Manual de Maca para divorciadas - María Cañal - E-Book

Manual de Maca para divorciadas E-Book

María Cañal

0,0
3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

HQÑ 364 Las estrellas se ven todas juntas, como una explosión de placer. Maca tiene casi cuarenta años, dos hijos pequeños y está divorciada. Tras un año y medio de reorganización de su vida, comienza una relación con Andrea, un hombre diez años menor que ella que la hace ilusionarse de nuevo. Aunque al principio todo parece fluir, la diferencia de edad es un peso difícil de llevar, Maca aún tiene arraigado en su ADN a su exmarido y no dejan de surgir obstáculos en la relación. ¿Conseguirá este amor diferente abrirse camino en sus vidas? - Como la vida misma: rondando los cuarenta, divorciada y con hijos. - La nueva ilusión llega de la mano de un hombre diez años más joven. - Una buena dosis de humor y un gran mundo interior: las claves de la protagonista para superar obstáculos. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, romance… ¡Elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 252

Veröffentlichungsjahr: 2023

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 María Cañal Barrera

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Manual de Maca para divorciadas, n.º 364 - julio 2023

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788411801102

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Antes

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Ahora

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Después

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Cuando desperté, sabía perfectamente lo que había hecho y con quién. Para qué ocultarme o excusarme tras el alcohol si apenas había apurado una sola copa. A mí eso no podía engañarme, tomar más de una siempre me había sentado mal.

Sentada en la cabecera de la cama, con mi culo sobre la almohada, mi culo desnudo sobre la almohada, lo contemplé en todo su esplendor. Sin sábanas que maquillaran su desnudez, su cuerpo se extendía firme, fibroso, casi escultural a lo largo y ancho de todo el colchón. Deseé tener el vicio del cigarro porque aquel momento habría sido perfecto para fumarme uno. Él dormía plácidamente, con la placidez de los inocentes; con una placidez alejada de la edad infantil, pero aún cercana a ella, según se mirase. Esa forma de dormir ya la había visto antes. La había descubierto en Ernesto, mi exmarido, cuando, arrobada de amor, me despertaba de madrugada a observarlo dormir sin importarme, tonta de mí, que a la mañana siguiente yo tuviera que levantarme antes que él. Entonces éramos casi dos adolescentes recién casados, algo kamikazes de la vida, con la capacidad de conjugar hipoteca, trabajos mal pagados y facturas con la paz del sueño, como si todo lo que hundía nuestros hombros por la mañana desapareciese por la noche al calor del colchón y del amor incondicional. Como si nos sintiéramos invencibles. Éramos invencibles.

Con mi cigarrillo imaginario humeando y mi mirada de femme fatale que, por cierto, sé imitar bastante bien, me di cuenta de que hasta el nombre de aquel chico —¿podía llamarlo «hombre»? Porque, por lo que me había hecho hacía apenas media hora, se lo merecía—; el nombre de aquel chico quedaba igualmente muy lejos de mi entorno, ¿cuántos Andrea había conocido yo en mi vida? Ninguno. Además, su nombre sonaba al amigo nuevo de tus hijos cuando entran en la universidad, uno de esos Erasmus que recorren España durante un curso y luego desaparecen.

No tuve urgencia. Me levanté con parsimonia, con cuidado de no despertar a Andrea al comienzo de una jornada que ya se me antojaba extraña. Desde el divorcio, mi rutina en los fines de semana sin niños había sido casi monjil. Había una inevitable comida familiar en casa de mis padres, donde se me recordaba constantemente mi nueva situación, que cada día que pasaba era menos nueva, pero que allí nunca dejaba de ser novedosa y exótica; y donde se me seguía preguntando cuándo íbamos a arreglar las cosas Ernesto y yo, como si eso pudiera pasar en algún momento. Ganas me daban de que llamaran a Ernesto y le preguntaran cuándo tenía pensado dejar a su nueva pareja para volver conmigo. Pero ellos aún no sabían que Ernesto ya había rehecho su vida junto a otra mujer a la que, quizá, todo lo que yo acabé por aborrecer le parecía tierno y masculino. Pues hoy no habría comida ni preguntas, hoy disfrutaría de un buen día de postsexo. Un sexo que me había descubierto cuánto lo echaba de menos, porque masturbarse está muy bien, pero el cuerpo a cuerpo, al menos para mí, está mucho mejor. Incluso ronroneé al pensarlo mientras daba un sorbo a mi café bien caliente, recordando a fogonazos la noche anterior.

