La maja desnuda - Vicente Blasco Ibáñez - E-Book

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Vicente Blasco Ibanez

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Beschreibung

La maja desnuda es una novela publicada en el año 1906 escrita por el escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez.La novela relata la vida de un humilde hijo de herrero que se convierte en pintor de talento famoso y sus peripecias con las mujeres de su vida, que transcurre en Roma, París y Madrid. El título de la novela hace alusión al famoso cuadro del mismo título de Francisco de Goya, y la novela contiene varias escenas de las periódicas visitas del pintor al Museo del Prado.

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La atormentada vida de un famoso pintor (Mariano Renovales) que, elevándose de la nada, partiendo de los tiempos en que copiaba cuadros en el Museo del Prado se convierte en uno de los artistas más celebrados y mejor pagados del mundo.

En palabras del mismo Blasco Ibáñez: Renovales, es «simplemente la personificación del deseo humano, este pobre deseo que, en realidad, no sabe lo que quiere, voluble y eternamente insatisfecho. Cuando, por fin, obtenemos lo que deseamos, no nos parece suficiente. “Más, quiero más”, decimos. Si perdemos algo que nos vuelve la vida insoportable, de inmediato lo deseamos volver a tener como indispensable para nuestra felicidad. Así somos: pobres niños ilusos que llorábamos ayer por lo que despreciamos hoy y desearemos mañana, pobres seres engañados circulando por la vida en las alas icarianas del capricho».

Vicente Blasco Ibáñez

La maja desnuda

PRIMERA PARTE

I

Eran las once de la mañana cuando Mariano Renovales llegó al Museo del Prado. Algunos años iban transcurridos sin que el famoso pintor entrase en él. No le atraían los muertos: muy interesantes, muy dignos de respeto, bajo la gloriosa mortaja de los siglos, pero el arte marchaba por nuevos caminos y no era allí donde él podía estudiar, a la falsa luz de las claraboyas, viendo la realidad a través de otros temperamentos. Un pedazo de mar, una ladera de monte, un grupo de gente desarrapada, una cabeza expresiva, le atraían más que aquel palacio de amplias escalinatas, blancas columnas y estatuas de bronce y alabastro, solemne panteón del arte, donde titubeaban los neófitos, en la más estéril de las confusiones, sin saber qué camino seguir.

El maestro Renovales detúvose unos instantes al pie de la escalinata. Contemplaba con cierta emoción —como se contempla después de larga ausencia los lugares de la juventud— la hondonada que da acceso al palacio, con sus declives de césped fresco, adornados a trechos por débiles arbolillos. En lo alto de estos desmontes, la antigua iglesia de los Jerónimos, de gótica mampostería, marcaba sobre el espacio azul sus torres gemelas y sus arcadas ruinosas. El invernal ramaje del Retiro servia de fondo a la blanca masa del Casón. Renovales pensó en los frescos de Giordano que adornaban sus techos interiores. Después se fijó en un edificio de muros rojos y portada de piedra que cerraba el espacio pretenciosamente, en primer término, al borde de la pendiente verdosa. ¡Puá! ¡La Academia! Y el gesto despreciativo del artista encerró en una misma repugnancia la Academia de la Lengua y las demás Academias; la pintura, la literatura, todas las manifestaciones del pensamiento, amojamadas y agarrotadas, con una inmortalidad de momia, en los vendajes de la tradición, las reglas y el respeto a los precedentes.

Una ráfaga de viento helado agitó las haldas de su gabán, sus barbas luengas y algo canosas y el ancho fieltro, bajo cuyos bordes asomaban los mechones de una melena, escandalosa en su juventud, que había ido disminuyéndose con prudentes recortes, conforme ascendía el maestro, adquiriendo fama y dinero.

Renovales sintió frío en la hondonada húmeda. Era un día claro y glacial de los que tanto abundan en el invierno de Madrid. Lucía el sol; el cielo estaba azul; pero de la sierra, cubierta de nieve, llegaba un viento helado que endurecía la tierra, dándola una fragilidad de cristal. En los rincones, adonde no llegaba el fuego solar, brillaba todavía la escarcha del amanecer como una capa de azúcar. En las alfombras de musgo, los gorriones, enflaquecidos por las privaciones invernales, iban y venían con un trotecito infantil, agitando su mustio plumaje.

La escalinata del Museo recordaba al maestro su adolescencia. Aquellos peldaños los había subido muchas veces a los diez y seis años, con el estómago desfallecido por la ruin comida de la casa de huéspedes. ¡Cuántas mañanas pasadas en aquel caserón, copiando a Velázquez! Estos lugares traían a su memoria las esperanzas muertas, un cúmulo de ilusiones que ahora le hacían sonreír: recuerdos de hambre y de humillantes regateos al ganar su primer dinero con la venta de copias. Su faz adusta de gigante, su entrecejo que intimidaba a discípulos y admiradores, se aclararon con una sonrisa alegre. Recordaba sus entradas en el Museo con paso tardo, su miedo a separarse del caballete para que no reparasen en las suelas despegadas de sus botas, que se doblaban, dejando al descubierto los pies.

