Donde habita el amor - Margaret Barker - E-Book
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Donde habita el amor E-Book

Margaret Barker

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Beschreibung

Después de divorciarse, la doctora Alice Broughton estaba deseando regresar a Ceres, la isla griega en la que tantas vacaciones de verano había pasado con su familia durante la infancia. En aquel entonces, Nick y ella habían sido uña y carne, pero ahora sería su jefe en el hospital y hacía muchos años que no se veían. Alice intuía destellos de la complicidad que habían compartido, pero algo retraía a Nick... Y antes de dar ningún paso de acercamiento, tenía que estar segura de lo que buscaba en él...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Margaret Barker

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Donde habita el amor, n.º 981 - septiembre 2021

Título original: Home-Coming

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-875-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SI HACE el favor de esperar en la sala de médicos, doctora Broughton, en seguida le digo al doctor Kalodoukas que está usted aquí.

Alice siguió a la joven enfermera griega a lo largo de un blanco e inmaculado pasillo. Los abanicos que había por todo el hospital de la isla Ceres, estratégicamente dispuestos, se agradecían mucho con el sofocante calor de aquel mediodía de mayo.

Se había sentado en la parte de arriba del barco, que había zarpado en Rodas, para disfrutar de la cálida caricia de los rayos solares, suavizados por la brisa del mar. Como siempre que regresaba a Ceres, sentía que aquel era su verdadero hogar.

Había esperado con anhelo la llegada al puerto y, cuando por fin atracaron, Alice se sintió extasiada. Las altas colinas se alzaban en el horizonte azul por encima de las casas pintadas en tonos pastel, aferradas a las laderas, que se hundían en el mar.

Había escrutado el puerto en busca de algún rostro conocido, pues su prima Maria le había dicho que intentaría ir a recogerla si lograba salir a tiempo del trabajo. De lo contrario, Alice debería ir a verla al hospital.

Nada más llegar, el calor ambiental y el agotamiento por el largo viaje que la había llevado del aeropuerto de Gatwick a Rodas y de ahí a Ceres la hicieron sentirse extrañamente nerviosa. Mientras iba hacia el hospital, había caído en la cuenta de que las anteriores veces que había vuelto a Ceres había sido durante las vacaciones de verano, para ver a su familia. Pero en esa ocasión, pensó mientras cargaba con la maleta, iba como doctora auxiliar de Nikolaos Kalodoukas.

¡El viejo Nick! ¿Cuánto habría cambiado desde la última vez que lo viera hacía tantos años?, ¿cuántos exactamente?, ¿diecisiete, dieciocho?

Una vez en la sala de médicos, Alice se sentó mientras la enfermera iba a avisar al doctor. ¡Qué alivio! Se quitó los zapatos y decidió que se cambiaría de calzado en cuanto tuviera ocasión.

Pero antes quería ver a Nick, el cual debía de tener unos treinta y seis años. Sí, porque él tenía dieciocho años cuando empezó a estudiar Medicina, tras las últimas vacaciones que habían pasado juntos. Ella tenía diez años. Recordó que Nick se había quejado cuando ella le pidió, mientras paseaban un día por la colina, que lo llevara a hombros; él había comentado que antes no le costaba, pero que, ya con diez años, pesaba mucho.

La puerta se abrió y un desconocido, alto y moreno, apareció en el umbral. Alice contuvo el aliento.

–Me han dicho que la doctora Alice Broughton estaba aquí. ¿Es usted por casualidad?

–Sí, soy Alice Broughton. ¿Es usted…?

–Nikolaos Kalodoukas.

El desconocido se acercó a Alice y extendió la mano. Alice se levantó, arrepentida de haberse quitado los zapatos, pues la altura de los tacones la habría hecho sentirse más segura de sí misma. Aquel hombre no podía ser Nick.

