La magia de San Valentín - Margaret Barker - E-Book

La magia de San Valentín E-Book

Margaret Barker

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Beschreibung

La anterior experiencia sentimental de Katie había sido desastrosa, por lo que estaba decidida a permanecer soltera. Sin embargo, pasar el día de San Valentín, que era también su cumpleaños, con el doctor Tim Fielding no era la mejor manera de cumplir sus propósitos. Después de una jornada tan romántica, a Tim le resultaba imposible creer que Katie no quisiera tener una relación sentimental. Estaba seguro de que lo que se interponía entre ellos era el pasado de Katie. Lo único que Tim tenía que hacer era convencerla de que lo olvidara todo y afrontara el presente…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Margaret Barker

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La magia de San Valentín, n.º 1078 - julio 2020

Título original: Valentine Magic

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-683-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

KATIE tomó otro sorbo del refrescante zumo de naranja que había encontrado en el frigorífico de su lujoso palafito y se reclinó sobre los cojines del sillón de mimbre en el que estaba sentada. Los poderosos rayos del sol iluminaban el cielo y el mar con tonos rosados que poco a poco iban tiñéndolo todo con los dorados matices del atardecer.

–¡Vaya! –afirmó ella, al ver los bancos de peces cirujano, que retozaban debajo de su terraza–. Podría acostumbrarme a esto tan fácilmente…

Uno de los peces, azules con las aletas amarillas, pareció volver la cabeza para mirarla, probablemente esperando que ella le tirara algo para comer. Con toda seguridad, eso era lo que había hecho el anterior ocupante del bungaló. Katie decidió traer algo de pan del comedor la próxima vez, a pesar de que los peces presentaban un aspecto rollizo y saludable.

Tras echar un vistazo a la guía de peces que había comprado en la isla al poco tiempo de llegar, se sintió orgullosa de ver que había identificado al pez correctamente. Resultaba muy agradable que aquellos peces le dieran la bienvenida a su nuevo, aunque temporal, hogar y que, además, tuvieran un nombre tan relacionado con la medicina. Esperaba fervientemente que el cirujano que estaba a cargo del equipo médico de aquel grupo de las islas Maldivas la acogiera de la misma manera que aquellos peces…

Katie suspiró llena de felicidad. Aquel lugar era un verdadero paraíso, tal y como había leído en los folletos que describían las islas. Sin embargo, un mal recuerdo rompió la magia. La primera vez que había visto un folleto sobre las Maldivas había sido cuando la Rata la llevó a cenar a aquel restaurante tan de moda y le había pedido que se casara con él, cuando ella todavía estaba trabajando como cirujano en prácticas en el hospital. Ella, como una tonta, había accedido.

Él había extendido todos los folletos encima de la mesa y Katie se había sentido muy emocionada ante la perspectiva de pasar la luna de miel en una de aquellas espectaculares islas.

–El único problema es elegir una –le había dicho él, con una voz de saberlo todo, mientras le estrechaba la mano entre las suyas.

¿Cómo habría podido ella ser tan estúpida? ¿Cómo había juzgado tan mal el carácter de Rick que se había sentido tan atraída por él? ¿Cómo habría llegado a creer que quería pasar el resto de su vida con él? Tal vez la idea de pasar la luna de miel en una de aquellas paradisiacas islas había ejercido un embrujo sobre ella.

Katie se sacudió todos aquellos pensamientos de la cabeza. Por fin lo había conseguido, y lo había hecho ella sola. Durante los seis meses que duraba su trabajo, tendría ocasión de explorar las islas en su tiempo libre, sin la agobiante compañía de la Rata, como llamaba a Rick. Él había sido tan posesivo con ella… al menos hasta que se marchó con otra.

El sonido de un pequeño hidroavión la sacó de sus pensamientos. Venía de la dirección de Male, la capital de Maldivas. Probablemente aquél sería el cirujano jefe. Le habían dicho que él vendría por la tarde cuando hubiera acabado el trabajo en el hospital central.