Pasó el vestíbulo y abrió la primera cancela de cristales. Cesaron instantáneamente los ruidos del mundo exterior: el rodar de los carruajes por el Prado, el campaneo de los tranvías, el sordo arrastre de las carretas, la chillería de los grupos infantiles que correteaban por los desmontes. Abrió la segunda cancela, y su cara, entumecida por el frio, sintió la caricia de una atmósfera tibia, cargada del inexplicable zumbido del silencio. Los pasos de los visitantes adquirían esa sonoridad de los grandes edificios inhabitados. El golpe de la cancela al cerrarse, retumbaba como un cañonazo, pasando de sala en sala al través de los recios cortinajes. Las bocas de calefacción humeaban su invisible hálito tamizado por las rejillas. Las gentes, al entrar, hablaban en tono bajo instintivamente, cual si estuvieran en una catedral: ponían un gesto compungido de recogimiento, como si les intimidasen los miles de lienzos alineados en las paredes, los bustos enormes que adornaban el círculo de la rotonda y el promedio del salón central.

Al ver a Renovales los dos porteros de largo levitón, hicieron un movimiento para ponerse de pie. No sabían quién era; pero ciertamente era alguien. Aquella cara la habían visto muchas veces, tal vez en los papeles públicos, tal vez en las cajas de cerillas; se asociaba en su mente a las glorias de la popularidad, a los altos honores reservados a los personajes. De pronto le reconocieron. ¡Hacía tantos años que no le veían por allí! Y los dos empleados, con la gorra de galón de oro en la mano y una sonrisa obsequiosa, avanzaron hacia el gran artista. «Buenos días, don Mariano». ¿Deseaba algo de ellos el señor de Renovales? ¿Quería que llamasen al señor director?… Era una obsequiosidad pegajosa, un azoramiento de cortesanos que ven entrar de pronto en su palacio a un soberano extranjero, reconociéndolo al través de su incógnito.

Renovales se libró de ellos con gesto brusco y paseó una rápida mirada por los lienzos grandes y decorativos de la rotonda, que recordaban las guerras del siglo XVII; generales de erizados bigotes y chambergo plumeado dirigiendo la batalla con un bastón corto, como si dirigiesen una orquesta; tropas de arcabuceros desapareciendo cuesta abajo con banderas al frente de aspas rojas o azules; bosques de picas surgiendo del humo; verdes praderas de Flandes en el fondo; combates sonoros e infructuosos que fueron como las últimas boqueadas de una España de influencia europea. Levantó un pesado cortinaje y entró en el enorme salón central, viendo, a la luz mate y discreta de las claraboyas, las personas que estaban en último término como diminutas figurillas.

El artista siguió adelante en línea recta. Apenas se fijaba en los cuadros, antiguos conocidos que nada nuevo podían decirle. Sus ojos buscaban a las personas, sin encontrar tampoco en ellas mayor novedad. Parecía que formaban parte de la casa y no se habían movido de allí en muchos años: padres bondadosos con un grupo de niños ante las rodillas explicándoles el argumento de los cuadros; una profesora con varias alumnas modositas y silenciosas que, obedeciendo a una orden superior, pasaban sin detenerse ante los santos ligeros de ropa; un señor que acompañaba a dos curas y hablaba a gritos para demostrar que era inteligente y se hallaba allí como en su casa; varias extranjeras con el velo recogido sobre el sombrero de paja y el gabancito al brazo, consultando el catálogo, todas con cierto aire de familia, con idénticos gestos de admiración y curiosidad, hasta el punto de hacer pensar a Renovales si serían las mismas que había visto antes, la última vez que estuvo en el Museo.

Al pasar, saludaba mentalmente a los grandes maestros. A un lado, las figuras santas del Greco, de un espiritualismo verdoso o azulado, esbeltas y ondulantes; más allá las cabezas rugosas y negruzcas de Ribera, con gestos feroces de tortura y dolor: portentosos artistas que admiraba Renovales, proponiéndose no imitarlos en nada. Después, entre la barandilla que guarda los cuadros y la fila de vitrinas, bustos y mesas de mármol sostenidas por leones dorados, tropezó con los caballetes de varios copistas. Eran muchachos de la Escuela de Bellas Artes o señoritas de pobre aspecto, con tacones gastados y sombreros de reblandecido contorno, que copiaban cuadros de Murillo. Iban marcándose sobre el lienzo el azul del manto virginal o las carnes con mantecosos bullones de los niños rizados que juguetean con el Divino Cordero. Eran encargos de personas piadosas; género de fácil salida para conventos y oratorios. El humo de los cirios, la pátina de los años, la discreta penumbra de la devoción, apagarían los colores, y algún día los ojos llorosos por la súplica, verían moverse con vida misteriosa las celestiales figuras sobre su fondo negruzco, implorando de ellas prodigios sobrenaturales.

El maestro se dirigió a la sala de Velázquez. Allí trabajaba su amigo Tekli. Su visita al Museo no tenía otro objeto que ver la copia que el pintor húngaro estaba haciendo del cuadro de las Meninas.

