera precisamente su distancia lo que me hacía confiar. Le llevé los poemas que estaba escribiendo; es decir, mis traducciones en verso del Libro IV de la Eneida que estábamos estudiando en la clase de Latín, y Paul me dijo que mi versión tenía ecos de Milton.
—¿Eso es bueno? —le pregunté.
—Muy bueno —me dijo—. Es muy grande, plena y extravagante.
Cada tarde, de tres a cinco, cuando los otros chicos estaban haciendo deporte o pasando el tiempo en la sala de estudios, yo cruzaba volando hacia el instituto de arte. Es probable que estuviera quebrando alguna regla, una regla que nunca había sido formulada porque ningún estudiante había querido infringirla antes que yo. Tenía que llevar un abrigo y una corbata, como exigía la preparatoria, pero los pintores bohemios, en sus overoles y camisas de trabajo, me disculpaban. Para ellos yo era prisionero de un sistema “burgués” del que pronto me escaparía.
Los sábados por la noche, cuando la escuela de varones, la escuela de mujeres y el instituto de arte se reunían en el gimnasio para ver una película, yo hacía fila con los otros chicos, pero luego me separaba y, vistiendo mi traje Brooks Brothers, me sentaba en medio de todas esas barbas y mantones de campesino. Me sentaba allí y me sonrojaba, porque temía perder mis amistades de la preparatoria. Era un muchacho temeroso y conservador.
Una década más tarde el arte se convertiría en un pasatiempo nacional en los Estados Unidos, y visitar los museos en un programa barato para el fin de semana, una suerte de paseo dominical sin coche, pero a mediados de los cincuenta mis pintores estaban lejos de ser aceptables. Era un tiempo y un lugar en los que había poco consumo de cultura y nada de disenso: ni en la apariencia, ni en las creencias ni en las conductas. Había pocos films extranjeros, y en la prensa no había historias entretenidas sobre las travesuras de la vanguardia. Todo el mundo comía la misma comida, llevaba la misma ropa, y las personas decidían si eran Demócratas o Republicanos. Los tres crímenes más atroces conocidos por la humanidad eran el comunismo, la adicción a la heroína y la homosexualidad. Los chicos practicaban deportes, las chicas planeaban sus ajuares, los padres y los hijos leían historietas en el periódico y se reían juntos. Por supuesto, estaban los “matones” pendencieros que iban en moto y faltaban a clase, pero en nuestra escuela no había ninguno.
Se sentía, al menos para mí, como un gran país gris de familias de vacaciones, todas apretadas en un coche muy grande discutiendo el kilometraje que iban acumulando y la próxima parada que harían, un país en el que nadie más era como yo… o, peor, en el que no había espacio para hablar de uno mismo y del malestar, el aislamiento, el autodesprecio y la ardiente ambición de sexo y poder.
Y sin embargo aquí estaban estos pintores, estos ceramistas, estos escultores. No eran los raritos atormentados que había conocido antes: el remilgado que era mascota de la maestra, el estudiante de órgano flacucho que se colaba en la capilla para practicar, el debilucho que merodeaba después del taller de manualidades para hacerle algo bonito a su abuela… no, ahora los raros se habían asociado, se pasaban la copa de vino comunal en la oscuridad parpadeante de la noche del cine, y bufaban cuando el héroe en la pantalla juraba defender a los Estados Unidos y todo lo que representaban.
Parecían haber comprado su derecho a la excentricidad con su trabajo duro. Esa era su parte norteamericana. Llevaban capas y capas de suéteres, botas forradas de corderito, sombreros y babushkas, guantes sin dedos, y movían los pies contra el frío cuando trabajaban toda la noche. El viento se colaba por las claraboyas traqueteantes y el frío se filtraba por los pisos de piedra. Incluso al mediodía el cielo no competía en brillo con los tubos de neón que zumbaban sobre ellos, mientras en sus tinajas de arcilla crecían cristales y los clavos que empujaban sobre tablones chamuscaban de frío sus dedos desnudos… pero ellos seguían trabajando, contemplando esos enormes pasteles de pesadilla que nunca terminaban de glasear.
