La Mujer de Arabia - Carolina Ghenadenic - E-Book

La Mujer de Arabia E-Book

Carolina Ghenadenic

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Beschreibung

Elizabeth Denis desde niña siempre deseó viajar a Arabia Saudita; pero sus padres no se lo permitieron. Al cumplir sus veinte años de edad, nadie pudo impedir el inminente viaje al oriente. ¿Qué secretos esconde Arabia Saudita? ¿Qué encontrará allí? El amor, el dolor, la alegría, la amistad… ¿será Elizabeth capaz de enfrentarse a todos ellos? ¿Finalmente encontrará la felicidad oculta entre dunas de arena? El recorrido por estas páginas los sumergirá en una historia fascinante que atravesará cada espacio y rincón de la cultura de Arabia. Leer este texto te llevará a una verdadera experiencia de aromas, sabores, lugares históricos y profundas emociones…

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Seitenzahl: 420

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Carolina Ghenadenic

La Mujer de Arabia

Ghenadenic, Carolina La mujer de Arabia / Carolina Ghenadenic. - 1a ed. - Ciudad AutÛnoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3361-6

1. Novelas. I. TÌtulo.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Dedicatoria

Para ti lector, para quién confió en La Mujer de Arabia,para Gabriel… para mí.

Con amor, la autora.

LA MUJER DE ARABIA

Bien... pues por dónde empiezo. Por lo general, se acostumbra a comenzar por el principio. Si ha de ser así...

Nos remontamos a la época en la cual cumplía veinte años: Mis padres, como de costumbre, planificaban el viaje que realizábamos todas las vacaciones de verano. Pero recuerdo que aquel año sucedió algo particular: yo cumplía veinte años. En mi familia al cumplir una determinada edad, como la mía, se realizan grandes fiestas, banquetes, mascaradas... y la cumpleañera/o decidía el destino de vacaciones; por tanto, era mi turno de decidir. Lo primero que pensé fue en realizar un viaje sola, sin acompañamiento familiar de ninguna índole.

Mi deseo era ir a Arabia Saudita, entonces hablé con mis padres; y luego me dirigí al cuarto de mi madre para conocer su opinión al respecto. Pero su reacción, no fue la que yo esperaba:

—No te permitiré ir a Arabia Saudita sola. De ninguna manera.

—¿¡Por qué no puedo ir!? —Me encontraba furiosa, como si de pequeña, no me hubieran comprado el juguete que deseaba el día de mi cumpleaños.

Pero algo era seguro, si yo era terca, mi madre lo era aún más.

—Tu padre y yo lo discutimos, y no creemos que una jovencita de tan solo veinte años deba ir a un país como ese sin la compañía adecuada. —Su voz era muy serena, pero firme a la vez.

Lo que más deseaba era que yo me conformara, pero mis planes estaban lejos de eso. La única forma de convencerla era jugar el mismo juego:

—Madre, ya tengo veinte años, no soy una niña. Comprendo que te preocupes, pero no por eso puedes quitarme el derecho a viajar allí. No tienes por qué temer: estaré con mi tío todo el tiempo, él jamás permitiría que algo me sucediese —le dije para tranquilizarla.

—Aun así, no lo admito. —Su tono aún era firme, pero su expresión había cambiado.

Era el momento de dar el golpe final.

—¡Qué mujer más terca! Si me permites el atrevimiento, no creo que temas que me suceda algo; más bien, diría yo, temes que me encuentre con alguien. —Mi madre estaba ordenando mi ropa y, de repente, comenzó a temblar—. Tal vez... a mis verdaderos padres.

Mi madre de temblar pasó a un deseo terrible de huir de la habitación, dobló rápidamente las dos prendas que le faltaban y salió del lugar sin más.

Tonta no era, estaba segura de que hablaría con mi padre, por tanto, la seguí y no me equivoqué: Cuando llegué a su habitación logré observarlos por una rendija de la puerta que no estaba totalmente cerrada.

—No toleraré que me hable de esa forma, Elías, no podemos dejarla ir a ese lugar sola —decía mi madre.

—Te entiendo, amor mío, pero debemos confiar en ella. No podemos prohibírselo si así lo desea. —Mi padre se veía confiado—. Permitamos que vaya.

