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Margaret Barker

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Beschreibung

Cuando la doctora Patricia Drayton se puso de parto, fue el doctor Adam Young el que la llevó al hospital, la acompañó en todo momento y, orgulloso, tomó en sus brazos a la recién nacida. ¡Y eso que se habían conocido ese mismo día! Después de que el padre del bebé la traicionara, Patricia había tomado la decisión de ocuparse de su hija por sí sola... Hasta que, seis meses después, se encontró de nuevo con Adam Young y la atracción pronto se convirtió en auténtica pasión. Para ella lo más importante era conservar la independencia, pero aquella oferta de amor y de un padre para Emma era demasiado tentadora...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Margaret Barker

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una oferta tentadora, n.º 1298 - septiembre 2016

Título original: The Pregnant Doctor

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8728-2

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

PATRICIA intentó desesperadamente cerrar el abrigo sobre el bulto. Cuando compró la voluminosa prenda, al principio de su embarazo, no creyó que llegaría a llenarla. La dependienta de la tienda, una mujer amable y maternal, insistió en que utilizaría tallas de elefante antes de dar a luz. ¡Y tenía razón!

Patricia no le había dicho que era médico y que había traído al mundo a muchos bebés. De alguna manera, ser ella la embarazada lo cambiaba todo, se sentía muy vulnerable. Toda la teoría y experiencia médica adquirida desde los dieciocho años, cuando empezó a estudiar medicina, hasta los treinta y uno, no la había preparado para sentirse como una ballena embarrancada.

Se removió en la dura silla de madera, intentando ponerse cómoda y recorrió la sala de espera con la vista.

«Bienvenidos al Consultorio Highdale», rezaba un cartel, «he aquí una relación de los servicios médicos que podemos ofrecerles».

Patricia se recostó en la silla. «¡Ofrézcanme el trabajo, es lo único que quiero!», pensó. Le resultaba raro hacer una entrevista de trabajo estando embarazada de treinta y ocho semanas. Era una suerte que el puesto de médico de cabecera fuera para el mes de abril. Si, según lo previsto, el bebé nacía en dos semanas, tendría seis meses libres antes de incorporarse al trabajo. Soltó un suspiro involuntario y se recriminó por pensar como si ya tuviera el puesto.

–¿Está bien?

–Perfectamente, gracias –replicó con una sonrisa, mirando a la persona que había a su lado.

Era un hombre muy guapo. Había estado tan ocupada intentando pasar desapercibida que no se había fijado en él. Tenía los ojos marrones y cálidos, un rostro atractivo y unas piernas larguísimas, que lo ponían muy lejos de su alcance.

¡Lejos de su alcance en todos los sentidos! Pensó que no le hubiera importado encontrarse con alguien así cuando aún no tenía responsabilidades. Era bastante pequeña, pero le habría divertido ponerse de puntillas para mirar esos ojos tan expresivos.

Hacía meses que no se divertía; desde que rompió su compromiso con la rata de hombre que la había traicionado. Patricia se removió inquieta, al recordar la duplicidad de Ben. Un día se había despertado feliz e inocente y poco después lo había pillado con…

–¿Está segura de que no quiere que le traiga algo? ¿Un vaso de agua? Parece muy… incómoda –insistió la voz profunda y aterciopelada.

Patricia pensó que debía tratar muy bien a sus pacientes. Supuso que era médico, o no estaría allí con ella y los otros dos candidatos, esperando la entrevista final. Volvió a sonreírle. Ben siempre había dicho que su rostro, delicado como el de un duende, era su mayor atractivo. Eso, al menos, no había cambiado, aunque el resto de su cuerpo pareciera un globo hinchado. Y el pelo rubio, recién cortado para ahorrarle trabajo en los meses venideros, la favorecía.