—¿Sueles ronronear por la mañana?

Andrea apareció en la puerta de la cocina como su madre lo trajo al mundo, luciendo una sonrisa soñolienta y una desvergüenza típica de la edad. Y yo… Yo me sentí como cuando de pequeña te pillaban haciendo algo que, sin estar mal, te daba mucha vergüenza que te vieran. Me quedé con la taza de café en mitad del recorrido hacia mi boca y lo miré fijamente a los ojos porque, ahí donde me leéis, con treinta y siete años, me daba pudor fichar visualmente un cuerpo que ya había registrado de otro modo. Aunque he de confesar que el pudor estaba camuflado con mantener el control de la situación.

Se acercó a mí y me quitó la taza de las manos, también me quitó la camiseta y, así, ambos en igualdad de condiciones, comenzó a besarme de una forma brutal, apretando culo, tetas y muslos con sus manos formidables. Al lado de eso, lo de mis manos debía quedarse en pellizcos, incapaces de abarcar tanta anatomía. Porque Andrea era joven pero gigantesco. Antes de que me pudiera dar cuenta, me tenía suspendida sobre él, sumergida en un polvo mañanero de los que hacen historia, y gimiendo como una loca mientras me penetraba y a la vez me lamía los pezones. Todo muy guarro y tremendamente erótico.

Tocaba ducharse juntos, pero nos acostamos sudorosos y exhaustos sobre las sábanas que todavía olían al encuentro de la noche reciente. Mi cabeza no daba crédito a tanta naturalidad. Ese chico tenía que haber visto a chicas más turgentes que yo, a las que no les costara tanto mantener el tipo cuando se lo están haciendo de pie y con las tetas más arriba, tetas que aún no habían dado de mamar a ningún ser humano. Y me reí con ganas visualizando el preservativo usado tirado en el suelo de la cocina, yo ya tenía en mente que eso pasaría dentro de unos años cuando cazara a mi hijo mayor con alguna amiga en casa.

—¿Nos duchamos? —Yo acariciaba sus abdominales con verdadera devoción.

—Sí, ¿no? —Y me dio un beso en uno de mis pezones, para después levantarse de un salto. Qué frescura, a mí me dolía todo y seguro que tendría agujetas durante una semana.

Nos metimos en la ducha a trompicones, incapaz como era de frenar sus manos a lo largo de mi cuerpo. Me enjabonó mientras yo me lavaba el pelo y empleó gran parte de su tiempo en enjuagar cada uno de mis rincones. Cada uno. Yo no acertaba a adivinar por qué tanta dedicación hasta que se puso de rodillas y en menos de cinco minutos había hecho que llegara a un orgasmo tan intenso que luego se quejó de que le había tirado «un poco demasiado fuerte» del pelo. Y es que, a esas alturas, ya había superado mi récord de orgasmos con creces. Yo nunca había sido de las de varios por noche; y ahora podía decir que tenía una conciencia manifiesta de mi clítoris, sensación que duraría todo el día.

—Que conste que, cuando llegue a casa, me pondré unos calzoncillos limpios —me dijo mientras le daba la vuelta a los que tenía entre manos.

—A casa… ¿de tu madre? ¿Qué hora es? —Y comenzaron a saltar todas mis alarmas. Mis alarmas de madre.

—Las nueve. O al menos eran las nueve antes de meternos en la ducha.

—Pero ¿y tu madre? ¡Estará preocupada! —Se quedó con los vaqueros a medio poner y me miró estupefacto, como si no me conociera de nada. Aunque, bien mirado, nos conocíamos más bien poco.

—Joder, nombrar a mi madre en estos momentos, vaya palo, ¿no?

—Pero ¿la has avisado?

