La lista de Elena - María Cañal - E-Book

La lista de Elena E-Book

María Cañal

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Beschreibung

Ni siquiera yo podría haber escrito un guion para mi vida con más giros inesperados. Nunca nadie me habría convencido de viajar a Boston cuando en casa se libraba una batalla sin igual. Y viajé. Nunca nadie me habría convencido de tener un affaire con un hombre que podría ser el prototipo de pareja perfecta para toda la vida. Y lo tuve. Nunca nadie me habría convencido para hacer explotar la burbuja de ese affaire y que inundara hasta el último rincón de mi vida. Y la exploté. Así que la única solución que me quedó fue tomar decisiones y hacer todo lo posible por llevarlas a cabo de forma intransigente. ¿Y qué es lo más intransigente que existe en el mundo? Una lista. Y la que yo hice no fue muy larga. El primer punto fue Arturo, mi marido, porque él no podía sufrir. Nunca. El segundo punto fue Bruce, el hombre que me hizo reencontrarme conmigo misma. El tercer punto fui yo. Pero para llegar a este último tenía que hacer tantas cosas… - No hay que juzgar con la visión de blanco o negro, porque la vida está llena de matices. - Situaciones en la vida de una mujer normal, desterrando los prejuicios y buscando la comprensión. - Cuando las burbujas estallan, salpican hasta el último rincón de tu vida. Y no son tan divertidas como una pompa de jabón. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, romance… ¡Elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 María Cañal Barrera

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

La lista de Elena, n.º 382 - marzo 2024

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 9788411806046

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

EL AFFAIRE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

LA LISTA

La Lista

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

BRUCE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

¿YO?

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

A mis hijos, Guillermo y Javier,

que no dejen de sorprenderme.

Prólogo

 

 

 

 

 

Tumor en Grado II en la zona posterior del cerebro: cáncer, la palabra maldita.

EL AFFAIRE

1

 

LA OPORTUNIDAD

 

 

 

 

Salí de la ducha y, vestida con la ropa del día anterior, me dirigí al salón. A través de la cristalera de la terraza observé las nubes negras que se cernían poderosas sobre los edificios. Desde ese ático era capaz incluso de distinguir su textura. Una fina capa de lluvia caía continua, como una cortina de agua indolente. Miré a mi alrededor y no lo vi, suspiré de alivio, no sabía cuánto tiempo más podría seguir fingiendo indiferencia. Había sido un error de los gordos, de los más gordos que podía cometer en toda mi vida, quedarme a pasar la noche en su piso. Pero las circunstancias me empujaron a ello y reaccionar huyendo como una colegiala me habría dejado en una situación aún más comprometedora.

La noche anterior, el grupo de trabajo acabó la jornada en ese salón entre latas de refresco y cerveza, envases de comida preparada y bolsas de papel. Estábamos todos cansados, pero yo me encontraba exhausta: a pesar de llevar una semana allí, seguía consumiendo mucha energía en intentar comunicarme en inglés, entender el inglés de mis compañeros, pensar en inglés. Odiaba tanto el inglés en esos momentos que ya tenía decidido no utilizarlo más en toda mi vida. Así que cuando unas horas antes abrí los ojos en mitad de la noche, me costó un mundo ubicarme, ¿estaba en casa? ¿Estaba en el hotel? ¿Dónde demonios estaba? Me encontraba en su casa, a oscuras, tumbada en el sofá, tapada con una manta de pelo que no sabía de dónde había salido y sin rastro de compañía. Me levanté lentamente, meneando mi cabeza abotargada que protestaba por haber abandonado la posición horizontal. Fui de puntillas recogiendo mis zapatos, mi bolso y mi abrigo. No sabía qué hora era, pero debía de ser de madrugada, de eso no cabía duda; el último recuerdo que guardaba en mi memoria era de las once de la noche. Intentando hacer el menor ruido posible, fui esquivando los muebles con los que me iba cruzando, solo los intuía porque eran sombras más oscuras en mi camino. Hasta que una mesa baja me traicionó. Le di un puntapié que la arrastró unos centímetros, rayando el suelo de parqué y haciendo un feo ruido que reverberó en el silencio. Me quedé petrificada, estaba tan cerca de la puerta… Esperé unos segundos y, cuando parecía que había salido ilesa de aquel contratiempo, justo cuando iba a reiniciar mi camino, su voz me terminó de despertar.

—Vaya, ¿huyes como una cobarde?

Era muy considerado por su parte usar el castellano cuando hablaba solo conmigo, otro de los numerosos detalles de su personalidad que sumaban en mi desasosiego. Aunque no era su idioma nativo, supo darle un tono de humor acompañado de una de sus sonrisas de medio lado que en los días que llevaba allí se habían vuelto famosas en mi mente débil. No la vi al principio, claro, porque estaba de espaldas, pero la imaginé y lo supe. Me volví culpable, poniéndome la máscara que había llevado desde que lo había conocido. Él encendió la luz.

—¿Por qué no me habéis avisado? Mira que dejarme ahí tirada en el sofá… —Y sonreí divertida, una diversión que desde luego no sentía ninguna de las células de mi cuerpo. No la sentía mi estado de ánimo, no la sentían mis labios, acostumbrados ya a someterse a mi dictadura.

—Todos estuvieron de acuerdo conmigo en que era mejor dejarte descansar.

Para entonces yo ya era totalmente consciente de su presencia, de su cuerpo, que, ocupando solo una parte de la estancia, parecía que la llenaba por completo, descalzo y enfundado en un pantalón de pijama ancho que colgaba de sus caderas y una camiseta de manga corta que dejaba al descubierto unos brazos fuertes y algo pálidos. Unos brazos en los que me había imaginado yo en alguna ocasión, aunque nunca llegaría tan lejos, claro. Claro.

—Pues muchas gracias, pero… —Señalé con el pulgar a mi espalda, hacia la puerta, y titubeé porque él estaba acortando distancias. Caminaba como un felino, sin hacer un solo ruido.

—Pero ¿qué? ¿Te ibas a ir sin decirme nada?

—Pensé que estarías durmiendo, no te iba a despertar.

Allí hacía ya demasiado calor, seguramente la calefacción estaría a tope o quizá era mi cuerpo el que estaba a punto de estallar.

—No seas infantil, Elena, son las tres de la mañana, ¿dónde vas a ir a esta hora?

—A mi hotel, mi avión sale por la tarde y…

—Y ahora cuando salgas a la calle, te vas a helar de frío intentando localizar algún taxi que te lleve.

—Tenía pensado llamar a uno y lo iba a esperar en el hall de este edificio tan moderno y lujoso, supongo que el portero que lo guarda no iba a poner inconveniente en que me quedara mientras tanto en los sofás de la entrada. —Para entonces ya estaba quitándome el bolso y el abrigo y dejándolos en la mesita traicionera que lo desencadenó todo. Se volvía hacia el interior del piso y me instaba a seguirlo.

—No seas tonta, ven. Yo dormiré en el sofá, puedes acostarte en mi cama. Te daré algo para que te cambies.