Yo no tenía una cita con Iván o con Paul. Y no llevaba nada salvo unos pantalones caqui y un abrigo deportivo a pesar de los vientos helados del invierno. Cruzaba volando al instituto de arte, saltándome siglos de estilos entre el falso gótico de las almenas de la escuela de varones y el modernismo sin adornos, muy década del treinta, del instituto de arte. No pasaban coches por la calle. Todo era silencio. La lluvia había agujereado la nieve antes de la helada de la última noche.
En el edificio de los talleres de los artistas los radiadores sonaban lenta y constantemente. Había alguien trabajando en cada celda. Aquí y allá el olor a cigarrillos o café atravesaba el aroma envolvente del óleo. Imperaba una atmósfera de trabajo intelectual y manual, de soledad frustrada pero esperanzada… algo serio, irreprochable. Ahí fue que vi a María por primera vez. Todavía no sabía quién era. Eché un vistazo a un taller y allí estaba, con un pincel en la mano, los ojos cerrados, bailando lentamente alrededor del ambiente. En la radio sonaba el vals de Der Rosenkavalier.
Paul me saludó con su intento marciano de sonrisa pero sin darme la mano.
—¿Molesto? —le pregunté.
—No —me respondió, ladeando su cabeza como para testear la exactitud de su respuesta.
Y eso fue todo. Señaló una silla de director con respaldo de lona. Me deslicé hacia ella. Paul acomodó una taza de café en mis manos frías. Luego se sentó en su banqueta alta y nos quedamos observando su pintura. La gente dice que la pintura es un arte instantáneo, no un arte temporal, pero para mí la contemplación de la obra de Paul se desplegaba en capas en el tiempo. ¿Qué quiere que le diga? ¿Qué palabras mías le agradarían, le ayudarían? ¿Debería quedarme callado? Esas eran las preguntas sociales que alternaban con mi curiosidad, menor pero bastante real, por su trabajo.
Lo observaba de reojo, miraba su potente mandíbula, apuntalada por su mano como si su propio peso demandara apoyo, miraba sus anteojos manchados, la espumita de pelo rubio en su nuez de Adán que la navaja no había tocado por días. Intentaba imaginar que besaba esos labios secos, que extendía mis brazos alrededor de ese cuerpo alto y delgado, pero no conseguí enhebrar esa cinta de film particular en el proyector. Mientras me acercaba semiconscientemente a mis deseos por los hombres, me aferraba a mi meta oficial de sofocar esos deseos. Quería ser heterosexual, ¿tal vez tener algo con una chica bohemia? Volvía a la tela de Paul y a sus colores de lápiz labial, sombreados con puñaladas de carbón, la escena de un crimen aún no cometido.
Temía que Paul me atribuyera poderes de observación que no existían. Escuchábamos una grabación vieja y rasposa de una suite de cello de Bach. La música, tan sobria, tan apasionada, parecía estar a punto de volverse discurso a cada momento. Cortaba con precisión las suaves capas de tiempo que casi nos ahogaban.
En este estudio, con la luz azulada reflejándose en la nieve del atardecer y el sonido de las voces de la calle viajando con facilidad, como sobre agua, sentí una nueva forma de comodidad. Paul estaba a mi lado, parpadeando y pensando. Era un pájaro de piernas larguiruchas contemplando sus propias pinturas, estridentemente cerebrales. Un año antes yo quería ser un monje budista, pero ahora pensaba que prefería ser algún tipo de artista. Me preguntaba qué estaría pensando Paul. ¿Estaba proponiendo y rechazando soluciones afanosamente, o estaba contemplando un vacío de indecisión, de miedo a continuar con la obra? No había forma de saberlo, porque no le gustaba hablar.
Sus silencios se parecían lo suficiente a los de mi padre como para llenarme de una anticipación grave. Pero como persona era completamente diferente: delgado cuando mi padre era gordo, respetuoso allí donde mi padre era dominante, tan abierto a nuevas ideas como cerrado era mi padre.
