La Iglesia en los orígenes de la cultura cubana - Rigoberto Segreo Ricardo - E-Book

La Iglesia en los orígenes de la cultura cubana E-Book

Rigoberto Segreo Ricardo

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Beschreibung

La obra aborda la función desempeñada por la Iglesia católica en la configuración colonial de Cuba y en el surgimiento de la cultura criolla, enfatizando en las implicaciones culturales, capaces de expresar a nivel sensitivo la identidad del criollo antes de que pudiera manifestarse a nivel racional. El objetivo fundamental es situar la Iglesia en el contexto estructural de la colonia y, desde ahí, evaluar su contribución en los procesos culturales cubanos de los siglos xvii y xviii.

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Edición: Norma Suárez Suárez

Diseño de cubierta e interior: Patricia Alonso

Composición: Irina Borrero Kindelán

Corrección: Aida Elena Rodríguez Reiner

Conversión a ebook: Lic. Belkis Alfonso García

 

© Herederos de Rigoberto Segreo Ricardo, 2016

© Sobre la presente edición:

Editorial de Ciencias Sociales, 2017

ISBN 978-959-06-1914-4

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

 

Distribuidores para esta edición:

 

EDHASA

Avda. Diagonal, 519-52 08029 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España

E-mail:[email protected] 

En nuestra página web: http://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado

 

RUTH CASA EDITORIAL

Calle 38 y ave. Cuba, Edif. Los Cristales, oficina no. 6 Apartado 2235, zona 9A, Panamá

[email protected]

www.ruthcasaeditorial.org

Índice de contenido
Prólogo
Pequeña introducción al tema
Los Autos Constitutivos de Juan de Witte
Los dos proyectos de colonización
Comentarios al sincretismo indiohispano
Las reservaciones de indios en Cuba
Religiosidad e ideología en Espejo de paciencia
Mística e identidad: las vírgenes criollas
Las constituciones sinodales de 1680
Las reformas de Compostela
La naturalización de la escolástica en Cuba
El derecho canónico
Los conventos en el siglo XVIII
Esteban Salas y la capilla de música de Santiago de Cuba
La expulsión de los jesuitas en 1767
El liderazgo criollo del obispo Morell
Bibliografía
Datos de Autor

A Nalanis, mi luna de amor.

Prólogo

En el año 2010, la Editorial Oriente dio a la luz un libro tituladoIglesia y nación en Cuba (1868-1898), de la autoría de Rigoberto Segreo Ricardo. Cuando tuve la oportunidad de leerlo, y sobre todo cuando presenté un comentario crítico de ese texto al concurso de Crítica Historiográfica, convocado por la Academia Cubana de la Historia, tenía la impresión de estar despidiéndome —simbólicamente al menos— de uno de los historiadores que con mayor seriedad abordó el estudio de la evolución histórica de la Iglesia Católica en Cuba en las últimas décadas. Despedida, porque lamentablemente Segreo ya había fallecido; simbólica, porque nuestros temas de conversación, en las no muy numerosas ocasiones en que coincidimos, giraron generalmente en torno a cuestiones de la historia eclesiástica cubana. Eso, en tiempos en los cuales aún era fácilmente constatable el desierto historiográfico que rodeaba el tema en el país.

Afortunadamente, en algo más de veinte años, un grupo relativamente importante de libros, artículos, trabajos de licenciatura, tesis de maestría y doctorado, e intervenciones en eventos muestran el (re)nacimiento del interés por la historia institucional de la Iglesia en Cuba, así como por una reinterpretación de sus múltiples y variados niveles de interacción con la historia, la sociedad, la cultura y el proceso de formación nacionales.Reinterpretaciónporque, efectivamente y al menos como intención, parecen desecharse las sempiternas apologías o denuestos que marcaron la pauta de las aproximaciones al tema durante casi —o más de— un siglo. No han desaparecido, por cierto, pero incluso estas hacen gala de disfraces más “objetivos”.

Con independencia de algunas importantes contribuciones historiográficas de los últimos años, ese proceso de reconstrucción y reinterpretación de la historia eclesiástica cubana se halla estrechamente vinculado a la obra de Segreo. De hecho, aunque su producción no se circunscribe a esta parcela de nuestra historia, es en ella que, en mi opinión, alcanza mayor novedad y trascendencia. Con la publicación, en 1998, deConventos y secularización en Cuba en elsigloxix,1Segreo iniciaba una suerte de trilogía que hallaría continuidad dos años después enDe Compostela a Espada. Vicisitudes de la Iglesia Católica en Cuba2y que, una década más tarde, cerraría conIglesia y nación en Cuba(1868-1898).3Tal vez menos afortunados en su difusión que otras incursiones en el tema, los tres textos de referencia constituyen una coherente visión de conjunto de la evolución institucional de la Iglesia Católica en sus relaciones con la sociedad, la economía y la política coloniales en Cuba.

Se trataba, en general, de un modo más bien clásico de historiar, en el que Segreo abordó tangencialmente el complejísimo universo de las expresiones de la religiosidad popular católica en la Isla, el imaginario o las representaciones simbólicas que acompañan —y complementan— el amplio espectro de los vínculos antes señalados. Pero no fue ese su objetivo, sinodarle coherenciaa nuestra historia eclesiástica, integrándolaa los contextos generales de la evolución de la Cuba colonial. En esta dirección, sin dudas, pueden encontrarse los resultados más importantes de su obra, que aunque no es una saga novelística y cada texto constituye en sí una investigación cerrada, es aprehensible en buena medida solo si se conocen los tres títulos.

EnDe Compostela a Espada… —el segundo texto en orden de publicación, pero que debe verse en el sentido señalado deinterpretación de la historia de la Iglesiacomo el primero—, Segreo tomó como hilo conductor el derrotero de la Iglesia implantada en la Isla a inicios de la conquista y colonización hacia una institución estrechamente vinculada a los intereses de las élites criollas. El proceso, con un punto de inflexión importante a finales del sigloxvii,había sido ya registrado por Eduardo Torres-Cuevas en un artículo publicado a inicios de los años 80 del pasado siglo,4en el que definía la concreción de una alianza católico-criolla de gran importancia para la historia de la Iglesia en Cuba a lo largo del sigloxviiiy primeras décadas delxix. En la misma clave, Segreo emprendió el esclarecimiento de esos itinerarios, siguiéndolos hasta el inicio del debilitamiento de esa alianza en tiempos de la prelacía de Espada, cuando el laicismo asociado al desarrollo de la plantación esclavista y el inicio del ascenso político del liberalismo español colocaron sobre bases nuevas y conflictivas el futuro devenir de la Iglesia.

Conventos y secularización…es, en mi opinión, el más logrado de los estudios de Segreo en el tema que nos ocupa. Lo es por la amplia utilización de fuentes documentales hasta ese momento no trabajadas y por la solidez de su argumentación. En ese libro se analiza el proceso de desamortización de bienes que afectó a las órdenes religiosas en Cuba —uno de los componentes más importantes de la estructura eclesiástica— en la primera mitad del sigloxix, como parte de un más abarcador proceso secularizador, la destrucción de las redes que durante largo tiempo sustentaron los nexos orgánicos entre la Iglesia y las élites criollas, y el proceso de reforma que, de hecho promovió una profunda remodelación de las estructuras de esa institución, respañolizándola, haciéndola profundamente dependiente del Estado y enajenándola de los rumbos que en la segunda mitad de la decimonovena centuria acompañaron la cimentación de la nacionalidad cubana.

Demostrado lo anterior, quedó abierto el camino a la última de las obras de Segreo que he mencionado,Iglesia y nación en Cuba(1868-1898).Creo necesario dejar sentado que, en mi opinión, este debería ser el más importante de sus trabajos sobre el tema, sencillamente porque toda su obra constituye, en esencia, un largo recorrido para explicar las razones de la afiliación raigalmente colonialista de la institución eclesiástica ante el proceso independentista cubano de la segunda mitad del sigloxix.

