La suerte de Carmen - María Cañal - E-Book

La suerte de Carmen E-Book

María Cañal

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Beschreibung

HQÑ 343 "Quizá sean mis curvas las que hacen mi vida tan vertiginosa." Carmen tiene casi cuarenta años. En plena celebración por irse a vivir juntos, su novio muere mientras hacen el amor. Eso, aparte de ser una tragedia cargada de conmoción, se lleva a un lugar lejano las certezas y los sueños de Carmen, como el de ser madre. Tras un tiempo de naufragio emocional, decide ponerse de nuevo a los mandos de su vida, y cambiar la ciudad por el pueblo será el primer paso de un viaje de supervivencia personal. Allí conoce a unas mujeres que se convertirán en su nuevo colchón de seguridad y a Pepe, un atractivo y prestigioso chef. Una nueva vida, un hombre que parece sano y fuerte y que la quiere y la recuperación de sus sueños: parece la respuesta a sus plegarias… ¿o no? A base de ironía y buen humor, Carmen buscará su suerte en la vida sin conformarse con las cartas que le han repartido. Después de perder estrepitosamente, Carmen juega una nueva partida con el destino. Lo que ella no sabe es que el destino nunca pierde. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 María Cañal Barrera

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

La suerte de Carmen, n.º 343 - noviembre 2022

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-354-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Yo soy carmen

Carmen, sobreviviendo a mi suerte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Carmen, buscando mi suerte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Epílogo Carmen, vaya suerte la mía

1. De cuando se lo conté a Pepe

2. De cuando lo conté en casa

3. De cuando se lo conté a Alberto

4. De cuando se lo conté a mi hija

Si te ha gustado este libro…

Yo soy carmen

Quizá sean mis curvas las que hacen mi vida tan vertiginosa.

 

 

 

 

 

Carmen viene del hebreo y del latín. En hebreo significa «jardín divino»; en latín, «canción» o «hechizo». Por lo visto.

En mi familia, Carmen significa herencia. Así se llaman mi madre y mi abuela; y así se han llamado mi bisabuela y todas las primeras mujeres de mi familia desde que hay registro civil. Y seguro que antes de que existiese el registro también.

Y Carmen me llamo yo. Ese nombre me ha perseguido toda la vida. De pequeña lo veía gigantesco, lo sentía como un peso sobre mí. Carmen era nombre de mujer mayor. Ahora, con 38 años, soy esa mujer mayor a la que el nombre de Carmen le viene como anillo al dedo. No, no considero que sea una mujer mayor, lo digo como la mujer a la que me refería cuando tenía unos diez años y todo lo que pasase de 20 era de una madurez inaudita. Una vez reconciliada con mi nombre, me gusta llamarme Carmen, me suena a fuerza, a autoridad y me da seguridad llamarme así, más que nada porque es lo único constante en mi familia desde tiempos inmemoriales. Razón por la cual mi madre se lamenta día sí día también de que la tradición familiar morirá irremediablemente en mis manos si no le pongo algo de empeño ya. Un YA en mayúsculas que lleva implícito que mi arroz está algo pasado, aunque aún comestible, y que el reloj biológico no perdona. Por las noches, después de haber pasado mi tradicional jornada dominical en familia, puedo sentir el tictac de ese reloj biológico retumbando en mis oídos.

Yo suelo preguntarle que cómo puede estar tan segura de que a la primera que me quede embarazada, sea una niña lo que traiga. Y ella me contesta que la naturaleza es sabia y que, teniendo tan poco tiempo como tengo para ser madre, no iba a entretenerse en otra cosa que no fuera hacer una niña. Entonces yo me retumbo en el sofá para echar mi siesta y comienzo a escuchar ese tictac taladrando mi cerebro. La desazón me dura hasta el día siguiente, cuando hablo con Gloria, mi mejor amiga, y me tranquiliza recitándome los avances médicos a la hora de ayudar a mujeres añosas a concebir (decido tranquilizarme y no tenerle en cuenta eso de «mujeres añosas»).

Pero la herencia no se limita al nombre. A esas seis letras van enlazadas otras características, esta vez sí más relacionadas con el ADN, y que es asombroso que, efectivamente, solo heredemos las primeras mujeres de mi familia. Por ejemplo, mi abuela insiste en que estoy desperdiciando este físico que Dios nos ha dado tan perfecto para tener hijos. Unas excelsas caderas, perfectas para albergar churumbeles (ella a mi edad ya tenía seis); y estos pechos exuberantes que se convierten en dos magníficas cántaras de leche cuando hay que amamantar a un bebé («Nuestra leche siempre ha sido de calidad, he alimentado a mis hijos solo con mi leche hasta casi el primer año de vida», repite con orgullo cada vez que sale el tema, que es bastante a menudo). Y yo, además de luchar contra esa expectativa que me solivianta por absurda y me estresa porque muy en el fondo de mí quiero cumplir, también me peleo desde que era una niña para domar los rizos que sobresalen de todas las coletas, moños y recogidos que con más pena que gloria soy capaz de hacerme. Porque los rizos son otra seña de identidad de las Cármenes de mi familia.

Y, sin embargo, mi hermana no sabe absolutamente nada de esta herencia genética y familiar que desde el mismo momento en que fui concebida ya cayó a plomo sobre mis hombros. Al parecer, una persona es capaz de manifestar los genes de una tía abuela a la que casi nadie recuerda ya y de la que lo único que pueden decirte es que «era muy espigada». Eso se traduce hoy en día en alta, delgada, pecho justo, caderas perfectas y una elegancia natural que no sé si la tendría la tía abuela, pero que ella ha sabido trabajar. Se llama Alejandra, nombre que envidié desde el mismo momento en que me enteré, motivo principal de mis fechorías infantiles contra ella: le ponía zancadillas, le tiraba del pelo a escondidas, le ofrecía las cabezas de los Playmobil como si fueran uvas. Todos pensaban que eran los celos típicos de la princesa destronada, nada más lejos de la realidad, yo agradecía profundamente que la atención de los adultos que había a mi alrededor ahora tuviera un objetivo nuevo con el que cebarse, solo envidiaba su nombre. Ella es azafata de vuelo, tiene un novio piloto guapísimo y están barajando casarse para formar una familia (porque esas cosas, cuando puedes, se barajan). Lo positivo, llegadas a esta edad en que ya hemos tenido nuestros más y nuestros menos con la vida, es que ese rencor sordo que guardaba hacia ella ha desaparecido. Ni ella ha tenido la culpa nunca de toda la verbena que se había creado a mi alrededor en la que yo no quería salir a bailar ni yo tampoco.

