La muerte feliz de William Carlos Williams - Marta Aponte Alsina - E-Book

La muerte feliz de William Carlos Williams E-Book

Marta Aponte Alsina

0,0

Beschreibung

La muerte feliz de William Carlos Williams es una novela sobre la enigmática Raquel Helena Hoheb, tal vez una de las pintoras más importantes del siglo XIX latinoamericano y madre del poeta William Carlos Williams, que la definió como una mujer de imaginación irreprimible. Su vida ejemplifica muy bien la rica historia de las migraciones caribeñas: de Mayagüez, Puerto Rico, al París de la Exposición Universal, y de ahí a Rutherford, New Jersey, donde vivió durante más de medio siglo el conflicto entre el papel de mujer de familia y su vocación artística. Marta Aponte Alsina, una de las autoras más destacadas de la literatura puertorriqueña, sigue una ruta inversa a la escritura de una biografía: le da voz al silencio, se atreve a remendar vacíos y añade desvíos a la obra del autor de Paterson, para descubrir, finalmente, que todas las biografías están conectadas y que todos los pasados se proyectan sobre nuestras vidas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 277

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Marta Aponte Alsina

Marta Aponte Alsina nació en Cayey, Puerto Rico, en 1945. Ha publicado las novelas Angélica furiosa (1994), El cuarto rey mago (1996), Vampiresas (2004), Sexto sueño (2007, Premio Nacional de Novela del Pen Club de Puerto Rico), El fantasma de las cosas (2009), Sobre mi cadáver (2012) y Mr. Green (2013); los libros de relatos La casa de la loca (2001) y Fúgate (2005); y los ensayos Somos islas (2015) y PR3 Aguirre (2018) entre muchos otros.

Ha sido editora de numerosos libros y revistas, como la antología Narraciones puertorriqueñas publicada por Fundación Biblioteca Ayacucho. En 2014, el Programa de Estudios de Mujer y Género de la Universidad de Puerto Rico le otorgó la cátedra Nilita Vientós Gastón. Cristina Rivera Garza la incluyó en una selección de 12 autoras imprescindibles de América Latina, publicada en la revista Publisher’s Weekly en 2018.

Candaya Narrativa, 79

LA MUERTE FELIZ DE WILLIAM CARLOS WILLIAMS

© Marta Aponte Alsina

Primera edición impresa en la Editorial Candaya: febrero de 2022

© Editorial Candaya S.L.

Carrer de la Bòbila, 4 - Barcelona

08004 Barcelona

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Núria Tomàs Mayolas

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN:978-84-18504-44-0

Depósito Legal:B 2885-2022

Índice

Portada

Autor

Créditos

Índice

Cita

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

Página final

She is a creature of great imagination. I might say this is her sole remaining quality. She is a despoiled, molted castaway but by this power she still breaks life between her fingers.

William Carlos Williams

1

Tiembla. De un puñetazo feroz, hunde las teclas de la máquina de escribir. La luz lunar rebota de un lado a otro. El ático se inunda de resplandores.

El ay estremecedor lo devuelve a una infancia de terrores. En aquel tiempo, en la casa vieja, el padre salía al pasillo y escupía una orden seca a los demonios que gritaban por las bocas de un animal de tres cabezas. La abuela olía a sustancias anteriores al cine y a los automóviles, incrustadas en el pelo decadente. El tío Godwin parecía un monstruo mordiendo sus cadenas. Raquel, la madre escapada de la cama del marido sumaba aullidos al coro de voces parásitas en créole y en español.

En una noche de aquel otro tiempo, el padre impartió el latigazo de su autoridad y las voces regresaron al interior de los cuerpos. William Carlos ha practicado el arte del látigo solo en rencillas de poetas. En su oficio cotidiano es un virtuoso de la nalgadita que provoca el primer llanto, pero de su voz no sale el grito autoritario del padre.

Cuando escribe es un sol. Es posible seguir escribiendo en el mundo de los animales, al completar las rondas diarias llevando en el maletín el estetoscopio, las pinzas y las gasas. Ha tatuado tantas páginas que con ellas podría empapelar la fachada de la casa, los troncos de los árboles, las aceras. Si las alineara una tras otra en una vereda hacia los humedales del río Passaic y de ellas se desprendiera una balsa de letras para sortear mares, llegaría a un país que es otro planeta, ese que solo se deja empapelar en la oreja de un poeta loco.