La complejidad de la relación entre la Iglesia, el Estado y la sociedad coloniales —más queIglesia y nación…, a pesar del título—, en el período abordado por Segreo, porta matices no solo historiográficos, sino claramente ideológicos y políticos. La tradición más arraigada e influyente en la historiografía liberal de la Cuba republicana, cuyo representante más consecuente en el terreno que nos ocupa fue Emilio Roig,5demostró de modo fehaciente la oposición raigal de la Iglesia, como institución, a las aspiraciones independentistas y de reafirmación nacional en Cuba. La fuerza de su vocación anticlerical, no obstante, provocó que se equivocara atribuyendo esa actitud a una especie de naturaleza intrínseca a la Iglesia, sin prestar atención a los rasgos particulares de su evolución histórica en la Isla. Reforzado por la innegable filiación contrarrevolucionaria de la jerarquía eclesiástica y la adopción oficial de un ateísmo militante, que hizo suyo de modo simplista el apotegma de la religión comoopio de los pueblos, ese esquema interpretativo no sufrió alteraciones importantes durante las primeras décadas posteriores al triunfo revolucionario de 1959.

Por esas razones,Iglesia y nación en Cuba (1868-1898)fue un libro de polémica, incluso de polémica abierta, como eventualmente asume Segreo al dedicar un epígrafe a las interpretaciones historiográficas de la posición de la Iglesia ante la Guerra del 95,6 en el que en realidad se somete a crítica sobre todo la visión de Emilio Roig. Si la Iglesia que se somete a análisis en la obra mencionada resulta la misma institución de esencia antinacional en relación con los cubanos —pero de un profundo nacionalismo español—, profundamente integrista y comprometida con el colonialismo que en su momento atacó Emilio Roig, no lo es por las mismas razones. La especie de maleficio genético que parecía acompañar a la institución, definiendo fatalmente su comportamiento, se transforma en el resultado de procesos que impidieron la continuidad de una línea de desarrollo que, hasta las primeras décadas decimonónicas, era diferente.

Si las conclusiones a que llegó entonces Segreo dejan dudas en ocasiones, se debe sobre todo a la propia complejidad de los escenarios insulares y las limitaciones documentales que pueden constatarse a lo largo del texto. Esto último, por cierto, marca una diferencia importante con Conventos y secularización… y De Compostela a Espada…, obras que destacan por la amplia utilización de fuentes de archivos cubanos. Iglesia y nación en Cuba (1868-1898), en cambio, recurre de manera preferente a recursos bibliográficos y documentos publicados, lo cual puede tal vez relacionarse con el paulatino deterioro de la salud del autor, pero que es necesario reconocer como un factor que redujo las posibilidades de análisis.

En mi opinión, Iglesia y nación en Cuba (1868-1898), desde el punto de vista historiográfico, resultó un caso muy singular. Si es cierto que decir una nueva palabra en la escritura de la historia es difícil —y lo es, tanto que debemos reconocer (la humildad no es un defecto tan grave como para que el gremio enrojezca) que la mayor parte de los historiadores no lo logra—, Segreo lo logró, pero no en el que parecía ser su último libro sobre el tema, sino en los anteriores. En estos ya estaba la respuesta a la interrogante fundamental: ¿por qué una Iglesia, que pudo ser cubana, terminó su derrotero colonial como enemiga acérrima del proyecto nacional independentista? No podía dejar de escribir Iglesia y nación…, porque sin ella el ciclo estaba incompleto, pero al mismo tiempo había llegado al punto en que no quedaba sino converger con los criterios de la historiografía liberal y buena parte de la marxista que le precedió. Como no partía de apriorismos, pudo aun polemizar con ellos e introducir un grupo de matices novedosos, aunque algunos de ellos requerirían un acucioso trabajo de fuentes documentales que sirvieron de confirmación a los asertos de Segreo.

He considerado necesario reseñar brevemente la obra hasta ahora publicada de él sobre la cuestión de la Iglesia Católica en Cuba, su evolución institucional y sus vínculos sociales y políticos con el contexto colonial porque con esta se consolidó, realmente, como problema historiográfico. Eso significa, primero, el reconocimiento de su valor metodológico y sus significativos aportes a una interpretación del papel de la Iglesia en la historia nacional. Segundo, y más importante en perspectiva, que como problema plantea la necesidad de trascender los marcos de su evolución institucional y sus implicaciones políticas e ideológicas para adentrarse en la historia social —la moderna historia social— de la Iglesia en la Cuba colonial. El estudio del bajo clero, del universo de las parroquias, del imaginario que cultiva y explota, del contexto que transforma y por el que es trasformado a nivel de los sectores populares, junto a muchas otras posibilidades investigativas, se hace ahora necesario y factible, al menos en parte, gracias a Rigoberto Segreo Ricardo.

Mucho de lo que antecede está tomado —en ocasiones literalmente— del texto que presenté hace unos años al mencionado concurso de la Academia Cubana de la Historia, con el que pensé, más que otra cosa, saldar una deuda —de esas que se experimentan como necesidad personal— con quien en mi opinión debe ser reconocido como uno de los más importantes estudiosos de los temas de la historia eclesiástica cubana de la etapa colonial. Sin embargo, ahora, sorpresivamente para mí, un nuevo texto —el que tiene el lector en sus manos— se suma a las publicaciones anteriores de Segreo. Se trata de un libro en el que se amplía considerablemente el espectro de problemas estudiados en sus obras precedentes sobre la Iglesia en Cuba, con la intención declarada de escudriñar en torno a su papel “…en la configuración colonial de Cuba y en el surgimiento de la cultura criolla, con énfasis particular en las implicaciones culturales del reflejo religioso, capaz de expresar a nivel sensitivo la identidad del criollo mucho antes de que esta pudiera manifestarse a nivel racional”.

Aunque el leit motiv de todos los textos de Segreo se puede resumir en su interés por develar el lugar de la institución eclesiástica en el entramado de las estructuras socioeconómicas de la colonia a lo largo de su evolución, nunca antes centró su atención en las dimensiones culturales del fenómeno, protagonistas esta vez en una recopilación de ensayos cuyas temáticas se ubican entre los siglos xvi y xviii.

En la visión de Segreo se trata de una etapa que enmarca el ciclo premoderno de la cultura insular. Eso se convierte entonces en el hilo conductor que enlaza cuestiones tan diferentes, como el estudio del documento del obispo Juan de Witte, mediante el cual se erige el Cabildo Catedralicio de Santiago de Cuba, el análisis del proyecto de colonización pacífica —preliminarmente evangelizador, digamos— que, asumiendo las propuestas de Bartolomé de las Casas ensaya la Corona española para contrarrestar el ímpetu de la colonización privada, los comentarios sobre sincretismo indiohispano, sobre religiosidad e ideología enEspejo de paciencia, las vírgenes criollas, la escolástica criolla y las constituciones sinodales de 1680, entre otros temas.

Un análisis detallado de los aportes de estos textos no forma parte de los objetivos de este “Prólogo”. Su lectura refuerza, sin dudas, la imagen de Segreo como un gran conocedor de la historia de la Iglesia en Cuba, pero también permite seguir la lucidez de su pensamiento sobre cuestiones cardinales para una relectura de nuestra historia colonial —y en especial de lo que denominamossociedad criolla—que asuma la dinámica cultural como una de sus dimensiones más importantes.

