La misteriosa dama - Julia Justiss - E-Book
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La misteriosa dama E-Book

Julia Justiss

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Beschreibung

Tan solo un verdadero libertino podía redimirla. Will Ransleigh, sobrino ilegítimo del conde de Swynford, estaba dotado del porte aristocrático propio de la nobleza, pero también tenía la astucia y el ingenio de un granuja de la calle. Para limpiar el buen nombre de su primo, decidió embarcarse en una misión que iba a llevarle al otro lado del continente, a un mundo de intriga internacional... y a los brazos de Elodie Lefevre, la dama de sociedad que había manchado el honor de los Ransleigh. ¿Mujer fatal, espía o dama en apuros? Su sensual hechizo le tenía cautivado, pero Will debía mantenerse alerta y lograr descubrir quién era en realidad la misteriosa madame Lefevre...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Janet Justiss. Todos los derechos reservados.

LA MISTERIOSA DAMA, Nº 48 - Diciembre 2013

Título original: The Rake to Redeem Her

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3893-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Hay veces en que un personaje secundario captura tu imaginación y se niega a soltarla, te intriga hasta tal punto que sabes que tienes que sacar a la luz el resto de su historia. Ese fue el caso de la misteriosa madame Lefevre, la mujer que, en la primera de esta serie de novelas sobre los Ransleigh, Deshonrada, entabló amistad con Max Ransleigh durante el Congreso de Viena de forma premeditada para facilitar el intento de asesinato de lord Wellington.

¿De dónde procedía madame Lefevre?, ¿qué la llevó a participar en aquella conspiración?, ¿qué fue de ella después? Conforme fui explorando las respuestas a esas preguntas, descubrí a una mujer única y fascinante, una emigrante francesa cuya familia quedó destruida por la Revolución, una superviviente arrastrada por las turbulentas fuerzas históricas que catapultaron a Francia, en una sola generación, de una monarquía a una república y a un imperio y vuelta a empezar. Elodie no confía en nadie ni espera nada de la vida, las duras circunstancias que le ha tocado vivir le han enseñado a valerse por sí misma.

La cuestión era con quién emparejar a un personaje femenino tan ingenioso y decidido, y, aunque en un principio tenía pensada otra historia para él, solo había un hombre que pudiera estar a su altura: Will Ransleigh, el primo ilegítimo de Max. Al quedar desamparado en los bajos fondos de Londres tras la muerte de su madre; la hija de un clérigo a la que el tío de Max había seducido y abandonado, Will se las ingenió para sobrevivir en las calles hasta que, al cabo de seis años, el padre de Max lo sacó de allí, lo llevó a su finca campestre, y les ordenó a Max y a sus primos que convirtieran a aquella «rata de cloaca» en todo un Ransleigh.

¡Espero que disfrutéis de la historia de Will y Elodie!

Me encanta estar en contacto con mis lectores. En mi página web, www.juliajustiss.com, encontraréis fragmentos de mis novelas, noticias, e información extra sobre mis libros. También estoy en Facebook (www.facebook.com/juliajustiss), y en Twitter (@juliajustiss).

Capítulo 1

Barton Abbey, finales de la primavera de 1816

–Apuesto a que yo podría encontrarla –afirmó Will Ransleigh, furioso con la mujer que había destruido la carrera diplomática de su primo Max, antes de aceptar la copa de brandy que le entregó su anfitrión.

–Bienvenido a Inglaterra –Alastair Ransleigh alzó su propia copa en un brindis antes de indicarle que se sentara en una butaca–. Dios me libre de apostar contra Will el Jugador, ganador de todos los juegos de azar habidos y por haber, pero no sé por qué estás tan convencido de poder encontrarla. Ten en cuenta que Max no lo ha logrado ni con todos los contactos oficiales que tiene.

–Los oficiales nunca han sido santo de mi devoción. Años atrás me habrían deportado por robar una hogaza de pan para mí y mis hambrientos compañeros.

–Estás tan reformado, que a veces se me olvida que en otros tiempos fuiste carne de patíbulo –comentó Alastair, sonriente–. Pero la verdad, ¿dónde más cabría buscar a esa mujer? Madame Lefevre era prima y anfitriona de Thierry St Arnaud, uno de los principales ayudantes del príncipe Talleyrand dentro de la delegación francesa en el Congreso de Viena. Se trata de una familia de rancio abolengo y muy conocida, por mucho que resultaran ser bonapartistas.

–Sí, pero son los miembros de la servidumbre los que realmente están enterados de todo lo que sucede. Criados, mayordomos, cocineros, lacayos, empleados de hoteles, personal del palacio de Hoffburg, taberneros y posaderos... Me valdré de ellos para rastrear a madame Lefevre.

–Cuando fui a visitar a Max a los establos de su esposa, me aseguró que allí se siente feliz y realizado –Alastair soltó una carcajada antes de añadir–: Llegó a decirme que domar caballos es como la diplomacia, ya que hay que usar la persuasión en vez de la coacción; según él, la diferencia estriba en que los caballos no mienten y tienen poca memoria, así que no te recriminan tus errores.

–No me extraña que intente restarle importancia al asunto, pero todos... tú, Dom, yo... sabíamos desde jóvenes que estaba destinado a ser uno de los políticos más prominentes de toda Inglaterra, que incluso podría llegar a ser Primer Ministro. ¿De verdad crees que, si pudiera elegir, preferiría adiestrar caballos a una brillante carrera en el gobierno? ¡Lo dudo mucho!

