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En un pueblo recóndito llamado Sauce Llorón ocurre un fenómeno curioso e inexplicable: sus habitantes no pueden reírse ni expresar felicidad. Si bien el origen de este terrible padecimiento es incierto, una leyenda local habla de un supuesto hechizo de antaño arrojado por el vecino pueblo de Los Cactus, con quienes mantienen una rivalidad histórica y perdurable. Fantasía o realidad, se intentó recuperar la normalidad por todos los medios. Ninguno tuvo éxito. El tiempo pasó y todos los brazos se bajaron. Todos menos los de Cosme Zanón. Agotado de ver tantos esfuerzos en vano, este lugareño tuvo una idea bastante particular: generar una alegría masiva a través del fútbol. Su razonamiento estaba bien fundado; había descubierto casi fortuitamente que los niños del pueblo jugaban a la pelota en un gran nivel. Sin perder ni un minuto más, el incipiente DT realizó una convocatoria y fundó el Goleadores Fútbol Club. El desafío ahora es la prestigiosa Liga Regional de Fútbol Infantil. ¿Podrán estar a la altura de semejante competencia? El camino a recorrer es largo y sinuoso. Deberán visitar canchas y ciudades desconocidas, deberán enfrentarse con clubes y jugadores excepcionales; pero más dramático aún, deberán lidiar con aquellos fantasmas del pasado. Si logran sortear todos esos obstáculos, para el entrenador existe una posibilidad concreta de recuperar la sonrisa. La esperanza de miles de almas posa sobre el equipo. ¿Lo lograrán?
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Seitenzahl: 306
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Leandro Vidal
Vidal, Leandro La increíble y épica hazaña de los Goleadores de Sauce Llorón / Leandro Vidal. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2337-2
1. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
PROLOGO
PRIMERA PARTE
NACE UN SUEÑO
SEGUNDA PARTE
ESCALERA AL CIELO
FECHA N.º 1
GOLEADORES FÚTBOL CLUB vs. IQ +130
FECHA N.º 2
TIPO NAA SOCCER TEAM vs. GOLEADORES FÚTBOL CLUB
FECHA N.º 3
GOLEADORES FÚTBOL CLUB vs. DEPORTIVEN EQUIPASSEN
FECHA N.º 4
ATLÉTICO CIRCUS DE CHARLY vs. GOLEADORES FÚTBOL CLUB
FECHA N.º 5
GOLEADORES FÚTBOL CLUB vs. ESTRATO KASTER FOOTBALL CLUB
FECHA N.º 6
FOOTBALL URBAN STYLE vs. GOLEADORES FÚTBOL CLUB
FECHA N.º 7
GOLEADORES FÚTBOL CLUB vs. VILLA FELINA
FECHA N.º 8
SURFISTAS DEL GOL vs. GOLEADORES FÚTBOL CLUB
FECHA N.º 10
GOLEADORES FÚTBOL CLUB vs. OTAKU BOYS
FECHA N.º 11
LOS CACTUS FÚTBOL CLUB vs. GOLEADORES FÚTBOL CLUB
TERCERA PARTE
VOLANDO ALTO
LA FINAL
GOLEADORES FÚTBOL CLUB vs. LOS CACTUS FÚTBOL CLUB
Dedicado a Adriana y Julio, mis amados padres.Fueron, son y serán todo en mi vida.
Mi nombre es Gustavo Torresi, pero todos me conocen como el Tuta Torresi. Soy periodista deportivo y llevo más de veinticinco años ejerciendo la profesión. A lo largo de mi carrera tuve la oportunidad de desempeñarme en numerosos medios de comunicación y —quizás, mi mayor orgullo— de cubrir algunos de los más grandes acontecimientos futbolísticos de la historia reciente, desde finales intercontinentales de clubes hasta las multitudinarias Copas del Mundo. Además, vi jugar a las grandes estrellas del momento, visité estadios increíbles alrededor del mundo y relaté partidos memorables, entre otros hechos. Sin dudas, había alcanzado la cúspide. Estaba tocando el mismísimo cielo con las manos (por lo menos, en el plano periodístico). En aquel entonces, yo me encontraba en la mejor etapa de mi carrera y tenía la firme —pero errónea— convicción de que ya lo había vivido todo, que no podía existir algo más allá a donde mi estatus actual pudiera aspirar. Y ese absurdo y vano pensamiento me comenzó a jugar en contra.
Poco a poco y sin darme cuenta, fui perdiendo el interés en mi labor diaria. Ya nada me sorprendía. Aquello que antes me parecía mágico y novedoso, ahora era aburrido y rutinario. El desgano y la desidia se habían apoderado de mí. Incluso llegué a pensar que el periodismo no era mi vocación. Fue entonces cuando me deprimí. Dejé de encontrarle el sentido a todo y bajé los brazos. Primero, y ante la sorpresa generalizada, renuncié a mis programas de radio. Luego dejé de escribir mis notas para el diario local. Finalmente, hablé con los directivos del canal y les comuniqué la decisión irrevocable de abandonar también las transmisiones de televisión. Estaban todos atónitos, desconcertados. Nadie podía descifrar la razón por la cual el periodista emblema se esfumaba lentamente del ambiente. Muchos colegas intentaron convencerme de dar marcha atrás. Mis familiares y amigos más cercanos siguieron el mismo e infructuoso camino. Pero nada. Estaba en un literal y preocupante estado de shock.