En nuestro medio intelectual ha estado relativamente arraigada la perspectiva que asume a la Iglesia Católica, sobre todo, en su rol de portadora de una ideología al servicio de los intereses colonialistas y en su alianza con los sectores y clases dominantes. Manejada de modo absoluto, con una total ausencia de matices, esta posición resulta extremadamente simplista y, al mismo tiempo, simplificadora. No se trata, obviamente, de negar realidades al alcance de cualquier estudioso serio, sino de asumir la profunda complejidad que constituye elmodus vivendide una institución clave en el entramado de nuestras sociedades, no solo las coloniales, sino también de las nacidas de los contradictorios procesos de liberación nacional y de formación de Estados-nación en los que el componente religioso católico —“ortodoxo” o sincretizado— sigue siendo piedra angular de las conformaciones culturales imperantes o enfrentadas, hegemónicas o subordinadas. Así sea solo por esta razón, resulta imperativo conocerlas.

La pertinaz insistencia de Segreo en relación con el papel desempeñado por la Iglesia Católica en la configuración de los perfiles culturales del criollismo cubano parece alimentarse de esta perspectiva, que en mi opinión no admite en la actualidad una resistencia justificada. Algunas de sus opiniones y conclusiones sin dudas deben ser asumidas con cierta reserva, o cuando menos sometidas a crítica a partir de un estudio más profundo y concreto de los problemas que plantean. En última instancia, el carácter ensayístico que prima en las propuestas se sustenta con frecuencia en la polémica, y no debería sino fomentarla.

Por último, no puedo abstenerme de recomendar tener en cuenta que la publicación de este libro de Rigoberto Segreo se produce algunos años después de su fallecimiento. No es una observación vacía, sino motivada por la certeza de que el lector informado notará la ausencia, en las referencias bibliográficas, de un grupo relativamente numeroso de autores, libros y artículos que en los últimos años han abordado desde diversas aristas la historia de la Iglesia en Cuba, incluyendo algunas cuestiones concretas que él estudia. Me refiero en particular a escritos de Eduardo Torres-Cuevas —en cierto sentidoun pionero en el interés actual por el tema—, Mercedes García, Adriam Camacho Domínguez, Olga PortuondoZúñiga, Pedro Herrera —al menos con su libro sobre el convento de las clarisas en La Habana— y, si se me permite, del autor de este “Prólogo”, entre otros.7La relación es incompleta, y además se ha investigado mucho más, pero lamentablemente poco llega aún a la imprenta.8No debe obviarse, desde una perspectiva de filiación mucho más comprometida con la propia Iglesia, la obra de monseñor Ramón Suárez Polcari.9Y tampoco, por cierto, la producción allende las fronteras de la Isla, que incluiría autores como Juan B. Amores Carredano, Ana Irisarri Aguirre y John J. Clune Jr., entre otros.10

En tanto con ello se ha avanzado significativamente en materia de historia de la institución —si bien no tanto en la historia, digamos, social de la Iglesia y la religiosidad católicas—, algunas de las reflexiones del autor pueden parecer ya extemporáneas al lector. Debe tenerse en cuenta, no obstante, que en realidad una buena parte de estos ensayos fueron redactados evidentemente con antelación a la producción referida, por lo que la relación entre estos debe establecerse con un criterio flexible.

El otro aspecto que posiblemente conspire contra la solidez de algunos planteamientos de Segreo es el carácter predominantemente bibliográfico de sus referentes, una particularidad ya mencionada cuando hice referencia a Iglesia y nación… Posiblemente para este caso sean válidas las mismas razones que antes aduje, a saber, las limitaciones de salud que le impidieron en sus últimos años frecuentar los archivos.

Tengo la firme opinión, sin embargo, de que nada de lo anterior debilita el valor intrínseco de la presente obra, ni lo sugerente de muchas de sus reflexiones, ni la potencialidad para generar debate en un ámbito —como muchos otros de nuestra historiografía— necesitado de ella. Desde otro ángulo, La Iglesia en los orígenes de la cultura cubana es el cierre —¿por ahora?— de lo que hasta hace poco parecía una trilogía y ahora suma cuatro títulos que personalmente me permito ubicar —dejando al lector la tarea de juzgar si estoy en lo cierto—, entre lo más significativo producido en Cuba en lo que a historia de la Iglesia Católica se refiere. Y tal vez, ahora, sí pueda yo dar por saldada mi deuda intelectual con Segreo.

Edelberto Leiva Lajara

La Habana, abril de 2016

1 Rigoberto Segreo Ricardo: Conventos y secularización en Cuba en el sigloxix, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1998.

2 Rigoberto Segreo Ricardo:De Compostela a Espada. Vicisitudes de la Iglesia Católica en Cuba,Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2000.

3 Rigoberto Segreo Ricardo: Iglesia y nación en Cuba (1868-1898), Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2010.

4 Eduardo Torres-Cuevas: “Formación de las bases sociales e ideológicas de la Iglesia Católico-criolla del sigloxviii”, enSantiago, Revista de la Universidad de Oriente, no. 48, Santiago de Cuba, diciembre de 1982.

5 Las opiniones de Emilio Roig con respecto al papel desempeñado por la Iglesia en el contexto de las luchas por la liberación nacional fueron expresadas con cierta frecuencia en diferentes medios. Las argumentaciones más completas, sin embargo, pueden encontrarse en La Iglesia católica en la independencia de Cuba, Gran Logia de Cuba, La Habana, 1958, y La Iglesia católica contra la independencia de Cuba, Talleres de la Impresora Modelo, La Habana, 1960.

6 Ver Rigoberto Segreo Ricardo: Iglesia y nación…, pp. 277-285.

7Entre otros autores y textos de interés de los últimos años, pueden mencionarse los siguientes: Mercedes García Rodríguez:Misticismo y capitales. La Compañía de Jesús en la economía habanera del sigloxviii,Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2002; Edelberto Leiva Lajara: “La Habana y los jesuitas de América: en el camino al destierro (1767-1770)”, enTiempos de América,no. 9, 2002, pp. 79-93; del mismo autor: “La economía conventual en Cuba a comienzos del sigloxix”; en Imilcy Balboa y José A. Piqueras (eds.):La excepción americana. Cuba en el ocaso del imperio español,Centro Francisco Tomás y Valiente UNED Alzira-Valencia-Fundación Instituto de Historia Social, Valencia, 2006, pp. 191-218 yLa orden dominica en La Habana. Convento y sociedad (1578-1842,Ediciones Boloña, La Habana, 2007; Eduardo Torres-Cuevas y Edelberto Leiva Lajara:Historia de la Iglesia Católica en Cuba. La Iglesia en las patrias de los criollos (1516-1789),Ediciones Boloña, La Habana, 2007 y “Presencia y ausencia de la Compañía de Jesús en Cuba”, enTres grandes cuestiones de la historia de Iberoamérica, Fundaciones Mapfre e Ignacio Larramendi, Madrid, 2005; Adriam Camacho Domínguez: “Los orígenes de la supremacía económica de la Orden de Nuestra Señora de Belén en Cuba”, enRevista Islas49, 151, enero-marzo de 2007, pp.111-117 y, del mismo autor: “Ser betlemita: una carrera entre enfermos y esclavos en el Santiago colonial (1758-1823)”, enRevista del Caribe,no. 55, 2011, pp. 58-71 y “Entre enfermos, azúcar y esclavos: un estudio de los padres betlemitas en Cuba (1704-1842)”, enAnales de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala,no. 84, junio de 2011, pp. 7-49; Pedro Antonio Herrera López:El convento de Santa Clara de La Habana Vieja,La Habana, 2006.