En la partición de aglomerado que separaba su cubículo del siguiente, Paul había pegado con chinches cosas que lo inspiraban: una reproducción de un dibujo de Arshile Gorky que había aparecido en la Time; una foto de la National Geographic de un pez tropical color neón atravesando bosques de coral color pardo; un boceto en lápiz que había garabateado sobre un individual de papel del hotel Howard Johnson.
Eché un vistazo a mi reloj y me di cuenta de que tenía que apresurarme a volver a la escuela antes de que sonara la próxima campana; me tocaba ser camarero en la cena.
—Qué maravilloso debe ser tener largas horas de libertad —dije.
Detrás de los anteojos centelleantes, anarquistas, los ojos de Paul se veían exhaustos:
—Un día tendrás más libertad de la que querrás.
Pude ver que su libertad estaba pegada a él como una sanguijuela. Cada día se lo veía más delgado, más viejo, más frágil, casi como alguien que acaba de morir y aparece en nuestros sueños, sin afeitarse y colmado de reproches.
En la fiesta en el estudio de Jim Coburn (trabajaba con vitraux) empecé a hablar con María. Nunca antes había estado en una fiesta de adultos como un adulto, y estoy seguro de que me lo tomé más en serio que todos los demás. Debo ser el único aún vivo que sigue recordando ese evento informal, un cóctel de cumpleaños en medio de la tarde.
María llevaba una camisa de hombre de tela blanca de Oxford. El cuello de botones estaba desabotonado y plegado hacia arriba en la parte de atrás, enmarcando su cuello pálido y largo. En el hueco de su cuello había una mancha de pintura roja, allí donde la abuela de una obra de teatro podría haber llevado un camafeo en un moño negro.
Estaba hablando con un joven que parecía ser puro pelo, un pajar de pelo. Su cabello largo hasta los hombros se fundía con la barba de reflejos rojizos, que a su vez parecía crecer hacia el poncho marrón, como si fuera su padre. María blandía un cigarrillo sin convicción, sorbía vino, entrecerraba los ojos. Pero cuando volví a echar un vistazo un poco más tarde, tenía los ojos bien abiertos y se estaba riendo. Su sonrisa se veía muy limpia, tan blanca como el blanco de sus ojos. Se reía con una suerte de temblor sin sonido, pero sus ojos estaban cegados de tanto llorar de risa. Cuando Iván nos presentó, se limpió las lágrimas y aplacó el brillo de su sonrisa.
—¡Eres tú! —me dijo, muy amablemente—. Todo el mundo está hablando del Chico Que Se Animó a Cruzar la Calle. —Y se echó a reír del modo más suave y reconfortante, invitándome a que me viera a mí mismo como un rebelde cómico—. Déjame traerte más vino —me dijo, y un segundo más tarde estaba abriéndose paso entre los paneles de vidrio de colores que colgaban del techo.
Al rato estábamos en su dormitorio. Como todo lo demás en el instituto de arte, su dormitorio tenía un aroma distintivo que desde entonces nunca volví a sentir, salvo una vez, recientemente, en la boutique de Chanel de una tienda departamental en París. Casi le pregunto a la vendedora qué podía ser ese olor, pero las cosas más importantes de nuestras vidas íntimas no pueden discutirse con extraños, excepto en los libros.
Estaba sonrojado por el vino, que, como un director de cine anticuado, había eliminado las entradas y las salidas y ahora estaba trazando un halo alrededor del perfil de la estrella. Todo en la sala común había sido escogido por el gran arquitecto finlandés que había construido la escuela, desde la silla moldeada de madera terciada rubia en la que estaba sentado hasta las cortinas de muselina sin blanquear. Afuera, saltimbanquis de nieve brincaban y caían hacia atrás.