Gabriela, mi novia de toda la vida, tomó el toro por las astas e inició su propio plan de salvataje a fin de recuperarme. Arrancamos con largas y profundas charlas. Mate en mano, y alguna que otra frazada en los días más frescos, llegamos a quedarnos hasta altas horas de la madrugada conversando e indagando causas, motivos y circunstancias de mi accionar. En segunda instancia, recurrimos a un psicólogo, pese a que siempre fui reacio a ellos. Luego vinieron las terapias alternativas: meditación, yoga, reiki, acupuntura y hasta los masajes más placenteros y relajantes jamás imaginados. La última etapa fue acudir a un médico. Éste me examinó, me encontró absolutamente racional y saludable y, con un par de ansiolíticos recetados, me mandó nuevamente a casa. Y aunque después de todo este periplo no hubo mejoría alguna, el resultado no fue el mismo. Esta vez perdí a mi mujer, quien, derrotada por la seguidilla de intentos fallidos, decidió unilateralmente tomarse un tiempo en la relación.
Abatido y consternado por mi inexplicable situación, pero aún más por mi reciente fracaso sentimental, una fresca mañana de agosto tomé una vieja mochila que guardaba en el armario, la cargué con algunos alimentos, unas mudas de ropa, un poco de dinero, un abrigo y me fui de mi hogar.
Una vez arriba de mi auto y con rumbo todavía incierto, emprendí el viaje que —a posteriori— cambiaría mi vida.
No recuerdo bien qué dirección ni qué ruta tomé. Solo sé que conduje durante muchas horas. Las necesarias para perder la total y absoluta noción del tiempo y ubicación. Vi caer el sol y lo vi salir nuevamente. Había manejado toda la noche.
Con las primeras luces de la mañana recobré el sentido. Un paraje calmo y desconocido era ahora mi escenario. Decidí entonces que era momento de detener la marcha del vehículo, como ahora de detener mi relato.
Y es que antes de continuar, debo realizarles una advertencia y una declaración de compromiso. Primeramente, debo advertirles que todo lo acontecido, luego de descender de mi coche, no fue fruto de mi imaginación. Todo lo contrario, nunca en mi vida estuve más lúcido y consciente de la realidad. Seguido de esto, voy a comprometerme frente a cada lector a narrar lo más fiel y fidedignamente posible aquella gesta de la cual fui testigo ocular y presencial. Una proeza sin antecedentes y sin registro alguno, bautizada tiempo después como “La increíble y épica hazaña de los Goleadores de Sauce Llorón”.
Es lo mínimo que puedo hacer por aquellos doce pibes que me devolvieron las ganas de vivir y cuya entrañable historia, la que realmente nos atañe, inicia ahora.
Según científicos especializados, en el universo existen alrededor de dos billones de galaxias. Para que tengan una idea, un billón es un millón de millones, es decir, un uno seguido de doce ceros (1 000 000 000 000). Es un número gigantesco. Pero si además tenemos en cuenta que sólo en una galaxia promedio como la Vía Láctea existen alrededor de 160 000 millones de planetas, el número final de astros en el firmamento se eleva a una cifra absurdamente extensa.
Estos guarismos siderales son tan irrisorios que no ha existido —ni va a existir— persona alguna que tome real dimensión de ellos. Utilizando diversos métodos podríamos llegar a tener una vaga idea, pero aún estaríamos a años luz de acercarnos. Un ejemplo interesante es aquella analogía que sostiene que la Tierra, nuestro hogar, ocupa en el cosmos lo que un ínfimo grano de arena ocuparía en la suma de todos los desiertos del mundo. El sólo hecho de imaginarlo genera asombro y hasta escalofríos. Pero este ejercicio simple, a su vez, nos da una pauta de lo diminuta que es nuestra porción dentro de ese vasto e inmensurable espacio.
Y allí estamos nosotros. En este pequeñísimo y recóndito cuerpo celeste, cohabitando junto a otros 7500 millones de personas. Allí está la raza humana, ese milagro biológico que a través de los siglos creció y se multiplicó hasta convertirse en lo que es hoy. La división geográfica final y la historia quisieron que cuarenta millones de aquellas almas se agruparan a lo largo de un amplio territorio situado en el extremo sureste del continente americano bajo el pseudónimo de Argentina. Exactamente, en esas coordenadas me encuentro yo ahora. En algún punto neurálgico —aún desconocido— de ese suelo, me hallo erguido y contemplando fijamente el horizonte.