Mientras contemplaba cómo aterrizaba el avión en el agua, se dio cuenta de que el sol había casi desaparecido en el horizonte. El avión se deslizó sobre la superficie del agua, salpicando todo a su alrededor y se detuvo totalmente a pocos metros de la costa, junto a una plataforma de madera. Entonces, una figura solitaria descendió del avión y se montó en el bote que le estaba esperando, que en la lengua local se llamaba dhoni.

Casi inmediatamente, las hélices del avión se pusieron de nuevo en movimiento, para desaparecer casi inmediatamente por el canal, sobre los arrecifes de coral, hacia el horizonte.

Si aquel hombre era el doctor Tim Fielding, parecía que iba a pasar la noche en la isla. Aquella idea le agradó, ya que así tendría tiempo de sobra para preguntarle todas las dudas que le asaltaban. Y también le podría pedir consejo sobre la joven que estaba esperando dar a luz en el hospital de la isla.

La enfermera jefe del turno de día había asegurado a Katie durante su breve visita al hospital que no había nada de lo que las enfermeras no pudieran ocuparse y que era mejor que ella se fuera a su bungaló y se instalara. Sin embargo, a pesar de estar maravillada por la belleza del lugar, no podía dejar de pensar en la joven paciente.

La futura madre sólo tenía dieciséis años, y era muy pequeña y frágil. Rodeada por su madre, tías y abuela, había mirado a Katie con unos ojos tranquilos y resignados a su destino, pero a pesar de aquella apariencia, Katie había sentido que tenía mucho miedo. Katie quería volver tan pronto como hubiera conocido al doctor Fielding y esperaba que la enfermera del turno de noche fuera más compasiva que la del turno de día.

Tal vez aquella manera no fuera la más adecuada de definir a la enfermera. Se movía por el hospital con orgullo. Resultaba evidente que quería impresionar a Katie y transmitirle la idea de que podía llevar el hospital ella sola y de que el nombramiento de Katie como médico de zona había sido totalmente innecesario.

Antes de su llegada, no había allí ningún médico, y simplemente se llamaba a un médico de Male para las emergencias o se trasladaba al paciente al hospital.

Mientras se inclinaba sobre la barandilla, vio que la figura del hombre que se había bajado del hidroavión se acercaba a toda velocidad hasta el bungaló, por lo que ella se puso de pie y se dirigió a la puerta principal.

Al abrirla, vio que la alta figura del médico estaba atravesando la estrecha pasarela que separaba el bungaló de la playa.

–Tim Fielding –dijo él, extendiendo la mano hacia ella.

La mano era firme y fuerte. Cuando Katie le miró al rostro, vio unos maravillosos ojos azules. El pelo oscuro le caía sobre el rostro, por lo que él se apartó unos mechones que le impedían la visión.

–Katie Mandrake –respondió ella, mientras se retiraba para dejarle pasar.

–Necesito estirar un poco las piernas después de haber estado en el teatro de operaciones todo el día –replicó él, con voz profunda–. Cuando hayamos tenido una charla preliminar, me gustaría dar una vuelta por la isla.

Él se movía con rapidez por la habitación, para dirigirse finalmente a la terraza. A Katie se le hizo un nudo en el corazón al pensar que aquel hombre era otro fanático de los deportes. Al mirarle de la ancha espalda, casi le pareció que podía ser Rick. Tenía el mismo cuerpo atlético, lo que indicaba que era un hombre que se tomaba el ejercicio muy en serio.

Sin embargo, aquello no debía afectarle para nada. Lo que hiciera el doctor Tim Fielding en su tiempo libre no era asunto suyo. Mientras no le contara el tiempo que había tardado en recorrer la isla o cómo había conseguido rebajar en tres segundos su anterior récord, ella…

–¿Tiene algo para beber? –le preguntó él, mientras se sentaba en uno de los sillones de mimbre.

–¿Le parece bien un zumo de naranja?

–Perfecto.

Al abrir el frigorífico, Katie vio que había más botellas en él. Eran miniaturas de botellas de ginebra, whisky, un par de botellas de cerveza e incluso una botella de champán. ¡Vaya lujo! En su propio apartamento de Londres pocas veces había nada más exótico que una lechuga marchita y un par de tomates.