—Ni en un millón de años. ¿No se te ocurrió que tal vez desee conocer a sus verdaderos padres? Y si los busca, ¿qué pasará? No estoy en contra de que los conozca, pero me gustaría estar junto a mi pequeña en un día tan importante.

Mi madre estaba realmente triste, no recuerdo haberla visto así antes.

—Lydi, acaso no confías en la bellísima hija que hemos criado. Aquella mujer con el alma dulce y gentil, con el corazón más puro que hayamos conocido. Tal vez no haya salido de tu vientre, pero es tu hija. No olvides que Lizzie nos ama muchísimo, somos sus padres. Y nada, ni nadie, puede contradecir eso.

Mi padre intentaba calmarla, sin embargo, su mirada reflejaba miedo; miedo de que yo no regresara, miedo de que me apartase de ellos.

—La amo mucho —sollozando—. No quiero estar ni un minuto sin ella.

—Lo sé, pero recuerda: una familia jamás se olvida, ni se abandona.

»Siempre estaremos unidos, sin importar qué suceda —le dijo de forma muy dulce y sincera, mientras la abrazaba.

—Está bien —dijo mi madre, estando más repuesta—. Démosle permiso para ir.

Lo que sentía en su momento era comprensible. Yo era joven, inteligente, audaz e impulsiva. Mis padres sabían que los amaba más que a mi vida. En especial, a mi madre: el ser más bondadoso y humilde que jamás he conocido, una mujer a la cual admirar. Ambos me criaron llenos de amor. Soy su única hija, y muy amada por ambos; no podría pedir más.

Pero desde pequeña, siempre quise saber más sobre mis orígenes, la cultura, el país donde nací; sus costumbres, sus maravillas ocultas... y, tal vez, saber más sobre mis... padres biológicos. No es que soñara con conocerlos, ni cosa parecida. Simplemente curiosidad, o quizás... algo más fuerte aún.

Lo único que deseaba desde niña era conocer ese lugar y creí que ya era hora de hacerlo.

Era el momento de organizar todo. El lugar ya lo sabía desde hace tiempo: Riyadh. Es la ciudad más grande de Arabia Saudita, y la más hermosa dicen. Pero, cómo iba a saber si era tan bella como se decía, si no iba a comprobarlo. Entonces, lo primero que debía hacer era sacar los boletos y descubrir la belleza de un país que posee tantas maravillas.

Mis padres desearon que fueran al hotel The Royal-Khalil, Riyadh porque conocían al dueño. Así que reservé la habitación, y me alisté enseguida para salir la misma semana; pero mi madre prefirió que esperara hasta después de mi cumpleaños, por tanto, lo atrasé una semana más. Sin importar lo que sucediese, Arabia estaba más cerca de lo que hubiese imaginado.

Pasaron los días de forma exasperante. Cuando uno anhela algo, el paso del tiempo parece insoportable y perezoso. Ya no contaba solo los días, sino que, además, contaba hasta los minutos esperando a que sea la mañana en que pudiera agarrar mis maletas y subirme al avión en busca de un sueño de medianoche.

Hasta que, al amanecer de la mañana del quince de Enero, me tocó agarrar mis valijas a las cinco de la mañana, e ir junto con mis padres al aeropuerto.

Al fin, el día que había esperado desde hacía diez años había llegado. Mi sueño de viajar a Arabia Saudita ya era más que un sueño, era una realidad.

No puedo describir los sentimientos de mi madre al despedirse de mí: no dejaba de llorar, tanto así, que mi padre ya comenzaba a gimotear igual que ella; lo único que hice fue abrazarlos, no había palabras de consuelo para ellos, y tampoco para mí. Un poco más, y parecía que íbamos a un entierro fúnebre. Ese día quedé destrozada: por un lado, mis sueños, y por el otro mis padres acongojados por el hecho de mi ida. Cómo los extrañé...

Recuerdo que mi madre siempre me decía: “Si no deseas regresar a un lugar, recuerda no mirar hacia atrás”. Ese día hasta el último minuto antes de entrar al avión, miré hacia atrás, los miré a ellos. De esa forma, mi corazón se sentiría seguro, sabiendo que sin importar lo que sucediese, yo regresaría a casa; pero esta vez volvería más fuerte y con mil y un historias que contar.