—¿De que estoy aquí? No. Le escribí un mensaje anoche diciéndole que me quedaba en casa de un amigo. ¿Más tranquila? —Y se metió en el baño riéndose con pequeñas carcajadas. Pequeñas carcajadas que aún no sabía que se iban a convertir en imprescindibles para mí.

Me vestí con prisa. De repente me había crecido la culpabilidad; culpabilidad por los orgasmos que tanto había disfrutado y que provenían de un chico diez años menor que yo, pero que desde luego sabía mucho más de temas sexuales. Ese chico tenía una madre, una madre que debía de ser joven, porque, cuando mi hijo mayor tuviera veintisiete, yo tendría… Sí, joven, debía de ser joven. Y una noche entera fuera de casa y haciendo cosas… Aunque, con veintisiete años, ya tenía edad. De hecho, yo ya estaba casada con veintisiete años. No, quizá no estuviera ni tan mal ni tan raro el asunto.

—¿Nos vamos a desayunar? —La culpabilidad se redujo de nuevo a niveles más que tolerables, me quedé con mi último pensamiento.

Antes

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SOY MACA Y ESTOY DIVORCIADA

 

Quién me iba a decir a mí que a mis treinta y siete años diría esto para presentarme en mitad de un bar a un desconocido, como si me encontrara en una reunión de Divorciados Anónimos y fuera a contar mi particular viacrucis con el padre de mis hijos y mis hijos. Porque sí, tengo hijos. Soy la divorciada con el paquete completo.

Lo de que estoy divorciada también me lo digo a mí misma constantemente delante del espejo para terminar de creérmelo. Y se lo repito a mi madre para que termine de creérselo ella también. Y se lo repito a los dos niños que corretean por casa cada vez que llaman a su padre a voz en grito. «¿Divorciados, mamá? ¿Qué significa divorciados?», como si ellos no lo supieran ya. Yo, por enésima vez, les explico: «Papá y yo ya no vivimos juntos, nos queremos, pero no lo suficiente». «Y a nosotros, ¿nos quieres lo suficiente? ¿O te vas a divorciar también de nosotros, mamá?», hablan con poca preocupación porque ya conocen la respuesta, eso me lo preguntaron hace mucho y el tema quedó zanjado desde el principio de los tiempos; así que, de vez en cuando, me tomo la libertad de decirles: «Si seguís así, sí que me divorciaré de vosotros». Estamos aprendiendo a vivir esta nueva situación. Sé que la mayoría de las veces que me preguntan si su padre va a volver a casa guardan en su interior una pequeña llamita de esperanza que ya me encargo yo de apagar con un «no» raudo, a veces severo y, otras, cariñoso.

Así que, recapitulando, me llamo Maca, tengo treinta y siete años, estoy divorciada hace año y medio y atesoro dos niños de cuatro y siete años. Trabajo de correctora en una editorial pequeña que publica principalmente manuales para oposiciones, aunque está barajando abrir su mercado y sumergirse en el mundo de la novela, no sabéis cuánto deseo esto. También colaboro con una revista cultural a la que llegué de la mano de mi exmarido, porque nosotros, ante todo, seguimos siendo amigos, padres de los mismos niños y residentes en Madrid.

Después de año y medio metiendo en cajones y cajas de plástico de los chinos (que son mejores que las de Ikea) los sentimientos encontrados de mi nueva situación, creo poder decir con total convencimiento que tengo el cambio de armario hecho y terminado; con todos los flecos recortados y todas las prendas «por si» finiquitadas. No ha sido fácil y todavía me asusto y sorprendo a partes iguales cuando veo tanta amplitud y orden, como si eso no fuera conmigo, como si fuera todo artificial. Pero si ando más relajada es que lo he conseguido, o al menos me gusta pensarlo.

Año y medio me ha hecho falta, no está mal. A mi ex, sin embargo, le costó menos hacer la limpieza necesaria en su vida porque, a los pocos meses, ya tenía una nueva pareja que le hacía la colada. No hablo desde la acritud, y aunque no me cayó muy bien que tardara tan poco en sustituirme, reconozco que, si soy fiel a los hechos, le costó más: llevamos separados de facto hace año y medio (y cuando se echó la nueva novia, unos cinco meses), pero cuánto llevaríamos separados viviendo aún bajo el mismo techo. Si lo pienso, dos personas que se quieren y tienen hijos en común pueden estirar el chicle de la convivencia tanto como deseen, aunque sus existencias vayan por caminos paralelos condenados a no cruzarse nunca más.