No me dejó replicar. En realidad, nunca dejaba lugar a la réplica, él decía y hacía con una autoridad suave y convencido de que lo que decía o hacía era lo mejor que podía decirse o hacerse. De hecho, visto desde un punto de vista objetivo, llego a la conclusión de que quedarme a pasar la noche era mejor opción que salir a las frías calles de Boston una madrugada lluviosa de noviembre.

Me condujo por un pasillo hasta su habitación. La cama estaba deshecha y algo revuelta; solté los zapatos junto a la puerta, intentando hacer de nuevo el menor ruido posible, porque eso era lo único que podía controlar en ese momento, el ruido que podía producir con mis movimientos. Rebuscó en su armario y me pasó una camiseta enorme de manga corta.

—Si necesitas cualquier cosa, estaré en el salón.

Y me dejó allí sola, perdida en mis pensamientos, con una camiseta que olía a suavizante entre mis manos, fingiendo que mi respiración era normal cuando lo que pretendía por todos los medios era camuflar la velocidad con la que inspiraba y espiraba el aire.

¿Él era consciente de lo que provocaba en los demás? No solo a mí, Bruce era un hombre que deslumbraba allá por donde pasara. En los días que había trabajado junto a él, había atraído las miradas femeninas, y masculinas, de todas las personas que nos habíamos cruzado. Vivir así tenía que ser agotador, un desgaste continuo. Igual que el desgaste que me suponía a mí portarme como si no me hubiera afectado en absoluto ni su cuerpo ni su carácter.

Tardé en dormirme. Su olor se me metía en las fosas nasales y viajaba por una autopista rápida directamente al cerebro. Así era imposible conciliar el sueño. No soy una mojigata que crea que estar casada te invalida como mujer y que nunca más te pueden atraer otros hombres que no sean tu marido, pero la lucha que yo había vivido en mi interior en los últimos siete días me hacía cuestionarme sinceramente si no estaba siendo adúltera de pensamiento.

Por otro lado, llevaba tanto tiempo encerrada en mí misma, dejándome llevar por los acontecimientos, por una vida que no era para nada amable y que parecía poner solo obstáculos en mi camino, que conocer un hombre que no solo me atraía, sino por el que me había planteado flaquear, me conmocionó. Fue como si me expulsaran en otro mundo, mucho mejor que en el que yo estaba viviendo, donde el dolor y la desesperanza eran moneda de cambio constante. Apreté las sábanas con un puño y ahogué un gemido en la almohada. Me perdoné la culpa antes incluso de saber que iba a masturbarme pensando en Bruce. Porque podría haberlo hecho cualquiera de las noches anteriores, pero solo en esa su aroma me envolvía y parecía tener conexión directa con mi deseo. Sí, merecía un respiro, merecía volver a tener un orgasmo, a sentirme mujer; hacía ya tanto tiempo de todo que no recordaba la última vez que me había tocado, hasta de eso se habían desvanecido las ganas.

Desmadejada y medio feliz, medio satisfecha y medio atontada, pude caer por fin en un duermevela bastante reparador para lo que eran mis noches en el último año y medio.

2

 

BRUCE

 

 

 

 

No le sorprendió que quisiera salir a hurtadillas de su ático, qué va, precisamente era lo que esperaba que hiciera desde el mismo momento en que se quedó a solas con ella en el salón, cuando todos se fueron y coincidieron en que era mejor dejarla descansar en el sofá. Quizá era lo mejor para ella, pero para él… Estaba muy lejos de sentir que era lo mejor para él. Así que estuvo alerta, casi sin dormir y echando pequeñas cabezadas en su cama, hasta que escuchara algún ruido.

Ella creería que había sido la mesa contra el parqué lo que lo despertó, él supo que quería irse desde el momento en que apartó la manta hacia un lado para levantarse, pero la dejó que hiciera y deshiciera, no quería que pensara de él que era un acosador pendiente de todo lo que ella hacía. Que estaba pendiente, sí, que era un acosador, no. Así que ahí estaba, de pie, quieta, esperando que el rechinar de las patas de la mesa contra la madera del suelo no hubiera despertado a nadie; sonrió, ella siempre lo hacía sonreír.

¿Qué mujer lo había hecho sonreír siempre? No podía recordar a ninguna, ni siquiera aquella novia formal con la que estuvo a punto de casarse. A lo mejor era la edad, la madurez, la que hacía que todo te hiciera más gracia. En el fondo sabía que no, en el fondo sabía que era ella la que le hacía gracia. Y quería sentir su sonrisa en la boca, lo quería tanto que tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por que no se notara ante su presencia.

—Vaya, ¿huyes como una cobarde? —No se le ocurrió decir otra cosa cuando Elena comenzó otra vez a moverse.

Notó el preciso instante en que ella se dio cuenta de que la habían pillado. Esperó divertido a ver qué excusa le ponía para salir a escondidas de su apartamento y no le defraudó.

—No seas tonta, ven. Yo dormiré en el sofá, puedes acostarte en mi cama. Te daré algo para que te cambies.

Elena se dejó llevar y él estuvo tentado de tocarla, de responder al hormigueo que desde hacía ya muchos días recorría su cuerpo cada vez que ella estaba cerca, que era casi siempre porque había sorprendido a todo el equipo asistiendo a un proceso de producción al que nunca acudía. Y era sencillamente por estar junto a ella.

Más tarde, cuando intentaba dormir en el sofá bajo la misma manta que la había cubierto a ella, aguzó el oído y la escuchó, el jadeo continuo, el gemido final. Supo lo que había hecho en su cama, entre sus sábanas, y ya sí que le fue imposible conciliar el sueño en lo que restó de noche.

3

 

LA DUDA

 

 

 

 

Me sorprendí al despertar destapada y despatarrada. En esta ocasión, sabía perfectamente dónde me encontraba: en la cama de Bruce, por supuesto, aunque no reaccioné tan rápido como me hubiera gustado. Bruce podría haber pasado por delante de la puerta abierta y pillarme en bragas y en una postura muy embarazosa, con demasiada carne al aire y la baba mojando la almohada. Mientras me recomponía, Bruce salió del baño del dormitorio hecho un pincel, con su pelo corto mojado y oliendo a gel de ducha. Ya no servía de nada recomponerme, me había visto en uno de mis peores momentos, dormida y abandonada al sueño.

—Tranquila, no he mirado. Pero es que tengo todas mis cosas en este cuarto de baño.

Yo me había sentado con las piernas cruzadas y me restregaba los ojos. A pesar de haber sentido alivio por mi concesión de la noche anterior, no podía parar de imaginármelo sobre mí en aquel mismo colchón. Menos mal que en menos de doce horas estaría poniendo tantos kilómetros de por medio que cualquier pensamiento fuera de lugar se quedaría en eso, en fuera de lugar.

—No te preocupes, para una mujer de cuarenta y dos como yo, casada y madre en la vida, ya no hay secretos que esconder. —Esa había sido mi táctica en el tiempo que llevaba en Boston, me escondía tras esa fachada de mujer fuera del mercado (todo en mí parecía estar fuera), con una vida hecha y construida sobre sólidas convicciones, como así era realmente. Bromeaba con él y evitaba acercamientos peligrosos. Ya habíamos mostrado nuestras cartas y sabíamos lo que éramos y lo que había. Y lo que no podía haber.

—Pues para ser una mujer de cuarenta y dos, casada y madre en la vida, estás bastante bien.

