La irlandesa - Miranda Bouzo - E-Book
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La irlandesa E-Book

Miranda Bouzo

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Beschreibung

En toda guerra hay un momento para el amor y el perdón si nace de dos almas destinadas a encontrarse. Irlanda, 1588 Iain se debe a su clan por encima de todo. Bajo su fachada de frío y duro highlander, carga con el peso de un corazón roto donde nunca ninguna mujer podrá volver a entrar. Arrastrado hacia Irlanda en busca de su hermano, conoce a Erin Donnell y pronto descubrirá que solo ella, "La irlandesa", será capaz de salvar su alma. Erin se siente atraída de inmediato por el rudo escocés, a pesar de su aire de indiferencia. Rodeada de secretos y con una arriesgada misión que cumplir, tendrá que aprender a confiar en ella misma si no quiere perder para siempre al hombre de su vida. Una historia maravillosa y tierna ambientada en la Irlanda del siglo XVII que hará latir el corazón de los amantes de la novela histórica. Atrévete a conocer el pasado de la "isla esmeralda" a través de Erin Donell, una muchacha con el poder de unir el corazón roto de un escocés y romper las reglas establecidas con su coraje y determinación. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Silvia Fernández Barranco

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La irlandesa, n.º 234 - julio 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-452-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Nota de la autora

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Prólogo

 

 

 

 

 

Año 1587

Inglaterra pasa por momentos difíciles. Tras la ejecución de María Estuardo de Escocia por orden de Isabel I, reina de los ingleses, sus enemigos, españoles y franceses se rebelan abiertamente contra su reinado.

Las banderas en toda Europa se alzan en favor y en contra de la reina. Amparados por el poder a uno y a otro lado de la frontera, sus países y reyes ansían la guerra. En su propio reino, Escocia vive en relativa calma los acontecimientos, mientras en Irlanda, sus líderes se oponen con resistencia a los ingleses. Los clanes locales, en su lucha por subsistir a la invasión, crean ejércitos de mercenarios para ofrecerlos al mejor postor. Entre esos clanes están los Donnell, antiguos escoceses afincados en el norte. La reina inicia en Antrim, desde el castillo de Carrickfergus, su ofensiva armada sin reparar en medios contra ellos.

La historia futura de ambas naciones pende de un fino hilo que puede romperse en cualquier momento y en el que el amor no tiene lugar.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Desde la colina, la luna llena de noviembre parecía una esfera luminosa suspendida en el horizonte. La bruma del océano no había aparecido aún y ante ella no había una sola nube para ocultar su luz anaranjada. Sobre su reflejo, dos barcos desplegaban sus velas internándose en el mar de Irlanda a la vez que arriaban la bandera inglesa en el mástil. El viento azotaba con fuerza el acantilado sobre el que Edward se encontraba y desde el cual, en línea recta, a menos de un día en barco, se unían ambas naciones: Escocia e Irlanda. El Ulster, el norte de aquel país, se veía lejano e inhóspito ante la niebla. Como soldado, Edward había luchado en tantas batallas a uno y otro lado del mar que ya no podía recordar cuántos hombres había matado por su patria. Sus ojos azules habían visto la muerte y la sangre de amigos y enemigos. Le hubiera gustado atravesar con esos soldados la estrecha lengua de mar que lo separaba del hombre que los odiaba tanto como para asediarlos en sus propias tierras y llevarse a su amigo. Cómo le gustaría que todo acabara de una vez por todas y descansar. El problema era ella. Edward apenas llevaba casado con Ayr Tye unos meses, pero el lema del clan más importante del norte se hallaba grabado a fuego en su mente: «Honor, deber y familia». Ahora eran su familia y debía protegerlos a todos, incluso a los hermanos Tye y, en especial, a Iain, ese testarudo y obstinado escocés que iba en uno de aquellos barcos, solo, en busca de su hermano.

