Un antiguo amor - Margaret Barker - E-Book
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Un antiguo amor E-Book

Margaret Barker

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Beschreibung

La doctora Bennett no podía desaprovechar la oportunidad de trabajar en la mansión Clinique. La casa había pertenecido a su abuela, y sus recuerdos en ella eran de las vacaciones de verano en que andaba de un lado para otro con Pierre, un chico al que adoraba. Fue una sorpresa y un placer descubrir que el director de la clínica era Pierre. Pero trabajar juntos no era fácil debido a la profunda atracción que sentían el uno por el otro. Y la presencia de su ex mujer en la clínica tampoco ayudaba...

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Seitenzahl: 203

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 1999 Margaret Barker

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un antiguo amor, un, n.º 1140 - febrero 2020

Título original: A Familiar Feeling

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-074-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ERES TÚ realmente, no es verdad? C’est toi, Caroline.

Caroline miró a su nuevo jefe. ¿Qué quería decir exactamente? Ella había estado hablando en su mejor francés, y no esperaba que él usara el familiar tu en lugar del más apropiado vous para dirigirse a ella. Y se sorprendió más aún cuando él le dijo:

–¡C’est moi, Pierre!

Ella miró al atractivo desconocido, a quien no había visto en su vida.

–Doctor Chanel –empezó a decir ella–. Me parece que está confundido. Yo…

–¡Oh! Venga, Caroline. Seguramente no habrás olvidado la época en que te traía de vuelta de los campos de heno en lo alto de la carretilla, ¿no es verdad? Tu abuela estaba furiosa conmigo y…

–¡Pierre! Mais bien sûr!

De pronto el tiempo se había evaporado, y sentía que estaba de nuevo en la niñez, riendo y haciendo bromas con el chico de la casa de al lado. Aunque sólo lo veía en las vacaciones, cuando ella se quedaba con su abuela y él estaba ayudando en la granja de su tío. Caroline intentó abstraer aquellas facciones de adulto e imaginárselas con rasgos de adolescente…

Sí, recordaba aquellos ojos castaños, la nariz prominente, la boca ancha, con diminutas arrugas en las comisuras, siempre dispuesta a sonreír o a reír.

–Así que realmente no sabías que era mi Clínica cuando te presentaste al trabajo?

–No te he visto desde que tenía nueve años. Jamás supe cuál era tu apellido, y ciertamente, no sabía tampoco que eras médico. ¡Espera un momento, sí! Ahora recuerdo que dijiste una vez que ibas a ingresar en una escuela de médicos. Por eso fue que no volviste más en el verano, supongo.

Ella volvió a sentir un nudo en el estómago al recordar el primer verano sin Pierre. Ella había estado completamente sola con su abuela. No había habido nadie para hacer más llevaderos los largos días. Aunque Pierre le llevaba nueve años, había sido muy generoso con su tiempo, dejándola ayudarlo a dar de comer a las gallinas y las vacas, dándole un rastrillo de madera para que pudiera barrer la hierba seca y formar parvas con ella.

Ella miró aquel lugar conocido y desconocido a la vez de la Clinique de la Tour. Aquella zona de recepción había sido el salón de su abuela. Los altos techos todavía tenían los trabajos de alabastros alrededor de sus bordes, algo que ella siempre había pensado que estaba en consonancia con el aspecto que debía tener un chalet.

–¿Sigue siendo majestuoso, no? –dijo ella–. Tú sabes, en tiempos de mi abuela, cuando se llamaba Château de la Tour, me encantaba contarle a mis amigas del colegio de Inglaterra que me iba a quedar en un castillo de verdad, ¡sobre todo porque yo vivía en un piso pequeño en el extrarradio con mi madre!

–Tu madre nunca vino contigo, ¿verdad?

Ella se quedó inmóvil para encajar aquella punzada emocional.

–Mi madre no era una mujer muy fuerte. La idea era darle un descanso de su tarea de cuidarme. Cuando le diagnosticaron leucemia…

–Lo siento mucho. No lo sabía. ¿Está…?

Caroline carraspeó.

–Vivió más de lo que esperábamos. Murió hace cinco años.