El día anterior, al anunciarle en su lujoso estudio la visita de este extranjero, quedó por largo rato indeciso, contemplando el nombre impreso en la tarjeta. ¡Tekli!… Y de pronto recordó a un amigo de veinte años antes, cuando él vivía en Roma; un húngaro bonachón que le admiraba sinceramente y suplía su falta de genio con una tenacidad taciturna para el trabajo, semejante a la de la bestia de labor.

Renovales vio con gusto sus ojillos azules, hundidos bajo unas cejas ralas y sedosas; su mandíbula saliente en forma de pala, que le daba gran semejanza con los monarcas austriacos; su alto cuerpo, encorvado a impulsos de la emoción, extendiendo unos brazos huesosos, largos como tentáculos, al mismo tiempo que le saludaba en italiano.

—¡Oh, maestro! ¡Caro maestro!

Se había refugiado en el profesorado, como todos los pintores faltos de fuerzas para seguir cuesta arriba, que se tienden en el surco. Renovales vio al artista oficial en su traje obscuro y correcto, sin una mota; en la mirada digna que fijaba de vez en cuando en sus botas brillantes, que parecían reflejar todo el estudio. Hasta lucía en una solapa el botón multicolor de una condecoración misteriosa. El fieltro que tenía en la mano, de una blancura de merengue, era lo único que desentonaba en este aspecto de funcionario público. Renovales le cogió las manos con sincero entusiasmo. ¡El famoso Tekli! ¡Cuánto se alegraba de verle! ¡Qué tiempos los de Roma!… Y con una sonrisa de bondadosa superioridad escuchaba el relato de sus triunfos. Era profesor de Budapest; hacía ahorros todos los años para ir a estudiar a algún museo célebre de Europa. Por fin, había podido venir a España, cumpliendo sus deseos de muchos años.

—¡Oh, Velasqués! ¡Quel maestrone, caro Mariano!…

Y echando atrás la cabeza, ponía los ojos en blanco, agitaba con expresión voluptuosa su mandíbula saliente cubierta de pelos rubios, como si estuviera paladeando un vaso del dulce Tokay de su país.

Hacía un mes que estaba en Madrid trabajando todas las mañanas en el Museo. Casi tenía terminada su copia de las Meninas. No había ido antes a ver a su caro Mariano porque deseaba enseñarle este trabajo. ¿Vendría a verle una mañana en el Prado? ¿Le daría esta prueba de amistad?… Renovales intentó resistirse. ¿Qué le importaba a él una copia? Pero había tal expresión de humilde súplica en los ojillos del húngaro, le envolvía en tantos elogios por sus grandes triunfos, detallando el gran éxito que había alcanzado su cuadro ¡Hombre al agua! en la última Exposición de Budapest, que el maestro prometió ir al Museo.

Y a los pocos días, una mañana en que excusó su asistencia un señor al que estaba pintando el retrato, Renovales se acordó de la promesa a Tekli y fue al Museo del Prado, sintiendo al entrar la misma impresión de empequeñecimiento y nostalgia que sufre un personaje al volver a la Universidad donde pasó su juventud.

Al verse en la sala de Velázquez, sintióse asaltado por un respeto religioso. Allí estaba un pintor: el pintor por antonomasia. Todas sus teorías irreverentes de odio a los muertos se quedaron más allá de la puerta. El encanto de estos lienzos, que no había visto en algunos años, surgía de nuevo, fresco, poderoso, irresistible; le avasallaba despertando sus remordimientos. Permaneció largo rato inmóvil, pasando sus ojos de un lado a otro, queriendo abarcar de golpe toda la obra del inmortal, mientras en torno de él comenzaba a sonar un zumbido de curiosidad.

—¡Renovales!… ¡Está aquí Renovales!

La noticia había partido de la puerta, extendiéndose por todo el Museo, llegando a la sala de Velázquez, detrás de sus pasos. Los grupos de curiosos dejaban de contemplar los cuadros para mirar a aquel hombretón ensimismado, que no parecía darse cuenta de la curiosidad que le rodeaba. Las señoras, yendo de un lienzo a otro, seguían con el rabillo del ojo al artista célebre, cuyo retrato habían visto tantas veces. Le encontraban más feo, más ordinario que en los grabados de los periódicos. Parecía imposible que aquel mozo de cordel tuviese talento y pintase tan bien a las mujeres. Algunos jovencillos aproximábanse para mirarle de cerca, fingiendo contemplar los mismos cuadros que el maestro. Le detallaban con la vista, fijándose en sus particularidades exteriores, con ese deseo de imitación entusiasta de los aprendices. Uno se proponía copiar su lazo de corbata y sus greñas alborotadas, con la quimérica esperanza de que esto les diese nueva inteligencia para la pintura. Otros se plañían mentalmente de ser imberbes, por no poder ostentar las barbas canas y ensortijadas del famoso maestro.