–Yo también tenía mis dudas al principio. Me costaba creer que Max, que jamás mostraba interés alguno en una mujer que no fuera hermosa y distinguida, estuviera felizmente casado con una pueblerina insignificante que prefiere rusticarse en Kent a vivir entre la alta sociedad londinense, pero Caro acabó por gustarme. Por mucho que me cueste admitirlo, monta mejor que yo, y los caballos que cría en su granja son ejemplares de primera. Me parece una mujer impresionante, y eso es mucho decir teniendo en cuenta la mala opinión que me merece el género femenino –se quedó callado, y en su rostro relampagueó una profunda desolación.

Al ver su expresión, Will se dio cuenta de que su primo aún no había olvidado a su antigua prometida, que le había hecho añicos el corazón al romper el compromiso de matrimonio. Deseó de nuevo que aquella mujer ardiera en los fuegos del infierno, y su furia se avivó aún más contra la última fémina que le había hecho daño a uno de sus primos.

–La mera idea es una ridiculez. ¿Max, involucrado en una conspiración para asesinar a Wellington? El valor que demostró en Waterloo debería bastar para ponerle fin a semejante sandez.

–La dura realidad es que el intento de asesinato de Viena puso en evidencia tanto a los franceses, que en ese momento negociaban como aliados, como a nuestras fuerzas, que no detectaron lo que sucedía. Ahora que Bonaparte está exiliado en Santa Elena de forma definitiva, ninguno de los dos bandos quiere desenterrar viejos escándalos.

–¿Qué me dices de su padre?, ¿no ha podido hacer nada por él? Hace años que poco menos que dirige la Cámara de los Lores.

–El conde de Swynford prefirió no abogar por su hijo para evitar arriesgar aún más su prestigio político, que ya se había debilitado por el «lapsus de juicio» de Max –le contestó Alastair con sequedad.

–De modo que le abandonó, ¿verdad? ¡Qué canalla! –Will añadió un vívido improperio, vestigio de sus años en las calles de Londres–. Qué típico de mi querido tío, no permitir que las necesidades de su familia obstaculicen sus aspiraciones políticas. Consigue que me alegre de ser ilegítimo.

–No sé quién orquestó lo de Viena, pero quienquiera que fuese es muy listo. No hay método más infalible para captar la atención de Max que ponerle delante una indefensa damisela en apuros.

–Sí, siempre ha tenido tendencia a querer auxiliar a los pobres y a los oprimidos, su comportamiento conmigo es buena muestra de ello. Tenemos que traer a madame Lefevre a Inglaterra para que testifique la verdad; que se inventó una lacrimógena historia para que Max se retrasara y Wellington tuviera que esperarle, solo y vulnerable a un posible ataque. Estoy convencido de que eso le libraría de toda culpa, ya que ningún hombre que se considere un caballero rechazaría ayudar a una dama en apuros. Tampoco encontró ni rastro de St Arnaud cuando estuvo en Viena, ¿verdad?

–No, parece ser que ha emigrado a las Américas. No se sabe si madame Lefevre se fue con él. Si estás decidido a buscarla, no va a resultarte nada fácil. El intento de asesinato fue hace más de un año.

–Estamos hablando de una agresión al hombre que lideró a toda Europa contra Napoleón, seguro que la gente la recordará –al ver que su primo abría la boca como para decir algo, pero que volvía a cerrarla, se limitó a preguntarle–: ¿Qué?

–No te enfades conmigo por preguntártelo, pero ¿puedes permitirte embarcarte en una misión así? El dinero que vas a conseguir por la venta te durará un tiempo, pero ¿no sería mejor que buscaras una ocupación en vez de poner rumbo al continente? A menos que... ¿Ha cumplido el conde con su obligación?, ¿te ha ofrecido...?

–No, no lo ha hecho. No me digas que realmente creías que nuestro tío iba a concederme una asignación.

–Cuando conseguiste reunir el dinero suficiente para adquirir un nombramiento, prometió que, si demostrabas tu valía en el ejército, te asignaría el dinero necesario para que vivieras como corresponde a un Ransleigh.

Will se echó a reír antes de contestar.

–Supongo que esperaba que me mataran o me expulsaran. Y no, no pienso acudir a él con la gorra en la mano para recordarle su promesa, así que no pierdas el tiempo intentando hacerme cambiar de opinión.

–En ese caso, ¿qué es lo que piensas hacer?

–Tengo varias opciones en mente, pero, antes de llevarlas a cabo, me he propuesto conseguir que Max recupere su antiguo puesto. Tengo suficiente dinero para el viaje, y con lo que me sobre me bastará para untar las manos adecuadas en caso de que sea necesario.

–Iré contigo, los granujas de los Ransleigh debemos apoyarnos siempre.

–No, no vas a venir... Espera, Alastair, deja que me explique. Si precisara que un húsar cabalgara a mi lado hacia una batalla, sable en mano, te elegiría a ti sin dudarlo, pero no eres la persona adecuada para acompañarme en este viaje –lo miró de arriba abajo, y añadió sonriente–: Tu voz, tu porte, e incluso tus andares revelan que eres Alastair Ransleigh de Barton Abbey, sobrino de un conde y adinerado dueño de una extensa propiedad. En este viaje debo pasar desapercibido, y las ratas callejeras te descubrirían en un abrir y cerrar de ojos.

–Tú también eres sobrino de un conde.

–Sí, pero el hecho de que mi querido padre abandonara a mi madre, soltera y embarazada, en los bajos fondos de Londres, me dio la oportunidad de aprender a sobrevivir durante seis años. Sé cómo actúan los ladrones, los fulleros y los matones.

–Pero estamos hablando de ladrones, fulleros y matones austríacos, y tú no hablas alemán –adujo su primo.

–La pillería existe en todas partes, y te sorprenderías con mis muchos y variados talentos; después de Waterloo, el ejército me encomendó distintas tareas, no creas que se conformaron con velar por la recuperación de Dom en el hospital.

–Ya está curado, ¿verdad? ¿Se ha...? ¿Se ha recuperado?