No quité la vista por un buen rato. Sí, en cambio, subí el cierre de mi campera exhalando una bocanada de vapor en paralelo. Eran las primeras horas de la mañana y hacía mucho frio. Por un instante, pensé en regresar al rodado. Mis manos estaban heladas y esa sensación era transitiva al resto del cuerpo. Pero en ese debate interno, la curiosidad y las ganas de una buena caminata le ganaron la pulseada a la calidez y al confort. Debo admitir que hubo cierto hándicap a favor de la decisión triunfante: ese camino de tierra y gravilla que se desprendía del asfalto y se perdía en una perspectiva de álamos enfilados y colores otoñales era un aliciente digno de un cuento surrealista.
Avancé unos cuantos kilómetros. El sendero engañoso era más largo de lo que insinuaba. Deambulé hasta el final envuelto en un silencio sepulcral, únicamente salpicado por el crujir de algunas hojas secas. Volví mi rostro hacia atrás y sólo encontré la alameda y su juego de sombras proyectadas. Había recorrido un buen trecho. Por delante, los últimos árboles de ambas filas —alineados a la perfección— daban paso a un nuevo escenario.
Lo primero que me llamó la atención, casi de inmediato, fueron las montañas. “¿Cuánto anduve realmente en el auto? ¿A qué provincia he llegado?”, pensé fascinado mientras ensayaba una mueca con mi boca. Mi sorpresa no terminaba ahí. Debajo de ese fondo de ensueño, se levantaba un pequeño pueblo con calles asfaltadas y viviendas sencillas. Nada fuera de lo común, salvo el detalle de la disonancia con su entorno. Ciertamente esperaba encontrar cualquier otro regalo de la madre naturaleza menos una urbanización en medio de bosques y cerros, por más pequeña que sea.
El lugar era muy pintoresco y apacible, no cabían dudas. Me adentré en él y pasé cerca de un establo. A mi derecha se levantaba un cartel hecho con lo que parecían maderas de nogal. Si bien el letrero era viejo y se veía algo desgastado, su inscripción se podía leer perfectamente: SAUCE LLORÓN.
Por un momento, me sentí ignorante. Nunca había escuchado ni leído algo sobre este sitio. A esta altura, mi nivel de intriga estaba por las nubes. Avancé por esa arteria, todavía de tierra, hasta llegar a un bulevar. Por los locales comerciales que se veían a lo lejos y por el cambio brusco al pavimento, intuí que era la avenida principal. Unos metros más adelante, me percaté de una cafetería. Se encontraba justo en la esquina opuesta a mi vereda. Al costado derecho de la puerta de ingreso y recostada sobre la pared, había una pizarra negra informando el menú del día. Del otro lado, un ventanal enorme que llegaba casi al techo. Traté de recordar cuándo fue la última vez que había comido algo. Si mi memoria no fallaba, había sido en el desayuno de ayer: un té de manzanilla acompañado de tostadas con manteca y mermelada de ciruela. Noté que llevaba veinticuatro horas sin ingerir alimentos, pero no me sorprendí. Tampoco estaba hambriento. Sin embargo, allá me encaminé.
En ese corto trayecto alcancé a saludar a dos personas: una anciana que barría enérgicamente el piso de su galería y un joven que circulaba en bicicleta y había pasado frente a mí. De manera escueta, y con el mismo gesto adusto, ambos me devolvieron el saludo.
—Buen día, caballero. Aquí le dejo la carta —me dijo una señorita amablemente mientras me entregaba un folleto con la oferta gastronómica y la coctelería de la casa.
—Hola, ¿cómo estás? Quisiera un café cortado y dos medialunas, por favor —respondí de inmediato, recibiendo la cartilla solo por cortesía.
—Enseguida se lo traemos.
Al ingresar al salón, tomé asiento en una mesa cercana al frente vidriado. La idea de observar el exterior mientras desayunaba me resultó atractiva.
Sobre la barra había un periódico. Me hice de él y lo hojeé un poco hasta que trajeron mi pedido. El café estaba realmente sabroso y el panificado aún mejor. Durante la siguiente media hora, me aboqué enteramente a apreciar el contexto. Mis años de profesión me habían dado una agudeza visual importante. Advertí que la ciudad era muy limpia, que las construcciones eran sencillas —pero modernas— y que había una simetría general muy agradable a la vista. Sin embargo, el detalle más llamativo lo tenían reservado sus propios habitantes. En un principio no lograba dilucidar de qué se trataba, pero al atar cabos me di cuenta: tanto la señora que limpiaba, aquel chico que pasó en bicicleta, la moza y el centenar de personas que pasó frente a la confitería estaban unidos por un hilo de seriedad absoluta. Nadie había esbozado una sola sonrisa. Supuse que podría haber ocurrido algún hecho recientemente y que ahora todos estaban en una misma sintonía de discreción.
—¡Buen día a todos! —dijo de pronto un hombre al irrumpir en el bar.
—Buen día, Cosme. ¿Hoy arrancan, no? —le respondió en tono familiar la señora que se situaba detrás de la caja registradora mientras manipulaba una calculadora.