—Sí, incluso con esta barriguita respingona —respondí con ironía.

—Sí, incluso con esa barriguita respingona. —Pero él no revistió su tono de ironía y nos quedamos mirándonos a los ojos unos segundos eternos. ¿Ves? A pesar de todo, continuaba con ese tipo de comentarios y actitudes que me dejaban descolocada. Era un hombre acostumbrado a halagar a las mujeres, no sabía vivir sin hacerlo. Por eso, yo resolvía la situación pasándolo por alto, aunque esta vez fue él quien rompió la incomodidad porque yo seguía demasiado lenta—. Ven a desayunar, el café está recién hecho. Después puedes ducharte.

—Sí, sí, ahora…, ahora voy.

Salió de la habitación cabizbajo, nunca lo había visto así, parecía derrotado. Entré en el baño confundida, me miré en el espejo y suspiré. «Dentro de poco estaré en casa, a miles de kilómetros de aquí, volviendo a mi verdadera vida», me insistí. Aquello solo había sido un espejismo, un oasis en medio de mi desierto particular, pero sin duda me había dado energías para afrontar lo que tenía por delante: las visitas a los médicos no serían tan deprimentes, al menos las primeras, justo después de que llegara con las pilas cargadas. Me lavé la cara y me enjuagué la boca, me cogí una coleta alta y salí decidida a comportarme como siempre, como esa mujer de cuarenta y dos, casada y madre en la vida. Qué ganas tenía de ver a Nuria. Y a Arturo, a Arturo también. Él me había empujado a hacer este viaje, no podía quedarme y permitir que la enfermedad siguiera colonizando cada faceta de mi vida, de nuestra vida. Sí, a Arturo también tenía muchas ganas de verlo; sin su carácter, las cosas habrían salido muchísimo peor.

Cuando llegué al salón, olía toda la estancia a café y tostadas. La cocina se abría al fondo y Bruce había colocado el desayuno sobre la isla. Me encaramé en una de las butacas y lo vi hacer.

—Muchas gracias, este desayuno seguro que es mejor que el del bufé del hotel.

—No lo dudes.

Lo miré con un poco de adoración, para qué voy a negarlo. Al menos, era lo suficientemente consciente para saber que estaba fascinada por un hombre tremendamente atractivo y cuya personalidad era tan arrolladora que era capaz de pasar por encima de cualquier tipo de reticencia. Me dejé mimar.

—Y gracias por lo de esta noche, la verdad que, ahora que lo pienso, salir de madrugada era una locura.

—¡Vaya! ¿Eso que escucho es a Elena dándome la razón en algo?

—No seas así, te he dado la razón más veces en estos últimos días.

—Sí, pero solo en cosas del guion.

Estaba de acuerdo, otra de mis armas era no mostrarme complaciente en absoluto.

—Mmm, riquísimo. —Obvié su pulla y saboreé mi café—. ¿Cómo sabías que lo tomaba con leche templada y sin azúcar?

—Te he visto tomar café varias veces al día durante, ¿cuánto?, ¿una semana? —Sí, siete días, yo los tenía contados, incluso podría hacer la cuenta rápidamente de las horas y minutos que habíamos compartido—. A fuerza de verlo, se me queda.

—Pues eso me deja en muy mal lugar porque yo no sé cómo lo tomas tú. —Untaba una tostada en mermelada y le sonreía de medio lado.

—Tú no serías capaz de recordar cómo toma café ni tu padre.

Solté una carcajada y él detuvo su taza a mitad de camino. Fue un instante, casi imperceptible, pero yo lo noté.

—En eso tienes también razón, voy a tener que empezar a desarrollar algún tipo de táctica del misterio, soy como un libro abierto.

—No, no lo hagas, así es perfecto.

Otro comentario críptico que mi cabeza obvió. Miré hacia el gran ventanal que había a mi espalda.

—Este ático es una pasada, solo había visto lugares así en las películas. Y, fíjate, ahora estoy en uno y en Boston, ¡como en las películas!

—¿Cómo es tu casa?

—¿Mi casa? —Casi me atraganté con la tostada—. Yo vivo en un piso que podría caber casi en tu salón. Solo tenemos un baño, aunque es grande, sobre todo después de quitar la bañera. Pusimos una placa de ducha. Eso fue justo antes de la enfermedad, parece que nos estábamos preparando sin saberlo. —Bruce me miró con anhelo, casi con exigencia. Aparté la mirada y continué haciendo caso omiso a mi ansiedad—. Y la cocina es una habitación pequeña, pero como nunca nos ha gustado mucho cocinar, cumple su función perfectamente. Nuria puede tener su propia habitación, no se queja.

—Tu hija —dijo, yo asentí y seguí masticando la tostada—. Change your blue eyes (No tengas los ojos tristes).

—¿Perdona? —Lo había escuchado perfectamente y lo había entendido también perfectamente, pero no quise demostrárselo.

—Nada, nada… —Él volvió a su taza y se escondió tras ella.

—¿Puedo darme una ducha? —Me tomé el resto del café de un solo trago y bajé de un salto de la butaca. Tenía que desaparecer de allí como fuera porque me costaba seguir fingiendo y me costaba seguir gestionando las indirectas de Bruce.

4

 

LA PIEL

 

 

 

 

Recogí mi pelo húmedo observando a través de la cristalera. Volví a echar un vistazo alrededor y, aunque no lo vi, no fui capaz de serenar la mezcla de nervios y deseo que había provocado el descontrol de mi respiración desde el último trago de café. Reparé en una rebeca gruesa sobre un sillón, la cogí y salí a la terraza. Desde luego, si quería huir de él, ponerme aquella prenda no había sido la mejor de las ideas; pero si quería regodearme en mi miseria, no había mejor momento ni lugar que aquel, envuelta en una rebeca que olía como si el propio Bruce me estuviera abrazando bajo la lluvia impenitente de Boston.

—Vas a coger una pulmonía.

¿Es que este hombre solo sabía aparecer de improviso? Me sobresaltó y lo miré cansada.

—Ya sería mala suerte en mi último día aquí. —Volví a desviar los ojos y noté que se colocaba junto a mí.

—Te echaré de menos, ¿sabes? —Se apoyó con el hombro en la cristalera, su peso sobre ella me traspasó.

—Bueno, eso te durará mañana y quizá pasado, pero seguro que encuentras rápidamente a otra mujer que te lleve la contraria tanto como yo. —Y sonreí irónica.

—No one will contradict me like you do (Ninguna me llevará la contraria como lo haces tú). —Susurró esas palabras tan cerca de mi oído que noté su aliento en el cuello. Cerré los ojos un poco antes de que me tocara los dedos, enlazando su mano a la mía. Ya no había nada que hacer con mi respiración, no había forma de serenarla ni de disimularla.

Noté su temperatura templada, en contraste con mis dedos fríos. De repente era como si todo mi cuerpo se viese atraído hacia el de él, y en mi mente se rompió la piñata de momentos de la última semana. Uno a uno fueron desvelándose, yo los había querido disfrazar, pero ahí estaban: coqueteos, sonrisas cómplices solo entre Bruce y yo, momentos cómplices solo entre Bruce y yo; una mano que casualmente caía sobre la mía, quitarle una mancha cerca de los labios, una mirada más larga de lo normal, una inspiración súbita. Le apreté los dedos en los míos y, sin abrir los ojos, me tiré a la piscina.

