La ley de hierro de la oligarquía - Dalmacio Negro Pavón - E-Book

La ley de hierro de la oligarquía E-Book

Dalmacio Negro Pavón

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Beschreibung

Una de las pocas leyes que verdaderamente vertebran lo político es la «ley de hierro de la oligarquía»: el poder recae siempre en manos de unos pocos, independientemente de si la forma política es monárquica, aristocrática o democrática. El presente libro, en el que se combina un interesante recorrido de la historia de la política occidental con una aguda interpretación de la realidad actual, es una nueva edición que incluye un epílogo del autor y una presentación actualizada. La ley de hierro de la oligarquía nos ayuda a recuperar un modo realista de ver el fenómeno político, muy pegado a los hechos concretos, pero sin caer en el (casi inevitable hoy en día) pesimismo político.

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Dalmacio Negro Pavón

La ley de hierro de la oligarquía

© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2015, 2024Epílogo de Dalmacio NegroPresentación de la nueva edición por José María Sánchez Galera

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección Nuevo Ensayo, nº 137

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-177-9

ISBN EPUB: 978-84-1339-510-4

Depósito Legal: M-46-2024

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Presentación de la nueva edición

La ley de hierro de la oligarquía

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

Epílogo

Presentación de la nueva edición

Cuando hablamos de política —tal es el tema de este libro—, solemos notar tres grandes tendencias. A la primera podemos denominarla «derrotista»; entiende el poder como algo perverso que, de sólito, lo detentan personas sin escrúpulos, únicamente atentas a sus intereses y no al bien común. La segunda tendencia es la idealista o utópica. Resulta moderadamente dañina en regímenes donde hay un suficiente reconocimiento de los principios fundamentales del Derecho; concede al gobierno —y, en especial, al Estado— el constante beneficio de la duda, de modo que todo impuesto irá a una buena causa y todo recorte de libertades redundará en nuestro beneficio. Al respecto nos advierte largamente el profesor Dalmacio Negro en esta nueva edición de su libro. La tercera postura cabría definirla como ecléctica y, en la práctica, conoce una amplia gama de concreciones.

El «derrotismo» es, en ocasiones, un anquilosamiento del eclecticismo. Se constata la necesidad de una cierta dosis de escepticismo sobre la condición humana. Pero un día nos cansamos de administrar esa dosis en cantidades siempre medidas, siempre matizadas. Admitimos que, para que una institución disponga de mínima eficacia, hemos de delegar el poder en un pequeño grupo. Pero nos fatigamos en la búsqueda de un equilibrio en constante corrección, y empezamos a pensar que quizá no sea mala idea olvidarnos de la política, y que un dictador —de los nuestros, eso sí— gobierne durante una generación, sin la engorrosa tarea de rendir cuentas cada pocos años. Todo país necesita, para progresar, de planes estables, a largo plazo. ¿No es mejor que manden los que saben, los expertos, los profesionales?

En 1911 Robert Michels publicó un tratado sobre «la sociología de los sistemas de partidos en la democracia moderna». Según la teoría de Michels, impera dentro de las instituciones y organizaciones políticas la «ley de hierro de la oligarquía», la cual puede formularse de manera sucinta: en realidad, mandan siempre unos pocos. En este sentido, los sistemas democráticos no dejan de ser otro tipo de régimen en el que se perpetúan las inevitables estructuras de Estado que a lo largo de la historia han sido y serán: gobiernos en manos de un puñado de hombres. Aún más: la propia dinámica de los partidos requiere —si pretenden seguir existiendo y acaparando o cooptando poder— de un mecanismo ejecutivo que sea prerrogativa de una minoría.