Ahora me encuentro sola en casa en fines de semana alternos; echo tremendamente de menos a mis hijos cuando no los tengo conmigo; pero a veces los echo de más, solo a veces, cuando el ingente trabajo de educarlos y mantenerlos a raya para que no se conviertan en carne de Servicios Sociales se me hace tan cuesta arriba que parece que me vaya a explotar la cabeza. Pero la cabeza nunca explota. Y yo, en ocasiones, preferiría que me estallara y todo se pringara de sangre y vísceras, de cerebro y ojos saltando como muelles para descansar un poco de esta vida tan perra y tan estresante que no me deja disfrutar del día a día en el que me veo inmersa sin remisión. Yo, a mis hijos, los quiero. Los quiero mucho. Los quiero a rabiar.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MI EX SE LLAMA ERNESTO

 

Como mi hijo mayor, como mi exsuegro, como todo un linaje de Ernestos que estarán en mi vida hasta el día en que muera; Ernesto seguirá en mi vida porque es el padre de mis hijos y porque una columna suya sale diariamente en uno de los periódicos más vendidos del país. Es retuiteada centenares, miles de veces, la comparten nuestros amigos en Facebook, me llega por WhatsApp por diferentes vías, mi padre me la comenta puntualmente a las dos y media de la tarde, justo cuando se está comiendo su postre, justo antes de que vayan a comenzar las noticias. Ernesto fue el triunfador de nuestra pareja y será el triunfador de la pareja que forme con otra persona. Es bueno, es muy bueno. Ya lo sabía yo cuando comencé a salir con él en la facultad y por mis manos pasaban las notas anónimas que incendiaban los debates estudiantiles y ponían a caldo al claustro de profesores: reconocía en ellas ese tono irónico e irreverente del chico que se tomaba un café tan tranquilo conmigo por las tardes y, luego, del chico que se despertaba a mi lado con el flequillo tapándole los ojos. Lástima que haya empezado a perder pelo. Yo no tenía tanta pasión por el periodismo, de hecho, hoy en día, no sé por qué estudié esa carrera, aunque pensándolo bien, sigo sin saber qué otra cosa me hubiera gustado hacer. Acabé en la editorial por pura suerte: una serie de cursos y prácticas y estar en el sitio correcto en el momento adecuado.

Todavía me pregunto cuándo fue el momento, cuál fue ese momento en que todo comenzó a romperse. En que ya no hubo vuelta atrás, ese momento tras el cual estuvimos condenados. Porque hasta la separación física hubo algo de sexo, algo de complicidad, de risas, de cumplidos, de cafés hechos para el otro, de táperes en el frigorífico pensando en el otro, de regalos preparados con devoción; pero también hubo mucho de discusiones por nimiedades, de reproches insustanciales, de otros cafés olvidados de hacer u olvidados sobre la encimera. Mientras sigo buscando ese momento, normalmente los fines de semana que mis hijos están con él y tengo tiempo suficiente para rebozarme en el fango de la nostalgia, sigo apostando por la separación. Porque la separación fue la única verdad absoluta, la única verdad en nuestra vida cuando dijimos «basta». Qué pena. Yo que creía que tendría un matrimonio como el de mis padres, como el de mis abuelos; yo, que me imaginaba desde casi el mismo instante en que hice el amor por primera vez con Ernesto que con él haría también el amor por última vez y que envejeceríamos felices, dando paseos por el parque, viendo series en Netflix y yendo al teatro todas esas veces que no pudimos ir cuando fuimos jóvenes, unas por falta de tiempo, otras por falta de dinero, otras por falta de ganas.

Pero se acabó.