Patricia sintió un pinchazo de aprensión al pensar en el futuro. Estaba deseando tener el bebé. Aún desconocía su sexo y ya lo amaba con locura; sabía que iba a ser una de esas madres que aburrían a sus colegas con historias sobre los avances y travesuras de su niño. Pero pensar en el momento de dar a luz no le gustaba nada…

–Es muy amable, pero estoy bien, de veras –dijo rápidamente, al ver que el desconocido esperaba su respuesta, mirándola preocupado–. Y estaré aún mejor cuando acabe la entrevista.

–Como todos, ¿no? –sonrió él, desvelando unos dientes blancos y regulares.

Patricia quitó las manos de los bordes del abrigo y dejó que se abriera. Estaría orgullosa de su bebé cuando naciera y no tenía por qué ocultarlo.

–Odio las entrevistas en el mejor de los días, y este no es el mejor momento.

–Creo que eres muy valiente –dijo él, con esa voz relajante que la hacía sentirse tan bien.

–No tengo alternativa. Jane y Richard quieren tener todos los puestos adjudicados antes de abril.

–Entonces, ¿conoces a Jane y a Richard? –preguntó el doctor Guapo Ojos Marrones. Ella titubeó, no quería que pensara que había recibido un trato preferente.

–Estudié con ellos en la Facultad de Medicina de Moortown. Jane estaba en mi curso, Richard es algunos años mayor –hizo una pausa–. No te preocupes, no son el tipo de gente que hace favores a los conocidos. Elegirán a quien consideren mejor para el puesto. Además, he solicitado el trabajo a tiempo parcial con Jane, no el de jornada completa, así que…

–Doctor Adam Young –llamó la recepcionista desde el mostrador–. ¿Podría entrar ahora?

Su nuevo amigo se levantó y, tal como Patricia había imaginado, ¡era increíblemente alto! Cuando la miró desde arriba, el pelo castaño le cayó sobre la frente y, por primera vez en meses, ella sintió que un escalofrío de atracción recorría su cuerpo.

–¡Buena suerte!

–¡Gracias!

Sintió una sensación de pérdida cuando desapareció tras la puerta. Se preguntó si iniciar una conversación con la mujer que tenía enfrente, pero llevaba alianza y probablemente era su competidora. Normalmente eran las mujeres casadas, con responsabilidades familiares, quienes solicitaban puestos a tiempo parcial. En cualquier caso, la mujer dejó muy claro que no quería charlar poniéndose a ordenar los papeles de su elegante maletín de piel.

El hombre de la esquina utilizaba su teléfono móvil por enésima vez. Reorganizaba su horario con algún colega, y su voz alta y chirriante era muy molesta. Probablemente era el rival de Adam Young para el puesto de jornada completa. Si ella conseguía el trabajo, ¡tenía claro con quien preferiría trabajar!

Patricia se frotó los riñones, que llevaban doliéndole todo el día. Como solía comentarle a sus pacientes, era una molestia habitual en las últimas etapas del embarazo que solo mejoraba cuidando la postura y descansando. Había dejado su trabajo como médico de cabecera en Leeds dos semanas antes, y los últimos días habían sido agotadores; sabía que se había excedido.

Se consoló pensando que la entrevista final solo duraría unos minutos, no como la preliminar que había realizado hacía un par de meses. Pronto estaría sentada en el sofá con una taza de té, viendo las noticias en la televisión. Y se cuidaría mucho las próxima dos semanas.

Patricia se tensó al percibir que el dolor se intensificaba. Siempre había deseado que existiera algún aparato que pudiera calibrar el dolor de espalda que sufrían sus pacientes. Cuando una de ellas le decía que el dolor era muy fuerte, solía tener en cuenta el tipo de persona que era y su resistencia al dolor, antes de realizar pruebas.

Tomó una revista y la hojeó. Un artículo titulado «Familias felices» hablaba de la importancia de compartir todos los aspectos del embarazo, tanto positivos como negativos, con la pareja y de que estuviera presente durante el parto. Patricia tragó saliva. Era un consejo muy sensato… pero ella estaba sola desde la concepción, y seguiría estándolo después.

