La muerte y la novela - Peter Rondón Vélez - E-Book

La muerte y la novela E-Book

Peter Rondón Vélez

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Beschreibung

En las obras de Darío Jaramillo Agudelo y Tomás González la muerte constituye una inquietud permanente. Pero ante ella, a diferencia de las visiones que la asocian con fatalismo y tragedia, con la total degradación y la derrota, estos autores exploran una perspectiva intermedia que contiene tanto lo atroz como la posibilidad de experimentar cierto bienestar, cierta libertad. En La muerte y la novela: Del escepticismo a la plenitud en Darío Jaramillo Agudelo y Tomás González se abordan las narraciones Memorias de un hombre feliz y Las noches todas desde la anterior perspectiva, mostrando cómo en ellas la conciencia de la finitud modifica la representación del mundo de los personajes y los lleva a descubrir un impulso por ser felices, ante el reconocimiento de que solo si viven el duelo por lo perdido —o lo que están en riesgo de perder— pueden alcanzar momentos de dicha. Como contexto y fundamento conceptual previo al abordaje de las novelas, el texto ofrece un acercamiento histórico a los significados que ha tenido la muerte en Occidente y en Colombia, particularizando en cómo se ha representado el tema del morir en la literatura, bajo la premisa de que a través de esta es dable reconciliar la condición humana con la certeza del fin. 

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La muerte y la novela

Del escepticismo a la plenitud en Darío Jaramillo Agudelo y Tomás González

Peter Rondón Vélez

Literatura / Crítica

Editorial Universidad de Antioquia®

Colección Literatura / Crítica

© Peter Rondón Vélez

© Editorial Universidad de Antioquia®

ISBN: 978-958-501-167-0

ISBNe: 978-958-501-168-7

Primera edición: mayo de 2023

Motivo de cubierta: Gabriel Mario Vélez, Acoplamiento, grabado en linóleo (color), 45 × 46/50 × 70, 1992. Imagen colaboración especial del Museo Universitario de la Universidad de Antioquia - MUUA

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia

Editorial Universidad de Antioquia®

(+57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Imprenta Universidad de Antioquia

(+57) 604 219 53 30

[email protected]

A Katerine y a la memoria de Kalú, Lucas y Salem

Agradecimientos

El origen de este pequeño libro se remonta a la primera vez que escuché a la maestra Hélène Pouliquen mencionar la novela del encanto de la interioridad; a ella, en primer lugar, le debo los años condensados en estas páginas. También expreso mi gratitud al Instituto Caro y Cuervo; los años formativos, con la guía de sus docentes y bajo el refugio de la Biblioteca José Manuel Rivas Sacconi, nutrieron mis ideas. No puedo pasar por alto a los profesores Paula Andrea Altafulla Dorado y Guillermo Molina Morales; sus lecturas y comentarios acompañaron el análisis literario aquí esbozado.

La labor de publicar es un acto catártico, un camino en el cual muchas personas quedan a la sombra del largo decurso editorial que lleva a buen puerto la empresa; a todas ellas un sincero gracias. Estoy especialmente en deuda con Katerine Tarriba, mi primera lectora, pues gracias a ella consagré la claridad; bajo su aliento y escucha di forma a la abstracta conciencia sobre los finales narrativos y vitales, que me han preocupado por largo tiempo.

Ella lo mira a través del verde filtrado de sus pupilas. Dice: Usted anuncia el reino de la muerte. No se puede amar la muerte si le viene impuesta desde fuera

El mal de la muerte, Marguerite Duras

Si un hombre le teme a la muerte, ¿por qué se mata? —Porque al quitarse la vida, también se quita el miedo

Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías, Ramón Gómez de la Serna

Muchos mueren demasiado tarde, y algunos mueren demasiado pronto. Todavía suena extraña esta doctrina: “¡Muere a tiempo!”. […] Todos dan importancia al morir: pero la muerte no es todavía una fiesta. Los hombres no han aprendido aún cómo se celebran las fiestas más bellas. Yo os muestro la muerte consumadora, que es para los vivos un aguijón y una promesa […]. Tanto al combatiente como al victorioso les resulta odiosa esa gesticuladora muerte que se acerca furtiva como un ladrón —y que, sin embargo, viene como señor—. Yo os elogio mi muerte, la muerte libre, que viene a mí porque yo quiero

Así habló Zaratustra, Friedrich Nietzsche

Introducción

Que las plantas nacen, crecen,

se reproducen y mueren, lo sabe todo el mundo.