Hacía cinco años, cuando Caroline había decidido perseguir su sueño y comprar nuevamente Château de la Tour con el dinero que le había dejado su abuela para cuando tuviera veinticinco años. Pero a último momento le había ganado de mano un comprador desconocido.

–¿Cuándo compraste Clinique de la Tour, Pierre? –le preguntó ella.

–En cuanto salió al mercado, hace cinco años. Tu abuela la había vendido a un doctor de aquí cuando tuvo que ser ingresada en el hospital, inmediatamente antes de morir, creo. Y él la vendió cuando se jubiló. Había un montón de gente interesada en la casa, así que tuve que cerrar el trato rápidamente. Es un edificio viejo muy hermoso.

–Sí, a mí siempre me ha encantado.

Ella miró el idílico paisaje por la ventana: colinas de fondo, árboles altos que daban sombra al jardín, vacas marrones paciendo tranquilamente en los médanos detrás del muro de piedra. Su abuela había querido que ella se quedara con todo aquello. Había tenido que venderla para pagar el caro tratamiento con una enfermera en casa. Pero le había dicho a Caroline que si quedaba dinero cuando muriese, esperaba que fuera suficiente para volver a comprarla.

Sucedió que su abuela no vivió mucho más tiempo después de abandonar el chalet, y el dinero de su herencia, que estaba rentando en el banco hasta que ella tuviera la edad para heredarlo, había aumentado con los años, de manera que podría haber sido perfectamente posible para ella comprar la casa.

–¡Parece que estuvieras a kilómetros de distancia, Caroline! Debes de estar cansada después de tu viaje. Haré que venga una de las enfermeras para que te lleve a tu habitación. Descansa un poco y luego hablaremos. Ahora tengo que marcharme a ver a un paciente.

Ella siguió a la enfermera vestida de bata blanca hacia lo que había sido el vestíbulo de la casa. Pero estaba distinto. Se detuvo frente a la puerta abierta de la cocina, con la sensación de que podía encontrar a su abuela haciendo una de sus deliciosas tartas. En cambio constató que la cocina había pasado a ser una sala de espera. Los carteles que había en las tres puertas cerradas indicaban que eran consultorios. Uno de ellos pronto sería de ella. Un estremecimiento de aprensión, amenazó con menguar su normal confianza en sí misma. ¿Su consultorio sería la vieja sala de la televisión o la sala de música donde solía practicar aquellas interminables escalas para los exámenes de piano?

–¿Doctora Bennett?

Ella se dio la vuelta rápidamente, recordando a la enfermera que estaba esperándola en las escaleras.

–Perdone, enfermera, que le haya hecho esperar. Es que no había vuelto a esta casa desde que era pequeña. Hay mucho que ver y…

–¿Vivió aquí, doctora?

–Por temporadas. Fui muy feliz aquí. Fue mi verdadero hogar.

Habían llegado al primer piso. Caroline no sabía por qué le confiaba aquello a aquella enfermera joven de pelo rubio, aparte de por su sonrisa y su simpatía.

–¿Dónde vivía cuando no estaba aquí?

–En Londres.

–No parece inglesa.

–Mi padre es inglés y mi madre era francesa, así que supongo que soy mitad y mitad –Caroline miró a su alrededor a las puertas que había al llegar al rellano–. ¿Qué son las habitaciones de esta planta?

La joven enfermera sonrió, haciendo sentir a Caroline más en su casa, si eso era posible en el lugar que había sido tomado totalmente y arrebatado de sus manos.

–Aquí es donde alojamos a los pacientes internos. Hay más habitaciones en el nuevo anexo que hay saliendo al jardín, pero la mayoría de los pacientes prefieren tener una habitación en la parte principal del chalet, si pueden.

–Mi habitación estaba allí. Daba al sureste. Solía quedarme en la cama y ver la salida del sol y oír mugir a las vacas mientras las ordeñaban en la granja.

Respiró profundamente diciéndose que debía cortar aquella nostalgia. Estaba allí por trabajo, y el soñar con el pasado no la iba a ayudar a ser eficiente.

–El doctor Chanel le ha dado una habitación en la última planta donde tenemos las habitaciones del personal.

Caroline siguió por la escalera, alegrándose de ver que la vieja e insegura barandilla había sido reemplazada por una de roble.