Dominick el Dandy, el cuarto de los primos conocidos como «los granujas de los Ransleigh», había sido el hombre más guapo del regimiento, el mejor como jinete y cazador, el que tenía mejor puntería y más triunfaba entre las damas, pero Waterloo le había dejado con el rostro marcado por cicatrices, un brazo amputado, y las facultades físicas mermadas.

–Aún no –le contestó Will, mientras recordaba la desolación que había visto reflejada en el único ojo que le quedaba a su primo. Estaba claro que Dom iba a tener que aceptar mucho más que las heridas físicas–. En cuanto le traje de vuelta a Inglaterra me dijo que estaba harto de que le cuidara como si fuera un bebé y me dio la patada, así que no hay nada que me impida partir hacia Viena.

–Insisto en que no me gusta que vayas tú solo. Según Max, las autoridades de Viena estaban en contra de que él investigara el asunto. No van a ayudarte en nada, incluso podría ser peligroso para ti.

–¡Ja! –Will se levantó y empezó a pasearse por la sala, y tras unos segundos se volvió a mirarle de nuevo y le preguntó con sequedad–: ¿Recuerdas el primer verano que pasamos todos juntos en Swynford Court? El abogado que me encontró en los bajos fondos acababa de entregarme al conde, y este, tras tener la certeza de que en verdad era el hijo de su hermano, me dejó sin más en su finca campestre tras ordenaros a Max, Dom y a ti que os asegurarais de hacer de mí un hombre de provecho si no queríais sufrir su ira. En aquel entonces yo era bastante... desagradable.

Alastair se echó a reír.

–¡Qué forma tan sutil de decirlo! Eras arisco, estabas mugriento, e insultabas a todo el que se cruzaba contigo con una jerga que apenas lográbamos entender.

–Al cabo de dos semanas, Dom y tú estabais dispuestos a ahogarme en el lago, pero Max no se rindió. Una noche me pilló a solas en los establos y, aunque intenté todos los trucos sucios que sabía, me dio una paliza. Después, con toda la tranquilidad del mundo, me dijo que mi actitud tenía que cambiar, que era su primo y un Ransleigh, y que contaba con que aprendiera a comportarme como tal. No se lo puse nada fácil, pero él siguió aguijoneándome, persuadiéndome, persistiendo con la tenacidad del agua que gotea sobre una piedra, hasta que al final me convenció de que llegar a ser algo más que el jefe de un puñado de ladrones podía tener sus ventajas. Él sabía que, a pesar de nuestros lazos de sangre, el conde me mandaría de vuelta a las calles si no me encontraba cambiado a su regreso a finales de verano.

Fijó la mirada en la ventana que había detrás de su primo, pero lo que vio no fueron los verdes pastos de Barton Abbey, sino los estrechos y ruidosos callejones de los bajos fondos londinenses.

–De haber regresado allí, creo que a estas alturas ya estaría muerto, así que estoy en deuda con Max. Le debo mi vida, haberme dado los amigos y primos más leales y queridos que uno podría desear. Juro por mi honor que no voy a retomar mi propia vida hasta que no consiga restaurar su buen nombre, hasta que él tenga la opción de convertirse, si realmente lo desea, en el gran líder político que todos sabemos que debería ser.

Alastair lo contempló unos segundos en silencio antes de decir:

–De acuerdo, pero quiero que me avises si puedo ayudar en algo. Si Max no se hubiera encargado de que Dom y tú me cubrierais las espaldas en el ejército, no sé si habría sobrevivido. Después de que Di... –se interrumpió de golpe al darse cuenta de que iba a pronunciar el nombre prohibido–. En fin, baste decir que durante meses me dio igual vivir o morir.

Aunque había veces en que Will tenía la impresión de que a Alistair seguía dándole todo igual, se limitó a contestar:

–Puede que necesite algo de ayuda oficial cuando llegue el momento de traer a esa mujer a Inglaterra.

–Es posible que se niegue a venir. Si se demuestra que es una espía, le espera el patíbulo.

–Digamos que puedo llegar a ser muy persuasivo.

Su primo se echó a reír, y comentó sonriente:

–Prefiero no saber nada a ese respecto. ¿Cuándo piensas partir?

–Mañana.

–¡Pero si acabas de regresar! Mamá espera que te quedes una semana como mínimo, y seguro que Max querrá verte.

–Tu madre está siendo cortés, y Max intentaría disuadirme. Es mejor que no le vea hasta... después. Si te pregunta por mí, dile que el ejército me ha asignado una tarea en el continente. En cualquier caso, tienes razón, ya ha pasado más de un año y no tiene sentido dejar que los recuerdos se desvanezcan aún más.

–Mantenme informado, ir a rescatarte podría requerir un tiempo.

–De lo único que podrías tener que rescatarme esta noche es de un exceso de brandy, aunque, teniendo en cuenta lo escaso que estás siendo hasta el momento, me parece improbable.

Alastair se echó a reír, alcanzó la botella y volvió a llenar las dos copas antes de exclamar:

–¡Vivan los granujas de los Ransleigh!

–Por los granujas de los Ransleigh –dijo Will, mientras alzaba su copa a modo de brindis.

Capítulo 2

Viena, Austria, seis semanas después

Elodie Lefevre movió la silla hasta que quedó bañada por la luz vespertina que entraba por la ventana antes de seguir bordando. Saboreó el suave aroma de los narcisos que había plantado el otoño pasado en el jardincito y la dulce fragancia de las violetas, y dejó de bordar por un momento mientras aquella calma y aquella belleza le inundaban el alma y aliviaban la ansiedad que acechaba siempre bajo la superficie.