Y nuestra vida en común fue maravillosa. Tanto que aún no me creo que quisiéramos acabarla, porque siempre tiendes a acordarte de las cosas buenas. Cuando me obligo a pensar en las malas, ahí aparecen los motivos por doquier, como setas en un bosque húmedo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

CUÁNTAS VECES BROMEAMOS ERNESTO Y YO

 

Bromeamos con la posibilidad de quedarnos de nuevo solteros. A nuestra edad, rozando los cuarenta, con nuestro ritmo de vida rutinario de adultos jóvenes donde la mayor parte del tiempo se la llevaban los niños y el hogar. Niños y hogar, ¿cuándo nuestras horas habían pasado a girar alrededor de esos dos conceptos? Más que conceptos, realidades, ojo, realidades que me encantan. Pero esa antigua vida que había sido tan mía, tan nuestra como lo es esta, en la que precisamente no había horas, quedaba tan difuminada en el tiempo que parecía no haber existido nunca.

Igual Ernesto sí tenía una vida social más rica gracias a su estatus de periodista. Trabajar y escribir para una de las grandes cabeceras del país es lo que tiene: te granjea buenos contactos, eventos a los que acudir y premios que recibir. Siempre supe que tendría éxito, aunque no tanto con la novela, sus dos incursiones prosperaron poco y todavía es un punto fácil contra el que arremeter en momentos de tensión máxima, de hecho, puede que eso hiciera que lo que estaba resquebrajado estallara en pedazos.

Fue un día de verano, el calor nunca es bueno para la tensión, el calor nunca es bueno para nada. Ni para el dolor de cabeza, como el que tenía yo desde antes incluso de levantarme; ni para el humor ni para una pareja que no se soporta. Los niños estaban en casa de los abuelos que, teniendo piscina, era mejor opción que quedarse en nuestro piso, céntrico y bien ubicado, pero piso, al fin y al cabo. En invierno estaba muy bien, en verano era un infierno. Ernesto y yo teníamos vía libre para la discusión. Mentiría si dijera que nunca discutimos delante de los niños. De hecho, le miento a mi madre cada vez que le digo con mi voz más sincera y solemne que nunca Ernesto y yo cometimos el crimen de discutir delante de los niños. Lo hicimos. Pocas veces, pero así fue. Sobre todo, cuando el mayor, que tenía entonces unos cuatro años y medio, estaba en su habitación y lo hacíamos jugando y sin prestar atención. Pero ese día la casa era nuestra, incluso el edificio era nuestro, casi todos los vecinos se habían ido de vacaciones, podríamos gritar todo lo que quisiéramos.

Yo recuerdo que me levanté con un cosquilleo en la garganta, no es que me fuera a poner mala por el aire acondicionado, era esa sensación que tengo antes de que vaya a ocurrir algo, normalmente malo. A lo mejor era que veníamos de una discusión la noche anterior. Como los niños se habían quedado con sus abuelos, Ernesto y yo aprovechamos para ir al teatro y a cenar; un plan de esos de arreglo exprés, como si llamáramos a la grúa para que recogiera el coche que se ha quedado parado sin motivo aparente, pero en realidad tiene hasta los elevalunas eléctricos estropeados. No me acuerdo ni de la obra, no me gustó, eso sí que lo recuerdo, y creo que ahí comenzó la trifulca.

—La obra ha sido malísima. —No esperé a salir de la sala para decírselo con aspereza, él se había encargado de comprar las entradas.

—Me la recomendó Ana, la de Cultura, qué iba a saber yo.

—Pues lo que te dijera yo. Que mira que te lo dije, que no tenía buena pinta.

—Lo siento, la próxima vez compras las entradas para la que tú quieras.

—No, la próxima vez me puedes hacer más caso a mí que a la experta de cultura de tu periódico. —Discutíamos sin mirarnos apenas, evitando a la gente, hablando en un tono lo suficientemente bajo como para que no nos miraran raro, pero lo suficientemente alto como para que el otro captara la intención y el tono.

—Lo siento, Maca, ¿qué quieres que haga más? ¿Me flagelo delante de toda esta gente?

—No, lo que espero es que me hagas más caso, siempre tienes más en cuenta la opinión de los demás que la mía. No soy una periodista de éxito, pero me creo con buen gusto.