Pasa igual con el día

que se muere por la tarde

y también se mueren los cangrejos

y hasta las estrellas de la Vía Láctea

“Se lo voy a decir”,María Mercedes Carranza

¿Se puede pensar lo impensable, la muerte? Vladimir Jankélévitch (2017) respondió que en caso de hacerlo recomienda, al igual que él, “escribir un libro […] antes que hacer un problema de ella”. Siguiendo su consejo, a riesgo de transformar presencia en preocupación, estas páginas plantean una serie de primeros análisis que, confío, el tiempo y la curiosidad amplíen, conservando una esencia maleable propia del ejercicio crítico literario.

Lejos de ser un destino excepcional, la muerte afecta a la estrella y al mosquito; nunca ha sucedido que el ser destinado a morir escape de esa ley. Lo mortal no puede aspirar, aun cuando en la mente el milagro resulte posible, a que la longevidad no llegue hasta sus límites y se torne en eternidad. Entonces, ¿cómo es que el hombre no se acostumbra a ese acontecimiento? ¿Por qué resulta insólito cuando se presenta, y parece suceder por primera vez? ¿Qué razón hay en temerle? Contrario a la recurrencia de los nacimientos, que poca novedad despiertan, es difícil acostumbrarse a cada fallecimiento; su aura sacra no desaparece y la creencia en órdenes absolutos niega la mortalidad.

Aparte de los riesgos inmediatos, “penden millones de otros sobre nuestras cabezas y hallaremos que, sanos o febriles, en el mar o en nuestra casa, en la batalla o en el descanso, la muerte nos está igualmente cercana” (Montaigne, 1984, p. 54). Víctimas de esa espada de Damocles sería lícito pensar que el permanente estado de peligro exige crear relaciones armónicas con los finales, pero el miedo a sufrir todas las amenazas posibles impide alcanzar un estado de serenidad. A los seres humanos les perturba la opinión aterradora que tienen del hecho; ven el morir como algo inédito, y en términos prácticos así es. Toda muerte es de hecho la primera, nadie fallece dos veces ni toma prestado el deceso de alguien más; aun así, con cada cesación algo sucumbe en la conciencia colectiva y, llegado un punto, somos más nuestros muertos que nuestros vivos, pues ellos subsisten de un modo que jamás tuvieron en vida (Cohen, 2004), resguardados en la memoria de lo ausente.

La materia literaria recrea la existencia de quienes yacen en el cementerio, en tanto efigies del pasado; de este modo, conocer esos hombres y mujeres que habitaron otro tiempo es posible, porque la fuerza simbólica de las letras excede el yugo de la lápida donde reposan sus cuerpos. Es fácil sucumbir ante el paradigma científico y sus leyes para definir si algo está vivo o no, pero en los libros se manipula la muerte y se asignan valores inexistentes en la realidad. Contrario a la ciencia, en la literatura destaca la creatividad humana y su insaciable necesidad de atisbar lo que la lógica no explica.

¿A quién le debemos tanto sino a los libros? Los libros son mi consuelo, el consuelo de no poder vivir lo que otros viven, el consuelo de la nostalgia por lo desconocido […]. Sí, los libros son culpables de cuanto nos pasa a nosotros, pero estoy satisfecho de la sabia ignorancia que me han dado (Zapata Olivella, 2000, p. 28).

Con cada nueva lectura, la ignorancia parece aumentar y se vuelve carencia constitutiva del ser humano para desentrañar el misterio. En tanto la vida es limitada y no florece de nuevo cuando concluye, acercarse a la muerte a través de miles de páginas donde se describe ese instante permite reflexionar sobre ella sin arriesgar la integridad personal. De tal forma, el presente libro intenta situar significados; es un salto al vacío que se resiste a ver la muerte como estado de trashumancia y es reticente a acudir a Dios para explicar cualquier aventura metafísica. ¿Cómo comprender la vida cuando se le otorga el don de lo eterno? Por ello, cada capítulo indaga cuáles son los sentidos que la sociedad contemporánea le atribuye y rastrea sus representaciones literarias.