La escuchó acercarse al cambiar el viento; de otra forma hubiera sido imposible saber que estaba allí. Se movía con sigilo, entre los altos matorrales, pero su olor a jabón y lavanda la delataba. Olía como su patria, a espacios abiertos y hermosos paisajes.

Se giró para verla coronar la cima bajo la luz de la luna. Tenía las mejillas sonrojadas por el frío y el viento agitaba su cabello corto mientras rozaba con las manos las hojas de los árboles, hasta que sus ojos de color ámbar se clavaron en los suyos. Sin decir nada, observó cómo las naves se alejaban.

—Edward, ha quedado un barco inglés en el puerto. Mañana al amanecer sale hacia Carrickfergus con un pequeño destacamento —dijo Ayr levantando la mirada para ver su reacción.

Él se cruzó de brazos y la enfrentó con dureza. Con ella no servía andarse con rodeos.

—No voy a meterte en un barco lleno de hombres y, menos lleno de soldados ingleses. No quiero que vengas conmigo, Ayr.

—Así que era eso, me preguntaba qué te rondaba la cabeza. Tampoco quería Iain, por eso se ha marchado solo a Irlanda —susurró fastidiada—. Alistair es también un hermano para mí, parece que ninguno de vosotros quiere darse cuenta.

Edward la cogió de los hombros y la hizo girarse para ver su mirada fría.

—No vendrás, ¿me oyes, escocesa? Vuelve a Tye y quédate ahí. Nunca debí acceder a que me acompañaras, ahora Héctor es cosa mía —dijo al recordar cómo había amenazado a su mujer y casi la mató en un acto de venganza. Había huido a Irlanda en busca de más soldados, acorralado por los clanes del norte, secuestrando en su retirada al hermano de Iain.

—Es a mí a quien quiere matar. Nunca estaré segura, siempre que me dé la vuelta y vea una sombra, pensaré que es Héctor. ¿Quién te dice que no está formando un ejército de mercenarios para venir a por nosotros y hacerse con nuestro clan? Mi padre decía que a los enemigos hay que matarlos o, al final, inglés, te matan ellos a ti.

Edward cobró aliento y la cogió de la nuca para acercar el cuerpo de Ayr al suyo. No había nada que lo enfureciera más que lo llamara inglés.

—Volverás a casa con Brian, no es discutible.

Ella bajó la mirada y le separó de su cuerpo con un empujón, levantó la barbilla y entornó los ojos con dureza.

—Obedeceré tus órdenes, esposo —afirmó con frialdad.

Edward no podía creerlo. Verla claudicar, aunque fuera con arrogancia, vencer una lucha con esa mujer era comparable a ganar una batalla.

—Entonces disfrutemos de esta noche, no sé el tiempo que tendré que estar alejado de ti, buscando a tus hombres. —Resopló sin aliento—. Sin discusiones ni reproches, Ayr, prométemelo.

Ella recorrió con las yemas de los dedos la cicatriz de su inglés desde la mejilla hasta el cuello y sonrió.

—Te amo, inglés —afirmó sin sellar su promesa. Necesitaba que lo supiera porque una Tye no se rendía ni se marchaba a la retaguardia y su esposo nunca le perdonaría lo que estaba dispuesta a hacer para demostrárselo. No era solo ella, sus hermanos, aunque no compartieran la misma sangre, habían cruzado a Irlanda y ella los seguiría hasta la muerte por defenderlos. Iain y Alistair la necesitaban.

 

 

Ayr se deslizó entre las sombras del amanecer. Cualquiera que la viera, con la capucha puesta y los pantalones, la confundiría con un muchacho escuálido y muy bajo. En un momento de inspiración hasta se había sombreado ella misma el mentón con turba seca para que pareciera una barba. Se deslizó por las estrechas escaleras hasta donde dormía Brian. Con cuidado, sorteó los camastros donde se amontonaban los hombres y algunas mujeres a medio vestir. Era una posada de paso, cochambrosa y sucia, que con el trasiego continuo de viajeros se convertía en un alivio rápido de las necesidades básicas de hombres que buscaban fortuna en Irlanda. Los soldados ingleses que viajaban en los barcos del canal utilizaban el pueblo como burdel y almacén de provisiones y, como consecuencia, era un lugar desolado en el que pocas familias sobrevivían y pocos se quedaban más allá de unos días.