Estrechó su mano y lo miró a los ojos, marrón oscuro, y entonces descubrió que sí se trataba de su adolescente favorito, el cual se había convertido en todo un hombre. El rictus de su boca era el mismo, aunque había en su cara una expresión aristocrática que la desconcertaba.

El padre de Nick había sido un pariente lejano de la familia real de Grecia, recordó Alice mientras seguía clavada en el suelo e intentaba resucitar facciones que le recordaran a aquel amigo al que tanto había querido de pequeña.

Sí, no cabía duda, se trataba de Nick. Pero, ¿por qué se mostraba tan distante? ¿Intentaba decirle que, como director médico del hospital de Ceres, tenía que cumplir con un cierto protocolo?

De repente, sonrió y Alice sintió como si el sol saliera tras ocultarse tras una densa nube. Aliviada, le devolvió la sonrisa.

–Bueno, ¿ya te has convencido de que de veras soy yo? –le preguntó en tono frío, pero educado.

Alice se dio cuenta de que aún no había soltado su mano y de que había estado estudiando su rostro con descaro. En los viejos tiempos, habría corrido a darle un fuerte abrazo, pero en esos momentos no parecía lo más indicado.

–Sí. Me gustaría decir que no has cambiado; pero… –le soltó la mano.

–Te aseguro que yo tampoco te habría reconocido, Alice.

La alivió intuir cierta calidez en sus ojos, pero aún había algo que lo retraía.

La puerta se abrió y una mujer morena de corta estatura entró embutida en un uniforme blanco.

–¡Alice! Siento no haber podido ir a recogerte al puerto –dijo Maria Pachos–. Oí la sirena del barco cuando estaba terminando de atender a los pacientes, pero una mujer empezó a quejarse y a quejarse y no encontré la manera de librarme de ella. ¡Qué bien que estés aquí! ¿Verdad, Nick? –dijo después de abrazar a su prima y darle un beso en cada mejilla.

Nick sonrió y asintió. Parecía más relajado desde que Maria había entrado.

–Maria ha organizado una comida familiar en tu honor, Alice –dijo él–. Supongo que se alargará toda la tarde, así que disculpadme ahora: tengo que dar unas instrucciones al personal. Acababa de terminar una operación cuando llegaste –añadió. Y se fue.

–¿Os habéis reconocido? –le preguntó Maria.

–¡En absoluto! Nick ha cambiado una barbaridad. Y no parece tan extrovertido como antes.

–Bueno, eso es comprensible: hace muchos años que no os veis –dijo Maria–. Probablemente le cueste aceptar el hecho de que hayas crecido. Venga, vamos a casa. Stavros nos acercará a la bahía Nymborio. Pero antes tengo que cambiarme.

–Yo también, si es posible, Maria.

–Por supuesto. ¡No sabes cómo me alegro de volver a verte, Alice!

 

 

Después de darse una refrescante ducha en el vestuario del personal médico, y tras ponerse un vestido fino que llevaba en la maleta, salieron del hospital.

Stavros, el marido de Eleni, la asistenta de Maria, le dio una cálida bienvenida. Alice le estrechó la mano y recordó lo amable que él siempre había sido con ella de pequeña. Montaron en una lancha motora y, mientras lo observaba dirigir el rumbo con destreza, pensó que él sí que no había cambiado en todos esos años. Su pelo era ahora gris, pero su cara, en esencia, seguía siendo la misma.

Sólo los niños y los adolescentes cambiaban tanto, pensó con cierta nostalgia al recordar cómo Nick la paseaba en barca y la amenazaba con lanzarla al agua para alimentar a los peces. Alice siempre se había reído con aquella broma, pues siempre había confiado en Nick, segura de que no podría hacerle nada que pudiera herirla.

Intentó relajarse y agradeció la suave frisa que soplaba mientras Stavros las llevaba a la bahía vecina.