–¡Voilà! –la enfermera abrió una de las puertas–. Ésta es su habitación, doctora. Tiene un baño dentro.

Caroline la siguió por la habitación, para inspeccionar el pequeño cuarto de baño. La pequeña ventana encima del lavabo daba a los jardines. Se puso de puntillas y pudo ver a Pierre caminando por el jardín, conversando amenamente con una mujer de mediana edad vestida con un traje de lana. ¿Sería una paciente convaleciente? Había otros pacientes paseando por el jardín bajo el sol de la tarde, algunos en bata, otros, vestidos totalmente.

Ella deseaba ver el jardín para ver qué cambios se habían hecho. ¿Seguirían las flores salvajes allí, o algún jardinero había decidido que estas no eran acordes con una imagen elegante de la clínica?

Primero desharía las maletas, y luego…

–¿Necesita algo más, doctora?

Caroline se sobresaltó.

–No. Estoy bien. Gracias, enfermera.

La joven enfermera cerró la puerta tras de sí. Caroline abrió su maleta. Llevaba ropa liviana solamente. Hacía calor cuando había abandonado Hong Kong. Sacó el traje de lino color crema, que había usado cuando David Howard, el director del internado de enfermeras, la había llevado a cenar hacía dos noches. Realmente había sido muy comprensivo cuando le había pedido un intervalo de seis meses en su trabajo.

Le quitó el papel de seda. No estaba demasiado arrugado como para plancharlo. En su alojamiento de Hong Kong, afortunadamente le habían proporcionado una persona que se ocupaba de la lavandería diariamente. Incluso en aquella clínica tan elegante, Caroline dudaba de que hubiera ayuda para el trabajo doméstico.

Su abuela le había enseñado a envolver la ropa en papel de seda. La primera vez que había ido al chalet de su abuela, a la edad de cinco años con una maleta llena de ropa desordenada, su abuela le había enseñado a envolverlo todo en papel de seda.

Caroline atravesó la habitación y abrió el ropero. Había seis perchas. Sería suficiente. ¡Había hecho bien en no llevar toda la ropa que había acumulado en cinco años en Hong Kong!

Realmente David había sido muy comprensivo, reflexionó. No era culpa suya que él empezara a hacerse ideas equivocadas acerca de ella. Ella siempre le había dejado claro que sólo estaba interesada en una relación profesional con él.

Y la cena de despedida que habían tenido había sido agradable, y él no le había pedido nada. Sólo la había mirado de una forma especial cuando ella le había dicho que necesitaba volver a sus raíces un tiempo, quitarse un cierto desasosiego que a veces se apoderaba de ella y…

El teléfono estaba sonando. ¿Dónde diablos estaba?

Lo encontró sepultado debajo de una pila de pañuelos de papel, en la mesilla.

–¿Diga?

–Caroline, soy Pierre. Quería encontrarte antes de que te fueras a dormir para decirte…

–¡Oh! No voy a acostarme a dormir hasta esta noche.

–¿No estás demasiado cansada del viaje?

Ella se rió.

–Si sigo despierta unas horas más, dormiré bien esta noche y por la mañana estaré bien. Eso es lo que hago siempre cuando vuelvo a casa. Quiero decir, cuando vuelvo a Europa. Me gustaría ver el hospital mientras haya luz del día. Bajaré dentro de diez minutos.

–De acuerdo. Estaré en el primer piso en la habitación seis con un paciente.

Ella se duchó y se puso un vestido de algodón.

Cuando bajó las escaleras, se dio cuenta de que hacía mucho calor para ser principios de mayo. No hacía tanto frío como había temido. Además, en la clínica había bastante calefacción.

En la habitación seis hacía más calor aún. Debía decirle a Pierre que bajaran la temperatura del chalet. ¿Le molestaría su intervención?

Sintió un poco de resentimiento por ser sólo una empleada en el chalet que debería de haber sido suyo.

No debía seguir pensando en ello.

Encontró a Pierre de pie, al lado de la cama del paciente. Se dio la vuelta y sonrió cuando ella entró en la habitación pintada de blanco. Había flores en cada rincón. Los tubos y aparatos que rodeaban al paciente, señalaban que se trataba de un paciente muy enfermo.