Al entrar al avión me sentía diferente, como si fuera la primera vez que viajara. Al estar todos en nuestros asientos la aeromoza solicitó, muy amablemente, que apagáramos todos nuestros dispositivos móviles y disfrutáramos el viaje. Estaba muy cansada aún.

Después de ver a mis padres de esa forma, decidí descansar un poco para despejar mi mente y despertarme cerca de las nubes, más relajada y resuelta; pero no resultó como yo lo esperaba. Mi sueño fue bastante abrumador en su momento: recuerdo que soñé estar flotando en una nube y… era tan hermoso. Pero, de repente, mis padres aparecieron frente a mí. Yo intenté ir hacia ellos, pero fue en vano, mis pies estaban ligados a la nube, no había forma de que me moviera de ella. ¡Qué desesperación tan grande! Por más que intentaba, no lograba llegar a ellos.

Al despertar la aeromoza me preguntó si necesitaba algo y, por accidente, la pateé en la pierna. Si mal no recuerdo, estuvo casi media hora quejándose de que la había pateado mientras dormía.

Luego de ese acontecimiento, el viaje fue maravilloso. Como si flotara en una alfombra mágica, y no estaba muy lejos de eso, por la noche podías ver el cielo absolutamente estrellado, el paisaje bañado por la luz de la Luna... Efectivamente, estaba volando entre las estrellas. Mitad en el cielo, mitad en la tierra.

Decidí descansar un poco más, la comida del avión era muy desagradable. No probé casi bocado, exceptuando, un delicioso helado de crema y chocolate con almendras por encima. De todas formas, no tenía mucha hambre. La mitad de mis pensamientos estaban en mi hogar, junto a mis padres, y la otra mitad se encontraban inmersos en las maravillas que podía ofrecerme Arabia Saudita. Qué nombre más hermoso, Arabia... la tierra de los reyes.

Después de veintitrés horas de viaje, llegué a las cuatro de la mañana, del día dieciséis de Enero.

Pero antes de ingresar al país, un hombre me detuvo y me habló en árabe. Naturalmente, yo no era diestra en el idioma nativo, por tanto, la conversación se volvió algo dificultosa al principio. Intenté hablarle en inglés lo mejor que pude; ya que no dominaba muy bien el inglés tampoco. Pero el oficial no era muy diestro en dicho idioma al parecer: él intentó responderme, pero fue en vano, no comprendía ni una sola palabra. Al ver mi cara de desconcierto, llamó a su compañero. Aquel era más joven, alto, moreno y de mirada relajada. Se acercó y, dulcemente, me dijo:

—Señorita, es un placer recibirla en Arabia Saudita. Lo que intentaba explicarle mi superior, era que usted no puede ingresar al país de esa forma.

Ciertamente, usaba una vestimenta bastante común para mí: llevaba una remera con mangas que cubría mi escote, unos jeans y zapatos de tacón bajo. Muy extrañada, y de forma astuta le pregunté al joven:

—¿A qué se refiere con “esta forma”? ¿Acaso no estoy presentable para la ceremonia? —le dije de forma muy sarcástica.

Sin embargo, él siguió hablándome de una forma muy dulce.

—No señorita, su atuendo no es que este mal, el problema es que para entrar necesita un niqab. —Algo recordaba haber leído mientras investigaba, pero no tenía memoria de esa palabra tan extraña—. Ahí mismo puede comprarlo —continuó diciéndome.

Miré extrañada hacia un pequeño puesto dentro del aeropuerto, donde una mujer cubierta de pies a cabeza vendía como una especie de velo. Me dirigí hacia la mujer robusta y le pregunté si tenía un “niqab”. Ella me mostró uno y enseguida recordé lo que era.

El niqab es un velo que cubre completamente la cabeza y el rostro, apenas deja al descubierto los ojos de la mujer. En el mundo musulmán, el uso de este velo predomina en las regiones de influencia wahabita, como Arabia Saudita. Y con este velo, por lo general, las mujeres utilizan una abaya, que es un vestido extremadamente largo y amplio, que cubre completamente el cuerpo.

Pero cuando lo vi casi me desmayo. Si bien la época de Enero es la mejor para viajar por su clima, el día en que llegué hacía treinta y cuatro grados. Era imposible que me pusiera algo más, ya suficiente con que mis piernas, hombros y escote estuvieran cubiertos. Lo último que me faltaba era esto.