—Solo hoy. —Lo dije bajo, muy bajo, tan bajo que tuve la esperanza de que él no me hubiera escuchado.

Pero en un solo movimiento, uno de sus brazos me rodeó la cintura y la otra mano me tomó un lateral de la cabeza para levantarme el mentón y besarme con un ansia que yo no había esperado. Sí que me había escuchado, sí, y yo le respondí como si fuera un náufrago aferrándome a una tabla en el mar, con desesperación. Subí las manos hacia su pelo y le apreté los mechones castaños mientras las de él ya corrían bajo mi camiseta por todo mi cuerpo. En décimas de segundos, asimilé la sorpresa de mi piel al entrar en contacto con las yemas de sus dedos. Una piel sorprendida porque hacía mucho que no experimentaba esa urgencia y, además, una urgencia en manos de un hombre que no era Arturo. Deseché la culpabilidad. Para no haberlo pensado, para haberme reprimido del modo en que lo había hecho, dar el paso y perdonarme por ello fue todo uno.

Paramos un instante, respirando nuestros alientos. Creo que él me preguntó si estaba segura, pero yo ya había llegado a un consenso conmigo misma, estaba tan segura como que me llevaría aquella rebeca en mi maleta, aunque perdiera el aroma de Bruce con el paso del tiempo. Entramos en el piso a trompicones y, algo húmedos, nos quedamos mirándonos fijamente junto al ventanal. Despacio me di la vuelta y mientras iba hacia la habitación fui desnudándome en silencio, no había invitación más evidente. Dejando un reguero de ropa por el pasillo, llegué delante de la cama; cuando lo busqué, encontré que él había hecho lo mismo que yo y se erguía detrás de mí en toda su formidable anatomía. Me miraba desde arriba, tan cerca que mis pechos rozaban el suyo. Fui yo quien rompió el hielo. Casi desde el momento en que lo vi por primera vez, tuve verdadera tentación por acariciar sus brazos y su abdomen y su culo y sus muslos. Pude comprobar que, como yo pensaba, estaba duro en todos esos lugares. Lo tocaba con devoción y él aguantaba estoico mi reconocimiento; pero cuando llegué a sus glúteos y lo atraje hacia mí, hundiendo su erección en mi vientre, ya no pudo más.

No recuerdo bien el momento exacto en que nos tumbamos en la cama ni pongo en pie el interludio necesario para que se pusiera el preservativo; tampoco soy consciente de los pasos que seguí hasta que lo tuve entre mis piernas, solo sé que dejé de ser dueña de mí misma cuando el morbo y las ganas se hicieron infinitos al verme apresada bajo él, que con una mano sostenía las mías por encima de mi cabeza y con la otra viajaba por todo mi cuerpo, amasando mis pechos y apretándome el culo mientras me penetraba con rabia.

El orgasmo me llegó salvaje, como salvaje había sido aquel acto. Todas nuestras represiones se liberaron y me seguía manteniendo los brazos arriba, pero ahora con sus dos manos. Yo seguía enlazada a su cintura, y él, todavía en mí, pegaba su frente a la mía.

—¿Cuándo es tu vuelo? —me preguntó entre jadeos.

—A las ocho de la tarde —respondí como pude, recolocándome sin liberarlo de mis piernas. Él me tomó la boca y en un susurró me tragué sus palabras.

—Esto no ha acabado… Solo hoy.

Por fin se levantó y me dejó allí tumbada, temblando y con la piel ardiendo. Habíamos olvidado todas las citas que teníamos esa mañana. Todas.

5

 

BRUCE

 

 

 

 

«Solo hoy».

Su mente no tardó ni diez milésimas de segundo en descodificar esas dos palabras. «Solo hoy». Y toda una semana de deseo reprimido por fin se rompió, haciendo trizas el sentido común. El deseo, ese deseo que suele romper todo lo que toca, que valida hasta lo más incoherente en el momento para dejarte arrasado después, se liberó. Y por Dios, que fue más de lo que él había imaginado, mucho más.

6

 

UN DÍA

 

 

 

 

Un día para conocernos físicamente tanto que le conté los lunares que tenía en la espalda. Se los conté al mismo tiempo que se los lamía, probando su sudor y sus ganas. Porque Bruce exudaba sexo por los cuatro costados. Lo había intuido en los siete días que llevaba en Boston; en ese momento, lo estaba comprobando porque no salimos de la cama en toda la mañana.

—¿Con cuántas mujeres te has acostado? —Lo miraba desde arriba, apoyada en un codo. Mi pierna se enroscaba en la suya y le acariciaba la cara, recorriéndole todas las facciones; ya que me estaba convirtiendo en una mujer adúltera, no iba a serlo superficialmente.

—What kind of question is that? (¿Qué clase de pregunta es esa?) —Me miró sorprendido.

—Sí, quiero decir, debes estar acostumbrado a estar con mujeres mucho más jóvenes que yo, con todo en su sitio. —Y me toqué las tetas y el culo—. Con el pelo más cuidado y con la manicura recién hecha.

—You have everything in its place (Tú tienes todo en su sitio) —me dijo divertido, tocando con sensualidad lo que yo antes había tentado sin pasión alguna.

—Ya sabes lo que quiero decir… —Seguía tocándome y había entrecerrado ya los ojos—. ¡Bruce!

Entonces de un movimiento brusco me colocó bajo él y me miró con una intensidad que para sí hubieran querido las series eróticas que minaban las plataformas audiovisuales en aquellos momentos.

—You don’t know how sexy you are (Tú no sabes lo sexi que eres) —dijo con una voz ronca que me humedeció de inmediato. Se hizo hueco entre mis piernas y empezó señalándome la frente—. Here. —Y me dio un beso que me dejó loca, si no me habían dejado loca los cientos de besos anteriores—. Here. —Me pasó un dedo por la oreja y el cuello, al que siguió su lengua. Los vellos se me erizaron y él controló mi espasmo con su cuerpo—. Here. —Siguió bajando por mi pecho con sus manos y su lengua—. Here. —Hundió un dedo en mi barriga. Estaba algo flácida, aunque no tanto como en otras épocas de mi vida. Desde la enfermedad, me había dado por el yoga para calmar la mente y había repercutido muy bien en mi cuerpo—. Here. —Recorrió la cicatriz de la cesárea con pequeños besos—. Here. —Continuó por la ingle y la parte interior de los muslos, hasta que dejé de escucharlo porque me abrió las piernas y tuve el mejor sexo oral que me han hecho en mi vida.