8En este sentido, debe tenerse en cuenta que hay resultados de investigación que muchas veces no llegan a la imprenta. Se trata no solo de Trabajos de Diploma con los que se gradúan estudiantesde la Licenciatura en Historia —que con frecuencia requieren mayor maduración para la aventurade publicar—, sino de varias tesis de maestría y doctorado defendidas con éxito en los últimos años. De estos, solo como botón de muestra: Bárbara Mena Valdés:El patrimonio de los dominicos habaneros origen, estructura y vínculos con la sociedad colonial (1578-1842),Universidad de La Habana, La Habana, 2003, trabajo de diploma; Lyding Rodríguez Fuentes:Santa Clara de Asís: un convento de las elites habaneras.(1644-1840),Universidad de La Habana, La Habana, 2003, trabajo de diploma; Yadira Leyva Ayón:Iglesia y familia en Cuba en la primera mitad del sigloxix,Universidad de La Habana, La Habana, 2009, trabajo de diploma; María Elena Meneses Muro:Santiago de Cuba entre la guerra y la intervención: la visión del arzobispo Sáenz de Urturi,Universidad de La Habana, La Habana, 2012, trabajo de diploma; Adriam Camacho Domínguez:Entre enfermos, azúcar y esclavos: un estudio de los padres betlemitas en Cuba (1704-1842),La Habana, 2013, tesis de doctorado; Adrian Arévalo Salazar:La economía eclesiástica en Cuba (La sociedad colonial temprana),Holguín, 2011, tesis de maestría.

9Ramón Suárez Polcari:Historia de la Iglesia Católica en Cuba,Ediciones Universal, Miami, 2003, 2 t.

10Juan B. Amores Carredano:Cuba en la época de Ezpeleta,Ediciones Universidad de Navarra, S.A., Pamplona, 2000; Ana Irrisarri Aguirre:El Oriente cubano durante el gobierno del obispo Joaquín de Osés y Alzúa,Ediciones Universidad de Navarra, S. A., Pamplona, 2003; John J.CluneJr.:Cuban convents in the age of Enlightened Reform, 1761-1807,University Press of Florida, Gainesville, 2006.

Pequeña introducción al tema

Este libro aborda el papel desempeñado por la Iglesia Católica en la configuración colonial de Cuba y en el surgimiento de la cultura criolla, con énfasis particular en las implicaciones culturales del reflejo religioso, capaz de expresar a nivel sensitivo la identidad del criollo mucho antes de que se pudiera manifestar a nivel racional. El objetivo fundamental es situar la Iglesia en el contexto estructural de la colonia, y desde ahí evaluar su contribución a los procesos culturales cubanos de los siglosxviiyxviii, etapa que pudiéramos definir como el ciclo premoderno de la cultura insular.

La ubicación estructural de la Iglesia en la sociedad colonial es uno de los problemas metodológicos imprescindibles a la hora de valorar su papel en los procesos culturales. Cuando hablamos de estructuras no restringimos este concepto al estrecho determinismo económico que ciertas ideologías han defendido de manera mecanicista. Nos persuade más el criterio de Antonio Gramsci al concebir las estructuras como el conjunto de relaciones sociales con el cual interactúan la cultura espiritual y las instituciones. El factor económico es básico en la dinámica social, pero la sociedad está integrada por un conjunto de fuerzas sociales con intereses, motivaciones culturales e ideologías que dialogan entre sí y gravitan sobre la propia economía.

Por más que reconozcamos la importancia de las relaciones económicas, estas no son la única razón que condiciona la conducta del clero. Lo que realmente me interesa es ubicar a la Iglesia en el entramado social de la colonia y estudiar los cambios que ocurrieron, para entender las transformaciones esenciales que se producen en el comportamiento de la institución y su capacidad de contribuir al proceso de la formación nacional.

Durante la etapa colonial, la Iglesia experimentó dos grandes procesos estructurales, cuya comprensión es básica para explicar su proyección cultural e ideológica en Cuba. El primero ocurrió durante los siglosxviiyxviii, cuando se articula a una realidad insular en la cual el sujeto demográfico, económico y cultural dominante era el criollo; eso modificó su ubicación estructural en el juego de fuerzas de la sociedad colonial y rediseñó sus funciones sociales a favor de los criollos. De una institución española pasó a ser una Iglesia criolla, o sea, se vertebró orgánicamente a las necesidades de la sociedad insular.

El segundo es el proceso inverso, es decir, su ruptura con los criollos y su transformación en una institución al servicio de la dominación española, que ocurrió bajo el influjo de la modernidad burguesa. Este fenómeno transcurría como parte de la revolución liberal, que se produjo en la metrópoli como expresión de la crisis de la sociedad colonial durante la segunda mitad del sigloxixy bajo los efectos de las luchas del pueblo cubano por su independencia. Entre uno y otro momento medió un interesante proceso de modernización, en el cual la Iglesia tuvo un protagonismo de extraordinaria significación para la cultura cubana.

El primer ordenamiento estructural de Cuba colonial se concretó alrededor de la estancia como unidad productiva. La posición geográfica de la Isla facilitó el desarrollo de una economía de abastos a las expediciones de conquista y colonización de Tierra Firme. Los bajos rendimientos logrados con el oro de aluvión convirtieron la producción y comercialización del casabe en las actividades lucrativas por excelencia. El pan de yuca y la carne de cerdo fueron productos de alta demanda para las expediciones que se aventuraban en tierras continentales.

Sobre esa base el español asimiló las técnicas productivas aborígenes e impuso un régimen de explotación que el indio no pudo soportar. La cantidad de yuca obtenida se convirtió en la medida de la riqueza personal y en el criterio de valor sobre la estancia cultivada. Este ciclo productivo fue efímero; duró tanto como lo necesitó el proceso de conquista y con este se esfumaron los sueños de rápido enriquecimiento de la primera generación de colonos.

Uno de los procesos más interesantes del sigloxvicubano es la quiebra de la clase indiana, la cual había obtenido su despegue original con el sistema de encomiendas, la extracción de oro y la producción de casabe. A mediados de esta centuria, el ciclo minero había finalizado; la Isla carecía de metales preciosos en abundancia. Por otra parte, la consolidación de los centros de colonización continental desvió las rutas marítimo-mercantiles y puso fin a la economía de abastos desde Cuba.

La rápida disminución de la población indígena y la diáspora de los colonizadores hacia las ricas regiones continentales provocaron un verdadero colapso demográfico, responsable en parte del lento proceso de formación colonial experimentado en la Isla. A todo esto se sumó la abolición de las encomiendas en 1550, la cual fue el golpe de gracia al primer modelo de explotación colonial de Cuba.

Los resultados de este proceso tienen un doble significado: por un lado, es obvio el abandono en que se dejó a la Isla, con cierta excepción de La Habana, donde el sistema de flotas generó una economía de servicios que pronto la convertiría en el primer núcleo poblacional y económico del país. Cuba marchó a la zaga de los centros coloniales continentales y eso tendría un efecto retardatario en su formación cultural.

Sin embargo, la imposibilidad de enriquecimiento rápido, por la vía de los metales preciosos, le abrió paso a una colonización de residencia basada en la posesión y explotación de la tierra. Era un proceso más lento, pero menos peregrino y generaba un tipo de sociedad más estable, que fijaba el hombre a la tierra bajo un régimen de vecindad. Este tipo de colonización le abrió paso al segundo ordenamiento estructural de la Isla, sobre el cual se configuraría una cultura criolla.

La hacienda ganadera se transformó en la unidad productiva principal, sin que las estancias y los corrales perdieran importancia como productores de insumos dirigidos a cubrir la demanda interna. La ganadería extensiva se convirtió en el eje funcional de la economía, vinculada al mercado mundial de la venta de cueros, sebos y cecinas. El hato, extensión territorial generalmente circular y de límites imprecisos, pasó a ser la propiedad terrateniente por excelencia.