Sí, hay cosas que cierta gente puede barajar, la vida les sonríe desde el mismo momento en que ponen un pie en este mundo y ese es el caso de mi hermana. No puedo odiarla por ello, aunque de adolescente lo hacía un poquito. Yo no tuve la oportunidad de barajar nada con Ramón (ya sabréis quién es Ramón, no vayáis tan rápido) porque se fue demasiado pronto. No tuvimos ocasión de hablar de nada, ni de matrimonio ni de hijos. Aunque Ramón no fuera santo de devoción de mi madre, cuando dije en casa que nos íbamos a vivir juntos, a ella se le iluminaron los ojos. Yo sé que se montó la película de una pequeña Carmencita correteando por casa en unos escasos nueve meses y cuando a la semana se esfumaron sus esperanzas, sé que ella sufrió por mí, pero también por la tradición. Mi hermana le insiste en que si tiene una hija la llamará Carmen, dando por hecho que yo me secaré como una pasa y nunca tendré hijos; sin embargo, ese apaño no le sirve a mi madre e incluso me ha dejado caer lo de ser madre soltera. Habla de repente de que hay que modernizarse, que tampoco hay que ver tan mal que la chica del bloque de al lado se haya quedado embarazada de su último novio con 15 años y que cuando lo supo ya ni siquiera estuvieran juntos; no ve tan mal todas mis relaciones, que eso es ser una chica de hoy y que si veo un buen ejemplar por ahí una noche, me lo zampe sin contemplaciones. Lo dice en serio. No quiero ni pensar qué cree mi madre que hago en mi vida y tampoco quiero pensar qué quiere que haga.

Personalmente, deseo ser madre. Aunque no lo vaya publicando ni tenga un cartel que lo anuncie, la llamada de la naturaleza me vino hace ya algunos años. Lo que pasa es que, a pesar de que cada vez es más complicado acallarla, aún puedo controlarla con algo de alcohol o, en su defecto, con una tarrina grande de helado de chocolate. Hace tiempo que viví el boom del bebé entre mis amistades. Igual que hubo una época intensa de bodas, años en los que me gasté verdaderas fortunas en vestidos de fiesta, tocados y gajes, hubo otra época en la que la tasa de natalidad se disparaba a mi alrededor. Ya todos esos niños tienen unos cinco años y están en esa edad en la que agradezco no ser madre porque los domingos puedo seguir en la cama hasta la hora que me dé la gana sin tener que levantarme temprano para llevar al niño, por ejemplo, al partido de fútbol. Pero quiero que llegue ese domingo.

Tengo claro que en última instancia acudiré a los bancos de esperma, para eso abrí una cuenta secreta cuyo único objetivo era la inseminación artificial en caso de urgencia. Digamos que esa cuenta es mi novio alternativo, ese con el que prometes casarte si a los 40 ninguno de los dos lo ha hecho. Pues si a los 40 no tengo novio y no me he quedado embarazada de ningún buen ejemplar que haya encontrado por ahí, romperé mi hucha y arrasaré con todo. No sé qué diré en casa, quizá mienta y ponga a prueba a mi madre diciéndole que fue una noche loca en la que conocí a un tipo fantástico del que solo sé su nombre y que se marchó a la mañana siguiente sin despedirse. Porque mi madre se hace la moderna, pero eso de quedarse embarazada fuera de los márgenes de la naturaleza no lo lleva muy bien, prefiriendo que me convierta en una chica alegre antes de que el padre de su nueva Carmencita sea un tubo de laboratorio.

Carmen, sobreviviendo a mi suerte

Qué sería de mi vida sin las incógnitas que se esconden tras cada una de mis curvas

1

 

 

 

 

 

Nunca había sentido un dolor tan grande ni tampoco la desesperación había sido tan incontrolable. Y es que nunca me había encontrado en una situación como esta, mi chico murió hace un mes y las lágrimas siguen asaltándome en cualquier lugar: en casa, en el trabajo, en la calle. La realidad es que esas lágrimas que salen parecen ser el agua del pozo que me ahoga, a través de ella se van mis gritos, que dejé de dar porque me atemorizaba más la imagen de loca que daba al mundo que lo que sentía.

Mi chico se llamaba Ramón. Ramón no ha sido la pareja con la que he permanecido más tiempo, pero sí con la que he llegado más lejos: hemos vivido juntos una semana, todo lo que la naturaleza y la vida nos ha dejado. Atrás quedaron mis otras diez relaciones, demasiadas en boca de mi madre e insuficientes en boca de mi mejor amiga, aunque yo considero que me encuentro en un justo punto medio.

A Ramón lo conocí por casualidad a la entrada de un teatro. Me fui hacia él creyendo que era mi cita a ciegas concertada a través de una página web especializada en este tipo de encuentros. A ver, tenía todas las señales que había pactado: jersey de rayas, pantalón vaquero y clavel rojo. De acuerdo con que la vestimenta es la que lleva el 99% de los hombres del mundo, pero ¿y el clavel rojo? Llegué, me presenté, le di dos besos y, como yo llevaba las entradas, entramos y vimos la función sin decir palabra. Cuando salimos, fuimos a tomar una copa, que se convirtieron en cuatro, y terminamos en mi piso haciendo el amor con una pasión que hasta a mí me sorprendió. Por la mañana, cuando lo llamé Juan, me dijo que se llamaba Ramón y una nube blanca se instaló justo delante de mis ojos.

–¿Tú no eres Juan, el de la página web de citas?

–No, yo soy Ramón, el de la entrada del teatro.

–Entonces, ¿con quién coño me he acostado yo esta noche?

–No te soliviantes, mujer, que yo no suelo tener prejuicios.

Me encerré en el baño y eché el cerrojo, como si una puerta cerrada con llave me pudiera defender de aquel desconocido con quien había pasado toda la noche piel con piel. Cuando salí, completamente vestida y con un jersey de cuello alto por si interpretaba mal las señales y creía que podía propasarse (ya lo sé, un poco tarde), me lo encontré desayunando un bol con leche y cereales con fibra, mis cereales con fibra. Lo miré desde la autoridad que me daba estar en mi piso y le espeté:

–Te agradecería que te marcharas cuanto antes.

–¿Por qué? ¿No lo hemos pasado bien?

–Sí, pero esa no es la cuestión.

–Mira, esto no me pasa a menudo, me has gustado mucho. –Para mi tranquilidad, la noche anterior llevaba uno de mis mejores vestidos negros, tengo varios, realzaba mis curvas sin ser vulgar, y los tacones completaban esa seguridad tan necesaria en este tipo de citas–. No soy ningún psicópata, te lo aseguro. Me gustaría volver a verte, ¿qué me dices? –Y se zampó otra cucharada de cereales con una sonrisa pícara que me dejaba un poco descolocada por lo surrealista de la situación.

–Pues que ahora no estoy en disposición de contestarte.

–Pero si estás delante de mí, ¿qué te lo impide? No me vayas a decir que pudor… –Sí, era pudor, pero no se lo iba a decir.

–Bueno, no sé…

Lo que ocurrió entre esa última contestación y el momento en que estábamos otra vez desnudándonos para hacer el amor sobre la encimera de la cocina realmente lo desconozco, mi mente lo ha borrado sin razón aparente. Por supuesto que la respuesta final a su pregunta fue que sí.