En vista de las circunstancias me acerqué al oficial y le pregunté:

—Discúlpeme, no quisiera importunarle, pero hace demasiado calor. ¿Podría pasar sin tener que utilizarlo? Los demás días no habrá inconveniente, pero hoy el sol está demasiado fuerte. ¿No habrá otra alternativa?

Intenté hablarle de la forma más dulce que existiera; de otra manera, si ya desfallecía por el calor, con el niqab hubiera sido mucho peor.

—Discúlpeme señorita, pero estas son las reglas de Arabia Saudita. Para ingresar al país las mujeres deberán utilizar el niqab, sin ninguna excepción. —Esta vez habló de forma muy seria y austera.

Esto era indignante, a lo cual le respondí de forma impertinente:

—Joven no sé si me comprenderá, pero allá afuera, que es a donde me dirijo, ¡hace treinta y cuatro grados! ¿No comprende? ¡treinta y cuatro! Allá fuera no hay aire acondicionado. En este lugar, tal vez sea tolerable, pero por las calles no lo es. Podría llegar a descomponerme.

—Señorita le reitero —me dijo de forma autoritaria—, nuestras reglas son simples: para ingresar al país toda mujer deberá llevar, obligatoriamente, el niqab. La que no lo lleve al momento de abandonar el avión, y desee ingresar al país, será detenida por lo oficiales del aeropuerto. ¿Me ha comprendido?

Este hombre era terriblemente insoportable. De pasar a ser un joven guapo y atento, pasó a ser lo que en verdad era: un oficial amargado que trabajaba bajo el mando de otro oficial más amargado aún. Al parecer no había más remedio que volver con aquella mujer y pedirle amablemente que me venda un niqab.

La mujer me mostró tantos... pero aun así estaba disconforme. Yo quería algo especial, después de todo, era mi primer viaje a Arabia Saudita. Lo que me pusiera debía superar a la mismísima Shehrezad. Estaba un tanto desanimada hasta que, de repente, la señora sacó una tela negra como la noche, con transparencias y un hermoso tejido. Efectivamente, era un niqab, pero para nada se parecía a los anteriores. ¡Ese era! Aquel era el elegido para ingresar al país de las dunas de arenas y alfombras mágicas, estaba tan feliz. Cuando me lo coloqué fui directo hacia el oficial:

—¿Ahora me considera apropiada para ingresar al país? —le dije de forma muy seductora.

—S-sí señorita, bienvenida a Arabia Saudita —me dijo, prácticamente, tartamudeando.

Pero qué hermoso era aquello, me atosigaba tanta belleza. No había visto cosa igual: ni los Alpes suizos, ni mucho menos las imponentes pirámides de Egipto podían compararse con lo que mis ojos veían.

Si mi cuerpo lo hubiera permitido, de inmediato hubiera ido a conocer cada parte del país, pero el calor ya era demasiado agobiante, así que no tuve más alternativa que pedir un taxi e ir hacia el hotel. Estaba terriblemente exhausta, pero mis ojos no podían cerrarse. La vista era un sueño. En el transcurso del viaje pude ver a los niños jugar por la calle, mujeres comprando y mercaderes vendiendo; hombres sentados en las mesas tomando café árabe y jugando al Carrom. Las calles, la tierra, el cielo... todo era un misterio por descubrir.

Pues si creía que iba a poder dormir, estaba completamente equivocada. Cuando llegué al hotel quedé impactada. Aquello era tan bello, imponente, delicado, exótico... no tengo palabras para explicar la belleza del lugar. El piso era de mármol blanco, con unos dibujos muy bellos en forma de espiral, de colores amarronados. Tenía una mesa de baja altura redonda, y en su centro había varios tipos flores: la primera fila estaba compuesta por unas flores que me llamaron muchísimo la atención, eran muy bellas y simples, pero desconocía su género; ya en la segunda fila se podían apreciar, en su mayor esplendor, unas bellísimas rosas rojas, y en la última fila se podían ver unos hermosos jazmines… su fragancia impregnaba todo el lugar. Tratando de adivinar qué tipo de flor era la que vi primero, escuché que alguien me llamaba. Aquel era el viejo Khalil, un hombre muy bondadoso, gentil, y buen amigo de mis padres. Lo quería tanto como si fuera un miembro más de mi familia. Cada año venía a visitarnos, y nos traía siempre café árabe, realmente era incomparable: su olor, su frescura, su sabor, era exquisito en verdad.