En nuestra época eso que llamamos democracia —cuyo rostro cubre con muy distintas máscaras— es la diosa suprema. En su nombre, un caudillo amoral puede derribar el Derecho y perpetuarse en el poder, convirtiendo el Estado en cuadrilla de ladrones, según expresión de Agustín de Hipona. Quizá sea la democracia el estilo o revestimiento sociológico que más debilidad halla en nuestra capacidad de discernimiento sobre las oligarquías políticas. Para ampliar nuestra mirada, y para recuperar conceptos que vienen desde la Grecia antigua, Dalmacio Negro ofrece estas páginas, en una edición muy atenta a la deriva de los últimos años. Su eclecticismo remonta las cumbres de nuestro tiempo, para recordarnos que la oligarquía debe ser aristocrática y regirse por la virtud, que hay diferencia entre pueblo y comunidad, entre auctoritas y potestas, entre forma de gobierno y régimen. Nos recuerda que el Derecho pude ser una emanación de la naturaleza humana —y, por tanto, inmutable en sus principios—, en vez de mero consenso logrado o impuesto en una sociedad de masas.

José María Sánchez Galera

La ley de hierro de la oligarquía

I

El realismo político se diferencia de otros modos de pensamiento político por su escepticismo sobre la naturaleza humana. Entre ellos: a) el humanitarista, una coartada de los poderosos: «quien habla de humanidad, quiere engañar» decía Proudhon; b) el ideológico, racionalista y constructivista pero destructivo en la práctica; c) el imaginativo, literario, anárquico e irrealista; y d) el utópico, estéticamente de mal gusto porque elude enfrentarse a la realidad, pero gratificante en teoría al subordinar la razón a los deseos o caprichos de la voluntad, por lo que aboca fácilmente al terrorismo. El realismo político es inconfundible con la Realpolitik como mera Machtpolitik (política de poder): simplemente, no se hace ilusiones a causa de la ley de hierro de la oligarquía.

Para Carlo Gambescia, en un libro reciente sobre el liberalismo como expresión del realismo, el realismo político es «triste»1; «es la imaginación del desastre», escribe Jerónimo Molina2.El problema lo había descrito el chino Han Fei-tzu hace muchos años: «el más sabio de los ministros nunca será escuchado por un rey estúpido». Y por razones parecidas, pensar políticamente es para Julien Freund, «ponerse siempre en lo peor». El pesimismo lógico es en política «un estado de madurez», decía Ludwig Marcuse.

La prueba irrefutable, que justifica la actitud realista3, es esa ley, nunca explícita, casi siempre ignorada. Es una ley metapolítica inmanente a todas las formas del gobierno y de régimen al ser inherente a la naturaleza humana: los gobiernos son siempre oligárquicos con independencia de las circunstancias, el talante, los deseos, las intenciones, la voluntad, las pasiones, los sentimientos y las ilusiones de los escritores políticos, de lo que digan los políticos autoengañándose o para engañar a los demás, y de lo que esperan o tal vez temen los gobernados sean o no electores. Estos últimos son en realidad una minoría, pues la mayoría se limita a votar. Una ministra chilena ha dicho recientemente: «los gobiernos no están al servicio ni de las ideologías ni de las religiones». Puede ser. Pero, si no son oligárquicos, están al servicio directo de las oligarquías o dependen de ellas: gracias a ellas pueden mandar sobre la oligarquía y el resto. «La potencia del gobierno no flota en el aire», reconocía Karl Marx, reduciendo empero la potencia a la economía.

Salvo los partidarios y favorecidos, todo el mundo sabe o percibe más o menos vagamente que hay algo detrás del gobierno: «en el magín del ciudadano consciente, la pregunta política por excelencia, no ha de ser quién debe mandar, sino qué hará el gobierno»4.

II

Lo Político existe siempre, la verdad política fundamental es la libertad colectiva y lo decisivo es quién la tiene. Sin libertad política no existe la Política, la actividad relacionada con lo Político tal como se entiende desde los griegos en la tradición occidental: como ejercicio de la libertad colectiva o política, aunque esté reservada legalmente a unos pocos. Ahora bien, en cuanto que colectiva depende de la opinión, que es plural. Y no son solo las circunstancias las creadoras de las opiniones de la mayoría de los hombres, como pensaba Dicey. Las circunstancias son cambiantes y la opinión se fundamenta en las tradiciones, las costumbres y las creencias. Las circunstancias pueden acaso conmocionarla, a veces muy eficazmente, lo mismo que la propaganda.