El primer objetivo de la investigación que subyace a este libro1 fue estudiar novelas en que la escenificación de la muerte se aleja de la tragedia; sin embargo, dicho propósito perdió su motivación desplazado por una cuestión más elemental: cómo se significan los finales en términos narrativos. Tal inquietud obligó a entrever las consecuencias de establecer una relación íntima con la muerte, aun cuando fuese un ejercicio académico, en un país asediado por ella, poco dado a proponer explicaciones de su presencia en las letras o reflexionar en torno a qué ideas condujeron a sus sentidos actuales. Como resultado, la pregunta inicial centrada en la representación literaria se amplió para establecer cuál es la episteme —conjunto de conocimientos que modifican las formas de entender e interpretar el mundo— de la muerte y determinar la factibilidad de una identidad colombiana alrededor del tema.

El primer capítulo, entonces, plantea esa revisión a partir de un breve recorrido por diferentes presupuestos occidentales propios de la filosofía, la historia y la religión, en diálogo con el contexto latinoamericano y colombiano, para analizar algunos sentidos asignados a la muerte y detallar por qué asumir el morir como etapa de transición se volvió una idea recurrente para mitigar las pérdidas.

Por otra parte, al comprender que la imagen de la muerte varía entre los pueblos, se cuestiona si los orígenes antiguos adjudicados a las formas de concebir el suceso en realidad tienen puntos de evolución concretos a lo largo del tiempo. Pese a que la atribución de sus significados parece lejana, poco variable entre milenios, me di a la tarea de rastrear transiciones entre las nociones actuales y pasadas, a partir de obras que denotaban cambios de mentalidad en determinadas épocas; en igual medida, fue necesario identificar qué circunstancias favorecieron la instauración de los preceptos judeocristianos como eje de sentido, en un país donde las manifestaciones religiosas enhebran lo indígena, lo africano y lo hispánico. En principio, parecía que esta preminencia obedecía a una omisión, a veces inconsciente y arbitraria, de espiritualidades alejadas de la influencia europea. El hombre es un ser social pero es ante todo un ente biológico y, como toda existencia, se ciñe a la finitud. Tal condición de límite marca su conciencia sobre la vida, manifiesta primero en el ámbito personal y luego proyectada al espacio social, donde adquiere una expresión particular en la escritura, la pintura, la escultura o la fotografía. Es un ser social porque es un ser del hablar y, en tal sentido, la lengua expresa las sociedades e imaginarios que la nutren (Ruiz Vásquez, 2014); sea a través de prácticas rituales o de la literatura entendida como la transformación del mundo en lenguaje, la muerte tiene una explicación diferente en cada grupo humano en el que la fe prima sobre la razón.

La instauración de estructuras lingüísticas y espirituales en América, a partir del encuentro de mundos, impuso una serie de preceptos en las formas de apreciar y representar la muerte en países como Colombia, en donde la amalgama cultural plantea discusiones acerca del valor de las diferentes tradiciones que la integran, con respecto a la omisión de costumbres alejadas de la ortodoxia católica. La revisión que aquí se propone no se da al margen de la literatura; al contrario, encuentra en ella un punto de partida que aclara las características del pensamiento tanático propio del contexto colombiano.

Así, el universo de sentido de la obra literaria se puso en diálogo con el entorno cultural, para enriquecer la producción de significado y establecer puentes con otras áreas que analizan los matices identitarios de un pueblo. Aunque en algunos casos la actitud dialógica corre el riesgo de instrumentalizarse cuando se usa la literatura, al confundirla con la realidad, para validar conceptos de otras disciplinas, en este trabajo se asumió que lo literario, lejos de ser un espejo, reúne y retrata visiones de mundo. Bajo esa perspectiva, el maridaje entre un hecho cuya naturaleza primaria es biológica y la literatura no busca explicar lo primero a través de las imágenes planteadas por lo segundo, sino evaluar el papel que juega la muerte en la narrativa nacional.

Aunque la muerte siempre —palabra mayor en las humanidades— parece despertar interés en las ciencias del hombre, lo cierto es que los críticos literarios mantienen una actitud discreta frente a ella y poco se han preocupado por crear escuelas de pensamiento que permitan estudiarla. Con esto presente, al entablar diálogos interdisciplinares teniendo como punto de partida la literatura, el investigador no debe leer las obras con los anteojos del historiador o el antropólogo, pues no puede considerarlas por vía del acontecimiento; debe, en cambio, descifrarlas, encontrar lo que estas esconden tras el lenguaje, aquel trasfondo de representación que las hace inteligibles.