Los siguientes meses fueron una época convulsa, siempre que intentábamos tener una cita normal, acabábamos en mi piso. Nunca llegábamos al final de una película en el cine, a los postres en una cena o a la segunda copa en una reunión de amigos. Así que, apelando al sentido práctico de la vida, decidimos vivir juntos: si teníamos acceso a hacer el amor a cualquier hora del día, podríamos tener vida social.

Ramón abandonó el piso que compartía con un par de estudiantes polacos, que sabe Dios qué estudiaban, y trajo una caja de cartón con sus cosas a mi piso.

–¿Eso es todo? –le pregunté señalando la caja.

–Ajá.

–Pues descorchemos la botella de champán y brindemos por nuestra nueva vida juntos –exclamé mientras iba a por dos copas a la cocina y mi mente celebraba a su manera el poco espacio que tendría que hacerle.

–Brindemos por eso y sellemos el momento con una promesa.

–¿Qué promesa?

–Llevamos, ¿cuánto? ¿Cinco meses juntos?

–Cuatro.

–Cuatro meses juntos. Y nos hemos dado cuenta de que estamos hechos el uno para el otro.

–Todavía me pregunto qué fue de Juan.

–Bah, eso ya no importa. –Ramón me cogió por la cintura, divertido. Si algo tenía Ramón era eso, todo se lo tomaba a broma.

–Ya, pero por vergüenza me borré de la página web de citas y ahora no sé si quiso ponerse en contacto conmigo…

–¿Y eso qué más da ahora? Escúchame, vamos a sellar el momento con la siguiente promesa –asentí levantando la copa llena de champán–: haremos el amor todas y cada una de las noches de la siguiente semana para celebrar nuestro cambio de vida.

–¿Qué clase de promesa es esa? Si ya hacemos el amor casi todos los días.

–Tú lo has dicho, casi todos. Y ahora que vivimos juntos, la frecuencia bajará, créeme, tengo experiencia en eso. Quiero recordar esta primera semana toda mi vida.

–Me parece una tontería. –Pero lo decía con la boca pequeña, con una sonrisa asomándose a mi rostro ceñudo.

–Bueno, ¿y?

–¿Y qué?

–¿Brindamos y sellamos?

–Vale, haremos el amor todos y cada uno de los días… –Intenté poner un tono de voz solemne.

–Las noches.

–Las noches de esta semana para celebrar nuestro cambio de vida.

–¿Empezamos ya?

–¿Por qué no?

No imaginaba que esa promesa sería el detonante de que nuestra vida juntos estallara por los aires. Porque se vino a vivir conmigo un viernes y yo, al jueves siguiente, estaba físicamente hecha polvo después de los madrugones para ir al trabajo, mis maratonianas sesiones de gimnasio (imprescindibles si quería mantener a raya mis curvas), las visitas a la casa familiar y las atenciones al nuevo inquilino de mi hogar. Pero parecía que había alguien que estaba llevando algo peor ese estrés físico. Y ninguno de los dos lo sabía.

La noche del jueves comenzamos como siempre:

–¿Qué tal el día? –Me miró desde su lado de la cama y volvió a enfrascarse en el juego que se había bajado en mi iPad.

–Bueno, hoy ha sido muy cansado, hemos tenido que sacar diez guías de transporte para los caballos de la ganadería de mi jefe. No encontrábamos los libros, el fax no iba y los caballos ya habían empezado el viaje.

–¿Siempre es igual?

–Siempre. En esa ganadería todo se hace mal, deprisa y corriendo.

–Pero si trabajas para la empresa de aceitunas. –Me maravillaba la capacidad que tenía de mantener una conversación decente y seguir jugando sin que le mataran.

–Creo que soy una chica para todo.

–Mmm, chica para todo, chica para todo… –recitó como un mantra y me miró haciendo ojitos.

–¡Tonto! ¿Y tú?

–¿Yo? Bueno, hoy el de los repartos a domicilio no ha venido a trabajar y me ha tocado a mí.

–¿Y eso?

–La gripe o no sé qué cosa.

–¿Y has repartido mucho?

–Demasiado. Y lo que dicen por ahí es mentira: no hay propina para el repartidor.

Los dos nos mirábamos con cara rara, ya habíamos verbalizado nuestro cansancio y nuestra conversación llevaba implícito que no teníamos cuerpo para seguir festejando nuestra convivencia, pero…

–Pero, aunque estemos cansados, creo que por amor propio deberíamos culminar nuestra semana del sexo. –Me sorprendí a mí misma diciendo estas palabras.

–¿Tú crees?

–Si no cumplimos nuestra promesa, no vamos a empezar con buen pie nuestra nueva etapa juntos. Este fin de semana podemos relajarnos y prohibirnos cualquier tipo de excitación.

–Está bien, pero me vas a tener que trabajar un poco… Estoy muerto.

–No te preocupes, sé qué teclas tocar…

¡Y vaya si lo sabía! No hicieron falta muchos preliminares para que se arrancase. Y aunque sabía que sería rápido, él duró menos de lo que yo pensaba: cuando estaba llegando al final, sufrió un espasmo, se desplomó sobre mí y no volvió a hablarme nunca más.

La incredulidad aún me dura. Dejé de decir cómo fue todo cuando noté las miradas extrañas que me devolvía la gente al contárselo. Un poco demasiado tarde, porque a las pocas semanas, –habiendo dejado tres para el luto de rigor–, recibí alguna que otra invitación masculina para comprobar si mi fogosidad en la cama era tan intensa como para matar a los hombres. Hasta mi jefe comenzó a mirarme con otros ojos. Gloria todavía me repite que aproveche la ocasión y mate a más de uno, que se lo merecen y que así salvaría a la especie femenina de más de un indeseable. Yo le río la broma, pero maldita la gracia que me hace.

Según la versión médica, a Ramón le falló el corazón. El médico me puso como ejemplo esos futbolistas que se desploman sobre el terreno de juego, la diferencia está en que Ramón estaba «ejem, en otro terreno de juego, ya me entiende usted». Lo entendía. Lo que no lograba comprender del todo era por qué me había tocado a mí. Y eso no era algo que me pudiera responder el doctor, me remitió al cura de la parroquia que había junto al hospital porque eran cuestiones metafísicas en las que no quería entrar y que, como era ateo, tampoco se quería meter en camisa de once varas.

Como andaba perdida, fui a la parroquia. Sobra decir que llevaba sin pisar una iglesia desde que hice la primera comunión. Me senté en el confesionario y el cura, a través de la filigrana de madera que nos separaba, me rogó que me arrodillara. Lo hice sin rechistar, no iba yo a cuestionar las costumbres en esos momentos de mi vida. Cuando le relaté por completo mi historia y le confié mis pesares, sintiéndome ya mucho más tranquila, con una paz interior y una ligereza que nunca pensé que volvería a tener, me devolvió a la vida real. Aquel cura me recriminó el haberme ido a vivir en pecado con un hombre; que no iba a entrar a indagar qué había sido mi vida anterior a eso, pero que no cabía duda de que debía reflexionar sobre la posibilidad de considerar lo que me había pasado como un castigo a una vida libertina y desorganizada. Salí confundida y llorosa y aún estoy con los cientos de padrenuestros y avemarías pendientes por rezar. Creo que se los deberé a Dios toda la vida.