Cuando lo vio entre todas las figuras dormidas, envuelto en su tartán, sonrió. Brian dormido aún conservaba esos rasgos infantiles que le recordaban a su compañero de juegos de la infancia. Su pelo rubio pajizo sobresalía desordenado entre las mantas, y sus armas brillaban a su lado a la luz de las velas. Se agachó y le tapó la boca con una sonrisa pícara. Lo sacudió sin piedad y él abrió los ojos al momento. Reaccionó como ella esperaba: le colocó su daga en el cuello. Vio su rostro en la penumbra y al reconocer sus facciones, bajó el cuchillo.

—¡Maldita sea, bainrígh, casi te mato! ¿Qué haces aquí? Esto es para hombres —gimió el muchacho, azorado al verla entre delincuentes y prostitutas.

—¡Calla, Brian! Vas a despertar a alguien —advirtió Ayr y lo miró con una sonrisa—. ¿Llevas pantalones?

El muchacho se llevó la mano abajo con rapidez y suspiró aliviado. Ayr ahogó una carcajada en su mano y le indicó que la siguiera en silencio. Ambos suspiraron cuando salieron a la calle y se miraron con una mueca de asco. En ese pueblo todo olía a pescado rancio. Brian la siguió en silencio, ambos se deslizaban pegados a las casuchas mientras las primeras luces del alba despuntaban sobre el mar entre nubes negras de tormenta. El tiempo cambiaba rápido en las islas, y probablemente aquel sería el último barco en zarpar antes de la tormenta.

La silueta de pequeñas embarcaciones amontonadas flanqueaba la esbelta figura de un mástil con las velas arriadas. El trasiego de soldados ingleses, llevando cajas hacia el barco, la hizo estremecerse bajo la capa. Era una pequeña embarcación de pesca que transportaba víveres para los soldados de Carrickfergus.

—Ayr, ¿qué hacemos aquí? —preguntó Brian bostezando.

—Nos vamos a Irlanda —contestó ella mientras se mordía el labio.

El muchacho retrocedió asustado hasta tropezar con unas redes del suelo y caer sobre su trasero.

—Milord dijo que volvíamos a Tye —replicó con los ojos tan abiertos que apenas podía pestañear.

—Cambio de planes, esperaremos al inglés en Irlanda, solos tú y yo, Brian. Encontraremos a Iain y buscaremos a Alistair. Milord, si quiere, que vuelva a casa solo.

—Milord me matará.

—Edward está dormido, me he ocupado de ello. Para cuando nos encuentre ya tendremos todo arreglado. ¡No seas cobarde, Brian!

—No soy un cobarde, es solo que no es una buena idea —protestó el muchacho.

—Entonces, me voy sola —dijo Ayr al tapar aún más su rostro con la capucha. La vio descender hasta el pequeño puerto y suspiró.

—¡Espera, Ayr! —gritó antes de correr esquivando los bultos y colocarse a su lado.

Lo miró un momento, emocionada, y le golpeó el hombro con camaradería. No había sido tan difícil convencerlo y ningún otro la hubiera seguido, todos aceptaban las ordenes de su laird. ¡Qué pronto habían olvidado que era inglés! Suspiró con cierto orgullo al recordar a su marido vistiendo el kilt de su clan.

Se unieron a la fila que cargaba grandes cajas y, entre los dos, levantaron una que apestaba a pescado. Siguieron con la cabeza gacha a los dos marineros que iban delante. Ayr se sintió triunfante cuando sus pies tocaron la cubierta del barco. Al sentir mecerse la pequeña embarcación sobre las agitadas aguas, el estómago se le contrajo con violencia. No soportaba el mar, ni los barcos, ni el agua y todo porque había olvidado muy pronto su promesa de aprender a nadar.