—Hoy arrancamos, Silvia. Esperemos llegar al número —contestó éste.
—Van a llegar. Quedáte tranquilo. ¿Qué te sirvo?
—Mmm… ¿Jugo de naranja tenés? Quiero estar liviano hoy.
—Enseguida —le confirmó la señora mientras asentía y se retiraba a la cocina.
Volvió con el zumo recién exprimido, se lo sirvió y charlaron diez minutos. Posteriormente, se sumó una persona mayor que provenía de otra puerta interna. Por las muestras de afecto, intuí que era el esposo de ella y que ambos eran los dueños del Café. En todo ese lapso, no hubo risas ni gesto alguno que se aproxime.
En un momento, observé sutilmente que la señora de la barra me señaló. El hombre del jugo de naranja se volteó hacia mí y luego se acercó a donde yo estaba. Venía con el vaso intacto en la mano. No había probado sorbo aún.
—Disculpáme, ¿estás ocupando el diario? —me preguntó respetuosamente.
—No, no. Recién terminé de leerlo —le dije mientras le entregaba en mano el matutino.
—Muchas gracias.
Se sentó a mi izquierda, justo en la mesa contigua. Buscó la sección deportiva y descartó el resto de los suplementos, dejándolos plegados sobre el mantel. Bebió su trago por primera vez. Luego levantó la vista, frunció el ceño como si lo hubiera invadido una duda existencial y nuevamente me dirigió la palabra:
—Perdón. No quiero ser molesto, pero recién cuando te pedí el diario, me dio la impresión de haberte visto antes. Por esas casualidades, ¿vos sos el periodista de la tele?
—No me molestás para nada. Y sí, yo “era” el de la tele. Ya no estoy trabajando. Digamos que me he tomado unas vacaciones…
—¡Uh, no me digas! ¿Vos sabés que te veía siempre a la tarde en Todos atrás y Tuta de nueve? Ya no es lo mismo ese programa sin vos. Por cierto, Cosme Zanón —se presentó aquel hombre serio y de aspecto intelectual.
—Gustavo Torresi, mucho gusto. Gracias por el elogio —respondí sonriendo cordialmente.
Estrechamos manos. Cosme se mostraba interesado pero siempre centrado. En ningún momento pareció alterarse por mi visita.
—¿Primera vez en Sauce Llorón? ¿Qué te trae por estos pagos? —me consultó.
—Para ser sincero, fue un poco de casualidad. Iba por la ruta principal a otro destino, detuve mi auto para estirar un poco las piernas y la curiosidad me trajo hasta acá —respondí no siendo totalmente honesto.
—Yo no creo en las casualidades —me dijo—, más bien en las causalidades. Todo ocurre por algo.
Hubo un silencio.
—¿Y te ha gustado la ciudad? —retomó la palabra Cosme.
—Me ha gustado mucho, che. La verdad es que los felicito, está impecable. Ahora entre nosotros… —me incliné levemente hacia él y bajé el tono de voz—. ¿Ha pasado algo recientemente acá?
—¿A qué te referís?
—Mirá, no sé cómo decirlo, pero los he notado apagados, con un mal semblante en general. A todos.
—Oh, eso… se me olvidaba que nos visitabas por primera vez. ¿Tenés diez minutos?
—Soy todo oídos.
Fue casi media hora al final. El tiempo necesario que le llevó develarme “La leyenda de Sauce Llorón”. Y algo más.
Sauce Llorón fue fundado en 1964 por don Zoilo Zanón, un agricultor de cincuenta y seis años, casado en primeras nupcias con doña Iris Peñalba y padre de ocho hijos.
En aquellos años, la familia Zanón buscaba afanosamente huir de la vorágine de las grandes ciudades para establecerse en alguna zona despoblada y alejada de toda civilización. El sueño de una vida pacífica y armoniosa estaba latente; sin embargo, quedaba supeditado al hallazgo de un predio acorde para tal fin. Y hasta lograrlo, no bajarían los brazos.
Una tarde de otoño, don Zoilo se encontraba en una de sus tantas e infructuosas expediciones que solía realizar en busca de ese lugar idílico que los acogiera. En esa ocasión, había logrado hacer cumbre en el cerro Camargo y se aprestaba a regresar cuando desde las alturas logró divisar una superficie circular de finos pastizales verdes, ubicada llamativamente en el corazón del tupido y frondoso bosque que se extendía a lo largo del cordón montañoso. ¡Eureka!
Un mes después, y luego de convencer a algunos paisanos amigos, don Zoilo y compañía armaron sus maletas y se trasladaron a su nuevo e inhóspito hogar. Lo habían adquirido a una suma módica, pero inviable de no haber aunado fuerzas.
Una vez instalados, el terreno fue dividido equitativamente entre todos los grupos familiares. En las parcelas resultantes, cada uno pudo construir su morada y trabajar la tierra, ya sea cultivando variedad de alimentos, criando animales, o ambas opciones en algunos casos.
