La ley de la pasión - Kathleen Eagle - E-Book

La ley de la pasión E-Book

Kathleen Eagle

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Beschreibung

Podría aquella niña ser su hija. La prioridad del sheriff Sam Beaudry era proteger a los ciudadanos de su pueblo natal, en las Montañas Rocosas, pero su tranquila vida se vio perturbada cuando una niña llegó al pueblo. Eso iba a alterar toda su existencia, por no mencionar la incipiente relación que mantenía con la enfermera Maggie Whiteside. Maggie no iba a dejarse influenciar por los cambios que rodeaban a Sam, porque pensaba que compartía algo muy especial con aquel sheriff inquebrantable. Tanto Maggie como su hijo habían sabido siempre que era un hombre con el que podían contar. Había llegado el momento de que le demostrara que él también podía contar con ella…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Kathleen Eagle

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La ley de la pasión, n.º 1821- octubre 2019

Título original: In Care of Sam Beaudry

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-630-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL SHERIFF Sam Beaudry sabía cuándo estaba siendo observado. Podía sentirlo en la piel, traspasando su ajustada camisa marrón y caqui, y le impedía concentrarse en los papeles que tenía delante. Eso le pasaba por sentarse de espaldas a la ventana, pero la pequeña oficina del sheriff del condado de Bear Root sólo permitía colocar el escritorio de dos maneras, y no podía darle la espalda a la puerta.

Las ruedas de la silla chirriaron cuando se apartó de la máquina de escribir, tomó su taza de cerámica y la levantó con decepcionante facilidad. La rigidez de la rodilla izquierda se le pasaría en cuanto supiese quién lo estaba observando.

Salió por la puerta principal, se asomó por la esquina del edificio de ladrillos de dos plantas y disparó con la imaginación.

—¡Quieto!

El chico se puso firme y se le soltaron las manos del alféizar de la ventana, las suelas de goma de las zapatillas resbalaron y cayó en los brazos de Sam, que lo estaba esperando.

—Creo que voy a tener que llevarte dentro —le dijo éste dejando a su huesudo espía en el suelo.

Jimmy Whiteside levantó la mirada y guiñó un ojo, a pesar de que Sam le estaba tapando el sol.

—Me ha dado un susto de muerte.

Sam se miró el reloj.

—No estás en la escuela. Estás infringiendo la ley.

—No tenía ganas de volver después del recreo. Hace mucho calor.

—Pues va a hacer mucho más calor esta tarde, cuando tengas que quedarte detenido.

—¿Qué es quedarse detenido? —repitió el muchacho frunciendo el ceño.

—¿Cómo lo llamáis ahora cuando tenéis que quedaros castigados después de las clases?

—Quedarse después de clase, pero yo me paso la mayor parte del tiempo en el despacho del director —contestó Jimmy sonriendo—. Sólo estoy en cuarto curso.

—¿Y cuántos años tienes, nueve? —preguntó Sam poniendo una mano en el hombro del chico—. Al año que viene serás lo suficientemente mayor para hacer trabajos forzados en Miles City si sigues espiando a la gente por la ventana. En especial, cuando deberías estar en la escuela—. ¿Sabes lo que significa eso, Jim?

Jim retrocedió.

—Significa que está intentando asustarme.

Sam se rió.

—No mires, pero viene tu madre.

El muchacho se giró y a Sam le entraron ganas de reír de nuevo. Ambos observaron cómo se acercaba la menuda mujer vestida de blanco por la acera de Main Street, con paso decidido.

—Te lo advertí, Sam. Ahora sí que te has metido en un lío.

Jim volvió a levantar la cabeza y frunció el ceño.

—¿Qué quiere decir?

—Que viene enfadada. Si fuese tú, iría sin rechistar.

—¿Adónde?

