La lógica y los piratas - Vladimir Amigo - E-Book

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Vladimir Amigo

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Beschreibung

Un ministro y su amante que reciben la visita de una paloma mensajera, un antiguo sable bajo jaque por una carta tautológica, un niño booleano, cigarrillos hechos de música clásica, y un hombre que se niega a quitarse el sombrero en una cita, son algunos enigmas de estos relatos que simulan ser policiales y que aspiran a que todo detective sea un lector o todo lector sea un detective.

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Vladimir Amigo

La lógica y los piratas

Tomeo Amigo, Iván VladimirLa lógica y los piratas / Iván Vladimir Tomeo Amigo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4887-0

1. Cuentos. I. Título.CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Diseño de portada: Maria Fiorella Daneri

Índice

El viejo sable

Niño Boole

Paloma Mensajera

Oyente Fumador

El inventario de Tía Úrsula

Frasquito de veneno

Peligros de la cortesía

Cuadro tras cuadro

La lógica y los piratas

Nota

Un ministro y su amante que reciben la visita de una paloma mensajera, un antiguo sable bajo jaque por una carta tautológica, un niño booleano, cigarrillos hechos de música clásica, y un hombre que se niega a quitarse el sombrero en una cita, son algunos enigmas de estos relatos que simulan ser policiales y que aspiran a que todo detective sea un lector o todo lector sea un detective.

El viejo sable

A Guillermo Martínez

I

—Hace una semana no duermo. Desde que llegó la carta.

El hombre que habló era alto y canoso, aunque no pasaba de los cincuenta. Caminaba con elegancia y melancolía, o al menos eso sugería su bastón, que movía con una delicadeza ostentosa. El otro, que escuchaba en silencio, era bajo y robusto. Sus dedos, diminutos y enredados, parecían un oyente más, y un bigote erizado le daba aires de misterio. Caminaban en círculos por un jardín invernal, entre restos de rejas antiguas y una fuente rodeada de estatuas.

El señor T. entregó entonces la carta, donde en una cursiva enigmática se leía:

Voy a robar su sable. Fatalmente, cualquier precaución que usted tome me va a acercar más a él.

El hombre del bigote detuvo su marcha y se quedó con la carta en la mano. La miró con ojos distantes, casi ausentes, y la devolvió sin pronunciar palabra.

—Veo que lo dejé sin mudo –dijo el señor T– no esperaba menos. Esta no es la primera carta que recibo... sabrá, por su experiencia, que los coleccionistas vivimos expuestos. La última línea es la que me quita el sueño: «cualquier precaución que usted tome me va a acercar más a él»

El coleccionista miró el suelo por un momento, como buscando algo. Tal vez, las palabras exactas.

—La carta advertía sobre tomar precauciones, entonces sería sensato no tomar ninguna, ¿no? Pero entonces... no tomar precauciones sería tomar una precaución. ¡No hay salida!

El señor T. golpeó el empedrado con su bastón, pero no lo suficiente para rasgar su investidura.

—El primer punto, digamos, fue para el ladrón. Pero no me dejo acobardar fácil, y menos por un juego de lógica: si era imposible evitar tomar una precaución entonces iba a tomarlas todas. A la mañana siguiente el sable estaba asegurado bajo siete llaves.

El brillo de esta última frase no tardó en apagarse.

—Pero mientras más resguardado está el sable –concluyó, sombrío – más me perturba la carta.

El detective enlenteció su marcha y, sentándose en un banquito, dejó un puro colgando debajo de su bigote. El señor T tardó unos cuantos segundos en comprender que era su obligación darle fuego.

—Estoy al tanto de que usted acepta solo unos pocos casos al año, los que le interesan –dijo el señor T– por eso estoy convencido que aceptará mi caso.

El detective miró a su interlocutor por primera vez.

—¿Por qué habría de interesarme... su caso?

—¿Por qué no? –replicó, sorprendido, el coleccionista– de más está decir que, por cuestiones de dinero, no tiene de que preocuparse.

El detective se cruzó de piernas y largó una bocanada redonda como un escarabajo.

—Si acepto la investigación, lo que me pague no podría ser una preocupación para mí –contestó– En todo caso, será una preocupación para usted.

II

Muchos llamados hubo durante la siguiente semana en la mansión del señor T, pero ninguno del detective.

Los tormentos del cuerpo nos libran de los males del espíritu. El reciproco no es válido: los males del espíritu torturan al cuerpo de la manera más espantosa. Así sucedió con el coleccionista, cuyos insomnios y sospechas eran cada vez más atroces.

Esa misma mañana, el señor T contemplaba sus ojeras esmeriladas en el reflejo esquivo de la bandeja. Parecía un desempleado de altísima alcurnia.

—Ha llegado el primo del embajador.

—¿El primo del embajador?

—Lo espera en el jardín –dijo el mayordomo– en la glorieta, señor.

—Se supone que llegaría la semana que viene –se quejó el coleccionista–

Como una carta que vuelve al centro de la baraja, el mayordomo se resguardó en su mutismo clásico, y el coleccionista se encaminó, furioso, hacia el jardín. La llegada súbita del primo del embajador era sospechosa, el día soleado en pleno invierno también era sospechoso: la maquinaria del misterio lo agotaba. Ahora todo, incluso una simple bandeja, podía ser parte de una trampa.