El tío Khalil, como acostumbraba a decirle, adoraba la Argentina, tanto así, que terminó por aprenderse nuestro idioma y costumbres. Cuando me vio estaba tan feliz, que casi llega corriendo para abrazarme. Las muestras públicas de afecto no estaban permitidas ni bien vistas en Arabia Saudita. Pero aquel día se encontraba tan contento, que no había costumbre que lo detuviese, así pues, apenas me vio me dio un fuerte abrazo:

—¡Tío Khalil cuánto te extrañé! —le dije muy entusiasmada—, mira lo que te traje.

Al tío Khalil lo que más le gustaba de la Argentina, era el flan. No había otra cosa que adorara más. Siempre, y después de una buena comida, pedía de postre un flan con crema y dulce de leche.

—¡Mi Lizzie! ¡Qué delicioso obsequio! —Observándome con detenimiento—. Pero qué grande estas. Te ves mucho más alta que la última vez que fui para allá —me dijo con mucho asombro y cariño.

Ciertamente lo adoraba, además era muy gracioso, porque, aunque dominara el idioma con gran fluidez, tenía un acento que siempre me hacía reír. No había en el mundo persona igual. Era extremadamente inteligente, conocía más de siete idiomas, era medio entrecano, de estatura media, algo robusto, y muy humilde. Lo admiraba en verdad.

Lo primero que quería hacer era enseñarme el lugar. Mi tío Khalil era dueño de todo el hotel y siempre me hablaba de él cuando era pequeña, y yo le decía que cuando creciera iría ahí para conocer el paraíso perdido de mi niñez. Ese día recordé mis palabras y me sentí tan feliz y resuelta. La paz estaba conmigo. Como si ese fuera mi lugar en el mundo.

Antes de mostrarme las instalaciones, le pregunté a mi tío qué flores eran las que se encontraban en la primera fila de aquel tan exquisito centro de mesa. Él me dijo que aquellas, eran las rosas del desierto. Eran tan bellas: su color rosado y simpleza de cinco pétalos hacía de ese centro de mesa, el más bello que haya visto en mis veinte años.

—Sabía que te gustaría, lo mandé a decorar hoy para tu llegada. Tú y ellas tienen mucho en común; la flor del desierto es originaria de aquí. Ambas son perseverantes, resistentes ante la adversidad, diferentes a las demás, y extraordinariamente hermosas en realidad. Si las cuidas con amor y paciencia florecerán y deslumbrarán a cualquiera como ninguna flor que hayas visto antes. Fuertes, bellas, dulces, listas... como tú.

Cuando él me dijo que me parecía a aquella flor del desierto, simplemente me emocioné. Aquella comparación hizo que mi corazón se enterneciera. Elogios tales solo podían venir de mi tío. ¡Era todo un poeta!

—Gracias tío por esta bellísima sorpresa. Siempre tan atento... ¡Quedé fascinada! —le dije muy contenta.

Cuando intentó seguir mostrándome el lugar, un pobre ayudante chocó conmigo. Al instante se detuvo, se inclinó y se disculpó con suma franqueza.

Si algo había aprendido, de lo poco que sabía acerca de Arabia Saudita, es que los nativos cuando se disculpan lo hacen con gran sentimiento. Nunca escuché un arrepentimiento tan sincero como el de los árabes, sobre todo cuando creían que habían ofendido a alguien.

Mi tío lo regañó severamente. Así que, para que se calmase y no castigara más al joven decidí cambiar de tema.

—Tío me gustaría preguntarte algo más.

—¿Qué cosa? —me dijo extrañado, olvidando por completo al joven.

—La decoración del centro de mesa, es bellísima... pero por qué optaste por las rosas y los jazmines si estos no son provenientes de por aquí —le pregunté con gran curiosidad.

—Por ti Lizzie, por qué otra cosa las elegiría. Las rosas y los jazmines son tus flores favoritas.

Esa fue la frase perfecta, para un día perfecto.