—Adonde ella dijese —Sam asintió, se mantuvo serio—. Hola, Maggie. Estábamos…

—Sam, lo siento mucho —dijo ella, metiéndose un mechón de pelo rubio que se le había escapado de la coleta detrás de la oreja—. Jimmy, estoy muy decepcionada. Pensé que teníamos un trato —suspiró y sonrió a Sam—. Le interesa mucho tu trabajo. Todo lo que haces —apoyó una mano en su cadera y amplió la sonrisa—. El señor Cochran me ha vuelto a llamar al trabajo, Jimmy. No puedes marcharte de la escuela así. Ahora vas a tener problemas con él y conmigo. Y con el sheriff también. Lo siento, Sam.

—¿Y tú, Jim? —le preguntó éste al chico.

—Lo siento —dijo bajando la cabeza, como si estuviese avergonzado, pero enseguida volvió a levantarla como si no hubiese pasado nada—. Carla Taylor ha dicho que ha disparado a un ladrón esta mañana. Lo ha visto desde el autobús. También dijo que Lucky estaba ladrando como si estuviese loco.

—Sí. Ese perro ha tenido mucha suerte, se ha librado de que le picase una serpiente.

—Carla dijo que oyó que usted le decía a alguien que se entregase.

—Las serpientes de cascabel también tienen derechos.

Maggie se rió y a Sam le gustó el sonido.

Pero en el rostro del muchacho había decepción.

—Pensé que tenía a un prisionero ahí dentro. O un muerto.

—No, pero tengo un montón de cascabeles, que te enseñaré la próxima vez que vengas si no te subes a la ventana. Sobre todo, cuando se supone que deberías estar en la escuela —le puso una mano en el hombro—. Te has metido en una situación doblemente peligrosa, Jim. Tengo que volver al trabajo. Disculpas aceptadas —asintió y levantó la mano hasta el sombrero que llevaba puesto—. Maggie.

—Gracias, Sam.

Una vez en las escaleras del viejo edificio donde estaba la oficina del sheriff, en cuyo piso de arriba se encontraba, además, su casa, Sam observó cómo la pequeña Maggie Whiteside cruzaba la calle con su hijo. El chico tenía mérito por ir en silencio de la mano de su madre y permitir que ésta le acariciase el pelo delante de todo el colegio. Sam no sabía nada del padre de Jim, pero suponía que tenía que estar en alguna parte, y que debía de ser alto. Un chico así era mucho trabajo para una madre soltera y, aunque no se parecía a ella, era la que llevaba la sartén por el mango.

Era enfermera en la Bear Root Regional Medical Clinic, y una de esas mujeres que hablaban con uno como si lo conocieran, aunque no fuese así, fingía estar interesada por las cosas aunque no lo estuviese, y reía como si estuviese divirtiéndose siempre. Era adorable, pero sobre todo de puertas para afuera. Sam no sabía de dónde era exactamente, pero sólo llevaba viviendo en Bear Root un par de años. Con el tiempo, aprendería a dejarse de tonterías. Por desgracia, no había muchas mujeres como ella en Bear Root. Y después de dos años allí, estaba a punto de estallar.

Sam iba a abrir la puerta cuando oyó una de las dos sirenas de la ciudad romper la tranquilidad. Todavía estaba lejos, pero iba hacia allí. Ambas sirenas servían para poner en alerta a todos los habitantes de la ciudad.

Vio que Maggie levantaba la cabeza, como si hubiese oído la llamada del deber, como si hubiese olido algo en el aire y lo miró. «¿Lo hueles tú también? Ha pasado algo importante, algo malo». Ambos tenían el mismo instinto.

Sam se sacó las llaves de los pantalones y fue hacia el coche marrón adornado con una enorme estrella dorada. Se sintió un poco aturdido, pero fue sólo porque no llevaba su sombrero. Lo que significaba que no iba de uniforme.

Arrancó el coche, encendió la radio, notó que Maggie cruzaba con rapidez el césped del colegio y se reprendió en silencio.

 

 

Lucky aprendía rápido.