Eran las cuatro de la tarde, definitivamente se me había echado el tiempo encima, tanto que pensé en dejar mi equipaje en el hotel y pagar por que me lo enviaran más adelante, aunque si me daba prisa, igual no haría falta. Me secaba con ímpetu, después de una ducha que me supo a gloria. Así que ahí me encontraba yo, de nuevo con el pelo mojado, pero sin el sinvivir de hacía unas horas, porque ya estaba hecho, el affaire estaba consumado, y yo buscaba la culpabilidad dentro de mí y no la encontraba. No daba con ella. También intentaba sentirme mal, y tampoco lo conseguía. ¿Qué quería decir aquello? ¿Que era una mujer sin corazón? ¿Una adúltera de pura cepa a la que no le importaba su familia, que había aprovechado su viaje de trabajo al otro lado del océano para hacer algo que no podía en su país? No hacía más que ponerme a prueba, me colocaba ante comentarios de ese tipo, como si fuera una hater de mi propia vida, pero no lo lograba. En el fondo de mí, sentía que todo lo que había pasado esa mañana había estado bien, había sido lo correcto para mí en aquellos momentos. Desde que me masturbé la noche anterior pensando en Bruce, derribando una de las barreras que mentalmente me oprimían, todo fue rodado. Si no me hubiese masturbado pensando en él, ¿hubiera llegado tan lejos? ¿Tan tan lejos? Bueno, creo que sí, pero ayudó a que la presión se me pasara con más facilidad. Mi vida había sido un páramo sin emociones, me había olvidado de la mujer que había en mí y Bruce la había despertado, y yo lo había disfrutado tanto, pero tanto…

Salí acelerada del baño y me lo encontré sentado en una butaca, junto a la ventana de su habitación. Había terminado unos minutos antes que yo y ya se había vestido. Me miraba con una mezcla de nostalgia y deseo que me dejó aturdida durante unos instantes. Me tendió la mano. Yo acudí sin discusión; si al final tenía que mandar a por el equipaje, lo haría, todo fuera eso. Y si perdía mis mejores prendas —porque para un viaje como aquel, había seleccionado lo más granado de mi pobre guardarropa—, pues no pasaría nada. Si el proyecto en el que habíamos estado trabajando los últimos días tenía éxito, podría reemplazarlo con facilidad.

Llegué hasta él despacio, empapándome de la sensación de última vez que lo invadió todo. Colocada entre sus piernas, me quitó la toalla y hundió su rostro en mi vientre, y así estuvo durante más tiempo del que yo hubiera imaginado. Abrazado a mi cintura y respirando trabajosamente contra mi piel.

—Eh, Bruce. —Le acaricié el pelo. Para mi sorpresa, no me sentía para nada incómoda allí de pie, desnuda ante él. Después de todo lo que habíamos hecho con nuestros cuerpos, puede que resultara absurdo tener esa sensación, pero conociéndome a mí misma, sabía que podía surgir. Y no surgió.

—Ya te echo de menos. —Le habló a mi estómago y me hizo cosquillas.

—Querrás decir que me vas a echar de menos. —Y sonreí indulgente.

—No, quiero decir que ya te echo de menos. —Miró hacia arriba y me apretó los glúteos, entonces me separó unos centímetros y se bajó los vaqueros hasta las rodillas—. Ven. —Me invitó a subirme a horcajadas sobre él. Creo que es de las pocas posturas que nos quedaban por probar en aquel día.

Hicimos el amor mirándonos a los ojos, él me decía mucho más de lo que yo podía descifrar porque nunca he sido mucho de leer entre líneas, la verdad. Y estaba desasosegada por que aquello pudiera significar algo más en su vida. Básicamente porque en la mía no podía significar más que lo que habíamos dicho: solo un día.

—Y tus normas son absurdas.

7

 

BRUCE

 

 

 

 

Bruce hundió la frente en el vientre de Elena y aspiró fuerte. Por sus fosas nasales se colaba algo más que el aroma del gel de baño, y ayudaba a su cuerpo a retener más recuerdos llenando las manos de su piel. No le había costado mucho imaginársela despertando junto a él al día siguiente, volviendo a desayunar en la isla de la cocina y, luego, salir juntos a trabajar. Ella le espoleaba su imaginación como nunca nadie lo había hecho, lo colocaba ante situaciones diferentes a las que él había planeado con una naturalidad que lo sobrecogía.

Allí, hundido en su carne, la recordó hacía unas horas, dormida todavía en su cama, antes de que nada de aquello hubiera pasado. ¿Era mejor que no hubiera ocurrido? Así todo serían esperanzas, pero ninguna certeza. En cualquier caso, ya no había remedio y ahora sí tenía esa certeza: encajaba con ella de todas las formas posibles, y esa mañana no le había dejado más que ganas, ganas de volver, ganas de seguir, ganas de Elena.

—Ven. —Y la montó a horcajadas sobre él, su boca a la altura del pecho, el pelo mojado de Elena rozándole las mejillas. No hicieron falta más palabras.

Mientras se movían acompasados, él provocaba que lo hicieran tan juntos que sus pieles casi se confundían, frotándose y volviendo a sudar. Escucharla gemir de esa forma tan liberada lo soliviantó más aún, y no tardaron más de tres minutos en llegar al orgasmo juntos. No se podía creer que sería la última vez que se acostaría con ella; la retuvo unos segundos antes de dejarla ir.

 

UNA SEMANA ANTES

8

 

BOSTON

 

 

 

 

Me bajé del avión aún con los pulmones algo torpes, parecía como si estuviera aprendiendo a respirar y tuviera que ir premeditando los movimientos necesarios para ello: inspirar, espirar, inspirar, espirar. Llevaba así desde que la productora me llamó y me dio la noticia bomba: una audiovisual norteamericana se había interesado por una serie que creé hace unos años. La serie tuvo algo de éxito nacional y se exportó a varios países europeos. Tengo que reconocer que era mi particular joya de la corona, me había costado mucho venderla y el hecho de poder hacer hasta tres temporadas me reportó una satisfacción personal y económica crucial en mi carrera. Y ahora esto.

De todas formas, nunca hubiera firmado por encontrarme en aquel aeropuerto. De hecho, hubo unos días en que deseché totalmente la idea de cruzar el océano. ¿Cómo iba a irme y dejar durante una semana a mi familia? En cualquier otro momento de mi vida, hubiera dicho que sí sin pensármelo dos veces. En este, no, nunca. Me encontraba en el dique seco desde hacía varios meses, no escribía nada desde que la enfermedad se hizo un hueco en casa hasta convertirse en uno más de la familia, y pensaba seguir así de manera indefinida, hasta que los ahorros y las ayudas familiares se terminaran. Y aun cuando tuviera que volver a trabajar, no sería a miles de kilómetros de casa. ¿Estábamos locos?

—Si no lo haces por ti, hazlo por la salud familiar, Elena.

Arturo me llevó a la cocina dos días después de la llamada. La cocina se había convertido en esa estancia de casa donde se dirimían los asuntos importantes de la familia. Allí habíamos analizado el tratamiento que nos había recomendado el oncólogo; en la cocina, habíamos organizado nuestra nueva vida alrededor de las sesiones de quimioterapia. En la cocina, también lloré de impotencia el día siguiente de la «Gran Operación», muerta de miedo y temblando como una hoja, como nunca antes había temblado de eso, de puro miedo.

—¿Qué salud familiar ni qué mierdas, Arturo? ¿Cómo te voy a dejar aquí solo? —Lo miraba como si hubiera dicho una barbaridad, una barbaridad absurda.

—Primero, no voy a estar solo…

—Nuria no es compañía.

—Nuria es una compañía muy apta porque, queramos o no, a pesar de sus trece años, le ha tocado vivir esta putada. Y eso es así, por mucho que nos duela —respondió. Me tragué un nudo gordo, tanto que me dolió el esófago—. Pero no me refiero solo a ella.