Mientras mi tío me comentaba estas y otras tantas cosas, yo ya había hecho señales al joven para que se fuese, volvió a inclinarse ante mí y huyó espantado.

Ya adentrándonos más en el hotel, comenzó a hablarme del lugar. El hotel había sido construido hacía ya veintidós años. Su estructura era semejante a la del mismísimo palacio del rey, por eso se lo conocía como el hotel de los reyes. Todo aquel que iba ahí, era atendido, cuidado, y respetado como Su Majestad. Las luces, solamente apreciadas al anochecer, hacían parecer como si el hotel estuviera hecho de oro.

Recuerdo que en la entrada, luego de pasar por el centro de mesa, a los costados de los pasillos, se encontraban pequeñas fuentes de agua. Parecía que saludaban a las personas con sus aguas saltarinas. El sonido de las pequeñas cascadas era relajante y hermoso. Transmitía una paz, inimaginable.

Más adelante, el viejo Khalil me llevó a ver las habitaciones: recuerdo que eran tantas que no había forma de contarlas. Era una larga fila de innumerables puertas blancas como el marfil.

Ya en el segundo piso, pude apreciar las bellísimas escaleras, aunque mi tío no me permitió utilizarlas. Prefirió que subiéramos por el elevador, y aquel tenía un panel sumamente moderno. Me llamó terriblemente la atención.

Él me comentó que todos los años se hacían reformas en el hotel de cualquier índole. Si bien deseaban conservar la tradición y algunos detalles de cuando se construyó, siempre buscaban modernizarlo a medida que la tecnología avanzaba. De esa forma, procuraba que no les falte ninguna comodidad a sus huéspedes.

Lo que más me sorprendían eran los candelabros: sumamente llamativos, grandilocuentes... bellísimos. Habían sido instalados el día que el hotel se construyó, y estaban hechos de oro macizo y diamantes reales. Esos detalles hacían de este lugar algo particular y mágico.

Parecía interminable de lo inmenso que era; efectivamente, me encontraba dentro de un palacio: La piscina era gigante, unos treinta y cinco metros de largo y diez metros de ancho. Era muy extravagante. Tanto así, que me hubiera sumergido enseguida de no ser por el hecho de que no sabía nadar.

De pequeña, cuando tenía once años, en mi viaje de egresada me había sumergido en una pileta en la parte más profunda. Mi maestra se descuidó y yo me lancé. Ese día pensé que no sobreviviría; hasta llegué a ver el rayo del sol del cielo a través del agua. Tampoco supe cómo volví a la superficie. Sí sé que me aferré del brazo de una compañera mía, y no deje de llorar. Desde ese momento no fui muy amiga de las piscinas y cosas parecidas. Pero si había algo a lo que no me podía resistir era el mar. Era una de las cosas que más apreciaba de este mundo: las olas, la espuma... era una danza sin fin. Así me ahogara mil veces, nunca le tendría miedo. Después del suceso de aquel día, no quise aprender a nadar, por eso, aún con mis veinte años, no me sumerjo a una piscina que sea más profunda que yo. Si mis pies no pueden tocar el suelo, entonces no entraré.

Existe una bella historia entre el mar y la arena. Mi madre siempre me la contaba: El mar y la arena se amaban tanto, que no querían estar separados uno del otro. Pero su destino era bastante cruel: el mar y la tierra no podían unirse entre sí. Por eso, a veces, vemos como el mar se acerca a la arena un instante, y luego debe volver a su lugar. En ese momento es cuando el mar besa a la arena y se vuelven uno. Aunque sea un instante, solo por un instante.

Aquel segundo era único y especial. El momento en que el mar y la tierra, no podían distinguirse entre ellos. De esa bella unión, podemos ver la espuma, que nos deja la esperanza de que estos antiguos amantes, algún día vuelvan a estar juntos.

Mientras que mi madre me contaba esas historias, mi tío Khalil me contaba, siempre que venía, todas las noches, bellas historias de amor del Medio Oriente. La que más se parecía a la de mi madre, era la historia entre el Sol y la Luna: El Sol y la Luna, también eran amantes, que, por el infortunio, se encontraban separados el uno del otro. Nunca podían estar juntos. El día le pertenecía al Astro Sol, mientras que la noche, le pertenecía a la Brillante Luna.