A veces era su dueña la dura de mollera, pero cuando Hilda Beaudry entendía cuál era el problema, Lucky no tardaba en aprender el nuevo truco.

—Lucky, enciende las luces.

El pequeño terrier blanco y negro siempre acertaba, saltaba, aterrizaba en la banqueta que había sido estratégicamente situada y se lanzaba hacia el interruptor para alcanzar el objetivo con su única pata delantera. Lucky podía hacer más cosas con tres patas que la mayoría de los perros con cuatro. Ni siquiera hacía falta ordenarle que se quedase sentado después en la banqueta. Levantaba las orejas y esperaba su recompensa. Lo que más le gustaba era el hígado.

Lucky ladró y levantó las orejas, se puso en alerta y miró más allá de donde estaba Hilda.

Ella se giró y vio una pequeña sombra en la puerta de la tienda.

—¿Tengo un cliente, Lucky, o eres tú quién tiene público?

El perro volvió a ladrar.

—¿Niño o niña?

—¡Guau!

—Vaya, tu favorito —la sombra se movió—. Y hoy regalamos galletas a las cinco primeras personas que entren… ¿Cuántas llevamos por ahora?

Hilda levantó cuatro dedos y Lucky ladró cuatro veces.

—Galletas de chocolate —añadió Hilda.

Una niña pequeña, con una larga coleta castaña apareció delante de ella.

—¿Tengo que comprar algo? —preguntó la niña.

—En esta tienda, gratis quiere decir gratis.

Y en Allgood’s Emporium, las galletas de chocolate querían decir que había habido mucho trabajo. Hilda tenía una receta especial. No para las galletas, para hacerlas utilizaba la receta que venía en la caja de pepitas de chocolate, sino para el aroma. Era el aroma lo que hacía entrar a los clientes. Todavía no se le había ocurrido cómo embotellarlo, pero el ventilador que había al lado de la ventana de la cocina llenaba el aire de aroma a galletas recién hechas.

—Entra y sírvete. Son dos por cliente.

—Pero yo no soy un cliente.

No importaba que la niña tuviese la puerta abierta mientras decidía si entraba o no, ya que era primavera y todavía no había demasiados insectos.

—Dime quién eres y seremos amigas. A las amigas les doy tres galletas, pero la tercera te la tienes que llevar a casa, para luego.

—No vivimos aquí —dijo la niña, cerrando la puerta—. Nunca había visto a un perro encender la luz. ¿Por qué tiene sólo tres patas?

—No necesita más.

—¿Nació así?

—No estoy segura —contestó Hilda poniendo los brazos en jarra y mirando al animal—. Ya era así cuando vino a vivir conmigo. Congeniamos enseguida. Nunca hemos hablado de nuestra edad ni de nuestra forma física —volvió a mirar a la niña—. ¿Tienes calor? Lucky, enciende el ventilador, por favor.

El perro necesitaba tres banquetas estratégicamente colocadas para conseguirlo.

La niña abrió los ojos como platos.

—Guau.

—¿Estás de visita o sólo de paso?

—Hemos venido en autobús. Nos estamos quedando en el Mountain Mama Hotel. A mi madre le gusta el nombre, pero a mí no me gusta cómo parpadea la flecha luminosa por la noche. No nos deja dormir —miró el plato que Hilda acababa de colocarle debajo de la nariz, luego levantó la vista. Hilda asintió, pero la pequeña necesitaba algo más que eso, algo más que una galleta—. Mi… mi mamá está muy enferma.

—¿Estáis las dos solas?

La niña asintió.

—¿Desde cuándo está enferma?

—Desde hace tiempo, pero se ha puesto peor.

—¿Quieres que vaya yo a verla? Tengo una buena amiga que es enfermera. Podríamos…

—Me llamo Star Brown —dijo la niña tomando una galleta—. Esta tienda es de mi abuela.

—Esta tienda es mía, cielo, y me encantaría tener una nieta, pero…

—¿Eres Hilda Beaudry?