Se aborda en estas páginas un hecho inherente a la condición humana, clave por su carga emocional y por aparecer de forma constante en la novela, sin que ello se justifique solo porque el país tenga una larga y conocida cadena de conflictos. Tal circunstancia devela una construcción nacional trágica, sí, pero no explica la constancia con la cual se representa la muerte, ya que esto la reduciría a ser una consecuencia de la experiencia humana y no permitiría adentrarse en el impacto que ocasiona su inminencia en la constitución de las sociedades. Su presencia demuestra un pasado invadido de tragedias pero no reducible a ello, pues comporta una esencia diferente a las de otras regiones narrativas. Por este motivo, sin novedad adánica aunque sí inspirado por evidentes vacíos, el libro destaca elementos poco estudiados en el acercamiento analítico a las letras nacionales. En mayor o menor grado, el argumento creado por los escritores coincide con las variaciones que el término muerte ha tenido en cada sociedad; incluso, algunos títulos obliteran su sentido para proponer otros más acordes a su época.

Los cambios en la actitud del hombre ante la muerte ocurren bajo amplios periodos de inmovilidad, no perceptibles por los contemporáneos debido a que las franjas de tiempo de tal avance superan la duración de sus generaciones y exceden la capacidad de la memoria colectiva. El problema de fijar una cronología para comprender la transformación ideológica, crucial al describir cambios sin atribuir rasgos de época a fenómenos en apariencia arcaicos, implicó asimilar un volumen de lecturas que parecía inabarcable. No obstante, la salida a esa implicación fue la postura de Philippe Ariès, para quien el historiador de la muerte “no debe tener miedo de abarcar los siglos hasta llegar al milenio: los errores que no puede dejar de cometer no son tan graves como los anacronismos de comprensión a los que lo expone una cronología demasiado limitada” (2016, p. 14). Por tanto, las transiciones de sentido se detallan con alusiones parciales o análisis específicos de novelas que develan múltiples relaciones dentro del campo literario (sus movimientos y generaciones de escritores), y permiten situar evoluciones concretas en su forma y estilo, que se logran delimitar por estar próximas o diferenciarse del sentimiento general de su tiempo.

Tomando en cuenta las anteriores consideraciones, el segundo capítulo del libro examina novelas similares en temática y disímiles en tratamiento, a la luz de ideas que estudian la muerte como habitáculo constante del espíritu creativo. Si bien este discurso puede tornarse místico y caer en lo espiritual, terreno donde se eclipsa y pierde su fuerza simbólica al trivializar o radicalizar su importancia, no se abordan cuestiones metafísicas —más allá de las exigencias interpretativas de las obras—, como el porqué de su inevitabilidad, pregunta que ameritaría un trabajo del cual no resultaría una respuesta única (frente a un hecho en esencia incomprensible, siempre queda el margen de la duda). Por el contrario, aquí se aborda un grupo de novelas en el que la mirada de los novelistas se retoma no como experiencia sensible, real, sino como hipótesis sobre lo posible donde el morir desborda posiciones maniqueas. Tras largos años de lectura evidencié que en ese grupo de obras, unido por un sistema axiológico, los autores no solo proponían la muerte de sus personajes, sino que había algo más. Matar a los protagonistas, recurrir a escenas trágicas o divagar sobre el dolor de las pérdidas perfilaban relaciones entre los ritos sociales instaurados alrededor de la muerte, su uso como herramienta de control en la constitución de los Estados latinoamericanos, la normalización de los asesinatos en la vida cotidiana y su posterior impacto en la conciencia ciudadana, y las representaciones que de ella se generaron en los siglos xix, xx y xxi. En otras palabras, la novela parecía refractar y reinterpretar ese mundo a través de algo radical: morir.

Con esa aproximación de índole política, cultural y literaria, se explican algunos acontecimientos narrados en obras tutelares de la historia literaria colombiana: a qué obedece la elocuente respuesta de esa tumba fría que los brazos de Efraín oprimen y bañan en lágrimas (Isaacs, [1867] 2005); la pregunta “¿Qué ha sido, mi hijo?” y su respuesta “Aura ha muerto” (Vargas Vila, [1889] 1984); los cuerpos amontonados, mientras en La casa grande los olores y tiempos cambian (Cepeda Samudio, [1962] 2003); la santificación de Domingo Vidal y la fe que despierta en Chimá (Zapata Olivella, [1963] 2020a); la inmortal frase “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”, hasta llegar al último Buendía con rabo ensortijado (García Márquez, [1967] 1983); el magnicidio del cóndor (Álvarez Gardeazábal, [1972] 2008); la caída de Ignacio Escobar tras la seca detonación (Caballero, [1984] 2015); el recuerdo de un padre abnegado a quien como a todos solo le espera el olvido que seremos (Faciolince, [2006] 2012); la ausencia para nombrar lo que no tiene nombre (Bonnett, 2013); el homicidio como ruta de redención para ser feliz (Jaramillo Agudelo, 2000) o la construcción de jardines émulos del edén (González, 2018a).