Sacó un pañuelo de papel del bolso y se sonó la nariz. No tenía sentido sentir lástima de sí misma. Había sido ella quien decidió romper el compromiso. Ben hubiera seguido adelante; pero no estaba dispuesta a permitir que se saliera con la suya después de haberla humillado.

La puerta se abrió, dando paso al atractivo hombre que le había alegrado el día.

–¿Qué tal fue? – lo miró con una sonrisa

–Es difícil decirlo –hizo una mueca–. Tendré que esperar en vilo hasta que reciba la llamada telefónica con la respuesta.

–Doctora Patricia Drayton. ¿Puede entrar ahora? –dijo la recepcionista.

Ella empezó a levantarse. Adam Young se adelantó rápidamente y le ofreció las dos manos. Las aceptó agradecida, y sintió su fuerza cuando la levantó. Durante un instante se sintió ligera como una pluma y casi atractiva, pero no del todo. El peso de su voluminoso abrigo la devolvió a la realidad.

–Gracias.

–Buenas suerte –susurró él.

Fue hacia la puerta con una mano apoyada en la zona de la espalda que más problemas le estaba causando, y sintió una cierta tristeza por perder a su nuevo amigo antes de llegar a conocerlo.

Jane y Richard hicieron todo lo posible para que se sintiera a gusto, pero la incomodidad que sentía hizo que contestara las preguntas iniciales con tensión.

–¿Te encuentras bien, Patricia? –preguntó Jane.

–Sí. Solo un poco incómoda, pero eso se solucionará en un par de semanas.

–Y estarás perfectamente en abril –asintió Richard–. Eso es lo que importa. Como sabes, la población de esta zona está aumentando rápidamente; están construyendo una urbanización para la gente que trabaja en Leeds y Moortown, y un complejo vacacional junto al río. Jane y yo aún podemos atender a los pacientes, pero en abril será otra cosa.

–Conocemos tu gran historial como médico de cabecera en Leeds –dijo Jane–. Puede que te sientas algo vulnerable, en tu avanzado estado de gestación, pero sabemos cómo eres en realidad.

–¿Cómo te organizarías en abril, si te ofreciéramos el puesto? –preguntó Richard–. Necesitamos tener la seguridad de que podrás ocuparte del bebé y atender a la mitad de los pacientes de Jane. Nosotros tenemos un bebé de cuatro meses, y sabemos lo que implica –echó una ojeada a su esposa, que lo miró con adoración.

Era obvio que seguían locamente enamorados. La habían invitado a su boda las navidades anteriores y Jane le había confiado que estaba embarazada de tres meses y que estaban encantados. Lo habían mantenido en secreto, y Patricia se sintió privilegiada por ser una de las pocas personas con las que habían compartido la noticia.

Jane y ella habían sido amigas íntimas mientras estudiaban la carrera, pero sabía que eso no iba a conseguirle el trabajo. Debía convencerlos de que tenía más que ofrecer que la otra candidata y de que podía organizarse.

–Si consigo el puesto, alquilaré una casa pequeña en Highdale, y mi hermana, que tiene dos hijos, ha accedido a cuidar del bebé mientras yo esté trabajando.

–Bueno –sonrió Jane–, eso soluciona satisfactoriamente el tema doméstico –miró a su marido, que parecía dispuesto a hacer más preguntas.

–¿Qué te llevó a dejar tu trabajo en Leeds?

–Siempre he sabido que preferiría trabajar en el campo. Como sabéis, mis raíces están aquí, en Highdale, donde aún tengo familia. Y realicé mis prácticas como médico en la clínica de Leeds; es mejor cambiar después de unos años, si no siempre te consideran la novata.

–Muy cierto –asintió Jane–. Mi padre sigue pensando que juego a los médicos aunque, en teoría, aquí soy la socia más veterana.

–Como sabes, solicité el puesto de tu padre cuando se retiró, hace diecinueve meses, pero Richard me ganó por la mano –comentó Patricia. La expresión seria de Richard se relajó.