Éste, con su sensibilidad para percibir el elogio, no tardó en darse cuenta del ambiente de curiosidad que le rodeaba. Los jóvenes copistas parecían pegarse más a sus caballetes, frunciendo los ojos, dilatando la nariz, moviendo el pincel con lentitud y titubeos, sabiendo que él estaba a sus espaldas, estremeciéndose a cada paso que sonaba sobre el entarimado, con el temor y el deseo de que se dignase pasar su mirada por encima de sus hombros. Adivinaba con cierto orgullo lo que murmuraban todas las bocas al cuchichear, lo que se decían los ojos, al fijarse distraídos en los lienzos, para después mirarle a él.

—Es Renovales… El pintor Renovales.

El maestro miró un buen rato al más antiguo de los copistas: un viejo decrépito y casi ciego, con anteojos gruesos y cóncavos, que le daban el aspecto de un monstruo marino, y temblándole las manos con estremecimiento senil. Renovales le conocía. Veinticinco años antes, cuando él estudiaba en el Museo, le había visto en el mismo sitio, copiando siempre Los borrachos. Aunque cegase por completo, aunque el cuadro se perdiese, podría él rehacerlo a tientas. En aquellos tiempos se habían hablado muchas veces, pero ni remotamente podía imaginarse el pobre hombre que aquel Renovales, del que tanto se decía, era el mismo muchachuelo que en más de una ocasión le había pedido prestado un pincel, y cuyo recuerdo apenas si se conservaba en su pensamiento, momificado por la eterna imitación. Renovales pensó en la bondad del rollizo Baco y la turba de rufianes de su corte, personajes que durante medio siglo estaban alimentando la casa del copista, y creyó ver a la vieja compañera, a los hijos casados, los nietos, toda una familia sostenida por la mano trémula del anciano.

Alguien deslizó en su oído la noticia que agitaba el Museo, y el copista, levantando los hombros con cierto desprecio, separó la moribunda vista de su trabajo.

¡Conque estaba allí Renovales, el famoso Renovales! ¡Iba por fin a conocer al prodigio!…

El maestro vio fijos en él sus ojos grotescos de pescado monstruoso, con un fulgor irónico tras los gruesos cristales. ¡Farsantuelo! Ya había oído él hablar de aquel estudio con honores de palacio que tenía detrás del Retiro. Lo que a Renovales le sobraba lo había quitado a muchos como él que, faltos de protección, se habían quedado en el camino. Se hacía pagar por un lienzo miles de duros, y Velázquez trabajaba por tres pesetas al día, y Goya pintaba sus retratos por un par de onzas. Todo mentira; modernismos, audacias de una juventud falta de escrúpulos, ignorancia de los bobos que creen a los periódicos. Lo único bueno estaba allí. Y levantando otra vez los hombros con desprecio, se apagó en su mirada la irónica protesta y volvió a su milésima copia de Los borrachos.

Renovales, viendo amortiguarse la curiosidad en torno de él, entró en la pequeña sala que guarda el cuadro de las Meninas. Allí estaba Tekli, junto al lienzo famoso, que ocupa todo el fondo de la habitación, sentado ante su caballete, con el sombrerito blanco echado atrás para dejar en libertad los latidos de su frente, contraída por el tenaz empeño de la exactitud.

Al ver a Renovales se levantó con apresuramiento, dejando su paleta sobre el pedazo de hule que defendía el entarimado de las manchas de pintura. ¡Amable maestro! ¡Cómo agradecía esta visita! Y le mostraba su copia, de una minuciosa exactitud, sin el prodigioso ambiente, sin la milagrosa realidad del original. Renovales asentía con la cabeza; admiraba la paciente labor de aquel buey manso del arte, que abría sus surcos siempre iguales, con una rigidez geométrica, sin el más leve descuido, sin el menor intento de originalidad.

—¿Ti piace? —preguntaba ansioso, mirándole a los ojos para adivinar su pensamiento—. ¿E vero? ¿E vero? —repetía con la incertidumbre del niño que presiente un engaño.

Y súbitamente tranquilizado por las muestras de aprobación de Renovales, cada vez más extremadas para disfrazar su indiferencia, el húngaro le cogió ambas manos, llevándoselas al pecho.

—Sono contento, maestro… Sono contento.

No quería soltar a Renovales. Ya que había tenido la magnanimidad de venir a conocer su obra, no podía dejarle marchar. Almorzarían juntos en el hotel donde él vivía. Destaparían un frasco de Chiantti para recordar su vida de Roma; hablarían de la alegre bohemia de la juventud, de aquellos compañeros de diversas nacionalidades que se reunían en el café del Greco; unos muertos ya, los demás esparcidos por Europa y América; los menos llegados a la celebridad, la mayoría vegetando en las escuelas de su país, soñando con un cuadro definitivo y triunfador, antes del cual llegaría la muerte.

Renovales sintióse vencido por la insistencia del húngaro, el cual le cogía las manos con expresión dramática, como si fuese a morir por su negativa. ¡Vaya por el Chiantti! Almorzarían juntos, y mientras Tekli daba unos retoques a su obra, él le aguardaría paseando por el Museo, renovando sus recuerdos.