—Nadie ha dicho que no lo tengas… Maca, estás sacando las cosas de quicio. Vámonos a cenar.

—Sí, mejor. Aunque como el restaurante sea igual de malo, se te acumulan: la obra de teatro, el restaurante, tus libros… —Fui cruel, en cuanto lo dije, lo supe. Ernesto se detuvo y me dejó andando sola un par de pasos. Cuando me volví, vi en su cara daño, decepción e ira.

—Al menos yo intento hacer cosas que me gustan, Maca, tú te vas a morir en esa editorial de tres al cuarto corrigiendo manuales de oposiciones porque nunca te atreverás a dar el salto.

Y ahí estaba en todo su esplendor: la competición por ver quién de los dos decía lo más dañino para el otro. Estábamos los dos empatados, nos conocíamos tan bien, pero tan bien, que sabíamos cuáles eran nuestros puntos débiles. Esos que, estando bien, hubiéramos mimado, apoyado y que ahora, sin embargo, nos dedicábamos a torpedear para que se hiciera un agujero cuanto más grande mejor.

No fuimos a cenar. O más exactamente, no fuimos a cenar juntos. Sin hablar siquiera, nos separamos en la puerta del teatro y cada uno tiró por su lado. Él no sé qué hizo, yo me fui a un restaurante italiano que estaba cerca y su luz tenue y su pizza con champiñones —que Ernesto odiaba— me lamieron las heridas. Podría decir que reflexioné sobre lo que había pasado, pero no lo hice. Miré el móvil, me metí en Twitter y en Instagram, le mandé un wasap a mis suegros preguntándoles por los niños, ellos hicieron lo propio preguntándome que qué tal la salida de enamorados… Enamorados, ¡ja! Tenía la mente tan bloqueada que no era capaz de pensar. Cuando llegué a casa, Ernesto estaba en la cocina con una infusión en la mano.

—Te estaba esperando.

—Ya, bueno, se me ha hecho más tarde de lo que pensaba.

Nos abrazamos. Hicimos el amor. ¿Sabíamos que iba a ser la última vez que lo haríamos? ¿Por eso obviamos las cosas feas que nos dijimos esa misma noche y decidimos hacerlo? Fue un ejercicio de conocimiento, conocía ese cuerpo como al mío propio. Sí, toqué sus arrugas por última vez, besé esa boca por última vez; definitivamente, mientras lo hacíamos, lo intuíamos. Fue el sexo más tierno que he tenido en toda mi vida. Cuando caímos rendidos, con el calor pegado a nuestra piel y a las sábanas, mi vida con él pasó delante de mis ojos: los cafés a media tarde en el bar de enfrente de la facultad; el viaje de novios a Roma; el embarazo de Ernesto, nuestro hijo mayor; la sorpresa del embarazo de Rafa, el pequeño, totalmente inesperado. Me provoqué a mí misma una grandísima migraña, que era fundamental para lo que estaba por venir, claro.

El hormigueo en la garganta llegó a su culmen cuando me levanté a la mañana siguiente y lo encontré en la mesa de la cocina. Me había preparado café, con leche de almendra y dos de azúcar, como a mí me gusta. No esperó a que me sentara, me tendió el café y dijo:

—¿Vamos mañana a un abogado?

—Creo que va a ser lo mejor.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

MAMÁ, ERNESTO Y YO NOS SEPARAMOS

 

Y los ojos de mi madre se anegaron de lágrimas. Debía haberlo visto venir hace tiempo, como me dijo poco después, pero era una cosa que ella no suponía que desembocara en lo que desembocó. Creía que mi relación con Ernesto era tan fuerte como la suya con papá, que había pasado por baches igual de gordos o más que los míos y ahí se mantenía, como un roble centenario cuyas raíces se niegan a desfallecer, haciéndose más grande y nudoso, pero nunca más gastado. Yo también pensé eso durante un tiempo.

