Melodía para dos - Kathleen Eagle - E-Book

Melodía para dos E-Book

Kathleen Eagle

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Beschreibung

¿Lograría él que ella dejara de correr? Sally no se detenía ni un momento. La dueña del rancho Doble D estaba muy ocupada manteniendo el equilibrio entre su salud, su hogar y sus caballos. Y, aunque afrontaba cada desafío con la cabeza alta y un insuperable buen humor, podía llegar a sentirse muy sola. Entonces apareció Hank entonando su misma melodía. Hank no pudo evitar reparar en la irresistible hermana de la novia durante la boda de su mejor amigo. Pero aquel asistente del médico se ganaba la vida tratando a jinetes de rodeo y podía sentir que algo en el interior de Sally estaba roto. ¿Conseguiría su toque curativo calmar la mente, el cuerpo y el alma de Sally...?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2010 Kathleen Eagle

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Melodía para dos, n.º 1863- marzo 2022

Título original: Cool Hand Hank

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-594-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HANK Caballo Oscuro prefería ocuparse de sus propios asuntos, salvo que algo mejor se cruzara en su camino. Y una mujer desnuda era algo mejor.

Técnicamente, era él quien estaba cruzándose en su camino. Se disponía a pasar del bosque a la orilla del lago cuando, al verla salir del agua al final del muelle, ella se había convertido en asunto suyo. Era enérgica y hermosa, como todo al aire libre, y se sentía como en su casa. Tal vez no había reparado en la luna y en cómo la luz plateada hacía brillar su piel.

Phoebe, aunque también la había visto, se mantenía junto a él sin delatar su posición.

Con tanta piel desnuda, aquella mujer resultaba muy apetitosa. Phoebe intentaba decidir si señalarla o abalanzarse sobre ella. Hank conocía a su perra. No pudo evitar sonreír conforme la mujer se giró para alcanzar una toalla colgada de uno de los pilotes: era delgada pero voluptuosa, con una bella espalda y un trasero delicioso. Si él se movía, si hacía el menor ruido, acabaría con un momento perfecto. Sería una pena verla…

… tropezarse, sacudir los brazos y caerse. De grácil a torpe en un suspiro, la mujer se hundió de cabeza en el lago sin un solo grito. Hank estaba atónito.

Phoebe salió disparada, poniendo fin a su ocultamiento.

La mujer tenía el agua y él tenía a Phoebe. «Disculpe a mi perra, no tiene maneras», pensó en disculparse. Pero la mujer… debería haber salido a la superficie ya. «Tal vez se ha ahogado».

Phoebe chapoteaba como una loca. Él se apresuró pendiente abajo por el camino cubierto de agujas de pino hasta que sus botas se toparon con el muelle, recordándole que, en lo que fuera a hacer, las botas tenían que acompañarle.

¿Y entonces qué? Él poseía muchos talentos, pero nadar no era uno de ellos. Si la gente del albergue de animales le hubiera advertido de que a Phoebe le encantaba el agua, ni se hubiera fijado en ella y se habría quedado con el chihuahua de la jaula de al lado. En lugar de eso, se había cargado con una enorme perra rubia que se creía una foca. O un delfín. Los delfines podían rescatar nadadores, ¿cierto?

«Bucea, grandullona, bucea».

De pronto, la mujer sacó la cabeza a la superficie. Phoebe comenzó a chapotear en círculos alrededor de ella, ladrando alegremente como si aquello fuera un nuevo juego.

—¿Pero qué…? —pronunció la mujer escupiendo agua mientras veía a Phoebe rodearla—. ¿De dónde has salido tú?

—Está conmigo —respondió Hank y vio cómo la mujer se giraba hacia él—. ¿Te encuentras bien?

—Sí. ¿Y tú de dónde has salido?

Hank señaló con la barbilla por encima de su hombro hacia el bosque de pinos.

—Mi perra… ¡Phoebe, ven aquí! …creyó que te había disparado.