Al volver a la sala de Velázquez había disminuido la concurrencia, quedando solos los copistas, inclinados ante sus lienzos. El pintor sintió de nuevo la influencia del gran maestro. Admiró su prodigioso arte, sintiendo al mismo tiempo la intensa tristeza histórica que parecía emanar de toda su obra. ¡Infeliz don Diego! Había nacido en el período más melancólico de nuestra historia. Su sano realismo era para haber inmortalizado la forma humana en toda su bella desnudez, y el destino le deparó un período en el que las mujeres parecían tortugas asomando el busto entre la doble concha de su hueca faldamenta, y los hombres tenían una rigidez sacerdotal, irguiendo las morenas y mal lavadas cabezas sobre tétricas ropillas. Había pintado lo que había visto: el miedo y la hipocresía reflejábanse en los ojos de aquel mundo. La alegría forzada de una nación moribunda, que necesitaba para distraerse de lo monstruoso y disparatado, revelábase en los bufones, los locos y los contrahechos, inmortalizados por el pincel de don Diego. El humor hipocondríaco de una monarquía enferma de cuerpo y con el alma agarrotada por el terror del infierno, vivía en todas aquellas obras maestras, que inspiraban admiración y tristeza al mismo tiempo. ¡Lástima de tesoros artísticos derrochados en inmortalizar un período que, sin Velázquez, hubiera caído en el olvido más profundo!

Renovales pensaba también en el hombre, comparando con cierto remordimiento la vida de aquel gran pintor con la existencia principesca de los maestros modernos. ¡Oh, la munificencia de los reyes, su protección a los artistas, de la que hablaban algunos con entusiasmo volviendo la vista atrás!… Pensaba en el cachazudo don Diego y su sueldo de tres pesetas como pintor del rey, que sólo cobraba muy de tarde en tarde; en su nombre glorioso, figurando entre los de bufones y barberos en la lista del personal cortesano; en su calidad de doméstico regio, que le obligaba a aceptar el cargo de perito de materiales de albañilería para mejorar un tanto su situación; en las bajezas y humillaciones de sus últimos años para alcanzar la cruz de Santiago, negando como un delito ante el tribunal de las Ordenes que cobrase dinero por sus cuadros, afirmando con orgullo servil su calidad de criado del rey, como si ese título fuese superior a la gloria del artista… ¡Dichosos tiempos del presente; bendita revolución de la vida moderna, que dignifica al artista colocándolo bajo la protección del público, soberano impersonal que deja en libertad al creador de belleza y acaba por seguirle en sus nuevos caminos!…

Renovales salió a la galería central buscando otra de sus admiraciones. Las obras de Goya llenaban un gran espacio de ambos muros. A un lado los retratos de los reyes de la decadencia borbónica; cabezas de monarcas o de príncipes, abrumadas por la blanca peluca; ojos punzantes de mujer, rostros exangües, con los cabellos peinados en forma de torre. Los dos grandes pintores habían coincidido en su existencia con la ruina moral de dos dinastías. En el salón del gran don Diego, los reyes delgados, huesosos, rubios, de elegancia monacal y blancura linfática, con la mandíbula saliente y una expresión en los ojos de duda y temor por la salvación de sus almas. Aquí los monarcas obesos, entorpecidos por la grasa; la nariz enorme y pesada, con un fatal estiramiento, como si tirase del cerebro por misteriosa relación, paralizando sus funciones; el labio inferior grueso y caído con inercia sensual; los ojos, de una calma bovina, reflejando en su tranquila luz la indiferencia para todo lo que no tocase directamente a su egoísmo. Los Austrias, nerviosos, inquietos por una fiebre de locura, sin saber adónde ir, cabalgando sobre teatrales corceles, en obscuros paisajes, cerrados por las nevadas crestas del Guadarrama, tristes, frías y cristalizadas como el alma nacional: los Borbones, reposados, adiposos, descansando ahítos sobre sus enormes pantorrillas, sin otro pensamiento que la cacería del día siguiente o la intriga doméstica que trae revuelta a la familia, ciegos para las tormentas que truenan más allá de los Pirineos. Los unos rodeados de un mundo de imbéciles con cara brutal, de leguleyos sombríos, de infantas de rostro aniñado y faldas huecas de virgen de altar: los otros llevando, como comparsería alegre y desenfadada, un populacho vestido de alegres colores, envuelto en la capa de grana o la mantilla de blonda, coronado por la peineta o la masculina redecilla, raza que en las meriendas del Canal o en grotescas diversiones incubaba, sin saberlo, su heroísmo. El latigazo de la invasión la sacaba de su infancia de siglos. El mismo gran artista que había retratado durante muchos años la inocente inconsciencia de este pueblo de majos y majas, vistoso y alegre como un coro de opereta, lo pintaba después atacando navaja en mano, con simiesca agilidad, a los mamelucos; haciendo caer bajo sus tajos a estos centauros del Egipto, ahumados en cien batallas, o muriendo con teatral fiereza a la luz de un fanal, en las tétricas soledades de la Moncloa, fusilado por los invasores.