Además, se interroga si es factible pensar que aquellas letras nacionales guardan parentesco con las de otras latitudes; por ejemplo, poseen o no similitudes, vistas en diálogo con el fantasma de Juan Preciado, transitando la fantasmagórica ciudad de su padre (Rulfo, [1955] 2005); la vida en reversa de Artemio Cruz (Fuentes, [1962] 2005); la imagen disuelta de Aura, caminando por los ríos simultáneos de la juventud y la vejez (Fuentes, [1962] 1994); las elegías de Philip Roth (2006); la historia romántica por antonomasia de los Capuleto y los Montesco (Shakespeare, [ca. 1595] 2016), o el consagrado dilema “ser o no ser” de Hamlet (Shakespeare, [ca. 1600] 2015); la vida de Augusto Pérez ante el control del escritor sobre su destino (Unamuno, [1914] 2012); el puñal en el pecho de un estepario (Hesse, [1927] 2012); la Venecia de Thomas Mann abarrotada de cadáveres ([1912] 2020), y tantos otros acontecimientos literarios a los que la concisión de las presentes páginas me impide aludir. Tanto en el estrato local como en el extranjero, fue claro que los relatos, estudiados bajo categorías tradicionales de análisis, requerían un examen crítico en el que se enunciara la relevancia de la muerte. Con esa certidumbre y al no ubicar explicaciones satisfactorias para responder, más allá de la aparente verdad de lo evidente, a qué obedece la constante presencia de escenarios mortuorios en el devenir literario, se perfilan algunas características de la narrativa colombiana y se propone otra lectura del sistema literario, teniendo presente el impacto que tienen los cambios de mentalidad suscitados tras el umbral de la vida.

Estas ideas no buscan conformar nuevas corrientes de estudio; más bien se retoma el espíritu de trabajos anteriores: establecer puntos nodales en la consolidación de un género. Dicha indagación, como se ha reiterado, obedece a la dificultad de creer que las narrativas de la muerte son resultado de construcciones poéticas personales, mediadas por la tragedia. Las novelas que integran la literatura nacional tejen relaciones entre sí y permiten ubicar características comunes, a partir de las cuales destacar, más allá del contexto bélico, qué elementos de la cultura influyen en los autores. En esa red, cada título se conecta con una tradición más amplia, porque es heredero de ella, y se aproxima al tema de análisis mediante los restos legados por generaciones pasadas. Por lo tanto, se observa la muerte fuera de terminologías maniqueas, con el objeto de puntualizar cómo su representación responde a una genealogía que traspasa la biografía de los escritores y los ubica en una línea temporal más extensa.

El tercer capítulo ejemplifica el abordaje conceptual expresado en páginas anteriores, mediante el análisis de Memorias de un hombre feliz (2000) de Darío Jaramillo Agudelo y Las noches todas (2018) de Tomás González. Con alusiones parciales a otros títulos, el abordaje de las obras revela la importancia de puntualizar cómo la muerte modifica el contenido y la forma del texto. En estas novelas y autores, destacados en las letras colombianas contemporáneas, la muerte no es solo un tema de reflexión, también es un lenguaje, una manera de decir otra cosa.

Memorias de un hombre feliz descubre la muerte en triple instancia: asesinato, suicidio y espera. Allí, el intimismo de lo fúnebre se presenta cuando familiares o amigos contemplan el deterioro paulatino de Regina, mientras Tomás, su marido, concibe en el edicto clásico del matrimonio “hasta que la muerte los separe” la opción de anular a un ser que le provoca profundo malestar. Él, despótico a primera vista, propicia un odio visceral hacia su esposa; la oscilación entre el cuerpo enfermo de la mujer y la recuperación de la libertad del hombre se manifiesta en procederes violentos y relaciones macabras de poder que retratan la tensión emocional del protagonista. El desdoblamiento de los personajes, la metatextualidad acerca del poder redentor de la escritura y las nutridas divagaciones en torno al tiempo o a la soledad expresan “las ventajas” de matar o morir, a propósito de categorías como (pos)modernidad, tan complejas en nuestra sociedad.