—Sí.

—Hemos venido a buscarte. Mi madre dice que las abuelas también son madres, pero mayores, porque sus hijos son padres y madres.

—Siempre quise tener una hija, pero sólo tuve hijos, y ninguno tiene…

La niña parecía decepcionada y Hilda no quiso ser ella quien le diese la mala noticia.

—¿Por qué no vamos a ver a tu madre?

—Eres la única abu… —la niña se quedó callada al oír la sirena.

—Ese sonido quiere decir que hay que dejar paso a la ambulancia de Bear Root —comentó Hilda acercándose a la puerta. Oyó una segunda sirena—. Van hacia el motel.

Star salió corriendo y Hilda se dispuso a seguirla, pero oyó a Lucky arañando la puerta.

—Ven —le dijo—. No puedo dejarte solo ni un minuto con ese olor a chocolate en el hocico.

Hilda se dio cuenta de que a la niña se le había caído la galleta al suelo al marcharse. La vio correr detrás del coche del sheriff.

¿Sam?

No podía ser Sam. Zach tal vez, pero…

Hilda bajó los escalones de madera de la tienda.

—Vamos, Lucky. Sigue a esa niña.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MAGGIE hizo que su hijo atravesase la pesada puerta de cristal que tenía delante. El director, Dave Cochran la saludó muy serio con un movimiento de cabeza, su atención parecía estar más bien centrada en la ambulancia que se acercaba.

—Parece que van hacia el motel —comentó el director—. La doctora Dietel te está buscando, Jimmy. Dile que ya has estado conmigo.

—Lo siento, señor…

—Te espero en mi despacho a las tres y media. Ahora, vete a clase —luego estiró el cuello hacia la ventana—. No creo que haya nadie en el motel. No he visto ningún coche esta mañana. Espero que no sea Mama Crass.

—Ni Teddy. Voy a acercarme a ver si necesitan ayuda —dijo Maggie yendo hacia la puerta—. A no ser que quiera hablar conmigo. Jimmy estaba otra vez rondando por la oficina de Sam.

—Sam no debería animarlo…

—Volveré —le dijo, cruzando de nuevo la puerta—. O lo llamaré, ya veré. Las consecuencias son las mismas en el colegio y en casa. Tenemos que hacer un esfuerzo de equipo —levantó el dedo pulgar.

El director sonrió. Una buena señal para Jimmy. Maggie sabía al menos dos cosas de aquel hombre: que se sentía atraído por ella, y que le gustaba que le diesen la razón. Lo primero le producía desasosiego. Dave tenía dos cosas que no le interesaban: era viejo y estaba casado. La segunda era útil. No aprobaba los actos de su hijo, pero tampoco era lo mismo que faltar al colegio para hacer algo malo. El chico sólo quería ser como Sam Beaudry.

Maggie corrió por el aparcamiento en dirección a la ambulancia, cuya luz seguía brillando, ya con la sirena apagada. Su conductor, Dick Litelle, estaba abriendo las puertas traseras mientras los dueños del motel, Cassie y Ted Gosset indicaban al equipo de emergencia dónde se encontraba la persona afectada.

—Llamó a recepción, pero no sabría decir…

—Dijo que no podía levantarse, ¿verdad? —añadió Teddy, al que parecía preocuparle que le culpasen de algo—. Le dije a Mama que fuese a ver, pero tenía que… ¡Tenías que peinarte antes! Estaban sólo la mujer y la niña, así que no quise…

—¿Necesitáis ayuda?

—Sí, Maggie —contestó Dick, señalando la puerta número tres—. Yo iré a por la camilla. Ted, Cassie, indicadle el camino a Maggie.

—Nunca había visto a una mujer tan delgada —comentó Cassie, que estaba más bien fornida—. Tú, no, Maggie —puntualizó Mama Crass mientras le señalaba la puerta número tres—. La que está ahí dentro.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Maggie.