—No puedo pedirle a mi hermana que se quede aquí.

—A tu hermana no, pero a mi madre sí. Está deseando poder ayudar un poco más.

—Tu madre ya tiene una edad, no está para estos trotes. —Tenía tan interiorizada esa discusión, que las respuestas me salían solas. ¿Su madre? Era demasiado mayor. ¿Mi hermana? Tenía su propia vida, ya había hecho suficiente por nosotros. Que no tuviera pareja ni hijos no significaba que se tuviera que estar sacrificando continuamente por la familia de su hermana, demasiado estaba haciendo.

—Tiene setenta años y se encuentra perfectamente para llevar la cocina y la limpieza de la casa, con la ayuda de Nuria, claro.

—¿Y tus sesiones?

—¿Mis sesiones? Cogeré un taxi un día; otro, le diré a Pablo que me acompañe. Por Dios, Elena, que vas a estar fuera una semana, no tres meses. Además, solo me quedan dos sesiones.

Me enervaba la tranquilidad con la que me exponía los hechos, lo de ser profesor le venía como anillo al dedo.

—Las más importantes.

—Necesitamos el dinero, ¿vale? Ya lo dije. —Aquí sí levantó la voz y me miró a los ojos—. Lo necesitamos, cariño, no me digas que no lo sabes. Tarde o temprano, tendrías que empezar a trabajar de nuevo.

—Pero no tan lejos. —Lo dije bajito, con el llanto pugnando por cubrir todos los espacios de aquella cocina. Arturo se levantó y me abrazó. Yo me aferré a su chaleco de lana, que se le había quedado tan grande que hubiera podido albergarnos a los dos. Y entonces lloré en su hombro, lloré mucho, creo que como nunca me había permitido a mí misma llorar, de esa forma tan desesperada que parece que te ha dado un ataque de ansiedad, pero no.

—Elena, mírame —me pidió. Yo negué con la cabeza y sorbí por la nariz tan fuerte que me mareé—. Mírame, por favor. —Levanté la vista y vi sus ojos así, tan saltones después de haber adelgazado tanto, su pelo ralo y su media sonrisa—. También lo necesitas, alejarte un poco de todo esto. Te vendrá bien.

—No te atrevas a decirme que me vendrá bien alejarme de ti, Arturo, no te atrevas.

—No estoy diciendo exactamente eso. Y no me quieras entender mal. —En su tono de reproche también había un deje de diversión.

Me cogió la cara con ambas manos y me dio un beso, más corto de lo que a mí me hubiera gustado. Me calentó el alma aquel beso, anhelé a Arturo aun teniéndolo entre mis brazos. Cuando acabó y me apretó con fuerza, supe que el siguiente paso sería tumbarnos en el sofá a ver Netflix mientras esperábamos a Nuria para contarle el cambio de rutina de la próxima semana. Después, entre los tres, planearíamos cómo avisar a mi suegra, Carmen, para que hiciera una bolsa y se viniera a vivir a casa, y llamar también a mi hermana, que al final nos tendría que echar otra mano más para que yo pudiera irme sin dejar nada al azar.

Y gracias a aquel cúmulo de preparativos y a aquel beso, me vi en un aeropuerto inmenso, esperando mi maleta en la cinta de equipajes después de haberme pasado casi nueve horas a bordo del avión más grande en el que jamás había viajado. Aturdida, asustada y confundida, tanto por el protocolo de inmigración como por encontrarme en una situación totalmente ajena a mí. En Inmigración, me veía sospechosa hasta por mi aspecto, intentaba poner gestos inocentes y acto seguido pensaba que eso no hacía más que hacerme parecer más delincuente. Creía incluso que encontrarían algo susceptible de demanda en mi pelo: había visto hacía poco cómo algunas mujeres metían droga entre sus extensiones, e imaginaba que iban a revisarme el cuero cabelludo como si tuviese piojos. Una niña de cinco años sola en mitad de un centro comercial no hubiera pasado tanto miedo como estaba pasando yo.

9

 

JET LAG

 

 

 

 

Llegar al hotel fue toda una odisea que comenzó por tomar un taxi a las puertas del aeropuerto y terminó haciéndome entender en la recepción. Yo hablaba inglés, pero hacía tanto tiempo que no lo practicaba que el curso exprés que había hecho antes del viaje me sirvió de bien poco en mi estado de angustia. Me planté a trompicones delante de la puerta de la habitación y metí y saqué varias veces la tarjeta del lector de llaves; ni muerta iba a volver allí abajo a pedir ayuda en inglés, así que lo seguí intentando hasta que por fin se encendió la luz verde. Quizá fuera al decimoquinto intento, cuando hice el movimiento con un poco más de sutileza.

El paraíso de cada persona depende del momento que esté viviendo, y para mí, esa mañana, el paraíso tenía todo el aspecto de aquella habitación, con esa cama enorme presidiéndola. Solo cuando me tumbé boca abajo en ella, reparé en la carpeta. Me la saqué de debajo del pecho y la miré sin verla. También me quité un bombón de la frente. Ni tirarse en la cama con seguridad la dejaban a una ya. Me senté como pude, abrí el bombón y me lo zampé de un bocado y abrí la carpeta y casi me la zampo también. Me dejé caer de espaldas. ¿Sería cierto que estaba ya tumbada en la que sería mi cama durante los próximos siete días? No podía serlo, me dio un ataque de risa. Cuando lo atajé, enfoqué la vista en los papeles que tenía delante. ¿Aquello era una carta de bienvenida? Vale, perfecto, mucha carta de bienvenida, pero nadie que viniera a buscarme al aeropuerto, cero puntos para la productora americana. Tragué el chocolate con parsimonia y pasé la página. Eso que veían mis ojos debía de ser una agenda, sí, sí, no había duda, una agenda que empezaba aquella misma tarde, ¡¿aquella misma tarde?! ¿Se habían olvidado de lo que era el jet lag? Yo ya había asumido que mi estado de enajenación e irascibilidad estaba provocado precisamente por eso. Reí otro rato, y antes de volverme y cerrar los ojos escribí en el grupo familiar creado exprofeso para el viaje: «En el hotel. Hecha mierda. Voy a dormir».

 

 

Me despertó el repiqueteo insistente del teléfono de la habitación. Como suele ocurrir, primero se integró en mi sueño a la perfección. Pude convivir con él durante unos instantes, antes de que mi consciencia reaccionara y cayera en la cuenta de que ese ruido no venía de mi interior. Pestañeé varias veces, me escocían los ojos, tenía el cuerpo acartonado y la boca pastosa. Alargué la mano y le di la vuelta al móvil, las siete de la tarde, hora de Boston; de las pocas cosas que me dio lugar a hacer antes de caer grogui fue asegurarme de que mi teléfono funcionaba con el horario en el que iba a vivir. Miré alrededor, si no era mi móvil el que estaba sonando, ¿dónde demonios estaba el artefacto del diablo que rompía mi cerebro en dos? Giré la cabeza como pude y ahí lo encontré, chillando en la mesita de noche. Repté por el colchón y lo cogí.

—Hello, Elena Gavira?