Renovales admiraba el ambiente trágico de este lienzo que tenía ante sus ojos. Los verdugos ocultaban sus rostros, apoyándolos en los fusiles; eran ciegos ejecutores del destino, una fuerza anónima; y frente a ellos elevábase el montón de carne palpitante y sangrienta; los muertos, con los jirones de carne arrancados por las balas, mostrando rojizos agujeros; los vivos, con los brazos en cruz, retando a los matadores en una lengua que no podían entender, o cubriéndose el rostro con las manos, como si este movimiento instintivo pudiera preservarles del plomo. Era todo un pueblo que moría para renacer. Y junto a este cuadro de horror y heroísmo veíase cabalgar, en otro cercano, al Leónidas de Zaragoza, a Palafox, con sus patillas elegantes y una arrogancia de chispero dentro del uniforme de capitán general, teniendo en su apostura cierto aspecto de caudillo de la plebe, sosteniendo en una mano enguantada de ante el corvo sable y en la otra las riendas de su caballejo corto y panzudo.

Renovales pensó que el arte es como la luz, que toma el color y el brillo de los objetos que toca. Goya había pasado por un período tempestuoso, había asistido a la resurrección del alma popular, y su pintura encerraba la vida tumultuosa, la furia heroica que en vano se buscaba en los lienzos de aquel otro genio amarrado a la monotonía de una existencia palaciega, sin otros incidentes que las noticias de guerras lejanas, faltas de entusiasmo, y cuyas victorias, tardías e inútiles, tenían la frialdad de la duda.

Volvió el pintor la espalda a las damas goyescas, de boca recogida como un capullo de rosa, vestidas de blanca batista y con la cabellera peinada en forma de turbante, para concentrar su atención en una figura desnuda que parecía dejar en la sombra los lienzos cercanos, con el esplendor luminoso de sus carnes. La contempló de cerca largo rato, inclinado sobre la barandilla, tocando casi el lienzo con el ala de su sombrero. Después fue alejándose lentamente, sin dejar de mirarla, hasta que, al fin, acabó por sentarse en una banqueta, siempre frente al cuadro, con los ojos fijos en él.

—¡La maja de Goya!… ¡La maja desnuda!…

Hablaba en voz alta, sin percatarse de ello, como si sus palabras fuesen una explosión inevitable de los pensamientos que se agolpaban en su frente y parecían pasar y repasar tras el cristal de sus ojos. Sus expresiones admirativas eran en diversos tonos, marcando una escala descendente de recuerdos.

El pintor contempló con delectación aquel cuerpo desnudo, graciosamente frágil, luminoso, como si en su interior ardiese la llama de la vida, transparentada por las carnes de nácar. Los pechos firmes, audazmente abiertos en ángulo, puntiagudos como magnolias de amor, marcaban en sus vértices los cerrados botones de un rosa pálido. Una musgosa sombra apenas perceptible entenebrecía el misterio sexual: la luz trazaba una mancha brillante en las rodillas de pulida redondez, y de nuevo volvía a extenderse el discreto sombreado hasta los pies diminutos, de finos dedos, sonrosados e infantiles.

Era la mujer pequeña, graciosa y picante; la Venus española, sin más carne que la precisa para cubrir de suaves redondeces su armazón ágil y esbelto. Los ojos ambarinos de malicioso fuego desconcertaban con su fijo mirar; la boca tenía en sus graciosas alillas el revuelo de una sonrisa eterna: en las mejillas, los codos y los pies, el tono de rosa mostraba la transparencia y el fulgor húmedo de esas conchas que abren los colores de sus entrañas en el profundo misterio del mar.

—¡La maja de Goya!… ¡La maja desnuda!…

Ya no decía estas palabras en voz alta, pero las repetían su pensamiento y su mirada: su sonrisa era como un eco de ellas.

Renovales no estaba solo. De vez en cuando se interponían entre sus ojos y el cuadro grupos de curiosos que pasaban y repasaban hablando a gritos. Un trote de pesados pies conmovía el pavimento de madera. Era mediodía, y los albañiles de las obras cercanas aprovechaban la hora del descanso para explorar aquellos salones, como si fuesen un mundo nuevo, aspirando satisfechos el tibio aire de la calefacción. Dejaban al andar huellas de yeso en el entarimado; se llamaban unos a otros para participarse su admiración ante un cuadro; mostraban impaciencia por abarcarlo todo de un golpe; se extasiaban contemplando los guerreros de luminosa armadura o los uniformes complicados de otras épocas. Los más listos servían de guía a sus compañeros, arreándolos con impaciencia. Ya habían estado allí el día anterior. ¡Adentro! ¡Aun les quedaba mucho que ver! Y corrían hacia las salas interiores con la anhelante curiosidad del que pisa tierra nueva y aguarda que lo asombroso surja ante sus pasos.