–Si lo prefiere, puede tomar algo más fuerte, doctor Fielding –le dijo a la ancha espalda que veía delante de la ventana.

–Zumo de naranja estará bien –replicó él. Por lo menos eso le pareció a ella, ya que él había cerrado el ventanal para preservar el aire acondicionado dentro de la casa. Ella regresó y le entregó el zumo de naranja, que él se tomó de un trago–. ¿Le gustaría otro? –le preguntó, al verle poner el vaso encima de la mesa.

–Sí, por favor –respondió él, con una cautivadora sonrisa que le iluminó los ojos–. Y tal vez con un poco de soda para darle más sabor. Aquí hay que asegurarse de que se bebe mucho líquido. Al menos un litro y medio de agua mineral todos los días. No se le olvide, doctora Mandrake.

–Intentaré seguir su consejo –respondió ella mientras volvía a la cocina para servirle otro zumo de naranja tal y como él le había pedido.

–Ésta es la mejor parte del día –afirmó él–. ¿Ha ido a ver cómo dan de comer a las rayas?

–No.

–Justo antes de la puesta de sol, esas enormes criaturas se acercan a la costa y uno de los camareros del restaurante las alimenta con la mano. ¡Es algo magnífico!

Mientras describía aquello, en lo que parecía que estaba muy interesado, parecía muy juvenil. Mientras veía cómo se apartaba el pelo de la cara, Katie se preguntó cuántos años tendría. ¿Treinta y cinco, treinta y seis? Con toda seguridad era unos años mayor que ella.

–Desde que llegué a este apartamento tan palaciego, lo único que he hecho ha sido instalarme –respondió Katie, reclinándose en uno de los sillones–. No esperaba este lujo. ¿Por qué se me ha asignado un bungaló que es para los turistas? Además, ¿cuánto tengo que pagar por comer en el restaurante y por lo que ponen en el frigorífico…?

–¡Un momento! –exclamó él–. No tiene que preocuparse por el dinero. La agencia de viajes que es propietaria de estos bungalós paga gran parte de nuestros sueldos. En parte, a nosotros nos paga el gobierno local porque lógicamente nos ocupamos de los habitantes de estas islas, pero los touroperadores turísticos están extremadamente agradecidos de que nos ocupemos de sus clientes, por lo que financian parte de nuestros gastos.

–Bueno, sí, eso ya me lo explicaron en Londres, pero ¿quién paga los contenidos del frigorífico, por ejemplo?

–Eso es una gota en el mar. Nosotros cuidamos de los turistas, y la compañía se encarga de nuestras necesidades diarias, comida, bebidas, uniformes para las enfermeras… El coste para ellos es insignificante.

–Bueno, eso me alivia. Pero por otro lado, el mayor problema con el que me encontrado desde mi llegada es la falta de cooperación por parte de las enfermeras del hospital. Me pareció que pensaban que yo no soy necesaria aquí.

–Déles tiempo, doctora Mandrake. Sólo lleva aquí unas pocas horas. Ya colaborarán con usted cuando vean que la necesitan. Conmigo nunca se han portado así.

–Sí, pero usted es un hombre.

–¡Me alegro de que se haya dado cuenta!

Él se echó a reír. Efectivamente, era un hombre. Rezumaba virilidad por todos los poros y era la clase de hombre que podía conseguir lo que quisiera del sexo opuesto. ¡Igual que Rick la Rata!

–Lo que quería decir –aclaró ella, agradecida de que la oscuridad de la noche ocultara que se había sonrojado–, era que las enfermeras parecían estar a disgusto con mi presencia. Además, me preocupa una joven paciente que vi esperando a dar a luz. Se llama Fátima y tiene sólo dieciséis años. Y parecía asustada.

Él se había puesto de pie, mientras escuchaba atentamente lo que ella le decía.

–Bueno, pues vamos a verla –dijo él tranquilamente–. ¿Está su madre con ella?