Brian aprovechó el ir y venir de los hombres y le indicó un lugar donde las mantas tapaban la carga. Observaron escondidos cómo los marineros bajaban y subían con fardos, bultos y más cajas. A través de las lonas vieron cómo el sol despuntaba y la nave comenzaba a moverse con lentitud. Quería gritar, eufórica, en pocas horas pisarían suelo irlandés. Después de encontrar a Iain, para cuando Edward se diera cuenta, no tendría sentido mandarla a casa a bordar calcetines. Si por lo menos pudiera retener las náuseas y no vomitar, todo sería mucho más divertido. A su lado, Brian se había quedado dormido hecho un ovillo. Ella lo envidió con toda su alma mientras miraba fijamente la tela que los cubría. Las horas se le hicieron eternas mecida por el bamboleo cada vez más fuerte de las olas sobre el casco del barco, notó cómo sus ojos se entornaban y se preparó para recibir al sueño con confianza.

El grito de una mujer la hizo estremecerse, ¿había otra mujer en el barco? Se despejó al momento, intentando escuchar lo que ocurría en cubierta.

—¡Ramera pelirroja! —Oyó que gritaba un hombre—. ¡Capitán, la irlandesa me ha mordido! —gritaba incrédulo—. ¡Deje que la tire al mar!

Se asomó con cautela y vio cómo un soldado zarandeaba a una muchacha de su edad. La chica tenía el pelo cobrizo alborotado por el viento y sus ojos verdes tenían tal mirada de terror que Ayr sintió cómo sus propios miedos pasados, escondidos en su mente, volvían a tomar forma. Dio un salto cuando vio que el hombre, de cara hosca, se giraba con la mano en alto para dar una bofetada a la muchacha.

—¿Qué haces, Patrick? No la pegues, pagarán menos por ella si la marcas —gritó otro hombre al que no podía ver. El marinero que había estado a punto de golpear a la chica sonrió con sus dientes negros y torcidos.

—Una marca no le hará mal. Es una Donnell, mira el plaid que lleva. ¡Que les den a todos! Capitán, cualquier inglés pagará al verla, ¿qué importa si antes nos divertimos un poco?

Ayr apretó los puños y la rabia comenzó a alejar su miedo a la violencia de los hombres y a cobrar valentía. Le repugnaba ver que se sometiera a una mujer de una forma tan brutal. Otro hombre de aspecto sucio arrastraba a la pelirroja por el brazo y la llevaba junto al que parecía el capitán. La chica lloraba y los miraba aterrada, como una presa acorralada mira al cazador. Mientras la arrastraban, intentaba resistirse clavando los pies en la madera de la cubierta. Su hermoso vestido de tela fina se rasgaba ante los empujones de los hombres, una hermosa prenda, de tela fina y escarpines del mismo color; aquella muchacha no era una campesina cualquiera. En ese momento el capitán la cogió del pelo para levantarla y Ayr se mordió el labio, nerviosa. ¡Eso sí que no!, no podía soportar verlo. Saltó con la daga en la mano y se deshizo como pudo de las pesadas lonas que la ocultaban. Brian le gritó algo, pero demasiado tarde, el grupo de marineros la miraron con sorpresa al aparecer frente a ellos.

—¿Pero qué…? —preguntó el capitán, confundido.

—¡Es otra mujer, capitán!, vestida de chico. ¡Mírela bien! —dijo el que había pegado a la chica señalando su pecho abultado bajo la camisa.

—Suéltala —ordenó Ayr al jefe—. No quiero problemas con vosotros.

Brian se situó a su lado con la espada en alto.

—Ya habéis oído a la señora. ¡Soltad a esa mujer!