Tenía previsto terminar aquella misma tarde aquella remesa de bordados, y Clara llegaría después con la cena, una nueva remesa y el pago por el trabajo completado.

Había logrado sobrevivir contra todo pronóstico. A pesar de la imperiosa necesidad que la carcomía por dentro de regresar cuanto antes a París, debía ser paciente y seguir trabajando para que sus ahorros siguieran aumentando poco a poco, y quizás para finales de año ya tendría bastante para regresar y buscar a Philippe.

La atenazó una profunda nostalgia mientras acariciaba mentalmente aquella imagen tan querida... la frente cubierta de rizos negros, los ojos llenos de curiosidad e inteligencia, la energía que irradiaba. Ni siquiera sabía si él aún estaba en París, y se preguntó cuánto habría cambiado en los cerca de dieciocho meses que llevaba sin verle.

¿La reconocería al verla? Se miró en el espejo que tenía enfrente. Ni que decir tenía que estaba más delgada tras su larga convalecencia, pero, exceptuando los dedos torcidos, la mayoría de lesiones estaban fuera de la vista. Sus ojos azules estaban un poco ensombrecidos y las largas horas de enclaustramiento le habían arrebatado brillo a los reflejos dorados que el sol había pintado en su pelo castaño tiempo atrás, pero aparte de eso se veía casi igual que antes.

De repente, algo... ¿un ligero soplo de aire, un destello de luz? captó su atención, y se puso alerta de golpe. Permaneció inmóvil mientras buscaba con la mirada, y al final encontró la causa de su inquietud: un movimiento casi imperceptible en la esquina superior del espejo, donde se reflejaban su propia imagen y la ventana adyacente, que daba al jardincito.

Movió la cabeza un poco hacia la derecha con la respiración contenida, y vio a un hombre observándola desde el estrecho balcón que había junto a la ventana. Estaba oculto casi por completo tras la pared y las enredaderas, solo alcanzaba a ver sus ojos y la parte superior de su cabeza. Si no hubiera mirado por casualidad hacia el espejo cuando lo había hecho, no le habría visto moverse.

A juzgar por la elevación de su cabeza, debía de ser bastante alto, y el hecho de que hubiera escalado por la pared con tanto sigilo indicaba que también era ágil. La minúscula parte de él que estaba visible no le permitía saber si era delgado o corpulento, y tampoco tenía ni idea de si estaba armado y, de ser así, con qué.

En todo caso, saber esos detalles no le habría servido de nada, porque lo único que tenía a mano para defenderse eran sus tijeras de costura. La pistola estaba en un bolsito, en el armario de su habitación, y el cuchillo en el cajón de la mesita de noche.

Al ver que iban pasando los segundos y el desconocido permanecía inmóvil, empezó a relajarse un poco. La brillante luz vespertina le permitía ver con claridad que estaba sola, y si su intención fuera atacarla seguro que ya lo habría hecho.

¿Quién podría ser? No se trataba de uno de los hombres que habían estado vigilando desde la esquina desde que Clara la había llevado a aquella casa de alquiler. Nadie había vuelto a molestarla desde el frustrado intento de asesinato. Ella no era más que un pececito insignificante y herido que carecía de interés, en especial desde que el exilio de Napoleón en Santa Elena había puesto punto y final al sueño de crear un imperio francés.

Elodie mantuvo la mirada en el espejo mientras iban pasando los segundos. Aunque estaba casi segura de que el desconocido no tenía intención de atacarla, los nervios y una furia creciente la impulsaron a hablar.

–Si no va a dispararme, monsieur, le aconsejo que entre y me diga qué es lo que desea.

Los ojos que la observaban reflejaron sorpresa, y el desconocido entró con un fluido movimiento y la saludó con una ostentosa reverencia.

–¿Madame Lefevre, supongo? –le preguntó, antes de erguirse ante ella.

Elodie contuvo el aliento ante la fuerza y la masculinidad que emanaban de él. No sabía cómo iba a poder defenderse en caso de que tuviera intención de lastimarla.

Debía de ser inglés. Ningunos otros se movían con tanta arrogancia, como si fueran los dueños del mundo entero por derecho propio. Se cernía sobre ella, alto y esbelto, y la facilidad con la que había subido hasta el balcón y había entrado por la ventana revelaba la fuerza de la dura musculatura de sus brazos y sus hombros.

Su atuendo era común y corriente. Vestía un abrigo ancho y pantalones y botas, como cualquiera de los comerciantes y vendedores de aquella vasta ciudad, pero su rostro, un rostro de mandíbula angular, pómulos cincelados, nariz un poco torcida, boca sensual e impactantes ojos color turquesa, lograría captar la atención de cualquier mujer que lo mirara; de hecho, ella misma se había quedado tan encandilada, que por un momento se le olvidó que aquel hombre podía suponer un peligro potencial.

En condiciones normales se habría sentido mortificada cuando él sonrió al ver cómo lo observaba, pero de repente la embargó una súbita sensación de déjà vu.

–Me resulta familiar, ¿le conozco de algo?

Él dejó de sonreír y su mirada se tornó gélida.

–No, madame. A mí no, pero tengo entendido que al que sí que conoce es a un pariente mío, Max Ransleigh.

Max tenía una estatura y una constitución física similares a las del recién llegado, un espeso pelo rubio ondulado, ojos de un azul cristalino, y un aire de autoridad templado por una bondad y una cortesía que en aquel entonces la habían conmovido... y que en ese momento la llenaron de nuevo de remordimiento al recordarle.

El sol vespertino teñía de reflejos cobrizos el pelo del desconocido y sus ojos no eran azul claro, sino del tono del Mediterráneo ante la costa de Saint Tropez, pero por lo demás los dos hombres eran muy parecidos.

–¿Es usted su hermano?

–Su primo, Will Ransleigh.