En esa primera visita noté varias cosas sobre María que usualmente no van juntas: su duro fervor intelectual, porque me hablaba sobre El arte como experiencia de John Dewey, y su amabilidad maternal y su amor por lo acogedor, porque había plegado un edredón perdido sobre mis piernas, un edredón que ella llamó “bleemo” y que años después entendí debía ser el modo cómico en que una norteamericana alemana pronunciaba plumeau. Tenía una manera aguda de discutir ideas, de decir “¡Qué sinsentido!” o “¡Qué porquería!”, que me recordaba a una estudiante de intercambio inglesa que a pesar de su herpes y su timidez era intelectualmente combativa. Por supuesto, María era lo suficientemente norteamericana como para sonreír cada vez que me decía que era “un absoluto idiota”.
Le preocupaba que yo pensara que su dormitorio tenía mucha corriente.
—Deberías ver nuestros dormitorios —le dije—. Congelamiento profundo. Un tributo a la Vieja Inglaterra.
Me sirvió una taza de té para desembriagarme antes de volver a la escuela.
—Me imagino que tu escuela es mucho más decadente que la nuestra.
—Ni siquiera tenemos esa suerte —le dije.
Puesto que eran hombres, al comienzo me sentía más atraído hacia Iván y Paul que hacía María. Me la pasaba intentando descifrar sus horarios para encontrarlos, para visitarlos sin molestarlos. Empecé a espaciar mis visitas.
Cuando me encontré con María una semana después, estaba parada junto a una vieja camioneta familiar destartalada y hablaba con una mujer alta que llevaba un overol. Cuando María nos presentó, la mujer me estrechó la mano con una mano caliente que sacó de un guante de trabajador de cuero sin curtir.
María me invitó a subir a la camioneta y condujo hacia la ciudad. Durante mis tres años en la escuela sólo había estado en el centro dos veces. Ir al centro iba claramente contra las reglas.
Nevaba. Los limpiaparabrisas rechinaban lenta y ruidosamente contra el vidrio sucio. Dibujaban ojos de buey a través de los que mirábamos a medida que el coche se arrastraba por callecitas suburbanas y dejaba atrás las luces amarillas distantes de las mansiones. Las ruedas lisas se deslizaban sobre el hielo. María exclamó “Mierda” y dibujó una pequeña sonrisa ante su atrevimiento, porque las señoritas no decían esas palabras. Ni nadie en ese rico suburbio de Detroit, la capital de la “automobilidad”, conducía una camioneta de más de diez años de antigüedad con un guardabarros oxidado y una sola puerta nueva, que estaba pintada de un color diferente. Todo era cómodo dentro del coche, con su calor explosivo, su pequeña radio y, en la parte de atrás, una lata de trementina y el estante para las pinturas. Afuera, la nieve drapeaba de blanco los exuberantes pinos negros.
Alejados de su escuela y de la mía, nos relajamos. Me imaginé que ella ya no tenía que observarlo todo con la atención agotadora de quien se espera que tenga siempre una opinión estética. Tampoco tenía que comportarse con esa intencionalidad que se le exige a quien vive en una pequeña sociedad en la que no hay reglas explícitas pero cada acción puede estar sentando un precedente. Después de todo, los estudiantes de la academia de arte eran libres de hacer exactamente lo que quisieran, una responsabilidad terrible, e incluso sus profesores eran pintores con extraños hábitos personales, incluyendo la necesidad de estar solos. Estamos hablando de sesenta jóvenes, hombres y mujeres, algunos de ellos alejados de sus hogares rurales y religiosos por primera vez, de los que se esperaba que pintaran grandes pinturas, que entraran y salieran casi sin hablar de las austeras camas de una plaza de sus compañeros, que escucharan a Bach o a Charlie Parker, y que vistieran ropas extrañas que los separasen de los muchachos de la preparatoria y de la burguesía ataviada en pieles de los estados vecinos.