Ella se levantó y ambos se dirigieron a la puerta. Automáticamente, mientras el doctor Fielding le abría la puerta, ella se tocó el bolsillo para comprobar que tenía la llave, a pesar de que no sería difícil que alguien del servicio de habitaciones le abriera la puerta.

–Sí, la madre de Fátima está con ella –respondió ella, mientras caminaban por encima de la pasarela que los separaba de la playa–. Y su abuela, por no mencionar las tías y posiblemente sus hermanas también. Estuvieron con ella todo el tiempo que yo estuve allí.

–Todos las mujeres de la familia participan en el nacimiento –le dijo el doctor Fielding mientras caminaban por la playa en dirección al hospital–. Ellas traen toda la comida que requiere la paciente, llevan las recetas al dispensario y ayudan a calmar a la paciente.

–Me va a costar algún tiempo acostumbrarme a todo esto.

–Claro. Pero si mantiene una actitud abierta lo irá asimilando todo rápidamente. Supongo que había alguna razón especial para que quisiera venir a Maldivas…

Katie tragó saliva. Aquella pregunta le había resultado completamente inesperada, por lo que no supo lo que responder. ¿Cómo iba a decirle al doctor Fielding que la razón era intentar olvidar a Rick? Cuatro años antes, él había cogido los ahorros de ambos y se había marchado a Maldivas con una nueva novia, en lo que debía haber sido su luna de miel. Sin embargo, aquella no era una razón muy filantrópica ni altruista, sino algo necesario para el bienestar físico y mental de Katie. Sin embargo, lo había hecho todo aunando sus habilidades médicas para cuidar de los pacientes.

–Siempre he querido venir aquí –explicó ella, por fin–. Cuando leí que había un puesto de médico en la isla de Kamafaroo durante seis meses, sentí que era una oportunidad que no debía dejar escapar.

–Al menos no ha dado la típica respuesta de que era un desafío –replicó él–. Sin embargo, me da la impresión de que hay otra razón que no me ha dicho…

–Sí… Bueno, la hay, pero… pero no quiero hablar sobre eso… al menos no en este momento –respondió, arrepintiéndose enseguida de haber revelado algo sobre su vida privada.

–De acuerdo. Pero si alguna vez siente la necesidad de hablar con alguien, estaré encantado de escucharla. Me tomo muy en serio el bienestar de mis empleados. Si algo le preocupa…

–Gracias, pero no –reiteró ella, con firmeza.

Mientras tanto, iban andando entre las pequeñas cabañas de techo de paja que conducían al hospital. Agrupados delante de las casas, los niños y sus madres reían y charlaban. La felicidad que irradiaban resultaba contagiosa. Katie sonrió y saludó con la mano a unos niños que jugaban en la arena. Ellos sonrieron y le devolvieron el saludo.

Al llegar al hospital, un edificio de madera con un letrero iluminado por un foco, Tim Fielding le abrió la puerta, cubierta con una tela de malla para impedir que entraran los insectos. Una enfermera nativa, vestida con el blanco uniforme de algodón y con el pelo, negro y brillante, recogido en una hermosa trenza se levantó al verlos entrar.

Katie se sintió cautivada por aquel peinado. Era sencillo, pero a la vez muy sofisticado. Ella se preguntó si podría hacer algo parecido con su propio melena, larga y castaña. Sin embargo, le pareció que nunca podría conseguir aquel profundo brillo, que parecía sacado de un anuncio de champú.

Cuando Katie tenía veintiún años, su madre le había sugerido que se cortara el pelo para parecer algo más profesional, ya que se estaba preparando para ser médico. Sin embargo, ella se había resistido y había seguido recogiéndose el pelo con una cinta, o algunas veces en un moño cuando necesitaba dar una mejor impresión, como en su cita con el doctor Fielding.

Poco después de cumplir veintinueve años, pidió cita en la peluquería y pidió que le hicieran un corte de pelo chic y distinguido. Pero en el último momento, justo cuando la peluquera se disponía a cortar, le pidió que parara.