A Ramón lo enterraron en el panteón familiar. Tenía panteón familiar y yo ni siquiera lo sabía. De hecho, creía que quería que lo incineraran, pero una señora a la que no había visto nunca y que decía ser su madre se presentó en el tanatorio y dejó relegada mi presencia, junto con mi pequeña familia y mi amiga Gloria, siempre fiel, a un cuadro de reminiscencia cubista (por nuestras caras de pasmo) que se cuelga en el último rincón de la casa y que no tiras por vergüenza a que te vea alguien.

Así acabó mi relación con Ramón, entregando sus escasas pertenencias, previa orden de la señora desconocida, la mañana de su entierro. Y junto a esa caja de pertenencias, le entregaba algo más: aquella desconocida se llevaba mi futuro, mis sueños, mis planes… Mi Carmencita.

Y esa misma mañana, desplegando toda su sabiduría y concentrándola en una sola frase, mi abuela me dijo: «Tu suerte en la vida te la tienes que buscar tú». Pero ¿dónde demonios la busco? En esas estoy yo ahora, buscándola.

2

 

 

 

 

 

Jamás he vivido con tanta intensidad el significado de una palabra: sobrevivir. Los meses posteriores a la muerte de Ramón, no hice más que eso, sobrevivir. Fueron una sucesión de días en los que superaba altos listones de salto de altura y caía espachurrada al suelo. Así acababa cada noche, espachurrada y con una pobre visión de mí misma en el mundo.

Como no había ningún tipo de vínculo legal que me uniera a Ramón, nada más allá de nuestro propósito tácito de ser una pareja hasta la eternidad como efectivamente yo lo fui para él, en el trabajo no me dieron mucha más opción que cogerme algún día suelto y cumplir con ciertas obligaciones. Y ante los ojos de las personas ajenas a mi vida, a nuestra vida, yo no tenía derecho ni a sufrir. Es más, en sus miradas podía ver cómo me culpaban internamente de aquella muerte: yo había sido la arpía que había matado a su hijo–hermano–sobrino–nieto de una forma tan abominable y ridícula. Afortunadamente, mi mente es sabia para muchas cosas –aunque no para otras tantas– y bloqueó cualquier sentimiento que pudieran inspirarme semejantes pensamientos hacia mi persona; bloqueó incluso los recuerdos de mis encuentros con ellos. Gloria se encargó, de todas formas, de proferir insultos y respuestas airadas en mi lugar, mis espaldas estaban bien cubiertas.

Volver el primer día después de la catástrofe al piso solitario fue como si delante de mí pasara un tren de alta velocidad al que esperas subir en la estación y que no para. Simplemente pasa y te sobresaltas y te quedas ahí plantada, con cierta inercia a dejarte llevar por él, con el corazón latiéndote a mil por hora y temiendo por momentos que se te vaya a salir literalmente por la boca o explosionando en el pecho. Mi madre, mi hermana o Gloria se ofrecieron a quedarse conmigo esa noche; Gloria con la salvedad de que dormiría en el sofá. Pero yo no quería compartir más tiempo con nadie, solo deseaba, más bien ansiaba, estar sola con mi desazón, mi pena y mi desubicación. A pesar de que Ramón había vivido apenas una semana entre aquellas cuatro paredes, todo me recordaba a él y mirar hacia cualquier rincón me traía a la memoria algún momento, alguna sensación de nuestra vida en común. Cierto es que antes de dar el paso definitivo, Ramón ya había colonizado mi piso y el cuarto de baño, por ejemplo, estaba personalizado con sus colonias, espuma de afeitar, cepillo de dientes o peine y dejando mis cremas amontonadas en una esquina de la estantería; que la pasión que nos embargaba desde la primera noche que nos conocimos me hizo tener inolvidables momentos de sexo desenfrenado prácticamente en todas las losetas de la casa; y que hasta cada prenda que yo tenía en el armario guardaba en su aspecto una historia con Ramón. ¿Cómo iba yo a superar aquello? ¿Cómo iba a lidiar con ese vacío que se había creado tan adentro de mí y que me ahogaba? Tirando el bolso al suelo, dándole un puntapié al móvil que enseguida dejó de sonar al desprendérsele la batería y abandonándome con los ojos hundidos en lágrimas en la cama, me quedé dormida aspirando el aroma a Ramón que las sábanas todavía me devolvían.

 

 

Lo peor de que te pase algo así es la obligatoriedad de volver a hacer vida normal cuando sientes que la tuya ya nunca lo volverá a ser. Observar cómo el mundo sigue girando y la gente sigue haciendo sus mismas rutinas crispa hasta al más templado. De puro milagro no salí como una loca a gritar a los cuatro vientos que todo, TODO, debía pararse en seco porque había ocurrido una desgracia y que al menos había que tener un poco de respeto. Si no lo hice fue porque mi madre, sabia donde las haya, aunque a mí me cueste reconocerlo, venía más veces de las que yo quería y menos de las que ella consideraba oportunas –como en todo en lo que no nos poníamos de acuerdo– y me pilló en más de una ocasión en el mismo momento del arrebato. Entonces, tila, pastilla y cama, a la que cambió las sábanas en un descuido mío. También fue haciendo desaparecer los cuchillos y demás objetos punzantes y peligrosos que pululaban por casa, no sé por qué, no se me había pasado por la cabeza hacer una locura. O sí y no lo había identificado. Quizás las miradas de soslayo que le dedicaba a los cubiertos afilados encendieron todas sus alarmas, pero no fue para nada mi intención.

Y así pasé el primer mes. Treinta días de los que apenas recuerdo nada porque, como digo, mi cabeza bloquea lo que quiere cuando puede, devolviéndome una nebulosa de pastillas a destiempo, conversaciones sin sentido y desgana generalizada. Treinta días en los que me logré dar de baja por depresión gracias a la inquebrantable decisión de mi madre. Treinta días de absoluto naufragio personal.

Después de esos treinta días, no tuve más remedio que volver a ser Carmen, aunque muy en mi interior era consciente de que ella nunca volvería. Me había convertido en una mujer gris por dentro y por fuera; una mujer insulsa y sin intereses, todo me daba lo mismo. ¿Quieres comer? Bueno, si es lo que toca. ¿Quieres ver una película? Bueno, si es lo que quieres tú. ¿Quieres dar un paseo? No, eso no, salir a la calle solo cuando fuera absolutamente necesario. Si todavía tenía poder de decisión sobre algo era sobre si salir o no y exponerme a las miradas de lástima que sabía me regalaban mis vecinos cada vez que se cruzaban conmigo en el ascensor o en el descansillo. Alguno había aparecido por casa y, si yo había estado sola, no me había levantado a abrir. No le abría a nadie y mi familia tuvo que hacerse con una copia de la llave de mi puerta si quería entrar en mi casa. Por mucho que me doliera pensarlo, ellos, los vecinos, fueron los únicos que parece se dieron cuenta de que realmente podía estar en el estatus de viuda. Los ruidos sexuales nocturnos, y no tan nocturnos, y haber visto a Ramón salir de casa las suficientes veces como para pensar en que era alguien fijo en mi vida, les había llevado a esa consideración. Seguramente la noche de autos fue una noche para recordar en sus vidas.