El marinero de los dientes negros se acercó amenazador y chasqueó la lengua con desprecio mirando a Ayr.

—Es escocesa —sentenció ceceando.

—Os pagaremos bien —gritó Brian con seguridad fingida—. Llevadnos a tierra y olvidemos esto.

El capitán soltó a la irlandesa y sacó un cuchillo. De manera instintiva, la muchacha aprovechó la ocasión y corrió hasta refugiarse junto a ellos. Sobre sus cabezas un trueno demoledor les sobresaltó, anunciándoles que no tardaría en estallar la tormenta, pero no sirvió para que los marineros se olvidaran de lo que tenían delante de sus narices.

—Nos pagarán mucho por la pelirroja. Es Erin Donnell, la hija del señor de Antrim. ¿Qué ofreces tú, muchacho? —dijo el capitán con desprecio.

—No os mataremos —afirmó Ayr.

Erin la miró. Esa mujer estaba loca, no sabía de dónde había salido. Parecía más un muchacho esmirriado, a pesar de su voz firme, con el pelo cortado a la altura de los hombros, negro y unos inquietantes ojos color ámbar. Lo más sorprendente era que llevaba la cara tiznada de negro bajo los pómulos.

Los marineros se rieron y comenzaron a darse codazos, pero al capitán no parecía hacerle ninguna gracia. Había sido mercenario, y en los ojos de esa muchacha vestida como un chico veía algo que no le gustaba: poder y convicción.

—No podemos con todos, bainrígh —susurró Brian.

Se colocó delante de ambas para protegerlas con su cuerpo. Ayr lo miró y supo que tenía razón. Con el arco que llevaba a su espalda hubieran tenido alguna oportunidad, pero cuerpo a cuerpo no tenía suficiente fuerza. El capitán se acercó a ellos de manera lenta, con los puños cerrados, y sus hombres lo siguieron con expresión decidida. Ayr, Brian y la muchacha comenzaron a retroceder, y chocaron con las provisiones amontonadas en la cubierta. Se quedaban sin sitio para huir. Brian se subió a una de las cajas y las ayudó a situarse junto a él. El capitán sonrió y avanzó hasta ellos, agarró de la muñeca a Ayr e intentó golpearla en la cara para derribarla.

—¡En la cara no! —gritó Brian mientras le alejaba con una patada que lo hizo caer contra la madera del suelo.

—¿Por qué en la cara no? —preguntó uno al que antes habían llamado Patrick y parecía un poco más corto de entendederas que los demás.

—Si su esposo le ve la cara marcada, me matará —contestó Brian—. En serio, no le toquéis la cara.

Erin miró a sus dos nuevos amigos como si estuvieran locos.

—¿Y quién es el idiota que se ha casado con esta mujer? —gimió el capitán mientras se levantaba para volver a atacar.

Brian sabía que no podía contenerlos por más tiempo, miró hacia atrás y hacia la costa, que ya se divisaba más cerca. Ayr siguió su mirada y negó con la cabeza, no sabía nadar, y el pánico se apoderó de ella. Brian debía de estar loco, ella nunca llegaría hasta tierra. El escocés no lo pensó dos veces: empujó a la pelirroja, que gritó al caer mientras el oleaje sacudía cada vez con más fuerza el casco del barco. Sus ojos se encontraron con los de Ayr y sonrió con cierta culpabilidad perversa. Por una vez la vio dudar a causa del miedo. La empujó con fuerza y se tiró tras ella al agua helada. Brian rezó porque la irlandesa supiera nadar, porque tendrían que arrastrar a Ayr hasta la costa.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

El mar se había revuelto en cuestión de minutos debido al fuerte viento, Ayr sintió cómo se hundía bajo las olas, tragó agua y se agitó con fuerza, rebelándose. Se sintió, segundos después, flotar bajo la ingravidez del mar, arrastrada por las corrientes mientras los pulmones se quedaban sin aire, sus músculos se doblegaban a la paz silenciosa y se dejó llevar en una sucesión de imágenes de su tierra en primavera. Edward no había visto los campos de Tye a primeros de abril, cuajados de flores, sin duda él contaría los beneficios de la próxima cosecha en lugar de ver la belleza que lo rodeaba. ¿Cómo sería amarle y entregarle su cuerpo entre los altos brezos, bajo los robles, a la luz del primer sol de mayo? No podía morir bajo el mar, tan lejos de su hogar, con el eco de su corazón desvaneciéndose en la gran masa de agua sin poder despedirse de él.