—Me tomé la molestia de venir unos días antes...

Apenas el coleccionista escuchó el tono de voz tuvo una sensación extraña, y cuando se acercó lo suficiente descubrió al famoso detective, afeitado y vestido como todo un monsieur.

—Es preferible que lo vean con un invitado y no con un investigador.

Ya instalado en su reposera de algarrobo, el coleccionista luchaba con sensaciones mezcladas. Por un lado, celebró la ansiada aparición del detective, por el otro, sintió una inexplicable decepción. ¿Hasta qué punto un detective privado tenía derecho a afeitarse un bigote tan sugestivo?

—¿Ya averiguó quién está detrás de la carta? –preguntó el coleccionista.

—Si el caso fuese así de simple ya lo hubiese rechazado.

“Que fácil es dar un paso con este hombre” pensó, molesto, el señor T.

—Si quiere un adelanto, su mayordomo me parece sospechoso.

—¿Mi mayordomo?

—Es un fantasma profesional –dijo el detective, admirado– recién le trajo un té y usted ni se dio cuenta.

—¿Eso lo hace un ladrón?

—Eso lo hace un buen ladrón

El coleccionista no pudo evitar contemplar los prodigiosos hilos de vapor que nacían de su taza griega.

—Para aceptar el caso, debo tener una imagen precisa. Necesito ver el objeto mágico de este caso.

El coleccionista sintió un escalofrío fugaz.

—¿El sable? ¿Es necesario?

—¡Muy necesario!

—Mi joya está bajo un impenetrable mecanismo de seguridad. Preferiría...

—¿Me quiere contratar para que resuelva su caso? ¿O para enseñarme como se resuelve un caso?

Ese contrataque incomodó al señor T, sobre todo porque era legítimo y lo dejaba sin cartas. O, mejor dicho, con una sola carta: los dedos largos y ansiosos hurgaron en el bolsillo de su traje.

—Voy a robar su sable –leyó– fatalmente, cualquier precaución que usted tome...

—¿Para me contrató? –interrumpió el detective– después de todo, un investigador es una precaución más.

—Usted lo dijo: al ser una precaución, también es una amenaza. Podría tener un arma, por ejemplo.

El detective lo miró con sus ojos sepia y se puso el sombrero.

—Entonces me retiro. Fue un placer.

—No, ¡Por favor! –dijo el coleccionista estirando la mano, y le dolió en el alma haber sonado tan suplicante– sólo reconozca que tengo un buen punto. Intente convencerme de lo contrario.

—¿Por qué yo le robaría?

—¿Por qué? –repreguntó el coleccionista, molesto– Ese viejo sable vale cinco fortunas.

—Y mi reputación vale veinte fortunas –contestó el detective.

El señor T. iba a decir algo más pero el detective lo silenció con su mirada sepia, y después encendió un puro con una cerilla agonizante. El sol se había iba dispersando, y los dos hombres quedaron suspendidos entre el sonido espectral de las fuentes. Los segundos se hicieron minutos. El coleccionista quiso hablar para disculparse por lo del arma, pero al detective le alcanzó con largar el humo por la nariz para disuadirlo. No hubo más intentos, sólo silencio, y cuando el detective terminó su cigarro el jardín entero pareció hundirse bajo un hechizo de mármol ¿Hasta dónde llegarían? ¿Hasta volverse dos estatuas del jardín? El coleccionista se los imaginaba ahí, en el la glorieta, hasta convertirse dos cadáveres, cadáveres de los que el mayordomo se encargaría con su inexorable plumero.

—Acepto el caso– dijo el detective, sorpresivamente– es evidente que está muy perturbado por esa amenaza, señor T. Lo ayudaré a recuperar el sueño de los justos.

Antes de que el coleccionista pudiese apreciar lo que acababa de escuchar, el detective sacó un trozo de papel y con una lapicera rústica –rústica en proporción a la magnitud de la cifra que estaba escribiendo– dibujó el número sagrado y se lo alcanzó, boca abajo, al señor T.

—No de vuelta esa hoja antes de que me vaya, pero le aseguro que sería imposible haber encontrado un valor más justo: no podría agregarle ni quitarle una sola moneda de cobre. Tiene el número de mi asistente y tiempo hasta mañana. Ahora, si me disculpa, no llevo encima un arma, pero sí entradas para el teatro, y no soy de los que llegan tarde.

III

El señor T se atrincheró en su estudio hecho una furia. La cifra era un escándalo, de ninguna manera iba a pagarla. Ese detective timado lo veía débil y buscaba exprimirlo ¡Bajo su propio techo! No cedería jamás: él es la exprimidora, no el pomelo. Ese gordo sin bigote había sido astuto en dar el papel dado vuelta, pero esa treta no iba a ni a pellizcarlo. Levantó el tubo del teléfono y dio unas vueltas a la rueda de números. Colgó. Era imposible aceptar la oferta, pero ¿podía rechazarla? ¿No quedaría el viejo sable, y también su tranquilidad, bajo un jaque perpetuo?