Debido a su condición de descubridor y promotor, don Zoilo fue declarado unánimemente fundador de la incipiente comunidad, ganándose así el derecho de elegirle el nombre. Una tarea que parecía sencilla, pero que a la larga le traería alguna que otra dificultad. En parte, por su propia indecisión y, en parte, por no encontrar un elemento local que se destaque por sobre el resto y sea merecedor de semejante honor.
La espera finalmente tendría su recompensa. A fines de noviembre, una de sus tantas plantaciones dejó boquiabiertos a todos y fue noticia. El sauce llorón sembrado casi accidentalmente en el lado oeste de su propia casa había crecido tanto que la había cubierto por completo. Lejos de disgustarse, don Zoilo se familiarizó con él y lo tomó como un buen augurio. Lo suficiente para basar su voluntad más tarde. Había nacido oficialmente el pueblo de Sauce Llorón.
Los primeros años fueron prósperos. Hubo un crecimiento inusitado en planos económicos, sociales y de salud. Se construyó una escuela, una enfermería y hasta un salón de usos múltiples donde se organizaban peñas, fiestas de cumpleaños y casamientos. La tierra era fértil y bendita; todo lo que se cultivaba se comercializaba con creces. Aquellos valientes hacedores eran realmente felices. Aunque ignorándolo, también fueron los últimos en serlo.
No se sabe a ciencia cierta lo que ocurrió en los años posteriores. Lo único concreto es que ese sello característico de dicha y beatitud se desvaneció en algún tramo del camino. Perdieron la felicidad, lisa y llanamente. Y como todo aquello que se extravía se desconoce dónde, cómo y cuándo.
Pasó un buen tiempo hasta que cayeron en la cuenta de que algo fuera de lo común los aquejaba. Cuando lo hicieron, la voz se corrió rápido y el fenómeno pronto fue primera plana nacional. La prensa se hizo eco de ello y, por ende, tuvo mucha repercusión mediática:
“COSA SERIA. PESE A LOS INTENTOS, HABITANTES DE UN PUEBLO NO PUEDEN REÍRSE”.
“EL MISTERIOSO CASO DE SAUCE LLORÓN. CONOZCA AL PUEBLITO QUE PERDIÓ LA FELICIDAD”.
“TRISTEZA NÃO TEM FIM: ¿HASTA CUÁNDO?, SE PREGUNTAN LOS SAUSALINOS”.
Científicos de distintas partes del mundo llegaron al pueblo a estudiar el caso. También lo hicieron sociólogos, antropólogos, psicólogos y todas las profesiones terminadas en “ólogo”. Ninguno pudo dar en la tecla. Hasta los cómicos más célebres, en su noble intento de devolverles la risa, fracasaron con todo éxito.
Fueron años turbulentos; nunca se encontró una solución. Sin embargo, a lo largo de los años, se fueron elucubrando varias hipótesis sobre el origen de este mal que tanto los aquejaba. En primera instancia, se pensó que la raíz del problema podría ser el mismísimo nombre de Sauce Llorón. Tal vez este apelativo traía aparejado un dejo de tristeza implícito y cada poblador lo había asimilado inconsciente e involuntariamente en lo más profundo de su psiquis, exteriorizándolo luego.
Una segunda teoría afirmaba que el emblemático sauce se había secado y don Zoilo lo había reemplazado, a escondidas, por uno de menores dimensiones y carente de buena fortuna. Nunca fue comprobada, por lo tanto, se descartó.
También hubo espacio para conjeturas algo más descabelladas. Una de ellas sostenía que una nave espacial había aterrizado sobre el piedemonte del cerro Camargo y que de ella habían descendido seres alienígenas de otro planeta. Para no ser descubiertos, y a fin de mimetizarse con su nuevo ambiente, los extraterrestres adoptaron forma humana a través de trajes diseñados con tecnología de avanzada. De esta forma, lograron camuflarse y pasar desapercibidos dentro de la población.
Se cree que quedaron tan enamorados del lugar que dieron aviso a otros marcianos, los cuales, luego de extensos viajes interestelares, fueron arribando uno por uno a Sauce Llorón. Siempre utilizando los mismos disfraces, estos visitantes lograron incorporarse a la vida diaria de los humanos sin que éstos pudieran siquiera sospechar. Salvo por un pequeño detalle que los delataba: nunca aprendieron a gesticular ni a expresar emociones.
Este escollo, si bien los diferenciaba del resto, jamás fue un impedimento para el desarrollo planificado. De hecho, con el paso del tiempo, lograron multiplicarse y adecuarse a tal punto que, hoy en día, ya nadie los reconoce. Todo lo contrario, ahora ese estado de seriedad constante es una marca registrada del pueblo entero. Creer o reventar.