Pero, cuando se trata del amor, nada es imposible. Por eso dicen que se crearon los Eclipses. Esa era la única forma en que, al menos unos minutos, lograban estar unidos, en una conjunción conmocionante. Podían estar separados por años, pero el tiempo no importaba, cuando estaban juntos, era... maravilloso.

Por eso los Eclipses son tan emocionantes y únicos. La fusión de estos amantes hace que su energía permanezca en el aire, y sea vista y deseada por muchos.

Estas y tantas otras historias me contaba mi tío... todas tan bellas y mágicas.

Después de ver la entrada, cientos de habitaciones y la piscina, el viejo Khalil, me llevó a conocer el spa. Aquello era tan pacífico y paradisíaco. Además de toda la belleza del lugar, de fondo podías escuchar una relajante y exótica música. Sabía que al primer lugar que iría después de desempacar era allí.

Luego se encontraban los restaurantes. No había una gran diferencia unos con otros. Había cuatro, lo que siempre adoraba de cada uno es que eran muy espaciosos y la iluminación era impactante. Las mesas estaban puestas en redondo, con unas hermosas sillas en tonos claros. Cuando te sentabas en ellas, decían, que te sentías como en el trono de un Palacio Real.

Aunque existía algo que me desagradó mucho. En el tercer restaurante estaban las mesas, la luz, el decorado... todo perfecto, excepto las sillas: aquellas eran más bajas que las anteriores y de un color amarillo poco agradable para mi gusto. Sin embargo, no comprendía el porqué de la altura de estas; a eso mi tío contestó que en Arabia Saudita se acostumbra a comer en sillas de baja altura en muchos lugares, similares a unas banquetas, sobre todo para los más ortodoxos. Anteriormente en ese restaurante no había sillas, más bien una especie de almohadones para sentarse. Yo me sorprendí, pero mi tío me explicó que aquello estaba relacionado con la religión. La cuestión de no sentarse en una silla a la hora de comer ya no es muy utilizada hoy en día. Aún es opcional, está el ortodoxo que continúa sentándose en el suelo, con almohadones muy bajos, o está el que utiliza sillas. Esta tradición proviene del Profeta Muhammad. Las indicaciones se encuentran en el Corán, el Sagrado Libro. Con respecto a sentarse, el Profeta Muhammad decía: “Yo como y me siento como esclavo”. En tal asunto, como otros, no es obligatorio para el musulmán seguir su ejemplo, pero puede hacerlo si lo desea. En otros aspectos, como la vestimenta, sí es obligatorio utilizar ciertas prendas; como el niqab que llevaba puesto. Esa prenda era imprescindible para la mujer árabe, y una falta de respeto para la religión sino es utilizado. También uno puede optar, a la hora de comer, si desea utilizar utensilios.

La primera vez que vino a casa el tío Khalil, no puedo olvidar que apenas nos sentamos en la mesa, él dijo una pequeña oración en árabe, y comenzó a comer el arroz con la mano. Ese día, mi madre había preparado arroz con pollo, y de postre sirvió el flan que tanto adoraba. No podía creer lo que mis ojos veían, un hombre comiendo con la mano. Y pensar que a mí me retaban cuando deseaba comer el pollo de esa manera, me obligaban a utilizar los cubiertos. ¡Qué incómodo era eso! Piénsenlo, no poder tomar un buen trozo de pollo con la mano, obligada a comer con cubiertos, y estos astutos hombres religiosos eran educados para comer de la forma en que a mí se me prohibía.

Ese día me revelé: le critiqué en frente de mi tío, el por qué me retaba tan duramente por comer con la mano, cuando alguien mayor que yo, lo hacía. La típica frase: “¿¡Por qué él puede, y yo no!?”

Ahí fue cuando él me enseñó que cada país es único, y tiene diferentes formas de pensar, diferentes formar de sentir, diferentes costumbres, religiones...

Ese momento fue bastante gracioso y memorable: mi madre se puso roja de rabia, y mi padre me regañó por haber gritado en medio de la cena. Mi pobre tío tuvo, no solo tuvo que soportar mi berrinche, sino que, además, esa noche debió cenar con cubiertos. Él casi nunca los usaba, exceptuando alguna cena importante. Se sentía tan incómodo... Desde ese día aprendí que, aunque la gente no sea igual que nosotros; en materia de cultura, ideologías, costumbres... hemos de respetarlas y aceptarlas, sin ofenderlas.