Años atrás ocupó el espacio del ático para escribir en el silencio de la noche. Y ahora, ante sus ojos, el empapelado de rayas cruzadas se ha convertido en alambre de púas.

Desfallece. El abismo de la locura de la madre no da señales de cerrarse. Lo persigue al lugar más alejado de la casa.

Con lentitud, reacomoda las varillas de la Underwood. Saca el forro de una gaveta del escritorio y cubre la máquina. Se levanta sin enderezar la espalda, apoyando las manos en los brazos de la silla. Baja la escalera estrecha, entre la pared del lado del sol naciente y la del cuarto de Raquel, con un paso medido que se opone al desgreño de los gritos, cuidándose de no añadir ruido. Ya en el rellano del segundo piso, donde están los dormitorios, lo espera Florence cruzada de brazos, en bata y chinelas: el traje de gala. No quiere mirarla ni entrar en conversaciones sensatas con esa pizca de rabia que se muerde el rabo. No quiere mirarla y recordar que ya es el día señalado para entregar a su madre. Va al encuentro de la otra mujer de la casa.

Se mete de perfil en el dormitorio. Cuando sus rodillas tocan el borde de la cama de pilares, la vieja se alza: el torso enarcado, los brazos al aire, la carita sudorosa, el pelo blanco erizado. Despertará atontada, boqueando en el pantano donde se hunde y al cual, alargando la mano hasta el cuello del hijo, pretende llevárselo. Él vuelve a recordar el grito autoritario del padre, el hombre que, si no supo quererla con la vehemencia que tanta fuerza reclamaba, sí tenía una forma resistente de cuidarla y un protocolo de comportamientos domésticos. Ante el cuerpo de la madre, un conocimiento silvestre lo empuja hacia el método que el viejo le disputaba a las curas parlantes del Dr. Freud.

¿Quién habla? ¿Quién eres?

Quejidos, contorsiones. Se le acerca sabiendo que una vez escuche la voz del hijo no correrá peligro de muerte. No confía en el hijo, pero respeta al médico que hay en él. Moja en Agua de Florida el pañuelo que un mecánico de automóviles guardaría en el bolsillo trasero del pantalón y se lo pasa a la vieja por las sienes. Ella manotea su rechazo, él aprieta el pañuelo, dejando caer una gotita del perfume en los ojos desorbitados con una delicadeza cruel que lo compensa un poco de estar perdido en los caminos del infierno.

La vieja grita su espanto de ojos lastimados. Él le refresca las sienes con el pañuelo. Acerca una oreja. Cree escuchar la palabra casa. A veces piensa que ya no es posible recibir una imagen viva de aquel cuerpo.

Escuchar y apuntar son hábitos. Suele llevar papeles en los bolsillos. Echar a la basura un papelito equivale a despreciar a los humildes. Por más que los hubieran destinado a la esclavitud de los recibos, al dorso estaban en blanco. Un dorso en blanco puede salvarle la vida a un poema. Le parece demasiado solemne el cuaderno de apuntes, casi tan almidonado como T. S. Eliot, el poeta que ha detestado con lealtad.

Desde las cartas que se habían cruzado antes de la muerte del padre, cuando él era un estudiante de medicina y ella una mujer todavía deseosa, él se dedicaba a consolarla con descripciones apresuradas del día y declaraciones de que estaba dispuesto a ser, más que hijo, hermano y amante. Ella se dejaba adorar; el mundo, salvo París y algunos parajes de Mayagüez, era una porquería. Pero se volvió más huraña al regreso de aquel verano en la costa. Su mano temblorosa se agotaba en escribir notitas pidiendo dinero con que pagar los impuestos y al carpintero. Pies hinchados, sordera. Rota la corriente de palabras, el hijo y su madre chocan, sufren.