La mujer se rió. Fue una carcajada espontánea, inesperada y llena de gozo que Phoebe acompañó con sus ladridos graves.

—¿Tú también vas a bañarte?

A él ni se le había ocurrido. Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba sentado al final del muelle con una bota medio quitada.

—No, si no es imprescindible. Pareció que te habías caído.

—Y así ha sido.

Ella se le acercó de una brazada, mirándolo con tranquilidad. Su pálida piel brillaba bajo el agua.

—Tengo aletas en lugar de brazos y dos pies izquierdos a los que les gustaría ser una cola.

Miró a la perra chapoteando a su lado.

—No soy un cadáver en el agua. Lo siento, Phoebe.

—Creyó que estabas batiendo las alas. Si hubieras tenido aletas, a ella no le habría importado.

—¿Y a ti?

Él se calzó bien la bota.

—Por la manera en que te has caído, creí que habías sufrido un ataque al corazón o algo parecido.

—Más bien un ataque de torpeza.

Ella se mantenía en el agua, moviendo los brazos justo debajo de la superficie e impidiendo la visión por debajo de ellos.

—El agua está bien una vez que te acostumbras a ella. Ahora que estoy otra vez dentro, no me importaría compañía.

—Ya la tienes —afirmó él mirando sus pies colgando sobre el agua.

Maldición. Se sentía como si fuera él a quien habían sorprendido desnudo. Tenía que ponerse en pie. Recuperaría su dignidad una vez que volviera a sentir tierra firme bajo sus pies. Necesitaba algo a lo que sujetarse, y las palabras eran todo lo que tenía. «Sigue hablando».

—Esta perra no sabe cazar, pero le encanta nadar.

—¿Y a ti?

Él se dirigió hacia el poste tan rápido como podía.

—Yo prefiero mirar el agua desde lejos.

«O al menos, agarrado al pilote».

—Así que eres uno de esos tipos que prefiere mirar a tirarse a la piscina.

—Soy uno de esos tipos que prefiere mirar a ahogarse.

De nuevo aquella carcajada, cálida y brillante, como un instrumento tocado bien y a menudo.

—¿Y cómo ibas a salvarme, exactamente?

—Lanzándote una bota salvavidas —respondió él sonriendo, tras haber alcanzado el poste.

—No hacía falta —afirmó ella—. Toco el fondo con los pies.

—¿En serio?

—Si me pusiera de pie, el agua me llegaría sólo hasta la cintura.

—Por lo que he visto, entonces debe de haber unos sesenta centímetros de profundidad.

—Compruébalo tú mismo —lo desafió ella con una risa traviesa—. Trae tu medidor de profundidad.

Menuda estampa. Aquella extraña mujer y la perra a la que él alimentaba todos los días se habían aliado contra él, pensó Hank. Phoebe debería ser más lista.

—Tengo algo con lo que podría medirlo —comenzó él con una sonrisa—. Pero con el frío se encoge.

—Hablando de frío… —dijo ella pasando su brazo sobre la cruz de Phoebe—. Si no vas a unirte a nosotras, me gustaría intentar salir de nuevo.

Sin soltarse del poste, él se puso en pie y agarró la toalla que ella había colgado allí.

—Ven hasta aquí y te ayudaré a secarte.

—Verme gratis una vez es todo lo que vas a conseguir, vaquero. Una segunda vez te costará.

—¿Cuánto?

Ella le salpicó agua en la cara. Él se tambaleó hacia atrás mientras Phoebe alcanzaba la orilla.

—¡Por todos los…! Debes de tener hielo en las venas, mujer.

—Soy de manos calientes y corazón frío. Regresa allí de donde procedes, por favor —conminó ella en tono travieso—. Y tu perrita también.