La opinión de cada individuo es una mezcla confusa de ideas-creencia, ideas-ocurrencia, necesidades, pasiones, sentimientos, emociones, deseos miméticos e intereses, con frecuencia contradictorios o por lo menos contrarios, y la opinión de cada persona sobre los asuntos comunes, públicos, ha de coincidir, al menos superficialmente, con la de todos —o la mayoría— y cada uno de los opinantes en materia política. Y como esto introduce la incertidumbre en la vida política, la libertad colectiva suele descuidarse hasta que el estado de cosas obliga a reivindicarla, no siempre pacíficamente: las revoluciones son formalmente reivindicaciones de la libertad política; materialmente, de la seguridad necesaria para poder ejercitarla. La capacidad del hombre político, el «hombre de Estado», se mide por su aptitud para captar, a través de la opinión, lo que el pueblo quiere realmente.

La ley de hierro de la oligarquía se ciñe principalmente al papel político de los intereses y los deseos miméticos, sin tener en cuenta si quienes mandan se conducen como aristocracias con sentido del honor y del deber (aristós, el virtuoso, el mejor), o guiados por su egoísmo y el de las oligarquías que les apoyan. La aristocracia es social y defiende las libertades mientras conserva ese carácter y no se transforma en oligarquía, dando preferencia a los intereses y los derechos sobre el código «nobleza obliga»5. Maquiavelo observó la causa del gran peligro: «a los hombres nunca les parece que poseen con seguridad lo que tienen, hasta que adquieren algo más de otros». Pueden ser también determinantes otras motivaciones, desde los afectos, las emociones o las simpatías a las ideologías, las utopías y las creencias.

De ahí la relativa inutilidad de las teorías políticas y del pensamiento político concebido con la mayor racionalidad. Escribía Jesús Fueyo: «Es un puro ilusionismo —las más de las veces ideológico— el dar por sentado que existe una y una sola respuesta científica —¡y no digamos de una vez para siempre!— para los grandes problemas políticos. La realidad política es de suyo polémica y el verdadero pensamiento político no es científico en tanto discurre en plena beligerancia. Cuando llega a recibir el universal «consensus» de científico es cuando ha vencido, y también, cuando habiendo sido vencido, conserva un digno interés arqueológico»6. No solo eso: la servidumbre a la teoría distorsiona los cálculos políticos más prudentes. Maquiavelo, que jamás teorizó sobre la política, la hacía depender de los caprichos de la diosa Fortuna. Y Miguel de Cervantes comentaba al respecto que «esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo, ciega, y así no ve lo que hace, ni sabe a quién derriba». La política es cliopolítica y por ende es siempre azarosa. La virtú del príncipe consiste en saber arriesgarse y tener fortaleza para asumir las consecuencias.

Lo único eficaz es la crítica racional de la realidad política para mantener despierto el espíritu de la libertad colectiva. Esta es la causa por la que todo poder político procura simular, operar en secreto y controlar la información llegando tal vez a la censura o sugiriendo la conveniencia de la autocensura mediante dádivas o amenazas legales más o menos sibilinas. La política, decía pesimista, irónica y cínicamente el poeta Paul Valéry, es el arte de evitar que se entere la gente de lo que le atañe.

Lo único seguro de la política, atestiguaba Guglielmo Ferrero, es que se asienta en el hecho de que «el poder recae siempre en manos de una pequeña minoría fuertemente organizada e integrada exclusivamente por sujetos individuales o, todo lo más, por pequeños grupos. En esto estriba precisamente la clave última de su superioridad, la razón de su éxito, el secreto que le permite habitualmente imponerse con asombrosa facilidad»7. Esto no obsta, al contrario, a que la política auténtica tenga que ser una combinación de moralidad y poder8.