Tengo que reconocer que lo primero que pensé fue que a los de la empresa de telefonía que me llamaban para que cambiara de compañía les iba a salir la llamada por un pico. Luego me ubiqué, me estaban hablando en inglés y había contestado el teléfono fijo de la habitación.

—¡Sí, sí! O sea… Yes, it’s me. —Me incorporé y me preparé para escuchar como si estuviera en clase y la profesora fuera a poner un Listening en el casete.

—Bienvenida a Boston, señorita Gavira, ¿está todo bien?

O mi cabeza había hecho un clic durante mis horas de sueño y ahora comprendía el inglés como si fuera mi lengua materna, o aquello era… Vale, estaban hablando castellano.

—Sí, claro, todo bien, ¿por qué iba a ir mal?

—Hace una hora que la esperamos en las oficinas de StoryVision.

—¡La agenda! Claro, claro, perdóneme, ha debido de ser el jet lag. Me puse una alarma, pero…, no sé, no debió de sonar. —No me había puesto alarma y era difícil justificar que un móvil pasase por alto una, pero yo mantendría esa versión contra viento y marea—. Me he quedado dormida.

—¿La seguimos esperando? —Esa voz de mujer sonaba algo ofendida y yo no quise contrariarla más.

—Por supuesto, en… ¿A cuánto está el hotel de StoryVision?

Ya me había levantado e iba desabrochándome los pantalones para hacer un pis rápido.

—Si toma un taxi, a unos diez minutos.

—Bien, en quince minutos estoy allí.

—Estupendo, thanks.

—A ti.

Pulsé la cisterna en cuanto colgó, no quería que además supiera que había estado orinando mientras hablaba con ella. Luego, me lavé las manos y me eché agua fría varias veces en la cara, a ver si lograba despejarme un poco.

Me bajé del carro de las buenas impresiones y atiné a ponerme solo algo de antiojeras. Podría contar con los dedos de una mano, y me sobrarían, las veces que había salido de casa de esa guisa; ni en mis peores momentos había llevado a Nuria al cole así, tampoco había acompañado a Arturo a las sesiones de quimio con ese aspecto, poco me faltaba para parecer una vagabunda. Pero me guiñé un ojo en el espejo y me dije que tendría que valer si quería llegar a mi destino en diez minutos. Ahuequé el escote de mi camisa y aspiré con fuerza, nada que un poco de colonia no pudiera disfrazar, gracias a la genética yo no era de las que sudaba en exceso. Me pellizqué las mejillas y se me colorearon. Salí al pasillo de entrada de la habitación, y lo que me había parecido una alucinación propia del cansancio y del desfase horario se mostró como algo real y tangible: en la butaca de la esquina, junto a la ventana, un abrigo grueso, con borrego por dentro y una capucha inmensa, le hacía un flaco favor al abrigo que yo misma me había comprado para el viaje. Parecía que en esa productora pensaban en todo. Menos en el jet lag. Lista.

 

 

En el taxi rumbo a las oficinas de la productora, eché un vistazo al hotel en el que me alojaba; cuando llegué no me dio lugar a admirar su estupenda fachada y pensé que ese hotel debería aparecer en las mejores guías de la ciudad. Pero no lo hacía. Lo habían elegido y reservado los de StoryVision, y aunque la cercanía con sus instalaciones parecía ser el motivo, no dejaba nada que desear. Estaba ansiosa por probar su bufé libre de desayunos. Luego, me quedé fascinada con las calles, estaba pegada a las lunas del coche como si fuera una niña pequeña. Yo había viajado en mi vida, pero nunca había ido a Estados Unidos y, sinceramente, lo que había leído era cierto: Boston era una ciudad bastante europea, aunque no dejaba de tener detalles que te recordaban que estabas en Estados Unidos. Cuando me di cuenta, ya llevábamos unos minutos en las puertas de un edificio alto y recubierto por cristaleras.

Las luces del interior mostraban oficinas vacías, espacios diáfanos llenos de mesas y ordenadores apagados. Pero qué derroche, a pesar de que todo el mundo se había ido, las luces seguían encendidas. Cuando entré y el guardia de seguridad me dio acceso a los ascensores, el silencio reinante me confirmó que la única planta donde quedaba gente era en la que se encontraba la sala de reuniones donde yo tenía que haber estado hacía más de una hora. En lo que tardé en subir, compuse mi mejor gesto de culpabilidad y apuro. Solo me faltó llorar cuando entré en el vestíbulo.

—¿Elena Gavira? —me llamaron, y asentí sonriendo—. Follow me (Sígame).

Una chica alta, con un aspecto apoteósico, nadie diría que seguramente llevara allí sentada recibiendo gente y atendiendo llamadas desde la mañana temprano, se levantó tras el mostrador y, dando unas gráciles y amplias zancadas, se adelantó a mí y me invitó a que fuera tras ella. Yo ya hacía una lista mental de la de cosas que podría contarle a Arturo: el hotel, la habitación, la cama, las calles de Boston y aquella mujer que era toda una diosa del saber estar y la apariencia. Él me animaría a preguntarle por las cremas faciales que usaba y yo le diría que no, que qué vergüenza abordar a una desconocida con semejante pregunta, aunque me muriera por saberlo. Sin darme cuenta, y mientras me deshacía del abrigo que ahora era como una fuente de calor insoportable, llegamos al fondo de un largo pasillo; antes de que pudiera darle las gracias, se marchó dejándome a la entrada de una enorme sala.

Sobre una mesa de madera clara, moderna y enorme, se extendían decenas de documentos, fotografías, dibujos, bolígrafos y otro material de oficina, los pósits eran los más numerosos; cualquier color que se te ocurriera, había sido hecho pósit en aquella mesa. Alrededor, todos se habían quedado mudos y me miraban sorprendidos, como si ya no me esperasen, como si que yo estuviese allí fuera un acontecimiento. ¿Nadie había tenido jet lag en su vida?

10

 

Y ÉL, BRUCE

 

 

 

 

Y presidiendo la gran mesa, estaba él. El cuerpo me vibró. Aunque yo fui la única que lo notó, afortunadamente. El hombre más guapo que había visto en mi vida me miró desde el otro lado de la habitación y me obsequió con una sonrisa que me dejó sin respiración, una contrariedad, ahora que había vuelto a respirar de forma espontánea después de tanto tiempo.

—Elena Gavira, ¿verdad?

Como si hubiese dicho Cher, yo le habría contestado un sí rotundo.

—Sí, sí, soy yo, siento muchísimo el retraso.

Di un paso al frente y busqué un lugar donde dejarme caer. A mí y a mi enorme abrigo.

—No, lo sentimos nosotros, tendríamos que haber previsto el jet lag.

Una chica se encogió a su lado y apuntó algo en un cuaderno, ella debía de ser la culpable. De todos modos, me solidaricé y decidí no hacerla responsable de mi aspecto.

—Bueno, nada que no se haya podido arreglar con un poco de antiojeras y prisa. —Se me trababa la lengua, estaba nerviosa, y no era precisamente solo por tener a semejante hombre frente a mí. Todos parecían analizar cada uno de mis movimientos.

—Bien, intentaremos hablar en castellano lo más que podamos, pero hay veces que nos será imposible. Nos han dicho que hablas inglés.