«Si pudiera, lo haría», pensó él. Regresaría a la casa en las montañas de Dakota del Norte donde se había criado, donde su hermano vivía con su mujer y sus hijos, y donde el único agua por la que había que preocuparse era la escorrentía de primavera. Aunque a él le gustaban las Black Hills, en Dakota del Sur, no le entusiasmaban las bodas ni las mujeres alocadas. Pero Hank Caballo Oscuro era un hombre que mantenía su palabra.

Se tocó el ala del sombrero.

—Encantado de conocerte.

 

 

Conque así era una auténtica boda…

Hank ojeó el programa que le había sido entregado en la recepción del hotel Hilltop junto con la llave de su habitación «con fabulosas vistas al lago». Él le había dicho a Scott, el empleado, que ya había tenido unas fabulosas vistas desde el lago. Scott le había prometido unas aún mejores al atardecer y él había dicho que no se las perdería. Pero una boda era algo especial. Él había asistido a unos cuantos enlaces a caballo, como parte de los eventos de los rodeos, y había actuado como testigo de uno de sus primos en su enlace civil. Pero nunca había visto a ningún hombre atravesar tantos obstáculos sólo para intercambiar unas promesas.

¿Tres días de celebraciones? Su amigo aseguraba que, una vez colgadas las espuelas, había terminado con sus ajetreados horarios los fines de semana. Pero no parecía así a juzgar por la lista que Hank contemplaba. Recepción, ensayo de la boda, ensayo de la cena. Le entró risa al imaginarse a un vaquero de rodeos ensayando su paseo hasta el altar, con sus botas texanas resonando sobre el suelo de madera.

—¿Qué te resulta tan divertido, Caballo? —preguntó Zach Beaudry dándole una palmada en el hombro—. ¿Estás riéndote de mí? Espera a que te llegue el turno.

—¿El turno de esto? —preguntó Hank sonriente, blandiendo el programa bajo la nariz de su amigo—. Si no pides número, no te llega el turno.

—¿Mi consejo? Pide número —dijo Zach cambiándole el programa por un apretón de manos—. No querrás perderte la experiencia de tu vida.

—Pues te diré dos cosas. Primera: me gano la vida curando a vaqueros de rodeo. Me lo sé todo acerca de «la experiencia de tu vida» —aseguró y palmoteó a su resplandeciente amigo en el pecho.

Ningún hombre demostraba tanto sus sentimientos como un vaquero enamorado.

—Y segundo: nadie te ha pedido consejo este fin de semana, Beaudry. Es como preguntar al tipo que sostiene el trofeo qué le parece haber ganado.

—Serás sabelotodo… Pues ten cuidado, no vayas a pasarte de listo. Ven a conocer a mi familia.

Hank siguió a Zach por un vestíbulo repleto de muebles de pino rústicos, tapicería de cuero y trofeos de caza disecados. Gruesas vigas soportaban el techo y una chimenea de piedra ocupaba una de las paredes. Atravesaron un dintel de madera y llegaron a un enorme salón de fiestas, con el bar en un extremo, la pista de baile en el otro, mesas repartidas entre ambos, y amplios ventanales con vistas al lago.

—Ésta es mi prometida —anunció Zach tomándola de la mano—. Annie, éste es Hank Caballo Oscuro.

Ella era menuda y bonita, y su sonrisa le resultó familiar a Hank. Pero ella no pareció reconocerlo. Y su coleta rubia estaba completamente seca. Hank contuvo el aliento y alargó la mano.

—El cantante de nuestra boda —señaló la novia tímidamente—. Gracias por venir, Hank.

—Encantado —respondió él aliviado.

Estaba seguro de no haber oído esa voz antes, así que miró a su amigo a los ojos y sonrió.

—Lo has hecho bien, Beaudry.

—¿Verdad que sí? —señaló Zach abrazándola por la cintura—. Tiene una hermana.

—No sigas —dijo Hank elevando un hombro—. Estaré encantado de cantar a cambio de un trozo de pastel de boda, pero nada más.