La consideración de la ley de hierro de la oligarquía desde el punto de vista de los regímenes le da el rango de leitmotiv del pensamiento político, sin duda, el principal.

III

La ley de hierro tiene por lo pronto una ventaja: «No es la des-velación, sino la des-ilusión, lo que quebranta los mitos y promueve el abandono de las actitudes míticas». Desenmascara los mitologemas9 mediante la desilusión y descalifica o ridiculiza las pretensiones del pensamiento político y de la política que no se atienen a lo concreto y agible en el momento presente, a la realidad histórica.

Tiene también dos inconvenientes.

El primero, que hace imposible una teoría política universal. Por ejemplo, como la de Hobbes, para quien la matemática es la lógica de la ciencia, la filosofía y la política, y «la política concreta está extrañamente ausente»10. Sería un cientificismo ideológico, puesto que la política presupone por un lado la libertad colectiva, que puede estar dividida o dispersa —un caso extremo es el multiculturalismo que impide gobernar—, y la intensidad con que opera la ley de la oligarquía y, por otro, depende de la vivencia del sentimiento y la necesidad de las libertades y del azar oel conjunto indefinible de causas, concausas y circunstancias de todo orden. De ahí que sea la prudencia la virtud principal del político y pertenezca la política al ámbito de la filosofía práctica, no al de la teorética, hacia la que viene derivando desde Hobbes11. Ernst Jünger veía en el Diario de 1965-1970 como uno de los grandes problemas actuales, que «la política no es ya nuestro destino, sino la física».

El segundo inconveniente consiste en que, si se extrema la actitud pesimista, se llega fácilmente a la conclusión de que el poder es malo, idea difundida por la preponderancia del pensamiento político de origen protestante. Tras la Revolución francesa que, confundiendo la titularidad del poder con su origen, desenmascaró a las monarquías que se lo atribuían por disposición divina para atribuírselo al pueblo, es decir, a las oligarquías que le representan, esta actitud pesimista ha llegado a ser empero la dominante. El gran historiador Jacob Burckhardt creía firmemente que «el poder es malo» (die Macht ist böse) y es popular el dictum de Lord Acton, influido por el historiador suizo,«el poder corrompe y el poder político corrompe absolutamente»12.El poder tienta, es la tentación del orgullo, ensoberbece. Una frase de Tocqueville matiza y aclara la idea de Lord Acton: «El apego que uno tiene por el poder absoluto es directamente proporcional al desprecio que siente por sus conciudadanos».

La frase clavede El espíritu de las leyes es que resulta «una experiencia eterna que todo hombre investido de autoridad abusa de ella» (XI, 4). Mas la teología protestante, alimentada por teólogos como Karl Barth, quien atribuía los males políticos y económicos a la naturaleza pecaminosa del hombre, si por una parte separa la moral y la política e induce a renunciar a la política dejándola, puesto que es inevitable, en manos de los peores, contribuye por otra parte a justificar los actos del poder. A eso hay que añadir que, modernamente, no es indiferente que se trate del gobierno o del Estado: el Estado, no un aparato al servicio del poder, sino una máquina cuya poderosidad impone miedo, y como su poder es anónimo,cuando la opinión pública está manipulada, no existe o decae el êthos, irrumpen poderes indirectos, particulares, de naturaleza muy distinta a los poderes intermediarios de Montesquieu, Tocqueville, etc., que usurpan de hecho el poder público, un poder impersonal, el de la «gente», decía Ortega, y se intensifica la oligarquización. Bajo el Estado, ni siquiera latiranía necesita tener una cabeza visible ylas gentes egoístas, los estúpidos, los logreros ylas oligarquías se sienten cómodas en él imponiendo la tiranía de la opinión como política correcta. Tal es la causa, quizá principal, de la Realpolitik como Machtpolitik o política de poder.