—¿Está también la niña? —preguntó Cassie—. Deberías hacerla salir.

—¿Cómo se llama la mujer? —insistió Maggie.

—Merilee Brown —contestó Teddy.

—La pequeña no debería estar ahí dentro —repitió Cassie, levantando la voz para que la oyesen.

La habitación estaba a oscuras y olía a patatas fritas rancias y a sudor.

—Eh, cielo —dijo Maggie, mirando hacia la puerta del baño y colocándose al lado de la cama en la que estaba Jay—. Tiene una niña —susurró. Luego levantó la voz—: Vamos a llevaros a ti y a tu mamá a dar una vuelta en la furgoneta.

—Tiene pulso, pero muy débil —le informó Jay desde el otro lado de la cama, haciéndose a un lado para dejar que Maggie la examinase.

—Merilee, ¿me oyes? Hemos venido a ayudarte —Maggie le hizo una señal a Jay para que fuese hacia el baño—. ¿Dónde está tu hija, Merilee? ¿Cómo se llama?

—¿Qué dice?

—Me da la sensación de que está contando. ¿Has tomado pastillas, Merilee? —preguntó Maggie, acercándose a los pálidos labios de la mujer sin soltarle la muñeca. A su espalda, oyó llegar a Dick con la camilla—. ¿Hay algo, Jay?

—No mucho —contestó él, saliendo del baño con una bolsa de plástico en la mano—. Pastillas, pero ni rastro de la niña.

—Mira debajo de las camas —le sugirió Maggie mientras envolvía a la paciente con una sábana—. Yo iré en la ambulancia con ella.

 

 

Sam observó a Dick Litelle saliendo de la puerta número tres, con la camilla cargada detrás de él. La paciente salió con los pies por delante, envuelta como una momia. Tardó unos segundos en ver la cara, muy pálida. Era la traslúcida fragilidad de una mujer que había sido muy bella. Merilee Brown. El nombre que le habían dado los Gosset le había sorprendido, pero su rostro, todavía más.

—¡Mamá!

Sam se dio la vuelta.

—¡Se están llevando a mi mamá!

—Espera, cielo.

Sam giró la cabeza hacia una voz que le era muy familiar. Era su propia madre, que estaba abrazando a la niña que decía ser la hija de Merilee.

Hilda lo miró e intentó recuperar la respiración.

—Sam, ¿qué ha pasado? Esta niña ha aparecido en la tienda y…

—Merilee Brown —dijo. Y por su mente pasaron imágenes dulces y amargas—. Yo solía… —sacudió la cabeza e intentó ordenar sus ideas—. Ted dice que llamó a recepción y dijo que no podía levantarse, que su mujer entró en la habitación y se la encontró así —empezó a andar al ver que Maggie entraba en la ambulancia—. Yo iré delante para abrir camino —le dijo al conductor.

Su madre lo agarró del brazo.

—Ésta es su hija.

Él miró a su madre y a la niña, de nuevo a su madre, y abrió la puerta trasera de su coche.

—Vamos.

Intentó concentrarse. Se movió con rapidez. Sirena, radio, los ojos en la carretera, la cabeza en el presente. Su madre estuvo callada todo el camino hacia la clínica.

Sam no volvió a pensar en nada personal hasta que no llegaron allí y siguieron a la camilla por la puerta de urgencias. «Merilee ha venido a Bear Root». Miró a la niña.

«Y se ha traído a su hija».

Luego llamó a la oficina para hablar con Phoebe Shooter, le pidió que se encargase de todo y se sentó a esperar en una silla desde la que lo controlaba todo: la UCI, el mostrador de las enfermeras, y el exterior por una ventana… Todo, salvo el trabajo por el que le pagaban. Debía haberse vuelto a terminar el papeleo que tenía encima del escritorio para poder ir a darse una vuelta por la casa abandonada de los Osterhaus, donde Minnie Lampert le había asegurado haber visto «actividades sospechosas» por enésima vez. Si había algún cambio en el estado de Merilee, alguien lo llamaría. Su madre no se separaba de la niña y acababan de dejarlas entrar a la habitación de Merilee.