–Lo habrías conseguido si el padre de Jane no se hubiera opuesto. Objetó que tenías intención de casarte e irte a Londres en un par de años, y Jane, a regañadientes, aceptó contratarme a mí.

–¡Y mira lo que conseguí con eso! –Jane sonrió afectuosamente a su marido. Richard se rio y después, recordando que estaba haciendo una entrevista, volvió a ponerse serio.

Patricia se recostó en la silla. Era muy extraño estar allí con dos buenos amigos intentando parecer profesional. La primera entrevista había sido muy formal, y la había asombrado su absoluta dedicación y empeño en contratar a la persona más indicada. Pero ahora empezaba a notarse la tensión que suponía mantener el papel de entrevistadores y entrevistada.

Viéndolos juntos comprendió que el matrimonio les iba muy bien. Jane había sido poco agraciada de jovencita, pero ahora resplandecía de salud y belleza interior. Tenía el pelo perfectamente cortado e iluminado con reflejos rubios. Richard seguía siendo alto, moreno y guapo; cerca de los cuarenta, había conservado la figura atlética que tanto había llamado la atención de las chicas en la Facultad de Medicina.

¡Sería maravilloso trabajar con ellos! Patricia ahogó un gemido al sentir que el dolor de espalda se agudizaba. Esa vez no lo sintió únicamente en la espalda. ¡No podía ser! Aún le faltaban dos semanas para salir de cuentas.

Inspiró profundamente, comprendiendo que el parto iba a adelantarse. Aunque fuera el caso, tenía tiempo de sobra. Las madres primerizas siempre tardaban mucho en dar a luz. Podía acabar la entrevista sin problemas. Quería una decisión justa, sin favoritismos debidos a la amistad, así que procuró que Jane y Richard no percibieran su preocupación.

–Lo sentimos mucho cuando nos enteramos de que la boda había sido cancelada –comentó Richard con tono comprensivo.

–¡Cancelada para siempre!

–¿No hay posibilidad de reconciliación? –insistió él quedamente.

–¡Ninguna! Creo firmemente que el matrimonio debe basarse en la confianza mutua, y si un miembro de la pareja destruye esa confianza, no tiene sentido seguir con la relación.

–Pareces haberlo asumido perfectamente –dijo Jane con tono tranquilizador–. Bueno, solo unas preguntas más sobre las diferencias que supondría trabajar aquí en vez de en la ciudad…

De alguna manera, Patricia consiguió responder de forma coherente y profesional. Minutos después, acabaron. Richard se puso en pie y le dio la mano.

–Te llamaremos en cuanto hayamos tomado una decisión. No te preocupes, no te haremos esperar mucho. Cuídate –le abrió la puerta y ella salió con un suspiro de alivio. Tras la primera entrevista se había sentido muy segura, pero en ese momento no sabía qué pensar. Estaba aturullada, deseando escapar, poner los pies en alto y librarse del molesto dolor.

Ansiaba respirar aire fresco y fue hacia la salida tan rápido como pudo, considerando su enorme volumen. Se dirigió hacia su coche, ralentizando el paso por momentos.

–¡Aaayy! –Patricia se paró en seco, incapaz de acallar el gemido. ¡No había duda, estaba ocurriendo!

Mientras se doblaba de dolor, vio que alguien salía del coche. Dio gracias a Dios; como un espejismo, Adam Young, su nuevo amigo, corría hacia ella. Le oyó decirle que se apoyara en él. Agradecida, siguió el consejo, con la esperanza de que pudiera soportar su enorme peso.

La llevó hacia su pequeño y elegante coche negro, y le abrió la puerta. Patricia no tenía fuerzas para discutir; se dejó caer en el asiento y miró sus ojos Su expresión de preocupación hizo que se sintiera casi humana.

–Dime cómo te encuentras de verdad –ordenó él con firmeza–. Y deja de ocultar los síntomas.