Una fuerza tiró de ella una y otra vez hasta que las imágenes desaparecieron y la decepción la embargó. El agua salada salió de su cuerpo con una convulsión dolorosa al arrasar con su amargor toda la garganta.

—Ayr, lo hemos conseguido —gritaba Brian riendo como un loco.

Estaba tumbada entre las rocas de la orilla, a su lado, el joven escocés saltaba como un niño y junto a ella, unos ojos verdes enormes la miraban curiosos y preocupados. Desorientada, miró de nuevo a la muchacha y recordó lo sucedido en el barco: era la irlandesa en apuros. Se incorporó dolorida. Los tres tenían un aspecto lamentable. Brian había perdido sus armas y palpó su propio cuerpo, suspiró aliviada, allí estaban su arco, a la espalda y su daga en el cinto. Miró hacia las olas que habían estado a punto de engullirla y a la pelirroja, que la observaba. Se sentó con dificultad junto a ella, aún sin resuello por el esfuerzo, sobre una de las rocas planas de la playa.

—Hola, Erin, ese es tu nombre, ¿verdad? Oímos cómo uno de los hombres te llamaba. Soy Ayr Tye —contestó al fin aliviada de seguir viva—. Es una suerte que supieras nadar —afirmó. Erin la miraba con desconfianza.

—Gracias por sacarme de ese barco, fuisteis muy valientes al enfrentaros a ellos. No soy propensa a buscar problemas, pero desde que hui de mi hogar parece que todo se conjura contra mí.

Brian y Ayr se miraron.

—¿Y tu hogar tiene nombre? —preguntó Ayr arqueando una ceja como lo haría su marido. Las ropas de Erin no eran las de una simple muchacha del campo, tampoco su forma de hablar y sus gestos.

Erin no sabía si podía confiar en ellos tan pronto, pero parecían buena gente. La salvaron sin preguntas de los soldados y había oído contar de su clan, igual que todos al norte de las islas, magníficas historias acerca de su estricto código del honor. Se decía que eran leales a la corona escocesa, y su señora se había casado con el paladín de la mismísima reina Isabel de Inglaterra, un conde llamado Edward Aunfield.

—Habla sin temor —la invitó Ayr tomando su mano entre las suyas—. Te ayudaremos si podemos.

—Soy la hija de Sorley Donnell.

Ayr sintió la lividez en su rostro, quiso morir al instante, retrocedió ante esa muchachilla desamparada. Los Donnell eran escoceses afincados en Irlanda desde hacía varias generaciones que defendían su legitimidad sobre esas tierras. Eran enemigos acérrimos de la corona inglesa, traidores que se resistían al poder inglés y al dominio de Inglaterra.

—Maldita sea —gimió Ayr, ahora sí tenía un serio problema—. ¿Y por qué huiste, Erin? —preguntó con un ligero tono de enfado.

Erin reprimió las lágrimas que llevaba escondiendo desde hacía días y miró aquellos ojos ámbar con esperanza.

—Me llevaban a Carrickfergus, en la costa, debía casarme con un odioso inglés.

Ayr comprendió al instante: la reina quería solucionar el conflicto con Irlanda casando a la hija de su enemigo con un inglés, buscando la alianza por medio de una boda. Palideció. Acababan de ayudar a una fugitiva buscada por la corona. Intentó mostrarse despreocupada y frotó sus manos frías contra las de la pelirroja. Brian la miraba preocupado.

