La memoria donde ardía - Socorro Venegas - E-Book

La memoria donde ardía E-Book

Socorro Venegas

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Beschreibung

Imaginemos una niña que debe hacer un camino en busca de un padre que bebe sin coartadas. Imaginemos también una madre cuyo embarazo es ensimismamiento y hueco después del alumbramiento. Imaginemos finalmente una mujer que se diluye en una memoria entregada al amor que nunca más volverá. Socorro Venegas es una voz conmovedora, poderosa y bella, precisa. Su libro es una contracción continua para un lector agitado en medio de una infancia desubicada de niños enfermos y ciegos, niños aislados, niños que no son niños. Un vaivén a lo largo de una maternidad negada desde su gestación, de una maternidad que no lo es. Un viaje dentro de una memoria, perdida y lejana, de aquello que una vez fue lo más deseado. Un libro desgarrador, infinito, que nos habla de la música de la soledad, de la risa de la infancia acosada o de la huida de una madre que escapa dejando una cuna durante cualquier noche. "En su claridad estilística pulsa la ambigüedad, lo incierto, la fragilidad y las sutilezas entre el silencio y lo sobreentendido. Los espacios en los que se construye la literatura llamada a perdurar", Sergio González Rodríguez, Reforma "La obra narrativa de Venegas apunta a varias entre esas otras posibilidades de la escritura que cada vez se vuelven más raras y preciosas: la insistencia en lo variado y lo rico de la experiencia en el mundo, la recuperación de la intimidad, la imaginación sin trabas ni instructivos", Alberto Chimal, Excélsior "Difícil encontrar en esta época un narrador con tanto impulso poético", Agustín Cadena, La Jornada

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Socorro Venegas

Socorro Venegas, La memoria donde ardía

Primera edición digital: abril de 2019

ISBN epub: 978-84-8393-645-0

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Colección Voces / Literatura 279

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

© Socorro Venegas, 2019

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2019

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

Pertenencias

Quien ha visto vaciarse todo,

casi sabe de qué se llena todo.

Antonio Porchia

Ahí se contiene todo. La soledad, el aullido de un perro que se hunde en la arena, la blanca mole de recuerdos cristalizados. El sonido del viento, sus astillas, el anciano que acaba por regir cada acto de nuestra vida. El corazón sin su avidez. El acero puro del desamparo.

Me volví hacia Pablo: ¿También quieres que me lo lleve?, pregunté apretando contra mi pecho la vieja reproducción de una pintura de Goya. Dijo que sí. Añadió casi con cinismo: ¿Quién no es o ha sido un perro semihundido? Asentí. Quién.

No espero ninguna cortesía de nadie. No espero amabilidades del mundo. Y creo que no tengo que disculparme por eso. Me contemplo sin intención, sin interés, como si viviera para alguien ajeno. De noche, a menudo hago un recuento veloz de cosas sucedidas durante el día: un monólogo, una retahíla, ¿para quién?

De un segundo a otro, una mañana, mi marido murió. Cuando pude moverme, en esos días de duelo, puse el anuncio. Pablo me llamó para preguntar acerca de ese aviso en una revista de Compro y Vendo: «Cambio todos los muebles, enseres y accesorios de mi casa por otros». Así lo conocí. Fue el único que llamó. Pronto estuvimos frente a frente, muy serios y concentrados. Ninguno quiso saber por qué cada cual estaba dispuesto a canjear sus cosas. Quizá para no mirarnos a los ojos, comenzamos a escribir mientras hablábamos. Listas y descripciones de mobiliarios que dolían en el aire, en los huesos, en la piel.

Era bueno alejarme de mis pertenencias.

Primero fui yo a su departamento, blanco y espacioso. Corroboramos el listado, calculamos, y de una vez me dio la licuadora, un tostador y los utensilios de cocina, puso todo en una caja y afirmó, aliviado: No los uso, siempre como en la calle.

Pablo tenía muchos juguetes, casi nuevos, en uno de los dos cuartos. También una cama individual. Me advirtió, como si invocara una cláusula: Debes llevártelos. Me encogí de hombros. Él salió de la habitación, pálido, mientras yo deslizaba los dedos sobre las teclas de un pianito.

El trato era este: cada quien empacaría y arreglaría la mudanza del otro. Así evadíamos la voraz memoria de los objetos.

A veces tengo sueños. Mi muerto me visita.