La casa de la familia estaba en un extremo de la bahía Nymborio. De pequeña, todos los primos habían pasado allí las vacaciones, pero al final se había convertido en la casa permanente de Maria, en la que vivía con su marido, Stamatis, y su bebé, Demetrius.

Las abuelas de Alice y Maria eran hermanas y allí se habían juntado los hijos, hijas, nietos y nietas de ambas. Técnicamente, Alice y Maria eran primas; pero, para Alice, Maria era su hermana mayor. Ésta, por su parte, siempre había disfrutado cuidando a su primita rubia y de ojos azules.

–¿Cómo está la abuela Helena, Alice? –se interesó Maria mientras se apartaba la larga melena negra que le caía sobre la cara–. No la he visto desde la última vez que nos juntamos todos en su casa de Rodas por navidades.

–Sigue disfrutando de la vida, aunque ha perdido agilidad después de la operación de cadera. Está empezando a andar de nuevo, pero no progresa tan rápidamente como a ella le gustaría, a juzgar por las cartas que recibí de mis tías. Me encantó verte en navidades, Maria. Cuando me hablaste de este trabajo en Ceres tuve la certeza de que era lo que quería.

–¿Y te alegras de volver a Grecia, Alice?

–¿Tú qué crees? –replicó ella.

–Es justo lo que necesitas para olvidar –sonrió Maria.

–Sí –Alice tragó saliva.

Se dio cuenta, aliviada, de que no había pensado en Paul desde que había salido de Inglaterra el día anterior.

–En navidades no pude preguntarte por tu divorcio –dijo Maria con cautela–. Estaba demasiado reciente… ¿Fue muy horrible?

Alice se mesó su larga, rubia melena mientras miraba las aguas transparentes sobre las que se reflejaban las colinas.

–En realidad fue un gran alivio. Había llegado a un punto en que sabía que Paul no cambiaría nunca; que siempre seguiría buscando una mujer y luego a otra…

–Te lo advertí.

–Sí, ¿verdad? –Alice sonrió con ironía–. Es lo de siempre: el amor es ciego y todas esas cosas. Te prometo que yo creía amar a Paul.

–¿Y ahora?

–Es el momento ideal para empezar una nueva vida, sin ningún hombre durante una temporada. Ahora estoy muy tranquila. Ya ni siquiera me apetece odiar a Paul. Sólo siento pena por él… y por las pobres mujeres que van a tener que sufrir lo mismo que yo.

–¡Ésta es la Alice que a mí me gusta! No te imaginas lo que cambiaste en los dos años que estuviste casada con Paul. Quiero decir, ni siquiera viniste a Ceres, así que supe que algo tenía que ir mal.

–A Paul no le gustaba viajar a ningún sitio, a no ser que pudiera alojarse en un hotel lujoso con sauna, piscina, gimnasio… –Alice se detuvo. Luego colocó la mano sobre los ojos en forma de visera, para ver la costa–. ¿Quién hay en el balcón de ahí arriba? –preguntó señalando una casa grande y blanca con tejado rojo.

–Es la abuela Katerina –contestó Maria, sonriente–. Llegó ayer para poder darte la bienvenida.

–¡Qué honor! –exclamó Alice, ansiosa de volver a ver a la abuela de Maria. Stavros alcanzó el embarcadero–. ¿Cómo llegará Nick aquí? –le preguntó a Maria mientras salían de la motora.

De repente, le pareció muy importante que él estuviera con ellos. Estaba segura de que la impresión que se había llevado de él esa mañana había sido errónea. El hombre que había visto en el hospital no había sido el amigo cariñoso y encantador que ella había adoptado como hermano, y estaba convencida de que en casa, lejos de las responsabilidades del hospital, volvería a mostrarse tan amigable como siempre.

–Lo más probable es que venga en su todoterreno. La carretera de la costa ha mejorado mucho en estos años y, aunque aún hay algunas rocas, el coche de Nick puede con ellas.

–¡Alice!