Caroline reconoció a la mujer de mediana edad que había visto por la ventana. Estaba sentada en un rincón, leyendo una revista.

Pierre las presentó.

–Señora Smith, ésta es la doctora Bennett. La señora Smith es la madre de Katie. Katie tuvo un accidente en Inglaterra. Lleva en estado de coma seis semanas. Fue trasladada aquí desde un hospital de Londres la semana pasada porque los Smith viven en Francia.

Era un buen resumen, pensó Caroline. Claro que Pierre no le había dicho a la madre de Katie que había pocas esperanzas de que Katie saliera del coma. De hecho, el hospital de alta tecnología que se había ocupado de ella al principio, había decidido que no había nada que hacer y que lo mejor que podían hacer era dejar que la naturaleza siguiera su curso y que mientras la acompañase su familia. Ella había visto casos como aquel, en los que los escáner cerebrales mostraban que los pacientes estaban en permanente estado vegetativo.

¡Pobre chica! Caroline se acercó a la cama y puso su mano en la frente de la niña.

–Hola, Katie.

–No puede oírla –dijo la madre, dejando su revista y acercándose a Caroline–. He estado con ella noche y día en las últimas semanas y jamás ha mostrado una señal de vida.

La señora Smith apretó los dientes y suspiró.Luego continuó:

–Al principio, solía hablarle todo el tiempo, incluso le cantaba, ya sabe, sus canciones infantiles preferidas, aunque tenga veinte años –dijo la mujer, mirando a los dos doctores con un aire de incomodidad.

–Pero luego me empecé a cansar y a deprimir, porque me di cuenta de que era inútil. Fue casi un alivio cuando los médicos nos dijeron que podíamos llevárnosla a casa. Vivimos en Montreuil. Mi marido está abriendo un negocio de ordenadores allí.

Caroline puso la mano en el hombro de la mujer.

–No debe darse por vencida. Siga hablando a su hija, aunque crea que no la escucha. El cerebro es un órgano muy complejo.

Pierre le estaba diciendo algo a Caroline, probablemente intentando que dejara de dar esperanzas a la mujer.

Pero Caroline estaba recordando un caso de Hong Kong, una víctima de un accidente de coche, que había sobrevivido contra todo. Desde que había trabajado en ese caso, era reacia a hacer diagnósticos cuando se trataba del cerebro.

Entró una enfermera con una bandeja. Caroline observó cómo el suero entraba en el tubo que se introducía en el estómago de Katie. No había reacción alguna de su paciente.

Fue hasta los pies de la cama para mirar los gráficos.

Katie Smith. Edad: veinte años, daño grave en el cerebro después de accidente de coche. No hay señales visibles de…

La mano de Pierre en su brazo le hizo alzar la vista de su lectura. Sus ojos le dieron a entender que era un caso sin esperanza realmente. Ella sabía que no podía dejarse involucrarse emocionalmente por sus pacientes, pero ya era tarde. Una de las desventajas de ser una persona emocional era que era muy difícil separarse del sufrimiento.

Y todo su entrenamiento como médica le decía que eso era lo que debía hacer en un caso como aquel. Debía usar toda su experiencia médica para aceptar el desenlace sin agonizar demasiado acerca de lo que debería de haberse hecho o no.

–Descansará un rato, ¿verdad, señora Smith? –le dijo Pierre–. Salga al jardín a tomar aire cuando lo desee. Una de las enfermeras se quedará con Katie.

La madre miró a Pierre y le dijo que se cuidaría.

Fuera, en el corredor, Caroline le dijo a Pierre:

–Tuvimos un caso similar en Hong Kong. Todos los métodos de alta tecnología habían fallado, y al paciente se le declaró clínicamente muerto, pero sobrevivió.

Pierre le puso una mano debajo del brazo y la llevó por los escalones con firmeza.

–¡Caroline, por favor! Baja la voz.

Inmediatamente, ella se sintió molesta por el tono de su voz. Le estaba hablando como si fuera una niña.

–Pierre, por si no te has dado cuenta, ¡he crecido!

Él se quedó quieto en lo alto de la escalera y sonrió.

–¡Me he dado cuenta! Créeme, se nota.

Ella se puso colorada y lo miró. Los ojos pardos de Pierre la miraban con picardía. Parecía disfrutar de la incomodidad de ella. Y tenía un brillo en los ojos que no había tenido cuando era niña.