¿Era ésa una mala señal?

—¿Dónde estaba la niña?

Sam se giró al oír la agradable voz de Maggie. No entendió su pregunta, sólo se fijó en sus bonitos ojos verdes, que parecían decirle que aquello era sólo entre ellos dos. Le tendió una taza humeante y se sentó a su lado.

—Estábamos buscándola en la habitación del motel —le explicó.

—En la tienda, supongo —contestó él, dando un trago al café—. A mamá se le dan bien las ovejas descarriadas.

—¿Descarriadas? Qué raro…

—Al parecer, se fue a la tienda y dejó a su madre sola… —añadió Sam, dando otro trago.

—Es sólo una niña, Sam —contestó ella, dando un trago a su propio café—. ¿De dónde son? ¿Saben los Gosset algo de la mujer?

—Es Merilee Brown —respondió él en voz baja.

—Me refiero a si saben algo además de los datos de la hoja de registro.

—No sé qué había en la hoja de registro. Sé que estuvo trabajando en un área de descanso en Wyoming. Y se fue a California hace ocho, casi nueve años.

—¿La conoces?

Parecía sorprendida. Como si no supiese que Sam había salido del condado. Aunque nunca le había hablado de sus viajes. En general, era su madre la que disfrutaba relatando sus aventuras.

—No sabía que estaba en el pueblo. No sé qué ha venido a hacer aquí —apoyó los codos en las rodillas, tomó la taza de café con ambas manos y la estudió—. ¿Ha tomado drogas?

—No lo sé —contestó ella muy seria—. Jay ha encontrado medicamentos, pero no sé cuáles. ¿Solía consumir?

—Lo hacía cuando yo la conocí, pero no he vuelto a verla desde que me alisté en la Marina. ¿Está muy grave?

—No tiene buena pinta. Le están haciendo una radiografía.

Maggie apoyó la espalda en la silla. La falda blanca se le subió un par de centímetros por encima de las rodillas. Las otras enfermeras llevaban pantalones, pero Maggie, no. Sam no sabía si era porque era más tradicional o porque le gustaban más los vestidos. El uniforme le sentaba bien, aunque tal vez hubiese desentonado menos con pantalones.

O no. Maggie era diferente, de eso no cabía ninguna duda. No le gustaba parecerse al resto.

—¿La conocías mucho?

Él se limitó a mirarla.

—Está inconsciente, y no nos oye nadie.

—Han pasado muchos años, Maggie. ¿Qué quieres que te diga? Fumaba hierba, tomaba coca, pastillas, y no sé qué más, pero nunca la había visto así. Y no tenía hijos. ¿Cuántos años tiene…?

Se irguió al ver aparecer a la niña con su madre. La pequeña se acercó a Maggie.

—Se han llevado a mí mamá, pero no me han dicho qué le pasa. ¿Tú lo sabes?

—Todavía no, cariño, pero el médico está intentando averiguarlo.

—¿No se despierta?

—El doctor está intentando despertarla. ¿Hace mucho tiempo que está enferma?

—No lo sé. Bueno, creo que sí. Ya estaba mal en el autobús. No le gusta montar en autobús. Dijo que estaría mejor cuando descansase en una cama —se giró y miró hacia la puerta de la UCI—. ¿Por qué no puedo estar con ella?

—Porque, por el momento, el doctor prefiere que nadie lo moleste. Él es quién más puede ayudar a tu mamá, pero necesita sitio para maniobrar. Sé que es duro esperar.

—¿Qué le está haciendo?

—Fotografías. ¿Sabes lo que es una radiografía?

—Sí, me hicieron una del brazo el año pasado.

—Cuando el doctor haya terminado, volverán a llevarla a esa habitación, que es donde cuidamos de los pacientes. Pronto podrás volver a verla. Yo me aseguraré de ello —Maggie se puso en pie y rodeó a la niña con el brazo para darle seguridad—. ¿Tienes hambre?