–¿Cómo está Max? Espero que bien. Lamenté de veras el perjuicio que le causé. Como Napoleón escapó de Elba poco después de lo sucedido en Viena, tuve la esperanza de que su posición no se viera demasiado afectada.

Al ver que la miraba con sarcasmo, el fugaz deslumbramiento que la tenía en sus garras se desvaneció de golpe y se puso alerta de nuevo. Aquel hombre no tenía buenas intenciones.

–Lamento informarle que sus tiernas esperanzas no se vieron cumplidas, madame. Usted es prima de un diplomático, así que sin duda es consciente de que el suceso que enredó a Max en el intento de asesinato de su comandante echó al traste su carrera. Se le retiró de su puesto con deshonor, y no tuvo ocasión de redimirse hasta que estalló la guerra y demostró su valía en el campo de batalla.

–Tengo entendido que Waterloo fue una terrible carnicería.

–Sí, pero ni siquiera su valor le bastó para restaurar su carrera, que quedó destrozada por culpa de la amistad que mantuvo con usted.

–Lo lamento mucho –aunque lo dijo con sinceridad, sabía que, de poder volver atrás en el tiempo, volvería a actuar de igual forma. Había demasiado en juego.

Su furia resurgió con fuerza. Furia contra los hombres, que utilizaban a las mujeres a su antojo; furia por la indefensión de las mujeres en los tejemanejes con los que ellos se entretenían. Le daba igual que aquel hombre no la creyera, no iba a darle la satisfacción de protestar.

Al ver que guardaba silencio, él añadió:

–En ese caso, la complacerá saber que voy a ofrecerle la oportunidad de subsanar su error –indicó con la mano la pequeña sala, la raída alfombra y los avejentados muebles, y añadió–: Como no parece estar prosperando demasiado aquí, no veo razón alguna que pueda inducirla a negarse a partir hacia Inglaterra de inmediato.

–¿Qué dice?, ¿por qué habría de viajar yo hasta allí?

–Voy a acompañarla a Londres; una vez allí, iremos al Ministerio de Asuntos Exteriores, donde usted explicará cómo enredó a mi primo en toda esta trama, cómo le manipuló sabiendo que él haría lo que cualquier otro caballero en su lugar. Quiero que demuestre que la culpa de no descubrir de antemano lo del intento de asesinato no recae sobre Max, sino sobre los servicios de inteligencia, que son los que tienen la tarea de averiguar ese tipo de cosas.

Elodie sopesó sus opciones mientras pensaba a toda velocidad. Por mucho que pudiera parecer una locura, sus esperanzas resurgieron con fuerza al darse cuenta de que ir a Londres con aquel hombre, que al parecer tenía los medios para ello, la acercaría más a París... y de inmediato, no en otoño ni el año próximo, que era lo máximo a lo que podía aspirar con la lentitud con la que aumentaban sus ahorros.

Aun así, a pesar de que el rey Luis ocupaba el trono y se había declarado la paz entre ambas naciones de forma oficial, seguía siendo vulnerable por el hecho de ser ciudadana francesa. Si testificaba y admitía haber participado en el intento de asesinato de lord Wellington, gran héroe de Inglaterra, salvador de Europa y vencedor en Waterloo, podían encarcelarla o incluso ejecutarla.

Tenía que escapar durante el trayecto. Lo más probable era que Ransleigh optara por viajar por mar, así que escabullirse antes de llegar a Inglaterra le resultaría muy difícil. Bueno, a menos que...

–Iré con usted, pero solo si nos detenemos antes en París.

París, una ciudad que conocía como la palma de su mano; París, donde le bastaría con que él se descuidara por un instante para internarse en un laberinto de callejuelas medievales tan denso y ensortijado que sería imposible seguirle la pista.

París, donde podría empezar a buscar a Philippe tras un tiempo prudencial.

Él miró a su alrededor con deliberada teatralidad, su expresión revelaba que no le había pasado por alto que ella ni siquiera contaba con un criado o una doncella que pudieran ayudarla.

–Me parece que no está en situación de exigir nada, y no tengo interés alguno en visitar París.

–Craso error, monsieur Ransleigh. Es una ciudad muy hermosa.

–Muy cierto, pero eso no me importa en este momento.

–Puede que a usted no, pero a mí sí. Me niego a acompañarle a Inglaterra si no vamos antes a París.

Su mirada se oscureció y le dijo amenazante:

–Podría llevarla a la fuerza.

–Sí, supongo que podría narcotizarme y subirme, atada y amordazada, a bordo de un barco en Trieste a escondidas, pero no logrará que testifique ante las autoridades londinenses si no deseo hacerlo.

Vio la furia que relampagueó en aquellos ojos azules y cómo tensaba la mandíbula. Si era cierto que la carrera de su primo había quedado hecha trizas por su culpa, era comprensible que estuviera enfadado, pero ella no había tenido más opción que involucrar a Max en la trama.

–Podría limitarme a asesinarla ahora mismo –murmuró, antes de dar un paso hacia ella y de rodearle el cuello con las manos–. Su vida a cambio de la vida que destrozó.

Ella se quedó helada, el corazón le martilleaba en el pecho. ¿Iba a terminar todo así, sin más, después de todo por lo que había pasado? Las manos cálidas que rodeaban su frío cuello eran grandes y fuertes, les bastaría con un rápido movimiento para acabar con todo.

A pesar de la amenazante acción, conforme iban pasando los segundos y aquellos dedos seguían alrededor de su cuello, supo de forma instintiva que en realidad él no tenía intención de lastimarla. Cuando el miedo disminuyó hasta llegar a un nivel manejable, le agarró las manos con una calma que distaba mucho de sentir, y sintió un alivio enorme al ver que él permitía que se las apartara del cuello.