¡Qué sencillas eran las relaciones cuando se era pequeño! Entonces no había que estar en guardia. ¿Cómo podía mirarla ahora como a una mujer? Eso no era lo que ella quería de él. Ella prefería que su relación fuera sin complicaciones, como antes.

Caroline se puso tensa.

–Lo siento, Caroline. Estabas hablando de algo válido –dijo él lentamente.

–Ese paciente tuyo, ¿se recuperó totalmente?

Ella dudó. Brian Wilson no estaba totalmente recuperado.

–Es pronto para saberlo. Va a necesitar cuidados todo el tiempo, por supuesto, pero está vivo.

–¿Y qué me dices de su calidad de vida?

Estaban bajando las escaleras, llegando a la parte estrecha donde era difícil caminar sin tocarse. Ella le vio la espalda ancha, el pelo negro algo largo.

–Mejorará –dijo ella con cuidado, basándose más en la esperanza que en hechos médicos.

–Yo siempre he pensado que la calidad de vida es más importante que la cantidad –dijo él.

Le sujetó los hombros y la hizo mirarlo.

–Cuando la ciencia médica no pueda hacer más, la naturaleza seguirá su curso –le dijo.

Ella permaneció en silencio y lo observó.

–¿Qué te parece si cenamos juntos? Si no estás muy cansada. Te llevaré al pueblo.

–¿Al pueblo?

Él se rió.

–No sólo Londres y París tienen luces. Eras muy joven para apreciar este sitio cuando venías aquí. Montreuil sur Mer está a unos pocos kilómetros por la carretera, y hay algunos restaurantes excelentes allí.

Ella se dio cuenta de que tenía hambre. No había comido apenas en el vuelo de Hong Kong a Londres y sólo había comido un sándwich en el tren por el túnel del Canal.

Ella miró a Pierre y sonrió.

–Sí, me parece buena idea. ¡Estoy muerta de hambre!

–Bien. Recuerdo que jamás rechazabas un bocadillo de jamón cuando te lo ofrecía en el campo. A mi tío le sorprendía que una niña tan pequeña pudiera comer tanto. Y a pesar de todo, no has crecido mucho.

Ella contestó automáticamente. Se había acostumbrado a que la gente le hiciera comentarios acerca de su tamaño.

–Los diamantes vienen en cajas pequeñas.

–Lo siento. Lo he dicho como un cumplido. Todas las mujeres de occidente se morirían por tener un físico como el tuyo.

Ella se puso colorada.

–No hace falta que sigas… Ahora me has despertado el interés por la comida. ¿Tardaremos mucho en comer?

–Tengo que organizar algunas cosas primero. ¿Qué te parece dentro de media hora?

–¡Bien!

Ella subió las escaleras, preguntándose si seguiría mirándola. Empezaba a sentir que él estaba produciendo un efecto en ella.

Pero cuando se dio la vuelta, lanzó un suspiro de alivio, al ver que él se había marchado.

¡Qué mezcla de emociones estaba experimentando!

Una vez en su habitación, se cambió de ropa. Se puso un traje de lino color crema. En el bolsillo tenía aún la cuenta del restaurante Furama, en el que había estado hacía sólo dos noches. ¡Cena en dos continentes distintos, y con dos hombres muy diferentes!

Eran muy diferentes. David era de mediana estatura, rubio y fuerte. Pierre, en cambio, parecía ser el hombre más alto del mundo, y era más atlético. Por supuesto, David debía de ser unos años mayor que Pierre. ¿Cuántos años tenía David? ¿Cuarenta y cinco? Pierre en cambio… debía de tener unos treinta y nueve. Pero parecía más joven. Todavía era atractivo, elegante, resuelto, todo lo que ella admiraba en un hombre, ¡siempre que él mantuviera las distancias!

Se acercó al espejo del aseo y se aplicó lápiz de labios. ¿Por qué estaba comparando a esos dos hombres? Ambos eran buenos amigos y compañeros de trabajo. Y así debía seguir.

Encontró a Pierre en Recepción, hablando con un hombre alto. Él se interrumpió y le sonrió.