–Solo estoy de treinta y ocho semanas –inspiró con fuerza–, pero creo que tengo contracciones de parto, así que descansaré un momento para recuperar fuerzas y luego iré en mi coche al hospital de Moortown y…

–No harás nada de eso. No es seguro conducir en tu estado. Te llevaré.

–Puedo llamar a una ambulancia.

–Será más rápido que te lleve yo –el doctor Young negó con la cabeza–. No quiero que esperes más de lo estrictamente necesario.

A ella le pareció maravilloso que se preocupara tanto, no se había equivocado al pensar que era un buen médico.

–¿Quieres que llame a alguien? –preguntó él tentativamente.

–Estoy sola –replicó Patricia rápidamente–. Es… –titubeó–. Así son las cosas.

–Bueno, si estás segura… –subió al coche y arrancó–. Menos mal que estaba en el aparcamiento. Tenía algo de tiempo antes de ir al aeropuerto y decidí descansar un rato. El coche es alquilado, pero parece fiable. Lo he utilizado unos días, desde que vine de Estados Unidos. Habría alquilado uno más grande si hubiera sabido que tendría que llevar a alguien en tu estado.

–¿Sugieres que estoy demasiado gorda para un vehículo normal? –Patricia consiguió esbozar una débil sonrisa.

–Pronto estarás delgada otra vez –sus labios se curvaron–. Según mi experiencia médica, las chicas diminutas se hinchan como un globo porque el bebé ocupa demasiado espacio en el abdomen. Pero cuando dais a luz perdéis el peso mucho antes que las chicas altas, que han acumulado bolsas de grasa por todo el cuerpo.

–No necesariamente. He tratado a… ¡Ay! –Patricia se puso las manos sobre el vientre al sentir un dolor desgarrador. Automáticamente, empezó a jadear–. Creo que estoy…

–Yo también lo creo –Adam Young pisó el acelerador–, pero te llevaré al hospital tan rápido como pueda. Y si no llegamos a tiempo, no será el primer bebé que he traído al mundo en circunstancias extrañas.

Mientras recorrían las colinas, ella pensó que la situación no podía ser más extraña. Setos, muros, ovejas, árboles … todo parecía volar ante sus ojos. Sintió otra contracción y decidió regularizar su técnica respiratoria, porque no parecía estar funcionando. Instintivamente, agarró el brazo de Adam, la única persona que tenía cerca y que podía apoyarla. Cuando la contracción disminuyó, Patricia se dejó caer contra él.

–Menos mal que es un coche automático –dijo, acurrucándose contra él–. No podrías cambiar de marcha conmigo tirada encima de ti.

–¿Estás segura de que no quieres que pare y eche un vistazo a ver cómo va la cosa?

–Vamos al hospital –replicó ella rápidamente. La idea de dar a luz a un lado de la carretera le parecía muy poco atractiva. Adam retiró una mano del volante y apretó la suya.

–¡Eres una valiente! ¡Aguanta!

–No tengo más remedio, ¿no? –rio débilmente–. ¡Ahhhh…! –la contracción aumentó de intensidad y se llevó la mano de él a la cara y la presionó contra su boca, para no gritar. La reconfortó oír sus suaves murmullos de ánimo y comprensión.

–Casi hemos llegado, Patricia.

Ella se llevó su mano a la frente, y la reacción natural de él fue acariciarla. Se dejó caer aún más sobre él, agradecida.

–Ah, eso es muy agradable –murmuró, mientras él le apartaba el pelo de la frente.

De pronto, él retiró la mano y la puso en el volante para doblar la curva que daba entrada al aparcamiento del hospital. Patricia comenzó a jadear con otra contracción. Fue vagamente consciente de que la subían a una camilla. Alzó el brazo y agarró la mano de Adam.

–No me dejes, ¿vale? –pidió con pánico.

–Claro que no –tranquilizó él, apretando su mano.

Ella cerró los ojos, sabiendo que su caballero andante seguía a su lado y estaría con ella hasta el final. Recordó que ella siempre era positiva con sus pacientes, aunque tuvieran dificultades, y que les aseguraba que todo iría bien.