Finalmente, también se habló de la posibilidad de un supuesto hechizo. Quizás, la fábula más aceptada de todas. Cuenta la leyenda que, en una oportunidad, un centenar de personas, seducidos por los rumores certeros del bienestar del pueblo, solicitaron permiso para formar parte e integrarse junto a sus respectivas familias. Se cree que por una cuestión de saturación del complejo residencial, don Zoilo tuvo que desestimar provisoriamente el requerimiento elevado hasta tanto se resolviera el tema de fondo. Esta respuesta no habría sido bien recibida por los demandantes, quienes optaron abrirse por su cuenta y fundar su propia ciudad. La polémica no terminó allí: aún cegados por el inesperado rechazo, estos individuos tuvieron la brillante idea de no irse muy lejos. Tan solo a cinco kilómetros al sureste de sus vecinos sausalinos, y en el territorio menos propicio (una zona desértica, seca y completamente cubierta por plantas xerófilas), erigieron la nueva localidad de LOS CACTUS.
Desde entonces, nació una rivalidad inclaudicable que ha perdurado e incluso se ha agravado a través de los años. El punto álgido de esta contienda llegó en los años ochenta. Exhaustos física y mentalmente por los reiterados intentos de transformar aquel suelo árido y pedregoso en tierra cultivable y no obtener buenos resultados, y sumado ahora el celo de ver muy de cerca el auge productivo de sus antagonistas, los popes cactenses decidieron agotar todas las instancias y transgredir así límites impensados. El mito dice que una noche estas autoridades acudieron a una bruja muy famosa del pueblo, quien, a través de conjuros y magia de dudosa procedencia, aplicó la peor de las maldiciones sobre Sauce Llorón: la pérdida de la alegría.
Desde entonces, todos los coterráneos continuaron con su vida normal, pero con el karma a cuestas de no poder expresar ese noble sentimiento de satisfacción y regocijo. Ya no había risas ni júbilo, solo un eterno estado de inmutabilidad y recuerdo de lo que alguna vez fue y ya no era.
Cosme estaba decidido a romper el maleficio. Nunca tuvo claro cómo hacerlo, sin embargo, jamás desistió de la idea. Lo pensó durante años y años hasta que un día, de manera misteriosa, la lámpara se encendió.
Se lo había propuesto desde que era un niño. Nunca toleró que la gente buena pudiera sufrir, y menos algo por el estilo. Además, él cargaba con una mochila bastante especial: don Zoilo había sido su bisabuelo, ni más ni menos. Con aquel hombre que levantó toda la ciudad desde cero guardaba un estrecho lazo sanguíneo; y eso no sólo lo identificaba, también lo hacía sentir responsable de alguna forma.
El primer recuerdo que tiene de su ancestro fue cuando, a la edad de seis años, éste le regaló una pelota. Esa tarde, don Zoilo le confesó que siempre había amado profundamente el fútbol, pero que, sin dudas, no había sido lo suyo. Le contó de los largos atardeceres jugando en las llanuras de Sauce Llorón después de una siembra o de uno de esos tantos banquetes poblados de hijos, nietos, sobrinos, yernos, amigos, compadres, etc. Eran tiempos donde se armaba el famoso “Solteros vs. Casados” y aun así sobraban jugadores. A Cosme le fascinaba que le narrara todas esas anécdotas de fútbol; podía pasar horas escuchándolo. Enseguida hubo un cariño especial entre ellos.
Con el paso del tiempo, ese pequeño soñador creció, estudió y se convirtió en todo un adulto. A esa altura, muchas cosas habían cambiado en el pueblo: ahora había más hogares, más familias (eso sí, mucho menos numerosas), varias calles habían dejado la tierra para volverse al adoquín y al cemento, las viviendas habían sido refaccionadas y algunas, incluso, derribadas y vueltas a construir, el parque automotor había aumentado notoriamente, las plazas y las esquinas se habían despoblado, la canchita había quedado en el olvido y se había dejado de utilizar, había llegado la era digital (equipos de música, televisores enormes, computadoras, consolas de videojuegos, teléfonos inteligentes, internet, etcétera). Prácticamente, todo se había renovado en Sauce Llorón. Todo menos el maldito embrujo.
El inevitable ciclo de la vida quiso que muchas personas se fueran y otras tantas llegaran: don Zoilo y todos los fundadores ya no estaban físicamente, pero sí sus prolíficas descendencias. Entre ellas; Roger y David, los hijos gemelos de Cosme y ejes centrales de nuestra historia.
Pero vamos por partes. Unos años antes de convertirse en padre, Cosme había contraído matrimonio con Melisa Heredia quien, además de haber sido vecina de toda la vida, había sido su amor platónico. Los jóvenes tortolitos estaban destinados el uno para el otro; por eso, a nadie sorprendió que una luminosa tarde de primavera dieran el “Sí” frente a todo el exultante pueblo. La ceremonia fue sencilla pero encantadora, y sirvió de antesala a la unión entre aquellas dos almas, cuya consecuencia inmediata fue la llegada de dos hermosos y regordetes bebés. Esto marcaría un hito en la historia, aunque reflejado recién unos cuantos años después.