—Sólo digo que cantas unos solos magníficos, amigo, pero un dúo también puede ser muy interesante.

—Apuesto a que sí. No me gusta ir a ningún lado sin Phoebe.

—¿Phoebe está aquí? —inquirió Zach, y se le iluminó el rostro—. Annie, ya que no podemos casarnos a caballo, ¿qué tal si incluimos a Phoebe en el cortejo nupcial? Podría llevar los anillos. Es la asistente del asistente médico. Hank es muy bueno con las manos, pero Phoebe tiene corazón. Mientras él cose las heridas a un vaquero, ella le da el cariño que sólo el mejor amigo del hombre sabe dar. Te ayuda a salir de allí deseando subirte a otro toro.

—Él ya no puede —le aseguró Ann a Hank—. Lo hemos escrito en el contrato prenupcial.

—Me alegro, porque estoy cansado de coserlo y observar cómo se arranca los puntos en la siguiente ronda.

—¿Dónde tienes a Phoebe? —insistió Zach—. Apuesto a que no se ha cansado de mí.

—Está fuera. Me ha dado algunos problemas, así que la he dejado en la caseta.

—De ninguna manera. Dile a Phoebe que puede… —comenzó Zach, vio algo a espaldas de Hank y elevó la mano—. ¡Sally, ven aquí! Quiero que conozcas a alguien.

—¿Sabe nadar?

Aquélla sí era la voz.

—Me veo con el agua al cuello otra vez.

Hank se giró y la recorrió con la mirada, desde las uñas de los pies pintadas de rojo hasta el pronunciado escote azul entre sus pálidos senos. Se detuvo, sonrió y la miró a los ojos, también azules pero más vivos que los de su hermana, y la saludó de nuevo tocándose el ala del sombrero. El pelo rubio y corto de ella aún estaba húmedo.

—Me gusta tu vestido.

—¿No querrás decir que te gusto vestida?

—Eso también. Pero el hábito no hace al monje.

Él ya había visto su elegante desnudez.

—Ciertamente. No he oído tu nombre.

—Hank Caballo Oscuro.

Ann miró a Zach.

—Tengo la impresión de que nos hemos perdido algo.

—Y yo tengo la impresión de que tú eres la hermana —señaló Hank extendiendo su mano.

La de ella era delgada, y más fría de lo que ella se había jactado. La retuvo unos segundos extra para calentarla. A él le sobraba calor.

—Y tú eres el músico —dijo ella con frialdad y sosteniéndole la mirada.

A pesar de que se había reído de él hacía menos de una hora, ella no estaba mostrándose muy clemente.

—Hank, ésta es Sally Drexler, mi cuñada dentro de poco. ¿Vosotros dos ya…?

—Llevé a Phoebe a dar un paseo nada más llegar. Intentó rescatar a Sally del lago.

—Phoebe te va a encantar —dijo Zach alegremente—. Hank forma parte del equipo médico que trabaja en el circuito de los rodeos, y Phoebe contribuye a su buen trato con los pacientes.

A Sally le brillaron los ojos.

—Yo he pasado mucho tiempo en los rodeos. Solía proveerlos de ganado. Zach proporcionaba las emociones y yo posibilitaba las caídas. Pero seguramente fue antes de que tú anduvieras por ahí.

—Yo sólo dispenso las medicinas.

—Hace mucho más que eso —intervino Zach—. Coloca en su sitio los huesos que se salen, pone escayolas, da los mejores puntos que puedas imaginar… Y además, hierra caballos.

Sally desafió las credenciales de Hank con una sonrisa altanera.

—¿Todo eso, y además cantas en las bodas?

—Es mi primera vez —contestó él y sonrió a Ann con indulgencia—. He oído que las novias pueden ser difíciles de agradar, y yo soy un hombre muy sencillo y directo. No me importa cantar en un entierro. Ahí el protagonista nunca se queja.