Él sabe de palabras, él no cesa de intentar consolarla con palabras. Su aprendizaje fue en aquella casa de voces dolientes. Pero las madres no necesitan que los hijos hablen. A las madres no les interesa escucharlos. La madre sabe que los hijos no son del padre, sino suyos. Si son varones alargan el dominio de ella, porque el padre ausente no tiene más potestad sobre sus hijos que la otorgada por la madre. Él reconoce a veces, en sus propios desamparos, que siempre fue el hijo de las mujeres de la familia. A la madre ni siquiera le interesaba que el hijo conservara sus palabras. Quería arrebatárselo a las artimañas de la otra seductora de la familia. La abuela. La madre sabe lo que se trae entre manos el hijo. Una trampa. Quiere escribirla, no porque la quiera, sino para poder quererla. El hijo solo quiere lo que le salta de los dedos a las teclas. El destilado de su insufrible vanidad de optimista.

Él se sienta en el borde de la cama, acaricia el pelo de la mujer. Ella solloza, habla con los ojos cerrados. Podría maldecirlo. Otras madres maldicen a los hijos crueles, pero Raquel no es capaz de olvidar el empaque de su dama interior. En un escenario teatral no sabría interpretar la fragilidad de una desvalida común. Es una reina expulsada de su reino y sabe pesar cada palabra con una intensidad que la poesía del hijo envidia. Recoges mis palabras, ni que fueran muestras de excreta, le dice la vieja, que ha liberado en su locura senil un sentido grotesco de la vida. Y lo mira con los ojos bien abiertos, sin parpadear, con la esclerótica dominando el centro. Cuando él se le acerca a tomarle el pulso, ella se levanta sin esfuerzo y le planta en el oído un beso ruidoso. Frío.

Entonces la inyecta. Despertará tarde, cuando él suba con el desayuno y las medicinas. Él desayunará con Floss. Floss entenderá que el tema de la madre no forma parte del cereal y las ciruelas frías, de las citas, de los pacientes, de la limpieza de la casa, de la decisión inaplazable. Porque ese mismo día entregará a su madre cuando los del asilo vengan a buscarla.

Regresa al ático. Piensa que escribirá “gracias a Dios por la poesía viva. Es el único motivo de satisfacción”. Pero en la calma loca no es posible escribir. El aire no circula. Reorganizado para abrir un espacio sin perder la función de depósito de sobrantes familiares, el ático sigue repleto de baúles, cajas de cartón, muebles desencolados, álbumes de fotos, marcos. Se siente niño en el refugio del ático. Le avergüenza, en momentos de debilidad, la ambientación pueril. La idea de morirse de repente, sin antes recoger sus juguetes. Ha decorado las paredes con cartulinas: avisos de exposiciones, tarjetas postales con vistas de París o del campo inglés, enviadas por el poeta loco –¡cabrón, aquí es donde tendrías que estar!–. El poeta loco nunca tuvo problemas de identidad. Era hijo de una aristócrata y nieto de un aventurero. Ezra Pound. En el nombre llevaba la raza. En cambio, ¿qué raza lleva el nombre de William Carlos?

El ático es el lugar de la locura femenina, pero para William Carlos, que es mujer solo en parte, es la habitación propia que rescató y mantiene. Mientras él escribe, sus hijos combaten. Abre la ventana que da al jardín, se consuela saludando las ramas altas del arce, respira el aire frío. Se toma el pulso. Ya es tarde para alargar la parte negra del día en los comienzos del siguiente. Se acuesta en el piso, mirando el árbol. Era un arbolito joven cuando compraron la casa. Se ve menos gastado que el hombre, porque no se enfrenta con la misma urgencia al placer y al espanto.

Desde aquellas noches fue la poesía. Nació vestida de terrores. Le ha costado, cuando escribe, deshacerse de esa carga. También ha pagado el precio de la compasión que le inspira la música de las palabras débiles, esos gatitos enfermos que exigen la vida que no merecen. Anota palabras, no podría dar un paso sin llevarlas a la tinta. Persigue una poesía que no se contenta con ser lo radicalmente hermosa que es, como si el cuerpo más agraciado del mundo no se resignara a la belleza y prefiriera vestir andrajos. Anota las voces de cuanto le rodea: de las casas de los pobres en sus cortinas, pisos sucios, vasos rotos, olores e infamias; de las flores cuyo suelo nutricio ha visto desaparecer ahogado por desperdicios que tiñen el río de colores venenosos, a lo largo de una vida que ha tenido el pie del nacimiento por allá lejos, cuando no existían ni la luz eléctrica en cada hogar ni el automóvil que ahora lo transporta casi a la velocidad con que lo invaden las palabras. Pero hay voces invencibles y también ha sabido dejarlas en paz.