La cría de ganado en extensión reproducía en la colonia la tradición medieval española de pastar en espacios abiertos sin restricción de tipo alguno. El ganado se reproducía de manera natural sin domesticar, como ganado salvaje. En estas condiciones, el hierro o marca, era la única garantía de propiedad, mientras que la forma de explotación más extendida era el monteo, donde una partida de 8 o 10 hombres se internaba en el monte para cazar el ganado cimarrón.

La economía hacendaria no puede entenderse solo como la existencia física de un tipo de propiedad territorial y un determinado procedimiento productivo. Resulta necesario comprender el sistema de relaciones sociales que le es inherente, pues en este se realiza el contenido del modo de producción. La hacienda ganadera está vinculada al mercado, pero no es una unidad productiva diseñada para crear mercancías. Todo en ella denota un sistema de relaciones de producción precapitalistas.

Las propias mercedes de tierras, entregadas en posesión y no en propiedad, definen un régimen agrario feudal. La explotación extensiva del suelo se asocia a un empleo reducido de la fuerza de trabajo, con una forma de esclavitud patriarcal. El acceso al mercado es sumamente reducido con respecto incluso a las limitadas capacidades productivas de la propia hacienda; se sabe que la mayor parte de la carne del ganado que se sacrificaba en los montes no se comercializaba ni siquiera en el mercado interno.

En una sociedad rural, de economía casi natural, la comercialización de algunos productos del ganado estaba dirigida más que a un proceso de capitalización, a satisfacer las necesidades del consumo. El comercio de contrabando en el interior del país, si bien daba salida a determinados volúmenes de la producción de la región, tenía su mayor interés como sistema de abastos de las necesidades internas. La población se concentraba en las villas y ciudades, pero dependía por completo del campo. Incluso, la economía de servicios que desarrolló la capital, en atención al régimen de flotas, estaba estrechamente vinculada a los suministros rurales.

Todo esto generó un régimen señorial basado en la posesión y explotación de la tierra. Los señores de hatos dominaron el escenario económico y socialde las distintas regiones. El centro de su poder quedó fijado en el control del Cabildo como institución principal del gobierno regional. Desde ahí se produjo la macedación de tierras a favor de esa oligarquía, o sea, un orden agrario que, en 1574, sería sancionado por las Ordenanzas de Cáceres.

Esta colonización de residencia, a pesar de que la vecindad se concentró en las villas y ciudades, dejaba extensas áreas geográficas despobladas, con todo el territorio insular en mercedaciones. Con excepción de las llamadas tierras realengas, la oligarquía agraria se apropió del suelo productivo y usó esa posesión como mecanismo de poder sobre los otros sectores sociales que no tenían acceso a las mercedaciones de los cabildos. Esto supuso relaciones de subordinación rentista para importantes grupos de pequeños y medios productores rurales. Un régimen de tierra de esta naturaleza modelaría una sociedad colonial relativamente estable, aunque de lento avance y de relaciones sociales precapitalistas. Sobre esa base se produjeron los procesos culturales que darían origen al criollo; la cultura criolla de los siglos xvii y xviii es resultado de un orden estructural premoderno.

Entre 1510 y 1680 transcurre el primer período histórico de la Iglesia Católica en Cuba, desde el inicio de la conquista hasta la celebración del Primer Sínodo Diocesano. Su contenido fundamental es el proceso de establecimiento y gestación de la Iglesia en la Isla. El conjunto de rasgos que caracterizan la institución en esta etapa la definen como una Iglesia española por la composición de su clero y por sus funciones ideológicas y culturales.

La Iglesia llegó a América como sustentación ideológica de la conquista y pieza clave para el Estado. Sabemos muy bien que su comportamiento no fue homogéneo; la escuela indigenista nació en su seno como una alternativa de colonización pacífica frente a la.barbarie del colonizador privado, que en definitiva fue el que se impuso. Es preciso dejar sentado que la intensa labor de aculturación y adoctrinamiento del indio fue el contenido fundamental de su labor al lado del conquistador.

En virtud de las prerrogativas del Patronato Real, la Iglesia era parte del Estado; en ese sentido fue reducida su posibilidad de pensar y actuar al margen de los intereses oficiales. La Iglesia en Hispanoamérica estuvo bajo la férula directa de los reyes españoles, sin gran incidencia de las autoridades pontificias.

La lucha contra los moros tuvo un carácter confesional; se concebía como una guerra santa contra los herejes musulmanes. De ahí que el catolicismo desempeñara un importante papel en la formación del Estado nacional y se convirtiera en un patrón cultural dominante en los pueblos españoles. La Iglesia y el fervor religioso fueron factores que los Reyes Católicos supieron aprovechar en la configuración de la monarquía; mientras la Santa Sede comprendía que en España se conjuraba el peligro musulmán y se ganaban territorios para la cristiandad.

En este proceso, la Iglesia acumuló grandes riquezas y se convirtió en una institución al servicio del poder político. Todo esto se validó con las regalías que los papas les concedían a los reyes españoles y que pasaron a la historia con el nombre de Patronato Real. El descubrimiento de América y la instalación de los Austria en el trono español, convirtieron a España en la primera potencia mundial; mientras que el movimiento de la Reforma provocaba el cisma más grande de la historia del cristianismo y ponía en crisis la autoridad papal. Estos dos factores se conjugaron para estrechar la alianza entre la monarquía y la Santa Sede. Para atraer a España al campo de la Contrarreforma solo existía un procedimiento: poner la Iglesia española a la entera disposición del poder real.

Roma no podía renunciar a un aliado tan poderoso, por lo que no tuvo más alternativa que ceder gran parte de las prerrogativas pontificias de la Iglesia española a cambio de convertir a España en gendarme internacional del catolicismo y abanderada de la Contrarreforma. De este modo, la Iglesia quedó completamente subordinada a los reyes en los reinos españoles, al menos en los asuntos temporales, a la par que gozaba de su protección oficial. Como resultado de esta alianza, en ninguna otra parte la Iglesia alcanzó la autoridad y el poder que tuvo en España, pero tampoco en parte alguna el Estado obtuvo los derechos que ejercieron los reyes españoles sobre la Iglesia Católica.

La Corona detentaba el monopolio de los asuntos temporales de la Iglesia en sus territorios, con exclusión de cualquier otra autoridad, incluso la del papa. Le correspondía el privilegio de proponer ternas para la designación de la jerarquía religiosa secular; autorizar o no la fundación de diócesis, parroquias, conventos, colegios, seminarios y universidades; decidir la admisión o exclusión de cualquier religioso u orden monástica; organizar el cobro y administración de los diezmos, de los cuales le pertenecía 11,1 %, y operaba como tribunal supremo por la vía civil en cualquier litigio o causa judicial del clero.

Toda la correspondencia entre la Santa Sede y la Iglesia colonial estaba sometida a la censura real, ejercida por el Consejo de Indias. Ningún documento pontificio podía pasar a América y menos publicarse si no contaba con el Pase Regio. El papa conservaba la potestad canónica de nombramiento y consagración de la jerarquía eclesiástica y todo lo referido a la regencia espiritual de la Iglesia; pero los asuntos eclesiásticos temporales, entendidos como el campo institucional y de derecho no referido a lo estrictamente espiritual, corría a cargo de la Corona, la cual nunca estuvo dispuesta a ceder el ejercicio de sus prerrogativas.

Hasta la segunda mitad del siglo xviii, el Patronato Real en las colonias lo ejerció directamente el rey y los tribunales colegiados: el Consejo de Indias y las Audiencias. Esa autoridad no se delegó a los virreyes y gobernadores; eso estuvo determinado, en parte, por el grado de independencia que la tradición medieval le otorgaba a la Iglesia, pero principalmente por el celo de la monarquía al vigilar sus intereses del otro lado del Atlántico.