—En el programa aparece tu nombre, pero no el de tu canción, la cual me gustaría… —señaló Ann y miró a Zach.

Los dos estaban desarrollando su propio código. «Buen comienzo», pensó Hank. Él y su anterior esposa no lo habían logrado.

—Pero accedimos a que la decidieras tú —comentó Zach.

—Es mi regalo. Quiero que sea una sorpresa.

Ann se encogió de hombros.

—Prometo no quejarme.

—Y yo prometo no cantar una canción triste —aseguró él y contempló la sala.

Unas cuantas personas estaban reunidas en el bar. Dos mujeres colocaban cuencos con flores sobre mesas de manteles blancos.

Se giró hacia Sally.

—¿Y tú de qué te encargas en la boda?

—Soy la dama de honor, por supuesto. Es un papel fabuloso —aseguró y se dirigió a su hermana—. Por cierto, hoy han llegado más regalos. He hecho que el de recepción los guarde bajo llave. Uno de ellos es de Dan Tutan.

Tutan. Hank frunció el ceño. No había vuelto a oír ese nombre desde su infancia, cuando se susurraba con respeto, algunas veces con inquietud, y ocasionalmente con desprecio, en la casa de Caballo Oscuro.

—Será de su esposa —dijo Ann—. Se toma muy en serio la hospitalidad entre vecinos.

—¿Dan Tutan es vuestro vecino? —inquirió Hank.

Sally suspiró.

—Vive unos cuantos kilómetros más abajo. No tan cerca como para encontrárnoslo todos los días. Pero, antes de decir «afortunadamente», ¿es amigo tuyo?

—No.

—Bien, porque le gustaría convertir nuestro refugio de caballos salvajes en una fábrica de comida para perros.

—¿Y eso por qué?

—A los caballos les gusta sacarlo de quicio —comentó Zach—. Saben que él enseguida se enfada.

—Tutan ha disfrutado durante tanto tiempo de permisos de pastoreo gracias a sus contactos que ha olvidado que son un contrato —señaló Sally—. Estamos pujando por el usufructo de algunas tierras y por algunos permisos de pastoreo que él ha disfrutado durante años, y ahora tenemos una buena oportunidad gracias al refugio. Somos un lugar de retiro para caballos salvajes que nadie quiere adoptar. Les ofrecemos pastos en lugar del pienso que proporciona el programa estatal para mantener a los caballos salvajes. Así que Tutan no nos tiene en mucha estima últimamente. ¿De qué lo conoces?

—Mi padre lo conocía —respondió Hank desviando la mirada—. Tutan no me distinguiría de un centavo «cabeza de indio».

Sally se acordó de los antiguos centavos con la imagen de la estatua de la libertad y un tocado de hojas, a los que todo el mundo confundió con un indio.

—Sí que distinguiría el centavo —comentó—. Ese «maldito Tutan» nunca dice que no cuando se trata de dinero. ¿Tu padre y mi vecino eran amigos?

—Mi padre trabajó para Tutan un tiempo. Hace mucho. No, no eran amigos.

—Mejor. No se me da bien cuidar lo que digo respecto de gente a la que detesto —dijo Sally colgándose del brazo de su hermana—. Si yo fuera tú, llamaría a un equipo antibombas antes de abrir su regalo. Y luego lo pondría en el montón para regalar a otros.

—No nos queda claro lo que sientes hacia él, Sally —bromeó Zach y le guiñó un ojo a Hank—. Me alegro de que nos regales tu música. Es algo de lo que ella no puede deshacerse.

—Voy a grabarlo todo —informó Sally—. Si vuestro cantante es tan bueno, compraré unos cuantos CD como regalo de Navidad. Ya conocéis las normas del ranchero frugal: regalar los regalos, replantearse los planes y reciclar.

Dio un golpecito a Zach en el pecho.

—Pero no podemos darle a nadie el viaje que os ha regalado tu hermano, así que tendréis que aprovecharlo.