Alice miró hacia arriba y sonrió a la abuela de Maria, la cual se parecía mucho a su propia abuela, Helena. Alta y elegante, con el cabello encanecido y recogido en forma de moño, estaba espléndida con su vestido negro. Se levantó lentamente y se agarró a la barandilla del balcón.

–Ven aquí, mi niña –la saludó.

Alice subió corriendo al primer piso mientras Maria iba a la cocina, pues tenía que ocuparse de los preparativos para la comida. Habían estado hablando en inglés hasta ese momento, pero una vez en casa, les pareció más natural hablar en griego.

Katerina Pachos abrazó afectuosamente a Alice y le dijo que parecía cansada después del viaje. Alice comentó que se alegraba de haber llegado a casa por fin y que, aunque el viaje había sido agotador, había merecido la pena. Se sentó en la terraza con aquella entrañable anciana a la que conocía de toda la vida, y se sirvió un vaso de vino blanco mientras charlaban.

–Ése debe de ser Nikolaos –comentó la abuela de Maria, apuntando hacia una nube de polvo que se levantaba en la carretera.

Alice se sintió incómoda. Después de todo, Nick era su nuevo jefe. Era él quien debía tomar la iniciativa de retomar la relación que antes tenían. Ella no debía mostrarse demasiado efusiva.

El todoterreno se detuvo y Nick salió y saludó amistosamente en dirección a la terraza.

–¡Es un hombre estupendo! –dijo Katerina–. Su abuelo era muy buen amigo de mi marido, ¿sabías? A mí me encantaba que sus padres lo dejaran venir aquí a pasar las vacaciones de pequeño, porque se llevaba muy bien con mi nieto. Iannis siempre estaba aburrido, pero con Nikolaos siempre se divertía. ¿Te acuerdas?

–Sí, Nick conseguía que todos nos sintiéramos alegres –respondió Alice–. Siempre estaba organizando paseos por las colinas, o fiestas en la piscina.

Maria llamó por el interfono para avisarlas de que la comida estaba lista; de modo que nieta y abuela fueron a la planta de abajo, en cuya terraza las esperaba una enorme y vieja mesa de madera. Katerina le pidió a Nick que se sentara a su lado e insistió en que Alice se sentara también al lado de él.

–¡Bienvenida, Alice! –brindó Stamatis, el marido de Maria, después de servir vino blanco a todos.

Alice miró alrededor y sonrió alegremente. ¡Se sentía tan a gusto de vuelta en Ceres! La gente a la que más quería estaba allí: la abuela Katerina, sonriente con el vaso de vino en alto; Maria, ocupada en cortarle la carne a su hijito de dos años, Demetrius, que no paraba de golpear la mesa con la cuchara; Stamatis, siempre acogedor; Eleni, la asistenta…

Y Nick. Estaba sentado junto a ella, tan cerca que podía oler el aroma de su loción de afeitar, mezclada con un toque a jabón. Debía de haberse duchado antes de cambiarse de ropa y ponerse aquella camisa blanca que tan bien le sentaba. Alice lo miró y recordó que él había sido siempre su amigo favorito de la infancia.

Estaba sujetando un plato de carne asada y la invitaba con educación a que se sirviera. Alice agarró una cuchara y se sorprendió de lo mucho que le temblaba la mano. Tanto, que un trozo de carne acabó cayéndosele sobre el mantel.

–No te preocupes. No se lo diré a los mayores –susurró él.

Alice sonrió. ¡Ése sí que era el Nick que ella conocía!

–Creo que la falta de sueño me está pasando factura –comentó ella con calma.

–Tranquila. No tengo intención de hacerte trabajar esta tarde. Te propongo que te acuestes y descanses hasta mañana por la mañana.

–¿A qué hora tengo que estar en el hospital?

–Bah, no necesitas salir de casa antes de las siete. ¿Crees que podrás?