El poder que adquirían sus funcionarios en las colonias de América motivaba preocupaciones a la Corona. Unir la autoridad civil y la eclesiástica significaba una concentración de fuerzas en detrimento de la soberanía monárquica; no sería la primera vez que en situaciones límites sus propios representantes adoptaban posiciones separatistas. La política real fue mantener divididos esos dos poderes y actuar de árbitro entre estos.

Durante mucho tiempo, la Iglesia en Cuba fue un poder independiente de las autoridades coloniales. El clero secular se subordinaba solo al obispo, y el regular a los priores conventuales. El gobernador y capitán general, que era la autoridad máxima de la Isla, no tenía jurisdicción sobre el clero. El derecho canónico estaba separado del derecho civil y la clerecía solo podía ser juzgada por tribunales eclesiásticos. De hecho, el obispo era la segunda autoridad de la colonia, y de derecho, el juez supremo de su diócesis por línea canónica. Esta distribución de fuerzas creaba una situación sui generis: la Iglesia era una institución del Estado español, pero no se subordinaba a los poderes que lo representaban en la colonia. Si por un lado sus ataduras ideológicas con el poder colonial eran forzosas, por el otro, gozaba de una libertad que ninguna otra institución tenía.

La vertebración de la Iglesia al aparato estatal español, de por sí muy estrecha en virtud de los derechos de Patronato Real, fue reforzada en la colonia a partir de la subvención económica del clero por el Erario Real. En las condiciones de despoblación y escasa producción de la Isla, la Iglesia carecía de recaudaciones suficientes y seguras por concepto de diezmos. Esto la obligó a renunciar al cobro y administración de esa renta y acogerse a una dotación fija asignada por el Estado, cuya diferencia del ingreso decimal era cubierta por los fondos reales. De modo que la Hacienda sufragaba la manutención del clero y los gastos del culto, mientras que los oficiales reales cobraban y administraban los diezmos. Esta dependencia económica de la Iglesia con respecto al Estado fue una atadura estructural muy fuerte del clero a los intereses del poder colonial.

El aspecto económico era importante, pues a la par que creaba relaciones de subordinación con el Estado, separaba la Iglesia de los intereses de la población insular. El éxito o el fracaso económico de los colonos no afectaban los ingresos de la clerecía, de ahí que su filiación ideológica no tenía esa dirección. Sin embargo, esta no era la única causa de su incondicionalidad al poder colonial. La mayoría del clero era de origen español, como debía esperarse en un contexto social donde el criollo estaba en proceso de formación. Por razones de nacionalidad, de ideología y de cultura, el clero español obraba como un instrumento de dominación al servicio del Estado. El problema cultural era decisivo porque reproducía en la colonia una tradición católica de servicio al poder, desvinculada de las motivaciones del hombre nacido en América. El Estado y la Iglesia formaban un frente único, que sustentó la conquista y el primer ordenamiento cultural de la América Hispana.

En este período, la Iglesia se caracterizó por su escasa institucionalización. La lentitud con que avanzó la formación colonial en la Isla, con su precariedad económica y demográfica, se reflejó en el escaso crecimiento de las instituciones eclesiásticas. Además de la Catedral, en 1620 existían 9 parroquias; es decir, aparte de las 7 fundadas por Velázquez en las villas originarias —más de un siglo después de iniciada la conquista— surgieron solo 4 nuevas iglesias: El Cobre, el Cayo, Guanabacoa y el Espíritu Santo en La Habana.

Para esta fecha, estaban en la Isla 4 órdenes religiosas masculinas: San Francisco, Santo Domingo, San Agustín y la Merced, con 6 conventos: 3 en La Habana (franciscano, dominico y agustino), uno franciscano en Santiago de Cuba, y otro en Bayamo, y uno mercedario en Puerto Príncipe. La orden femenina de Santa Clara se estableció en La Habana en 1640. La cantidad de religiosos en estos conventos era ínfima, mientras que el clero secular lo componían 12 curas párrocos. La propia Catedral no pudo cubrir la plantilla eclesiástica concebida por su fundador en los Autos de 1523.

Más allá de los intentos fallidos del obispo fray Juan de las Cabezas Altamirano de crear un colegio seminario, nada serio se hizo en esta etapa por un sistema de educación organizado desde la Iglesia. Otro tanto ocurría con la atención hospitalaria; desde 1603, el único hospital que existía en La Habana era el de San Felipe y Santiago, regido por los religiosos de San Juan de Dios, hasta la fundación en 1665 del Hospital de San Francisco de Paula para mujeres. La Iglesia se concentró en el ámbito urbano, sin penetrar en los campos. Ese fue un factor importante en su desvinculación con una masa de población que vivía en lugares apartados, al margen de los servicios religiosos. Esta situación dejaría un impacto perdurable en la religiosidad del campesino cubano.

Si exceptuamos el conflicto mayor, el de las culturas indígenas sometidas y degradadas por la hegemonía cultural española, las contradicciones que enfrentó la Iglesia en este período tuvo un carácter no antagónico. Algunas fueron internas, como las pugnas entre el clero secular y el regular, entre los obispos y los delegados de la Inquisición, así como la resistencia del clero disoluto a someterse a las autoridades religiosas. El problema de la indisciplina y baja moralidad del clero limitó mucho la proyección social de la Iglesia y se convirtió en un freno real para su integración a la sociedad colonial. El nudo mayor de los conflictos se produjo entre el poder civil y el eclesiástico. Los dos poderes fundamentales de la colonia se enfrentaban con frecuencia, y la Corona se reservaba el derecho de expresar su última palabra.

Esta era una de las situaciones más graves que lastraban las posibilidades de la Iglesia en la vida colonial. El gobernador y el obispo eran autoridades independientes, cuyas ejecutorias se interferían. La propia dicotomía jurídica entre el derecho canónico y el derecho civil, con tribunales separados y la inmunidad del clero de los jueces civiles, creaba constantes transgresiones legales y las consiguientes disputas de jurisdicción. La excomunión era un arma utilizada por los obispos contra los gobernadores, mientras que estos hacían llover sus quejas a la Corona. El rey, que podía resolver el problema subordinando un poder al otro, no lo hizo. La Iglesia se utilizaba para neutralizar los excesos de las autoridades políticas, y estas refrenaban los de la Iglesia. Mientras tanto, los efectos de la disputa abrían una gran brecha a las indisciplinas del clero y le cerraban posibilidades sociales a la Iglesia.

Por otro lado, el hecho de que el clero no tenía que rendirle cuentas al poder civil y que este no ejerciera potestad jurídica sobre él, lo convertía en un cuerpo social independiente, con autonomía jurídica. En esa cuerda se movía el clero: era parte de un Estado que le pagaba y al cual respondía como institución; pero actuaba con entera independencia de los demás poderes coloniales. Es esta condición lo que hace del clero, que por demás es el grupo social más culto de la colonia, una fuerza con amplias posibilidades de dialogar con la cultura insular y asumir una postura propia. Esas potencialidades se pondrían a prueba frente a las necesidades del criollo y darían su primera respuesta en la complicidad con el contrabando, a contrapelo de la represión organizada por las autoridades político-militares.

El centro católico oficial era Santiago de Cuba, donde radicaba la Catedral; sin embargo, el centro económico y político se desplazó rápidamente a La Habana, lo cual creó no pocas preocupaciones a la jerarquía católica. Para la Iglesia era muy importante no quedar al margen de la vida de la capital, que era el mayor núcleo poblacional de la Isla y el epicentro de todo el acontecer colonial. A esto se unió la inseguridad de Santiago de Cuba ante los ataques de los corsarios y piratas. El saqueo reiterado de la Catedral y el secuestro del obispo fray Juan de las Cabezas Altamirano por el corsario francés Gilberto Girón —ocurrido en Yara en 1604— debieron tener efectos traumático para la jerarquía católica, en la cual se generó una fuerte aspiración de trasladar la Catedral a la capital. Desde finales del sigloxvii,los obispos tuvieron residencia permanente en La Habana.