Entre este galope de la admiración sencilla pasaban también algunos grupos de señoras españolas. Todas hacían lo mismo ante la obra de Goya, como si estuvieran aleccionadas previamente. Iban de un cuadro a otro, comentando las modas de los tiempos pasados, sintiendo cierta nostalgia por las faldas de madroños y las amplias mantillas con alta peineta. De pronto poníanse serias, apretaban los labios y emprendían un paso vivo hacia el fondo de la galería. Las avisaba el instinto. Sus inquietos ojos sentíanse heridos en el rabillo por la lejana desnudez: parecían husmear a la famosa maja antes de verla y seguían adelante erguidas, con el gesto severo, lo mismo que cuando las molestaba en la calle un requiebro audaz, pasando frente al cuadro sin volver la cara, sin querer ver los lienzos inmediatos, no deteniéndose hasta la vecina sala de Murillo.

Era el odio al desnudo, la cristiana y secular abominación de la Naturaleza y la verdad, que se ponía en pie instintivamente, protestando de que se tolerasen tales horrores en un edificio público, poblado de santos, reyes y ascetas.

Renovales adoraba aquel lienzo con entusiasmo devoto, colocándolo aparte de las demás obras. Era la primera manifestación del arte libre de escrúpulos, limpio de preocupaciones, que existía en nuestra historia. ¡Tres siglos de pintura; varias generaciones de nombres gloriosos, sucediéndose con portentosa fecundidad, y hasta Goya no había osado el pincel español trazar las formas del cuerpo femenil, la divina desnudez que, en todos los pueblos, había sido la primera inspiración del arte naciente! Renovales recordaba otro desnudo, la Venus, de Velázquez, guardada en extrañas tierras. Pero aquella obra no había sido espontánea: era un encargo del monarca que, al mismo tiempo que pagaba espléndidamente a los extranjeros sus cuadros de desnudo, quiso tener un lienzo semejante de su pintor de cámara.

La presión religiosa había entenebrecido el arte durante siglos. La humana belleza asustaba a los grandes artistas, que pintaban con la cruz en el pecho y el rosario en la espada. Los cuerpos ocultábanse bajo el sayal de pesados y rígidos pliegues o el grotesco miriñaque palaciego, sin que el pintor osara adivinar lo que existía debajo de ellos, mirando al modelo como el devoto contempla el manto hueco de la Virgen, no sabiendo si encierra un cuerpo o tres barrotes, sostenes de la cabeza. La alegría de la vida era un pecado; la desnudez, obra de Dios, una abominación. En vano brillaba sobre la tierra española un sol más hermoso que el de Venecia; inútilmente se quebraba la luz sobre la tierra con mayor brillo que en Flandes; el arte español era obscuro, era seco, era sobrio, aun después de haber conocido las obras del Ticiano. El Renacimiento, que en el resto del mundo adoraba el desnudo como la obra definitiva de la Naturaleza, cubríase aquí con la capucha del fraile o los harapos del mendigo. Los paisajes luminosos eran obscuros y tétricos al pasar al lienzo; el país del sol aparecía bajo el pincel con un cielo gris y la tierra de un verde fúnebre; las cabezas eran de una gravedad monacal. El artista ponía en sus cuadros, no lo que le rodeaba, sino lo que llevaba dentro, un pedazo de su alma; y su alma estaba agarrotada por el miedo a los peligros de la vida presente y los tormentos de la futura; era negra, con la negrura de la tristeza, como si se hubiese tiznado en el hollín de las hogueras de la Fe.

Aquella mujer desnuda, con la cabeza rizosa sobre sus brazos cruzados, mostrando en tranquilo abandono la leve vegetación de sus axilas, era el despertar de un arte que había vivido aislado. El cuerpo ligero, que apenas descansaba sobre el verde diván y las almohadas de finos encajes, parecía próximo a elevarse en el aire, con el potente impulso de la resurrección.

Renovales pensaba en los dos maestros, igualmente grandes, y sin embargo, tan distintos. El uno tenía la imponente majestad de los monumentos famosos; reposado, correcto, frío, llenando el horizonte de la historia con su mole colosal, envejeciendo gloriosamente sin que los siglos abriesen la menor grieta en sus muros de mármol. Por todos lados la misma fachada noble, ordenada, tranquila, sin fantasías de capricho. Era la razón, sólida, equilibrada, ajena a los entusiasmos y los desmayos, sin apresuramientos ni fiebres. El otro era grande como una montaña, con el desorden bizarro de la Naturaleza, cubierto de tortuosas desigualdades. Por un lado el peñascal bravío y árido; más allá la cañada cubierta de matorrales floridos; abajo el jardín con perfumes y pájaros; en la cumbre la corona de nubarrones que truenan y relampaguean. Era la imaginación en carrera desenfrenada, con altos jadeantes y nuevos escapes, la frente en lo infinito y los pies sin separarse de la tierra.