En la ciudad María y yo nos sentíamos mejor. Por lo menos yo me sentía mejor. Las calles habían sido despejadas, los semáforos cubiertos de nieve ardían como ojos lunáticos, los compradores de Navidad se sometían a sus trabajos forzados, había otros coches dando vueltas tan viejos y sucios como el nuestro… todos se mostraban ocupados e indiferentes; el generoso anonimato de la ciudad. María me invitó a comer una hamburguesa, no en el sofisticado Petite Auberge en el que se descargaba queso Roquefort sobre media libra de carne, sino “en esa adorable fonda grasienta”, como a ella le gustaba decir. Yo había aprendido de mi madre que las personas “bien” tenían que frecuentar siempre lugares “bien”, pero aquí estaba María, declarada “bien”, que disfrutaba de la fonda, daba vueltas en el banco de metal como una quinceañera y ponía canciones en la rocola.
—¿No te encantan los Everly Brothers? —me preguntó.
Encogí los hombros, pero creo que sólo con ese comentario María cambió mi modo de ver las cosas. Mi padre era rico de un modo distante pero sólido, y mi madre, divorciada de él diez años atrás, era pobre de un modo extravagante, derrochando dinero en ropa y ahorrando en comida. Cada uno veía con malos ojos al otro; especialmente mi padre a mi madre. El efecto final era confundirme. Nunca me sentía bien en ningún contexto. El hecho de que además temía ser alguna clase de mariquita me hacía sentir aún más raro.
Quería escaparme del mundo de mi infancia y ser superior a él. Leía sobre Oscar Wilde. Wilde sostenía conversaciones ingeniosas brillantes, pero no lo hacía en el vacío. La gente lo había escuchado, y recordaba sus palabras. Por mi parte yo, hablando de la madre de uno de mis amigos de la secundaria, que acababa de enviudar, había dicho, citando a Wilde: “Oí que su cabello se ha teñido de oro por la pena”. Kathy Becker, la niña mimada de la clase, que siempre llevaba cachemira celeste, sacudió la cabeza y dijo: “Siento pena por ti: estás enfermo”. Que Wilde terminara quebrado y Rimbaud en el exilio parecía el precio razonable que la sociedad les había hecho pagar por sus ostentosas transgresiones.
La estridente decadencia de la Europa decimonónica, con sus anteojos color malva y sus terciopelos desgastados, sus nobles melancólicos y sus damas apropiadamente intocables… ese era el mundo que añoraba, no este Detroit de coches monstruosos que atravesaban apresuradamente la nieve, estas interpretaciones inquietas de canciones comerciales (Rosemary Clooney cantando “If I’d Knowed You Was A-Comin’ I’d’ve Baked a Cake”). Sentía una auténtica náusea cada vez que me enfrentaba a la ternura desaliñada de los Estados Unidos, al Reno Rodolfo arrancado del sucio plástico blanco, a los cantantes del Hit Parade en la televisión disfrazados para verse como niñitos, a las mujeres adultas llevando trenzas de campesina de nylon.
Pero María transformaba esta basura en oro al tocarla, al extenderla y observarla. Insinuaba que estaba lo suficientemente alejada de ella como para poder apreciarla.
—¿Quieres decir que realmente te gusta esta música? —le dije, algo perplejo.
—Pequeño esnob —se rio, los ojos lagrimeando en algún tipo de paradoja de afecto que yo no podía entender—. Vaya esnob —y me besó en la mejilla como si fuera un viejo maravillosamente anticuado. Su torso plano se sacudía en silencio. Con la palma de la mano se corrió lentamente las lágrimas de los ojos.
Y luego me relajé. Con cautela acepté que me gustaba ese restaurante de paredes con azulejos y un cocinero adolescente con un sombrero de papel sobre el cabello engominado hacia atrás. Me gustaba el placer improductivo de sentarme a tomar café con una amiga a decir lo primero que se me venía a la mente, y caer después en un sueño diurno mientras escuchaba el ruido de las cadenas para la nieve que venía de la calle. María y yo decidimos colaborar en un best-seller. Nos turnábamos para elaborar una trama que incluía riqueza en Detroit, romance en Río, mal de amores en París y adicción a las drogas en Nueva York. Irrumpíamos en un nuevo episodio al mismo tiempo, nos reíamos e insistíamos en que el otro hablara primero. María descartaba todo lo que pareciera intelectualoide o “artístico”.