Resulta que en ocasión del cumpleaños número ocho de ambos, la familia Zanón decidió realizar el festejo con todos sus compañeros del colegio y otros tantos amigos cercanos. En esa recordada jornada hubo globos, piñata, bebidas gaseosas, snacks y una torta deliciosa elaborada por las manos mágicas de Melisa. Para después del copetín, se habían preparado actividades como el juego de la silla y carrera de bolsas; sin embargo, a los invitados no se los veía muy entusiasmados. Hubo que improvisar. Para eso, Cosme se dirigió a la recámara, buscó ese balón que alguna vez le había regalado su bisabuelo y propuso un partido de fútbol, a la vieja usanza.
Pero hete aquí que, antes de entregarles el esférico, observó en él un detalle que en sus treinta y seis años de vida siempre había pasado por alto: tenía una dedicatoria.
«“El hombre es verdaderamente grande sólo cuando obra a impulso de las pasiones”. De un amante del fútbol a otro. Con cariño, don Zoilo».
Se los dio y se quedó reflexionando. “¿Qué habría querido decirme? ¿Por qué nunca lo leí?”, se preguntaba retóricamente una y otra vez. Apoyó muy suavemente su cabeza contra la ventana que daba al jardín trasero y se quedó contemplando hipnótico cómo los chicos jugaban —ahora sí— entretenidos.
Entonces vino el clic. Los que pateaban de un lado a otro eran solo un puñado de chicos que no superarían los diez años, pero que, pese a sus cortas edades, eran realmente muy buenos. Con los gemelos a la cabeza, ese picadito dejó perplejo a Cosme, a quien, en una repentina ráfaga de iluminación, se le ocurrió una idea: si a ese mismo grupo de pequeños jugadores se los disciplinaba un poco, podrían jugar tranquilamente un torneo infantil, divertirse e, incluso, si se lo propusieran, ganarlo. Y eso, además de ser algo inaudito para el pueblo, significaría una cuota de felicidad tan grande que no habría hechizo ni mandamiento que pudiera resistir.
Se lo proyectó en su mente. Tuvo la visión. Era una jugada loca y arriesgada, pero no perdía nada por intentarlo. En el peor de los casos, iban a formar un lindo grupo de amigos para desarrollar una actividad recreativa y saludable. Las palabras de don Zoilo volvían a retumbarle: “El hombre es verdaderamente grande sólo cuando obra a impulso de las pasiones”.
Acababa de tomar la decisión.
Como dicen que “Del dicho al hecho, hay un trecho”; Cosme no se durmió en los laureles ni un solo segundo. Hizo las respectivas averiguaciones y al día siguiente, ya había empapelado la ciudad convocando a todos los chicos de hasta doce años (edad límite de la competencia) al primer entrenamiento del equipo. La canchita del pueblo los esperaba con los brazos abiertos. La Liga Regional de Fútbol Infantil y el destino, también.
—Así que… esa es nuestra historia —sentenció Cosme—. Hoy, justamente, vamos a tener una presentación y la primera práctica. Los he citado a todos a las 15 h.
—Fascinante… me has dejado boquiabierto —expresé—. Nunca había escuchado algo así. Y eso que he recorrido el mundo.
—Bueno, gracias. Espero, por lo menos, llegar a los once jugadores para formar un equipo. Con ese número, ya podemos competir en la Liga. Si no, armaremos un quinteto de básquet —bromeó Cosme, pero su intento por reír fue en vano.
—Seguro que sí. Tienen una causa muy noble. Les deseo el mayor de los éxitos.
—Muchas gracias. No es de todos los días encontrarse al número uno de los periodistas deportivos en tu propio pueblo. ¡Y encima que te desee suerte!
Cosme se levantó de su silla. El vaso de jugo había quedado a la mitad. Saludó a los dueños con un ademán, y luego me dio la mano.
—Gustavo, ha sido un gusto. Espero volver a verte.
—Lo mismo digo.
Sonreí tímidamente y lo miré a los ojos. Más allá de su lógica ansiedad, lo vi calmo. Pero también, firme y esperanzado. Esa mirada reflejaba el fuego interior de los que luchan a capa y espada por la vida, de los que no calculan, solo van y lo hacen. Eran el hambre y la gloria del espíritu amateur. Tuve un flash. Recordé mis épocas de estudiante y las ganas de devorarme el mundo. Las noches enteras ensayando frente a un espejo mientras una banana hacía las veces de micrófono. Mi primer viaje en avión. Mi primera transmisión. Una sensación de nostalgia me embargó por completo. Luego, un ardiente frenesí que no pude resistir.
—¡Cosme! —grité.
El individuo, que había alcanzado a salir del local, se volvió sorprendido.
—¿Sí?
—Disculpá mi atrevimiento, pero te estuve escuchando y tu movida me despertó un gran interés. Yo no tengo ninguna actividad programada a corto plazo, por lo que tiempo no me va a faltar. Si no te molesta, me gustaría cubrir esta aventura que hoy arrancan. Prometo no involucrarme en absoluto. Sólo observar y escribir.
—¿Es broma?