3

 

 

 

 

 

Mi psicólogo me dijo que debía recordar la noche en que ocurrió todo, esa noche que cambió mi vida y mi persona de forma profunda. Y yo no le vi el motivo. ¿Para qué iba a traer a la memoria lo que tanto dolor me había causado?

Al final lo hice e incluso escribí una historia a modo de película hollywoodense donde todos los que acuden a un psicólogo salen de la consulta con un cuadernito de pastas de piel y un elástico que lo cierra. Yo me compré el cuaderno en la ferretería de mi barrio que es ferretería, papelería y kiosco, también hacen fotocopias, envían faxes y plastifican documentos. El caso es que me vi en la mesa del salón delante de una página en blanco y con un bolígrafo cortesía de mi compañía de seguros intentando plasmar con palabras lo que ni por asomo fui ni soy capaz de plasmar con sentimientos.

«Aquella noche al final fuimos tres en la cama: Ramón, yo y la muerte. Y perdonadme que no me ponga yo en último lugar, es lo único que me faltaba para terminar de hundirme. Además, la muerte, cuanto y más ese tipo, no creo que merezca la deferencia de las normas gramaticales.

Él no tenía ganas, yo tampoco estaba muy por la labor, pero una promesa es una promesa. Echados los dos uno junto al otro, sabiendo que íbamos a hacerlo e íbamos a celebrar nuestra convivencia en común como nunca antes se había celebrado, iniciamos una conversación de lo más insignificante sobre cómo nos había ido el día. Recuerdo que él inclinaba constantemente su cabeza hacia el iPad, un juego nuevo lo tenía absorbido, y siempre que lo hacía su flequillo liso y rebelde se le caía delante de los ojos. Me encantaba ese flequillo, podría estar horas mirándolo, su movimiento, su brillantez, porque otra cosa no, pero Ramón tenía un pelazo que, si hubiera sido tía, no te digo la melena leonina que hubiera gastado. Ese flequillo fue el culpable de que yo insistiera en culminar nuestra semana del sexo. Era ver ese flequillo y entrarme un calorcillo interior bastante interesante y prometedor.

Le quité el iPad de las manos y él me miró con ojos divertidos, nada hacía presagiar lo que ocurriría momentos más tarde. Me duele pensar en los besos que le regalé y en el olor a gel de baño que desprendía su piel. Su pelo era una explosión de frutas silvestres, gracias al último champú de oferta que había encontrado en el súper y que había supuesto un descubrimiento sin igual porque se lo dejaba sin grasa durante dos días seguidos. Todavía lo puedo ver desembolsando la compra en la cocina y sacando ese bote de colores chillones. Recuerdo que me pasó las manos por la cara y me acarició los labios con el dedo pulgar, él era mucho de eso, de acariciarme los labios con el dedo pulgar. A mí al principio no me gustaba, pero acabé por encontrarlo tan rematadamente propio de él que esperaba ese gesto como el pistoletazo de salida para hundirme en su boca y dejar que las cosas fluyeran. Los dos sabíamos que no iba a ser un encuentro trabajado, no había físico, no había energías, pero había amor y ternura. Había una razón que solo nosotros sabíamos, una razón que otros encontrarían estúpida, por qué no, las razones de los demás nos suelen parecer estúpidas casi siempre. Era importante igual que lo era llegar antes al cine para ver los tráileres de las películas.

Nos deprendimos de la ropa en milésimas de segundo. Yo estaba en bragas y sujetador, no había mucho de lo que despojarse; él se sacó la camiseta en un solo gesto y se colocó encima de mí riendo a carcajadas, esas carcajadas: estaba bajo la sábana sin ropa interior y se había hecho el remolón solo para engañarme. Fue todo muy rápido y en mi cabeza aún tropiezan las imágenes: su risa graciosa en la primera embestida, sus ojos seductores en la segunda, su beso húmedo en mi mejilla en la tercera y el suspiro extraño en la cuarta. Entre ese suspiro y su caída a plomo sobre mí no hubo apenas tiempo, aunque ahora al rememorarlo me parecen muchos los segundos que pasaron. No hubo confusión, yo no me reí creyendo que fuera una broma ni le dije «¿Ya?» sorprendida. Lo que hubo fue pánico. Un pánico infinito que me recorrió desde los dedos de los pies a la cabeza, hasta casi hacérmela estallar. Lo aparté como pude y grité su nombre con una voz que me resultó ajena; lo zarandeé, le di un par de bofetadas porque lo había visto en las películas y corrí al móvil, que se me cayó tres veces antes de que pudiera llamar al 112.

Qué circo se montó en casa. Yo atiné a ponerme unas mallas raídas que descansaban en el cajón a la espera de un último viaje al cubo de la basura antes de que llamaran a la puerta los de la ambulancia. Lo intentaron reanimar y mientras lo hacían, una muchedumbre proveniente de todos los pisos del edificio se iba acumulando a las puertas de mi apartamento. Después de eso solo acierto a recoger retazos de momentos y a montar con ellos una línea cronológica de lo que sucedió a continuación: salir al descansillo y toparme con decenas de ojos curiosos, cerrar la puerta de casa con un portazo, observar mis zapatillas en la ambulancia camino del hospital, mirar de reojo a Ramón y no reconocerlo.

Lo último que tengo en la memoria con claridad es estar en una sala de espera en el hospital, no sé esperando a qué porque ya estaba confirmado que Ramón había muerto. Supongo que esperaba a su familia, la esperaba en mallas raídas y camiseta de manga corta sin sujetador, zapatillas de andar por casa y coleta deshecha con mechones rizados saliendo disparados por todos lados. Así me vi reflejada en la máquina de bebidas cuando fui a por una Coca–Cola, en un vano intento de que la cafeína y el azúcar me dieran las bofetadas que necesitaba. Me senté en un asiento impersonal, de estos que son de plástico azul y se encuentran ya vencidos, miré el móvil y pensé que sería buena idea llamar a mi familia y a Gloria. Estaba intentando hacerlo, no sé por qué, pero los números eran tremendamente difíciles de marcar y había olvidado que los tenía guardados en la agenda, cuando llegó una señora alta, de pelo cano y vestida de la mejor forma que puede vestir una persona para estar en una sala de espera como aquella.

Me miró y supo enseguida quién era yo, lo pude ver en sus ojos, irradiaban odio y vergüenza. Y para qué negarlo, en esos momentos yo también me odiaba y me avergonzaba de mí misma. Sabía que culparme por lo que había pasado era simplemente estúpido, pero en los primeros momentos es difícil mantener a raya la culpa y liberarse de la satisfacción impropia del martirio auto infligido. ¿Fui yo quien llamó a aquella señora? Seguramente, en mi móvil había una llamada en el registro a un número que desconocía, la mente puede ser muy puñetera.