La vida de don Diego cabía en dos líneas. «Había pintado». Esta era toda su biografía. Jamás en sus viajes por España e Italia sintió otra curiosidad que la de ver nuevos cuadros. En la corte del rey poeta había vegetado entre galanteos y mascaradas, tranquilo como un monje de la pintura, siempre de pie ante el lienzo y el modelo, hoy un bufón, mañana una infantita, sin otras aspiraciones que las de ascender de categoría entre los domésticos reales y coserse una cruz de paño rojo en el negro justillo. Era una alma excelsa encerrada en un cuerpo flemático que jamás le atormentó con deseos nerviosos ni alteró la calma de su trabajo con pasionales vehemencias. Al morir él, moría también, a la semana siguiente, la buena doña Juana, su esposa, buscándose los dos, como si no pudiesen permanecer separados después de su luenga peregrinación por el mundo, plácida y sin incidentes.

Goya «había vivido». Su existencia era la del artista gran señor: una agitada novela llena de misterios amorosos. Los discípulos, al entreabrir las cortinas de su estudio, veían la seda de unas faldas regias sobre las rodillas del maestro. Las lindas duquesas de la época acudían a que las pintarrajease las mejillas aquel aragonés fuerte, de áspera y varonil galantería, riendo como locas de estos retoques íntimos. Al contemplar sobre revuelta cama una divina desnudez, trasladaba al lienzo sus formas, por impulso irresistible, por imperiosa necesidad de reproducir la belleza, y la leyenda que flotaba en torno del pintor español iba colgando un nombre ilustre a todas las beldades que inmortalizaba su pincel.

Pintar sin miedo y sin preocupaciones, extasiarse reproduciendo sobre el lienzo la jugosa desnudez, el húmedo ámbar de la carne femenil con sus pálidos rosas de caracola marina, era el deseo y la envidia de Renovales: vivir como el famoso don Francisco, cual pájaro libre, de plumaje inquieto y luminoso, en medio de la monotonía del humano corral; ser, por las pasiones, por el desenfado y por los gustos, distinto de la mayoría de los hombres, ya que se diferenciaba de ellos por su modo de apreciar la vida.

Pero ¡ay!, su existencia era igual a la de don Diego: llana, monótona, tirada a cordel. Pintaba, pero no vivía; le alababan sus obras por la exactitud con que cautivaba el natural, por el brillo de la luz, el color indefinible del aire y el exterior de las cosas; pero algo le faltaba, algo que se revolvía en su interior y en vano pugnaba por saltar las bardas vulgares de la existencia diaria.

El recuerdo de la novelesca vida de Goya le hacía pensar en su propia vida. Le llamaban maestro; comprábanle a buen precio todo lo que pintaba, especialmente si era con arreglo al gusto ajeno y contra su voluntad de artista; gozaba una existencia tranquila, llena de comodidades; tenía allá, en su estudio, con honores de palacio, cuya fachada reproducían los periódicos ilustrados, una esposa que creía en su genio y una hija que casi era una mujer, y hacía tartamudear de emoción a la tropa de discípulos íntimos. De su pasada bohemia, sólo restaban en él los fieltros abollados, las barbas luengas, la alborotada cabellera y cierto descuido en el vestir; pero cuando lo exigía su posición de gloria nacional, sacaba del ropero un frac con la solapa cubierta de condecoraciones, y hacía su figura en las fiestas oficiales. Tenía miles de duros en el Banco. En el estudio, paleta en mano, conferenciaba con su agente, discutiendo la clase de papel que debía adquirir con sus ganancias del año. Su nombre no despertaba extrañeza ni repulsión en la alta sociedad, donde era de moda que las señoras fuesen retratadas por él.

Había provocado en otro tiempo escándalos y protestas por sus audacias de color y su modo revolucionario de ver la Naturaleza, pero no llevaba sobre su nombre el menor atentado a las conveniencias que hay que guardar con el público. Sus mujeres eran hembras del pueblo, pintorescas y repugnantes; no había mostrado en sus lienzos otras carnes que la sudorosa del labriego o la mantecosa del niño. Era el maestro honrado que cultiva su prodigiosa habilidad con la misma calma con que otros cuidan sus negocios.

¿Qué faltaba en su existencia?… ¡Ay!… Renovales sonreía irónicamente. Acudía de golpe a su memoria toda su vida en tumultuoso agolpamiento de recuerdos. Fijaba una vez más su mirada en aquella mujer de luminosa blancura, semejante a un ánfora de nácar, con los brazos en torno de la cabeza, los pechos enhiestos y triunfadores, los ojos puestos en él, como si le conociera muchos años, y repetía mentalmente, con expresión de amargura y desaliento:

—¡La maja de Goya!… ¡La maja desnuda!…

II

Al recordar Mariano Renovales los primeros años de su vida, su sensibilidad, siempre exquisita para las impresiones exteriores, evocaba un incesante choque de martillos. Desde que asomaba el sol hasta que la tierra comenzaba a entenebrecerse con la penumbra del crepúsculo, cantaba el hierro o gemía en el suplicio del yunque, haciendo temblar las paredes de la casa y el piso del alto cuartucho donde Mariano jugueteaba, tendido en el suelo, junto a los pies de una mujer pálida, enfermiza, de ojos graves y profundos, la cual dejaba con frecuencia su costura para besar al pequeño con repentina vehemencia, como si temiese no verle más.

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