–Primero París y después Londres. Esperaré en el jardín a que tome una decisión, monsieur Ransleigh.

El corazón le latía con tanta fuerza que estaba un poco aturdida, pero se obligó a levantarse y a salir de la sala sin prisa. Por nada del mundo quería que él se diera cuenta de lo vulnerable que se sentía, ningún hombre volvería a atemorizarla nunca más.

¿Por qué habrían de hacerlo?, ya no tenía nada que perder.

Cuando estuvo fuera de su vista, se aferró a la barandilla para no caerse mientras bajaba por la escalera. Salió a toda prisa por la puerta trasera y se acercó medio trastabillando al banco que había en el centro del jardín. Agarró el borde con dedos trémulos, se sentó de golpe y tomó una bocanada de aquel aire perfumado por los narcisos.

Will permaneció en tensión mientras Elodie Lefevre cruzaba la sala con serena elegancia y desaparecía escalera abajo. Por los clavos de Cristo, no se parecía en nada a la mujer que se había imaginado.

Había viajado a Viena esperando encontrar a una seductora sirena, a una mujer que se valía de su belleza para engatusar a los hombres mientras interpretaba el papel de inocente asustada. Al fin y al cabo, esa era la treta que había usado con Max, para quien proteger a una mujer era un deber que llevaba grabado en el alma.

No había duda de que Elodie Lefevre era una mujer atractiva, pero la suya era una belleza serena. Según tenía entendido, solía vestir con sobriedad y procuraba mantenerse siempre en un segundo plano, así que probablemente no había llamado demasiado la atención entre las hermosas aristócratas que vestían a la última moda y revoloteaban como exóticas mariposas por los bailes y salones del Congreso de Viena.

También estaba claro que era una mujer valiente, porque, aparte de inhalar con fuerza en un primer momento cuando él le había rodeado el cuello con las manos, no había dado muestra alguna de alarma.

Ni que decir tenía que en realidad no tenía intención alguna de lastimarla, pero esperaba que con mostrarle su enfado y amenazarla bastara para que se amedrentara y capitulara antes de que pudiera llegar alguien a ayudarla... si es que tenía a quien acudir, claro.

Miró ceñudo a su alrededor. Había pasado un mes rastreándola con paciencia, pero, conforme había ido avanzando la búsqueda, habían ido acrecentándose tanto su desconcierto como la curiosidad que sentía por la mujer que acababa de bajar al jardín con toda la calma del mundo, como si desconocidos irrumpieran en su casa y la amenazaran a diario.

A lo mejor sí que era algo cotidiano para ella, porque hasta que no le había confirmado su identidad estaba casi convencido de que la mujer que había localizado no podía ser la Elodie Lefevre a la que buscaba.

No entendía cómo era posible que la prima de un adinerado diplomático estuviera viviendo en una casucha de una barriada en decadencia de Viena, ni por qué vivía allí sola y, según la información que le había facilitado la casera, ni siquiera tenía una doncella, ni por qué parecía ganarse la vida bordando para una modista de moda, una modista a la que ella misma, la anfitriona de uno de los diplomáticos más bien situados del Congreso de Viena, tendría que acudir como clienta.

Había ido encajando cada pequeño dato que había recabado gracias a doncellas, porteros, directores de hotel, vendedores ambulantes, modistas, comerciantes y vendedores de telas, y, por muy desconcertante que fuera, aquella información incontestable le había llevado desde la elegante suite de hotel en la que ella había hecho de anfitriona de St Arnaud hasta aquella modesta vivienda situada en un callejón de Viena.

El propio St Arnaud había desaparecido la noche del fallido intento de asesinato. Era incomprensible que alguien lo bastante inteligente como para urdir semejante plan hubiera sido tan descuidado a la hora de proteger a su propia prima.

Tampoco entendía cómo se las había ingeniado ella para notar su presencia en el balcón, porque estaba convencido de no haber hecho ruido alguno mientras escalaba por la pared desde el jardín hasta el borde exterior de la ventana. O ella tenía un sexto sentido increíble, o él estaba en baja forma, y la segunda opción le parecía muy improbable.

El hecho de que fuera tan perceptiva le había impresionado aún más que su valor, y había despertado en él una admiración indeseada... tan indeseada como la reacción que había tenido al rodearle el cuello con las manos.

Al sentir la suavidad de su piel, al notar el suave aroma a lavanda que desprendía su cuerpo, le había recorrido una oleada de deseo tan intensa y fuerte como el pulso acelerado que había notado bajo los pulgares en aquel delicado cuello.

Sentirse atraído por Elodie Lefevre era una complicación con la que no quería tener que lidiar. Lo que necesitaba eran respuestas a todas las preguntas que tenía sobre aquella mujer, como por ejemplo, por qué era tan importante para ella ir a París.

Le echó un breve vistazo a la sala, pero no encontró nada revelador. El mobiliario alquilado, los enseres de costura y los escasos objetos básicos que había a la vista no tenían nada de especial, daba la impresión de que no poseía nada que pudiera dar pistas sobre la verdadera personalidad de la mujer que, según sus pesquisas, llevaba un año viviendo allí sin más compañía que la de su antigua doncella, que iba a visitarla a diario.

Iba a tener que sacarle la información a la propia madame Lefevre, aunque tenía la sospecha de que ella iba a guardar sus secretos con el mismo celo que mostraba a la hora de pillar a los intrusos que intentaban colarse en su casa. Para lograr sus propósitos, tenía que conseguir sonsacarle sus secretos y hacer que acatara su voluntad.

Armado de aquel firme propósito, dio media vuelta y bajó al jardín.

Capítulo 3

Will encontró a madame Lefevre recogiendo las flores marchitas de las matas de lavanda que rodeaban una planta central de flores amarillas.