No quisiera saberlo, pero sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético.

2

En el piso cubierto con alfombras baratas compradas en Macy’s hay un trofeo auténtico: una piel de jaguar, pobre criatura de la selva donde lamía sus rasguños de cada día sin presentir el disparo. El pellejo del animal pasó por una tenería de jaguares, si es que existe tal cosa. De ahí al baúl reservado para los tesoros que el padre coleccionaba en sus travesías por la América del Sur. Sobre la chimenea, separada de las manos de los niños por una pantalla de hierro, se exhibían jarrones hincados de plumas.

El padre, William George Williams, era viajante de la casa Lanman y Kemp. La compañía tenía su sede en el sur de Manhattan y una enorme factoría en La Habana. El viajante llevaba en sus muestrarios aromas para todos los gustos. Dominaba el Agua de Florida, cuya fórmula databa de los tiempos del presidente Thomas Jefferson. Según sus inventores el Agua de Florida expresaba la esencia nacional de los Estados Unidos de América.

(William George abría las maletas y cubría la cama matrimonial con plumas de ñandúes, guacamayos y cóndores. Para sus hijos, William Carlos y Edgar, traía flechas y boleadoras. Cuando estaba en casa se protegía de la intensidad de sus mujeres cultivando un huerto de parras y manzanos).

Las orquídeas coleccionadas en las rutas del viajero se iban quedando por el camino. Un souvenir para las niñas que morían de amor, porque William George siempre volvía a los brazos de Raquel, su esposa, y de Emily. Emily Wellcome era el nombre de la madre de William George Williams. El nieto poeta valoraba su apellido de soltera: Dickinson.

Las reuniones de los Williams con familiares y amigos se celebraban ante el resplandor danzante de la chimenea. En ausencia del padre se hacía sentir más el alboroto de los visitantes de las islas. Parientes de Raquel, parientes de la abuela Emily y de su segundo marido, el difunto fotógrafo Wellcome, un retratista itinerante con casa en la isla de St. Thomas. El padre, William George, tenía cinco años cuando el fotógrafo se casó con Emily. (De ese matrimonio nacieron Godwin Wellcome e Irving Wellcome, tíos paternos de William Carlos).

Los adultos jugaban brisca o tute con grandes naipes españoles. De mal humor y en ánimo de invocaciones, ordenaban la retirada de los niños hacia los cuartos bañados de luna. Los niños no les hacían caso y los isleños de Puerto Rico, de Puerto Plata y de St. Thomas dejaban de hacerles caso a los niños. El rigor no era el fuerte del tío Godwin ni de la abuela Emily. Contra Raquel se confabulaban todos.

Algunas veces celebraban sesiones. Formado el círculo, los niños se escondían debajo de la mesa para protegerse de las necedades de los espíritus atrasados. En aquel tiempo prevalecía una comunicación fantasmal entre los migrantes y las islas caribeñas. Cuando los mayores se agarraban las manos y el piso empezaba a vibrar al son de las trémulas piernas de Raquel y las patadas de la abuela, Carlos hundía la cabeza entre las rodillas. Édgar, su hermano menor, se divertía. Con la punta de un dedito rozaba un tobillo frío. La garganta del niño travieso añadía un silbido de pájaro ronco al pandemonio.

Las mujeres dominaban bajo cuerda, pero si había varón presente le correspondía la jefatura de la mesa. El espíritu protector del enardecido Godwin tenía inclinaciones literarias y filosóficas. A Emily Wellcome se le había metido en la cabeza darle ese nombre a su segundo hijo por razones oscuras. En ocasiones insinuaba que el protector de Godwin tenía que ver con el filósofo anarquista del mismo nombre. A la oscura filiación se debía que Godwin soliera traer a la mesa algún plan milagroso de reconstrucción social y utopía sexual, hasta que desafiando su autoridad irrumpía en los bosques de Rutherford un espíritu más poderoso. Ese espíritu de la contradicción y numen tutelar de Emily Wellcome era nada menos que una negra madama de las islas caribeñas. La madama le había hecho jurar a Emily que nunca revelaría las circunstancias de su origen, “porque las mujeres no tenemos origen; somos el origen”. A cambio de borrar su pasado en Inglaterra y servir al fotógrafo sin chistar y, muerto este, seguir al hijo mayor, William George, sin dejar de chistar, Emily tendría una vida larga y dominante.