–¡Qué sorpresa tan agradable, doctor Fielding! –le decía la enfermera, de pie delante del mostrador de recepción–. No sabía que iba a venir estar tarde o si no hubiera…

–No se preocupe, enfermera Sabia. Sólo es una rápida visita para presentar a mi colega, la doctora Katie Mandrake.

–Sí –respondió la enfermera, frunciendo las comisuras de los labios en algo parecido a una sonrisa–, conocí a la doctora Mandrake a primera hora de la tarde cuando la enfermera jefe Habaid le mostraba el hospital.

–Ha tenido un día muy largo, enfermera –le dijo Katie, con una sonrisa–. ¿A qué hora empieza el turno de noche?

–Algunos ya han empezado, pero los del turno de día nos quedamos hasta que todo se ha realizado tal y como le gusta a la enfermera Habaid.

–Vamos a Obstetricia –dijo el doctor Fielding, apartándose del mostrador.

–¿Les gustaría que los acompañara, doctor? –preguntó la enfermera.

–No es necesario –respondió Tim–. Estoy seguro de que tienen trabajo aquí.

Mientras paseaban por los pasillos, atravesando las salas, Katie pudo ver a los familiares en torno a los enfermos.

–Tienen un buen sistema aquí –dijo él–. De esta manera se alivia el volumen de trabajo que tienen las enfermeras. En el Reino Unido podría existir algo así.

–No creo que funcionara –replicó Katie.

–¿Por qué no?

–En el Reino Unido los parientes de los enfermos están demasiado ocupados para pasarse horas en el hospital.

–Y usted aprueba eso, ¿no?

–Ni lo apruebo ni lo desapruebo. Simplemente quiero decir que…

Ella se detuvo. ¿Estaría él intentando discutir con ella o la estaría tomando el pelo? Por suerte, llegaron a la sala de Obstetricia antes de que Katie pudiera contestar.

La regordeta enfermera que Katie había conocido antes se acercó rápidamente a la puerta, con una enorme sonrisa dedicada al doctor Fielding.

–Hola, enfermera, venimos a ver qué tal va Fátima.

–Claro, doctor –dijo la enfermera Habaid–. Nuestra joven madre dará a luz antes de que amanezca.

–Bueno, vamos echar un vistazo.

Mientras Katie seguía a Tim y a la enfermera Habaid por la sala, tuvo la impresión de que la estaban excluyendo. Podría ser que se sintiera demasiado cansada por el largo viaje y que se sintiera más susceptible que de costumbre.

–Hemos llevado a Fátima a la sala de partos –dijo la enfermera, empujando las puertas que daban a la sala.

Bajos las brillantes luces, Katie vio la patética y pequeña figura de la muchacha, tumbada en la mesa de partos.

–¿Cuánto tiempo lleva Fátima aquí? –preguntó Katie.

–Cuatro horas. Así que no falta mucho para que dé a luz.

–¿Con cuánta frecuencia tiene contracciones? –quiso saber Katie, poniéndole las manos en el abdomen a la muchacha.

–Hasta hace una hora, eran muy frecuentes. Pero ahora lo son menos…

Katie miró a la joven y le cogió la mano. Los frágiles dedos de Fátima se aferraron a los de Katie como si le fuera en ello la vida. Las cuatro mujeres que la acompañaban se acercaron, con la mirada llena de preocupación.

–¿No cree que deberíamos acelerar un poco todo esto, doctor? –preguntó Katie.

–Sí. Prepararé el goteo y haremos que las contracciones vuelvan a producirse mientras usted comprueba lo avanzada que está Fátima. Estoy seguro de que preferiría que la examinara una mujer –añadió, en un tono de voz más bajo.

–¿Cree que nos podríamos librar de los espectadores? –susurró Katie.

–Creo que sí –replicó él, dándole instrucciones al respecto a la enfermera Habaid.

La enfermera entonces les explicó, con el ceño fruncido, que los doctores querían que se despejara la sala de parto. Una a una, desaparecieron de la sala y Katie se sintió aliviada al ver una ligera sonrisa en los labios de la muchacha.