–Tú debes ser Carmen. –Me levanté como pude y sentí que no podía hablar. Mi boca se había paralizado, mi garganta se negaba a proferir cualquier tipo de sonido que no sonara a gutural. –Soy la madre de Ramón. ¿Dónde está? –Aquí me dejó sin saber cómo reaccionar, ¿no sabía acaso que había muerto? Como no contestaba, continuó–. Sé que ha muerto, pero, por favor, dime dónde está. –Señalé una puerta al fondo y se fue hacia allí. Ya no la volví a ver hasta que nos reunimos en el tanatorio».

¿Esto es lo que buscaba el psicólogo? Le entregué mi libreta, le saqué la receta para mis pastillas y prometí no aparecer más por aquella consulta.

4

 

 

 

 

 

Cuando te ocurre algo así luego tienes que volver a todo: vuelves a salir, vuelves al trabajo, vuelves a casa de tu madre, vuelves y vuelves y no terminas de volver una y otra vez.

Tras semanas de no aparecer por el trabajo gracias a la baja que me consiguió mi madre, el primer día fue algo surrealista. Creo que lo guardaré en mi memoria como el día en que viví peligrosamente cerca del asesinato. Nunca he pensado en convertirme en una criminal, pero esa mañana, sentada en mi sitio que se había convertido en el archivador general de la empresa, quise tener una escopeta de repetición y volverme loca de verdad. No me agobió que mi mesa almacenara decenas de carpetas a la espera de que yo les diese un lugar en el mundo, tampoco lo hizo que el jefe saliera envuelto en su nube de perfume caro escondiendo un olor mucho más nauseabundo a darme una calurosa bienvenida, ni siquiera me afectó que hasta el mensajero, que apareció muy oportunamente por allí a primera hora de la mañana, supiera de mi vida y sus intimidades, ya estaba acostumbrada a miradas de toda índole. Lo que realmente hizo saltar mis alarmas fue un comentario que, si queréis que os diga la verdad, no sé de quién salió, y que vino a decir algo así: «Por fin te vemos, vaya mesecito de vacaciones así de gratis». No monté en cólera, una cólera que podría haber materializado en un arranque de ira contra las carpetas de mi mesa (las visualicé en el suelo, un sindiós de papeles mezclados e información perdida para siempre), una cólera a la que podría haber dado salida con una contestación de las miles que se me abalanzaron a la boca, a cuál de ellas más dañina y verdadera; una cólera, a fin de cuentas, que podía haber gestionado como lo hacen las personas a las que no le salen úlceras en el estómago. Sin embargo, me callé, miré alrededor intentando identificar la voz que había dicho semejante barbaridad sin sentimientos, respiré hondo y volví a mi sitio para comenzar a ordenar aquel caos lo antes posible, por la salud de la empresa y por la mía propia.

Ni que decir tiene que la jornada se me hizo cuesta arriba. Un ciclista subiendo el puerto más empinado no tenía nada que ver conmigo y boqueaba cada vez que miraba el reloj y solamente habían pasado dos minutos desde la última vez que lo había hecho. ¿Y así tendría que ser día tras día? ¿Mañana tendría que aguantar de nuevo a aquellos impresentables en mi vida? ¿Ahora todos eran impresentables para mí? ¿Había perdido mi capacidad social incluso en el trabajo? ¿Había bajas por incapacidad relacional? Madre mía, salí expulsada de la oficina, como si me empujaran desde dentro. Ya en la calle, el oxígeno me envolvió y sufrí un pequeño ataque de ansiedad, como si demasiado aire hubiera entrado en mis pulmones a la vez. Volver a la rutina no iba a ser nada fácil, principalmente porque faltaba un elemento clave en ella: Ramón, y sin él, ¿qué era yo? Un barco a la deriva, el símil más manido de la historia.

5

 

 

 

 

 

Nunca un jueves fue un día para hacer el amor, sin embargo, las promesas no entienden de obligaciones. De esa forma, los jueves se convirtieron en mi día negro de la semana y desde que dejé el psicólogo y me di de alta voluntaria, más aún.

Mi madre puso el grito en el cielo, sé que en gran parte porque se preocupaba por mí, pero por otra parte también era debido a que sus esfuerzos por una baja larga y satisfactoria habían sido mal aprovechados. Mi abuela me dijo que sabía que podría salir yo sola de aquello, que las Cármenes de la familia se habían caracterizado siempre por ser mujeres fuertes de corazón, espíritu y cuerpo (mi abuela llama mujeres fuertes a las mujeres con curvas como nosotras). Gloria decidió que nuestros jueves serían los nuevos viernes, todo por correr un tupido velo a las noches de un día que me dejaban inservible como persona.

Por eso, una vez que decidí volver a mi media vida, me lancé a la vorágine de salir con Gloria todos los jueves, más por su insistencia que por mis ganas, como una borracha que bebe sin gusto, solo por olvidar. Tengo que reconocer que no me desagradaba salir tanto ahora que las miradas a mi alrededor eran menos hirientes (el evento quedaba ya demasiado lejos como para que los vecinos siguieran expresando tanta curiosidad con sus ojos); pero me sentía extraña, ávida por parecer normal, y en ese intento, no hacía más que tropezar conmigo misma. En cuanto un hombre mostraba algo más de interés por mí, lo despachaba con cajas destempladas. No estaba preparada para empezar nuevas relaciones, pero me estaba sirviendo para intentar no salir a la calle con las mismas mallas raídas con las que despedí a Ramón en aquella sala de espera. Que volver a sentir interés por el maquillaje y por un tacón bien alto no es tarea fácil.

Y así los jueves se convirtieron en el día de la redención. Es Gloria quien le dio el nombre, a ella siempre le ha gustado bautizarlo todo. Los Jueves de la Redención me sirvieron, y mucho, para encontrarme de nuevo como persona y no solo porque saliera y me arreglara y me maquillara, esos jueves me dieron el pie para interesarme de nuevo por lo que ocurría a mi alrededor. La música, las conversaciones intrascendentes, las risas tontas de después del gin-tonic, el nuevo japonés o la cata de vinos a la que me invitó Gloria como nueva actividad que me abriera la mente y las ganas. ¿Las ganas de qué? De lo que fuera.

–¡Pero si a mí no me gusta el vino!

–Bueno, pero te gustan los hombres y aquello está lleno de ellos. Además, de todo tipo, desde el sabelotodo que es un poco repelente pero que tiene un buen polvo, hasta el que no sabe nada y quiere iniciarse, tan tierno él.

–Sí, y los que irán a mojar…

–Como tú.

–No, como tú.

–También, claro, lo que pasa es que tú no lo admites y yo lo digo abiertamente. Es un buen sitio para empezar hablando de vinos y acabar hablando de cómo te gusta el café, ¿no te parece?