Las mesas espiritistas repetían el monótono curso de un sainete en tres actos: Godwin, encarnando al fantasma licencioso del filósofo, exigía el cuerpo de su cuñada Raquel. La madama que ocupaba el cuerpo de la abuela lo azuzaba hasta que, invocando el emblema de su corta autoridad, el lunático se sacaba el miembro del pantalón. Llegado ese momento, el espíritu de la negra levantaba de la silla el corpachón de Emily que, chancleta en mano, golpeaba a Godwin y volvía a encerrarlo junto al filósofo homónimo en la agonía de su calabozo mental. Raquel terminaba sollozando su abandono. Irving los abanicaba con plumas de marabú y Carlos se orinaba hasta dejar un charquito que, según Irving, presagiaba una muerte por agua para el patriarca George en las corrientes del Orinoco.

El círculo se interrumpía y cesaban los trances. La abuela mojaba las sienes de la desfallecida Raquel con Agua de Florida. Luego acostaba a los niños dándole a cada uno una botella de leche con mamadera. La alfombra del comedor olía a orines de niño melindroso. La abuela la ponía a secar al sol. Carlos dejó el biberón cuando tenía cinco años. Fue en público y sobre aguas fluviales. Viajaba escondido en las faldas de la abuela, en un transbordador que cruzaba las aguas del río Hudson. Se dijo que sería el hijo del padre, todo un hombre, y lanzó el biberón por la popa. Era muy joven para intuir que, al contrario del padre, nunca abandonaría mucho tiempo la región natal, esa franja de luces delicadas que languidece a un paso del monstruo neoyorquino.

En una ocasión el comportamiento de la madre fue tan vergonzoso que su hijo no lo olvidó nunca. Tampoco lo describió en sus memorias. Pero ha tatuado tantas páginas que sin duda el rastro está ahí, en algún verso. Disimulado; igual que la carta robada que no se distingue de otras cartas.

La familia de William Carlos Williams era pródiga en secretos. Cada quien se aferraba al suyo; tumor duro con redes lejanas. Los secretos del padre siguen trancados. Son constelaciones familiares que viajaron al sur en un muestrario de aromas.

El secreto de la abuela, que le hizo jurar al padre que jamás lo confesaría. El padre cargó con el secreto de Emily, y se lo llevó a la tumba. Emily murió después y se llevó los secretos del padre y los suyos.

Carlos suspira. A veces es mujer, y para colmo lo es doblemente, porque se acerca a la edad en que el cuerpo del varón se afemina. Todavía duerme en la habitación marital, en camas separadas. El cuarto matrimonial ocupa el lado contrario del pasillo, casi en la esquina diagonalmente opuesta al dormitorio de la madre. El empapelado verde menta envejece con las cortinas. Las lámparas de las mesitas de noche adornaban las mesas de noche de los padres de ella. Iban a botarlas y Florence, la muy práctica, se empeñó en rescatarlas con cambios de pantalla. Las antiguas eran pequeñas, parecidas a gorros de bañista. Estas no llaman la atención. Son redondas, anchas, útiles. La luz lunar, la misma que entra por las ventanitas del ático, baila sobre el verde pálido del empapelado. Él alza los dedos y pretende alcanzarla. Como cuando era niño, con la misma rigidez, después de algún castigo, se acuesta sin ganas. Y se queda dormido pensando que está despierto.

Florence. Floss. La esposa del poeta.

Floss no duerme. Es la más apasionada de sus mujeres, la que él formó en el catecismo venéreo de sus ideas sobre las hembras. Quiso eternizarla en sus libros; lo mismo haría con Raquel y con la abuela. Escribió tres novelas protagonizadas por un personaje inspirado en Floss. La literatura es también cementerio familiar e ira apalabrada; confusa expresión de cariño. En White Mule el personaje de la bebé, un fantasma de la infancia de Florence, apenas despierta la ternura del padre, el deseo vampírico de la tía solterona, el sentido común de la nana y el total desprecio de la madre. Y qué crueldad el maltrato del cuerpecito, el enema de jabón, el ensañamiento de la escritura suelta. Decía Carlos que a Virginia Woolf no la entendía, que le parecía un personaje de cuento de hadas. Se explica esa incomprensión. Imposible entender el habla de las hadas entre tanto excremento. Demasiada sangre, leche y mierda. Blood, milk and shit. ¿Por qué estos torcidos homenajes a las mujeres de su vida? ¿Se sentía incómodo con todo lo que no fuera flor? Para colmo su esposa se llamaba Florence. Floss.