—Y dime, Erin, ¿con quién querían casarte? —preguntó de nuevo con paciencia.

—Con el gobernador de Irlanda, lord Dressex. —Ayr puso los ojos en blanco y se mordió el labio.

—El cielo caerá sobre nosotros —gimió Brian.

No supo si su amigo se refería a las tropas inglesas o al potente estruendo del trueno sobre sus cabezas. Los tres miraron al cielo gris, que cada vez se oscurecía más y más.

—Bueno, creo que ahora será mejor que continuemos esta conversación en algún refugio y lo más lejos posible del pueblo y de la costa. Estarán buscándote, Erin.

—Pero milord tampoco podrá encontrarnos, el barco iba al castillo, ahora no sabrá dónde estamos —señaló el escocés.

—Edward nos encontrará —afirmó convencida.

El siguiente barco, uno más grande que en el que embarcaron ellos, salía unas horas más tarde, a no ser que la tormenta los hubiera retenido en Escocia. Edward debía de estar furioso con ella por haberlo dormido con hierbas, pero la buscaría por toda Irlanda si hacía falta, aunque el cielo cayera sobre él. Confiaba en su marido con todo su corazón.

Caminaron hacia el interior, primero escalando las peligrosas rocas sobre una lluvia torrencial en la que Erin demostró ser muy hábil y, después, atravesando el terreno embarrado hasta llegar a las suaves colinas del interior. La costa quedó unos kilómetros atrás y se sintieron a salvo por el momento. Caminaron por los campos en lugar de por los caminos por temor a toparse con patrullas inglesas. Estaban tan cerca de la costa que el viento soplaba con fuerza y apenas había lugares donde protegerse de la lluvia. La tierra húmeda los llevaba hacia un lado y otro para evitar las zonas anegadas de barro, hasta que el cansancio empezó hacer mella en ellos.

—¿Podemos descansar? —gimió Erin. No estaba acostumbrada a caminar tanto, estaba helada hasta los huesos y con los pies embarrados.

—No podemos parar —ordenó Ayr sin ni siquiera girarse a mirarla. La irlandesa se detuvo enfadada e impotente.

—¡Para de una vez, Ayr! Necesitamos descansar. ¡Deja de actuar como una gran señora y escúchanos!

Ayr paró en seco, se giró sobre sus talones y la enfrentó:

—¿Y tú qué sabes de mí, niña consentida? ¿Gran señora? Te estoy salvando la vida y metiéndome en muchos problemas por tu culpa. —Ayr la observó de arriba abajo un momento—: Déjame adivinar, Erin, tienes un padre y una madre, hermanos y una familia amorosa que te quieren y miman. No sabes nada de sobrevivir. Yo he tenido que luchar por cada cosa que he querido. No sabes nada de mí, pelirroja.

—Me tienes a mí, a Iain, al inglés, a nuestro clan… —susurró Brian.

Recuperó el aliento, arrepentida.

—¡Oh, Brian! Es solo un poco de culpa mezclada con cansancio —dijo Ayr con voz lastimera—. El inglés me matará por meterme en este lío.

—A mí también, bainrígh.

Ayr se acercó a su amigo y lo abrazó. A pesar de ser tan joven, ella no le llegaba ni a la barbilla, se puso de puntillas y le revolvió el pelo empapado.

—Erin, si nos encuentran los soldados nos matarán, y a ti con suerte te casarán si no acabas en una cárcel inglesa. Tenemos que seguir.

Erin bajó la cabeza y continuó caminando en silencio. La escocesa tenía razón. Al poco tiempo, reconoció las tierras que atravesaban y los llevó a una antigua granja abandonada. La política de quema de tierras del ejército había dejado sin cosechas y hogar a media nación. Ahora muchas cabañas se encontraban derrumbadas y sus miembros, exiliados a otros condados del sur en busca de protección. Erin lo había oído mil veces de labios de su padre, pero era la primera vez que lo veía con sus ojos. La devastación de los campos era horrible, traería hambre durante los próximos años. Se sintió desolada por haber permanecido en la ignorancia, recluida los últimos meses en Dunluce con su familia.