Al momento de acudir a Jaramillo Agudelo, es inevitable mencionar La muerte de Alec (1983), Novela con fantasma (1996) o Veinte historias de fantasmas (2021), en las que se entremezclan el aura fortuita y macabra que acompaña todo deceso, los imaginarios de ultratumba comunes en los pueblos, en los siglos xix y xx, y el misticismo gestado alrededor del cadáver.

Por su parte, las novelas de González recrean espacios donde el horror y el idilio se mantienen en delicado equilibrio; los imponentes paisajes se contraponen a la mortalidad del ser humano y exigen a sus personajes vivir de manera intensa. Problemas como el conflicto armado, la migración forzada o los altibajos de la economía también se hacen presentes en la narración, pero como una tempestad que acontece en segundo plano, un telón de fondo. En Las noches todas es clara tal condición: Esteban, un profesor pensionado, piensa cuándo morirá y compra un terreno que, poco a poco, convierte en selva; abandona el ecosistema citadino para internarse en aquel paraíso de aparente soledad donde se conjuga el amor con la proximidad de la muerte. Los alientos se agotan al cruzar el jardín cada mañana, mirando qué plantas sembrar o cómo recobrar una belleza primigenia en el paisaje; en los últimos apartes, la vegetación que alimentó su sed de creador se vuelve etapa pasajera, intrascendente, para alguien cercano al ocaso de la vida.

El vínculo con otros libros es inevitable: Los caballitos del diablo (2003) o El fin del océano Pacífico (2020), por ejemplo. En el primero, se presenta a un “Él” que huye de la ciudad para sumergirse en su finca (circunstancia común en González: autoexiliarse del universo nocivo de las grandes urbes). A medida que las plantas controlan cada rincón, consumiendo la vida de sus familiares, el personaje cambia de ideales y todo pierde importancia ante la voluntad de sembrar semillas, cortar ramas, guardar frutas en conserva. En el segundo, un hombre se desplaza al litoral pacífico; la enfermedad que padece, en riña con la longevidad de sus parientes, vuelve tortuosa la descripción del decaimiento físico y emocional. Contrario a las analogías empleadas en títulos anteriores, en esta novela el autor toca de manera clara, sin recurrir a metáforas elaboradas, los falsos positivos y el conflicto armado en territorios selváticos del suroccidente de Colombia. De cualquier forma, cada alusión conserva una fuerza expresiva mediada por imágenes de ballenas visitando las bahías o los potentes colores en fauna y flora de la región, que hace innecesarios los dramas, lugar común cuando la tragedia es inherente al paisaje. El escritor supedita el destino de sus personajes a las leyes naturales. Esteban no se aleja del “que se pierde entre los matorrales” ni del médico radiólogo, al huir de las calles asfaltadas o retrasar el fin cuidando un aparente paraíso en procura de mantener la cordura. Los tres hombres están condenados porque el falso refugio de los ambientes naturales poco les ayuda a solucionar sus crisis; las enfermedades, las relaciones familiares fracturadas y el autoexilio, los retratan como figuras laceradas que buscan la felicidad, siempre a tientas de fallecer.

Después de los análisis y las relaciones planteadas, el cuarto capítulo recoge los apuntes sobre la relevancia de rastrear los cambios de pensamiento alrededor del tema, sin la pretensión de situar un origen a las concepciones creadas en torno a morir y más bien trazar una historia de su representación en la literatura colombiana. Para esta labor fue necesario determinar qué rutas de investigación asumir, qué contemplar al analizar el suceso y qué elementos consideran los escritores para representarlo. A diferencia de los anteriores apartes, en los que se prioriza la novela, aquí se abre el horizonte a la poesía y el cuento, y se discute cómo integrar otros subgéneros en el ejercicio histórico. Más que establecer certidumbres, se cuestiona la ausencia de trabajos de largo aliento al respecto y se postula un conjunto de preguntas a las que se debe encontrar respuesta si se quiere emprender la hazaña de documentar cómo se transforma la noción de muerte entre siglos, obras y autores.

Antes de cerrar este prefacio de un libro abierto a la exegesis futura, no puedo olvidar reconocer que las siguientes páginas contienen ignorancias frente a incontables lecturas; palabras desconocidas, no por falta de ocio sino de horas para abarcarlas. Sin buscar discursos totalitarios y en defensa de la duda en los dominios del saber contemporáneo, espero que la ausencia de respuestas exhaustivas a cada pregunta se compense con la presentación de un estudio modesto en extensión, pero ambicioso en el deseo de abrir nuevas inquietudes. Aunque sea una tautología apuntar ausencias, confío en que el lector esté de acuerdo con que el libro entre sus manos, tanto como otros, es el punto de partida nunca concretable sobre un tema tan vasto.