Era arrollador.

—A little. —Y me reí de mi gracia. Ellos lo tomaron al pie de la letra y quizá fuera mejor así.

—Bien, te hago una ronda de presentación rápida. Devon, Kara y Emily son los guionistas. —Empezó a señalar a los allí presentes y me sonreían según decía sus nombres, me sentí como el primer día en un colegio nuevo. Yo les devolvía la sonrisa con entusiasmo—. Emily tiene familia en España, habla bastante bien tu idioma, con ella podrás intercambiar más información. Shonda es la encargada de casting, mañana empieza su trabajo y será lo primero en lo que puedas estar presente plenamente. —¿Había sido eso una pulla? Esperaba que no, se había mostrado muy agradable hasta ese momento—. Richard y Erika son de producción. Y Megan es mi asistente. —Se dirigió por último a la chica que había escondido su gesto en los apuntes cuando aludió al jet lag—. Podrás contar con ella para cualquier cosa que necesites. Por supuesto, qué poca consideración, yo soy Bruce, Bruce Campbell.

Se plantó frente a mí en dos pasos, con una impresionante elegancia natural, y me tendió la mano. Yo se la estreché con fuerza, como me había enseñado a hacer mi padre, y le pillé un gesto de sorpresa que supuse fue porque casi le rompo los dedos de la mano derecha. O también podría ser porque tenía la palma algo sudada. Quise creer que fue por lo primero.

Hacía mucho que un hombre no me impactaba. Había conocido muchos a lo largo de mi vida, en la facultad, en el trabajo, amigos de mi marido, amigos de mis amigas, maridos de mis amigas, gracias a Dios que no me ha impactado nunca el marido de una amiga. Lo que quiero decir es que Bruce me dejó noqueada. Claro que le hablaría de él a Arturo, el anillo en el dedo no me ponía una venda en los ojos, y ese había sido un asunto de profundas reflexiones en noches de borrachera con él. La atracción no se controlaba, lo que viniera después sí, cómo no. Arturo seguramente bromearía con que no lo fuera a engañar con semejante adversario, que entonces él poco podría hacer. Yo le quitaría hierro al asunto y nos reiríamos los dos de su ocurrencia. Lo cierto es que Bruce era devastador, física y psicológicamente. Llenaba él solo la gran sala, con su metro noventa de estatura, mínimo, su pelo castaño alborotado y sus músculos dejándose intuir aquí y allá a través de su jersey de lana. Se giró y su trasero también se presentó en unos vaqueros oscuros; nunca había visto yo unos vaqueros que sentaran tan bien a un cuerpo. Todos lo observaron en el paseo de vuelta a su lugar.

—Bien, de todas formas, estábamos acabando ya. —Empezó a recoger papeles de la mesa, y a su alrededor también se pusieron en marcha, metiendo documentos en carpetas y despejando la mesa. Yo me quedé perpleja, no me había dado tiempo a sentarme y me moría por hacerlo. La pequeña siesta que me había regalado no había sido suficiente. ¿Qué debía hacer? ¿Decir adiós y hasta mañana?—. Vamos, Elena, te invito a cenar y te cuento todo. Señores, mañana seguimos.

Bruce salió de la sala y yo lo seguí desconcertada mirando a los demás. Nadie me ayudó a dilucidar mi próximo paso, así que inevitablemente iría a cenar a solas con el jefe del proyecto.

 

 

El restaurante estaba doblando una esquina, a unos diez minutos andando. A los cinco minutos, se me olvidó la aprensión con la que enfrenté el tener que irme yo sola a cenar con un hombre que, a todas luces, estaba habituado a ser la voz cantante de cualquier reunión. Con toda naturalidad, me encontré hablando de mi trabajo en España, de lo difícil que era sacar un proyecto adelante, empezando por que confiaran en él. Me escuchaba con atención, con verdadero interés, y, una vez sentados a la mesa y al abrigo de una calefacción más que necesaria, acabamos hablando de la historia que ellos estaban a punto de desarrollar.

—Mandamos a gente a ferias audiovisuales de todo el mundo, nunca se sabe dónde puede saltar el último éxito. —Un camarero se acercó y le mostró una botella de vino sin que él lo hubiera pedido. Bruce asintió imperceptiblemente. Debía de ir mucho por allí, sin duda, así que eché un vistazo a mi alrededor, disimulando quitarme alguna pelusa inexistente de los pantalones. Aquel restaurante era extraordinario, donde yo iría a celebrar un aniversario, por ejemplo—. ¿Querrás vino?

—No, no, yo, un agua, por favor. —Me parecía infantil pedir una Coca-Cola, que era lo que me apetecía realmente, un poco de cafeína y de azúcar seguro que no me venían nada mal.

—Only water, thanks (Solo agua, gracias). —El camarero se marchó por donde había venido y yo me quedé esperando a que nos preguntara qué tomaríamos para cenar. Bruce continuó entusiasmado, decir que le gustaba su trabajo era quedarse corta—. Pero esto fue diferente. Hace un par de años, Michael, mi adjunto, estaba de vacaciones en Europa y coincidió en un pequeño… ¿encuentro? —Yo me reí y lo invité a que siguiera, entendía perfectamente a lo que se refería. A decir verdad, tenías que estar muy atenta para reconocer un mal uso del castellano—. En París. Yo le dije que estaba de vacaciones, que no hacía falta, pero ya sabes cómo son estas cosas. —No, no lo sabía: si yo estaba de vacaciones, no le insistía a mi jefe para ir a un evento de trabajo, pero, claro, no todo el mundo es como yo—. Se pasó por ella, como quien va de turismo a la Torre Eiffel, y se vino con esto.

—Mi serie.

Estaba llena de orgullo, no todos los días te decían que habían comprado los derechos de tu serie porque se la habían encontrado por casualidad y no podían dejar de hacerlo.

—Tu serie.

—La suerte de Carmen. —Qué alegrías me había dado, sobre todo a nivel personal.

—Bueno, aquí se llamará La suerte de Kate, Kate’s Luck —aclaró, y me callé que el nombre de Kate me parecía insulso al lado de un nombre tan poderoso como Carmen. ¿No existía en inglés un nombre con la misma fuerza? ¿Y si dejaban Carmen y la protagonista era latina? Debió de notar algo en mi expresión porque se reclinó en la silla y me miró entrecerrando los ojos—. ¿No te gusta?

—A ver, no está mal, quiero decir… ¿No es Kate un nombre como muy común?

—En España, Carmen también lo es. —Este hombre estudiaba hasta el más mínimo detalle.

—Sí, sí que lo es, pero es potente, tiene fuerza. Igual es que te hablo desde la subjetividad.

—Sigue, por favor. —Y volvió a acercarse a la mesa y apoyó los codos sobre el mantel.

—No sé, ¿no hay un nombre en inglés que pueda expresar más fuerza?

—El grupo de trabajo decidió que Kate era el nombre que más se asimilaba a lo que Carmen podía significar en España.

Yo me reí sorprendida.

—Ya te digo yo que no. No sé, yo cogería… Déjalo, tampoco me quiero inmiscuir en eso, si ya lo tenéis decidido.

—No, por favor, te hemos llamado precisamente para que te inmiscuyas en esto.