Ella le miró por encima del hombro al oírle llegar y le preguntó:

–¿Y bien?

Esperó a ver si decía algo más, pero permaneció callada. No añadió ni un ruego ni una explicación, no intentó convencerle de forma alguna, y volvió a sentirse impactado por aquella calma que irradiaba, por aquella extraña quietud revestida de un toque de melancolía.

Aquella mujer hacía gala de una sangre fría que sería la envidia de más de un soldado a punto de entrar en batalla, a lo mejor no era consciente de lo vulnerable que era.

–Para ser una mujer que acaba de ser amenazada, muestra una calma notable.

–Nada de lo que yo diga o haga le hará cambiar de opinión. Si ha decidido matarme, carezco de la fuerza y la destreza necesarias para impedírselo. Forcejear y suplicar me parece poco digno, y si voy a morir prefiero pasar mis últimos momentos de vida disfrutando de la belleza de mi jardín.

Estaba claro que sí que era consciente de la grave situación en la que se encontraba, pero aun así mantenía la calma.

Él era un hombre que había ganado gran parte de su dinero gracias a su inteligencia. Había jugado a los naipes con verdaderos maestros del juego, con hombres que no revelaban ni con el más mínimo gesto si tenían buenas o malas cartas; en ese sentido, madame Lefevre estaría a la altura de los mejores, porque resultaba imposible leerle el pensamiento.

Era como un complejo rompecabezas desordenado, y, cuanto más la conocía, mayor era su deseo de encajar las piezas.

En vez de contestar a su pregunta, optó por examinar ese rompecabezas un poco más.

–Es un jardín precioso, se respira una gran serenidad. Esas flores amarillas huelen muy bien, ¿las plantó usted?

Ella enarcó una ceja, como si estuviera preguntándose por qué había pasado de amenazarla a charlar de plantas.

–Son narcisos, monsieur Ransleigh –esbozó una sonrisa casi imperceptible al comentar–: Se crio en la ciudad, ¿verdad?

–Por su tono de voz, deduzco que son unas flores muy conocidas. Sí, soy un muchacho de ciudad, pero está claro que usted se crio en el campo.

–Hay flores en los dos sitios.

–Su inglés es excelente, apenas se nota un ligero acento. ¿Dónde lo aprendió?

–Es un idioma que se habla en todas partes desde hace varios años.

A partir de aquellas evasivas respuestas, Will dedujo que se había criado en el campo, probablemente en alguna finca que contaba con un experto jardinero y una niñera inglesa.

–¿Cómo acabó haciendo de anfitriona para su primo en Viena?

–Él no estaba casado, y un diplomático de ese nivel tiene muchos compromisos sociales.

Le sorprendió recibir una respuesta directa y decidió insistir en el tema.

–¿Él no siguió precisando de sus servicios después de Viena?

–Las necesidades de los hombres van variando. Dígame, monsieur, ¿acepta la condición que le he puesto?

Se sintió gratificado al ver que intentaba retomar el tema que tenían entre manos. Aunque no mostraba signo alguno de ansiedad tales como dedos temblorosos, manos tensas, movimientos de nerviosismo, estaba claro que no se sentía tan tranquila como quería aparentar.

–Sí.

Era esencial que fingiera acceder a su petición, le resultaría mucho más fácil sacarla de Viena si iba con él por voluntad propia; de hecho, le sorprendía un poco que hubiera accedido a acompañarle, a menos que...

–No piense que podrá escapar de mí en París. Estaré pegado a usted en todo momento, como la corteza del pan a la miga.

–¡Umm! ¡El pan francés calentito está delicioso!, ¡qué ganas tengo de comer un poco!

Le recorrió un relampagazo de deseo que le fue directo a la entrepierna al verla relamerse. Su reacción debió de reflejarse en su rostro, porque ella le miró con cierta sorpresa antes de esbozar una sonrisita.

La situación no le hizo ninguna gracia, pero, aunque no pudiera controlar la reacción de su cuerpo, era dueño y señor de sus propias acciones. Nadie sino él iba a usar la baza de la seducción en aquel jueguecito, siempre y cuando deseara hacerlo.

–Me gustaría saber cómo es posible que usted, prima de Thierry St Arnaud, haya acabado viviendo sola en un lugar como este. ¿Por qué no se la llevó consigo cuando se fue de Viena?

–A él no le importaba nada ni nadie más allá de lograr que Napoleón recuperara el trono de Francia. Cuando el intento de asesinato fracasó, su único objetivo era escapar antes de que las autoridades austríacas descubrieran su implicación en la trama, para poder urdir otro plan más. Como yo ya no le servía de nada, no quiso saber nada de mí.

Will pensó para sus adentros que St Arnaud parecía tener tanta lealtad familiar como su propio tío, pero, por muy egoísta que pudiera ser este último, no había duda de que ayudaría a cualquier Ransleigh que estuviera en apuros.

No entendía qué clase de hombre sería capaz de dejar desamparada a su propia prima, pero dejó a un lado esa cuestión de momento y le preguntó:

–¿Usted compartía el fervor de su primo por ver de nuevo a Napoleón como emperador?

–Para que Francia quedara limpia de la mácula que era la aristocracia, Napoleón derramó la sangre de su propio pueblo antes de crear una aristocracia propia. Lo único que sé de política es que a la hoja de la guillotina le siguieron las guerras del emperador, dudo mucho que los campos de Europa se sequen en esta generación.

–En ese caso, ¿por qué ayudó a St Arnaud?

–¿Acaso cree que él me dejó otra alternativa?

Aquella respuesta le tomó por sorpresa, y la observó sin saber qué pensar. Ella le sostuvo la mirada, aunque se ruborizó un poco al verse objeto de semejante escrutinio.