–Y te sentirás orgullosa de tu juego de palabras…

–Mucho, me ha encantado… –Y Gloria sacó la libretita donde apuntaba todas las frases ingeniosas que conformarían su futuro libro Tu vida puede caber en una frase y esa frase la tengo yo.

Así que allí estaba yo, sentada en una mesa alta rodeada de unas veinte personas que solían beber vino en la cena, en la comida, mientras cocinaban y mientras charlaban en las terrazas de sus casas alumbrados por guirnaldas de luces blancas, rodeada en definitiva de un ambiente en el que me sentía muy desubicada. A mí nunca me había gustado el vino, por más que lo había intentado una y otra vez, no había conseguido jamás que me gustara. El sumiller era un chico alto, bronceado y con melenaza, de esa melena que envidias a la par que odias, no sé si me explico. Era brasileño y su español estaba plagado de portugués. Pero su atractivo tan latino me hizo obviar la irracional aversión que sentía por ese idioma y me llevó sin querer a recordar aquel novio cubano que tuve en mi veintena, con sus maneras zalameras y su cama tan sensual, que acabó llevándose mejor con mi madre que conmigo.

Gloria estaba en su salsa. Ella, debido a su trabajo, sabía de vinos más que la media y lo tomaba de una forma tan elegante que cualquiera diría que se había criado en una bodega familiar, en mitad de una plantación de viñedos con siglos de historia, y no en un barrio de los suburbios de la capital, con altos bloques de pisos que parecían conejeras (en momentos como ese, quería ser Gloria con todas mis fuerzas). Yo, como un pez fuera del agua, me aferraba a mi copa intentando que no se me notara mucho en el gesto que los pequeños tragos de vino me sabían a rayos. Para eso, echaba mano de las escasas porciones de queso que nos ofrecían. Las conversaciones pasaban de lo global a lo personal de una manera rauda y veloz, y no podía ser por la cantidad de lo que estábamos tomando porque no estábamos allí para emborracharnos. Yo creo que era el ambiente, tan elitista, tan sofisticado, tan, tan… tan de todo. Eso es lo único que me gustó, el ambiente. Me relajé e intenté absorber, sin éxito, lo que decía aquel brasileño risueño que tenía unos labios gruesos de donde salían palabras con aquel deje de portugués que, por otro lado, empezó a no parecerme tan mal. ¿El bronceado sería así por todo el cuerpo? Quiero decir, empecé a preguntarme si su bronceado era homogéneo porque este tipo de hombres… sí, él al menos tenía pinta de ir a playas nudistas, sí, sí, tenía toda la pinta. Esa melena castaña era de las que caían sobre un cuerpo desnudo en mitad de una playa. De todas formas, no sé por qué, me lo imaginaba con una camiseta de la selección brasileña, ¿es así como imagino a todos los brasileños? Qué mecanismos más extraños tiene la mente, digo yo, qué tiene que ver, a lo mejor no le gusta el fútbol… No puede ser, ¿un brasileño al que no le guste el fútbol? Imposible, este es de Marcelo, seguro. ¿Que cómo me sabía el nombre de un jugador brasileño? ¡No sé! Es que hay información que se queda en el disco duro como las cookies de los sitios web. Y yo sin recordar todas las comunidades autónomas españolas y sabiendo que hay un jugador brasileño que se llama Marcelo… dónde jugaba, dónde, ¡en el Madrid! ¿Ves? ¡Lo sabía! Volviendo al sumiller, me gustaba cómo hablaba, era como si viera las palabras salir de esa boquita carnosa…

–¡Carmen!

–¿Qué?

–¿Quieres callar de una vez? –¿Desde cuándo estaba hablando en voz alta? Pues sí que al final había bebido más vino del que debía y se me había subido a la cabeza. Tantos meses de abstinencia me habían jugado una mala pasada.

 

 

El sumiller se vino conmigo a casa. Parece que me lo llevé como quien se lleva un regalo de una fiesta de cumpleaños, mmm… quizá fue mi regalo de fiesta de salida del pozo. En cualquier caso, el brasileño que resultó llamarse Marcelo, fue el primer hombre que pisó mi casa después de que Ramón lo hiciera por última vez. Qué diferentes eran ambos. Mientras Ramón era más bien enclenque, algo huesudo, aunque firme y estable; Marcelo era, cómo decirlo, corpulento. Era de una corpulencia encantadora, bronceada y fibrosa. Era de ese tipo de hombres con los que te cruzas y sabes que nunca, bajo ningún concepto, podrás tenerlo en tu cama. Y, sin embargo, ahí estábamos, comiéndonos a besos a los pies de un lugar que yo había tratado como un santuario todos aquellos meses.

Tengo que reconocer que tenía hambre, hambre de sexo en el más puro significado de la palabra. Había leído en una ocasión que algunas veces, tras la muerte de una persona importante, una de las reacciones que se suelen tener es hacer el amor. Hacer el amor como señal de que nosotros estamos vivos, es decir, el orgasmo como símbolo más primitivo de la humanidad. Yo había dejado pasar varios meses hasta que me había dado por ahí, qué le vamos a hacer, también las circunstancias habían provocado que celebrar la vida haciendo el amor sonara algo incoherente. Así que ahí estábamos, quitándonos la ropa casi a dentelladas, frotándonos con ansia, un ansia demasiado desmedida. Mis manos torpes empujaban sus glúteos hacia mí y, aunque yo notaba que él estaba más que preparado, la que no estaba preparada era yo. Era como si la dureza que se clavaba en mi vientre me produjera terror. Eché un vistazo rápido hacia mi derecha, a mi cama, que se desplegaba amenazadora, le eché un vistazo a él, que seguía con su juego de lengua tan profesional que solo con eso casi me lleva el orgasmo en el portal de mi casa, volví a mirar a la cama y lo volví a mirar a él, volví a mirar a la cama y lo volví a mirar a él y me entró un ataque de ansiedad. Y ahí se acabó todo.

Hiperventilé y me sentí morir. El aire no llegaba a mis pulmones y Marcelo, mi brasileño ángel de la guarda, fue corriendo a la cocina a por una bolsa para sacarme de aquel atolladero que no me dejaba vivir. Medio desnudos los dos, nos sentamos en el suelo y poco a poco empecé a calmarme. Él no me miraba asustado, más bien curioso, ¿qué había pasado para que yo reaccionara de esa forma? Entre risas me lo preguntó y aún más guasón me dejó caer que si era la perspectiva de un sexo de calidad lo que había producido semejante ansiedad. «Nada más lejos de la realidad, cariño…». Y procedí a contarle mi vida. Si tan cerca había estado de encontrarse dentro de mí, daba ya lo mismo que lo hiciera, aunque no de la forma esperada. Él tampoco se mostró esquivo ni fastidiado por el coitus interruptus que nos habíamos marcado, lo que me dio más confianza para abrirle mi corazón a un completo desconocido al que, seguro, no volvería a ver en la vida y que recordaría aquella noche como una anécdota más que contar a sus amigos y reírse de lo lindo cuando lo hiciera. Qué más me daba.