—Queremos que se venda —decía.
Hasta entonces había dividido el mundo en filisteos y estetas. Las pretensiones de los estetas no convencían a nadie, a mí menos que a nadie, dado que la mayoría de los hombres que me atraían eran filisteos. O tal vez sentía que en esta parte del mundo, en los Estados Unidos, los estetas estaban debilitados, languideciendo, habiéndose alejado demasiado de la nave nodriza europea. Al mismo tiempo, no tenía dudas de que la sonata Hammerklavier era superior a “Kitten on the Keys”.
Pero ahí estaba María con su impertinencia sonriente, sugiriendo que nosotros los estetas vivíamos para el gran arte, por supuesto, pero que también adorábamos (vamos, admitámoslo) los paseos salvajes en chatarras, los arrumacos, mirar vidrieras, sobre todo si iban seguidos de una hamburguesa realmente grasienta, una Coca-Cola de cereza y una torta de crema y chocolate.
—Intenta no odiar a tu propio país, buñuelito —me dijo, sin reírse, pero como si estuviera aconsejándome que me abrigara contra el frío.
Tenía un modo de hacer que las visitas a su dormitorio o a su taller fueran a la vez físicamente enervantes y mentalmente tonificantes, porque al mismo tiempo que preparaba chocolate caliente en su hornillo o inclinaba la pantalla de la lámpara para tapar el brillo, también desafiaba mis puntos de vista. Aunque yo era ateo, era un tipo de no creyente bastante suave, que rememoraba a regañadientes esas casullas de brocado y los incensarios humeantes, pero María despreciaba a todas las iglesias con la furia de un Savonarola. En la escuela para varones teníamos que rezar antes de la cena y María pensaba que esta costumbre era escandalosa.
—Yo hago la mímica por respeto.
—¿Respeto? —reaccionó—. ¿Por qué habría que respetar una superstición sin sentido? Yo me niego a acompañar los rezos en las cenas de mi familia.
Y sin embargo amaba a su madre, que nunca discutía con su brillante hija pero murmuraba cosas reconfortantes:
—Si hay un Señor, estoy segura de que Él te ama, con todo el bien que haces… nunca vi algo igual. ¿Ya probaste el pickle de sandía de la tía Sarah?
María era igual de intransigente sobre la revolución que se avecinaba y los beneficios que le traería a la humanidad. Si yo mencionaba el encarcelamiento de disidentes, ella decía, con desprecio:
—¿De verdad te parece que las libertades civiles de unos pocos individuos pesan más que el derecho de millones de personas del pueblo a alimentar y educar a sus hijos? Y no sólo a sus hijos, a sus hijas también. Hay muchas mujeres médicas y mujeres miembros del Partido en Rusia. De cualquier modo es un experimento novísimo, que no tiene ni cuarenta años. Por supuesto que no pueden transformar Rusia de la noche a la mañana, después de siglos de opresión zarista.
Así hablaba, de verdad. Antes de llegar al instituto de arte, había estudiado en la Universidad de Chicago.
Cuando le pregunté qué pensaba del realismo socialista en la pintura me dijo:
—Sabemos muy poco sobre su pintura. Nos dicen que no es mucho más que ilustración de revistas, pero ¿hemos visto sus mejores trabajos? ¿Y qué tiene si su arte es malo si eso es lo que le gusta a ese pueblo? Trabajé en un periódico socialista en la ciudad de Iowa el verano pasado y aprendimos que a los obreros fabriles y a los campesinos les gustan las ilustraciones precisamente porque son realistas. Detestan cualquier cosa que sea un poco abstracta.
—¿Pero tu pintura entonces?
—Estaría dispuesta a quemar todas las pinturas que pinté en mi vida para alimentar a una persona en la India. O en Misisipi.
—¿Pero entonces para qué sigues pintando?
—Me digo a mí misma —dijo, bajando la mirada y riéndose— que pinto para las masas del futuro, a cien años de hoy. Muy loco. No sé por qué. Es posible que pare.