—Ya lo haremos. No hay prisa.

—¿Que no tenéis prisa en iros de luna de miel? —preguntó ella y sonrió radiante a Hank—. ¿Qué le pasa a este hombre, doctor?

—No puedo decirlo.

—Así que te escudas en tu promesa de confidencialidad… —dijo ella y se giró hacia Zach—. Tu millonario hermano te regala una luna de miel de ensueño, la que siempre habíais deseado tu prometida y tú, ¿y me dices que ya la haréis, como si la luna de miel pudiera hacerse en cualquier momento?

—¿Y no es así? —respondió Zach—. Además, no tan rápido. Aún no he dado el «sí, quiero». Necesito trabajar esos votos un poco más, asegurarme de que ambos los decimos para siempre. Llueva o haga sol.

La novia se ruborizó. La dama de honor se echó a reír.

—Di lo que quieras, vaquero. Supongo que una luna de miel larga y romántica me garantizará un sobrino o sobrina nueve meses después. Si no pasas un tiempo lejos del rancho, seguirás haciendo lo mismo que todo este tiempo: destrozarte los pantalones de montar.

—Quitármelos es el primer paso, Sally —apuntó Zach—. No es un gran esfuerzo ni tampoco una garantía, pero es un comienzo. ¿Verdad, Hank?

Hank contestó a su amigo con una mirada. La conversación había derivado hacia un terreno donde sobraban los comentarios.

—Yo puedo ocuparme del Doble D —aseguró Sally mirando alternativamente a Zach y Ann—. Estoy bien.

—Nos hemos reunido aquí para una boda —dijo Ann, cortando la discusión—. Es algo que sucede una vez en la vida, y nos va a salir muy bien. Vivamos el aquí y ahora. Vamos a ensayar. ¿Hank?

Extendió su mano al vaquero indio.

—Quieres comprobar que lo mío no son sólo palabras —dijo él agarrándola de la mano con una sonrisa—. Pero yo no ensayo mis canciones en público. Trae mala suerte.

—Entonces, sólo caminemos y hablemos. Ayúdame a hacer una lista de motivos por los cuales Zach debería montar caballos en lugar de toros.

 

 

Sally contempló a su hermana alejarse entre dos atractivos hombres. Dos vaqueros. Qué suerte. Ella había tratado a muchos y a la mayoría se les calaba fácilmente. Sólo había que fijarse en su camisa. Todo vaquero era directo en sus sentimientos y su vida era la competición. Vivía al día y viajaba de rodeo en rodeo, acumulando dinero y consecuencias. Era adicto a la adrenalina y pagaba caro sus momentos de gloria con dolorosas caídas. Para cuando lograba llenar su permiso de la Asociación de Vaqueros de Rodeo Profesionales con suficientes victorias para ganarse el derecho a llamarse un vaquero de rodeo profesional, lo había pagado con una combinación de moretones, sangre derramada y huesos rotos.

Ésa era la historia de Zach Beaudry. Había sido un vaquero de toros con mucho futuro hasta que se había encontrado con una desafortunada cornada. Igual que los demás como él, no había cedido. Se había recuperado y había vuelto al ruedo. Y así había conocido a Annie.

Hank Caballo Oscuro tenía el aspecto de un vaquero. Era alto y delgado, fuerte y directo. Pero todo buen servicio de mesa necesitaba una cuchara. Sally sonrió para sí al imaginarse las posibilidades de él. Mientras se alejaba, él resultaba muy atractivo. Ella podría pegarse a su grande y fibrosa espalda, apretar sus muslos bajo los de él, acoger aquellos glúteos firmes en su cálido regazo y sentirse fortificada; invitarse a rodear su cuerpo menudo con el suyo grande y fuerte y abrazarla. Podría suceder. En sus sueños, al menos.