Hay escritores estreñidos, atildados. Él no.

3

William Carlos en su ático de poeta persistente. William Carlos disminuido en su camita de viejo. El disloque de un cuerpo llamado William Carlos, engendro de padres inarmónicos. Raquel, nativa de una ciudad caribeña al oeste de una isla con el puerto en el nombre. Mayagüez, Puerto Rico. (En Mayagüez el comercio superaba las tragedias colectivas y levantaba un sector portuario de traficantes y conspiradores, pero había casitas de marfil con espacio para colocar pianos y colgar retratos). William George, un inglés con mucho de negro, a pesar de su piel blanca y de sus ancestros blancos y de su empaque victoriano. (En la isla de St. Thomas las torres de marfil y el lugar del piano que William George aprendió a tocar eran especies raras, de esas que se miran con las manos y se tocan con los ojos; reliquias de un altar al que le faltaban piezas).

Habría que estar en las ciudades de Raquel como quien huele y toca un traje nuevo en un tejido viejo.

Mayagüez, puerto de primera clase donde ancla el único vapor con que cuenta la isla, huele a brea, a borrasca. Cerca del puerto hay un mercado que alguien compara con el palacio de cristal de Londres. Mayagüez es aduana de primera clase, con agentes consulares de Estados Unidos, Francia e Inglaterra, los imperios que inventaron un Caribe de sirenas y ron. Tiene 12 168 habitantes en 1860. Y, en 1878, un gasómetro que alimenta 254 faroles y 450 luces en casas particulares, una estación telegráfica, un mercado de hierro con zócalo de mampostería, cinco abogados y nueve médicos, una biblioteca popular, 37 calles y cuatro callejuelas.

A pesar de su carácter de pueblo sin amantes permanentes, la villa portuaria extendía sus contactos hacia el Caribe de los imperios enemigos –St. Thomas, Jamaica, Martinica– y hacia La Española y Cuba, como si esa punta occidental de Puerto Rico fuera otra isla, a salvo de las autoridades españolas que encerraban compatriotas desafectos al régimen en los calabozos de la ciudad capital (bastaba con no cederle la acera a un militar). En Mayagüez hizo su práctica de médico Ramón Emeterio Betances, conspirador revolucionario. Betances fue el estratega principal del alzamiento en armas contra el régimen español en 1868. Desde uno de los lugares de su prolongado exilio –primero en Santo Domingo, Haití y Nueva York, luego en París– escribió sobre la debilidad del movimiento revolucionario: “de la isla solo Mayagüez y de Mayagüez la minoría tal vez, qué decepción”. Mayagüez y sus alrededores –llanos sembrados de caña, playitas de arena blanca– le evocaban un paisaje de ensueños épicos burlados, de vergonzosa retirada y soterramiento. Lo que se dio a la fuga tras la cárcel y el exilio sobrevivió en el sigilo de las sociedades secretas y las conspiraciones. Algo no muere en la dispersión de esa memoria.

Lo que Raquel le contaba a William Carlos sobre sus orígenes en Mayagüez es una historia trillada, por la frecuencia con que la realidad calca los tópicos del melodrama. La madre de Raquel era natural de Martinica. Se llamaba Meline Hurrard. Meline se casó con un comerciante de ascendencia holandesa y ancestros judíos llamado Salomón Hoheb. La mujer abortó varias veces. Se le lograran dos hijos: Carlos, brillante, moreno, de labios gruesos, con un talento universal presidido por el instinto de la música; y Raquel, a quien llamaban, con más pasmo que cariño, la zurrapa.

Todavía hablaban en Mayagüez los escenarios del bullicio comercial. Alrededor del puerto se trazaron avenidas y se edificaron almacenes en edificios de fachadas simétricas y austeras con arcos de medio punto o en carpanel. Se exportaban azúcares, melaza, ron, café, tabaco, algodón, cueros, ganado. De noche, tras las puertas altas, se oía el líquido tintineo de las monedas que ordenaban los contables. El calor, el fuerte olor de las mercancías almacenadas, embriagaban el desvelo de los escribanos de buena letra.