–No me sorprende que la pobrecilla estuviera toda tensa, teniendo que dar a luz delante de todo el mundo.

–Es la costumbre del pueblo donde ella nació. No podemos olvidarnos de la tradición.

–Sí que se puede cuando es una emergencia. Esta pobre chica lleva en la sala de partos demasiado tiempo.

Entonces, aplicó una oreja al estetoscopio especial para obstetricia. Se podía oír los latidos rítmicos del corazón del bebé, pero Katie se dio cuenta de que estaba sufriendo, por lo que cuanto antes naciera, mejor.

Katie le dio la mano a Fátima y le limpió el sudor de la frente, animándola mientras la medicación intravenosa hacía efecto para acelerar las contracciones. El doctor Fielding se había colocado para recibir al niño y tomarle la cabeza tan pronto como apareció.

Con mucho cuidado, movió los hombros del bebé para colocarlo en la posición correcta para el nacimiento. A Katie le hubiera gustado mucho contemplar el nacimiento, pero la joven madre se aferró tan fuertemente a su mano que la impidió moverse.

El bebé dio un gritó mientras el doctor Fielding lo levantaba de entre las piernas de la madre.

–¡Es un niño!

–Un niño –susurró la madre–. Ahmed se pondrá tan contento…

Durante un instante, la mirada de Katie se cruzó con la de Tim. Él tenía una expresión aliviada en el rostro, lo que demostraba que había estado tan preocupado como ella, tan sólo que no lo había demostrado.

La competente enfermera Nasheeda, ya del turno de noche, se encargó del pequeño, lo lavó y lo envolvió en una toalla estéril antes de entregárselo a la madre.

–Gracias, doctora –dijo Fátima, mirando a Katie–. Ha sido muy amable conmigo.

Katie vio las lágrimas de alegría en los ojos de su paciente y sintió que había merecido la pena intervenir. El nacimiento podría haberse producido de cualquier manera, pero por otro lado, algunas veces aquel tipo de partos presentan muchas complicaciones. Y ella no quería que le ocurriera nada a aquella joven con su primer bebé.

Observó cómo Fátima se colocaba el bebé sobre el pecho de una manera tan experta que resultaba imposible creer que fuera su primer hijo. Sin embargo, la joven venía de una comunidad en la que, desde muy temprana edad, los niños ayudan a las madres con sus hermanos pequeños. Era una sociedad mucho más natural y muchas de sus tradiciones eran dignas de ser envidiadas por el mundo occidental.

–¡Es un bebé precioso! –dijo ella, cuando Tim se acercó para contemplar a la madre y al hijo.

–Es el mejor regalo del mundo. Los hijos son muy importantes para una familia, en cualquier país del mundo. Vamos –añadió él, tomándola por el brazo–. Dejemos a nuestra paciente al cuidado de las enfermeras. Voy a correr un poco alrededor de la isla y luego iremos a cenar.

Katie dijo adiós a Fátima y siguió a Tim fuera de la sala de partos. Se preguntó si debería cancelar la cena e irse a dormir. La diferencia horaria y el largo vuelo estaban empezando a hacer estragos.

–Puede que no pueda mantenerme despierta para cenar si tengo que esperar durante mucho tiempo, así que…

–¡Tonterías! Es una isla muy pequeña y yo corro muy rápido. Para cuando se haya dado una ducha y se haya cambiado ya estaré de vuelta.

Aquello sonó como una orden y no parecía que Tim Fielding estuviera dispuesto a aceptar un no por respuesta. Mientras Katie se dirigía a la casa por la pequeña pasarela de madera se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde se iba él a cambiar para su pequeña maratón, pero se alegraba de que no le hubiera preguntado si podía hacerlo en su casa.

Justo cuando se disponía a sacar la llave para abrir la puerta, uno de los muchachos del servicio, vestido con holgadas ropas blancas y un elaborado turbante, le abrió la puerta.

–Ya he terminado –le dijo, con una sonrisa que destacaba la perfecta blancura de sus dientes, antes de salir del bungaló y desaparecer en la noche.