Una auxiliar la llamó con la mano. Ella le dio una palmadita en el hombro a la niña.

—Hilda, podrías ocuparte de…

—Star —dijo Hilda.

—… llevar a Star a la sala de espera y comprarle algo de comer.

Una vez que la niña se hubo alejado, Maggie se volvió hacia Sam.

—¿Ha venido a buscarte a ti esa mujer? —inquirió.

—Eso tendrás que preguntárselo a ella.

Maggie lo miró fijamente, como si supiese que no le estaba contando todo lo que sabía. Como si él supiese lo que pasaba por la cabeza de Merilee.

—Espero tener la oportunidad de hacerlo —comentó ella alejándose.

Sam asintió, pero Maggie ya le había dado la espalda. Tenía que trabajar.

Él también tenía esperanzas de que volviese con su hija. No obstante, tenía que averiguar con quién ponerse en contacto si era necesario. Mientras iba de camino al coche pensó también que ojalá esa persona no fuese Vic Randone.

Fue a la oficina del sheriff y, de allí, a casa de los Osterhaus. El viejo Bill Osterhaus había muerto hacía más de un año y sus parientes habían vendido el poco ganado y la maquinaria que tenía, pero seguían peleándose por la propiedad. Su vecina, Minnie, que tenía más años que las montañas al pie de las cuales estaba la casa y la cabeza el doble de dura que ellas, aseguraba que había «ocupas» en la casa. Sam se detuvo a verla para informarle de que los únicos ocupas que había encontrado tenían cuatro patas, pero que volviese a llamarlo si era necesario. Se lo había dicho con sinceridad. Al fin y al cabo, era una votante más.

No tenía pensado parar en el hospital al volver a la ciudad, pero no había tenido noticias de Merilee y le pillaba de camino. Se la encontró sola en la fría habitación. Le dio la vuelta a una silla, apoyó los brazos en el respaldo y se quedó allí, escuchando el rítmico pitido de la máquina. Esperó a que moviese los párpados, a que moviese algo y se preguntó qué estaría pasando por su cabeza. No era la primera vez que lo hacía.

—¿Qué te pasa, Merilee? —preguntó, apoyando la barbilla en sus puños—. Cuéntamelo. Tal vez pueda… ayudarte.

Decirlo en voz alta era todavía peor que pensarlo. Por suerte, la única persona que podía oírlo no parecía hacerlo.

—Aunque quién sabe. A lo mejor me estás oyendo. En ese caso… tu hija está bien. Es muy guapa. Igual que tú. No he podido hablar mucho con ella. No he querido asustarla todavía con un montón de preguntas. ¿Es lo suficientemente mayor para contarme lo que ha pasado?

Miró el monitor donde se registraban los latidos de su corazón. Oyó un breve pitido.

—Está con mi madre —añadió—. Te hablé de ella. Es la dueña de la tienda. No recuerdo qué te conté de Bear Root. Cuando te conocí, pensaba que me había ido de casa para siempre —estiró la espalda, tomó aire—. Todos los días aprende uno algo nuevo, ¿verdad? —tomó su mano.

Habían pasado diez años y él había aprendido lecciones muy duras desde que había dejado de recorrer los yacimientos petrolíferos con Vic Randone, el amigo que había hecho en Alaska. Había pasado de ir de pelea en pelea a casi perder el sentido por una torpe camarera de un área de servicio de Wyoming. Merilee Brown. El cuerpo que yacía en aquella cama no era ni la sombra de la chica llena de vida que él recordaba. La imagen de la primera vez que la había visto, riendo, se había quedado grabada para siempre en su memoria. Se le había caído algo de agua detrás de él, y le había mojado la espalda, luego había vuelto a limpiarlo y le había dado con la bandeja en la cabeza. Sam se había enamorado de ella en ese momento.