En aquellos almacenes pudo haber sido aprendiz Salomón Hoheb, el padre de Raquel. William Carlos cuenta que los antepasados de Salomón eran holandeses. Un estudioso informa que Salomón era hijo de Samuel Hoheb, procedente de Holanda, el primero de la familia que se estableció en el Caribe, en la isla de San Eustacio. Otros documentos mencionan a un Salomón Hoheb nacido en la isla de St. Thomas en 1804, de padre llamado Benjamín y madre llamada Raquel. La madre de Salomón casó en segundas nupcias con un Enríquez.

Es poco lo que conocemos de Salomón Hoheb. Sin embargo, se sabe de su buen humor y de su oficio de comerciante. Supongamos, para dar piel y olor a este tejido, que Salomón hizo el aprendizaje de un muchacho de familia modesta en uno de los almacenes del puerto de Mayagüez. No siendo rico, lo aprendió desde el piso, donde dormía vigilando que no entraran ladrones dedicados al contrabando de mercancías. Imaginemos que luego fue ascendiendo a asistente de contable por peldaños, entre estirones y cambios de pantalón, hasta acumular unas monedas y comprar al por mayor unas velas de estearina que revendió con ganancia. Se hizo cicatero en las compras y astuto en las ventas, añadiendo eslabones a la cadena del comercio, hasta convertirse en mayorista distribuidor de cargamentos de arroz y harina de Europa y Estados Unidos. Ya hombre, y a punto de casarse, se asoció con un alemán de apellido Krug.

Muerto el padre, Raquel se comprometió con el piano, aunque ya no podían pagarle las lecciones. Cuando el padre vivía tenían que obligarla a practicar el solfeo y las escalas. Cuando el padre faltó convirtió en trabajo todo el amor que dejó sin respuesta aquel hombre. La niña se aferraba a la banqueta del piano como antes a la falda del padre bromista. (Fue anfitrión de Gottschalk y de Adelina Patti, adoraba la ópera. Se hizo pintar de medio cuerpo por un discípulo de Metcalf, o quizás por Metcalf mismo, el maestro tuberculoso nacido en Massachusetts que en Mayagüez añadió a su padrón de caras las fisonomías de realistas fugitivos del ejército libertador de Bolívar, y a su paleta una tonalidad lugareña del mar).

La huerfanita Raquel perfeccionaba el francés en la escuela de Madame de Joinville, a cambio de interminables promesas de pago que raras veces podía cumplir la madre. Balzac hubiera narrado a Madame en una de sus novelas de provincias, llamándola Mère de Joinville: pulcra, rígida, de afectos reservados para su remota aldea en la Bretaña o en Provenza. Hay una novela (escrita o soñada) sobre aquellas mujeres blancas en la villa de Mayagüez, las mismas que en sus países hubieran sobrevivido manteniéndose con dificultad a un paso de la miseria. En el caso de Madame de Joinville la conjetura menos arriesgada sugiere que impartía todas sus lecciones en francés. Haciéndolo subrayaba las diferencias entre la lealtad regionalista de quienes se llamaban a sí mismos hijos del país y los extranjeros que formaban colonias fugaces.

Para imprimir en sus pupilas los signos de una mujer blanca, Madame de Joinville enseñaba, ante todo, dos disciplinas: una postura erguida y un acento que, en su caso, por ser de provincias, no era del todo presentable. Menos importancia se otorgaba a las clases de baile y de gramática. A las de baile porque no abundaban las ocasiones festivas entre las colonias de comerciantes, y no eran tantos los franceses solteros. Tampoco sobraban los hombres de buena posición económica, blancos o morenos sin precisión de origen. Además el baile era una peligrosa convocatoria a la entrada de los ritmos negros en el giro de las caderas o la coquetería de los hombros. La gramática se limitaba a una claridad gentil, útil en la redacción de cartas. Cuando se anticipaba que la blanca tendría que trabajar, se enseñaban los oficios de costura, dibujo y pintura. A su regreso a Francia, con suerte y referencias, las jóvenes podrían emplearse de institutrices o modistillas. (En un retrato que acaso se conserva en algún archivo entre los millones de acervos familiares, municipales o metropolitanos del planeta, sin que sea ya posible saber quién fue esa señora, Madame se recoge el pelo escaso en una redecilla. En la misa de aguinaldo o la celebración del 14 de julio, toda una manifestación de patriotismo escolar, usaba una cofia almidonada y un cuello de encaje con soporte de hueso de ballena).