1 La antesala académica de las presentes páginas es la tesis presentada para optar al título de magíster en Literatura y Cultura del Instituto Caro y Cuervo (Bogotá, Colombia).

Morir en Occidente: el ser y los finales

El término muerte no tiene un significado absoluto a nivel biológico, filosófico, cultural, o en general uno perfilado con suficiente seguridad para responder las inquietudes tejidas en su derredor; por ello el camino para alcanzar su claridad epistemológica continúa habilitando posturas disímiles. Al ser un hecho natural,1 despierta notable curiosidad entre quienes un día morirán y “constituye un continuo motivo de inaliviable tormento. Ignoramos de dónde puede venir y volvemos sin cesar la cabeza a todos lados, como en comarca peligrosa” (Montaigne, 1984, p. 49), en un frenesí por entenderlo. Aunque no tiene sentido en sí

misma, la muerte adquiere sentidos variables de una sociedad a otra; es decir, en tanto acto, ella no tiene capacidad de discernimiento al igual que un ser vivo, carece de voluntad para decidir si se hace presente, solo acontece. Son los seres humanos quienes le imprimen afectos y otorgan una figura, un nombre, intentando subsanar el vacío de sentido. El no tener una carga ideológica universal, acomodable a cualquier entorno social, porque no conserva las mismas causas y consecuencias cada vez que se presenta, exige revisar algunas de sus concepciones más conocidas e identificar qué elementos orientan esas visiones. Como ocurre con las costumbres, los axiomas de la muerte se legan entre generaciones y permiten ubicar, a raíz de ciertos acontecimientos, su asimilación ontológica.

Por lo general, dicho traspaso de saberes es atemporal, no puede ceñirse a épocas concretas, en tanto es consecuencia de una serie de sucesos históricos solo discernibles décadas después de ocurridos; de ahí que la información no se transfiera por canales de comunicación lineales, en los que los datos se entregan uno tras otro, bajo una agenda preestablecida. Visto así, es inevitable examinar la muerte asumiendo la literatura como una huella del pasado, con la que se develan factores inmateriales como la ideología o la cultura. Múltiples documentos, memorias y cartas del siglo xx demuestran el impacto de la Segunda Guerra Mundial sobre la economía, la geopolítica internacional o los avances tecnológicos, pero poco nos hablan sobre cómo se afectó la conciencia humana y qué cambió en la percepción de la muerte; para evidenciar esos cambios se debe leer la historia desde otro ángulo. Acercarse a las formas de entierro que se dieron ante los millones de cadáveres, conocer el marco político de los tratados y organismos creados en defensa de la paz mundial, las consecuencias que la guerra tuvo en la salud pública, los índices de mortalidad, entre otros elementos, todo ello, ciertamente, daría cuenta de la guerra en términos materiales, sin implicar aspectos subjetivos como las opiniones o sentimientos de los alemanes o los judíos. Cabe precisar, aunque será abordado más adelante, que el texto literario actúa como puente entre los acontecimientos, el impacto emocional de estos y la realidad observada por el escritor.

Teniendo presente la anterior aproximación, se debe puntualizar que los saberes que pasan entre generaciones solo se modifican cuando las formas de percibir el mundo se alteran; así, si la capacidad de sobreponerse a los cataclismos o la relación con el entorno cercano se transforman y esta modificación cambia las reglas que rigen el pueblo (como implementar nuevas prácticas que preserven la seguridad de la comunidad o la manera de responder a catástrofes naturales), la noción de muerte se reelabora. Por ejemplo, el impacto generado por guerras o una pandemia es mayor al causado por el deterioro físico de un anciano antes de morir, pues la magnitud de los hechos es diferente. El primer caso habilitará discursos sobre las causas y consecuencias de los conflictos bélicos o las condiciones epidemiológicas de un pueblo, aun cuando tales discursos se tornen etéreos al dimensionar la cantidad de pérdidas, asignarles un rostro y conjurar el horror que ha sido propiciado por algo “lejano”. En el segundo, el fallecer es visto como inevitable y se dibuja intrascendente por fuera del círculo familiar de la víctima. Con todo, el duelo conecta ambos escenarios.