—Para nada. Te voy a ser franco: estoy en una etapa de mi vida donde nada me llama la atención. Nada. Tampoco sé lo que quiero; de hecho, renuncié a mis empleos y hasta hace un par de horas iba manejando mi auto con rumbo incierto. Pero por alguna extraña razón terminé en esta ciudad hablando con vos. Tu historia ha despertado en mí algo inexplicable y quisiera ser testigo de ella. De igual modo, respeto absolutamente tu decisión en el caso de no considerarlo así.
—Sería un honor —replicó Cosme.
—El honor es mío.
La cita, en efecto, se había pactado a las 15 h, pero siendo las 15:10 aún no había llegado nadie. Ni siquiera los hijos de Cosme, quienes habían sido previamente advertidos por su padre en el almuerzo. Era sábado y nadie tenía clases, por lo que había cierta expectativa de asistencia.
Cosme miró su reloj y luego al frente. Los murmullos que irrumpían la siesta provenían de un rejunte de chicos que ingresaba parsimoniosamente a la cancha del pueblo, también llamada “El Saucenumental”. Este pequeño estadio se había comenzado a construir a principios de los noventa, pero por cuestiones económicas nunca se logró finalizar. Guardaba una leve orientación hacia el suroeste y contaba con tres tribunas, dos de cemento y una de madera. El único sector libre era el situado detrás del arco oeste, que, pese a que no tenía ninguna construcción, era el que mejor vista tenía. La inmensidad de las montañas lo decoraba de fondo.
El recinto era propiedad de la Municipalidad de Sauce Llorón y lo podía utilizar cualquier persona del pueblo, siempre y cuando se pidiera permiso con antelación. Por este mismo motivo, el campo de juego no solía encontrarse en óptimas condiciones. En algunas áreas, el césped estaba seco y maltratado; en otras, había algún que otro pozo. Más allá de todo, se podía entrenar y jugar con normalidad.
El grupo que había llegado estaba conformado por nueve personas; entre ellas, David y Roger. Mientras se aguardaba un tiempo más a algún otro demorado, los presentes aprovechaban y conversaban sobre series animadas y videojuegos. La impaciencia y el atisbo de desesperación que habían comenzado a invadir a Cosme desparecieron inmediatamente cuando dos chicos más ingresaban por la puerta de acceso que conectaba las gradas norte y este. Se había llegado a la cantidad mínima de jugadores para afrontar el campeonato y no era algo menor.
Siendo las 15:26 h, Cosme reunió a todos en un semicírculo y dio inicio a la presentación.
—Bueno, chicos. Para los que no me conocen aún, mi nombre es Cosme Zanón, soy el papá de Roger y David, y de ahora en adelante, si ustedes me lo permiten, voy a ser su director técnico. Me pueden llamar: “DT”, “Cosme”, “profe”, como ustedes prefieran, siempre y cuando haya respeto de por medio. La idea de la convocatoria, básicamente, es armar un equipo de fútbol de once para jugar el campeonato infantil de la Liga Regional. A varios de ustedes los vi en el cumpleaños de los Mellis, por lo que puedo afirmarles con total honestidad que tenemos muy buen material y que podríamos hacer un muy buen desempeño en el torneo que comienza dentro de un par de semanas. No los conozco personalmente, así que como primera actividad vamos a presentarnos uno por uno. Les voy a pedir que digan su nombre, edad, algo que les guste hacer y, finalmente, en cual lugar se sienten más cómodos dentro de la cancha. De acuerdo a dónde jueguen, les voy a ir entregando una pechera a cada uno. ¿Okey? Arrancamos por vos —dijo Cosme señalando al primer chico ubicado en la izquierda de la formación.
Los convocados fueron presentándose así uno por uno. A medida que lo hacían, Cosme escuchaba y dialogaba con ellos a fin de encontrarles la posición adecuada. Luego, les entregaba una pechera numerada.
Concluida la ceremonia de bienvenida, arrancó la primera práctica oficial. Un trote liviano alrededor del campo de juego fue la actividad que los sacó de la modorra. A continuación, se hicieron algunos trabajos de resistencia como flexiones de brazo, abdominales y sentadillas. Por ser los primeros movimientos después de un largo período de inactividad, se optó por no exigirles demasiado en lo físico.
Cuando Cosme colocó los primeros conos sobre el césped, hubo espacio para el trabajo con pelota. A través de la técnica del zigzag, primero se adiestró el dominio del balón. Después de esto, se ensayaron pases cortos, pases largos y centros.
Finalmente, hubo fútbol. Para entonces, Cosme dividió al grupo en dos equipos y entró al arco en uno de ellos, ya que eran once jugadores y faltaba uno para llegar a un seis versus seis.
Se programaron dos tiempos de treinta minutos cada uno. La primera media hora fue entretenida, enriquecedora y —por lejos— la más productiva. En función de los defectos y virtudes de cada uno, Cosme los fue cambiando de lugar hasta encontrarles a todos la ubicación correcta dentro de la cancha, es decir, el punto de equilibrio donde pudieran aprovechar al máximo sus habilidades sin descuidar el funcionamiento grupal.