Algo más le enseñó la de Joinville a Raquel. Madame cultivaba plantas aromáticas y con ellas preparaba yerbas deshidratadas para tés y bolsitas que combatían la polilla, la humedad, la histeria. Tu planta es la lavanda, Raquelita. Aquí no se da bien, aunque con buena sombra y cariño todas las plantas se aclimatan en este suelo, más generoso que su gente. Esta me la obsequió Isabel de Paradís, que es una bruja, y todo lo consigue de ese marido millonario que Dios le deparó, y quién sabe de quién más, y para colmo le luce tan mal ese pelo de un tono rubio sospechoso. La matita se me ha dado bien porque el canalla de Krug, que algo sabe de coleccionar plantas, le confió a mi marido una formulación para preparar tierra y abono.

Al punto de enviudar Meline, el socio del marido, el tal Krug, empezó a arrebatarle los bienes familiares. La martiniquesa no se echó en un rincón a llorar. Conocía el ritual mercantil de tanto observar los trajines ruidosos de los hombres. Ella y su niña pudieron haberse muerto de hambre, pero a Meline no le quedaba bien el papel de dama frágil. Dinero no tenía. Conservaba sus amistades y el ejemplo de los ancestros. El padre de Meline, se cuenta, provenía de una familia de armadores de barcos y comerciantes de licores, franceses de “ascendencia vasca”, domiciliados en Martinica.

Madame de Joinville recibía con solo dos meses de retraso el Journal des Modes, pero no podía darse el lujo de viajar con frecuencia a París. Había que oír los lamentos de la de Joinville. La isla era una cruz que soportaba con elegancia. ¡Cuánto lamentaba su exilio en Mayagüez! ¡Echaba de menos el único presente habitable, el de la vida social en el centro del mundo!

La nostalgia insatisfecha es el alma de los mercados. A Meline se le ocurrió comprar telas, trajes y accesorios a crédito y revenderlos a sus amistades. Eran mujeres distinguidas de la sociedad de extranjeros que pasaban en la isla el tiempo necesario para enriquecerse y volver a Europa, a Cuba o Venezuela.

El cariño de Madame de Joinville hacia Meline y su zurrapita era auténtico, equiparable a su odio a los teutones, sobre todo a Krug, por ancestrales rencillas territoriales y por haber dejado a sus amigas en la miseria. Ni ella, ni Meline, ni Isabel de Paradís, la otra bruja madrina de Raquel, albergaban muchas esperanzas para la niña. Lista, alegre, menuda de pies, pero pobre, difícilmente encontraría marido.

Meline le había comprado a su niña un retazo de seda negra de primera calidad, cuyo origen se remontaba a los telares de Lavilledieu y que fue recorriendo mercados sin que las manos anteriores adivinaran las siguientes en el oleaje de alzas y bajas que la mercancía acumula, hasta recalar en un almacén en la isla de St. Thomas, donde ninguna transacción era inconcebible –desde el trueque del azul añil del Mediterráneo por los tonos azucarados del Caribe en tiempos de calma hasta el contrabando de opio–. Con el retazo resistente la madre cosió un traje holgado pero fiel a las formas de la niña. Lo guardó en un cofre grande, entre saquitos de lavanda, para cuando creciera un poco aquel chispo de humanidad. Te lo pondrás en París. No sé cuándo, pero irás. Somos francesas. Tu hermano Carlos no te desamparará. Es un hombre bueno. Sabe que ahora me ayudas para que él pueda quedarse allá haciéndoles compañía a los ratones. Irás a París porque es tu patrimonio, y porque eres artista.

El temperamento de Raquelita es vivísimo, su inteligencia notable, apuntó Madame de Joinville en un cuaderno dedicado a las alumnas de la Escuela Francesa de Mayagüez. En eso estaban de acuerdo madre y madrinas. La madre se quedaba boba cuando la mujercita copiaba los modelos de Le Journal des ModesSpecial pour Couturières