La conciencia política de María me parecía admirable pero superficial, como un acto de penitencia religiosa extraordinariamente severo. Por mi parte, yo miraba el mundo desde abajo. Pensaba que nadie iba a permanecer a mi lado en caso de apuro. No le debía nada a nadie. Mi impulso de congraciarme con otras personas no era un ansia moral, sino todo lo contrario, dado que habría traicionado a cualquier persona, o cualquier principio, con tal de obtener la aprobación de quien estaba a mi lado en el momento. Aunque casi no había concretado mis impulsos sexuales, sabía que si se descubrían pasaría a ser un paria, en cualquier sociedad. Cuando les repetía las doctrinas socialistas de María a los chicos de mi escuela, lo hacía sólo para excitarlos, y para demostrar mi predisposición cristiana a sacrificar mi comodidad por el bien de la humanidad. Mi pose socialista era también un modo de ascenso social, puesto que siempre incluía a mi padre entre los capitalistas que estaba dispuesto a destronar, cuando no era más que un pequeño empresario.
No es que yo fuera egoísta. Nunca acumulé caramelos o dólares o ideas; es más, los regalaba ansiosamente para desarmar hostilidades o comprar afecto. Lejos de ser indiferente al sufrimiento ajeno, me estremecía tanto el dolor que no podía ver entera una película de terror. El único requisito para mi empatía era la proximidad. Los árboles que se caían a la distancia no perturbaban mis oídos, y las masas de hambrientos de la India no lograban afectarme. Pero incluso la gente cercana me importaba de un modo más inmediato del que exigía el temperamento de la política. Si hubiera sido rey, es más probable que me hubiera ocupado de los enfermos tocándolos que construyendo un hospital.
Yo no era ni tan cálido como la gente pensaba ni tan frío como yo temía. Después de un largo día de sonreír e interesarme por todo el mundo, me quedaba despierto con una sensación que no era de odio sino de irrealidad.
Descubrí que cada día esperaba el momento de ver a María. Ella sentía más curiosidad por mí que Iván o Paul. Ellos me encasillaban en el rol de muchacho precoz. Imagino que además sentían pena. La gente que me conoció en esa época me dice que se me veía terriblemente nervioso, siempre inquieto y comiéndome las uñas. Tenía un tic –inclinaba constantemente la cabeza– tan feo que odiaba tener gente sentada al lado en el cine o, peor, en el teatro. Aunque en ese momento yo me veía como un joven siniestro, ahora me doy cuenta de que la mayoría de las personas sentían pena por mí.
Pero no María. A ella le gustaba mi manera de pensar. Era como uno de esos personajes en un cuento de Chéjov, un doctor o un oficial del ejército, que para llenar el silencio pregunta: “¿Qué crees que va a estar haciendo la gente de aquí a cien años?”. Ahora, cien años después, desconfío de las ideas y tengo muy pocas. Prácticamente cualquier afirmación me sugiere la contraria, y un hábito de lectura vasta aunque descuidada me ha enseñado que todo entusiasmo, si se lo abraza genuinamente, se transforma en locura o fanatismo. Pero en ese entonces, desarrollar una idea era tan genial como hacer crucigramas. Y las conversaciones intelectuales con María eran tan románticas como un dueto de Puccini.
Un día, un domingo después de ir a la iglesia, salí a caminar con María y con Sam, su novio, un rey asirio barbudo, que cuando más adelante se afeitó, entrada la primavera, dejó a la vista su barbilla hundida y sus mejillas regordetas. Se rastrillaba la barba con los dedos mientras caminaba. Sus labios se veían delicadamente rosados dentro de esa barba definida y rizada. Parecía divertirle tener una barba. Era muy seguro de sí mismo, algo que yo infería de su andar tranquilo, su sonrisa y sus bromas ligeras.