El proyecto de trasladar la Catedral chocó con la resistencia de los gobernadores y del Ayuntamiento habanero, que no veían con buenos ojos el fortalecimiento de una autoridad rival a la suya en la capital. Por otra parte, los santiagueros se resistían a que la Catedral fuera retirada de su ciudad. Esta situación se convirtió en motivo de conflictos entre las máximas autoridades políticas y eclesiásticas. Su expresión más virulenta se produjo en 1614, cuando el obispo fray Alonso Enrique de Armendariz intentó mudar la Catedral sin el permiso real.

La desautorización de tal medida por el gobernador Gaspar Ruiz de Pereda provocó que el obispo excomulgara al gobernador y a toda la población habanera. El prelado se marchó al interior del país, dejando la capital “sin officios divinos i enterrandose los muertos en el campo”. Las cosas se pusieron tan serias que los curas llegaron a apedrear la casa del gobernador. Después de un violento forcejeo de acusaciones y descargos ante la Corona, el ruidoso pleito llegó a su final con el levantamiento de las excomuniones por el arzobispo de Santo Domingo y la prohibición real del traslado de la Catedral.1

La segunda etapa de la historia de la Iglesia Católica en Cuba se extiende entre 1680 y 1790, o sea, entre el primer Sínodo Diocesano y el boom azucarero de finales del siglo xviii, que sentó la base estructural a un intenso proceso de modernización de la Iglesia. Del mismo modo, pudiera tomarse como acontecimiento católico que cierra este período, la división de Cuba en dos provincias eclesiásticas y el surgimiento de la diócesis de La Habana en 1789.

Su contenido principal consiste en un reordenamiento estructural de la Iglesia en función de los intereses y necesidades de la población insular. Para esta fecha, el criollo se había convertido en el sujeto demográfico y cultural dominante, con un control pleno de la tierra y de los procesos productivos. Los poderes regionales —constituidos en los cabildos— estaban en manos de una oligarquía pecuaria nacida en la Isla, cuyas necesidades culturales, ideológicas y políticas la inducían a una alianza con la Iglesia.

En este libro se evalúa lo que significó el Sínodo Diocesano de 1680 y las reformas de Compostela en el reordenamiento estructural. Estos dos fenómenos se concatenan en una continuidad lógica e inician un proceso de cambios profundos en la Iglesia. Resulta de primea importancia entender la metamorfosis que experimentó la institución católica en este período, frente a la tesis historiográfica, insostenible desde las perspectivas actuales, de su papel negativo en toda la historia de la cultura cubana.

La comprensión de estos cambios, condicionados por su vertebración a una nueva plataforma estructural, permite evaluar con objetividad su capacidad de contribuir al proceso de formación nacional. La cultura criolla del siglo xviii no podría explicarse cabalmente sin la aprehensión de esa adaptación de la Iglesia a la realidad colonial, del mismo modo que tampoco se entendería el discurso nacionalista formulado desde la Iglesia y el protagonismo cultural de figuras eclesiásticas como Félix Varela y el obispo Espada durante la primera mitad del siglo xix.

No está demás que repasemos las condiciones económicas y sociales que servirán de sostén y compulsación a las modificaciones de la Iglesia. El desarrollo de una agricultura comercial, con renglones exportables como el tabaco y el azúcar, dinamizaron los procesos productivos en la Isla y generaron una colonización interior expansiva, con su correspondiente crecimiento demográfico. El surgimiento de nuevos poblados, villas y ciudades testimonian un crecimiento sostenido de la economía y de la población en esta etapa. El sujeto protagónico de ese crecimiento era el criollo, dominante ya en la esfera productiva y cultural. Es eso lo que le permite a la Iglesia reorientar el origen de sus ingresos, y en consecuencia, su base social y sus funciones culturales e ideológicas.

La reforma económica llevada a cabo por Compostela modificó la plataforma social de la Iglesia. El hecho de que renunciara a la subvención estatal, y los diezmos pasaran a ser cobrados y administrados por las autoridades eclesiásticas fue decisivo. Por un lado, rompía la dependencia económica de la institución con respecto al Estado, con todo lo que ello significaba de liberación de la tutela oficial. Por el otro, reorientaba su economía hacia los sectores productivos de la Isla, lo cual estrechaba los lazos de dependencia con la población.

La Iglesia no dejó de estar subordinada al Patronato Real, pero no dependía económicamente, lo cual reorientaba sus preferencias sociales. La reforma económica transfería a la población insular todo el peso de la manutención del culto y el clero. Sus ingresos por concepto de diezmos, derechos obvencionales, capellanías y donaciones procedían de la Isla. El éxito o el fracaso de los señores de hatos, de los vegueros o los productores de azúcar, criollos en su mayoría, pasaba a ser una preocupación de primer orden para la Iglesia, pues de esto dependía su sustentación económica.

El clero regular siempre tuvo independencia económica del Estado; eso le permitió establecer vínculos económicos muy estrechos con la población criolla, mucho antes que el clero secular. El grueso de las entradas de los conventos procedía de capellanías, memorias de misas, censos, donaciones y explotación de tierras; es decir, tenían su sustento en la economía insular. Algunas órdenes eran propietarias de ingenios y haciendas de ganado y casi todas poseían importantes extensiones agrarias, que generalmente arrendaban.

En virtud de eso, no pocos campesinos sin acceso a la propiedad agraria trabajaban en tierras conventuales arrendadas. Otros tenían en alquiler casas y solares urbanos que eran propiedad de los conventos o tomaban capital a rédito. En el siglo xviii, numerosas parcelas dedicadas al cultivo del tabaco estaban gravadas con censos a favor de los religiosos. Esta dependencia mutua fue tejiendo una tupida red de relaciones entre el clero regular y la población, que se vio muy favorecida por la independencia que tenían los conventos del Estado.

Los intereses comunes en esta urdimbre de relaciones económicas crearon un frente católico-criollo, que no siempre concordaba con las decisiones metropolitanas y sus representantes en la colonia. Una avanzada de lo que después sería una verdadera alianza ocurrió en Bayamo con motivo del contrabando a principios del siglo xvii. La tolerancia y participación del clero, en el comercio ilícito, fue una de las primeras manifestaciones de la afinidad de intereses entre criollos e Iglesia frente a las autoridades coloniales.

El obispo fray Juan de las Cabezas Altamirano interpuso su autoridad ante la Corona para solicitar el perdón de los contrabandistas bayameses, sublevados contra el licenciado Melchor Suárez de Poago, enviado por el gobernador en 1603 con la orden de reprimir el delito y acabar con el contrabando. Lo verdaderamente interesante es que el obispo logró el perdón real para los bayameses, a pesar de la obstinada oposición del gobernador.

Otro tanto ocurrió con el estanco del tabaco en la segunda década del siglo xviii. Al conocerse en La Habana la Real Cédula de 11 de abril de 1717, por medio de la cual se imponía el estanco, los conventos habaneros elevaron su protesta en los siguientes términos: “es notorio que en todas las tierras que se hembra el tavaco estan ympuestas a nuestra favor muchas memorias de misas, censos y otras ymposiciones en cuyas rentas tenemos librado nuestro sustento y si se ejecuta lo que S. M. dispone no nos acudiran con las pagas los labradores que las tienen a su cargo”.2 El documento fue firmado por los priores de los conventos de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín, San Juan de Dios, y Betlemita, así como por la superiora del convento de monjas de Santa Clara. Esta protesta evidenció la plataforma económica de la alianza de la Iglesia con los productores de la Isla.