–Por supuesto –aseguró Alice, a la que no le gustó que Nick hubiera vuelto a hablarle en un tono ligeramente profesional.

Cuando Eleni llevó unas naranjas con unas porciones de queso, Alice se disculpó y dijo que apenas lograba mantener los ojos abiertos. Maria la acompañó a una habitación pequeña, en la parte superior de la casa, con vistas a la bahía. Eleni ya se había encargado de colgarle toda la ropa en las perchas y los cajones de un armario.

–Baja a la hora de cenar, si te has despertado. Si no, te dejaremos que sigas durmiendo –se despidió Maria.

Alice abrió la cama, se metió en ella de un salto y luego empezó a quitarse la ropa, amontonándola en el suelo. Cerró los ojos y escuchó los nuevos y a la vez familiares ruidos de Ceres, tan distintos a los del tráfico de Londres de su piso. Del piso al que se había mudado cuando no pudo seguir soportando las infidelidades de Paul.

Lo único que oía era el batir de las olas y un murmullo de voces proveniente de abajo.

Era de noche cuando despertó, pero la luz de la luna se filtraba a través de las cortinas. Alice se sintió tan desorientada que tuvo que mirar la hora en el reloj: eran las diez de la noche. Se sentía fresca y descansada, dispuesta a enfrentarse al mundo de nuevo; pero todo el mundo estaría a punto de acostarse. Probablemente, ya se habría perdido la cena.

Corrió las cortinas y se acodó en el alféizar. Bajo ella, alguien descansaba sobre una silla en la terraza del piso inferior, con una copa de coñac en la mano. Nick miró hacia arriba al oír el correr de las cortinas.

–¿Por qué no has seguido durmiendo hasta el amanecer? –le preguntó con la dulzura que empleara con ella cuando eran pequeños. Alice sacó el cuerpo hacia afuera y sonrió.

–Cuando desperté, creía que ya había amanecido. Ya no estoy cansada.

–Te has perdido la cena. Baja y haremos una incursión por la cocina juntos.

–En dos minutos estoy.

¡Eso ya era más normal! Sabía que Nick no podía haber cambiado tanto. Su frialdad sólo había sido una actitud forzada por hallarse en el hospital.

Se puso un vestido y se peinó deprisa. Se miró al espejo del dormitorio y, al ver lo pálida que estaba, se empolvó un poco las mejillas y se dio un toque de pintalabios. No tenía sentido maquillarse más a esas horas de la noche. Sólo iba a ver a Nick y éste no se fijaría en su aspecto.

Cuando salió a la terraza, él la contempló en silencio durante unos segundos; más de los que ella había esperado, pero menos de los que habría deseado.

–Sí, estás mucho mejor –dijo con tono neutral–. Toma algo de comer y luego te serviré una copita de coñac. Venga, a ver qué encontramos.

Alice siguió a Nick hasta la cocina. Abrió el frigorífico y sacó un plato con patatas y salsa de queso, cocinadas según una receta especial de Eleni.

–Las hemos tomado para cenar y estaban estupendas. Te pondré unas cuantas y te las calentaré en el microondas –dijo Nick–. También queda algo de ensalada. Tú siéntate.

Alice vio cómo metía un plato en el microondas mientras ella cortaba un trozo de pan y se lo comía, picando algunas aceitunas que había en un platito. La siguiente vez que Nick la miró, éste sonreía abiertamente, lo cual animó a Alice.

–Muchas gracias, Nick.

–Tengo un interés oculto en que mis empleados estén sanos –dijo con desenfado mientras tomaba asiento frente a ella.

–Me alegro de haber escogido las patatas con la salsa de queso.

–Tampoco te di muchas más opciones.

Ambos rieron y, entonces, sus miradas se cruzaron. Alice sintió un escalofrío de excitación al recrearse en los amigables ojos marrones de Nick.