Intentó convencerse que ese era su caso. No podía salir mal. No sufriría ninguna de las complicaciones que había visto cuando hacía sus prácticas de tocología… Abrió los ojos y volvió a sentirse segura al ver que Adam la miraba con expresión preocupada pero tranquilizadora.

–Todo irá bien –aseveró él, como si supiera lo que le pasaba por la cabeza–. Es un hospital excelente, con personal de primera. Como sabes, la mayoría de los partos son normales. Tú y yo hemos visto las excepciones, pero con la tecnología actual, hasta esos casos salen bien.

Sintió que atravesaba unas puertas de vaivén y unos fuertes focos la iluminaban. Adam no soltó su mano, ni siquiera cuando la cambiaron de camilla.

Patricia vio el Etonox, el gas que calmaría su dolor, y lo señaló. Adam le dio la mascarilla y ella inhaló. El analgésico comenzó a hacer efecto de inmediato. Una comadrona la examinó y le dijo que estaba casi completamente dilatada.

–No tardarás en poder empujar –dijo Adam, sentado junto a ella, pasándole un paño húmedo por la frente.

Patricia sonrió débilmente, intentando recordar cuánto hacía que lo conocía. Sintió una nueva contracción y volvió a pedir la mascarilla. Todo le parecía un sueño confuso, no sabía de dónde había salido Adam y le parecía que podía desaparecer en cualquier momento. Abrió los ojos y comprobó que seguía a su lado. ¿Qué habría hecho sin él?

Empezaron a decirle que empujara y Patricia apretó la mano de Adam. Él rodeaba sus hombros con el otro brazo y se apoyó en él. Era fuerte como una roca; aunque ella se rompiera, Adam resistiría. Siempre estaría con ella, no la abandonaría nunca. Se sentía tan mareada que era difícil saber lo que estaba ocurriendo…

–¡Tienes una niña preciosa! –la comadrona le ofreció un bulto blanco. Patricia miró con asombro el pequeño milagro. Su bebé… ¡era su bebé! Estaba agotada, pero nunca se había sentido tan feliz como en ese momento.

Miró a Adam, que estaba de pie. Los focos creaban un halo alrededor de su cabeza, haciendo que pareciera uno de esos dioses del monte Olimpo sobre los que había leído en el colegio.

–¡Enhorabuena, Patricia! ¡Lo has hecho muy bien! –se inclinó hacia ella y, con una sonrisa, la besó en la mejilla. El beso, suave como el roce de una mariposa, la excitó. De repente, recordó que solo hacía unas horas que conocía a ese hombre. Pero no le importó. Se sentía como si lo conociera de toda la vida.

–Y tú has sido el padre perfecto –dijo la comadrona, recogiendo a la niña para hacerle las pruebas de rutina–. Tan sereno y eficaz con…

–No soy el padre –dijo Adam rápidamente.

–Oh, entiendo –la comadrona se sonrojó–. Bueno, ¿quieres tener a la niña en brazos un momento, o me la llevo a hacerle las pruebas?

–Me encantaría, si a su mamá no le importa –dijo Adam, sonriendo y abriendo los brazos. Patricia miró a su hija en brazos de Adam y se le hizo un nudo en la garganta. Era una imagen enternecedora–. ¡Es preciosa! –dijo Adam–. ¿Sabes cómo vas a llamarla?

–Emma, como mi madre.

–A tu madre le hará muy feliz.

–Murió cuando yo era pequeña –comentó Patricia quedamente.

–Lo siento. Pero ahora tienes a otra Emma –su voz sonó tan reconfortante que a ella le dieron ganas de llorar–. Jane y Richard acaban de llegar y te esperan en la habitación –dijo Adam–. Yo tengo que marcharme, o perderé mi avión a Estados Unidos.

–¿Tienes que irte? –ella le agarró la mano.

–Eso me temo –murmuró él–. Jane y Richard cuidarán de ti. Se inclinó hacia ella, volvió a besarla en la mejilla y se marchó.