Si bien estos nexos económicos entre la Iglesia y la población insular eran esenciales, no fueron los únicos que sostenían la alianza católico-criolla. Fue muy importante la formación de una clerecía criolla que desplazó a los sacerdotes de origen español y se entronizó como fuerza eclesiástica dominante. La Iglesia era una institución de poder, la segunda en el orden jerárquico colonial, y ese poder estaba en manos de los criollos, en especial del patriciado formado por los señores de hatos.

Después del Cabildo, el control de la Iglesia era el principal medio que tenía el patriciado criollo para hacer valer sus intereses. Además del valor ideológico y cultural del púlpito, lo más importante era que la Iglesia no se subordinaba a ninguna autoridad seglar de la colonia, y esto ofrecía una autonomía muy beneficiosa para las oligarquías regionales. Aparte de lo atractivo que resultaba el ingreso a la vida eclesiástica, en particular para sectores blancos de pequeña y mediana fortunas, era raro encontrar familias oligárquicas que no estuvieran representadas por uno de sus miembros en el cuerpo eclesiástico.

Sabemos poco de la composición del clero durante las primeras décadas del siglo xvii, pero dos aspectos son evidentes en los documentos: el origen peninsular de la mayoría y el reducido número de clérigos. En 1620, el obispo fray Alonso Enrique de Armendáriz reportaba la existencia de 12 curas parroquiales, y una década antes, el gobernador Gaspar Ruiz de Pereda informaba que los conventos de franciscanos y de dominicos de La Habana no albergaban más que 6 o 7 religiosos cada uno, y el de San Agustín solo 3, mientras que los otros 3 conventos que existían en el interior del país tenían 2 “y a tiempos me dicen que no hay más que uno”. Al finalizar esta centuria tal situación cambió. Para entonces había en Cuba 225 miembros del clero secular, 204 religiosos regulares y alrededor de 100 monjas.3 Esto nos permite deducir con cierta seguridad que el clero criollo se formó como grupo social en el siglo xvii.

En el siglo xviii, el clero nacido en Cuba era mayoritario y ocupaba posiciones claves en la Iglesia. Entre 1755 y 1757, el obispo Morell hizo una relación nominal de 99 eclesiásticos de Bayamo, El Cobre, El Caney, Baracoa y Santiago, de los cuales —excluyendo a 2 cuyo origen no consigna—, 94 eran criollos y solo 3 españoles.4 Durante estas dos centurias, Cuba pudo contar con 8 obispos criollos.5

El dominicano Morell y el santiaguero Hechavarría dirigieron la diócesis cubana durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo xviii; ellos fueron los protagonistas eclesiásticos principales de la etapa más floreciente de la alianza católico-criolla. Eso no se repetiría después; en el xix todos los obispos de Cuba eran españoles.

En el período de 1680 a 1790, con poco más de un siglo de duración, se produjo el crecimiento institucional más espectacular de toda la historia de la Iglesia Católica en Cuba. Puede afirmarse que fue en esta etapa cuando ocurrió su verdadera institucionalización en la Isla. Si en 1680, cuando se realizó el Sínodo, además de la Catedral existían 10 parroquias, al finalizar esa centuria las reformas de Compostela las llevaron a 34. En 1757, la cantidad de iglesias ascendía a 52; en 1778 a 108; y en 1792 a 132. Es decir, durante el período se pasó de 10 iglesias a 132; un aumento de 122 iglesias en 110 años. El ritmo más acelerado se produjo durante la segunda mitad del sigloxviii: de 1757 a 1792, en solo 35 años, se erigieron 80 nuevas iglesias.6Este crecimiento institucional explosivo culminó con la división de la Isla en dos provincias eclesiásticas y la creación de la Diócesis de La Habana en 1789.

En esta etapa se establecieron en Cuba 5 nuevas órdenes monásticas: Santa Catalina (1698), Santa Teresa (1702), Betlemitas (1705), la Compañía de Jesús (1721) y los Capuchinos (1724). Junto a las 6 establecidas con anterioridad —San Francisco, Santo Domingo, San Agustín, San Juan de Dios, La Merced, y Santa Clara—, sumaban 11 órdenes radicadas en el país: 8 masculinas y 3 femeninas. Se erigieron 15 nuevos conventos, que junto a los 9 ya existentes elevaron la cifra a 24 en toda la Isla: 21 masculinos y 3 femeninos.7

Entre 1680 y 1790 se fundaron el Colegio-Seminario de San Ambrosio de La Habana; el Colegio San Francisco de Sales para niñas; el Hospital de Convalecientes de Belén; se construyeron las Casas Episcopales y el Palacio de San Diego, para retiro de los prelados; se reedificó la Catedral; se creó la Casa Cuna para niños expósitos; el Colegio Betlemitas de primeras letras; el Colegio-Seminario de San Basilio el Magno de Santiago de Cuba; el Hospital de San Lázaro; el Colegio San José de la Compañía de Jesús, la Real y Pontificia Universidad de La Habana; el Colegio Jesuita de Puerto Príncipe y el Colegio-Seminario de San Carlos y San Ambrosio. Se creó una verdadera red de instituciones educacionales, hospitalarias y de beneficencia, cuyos beneficiarios eran los hijos del país.

En ningún otro período de nuestra historia colonial la proporción del clero con relación a la población, fue tan elevada. En 1757, el clero lo componían 172 seculares, 474 regulares y 154 monjas; o sea, 1 210 eclesiásticos para una población aproximada de 134 235 habitantes. Esto significa una proporción de 1 por 111 habitantes.8 La relación más baja, sobre cálculos aproximados, se produjo alrededor de 1700, con 1 por 94.9 En años posteriores esta relación aumentó. En 1777, había 1 018 eclesiásticos y una población de 169 968, para 1 por 167.10 En el siglo xix, el ascenso continuó bajo los efectos del crecimiento poblacional y del proceso de secularización. En 1862 existían solo 540 eclesiásticos para 1 359 238 habitantes, 1 por 2 517.11

Todo este crecimiento de la Iglesia Católica fue sufragado por la población de la Isla, sin ninguna o muy escasa participación del Estado. El procedimiento común para una nueva fundación comenzaba con la solicitud de la autorización real por el vecindario. Esta se otorgaba solo cuando los vecinos interesados garantizaban los solares, los fondos para la fabricación del inmueble y la dotación para el funcionamiento de la nueva institución. Las autoridades eclesiásticas no le daban el visto bueno a ninguna fundación si no estaban garantizadas las rentas para su sostenimiento. Las órdenes monásticas —los jesuitas de manera particular— eran muy celosos con esta condición y exigían montos elevados. Donaciones y capellanías impuestas sobre propiedades urbanas y rurales eran los medios más frecuentes para reunir el capital, aunque no fueron pocos los proyectos fundacionales que se quedaron sin ejecutar por falta de fondos.

Esta expansión eclesiástica fue un fenómeno fundamentalmente urbano. Es verdad que los curatos rurales tenían en su origen ese carácter, pero muy pronto en torno a estos surgieron importantes núcleos poblacionales. Por lo general, la creación de una nueva iglesia estaba precedida por un asentamiento de población con capacidad económica para fomentar a su alrededor un paisaje urbano, en un tiempo relativamente corto, por lo menos como concentración vecinal.

De cualquier manera, la idea de que la Iglesia no penetró en los campos cubanos hay que asumirla con ciertas reservas. La creación de ermitas en lugares intrincados y de capillas en los ingenios indica lo contrario. Por lo menos desde el punto de vista económico, todo el territorio insular estaba vertebrado a la Iglesia. Como se ha expresado, los conventos eran propietarios de importantes extensiones de tierra. Por otra parte, toda la producción de la Isla estaba obligada a pagar el diezmo, y no eran pocas las fincas rurales que estaban gravadas por capellanías a favor de alguna institución religiosa.