–Maria dice que lo has pasado mal –prosiguió él–. Me alegro de no haber conocido a ese hombre; si no… –dejó la amenaza en el aire.

–¿Si no? –presionó Alice, suspendiendo el tenedor en el aire, a mitad de camino.

–Si no, habría sido muy grosero con él –respondió con cautela–. Parece que no elegiste bien.

–¡Vaya! –soltó una risa violenta–. En realidad no recuerdo haber hecho ninguna elección. Paul simplemente llegó y me dejó embelesada. En menos de un minuto pasé de ser una mujer sensata a haber perdido el juicio por su culpa.

–¿Dónde lo conociste?

–En el hospital. Yo acababa de llegar y trabajaba tanto que no tenía tiempo para hacer vida social. Entonces llegó él, me dijo que trabajaba allí como anestesista y me convenció de que la vida no sólo era trabajar. Me sacaba en cuanto tenía la menor oportunidad. Lo pasábamos tan bien… al principio… –la voz se le quebró.

–¿Y luego?

–Nos casamos pocas semanas después de habernos conocido y pasamos la luna de miel en el Caribe. Paul gastaba dinero como si le sobrara. Me dijo que no me preocupara por nimiedades. Cuando regresamos, le esperaba una carta del gestor de su banco, en la que se le comunicaba que tenía unas deudas muy cuantiosas. Me dijo que se había quedado sin un céntimo y que tenía que ayudarlo. Entonces empecé a prestarle parte del dinero que me había dejado mi abuelo… una y otra vez… y otra… Hasta que un día me enteré de que se lo estaba gastando con otras mujeres. Dejé de financiarle sus salidas, me marché de casa, cambié de hospital… –no pudo seguir hablando.

–Lo siento, Alice –dijo Nick, extendiendo un brazo hasta acariciarle una mano–. No debería haberte preguntado, pero…

–Me alegro de que lo hayas hecho.

Dio media vuelta a la mano y apretó la de Nick. El calor de aquel contacto la reconfortaba, al tiempo que la hacía sentir un cosquilleo que hacía mucho tiempo que no experimentaba. Lo miró a los ojos y se alarmó al descubrir la reacción de su cuerpo. Sin duda, estaba recobrando las ganas de vivir.

Nick no retiraba la mano, de modo que fue ella la que, lentamente, fue deslizando los dedos hasta separarlos de los de él.

–Me gustaría dar un paseo por la colina –comentó con suavidad–. No me apetece volverme a dormir y necesito tomar algo de aire fresco… Aunque estarás cansado, Nick. ¿Volviste al hospital por la tarde? –añadió al ver que no respondía de inmediato.

–Sí, claro. Pero no estoy tan cansado. Te acompañaré en tu paseo. No debes ir sola. El camino no es llano y, si te torcieras el tobillo, te costaría regresar.

Nick encabezó la marcha por el sendero que salía de la parte trasera del jardín. La colina estaba iluminada por la luna y no se oía un solo sonido, aparte de algún saludo de un búho solitario.

Alice se detuvo a medio camino, mientras ascendían, para recuperar el aliento. Nick se detuvo a esperarla.

–Necesito sentarme un par de minutos –dijo ella con una media sonrisa–. No estoy tan en forma como debiera.

–Te costará algo de tiempo recuperarte de… de todo lo que has pasado –comentó Nick con delicadeza, mientras volvía sobre sus pasos para sentarse a su lado.

Alice aspiró la fragancia del campo, entre cuyos olores destacaban, sobre todo, los del orégano y el tomillo.

–¿Vives en casa de Maria? –le preguntó Alice, que aún no sabía nada de los nuevos hábitos de Nick.

–No. Tengo una casa cerca de la carretera costera que lleva al centro de Ceres. Esta noche me he quedado un poco más porque la abuela Katerina me dijo que quería comentar un problema médico conmigo. Parece ser que está pensando en operarse de la cadera; pero las complicaciones que tu abuela está teniendo la echan para atrás.