Hank se giró para decirle algo a Annie, quien se giró para decirle algo a Zach y de vuelta a Hank. Estaban conspirando. Sally sabía lo que tramaban y no le importaba, siempre y cuando su loco cuerpo funcionara como debía. Haberse caído en el muelle no había sido una buena señal, pero ella ya había recuperado el control. Y Hank Caballo Oscuro estaba girándose y ofreciéndole otra de aquellas excitantes miradas rápidas. «Tú y yo, mujer». Él empezó a acercarse en su busca y ella supo lo rápida y felizmente que alcanzaría el éxtasis una y otra vez si el servicio de mesa lo compusiera Hank Caballo Oscuro. No importaría que fuera mucho tiempo, siempre y cuando fuera tiempo de calidad. La remisión de su enfermedad era como un poco de cielo azul entre nubes. O bien lo aprovechaba al máximo o se quedaba en su encierro.

—¿Te importa sentarte conmigo en la última fila? —invitó él.

—¿Te han hecho responsable de mí? —dijo ella y elevó la voz hasta imitar la de su hermana—. «Si no vas a ensayar tu canción, ¿podrías vigilar a Sally?»

—No me he enterado bien de lo que han dicho —aseguró él guiñándole un ojo—. Algo acerca de las copas. Se supone que voy a traerte una o a evitar que te desmayes. En cualquier caso, podría verme en un aprieto. ¿Eres una alborotadora, Sally?

—Hago todo lo que puedo. Y sé que mientes porque no me está permitido beber.

—¿Nada?

—Nada que contenga alcohol.

—¿Y quién ha hablado de alcohol?

Él la miró desafiante, con los ojos cada vez más oscuros y entrecerrados, y sus carnosos labios sonriendo levemente, sin desear sonreír.

—¿Y quién dicta las reglas?

—La Sally juiciosa —respondió ella ofreciéndole la sonrisa que él le negaba—. En el lago estuvo su alter ego, la Sally desvergonzada.

—Ella piensa acertadamente. Aunque la vergüenza tampoco debería permitirse —dijo él enganchando sus pulgares en los bolsillos delanteros del pantalón—. ¿Qué va a ser?

Ella miró su reloj.

—Ensayo en cinco minutos. No puedo causar muchos problemas en ese tiempo. La Sally juiciosa bebe té verde con hielo y unas gotas de limón.

Hank dijo que él tomaría lo mismo y abandonaron el comedor, con sus vasos en la mano y sin prisa. Sally sentía una creciente reticencia a regresar a la pequeña reunión por la boda en la biblioteca del complejo hotelero. El escenario para la ceremonia junto al lago se montaría al día siguiente, así que el ensayo dentro del edificio de aquella noche era un mero simulacro. Sally conocía su papel. Lo había visto muchas veces en las películas y leído en docenas de libros. La Sally juiciosa se quedaba mucho tiempo en casa. La Sally alocada no podía salir a jugar hasta que su inestable cuerpo alcanzaba a su servicial espíritu. Y, ya que ambos se encontraban trabajando en tándem últimamente, ella iría donde su espíritu la impulsara.

—¡Mira!

Señaló una ventana, agarró a Hank del brazo y lo sacó al enorme porche. Una hilera de jinetes estaba pasando bajo las farolas del jardín, de camino a los pastos más abajo del hotel.

—¿Qué tal fue el paseo? —gritó Sally.

—¡Precioso! —respondió uno de los jinetes—. Hemos ido hasta lo alto de Pico Harney.

—Subamos mañana —le sugirió Sally a Hank—. Montas, ¿verdad?

Se giró hacia los jinetes.

—¿Dónde habéis conseguido los caballos?

—Los traemos nosotros. Somos un club.

—Pero hay un establo cerca que los alquila —dijo la última jinete de la fila—. Pregunta en recepción.

Sally miró a Hank.

—Podríamos ir muy temprano —dijo y se volvió hacia los jinetes—. ¿Cuánto tiempo se tarda?

—Todo el día.

Sally frunció el ceño.