María nunca se rebajaba a jugar a la pareja feliz con Sam cuando yo estaba con ellos. No hacía de mí un acompañante. Por supuesto, yo estaba muy acostumbrado a ser acompañante. Pasaba mucho tiempo con los muchachos de Eton y sus novias, aconsejándolos cuando se peleaban y tonteando para divertirlos cuando estaban contentos. Era el borrón multicolor que entreveían a través de sus ojos soñadores. Era su intermediario en tanto sentían que yo estaba en una suerte de intermedio. Escribí una historia titulada “El hermafrodita”, acerca de una criatura colmada de anhelos que se fajaba los pechos y se esforzaba por bajar el tono de voz.
Sí, estaba pendiente de mis parejas; confidente de él, caballero con ella. Pero María y Sam me trataban por separado. No aspiraban a ser una pareja. Eran amigos. María llamaba a Sam “Mi amigo”. Yo también era su amigo. Y Sam parecía quererme, a su manera barbuda.
Ahora a veces pienso que no siento lo suficiente, probablemente porque me conozco demasiado bien. Me he cansado de mí. Pero en ese entonces todavía era un extraño para mí mismo. Me impactaban las turbulentas olas de emoción que brotaban de mí: la risa, una palabra dura, una sonrisa afectada, un ataque de llanto que duraba tanto que hacía doler mi nuez de Adán. Ahora, encorvado sobre mi almuerzo a solas en un café de París, oigo a los grupos de turistas norteamericanos. Seguramente los parisinos ni les prestan atención a estos hombres con llamativas camisas escocesas y esas mujeres con grandes pantalones caseros color lima, pero yo observo por un instante al chico bien educado o a la chica con ojos vidriosos junto a ellos. Sospecho que el chico (¿lo que tiene en su solapa no es un broche que indica su asistencia perfecta a la iglesia?) será un asesino salvaje, y que la chica será presidenta. Son dos adorables jarrones de chucherías, pero contienen un licor potente, posiblemente venenoso.
Durante las vacaciones de primavera María me escribió una larga carta en lápiz. Usó la ortografía simplificada que había introducido el Chicago Tribune y cientos de abreviaturas. A pesar de estas excentricidades, su carta era tan rica y variada como su conversación: sus observaciones sobre la Guerra Fría alternaban con sus elogios a Jussi Björling por su interpretación de Des Grieux en Manon Lescaut, sus concesiones halagadoras a mis opiniones (“Tu antipatía hacia Faulkner me hizo releerlo”) alternaban con su rechazo igualmente halagador a ciertas de mis ideas (“Hablas demasiado de felicidad y muy poco sobre justicia en tus discusiones sobre el comunismo. De hecho, me choca tu despreocupada indiferencia hacia lo que es justo. Es casi como si te faltara toda una facultad crítica”).
Y sin transiciones escribía: “Estoy pensando en cortar con Sam. No creo que él lo note: no me ha llamado ni escrito en dos semanas. Creo que soy mucho mejor amiga que novia… te muestro mis sentimientos más a ti que a él”.
Fue ahí que me enamoré de María. Soy nominalista: sólo creo en lo que se nombra. Hasta ese momento Sam me parecía muy superior, como de otra especie. Tenía la sonrisa perezosa de alguien que ha sido amado por muchas mujeres.
Si María hubiera sido menos elegantemente reservada, yo habría discutido con ella todos mis sentimientos de inadecuación, y habría terminado perdiéndola. Pero a María no le interesaba llegar al fondo de nada; sólo de las ideas. Sus emociones eran impulsivas y poco críticas. Una vez le dije que pensaba que el amor era una estafa y repetí algo que había leído, que el amor no existía en el mundo antiguo y que había nacido con los trovadores. Esta idea le pareció tan absurda que a menudo la compartía con otras personas como ejemplo cómico de mi candidez. Para ella el amor era el único hecho simple, doloroso o feliz en un mundo de especulaciones cambiantes. Para ella el amor era tan simple como el grito de Des Grieux a Manon: “En lo profundo de tus ojos leo mi destino”. Lo increíble es que nadie me hubiera defendido cuando ella se reía de mi teoría del amor, dado que sin dudas es plausible. Pero nadie quería contradecir a María. Lograba que sus ideas –su entero ser– fueran tan adorables que nadie quería ser diferente a ella.