–¿Qué le has dicho?

–Que cada caso es diferente. He quedado en que la examinaría en el hospital y que yo mismo la operaría si considero que la intervención puede ayudarla. De momento, se va a quedar aquí a pasar el verano.

–Espero que la operación salga bien si acabas haciéndola. Será como en los viejos tiempos, con una de las abuelas siempre encima de nosotros.

Nick no respondió y Alice se giró para mirarlo, iluminado por la luna.

–La nostalgia puede ser un sentimiento perturbador –dijo por fin, después de unos segundos–. Pero tenemos que seguir adelante. No se puede vivir anclado en el pasado.

–Por supuesto –dijo Alice, desconcertada por aquella reflexión. ¿Estaba diciéndole que no intentara retomar la vieja intimidad que los había unido?

–Volvamos a casa –dijo Nick, poniéndose en pie.

Luego se levantó, la ayudó a incorporarse y colocó un brazo sobre sus hombros. Entonces inclinó la cabeza y le dio un beso en la mejilla.

Su beso fue tan suave como el vuelo de una mariposa. Tan delicado y fugaz que Alice no estuvo segura de si había sido un sueño. Nick emprendió la marcha de vuelta a casa, le abrió la puerta y se despidió.

Oyó el motor de su todoterreno hasta que todo quedó en silencio. Alice subió las escaleras y entró en su dormitorio. Se quitó el vestido, se tumbó en la cama y cerró los ojos, aunque no parecía que el sueño fuera a envolverla todavía. Le habría gustado proseguir la velada en la terraza, compartiendo coñac y conversación con Nick.

Sin embargo, a última hora, parecía que le había entrado prisa. Quizá se había arrepentido de haberle dado aquel beso. Quizás… Intentó no pensar más razones por las que Nick podía haber decidido marcharse tan repentinamente. A ella le habría bastado con sentarse y conversar con él contemplando la luna sobre la bahía. Eso era todo lo que ella quería: una charla con un viejo amigo… ¿o no?

 

 

Nick avanzaba por la carretera de la costa, pisando a fondo el acelerador, enojado con el indeseable que había tratado tan mal a Alice. Con lo confiada que era, no se extrañaba de que se hubiera aprovechado de ella. Había deseado con todas sus fuerzas haberle dado un fuerte abrazo para consolarla; pero no se había atrevido por temor a que ella lo malinterpretara.

Sin duda, Alice ya no volvería a ser la ingenua chiquilla de antes. Había aprendido a desconfiar y eso lo complicaba todo. Maria le había dicho que Alice estaba aturdida aún por los recientes acontecimientos y que tendría que pasar mucho tiempo antes de que pudiera volver a fiarse de un hombre. Maria le había pedido que se mostrara neutral con ella.

Mientras se desviaba por la carretera que llevaba a su casa, recordó que Maria le había asegurado que Alice quería mantener la relación fraternal que los había unido durante la infancia. No debía cambiar el cariz de aquella relación bajo ningún concepto.

Nick frunció el ceño. Le había respondido que por qué iba él a querer cambiar su relación con Alice, y Maria había respondido que él era un poco mujeriego y que, en apariencia, su carácter no difería mucho del de Paul, el ex-marido de Alice.

Abrió la puerta de casa y luego la cerró de golpe. ¿Cómo podía acusarlo de esa manera? ¡Simplemente por salir de vez en cuando con alguna chica! Luego, se dijo que Maria sólo quería proteger a Alice; de manera que no debía tomárselo como algo personal.

Dado que Alice recelaría de los hombres durante un tiempo, tras su desagradable experiencia matrimonial, Nick convino en mantener la relación fraternal y platónica que siempre los había unido. No haría nada que pudiera molestarla. Siempre le había tenido mucho cariño y no soportaba la idea de hacerla sufrir más de lo que ya había sufrido.