Se acercaron con sigilo a la construcción y comprobaron que no había signos recientes de que alguien la ocupara.

El tejado estaba caído, pero se cobijaron junto a la pared. Anochecía y Brian preparó un fuego con los restos del tosco mobiliario que aún quedaba. Usaron el plaid del muchacho para cobijarse y secar algunas capas de ropa. Brian las hizo acurrucarse contra él para proporcionarles algo de calor.

—Deberíamos intentar dormir algo —sugirió él—. Nadie nos buscará bajo esta tormenta.

Ayr se acercó más a él y suspiró.

—Lo siento, Brian —susurró.

—¿Por qué, Ayr? Somos escoceses, no estamos acostumbrados a vivir encerrados entre cuatro paredes —dijo Brian riendo.

Ayr lo abrazó con cariño. Se sentía tan culpable por haberlo arrastrado con ella que el corazón parecía pesarle. A su lado, Erin temblaba de frío. Hacía horas que permanecía en silencio para no tener que bajar su capucha, parecía pensativa ante la vista de las tierras que atravesaban. La muchacha estaba agotada, pero su expresión sombría no era por eso. Ayr sospechaba que la chica no conocía mucho de su propio país y la situación por la que pasaba.

—Erin, ¿tu padre estaba de acuerdo con tu matrimonio?

Necesitaban recurrir a alguien en Irlanda que pudiera ayudarles y la familia de ella era su única opción.

—Mi padre está preso en Carrickfergus —contestó Erin con odio—. Él no fue quien tuvo la idea de casarme, fue una orden de la reina Isabel.

Nubes aún más negras pasaron por la mente de Ayr. Su madrina, la reina, no tardaría mucho en descubrir que estaba al norte de Irlanda, y se preguntó qué opciones tenía de salir sin un castigo de aquella aventura.

—Mañana iremos hacia el interior, no es seguro quedarse tan cerca de la costa, si hemos logrado escapar ha sido por la tormenta. Erin, ¿adónde te dirigías cuando te atraparon los soldados?

La muchacha abrió sus ojos verdes con ilusión.

—Mi madre y mis hermanos están en el castillo de Dunluce. El bote en el que iba se dirigía allí después de dejar su carga a los soldados. En mi hogar estaremos seguros —afirmó Erin con vehemencia.

—Allí nos dirigiremos a partir de mañana —susurró Ayr.

La calma bajo el replicar de la lluvia contra las piedras los mantuvo en silencio, acurrucados los tres para darse calor. El sueño los venció mientras la noche y la tormenta avanzaban hacia el interior de la isla.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

La lluvia formaba una cortina que no permitía que la bruma subiera desde la costa, y la tormenta borraba cualquier rastro que hubiera podido seguir entre las piedras. Edward ascendió por el acantilado descalzo, con las botas de piel colgadas al cuello. Las rocas afiladas por el viento eran cuchillos clavados en la piel. El peso de la espada cruzada a su espalda equilibraba la fuerza del aire golpeando en sus brazos. Con los músculos tensos, se concentraba en llegar a la cima, paso a paso, con determinada precisión, poniendo su vida en peligro en cada saliente en el que se apoyaba. Elevó los ojos al cielo y sonrió. Cualquiera que lo viera allí colgado en ese momento pensaría que estaba loco. El sudor se mezclaba con la lluvia en su cuerpo, el esfuerzo y la lucha contra los elementos le hacían sentirse vivo de nuevo. No era hombre de acomodarse en un castillo y vivir en paz, amaba la guerra y cambiar de lugar cada cierto tiempo, al menos hasta que se topó con su escocesa.