Independiente de si se trata de los cambios originados por el deceso de miles de personas a causa de episodios violentos, del deterioro paulatino del cuerpo humano o de los peligros cotidianos en la comodidad del hogar, la muerte mantiene un aura trágica arraigada en imaginarios hedonistas del cuerpo que promueven una actitud vital consagrada al placer. En consecuencia, eliminar el velo de horror resulta improbable cuando no se contempla, en la vida o en su conclusión, la presencia del dolor. Sea por decisión personal u órdenes superiores, los misterios que envuelve la muerte impiden verla como un acto mediado por la plenitud. A pesar de esto, en el inextricable suceso se entrecruzan castigo, premio, fiesta o velorio, dependiendo de los paradigmas dominantes, tal cual lo atestiguan la relación amena observable en México (Villarreal Acosta, 2012) y el pedestal sagrado conferido en el contexto colombiano. Cada sociedad guarda un lugar particular para la muerte y emprende acciones para definirla; por lo tanto, es inapropiado formular análisis sin atender a las particularidades humanas de cada territorio y contexto.

Aun así, es posible afirmar que la mayoría de sociedades ven el morir desde los planos religioso y filosófico, sin desconocer su esencia: se trata de lo más personal que existe.

Nadie puede tomarle a otro su morir. Cabe, sí, que alguien “vaya a la muerte por otro”, pero esto quiere decir siempre: sacrificarse por el otro en una cosa determinada. Tal “morir por…” no puede significar nunca que con él se le haya tomado al otro lo más mínimo su muerte. El morir es algo que cada “ser ahí” tiene que tomar en su caso sobre sí mismo (Heidegger, 2016, p. 262).

A pesar de estar vedada la experiencia previa, es viable plantear exegesis de la muerte, incluso sentirla emocionalmente, cuando es ajena. No experimentar en su genuino estado el morir de los otros, sino limitarse a asistir como espectador y ente sensible al impacto de la cercanía, física o afectiva, con quien ha muerto, permite construir una idea en términos de colectividad, gracias a que, como clarifica Martin Heidegger, el ser es esencialmente tal por su relación con los otros. Esta simbiosis social le permite entender el acto de morir por medio de lo que observa en su entorno y de los significantes heredados. Con esta premisa, la literatura testimonia intuiciones particulares que son extrapolables a ámbitos generales, a sabiendas de que las cosas más personales son compartidas universalmente.

Pensar la muerte es considerar un hecho misterioso que de manera contradictoria también es lo más común y fascinante para la conciencia humana; lo inusual en esa consideración es la lógica que se aplica. Robert Redeker (2018) afirma que toda cultura es, entre otras cosas, un intento de domeñar la muerte; ampliando su idea, puede decirse que toda institución es una apuesta por revelar esa lógica cuyo punto de partida es el instrumento más efectivo que poseemos para ofrecer al mundo: la palabra. A tal efecto, Néstor Ruiz Vásquez clarifica que:

Al tener una dimensión individual y a la vez sociocultural, la muerte toca necesaria y profundamente el instrumento de sociabilidad e individuación más efectivo que existe: la lengua, el hablar; el hombre es un ser social porque es un ser del hablar, y en tal sentido, la lengua expresa y refleja los individuos, las sociedades y los imaginarios que la nutren (2014, p. 13).

Asumir el hablar como mediación y repositorio de la realidad transforma el morir en un acto del lenguaje, porque el hombre mismo es razón, logos (término griego para desvelar el “ser”). Entendemos que el signo pierde sentido cuando cesa todo acto de pensamiento, y los límites del mundo se vuelven los límites del lenguaje. La ausencia de significantes para el cuerpo deshabitado y la anulación inmediata de la conciencia tras el último suspiro generan, para los sobrevivientes, catarsis no consumables hasta ubicar nominaciones para ese dolor.

El hombre es, tal como Aristóteles no se cansaba de proclamar, el viviente dotado de logos, el viviente que habla, el logos es su medio, es en el logos donde despliega su existencia, de tal suerte que del hombre conviene decir: vive en el logos, muere en el logos. Ahora bien, es el logos, es decir, el sentido, lo que el hombre pierde cuando muere. Es del logos que él parte, que se va. Así se debe explicar este pánico […] ante la muerte: este miedo es el miedo a perder el sentido […] es el pavor ante el vacío de sentido (Redeker, 2018, p. 17).