El caso decisivo y más eminente es precisamente el del racionalista protestante Thomas Hobbes, inventor del Estado, cuyo lema podría ser la famosa expresión homo homini lupus, tomada de Plauto. El gran pensador inglés hizo de la pecaminosidad inherente a la naturaleza humana, reduciéndola al interés, el fundamento de su teoría política. Unió el poder político y el temor de los hombres a los demás hombres e identificó lo Político con el aparato estatal, concebido como un hombre magno cuya mera existencia como una máquina instala el miedo como categoría permanente de la vida colectiva. Contra todo ello reaccionó Rousseau, de educación calvinista, pero en realidad siguiéndole y radicalizando aún más la prepotencia que da Hobbes a la ley.

Lutero había dicho que la razón es una Hure, una prostituta que extravía la fe, lo que introdujo la desconfianza en el hombre que justifica el estatismo. Rousseau la agravó ingenuamente al sostener contra Hobbes que si la razón es corruptora, como la naturaleza humana es angélica en su origen —el Paraíso perdido—, lo pertinente es la preeminencia del sentimiento. De ahí la actitud progresista que, empeñada en restaurar a lo Rousseau la naturaleza humana caída, ha desembocado finalmente en la irracional antipolítica pacifista y de la tolerancia indefinida, llamada popularmente «buenista», indiferente al bien y al mal. El «más allá del bien y del mal» de Nietszche, que deja en la impunidad a las oligarquías y las legitima para imponer la política correcta, de trasfondo angelista. Una actitud paradójicamente antihumanista.

El auténtico pensamiento político no es ni hobbesiano ni rousseuniano. Ambos se revuelven contra la tradición política fomentando la abstracción y el apoliticismo. El pensamiento político tradicional no prejuzga la naturaleza humana: ateniéndose a la realidad según la experiencia, la acepta según es, pecaminosa pero racional en el sentido de razonable, de manera semejante al atribuido por el Derecho al pater, o mater, familiae.

Michel Foucault decía que el poder está en todas partes y un economista como James Buchanan escribe —no es el único—, que, «en política, quienes toman las decisiones últimas sobre empleo de los recursos, no comparten ninguno de los costes del sacrificio de oportunidades abandonadas»13; y en otro lugar: «ningún sistema de organización social en el que los hombres puedan actuar libremente es capaz de impedir la explotación del hombre por el hombre o de un grupo por otro grupo»14. Uno de los mayores problemas actuales consiste en la supeditación casi absoluta de la política a la economía, como si fuese lo natural. Olvidando que no existe la economía pura y que en último análisis depende de una metafísica, la ciencia económica —que descansa formalmente en el principio de la escasez que, como demostró Gustavo Cassel, le permite cierto grado de determinismo— ha usurpado el sitio a la política en la confianza de que puede difundir la felicidad o incluso suprimir el mal. Rechazando las enseñanzas de la historia y la política, limita esta última a los aspectos materiales del mundo de la vida. El cientificismo economicista que se ha apoderado de la política olvida que la maldad humana es en muchos casos simple estupidez.

Son infinitos los testimonios que podrían aducirse sobre la primacía de la política, su estrecha relación con la ley de hierro y su pesimismo lógico. Podrían sintetizarse con otro célebre dictum de Carl Schmitt:en política, «quien escribe se proscribe». Hablar políticamente de la realidad política es arriesgarse a ser proscrito, no solo políticamente sino socialmente, incluso económicamente. Habría que matizar: salvo que se sea hobbesiano o rousseauniano, según la situación concreta.

IV

Desde hace tiempo, y por supuesto en la actualidad, es preciso tener en cuenta el cambio sustancial experimentado en la vida política debido a la instalación de amplias clases medias —en recesión actualmente por la presión de las oligarquías—, cuyo origen y fundamento es el trabajo, como clases independientes en la sociedad, en la cultura y en la civilización. Gracias a la libertad de trabajo se hacen poseedoras y propietarias. Y universalizada la natural libertad de trabajo, peculiar de la civilización occidental, donde está empero cada vez más en entredicho, el estado social democrático ha sustituido al ancestral y universal estado aristocrático de la sociedad. Ese hecho es en el fondo el gran elemento revolucionario de la «globalización».