Mi padre, sin embargo, no se lo tomó en serio. Soltó algo así como: «Estos jóvenes de hoy no aguantan nada, seguro que la cosa no va mucho más allá», sin querer entender que ya había llegado a donde tenía que llegar, que nos habíamos quedado sin recorrido. Poco a poco, puso a mi madre de su parte, le inculcó ese escepticismo y, a día de hoy, año y medio después de haber firmado los papeles, ambos me preguntan convencidos que cuándo vamos a volver Ernesto y yo. No los quiero decepcionar, Dios me libre, pero creo que ha llegado el momento de decir toda la verdad por mucho que duela. Así que la próxima vez que mi madre, entre susurros, mientras fregamos los platos del almuerzo familiar, con papá al otro lado del salón en su butaca y ya durmiendo su siesta, me pregunte por la fecha de mi vuelta al matrimonio, le contestaré con la nueva situación sentimental de Ernesto y quizá embarace a su actual novia, para que dé por confirmada con más rotundidad si cabe el último año y medio de separación física y emocional.

Sí, nuestra separación fue un mazazo para toda la familia. De mis suegros no puedo decir mucho porque decidimos que cada cual se ocuparía de su parte, así que, un par de semanas después, cuando me acerqué a despedirme, la efusividad del momento se había desinflado. En mi interior sentía que les debía una visita, habían sido muchos años de entrar en ese hogar que había sido el mío hasta hacía bien poco; mucho tiempo de confidencias a media luz con mi suegra; mucho tiempo de abrir el frigorífico con libertad sin pedir permiso; mucho tiempo de todo. Dos semanas después de la noticia bomba, quedé con Aurora, mi suegra, en su casa y, de repente, todo se me antojó tan ajeno. Eran ajenos los suelos que yo ayudé a elegir cuando se hicieron la casa y Aurora andaba como un gato en un cajón, de uñas todo el día contra todo y contra todos porque nadie entendía que quisiera mármol y no parqué; era ajeno el aire, ese aroma a jazmín que acompañaba mis visitas a aquella casa a las afueras de Madrid, en una urbanización bien, en la que yo había soñado acabar mis días con Ernesto; era ajeno ese jardín donde ella había preparado un par de gin-tonics y que había sido el lugar de vacaciones de mi pequeña familia en esos días en los que ni el periódico ni la editorial nos habían dado tregua. Cómo iba a echar de menos mis visitas allí.

—¿Cómo lo llevas? —Aurora siempre me había fascinado. Entraba en los temas sin sosiego, a quemarropa. «¿Para qué perder el tiempo con rodeos?». Le dio un trago largo a su copa.

—Bueno, creía que iba a ser peor, pero no te miento si te digo que ha sido como si me hubieran quitado una losa de mármol de quinientos kilos de la espalda. —Y las dos miramos al suelo de la cocina, que era por donde se salía al jardín, y nos echamos a reír.

—Imaginaba a Ernesto más en forma. —Y me dedicó una de sus miradas profundas.

—¿Más en forma? No te entiendo.

—Más en forma, lo he visto muy desmejorado.

—Bueno, han sido días duros para todos, yo tampoco estoy en mi mejor momento.

—¿No tiene arreglo? —Y me consta que lo preguntaba desde la sinceridad, una pregunta franca que necesitaba una respuesta franca.

—No, Aurora. —E incluso yo me sorprendí de mi rotundidad. ¿No había arreglo? No, la verdad era que no.

Si reflexionábamos sobre el tema, Ernesto y yo habíamos pasado ya por todas las fases, también por la de intentar arreglar aquel desaguisado en que se había convertido nuestro matrimonio. Fue el verano anterior. Les dejamos los niños a mis suegros y nos fuimos cuatro días de escapada a la sierra, los dos solos. Pero allí vimos que habíamos ido perdiendo intereses comunes como quien lleva una bolsa de lentejas y cuando llega a casa ve que no hay nada dentro, que las lentejas se han ido cayendo por el camino por un agujero y no se había dado ni cuenta porque tampoco le importaban demasiado esas lentejas de todas formas. No hubo grandes discusiones, pero sí que recuerdo esa sensación de pérdida al llegar a casa. Por el camino se habían ido perdiendo esos intereses en común y no pudimos hacer nada por recuperarlos. Y habían sido muchos, ¿dónde demonios se habían metido?