Se ha ido, pienso cada mañana con asombro, al abrir los ojos y ver el blanco del techo. Minutos después, confirmo: se ha ido. Y ya no es un estilete abriendo zanjas sin fondo en mi corazón. Ha pasado. Llega la urgencia de decir: he cambiado. Rogar porque así sea. He aquí el nuevo orden de la vida: él ha muerto/yo he cambiado. Pero, porque la transformación se impuso, abrupta, cambiar duele. Era innecesario convertirme en esta afanosa solitaria.

Pablo fingía interesarse en mi televisor, contar los libros, revisarlos, encendía y apagaba el estéreo como hipnotizado por la luz roja del interruptor. Le importaba lo mismo que a mí Sony o Samsung. Le extendí la garantía, aún vigente. Simuló leerla, y a bocajarro dijo: Pareces de treinta y cinco, ¿tienes treinta y cinco? No. Acabo de cumplir veintiocho. Ah, siguió desenfadado, también envejecí de golpe. Me echan al menos cuarenta y acabo de cumplir treinta y dos. Vi las canas en sus sienes. Siguió contemplando aparatos electrónicos, jugando con interruptores a lo largo y ancho de mi casa.

Fui al espejo, con la curiosidad de alguien que espía a su vecino.

A veces despierto y no abro los ojos. Pido con todas mis fuerzas: ¿podrías volver? Me opongo a la tumba. A sus deudos. A un epitafio.

Con su muerte me sucedió algo singular: los que venían a darme consuelo me confesaban secretos. ¿Veían en mí un filtro muy ancho, por el que también sus penas podrían irse? Los escuchaba, aturdida por los misterios que guardaban, ¡era gente a la que creía conocer! Adulterios, suicidios frustrados, alguien confesó haber desconectado el oxígeno de su abuelo para que ya no sufriera: Alégrate, tu marido no se degradó en una cama de hospital, agradece que se fue rápido, considera que. Me dejaban exhausta.

Mañana viene Pablo a empacar.

Primero quise que desmantelara el clóset. Pero esto…, se interrumpió e hizo un ademán desesperado al ver la ropa, los zapatos. Se volvió hacia mí con pesar. Le dije que era como con los juguetes, tenía que llevarse todo. Suspiró y comenzó a descolgar camisas, pantalones, ¡el esmoquin! Pablo se colocó frente al espejo y se sobrepuso el saco: le quedaba enorme. Reímos. Decidí dejar que trabajara solo y salí de mi casa. Fui a vagar por ahí, entré en el cine y vi tres películas seguidas. Con los ojos entornados pasé de una sala a otra. Despacio.

No dejaba de pensar en cada cosa que Pablo estaría tocando… ¿los objetos no lo rechazarían, absoluto desconocido? Y cuando yo tomara lo suyo, ¿se quebrarían en mis manos los juguetes? Uno puede morir de desesperación si piensa en cómo un sillón sobrevive a un ser amado. Y ni hablar de cuchillos, cucharas y tenedores, no tienen límite.

Cuando regresé, el camión de mudanzas iniciaba su viaje y Pablo me esperaba. Al día siguiente me traerían sus cosas; mientras tanto, éramos dos personas con la página en blanco. Con la casa sin memoria. Yo usaría esa noche una bolsa de dormir. Nos despedimos con mucha cortesía, sin mirarnos a los ojos. Extremadamente delicados y atentos, sabíamos que lo único que teníamos para cuidar era nuestra fragilidad.

¿Podría, en verdad, decirse que alguien ha partido pronto? ¿Quién puede decir cuándo es hora?

Sin Pablo, llegaron puntualmente sus pertenencias. Saqué la reproducción del Perro semihundido. La colgué en la pared, arriba de mi cabecera. En silencio escurre el desierto sobre mí. En silencio nos sumergimos. Solos.

Un domingo invernal, en la entrada del cine, oí mi nombre. Quise saber de dónde venía esa apacible voz y miré a todos lados. Entonces supe qué contenían mis ojos al ver los de Pablo. No logramos evitarnos, fue como quedar desnudos, con nuestro miedo y nuestro frío entre la gente. El abrazo de Pablo no era de pésame. Por primera vez en muchísimo tiempo un abrazo no me suscitaba la idea de la muerte. No me obligaba a decir «gracias». En ese cerco quisimos detener el hundimiento de la criatura funesta en que nos habíamos convertido. Sin valor, sin compasión. Acaso para saldar, de una vez, el intercambio de utilería que pactamos.