–Quiero decir, ibas a ser el primer hombre con el que me acuesto desde que murió mi novio.

–Vaya, no sé si tomarme eso como un halago o como una sentencia de muerte. –Y rio limpio, despreocupado, casi infantil. Esa risa me resultó fresca, me hizo sentir igual que la primera vez que vas a la playa y solo te mojas los pies porque aún es demasiado pronto para bañarte por completo. Ese frío que te sube por los dedos de los pies y que viene y va, viene y va, al son de las olas, hundiéndote en la arena y clavándote las conchas en los talones. Así fue su risa. Una risa que le quitó hierro al asunto y a la que no supe contestar. Daba igual, seguía estando él para hacerlo. –Pero tú, tú sigues aquí, sigues viva, ¿no?

–Pues sí.

–Pues vive.

Y esa fue la primera vez que contaba todo lo que me había pasado sin derramar una lágrima y sin sentirme… Quiero decir…

6

 

 

 

 

 

Me acostumbré a decir «quiero decir» tal vez en un intento de querer explicar cada una de mis palabras y que no hubiera lugar a malos entendidos. Si un psicólogo hubiera tenido que opinar sobre el tema, muy probablemente le hubiese encontrado un sentido en el que mi estabilidad mental se hubiese visto bastante mal parada. Me daba lo mismo todo, pero a pesar del pasotismo en el que me veía inmersa, me esforzaba por no herir los sentimientos de la gente, menos cuando se trataba de los sentimientos de las personas más cercanas a mí, entonces esa línea de la ofensa se diluía.

Supongo que ese fue uno más de los tics que adopté sin darme cuenta a raíz del evento que cambió mi vida y de los que luego tuve que desprenderme tirando de fuerza de voluntad. Sin embargo, hubo una cosa que realmente me asustó y que me puso sobre aviso de que algo no andaba bien conmigo, algo que me empujó a hacer algo drástico que revolucionase mi vida y me obligara a salir de mi zona de confort, que no era más que una zona negra y miserable en la que yo me encontraba bien, lamiendo mis heridas, dándome pena y lástima, justificando mi poca iniciativa y conformismo; una zona, al fin y al cabo, que me estaba matando como persona y estaba dando lugar a una especie de persona sin sentimientos que no atiende a nada ni a nadie.

Quiero decir, el ataque de ansiedad que me dio con Marcelo en mitad de una actividad que yo siempre había vivido de forma tan natural me llevó a concluir lo siguiente: había desterrado mi placer personal (y carnal) de modo fulminante. Llevaba casi un año sin sentir nada, y cuando estaba a punto de hacerlo, de hecho, en el portal estaba tan sensible que su lengua casi acaba el trabajo antes de tiempo, me entró el miedo y me alejé. ¿Por qué? Llevaba un año sin mantener relaciones sexuales, vale, comprensible, no tenía que ser tan dura conmigo misma; pero ¿sin masturbarme? Sí, había habido ocasiones antes en las que mis manos siguiendo un camino natural y explorado cientos de veces, se habían parado en seco, «mejor otro día», «ahora no tengo ganas», «uf, qué pereza». ¿Pereza? Madre mía, darme cuenta de eso, de la magnitud de lo que me estaba pasando, me dejó en estado de shock el tiempo suficiente para decidir que hasta ahí habíamos llegado. ¿Qué iba a hacer? No sé, mudarme de piso, pedir una excedencia y viajar por el mundo, unirme a un grupo hippy que hiciese yoga y meditación en La Alpujarra almeriense o irme a pasar el verano al pueblo.

 

 

Lo de irme de viaje por el mundo o a La Alpujarra almeriense a unirme a un grupo hippy no eran opciones viables: a pesar de mi desorientación emocional, no había perdido mi sentido práctico de la vida. Así que la idea de irme al pueblo y cambiar de aires fue ganando enteros conforme veía que no era capaz de levantar cabeza. Porque el dolor se había atenuado, como adormecido, pero intuía que seguía siendo el mismo y continuaba ahogándome cuando tenía la guardia baja, que era casi siempre.

Así que doce meses después de que perdiera a Ramón de esa forma tan impactante, con varios capítulos sobre los que reflexionar como el del sumiller o por el hecho de que desarrollé una dependencia que rayaba lo enfermizo hacia todas las cosas que tuvieron que ver con Ramón (no cambié ni de cama ni de colchón y su champú frutal seguía abierto y pringoso junto al mío porque no me había atrevido a tirarlo); como digo, doce meses después, cuando mi madre me propuso hacerle una renovación a mi piso para «espantar los fantasmas» y a mí solo me faltó subirme por la pared y colgarme de la lámpara para demostrar mi desacuerdo, no fue hasta ese momento que vi claro que necesitaba formatear mi cerebro.

Senté a mi jefe una mañana soleada de abril. Hacía calor, mucho, y la elección de la ropa no había sido la más adecuada, como era habitual en esas fechas. Lo senté en su despacho, a él le encantaba pulular por las mesas de sus trabajadores y fue un grandísimo esfuerzo tenerlo quieto durante media hora en una pequeña habitación mientras luchaba por mantener bajo control mi sudoración. A él, que como buen hombre de negocios llevaba chaqueta hasta en agosto, no le importaba que bajo sus brazos asomaran dos manchas de humedad.

Pese a que no me apetecía en absoluto cerrar la puerta, lo hice porque la ocasión lo requería. Fueron treinta intensos minutos en los que expuse mis razones, apelé a mis años de antigüedad en la oficina, a las horas de desinteresado trabajo no remunerado que había donado por el bien común para, al final, erigirme en la imprescindible presencia que había hecho que todo fluyera dentro de sus negocios para conseguir mi objetivo: marcharme a trabajar desde casa durante unos meses. No desde una casa cualquiera, me iba al pueblo de mis padres a pasar el verano con un ordenador bajo el brazo y varias carpetas a administrar mis tareas desde allí. La empresa correría con los gastos de un nuevo móvil con acceso permanente a Internet y de los servicios de mensajería que fueran necesarios. Y yo, a cambio, no dejaría mi puesto de trabajo porque «creía que la empresa me debía algo después de tantos años de dedicación absoluta y apoyarme en unos momentos tan duros era lo mínimo que podía hacer».

Cuando abrí la puerta, sentí una oleada de optimismo que hacía mucho no recorría mi cuerpo.

No se consigue lo que una se propone todos los días.

7

 

 

 

 

 

La casa de mis padres en el pueblo era una típica casa de pueblo: grande, blanca, fresca y con un lúgubre eco que al más desprevenido podría causarle principio de infarto. De haber estado tanto tiempo cerrada, colgaba del ambiente un suave olor a rancio que hubiera sido insoportable si no fuera porque mi madre, primorosa porque mi abuela la educó así, pagaba cada dos meses a una buena amiga que vivía allí para que le diera una vuelta con la limpieza.