Seguro que un hombre capaz de abandonar a su propia prima no había tenido escrúpulos a la hora de obligarla a cooperar con él. Justo cuando estaba preguntándose si St Arnaud la habría lastimado, ella bajó la mirada como si estuviera leyéndole el pensamiento. Le asaltó una terrible sospecha al verla ocultar la mano izquierda bajo la falda, y sin decir palabra se acercó a ella y le agarró la mano.

Ella se resistió, y soltó una exclamación ahogada cuando se la alzó con un ligero tirón para poder verla a la luz. Tenía dos dedos un poco torcidos y los nudillos aún estaban hinchados, era como si los huesos no hubieran sanado bien después de romperse.

–¿Es esto un ejemplo de la capacidad de persuasión de su primo? –le preguntó con voz ronca. Estaba atónito e indignado, cualquier hombre capaz de agredir a una mujer merecía el más absoluto de los desprecios.

Ella se soltó y se frotó la muñeca.

–Fue un accidente, monsieur.

Si St Arnaud la había obligado a participar en el intento de asesinato y después la había abandonado, ¿por qué lo protegía? Sintió cierta compasión por ella al empezar a entenderla, pero luchó por sofocar esa reacción; fueran cuales fuesen las razones que la habían llevado a hacer lo que había hecho, seguía siendo la mujer que había destrozado la carrera de Max.

–¿Pretende que crea que no fue más que un peón inocente en manos de su primo?, ¿que él la obligó a obedecerle y la abandonó cuando ya no le servía de nada?

–¿Que si me utilizó, tal y como pretende hacer usted? –le preguntó ella con una dulce sonrisa.

Aquellas palabras le hirieron, y se enfureció aún más. Él no era pariente suyo, no estaba obligado a procurar su seguridad y su bienestar. Aquella mujer le había tendido una trampa a Max, ¡se tenía merecido que la utilizara!

–¿Por qué es tan importante para usted ir a París?

–Es un asunto de familia. Usted mismo, que ha viajado hasta aquí y se esfuerza con tanta diligencia por ayudar a su primo, debería entenderlo. Si me lleva a París, le acompañaré a Inglaterra; de otra manera, no accederé a ir por mucha persuasión que emplee.

La miró a los ojos para intentar calibrar hasta qué punto estaba decidida a mantenerse firme. Ella tenía razón al decir que no podía obligarla a que testificara por la fuerza ni a base de amenazas; de hecho, el mero hecho de que pareciera coaccionada durante su comparecencia bastaría para desacreditar sus palabras.

Con un poco de suerte, durante el viaje lograría disuadirla de ir a París, pero, si no lo lograba, era posible que al final no tuviera más remedio que acceder a pasar por allí. Era recomendable tener siempre una estrategia a largo plazo, pero en ese momento lo único que le importaba era jugar la siguiente carta. Lo primero era sacar a madame Lefevre de Viena.

–No parece tener gran cosa, así que no creo que se demore demasiado preparando el equipaje. Me gustaría partir en dos días.

–¿Cómo pretende sacarme de aquí? Los hombres que me vigilan no han interferido en mi vida cotidiana, pero no he intentado en ningún momento salir de la ciudad.

Mientras tomaba una jarra de cerveza con el tabernero de la esquina, Will había averiguado que alguien estaba espiándola, pero no esperaba que una mujer se percatara de ello. Volvió a sentir de nuevo una mezcla de sorpresa y, muy a pesar suyo, admiración.

–¿Es consciente de que están vigilándola?

Ella le miró con exasperación, como si estuviera tratándola como a una idiota.

–Bien sûr! De momento, como se dieron cuenta de que no supongo amenaza alguna, se han limitado a vigilar, pero desde que me recuperé lo suficiente como para... –dejó la frase inacabada, y se limitó a añadir–: He tenido vigilancia.

Él se preguntó de qué se había recuperado, aunque no estaba seguro de querer saberlo. Optó por dejar eso a un lado y centrarse en el tema que estaban tratando.

–¿Sabe de quién se trata?

–Creo que son austríacos. Clara ha flirteado con unos cuantos, y a juzgar por el acento tuvo la impresión de que eran de aquí; según ella, no son ingleses ni franceses. Talleyrand tiene agentes de sobra, los austríacos pueden darle cualquier información que desee.

Aquello confirmaba lo que el tabernero le había dicho a él. Iba a resultar más fácil evadir a gente de la zona, soldados contratados por funcionarios del gobierno, que a profesionales del Ministerio de Asuntos Exteriores. En los dos días que estaba concediéndole a madame Lefevre para que alistara sus cosas, iba a aprovechar para observar la rutina de los vigilantes y decidir cuándo y cómo sacarla de allí si las autoridades se negaban a dejarla partir.

–¿Piensa que voy a poder saldar las cuentas con la casera y marcharme como si nada, equipaje en mano?

–¿Preferiría escapar por la ventana a medianoche? –contestó, divertido.

–A usted le ha ido bien el balcón. Quizás sería prudente anticiparse a una posible oposición. Podría disfrazarme para que ni la casera ni los hombres que vigilan desde la esquina se dieran cuenta de mi partida en un primer momento.

Aunque a aquellas alturas no debería sorprenderle nada de lo que ella dijera, su proposición le tomó por sorpresa.

–¿Quiere huir disfrazada? Qué educación tan peculiar le dan los franceses a sus anfitrionas diplomáticas.

–Francia ha estado en guerra desde antes de que usted y yo naciéramos, monsieur. La gente de todos los estratos sociales ha tenido que aprender trucos para sobrevivir.

Estaba claro que ella había tenido que hacerlo, teniendo en cuenta que su propio primo la había dejado abandonada en una capital extranjera.

–¿Qué es lo que sugiere que hagamos, madame?