–Éste es el doctor Jean Cadet, quien me reemplazará esta noche, mientras esté fuera. La doctora Caroline Bennett estará con nosotros unos meses, mientras Giselle está de baja por maternidad.

El doctor Cadet le dio la mano.

–¡Enchanté! Es un placer conocerla, doctora Bennett.

Caroline le dio la mano. Le gustó aquel hombre efusivo. Llevaba una bata encima de su traje gris, lo que le daba un aire de eficiencia.

–De acuerdo, te veremos luego, Jean. Puedes llamarme al móvil, si me necesitas.

Jean Cadet sonrió.

–Sólo en una emergencia, creo. Divertíos.

–Por supuesto –Pierre puso la mano debajo del codo de Caroline y la llevó hacia la puerta.

El sol se escondía detrás de los edificios de la granja. Pierre la llevó hacia su coche plateado y le abrió la puerta. Ella se hundió en el asiento tapizado en piel negra.

–¡Mmm, muy bonito, Pierre! Muy opulento.

–Supongo que es una mejora con respecto a la carretilla de heno –se rio él.

–¡Pues, sí! ¿Adónde me llevas?

–A algún lugar elegante.

Ella se rió al oírlo hablar en inglés por primera vez y le dijo:

–¡Tu acento no ha mejorado!

–Bueno, gracias –frunció el ceño en broma mientras doblaba una curva–. El que seas totalmente bilingüe no te da derecho a reírte de los pobres mortales como nosotros. Te cuento que he estado dando clases de inglés para poder hablar con mis pacientes ingleses.

–Muy bien. No me malinterpretes, Pierre. Creo que tu inglés con acento francés tiene mucho encanto.

–¡Al fin, un cumplido! Así que piensas que soy encantador, ¿verdad?

–He dicho que tu acento es encantador.

Ella miró por la ventana, insegura de la dirección que estaba tomando la conversación. Le costaba ubicar bien a ese francés que alguna vez la había llevado en hombros y echado en una carretilla de heno.

¿Debía continuar ella en aquel modo relajado y amistoso de charla, o debería poner la barrera invisible que solía levantar cuando trataba con una posible amenaza a su independencia?

Pero aquel era Pierre, su hermano mayor postizo. Debía de ser diferente al resto… ¿No?

Ella miró por la ventana a la carretera que llevaba al pueblo.

–Mi abuela me solía mandar a la panadería a buscar croissants y pan cuando tenía nueve años. Eso me hacía sentir mayor.

–Ahora no sería tan seguro. Hay demasiado tráfico en estas carreteras estrechas. Tiene que ver con la venida de los ingleses.

–¡Oh, muy gracioso! ¿Viven muchos ingleses en la zona?

–Montones de ellos. Han comprado todas las ruinas que los franceses no han querido, y las han convertido en bonitas casas de vacaciones.

–¡Eh! ¡Para un poco! No estoy segura de que me guste el tono que estás empleando, doctor Chanel.

Pierre frenó para evitar atropellar a un gato que atravesó la carretera y se metió en el jardín de una casa. Se giró para mirarla antes de poner el pie en el acelerador, y sonrió.

–Como decís los ingleses, estoy bromeando. En realidad a todos nos gustan mucho los ingleses. Y además están poniendo varios negocios, algo bueno para la economía. El marido de la señora Smith, por ejemplo, tiene empleadas a veinte personas en Montreuil en su negocio de ordenadores.

–Por lo que al parecer, podrá pagar tus honorarios.

–Estás intentando sacar información, ¿verdad? –le preguntó él con una sonrisa pícara.

Ella sonrió.

–Bueno, me estaba preguntando cómo pagabas el chalet… Lo siento, la clínica.

–Es muy sencillo. Es una clínica privada, pero los precios son moderados, y la mayoría de mis pacientes tienen algún seguro médico. No me interesa hacer dinero, sino cuidar a mis pacientes. Y también recibo a pacientes del sistema sanitario del estado, si me lo envía otro médico.

–Pero siempre serás el dueño de Château de la Tour, ¿aún después de que te jubiles, verdad?

–¡Exactamente! Siempre será mío.

Ella miró por la ventanilla, hacia el río que atravesaba el valle.

–Eres muy afortunado –dijo ella.

–¡Lo sé!