Aún permanece en mi memoria la frase que dijo cuando terminé con mi rabieta: “Mi querida Lizzie tiene razón en una cosa, yo no acostumbro a comer con cubiertos en Arabia Saudita, pero hoy me encuentro en casa de mis amados amigos, y he de seguir sus costumbres. Así pues, como es un día importante, he de comer usándolos. Esta cena es merecedora de ello”.

Siempre era tan dulce conmigo, de alguna forma u otra, él lograba mostrarme un mundo diferente y me enseñaba a, no solo respetarlo, sino que, inclusive, mantenía mi curiosidad viva.

Después de tantas emociones, recuerdos, y recorridos, le supliqué a mi tío que me disculpase; estaba muy cansada, lo único que deseaba era dormir. No podía pensar en otra cosa que en sábanas de algodón, bordadas con hilos dorados... Supo comprenderme y me dirigió a mi cuarto. Aquella era la habitación mejor decorada que haya visto jamás: sus paredes eran blancas, al igual que sus sábanas, delicadas y de un suave algodón; la cama era grande y espaciosa, perfecta para mí, sobre todo, cuando el único pensamiento que tenía en menta era ese: la cama. Aquella estaba llena de almohadas esponjosas, correctamente ordenadas. Sus paredes lisas y suaves, sus cuadros sencillos y atractivos, sus luces eran diferentes... ¡en el cuarto no había candelabros! El baño era muy bello y luminoso poseía una bañera simple, un inodoro de forma cuadrada y un vanitory similar a una bella obra de arte. Además había un lavabo de marrón caoba, con rayas doradas como el oro; el espejo era enorme, con unas luces incrustadas pequeñas y redondas, que he de confesar, eran mis favoritas. El piso tenía unas baldosas espléndidamente blancas. Todo el baño era así.

Creo que la mejor palabra para describirlo sería: brillante. ¡Y su balcón! qué vista más deslumbrante, me sentía como la princesa Badr al-Budur en Aladino y la lámpara maravillosa.

Aquella vista era la más hermosa que mis ojos hayan visto jamás. Sobre todo de noche, mis hermanas las Estrellas y la Luna convivían en total armonía, aunque estoy segura, y podría jurar, que las Estrellas se veían más hermosas esa noche. Era tan reconfortante, tan pacífico...

Desperté horas después, aproximadamente a las ocho de la noche: me sentía sumamente agotada. Deseaba dormir mil años más. Apenas tomé mi celular vi, al menos, cincuenta llamadas. Casi me infarto. Después de bajar del avión, y de ver al tío Khalil, había olvidado avisar a mis padres. Así que lo primero que hice fue llamarlos, pero no les gustó para nada mi falta de atención hacia ellos.

—¡Elizabeth Denis! ¡Cómo te atreves a hacerle eso a tus padres! ¿Nos quieres matar del susto? —me dijo furiosa mi madre—. Por suerte tu tío Khalil nos avisó que llegaste sin tropiezos. Pero yo te pregunto: ¿con esa actitud pretendes que nosotros te permitamos viajar, nuevamente, sola? Te vamos a encerrar de por vida. Prometiste llamar apenas bajaras del avión. ¿Por qué no lo hiciste? ¿Qué te sucede muchacha, o no sabes lo preocupados que estábamos?

En parte tenía razón, yo había dicho que los llamaría enseguida al llegar aquí. No había razón para la que no me gritaran, yo me había olvidado, y ahora estaba pagando el precio. Pero como si eso no fuese suficiente, luego comenzó a regañarme mi padre:

—Elizabeth, estoy muy decepcionado —me dijo de forma muy seca—. ¿No te importa que tus padres estuvieran horas angustiados, hasta el punto de tener que llamar a Khalil? Por poco, tu madre llama a la policía del aeropuerto. Acaso te olvidas de que tienes padres que se preocupan día y noche por ti. Si esto vuelve a repetirse, iré a Arabia y te traeré de regreso. Esta no es la forma correcta de proceder ni de tratarnos Elizabeth.

Mi padre estaba realmente enojado, y mi madre ya se había puesto a llorar. Tal fue el enojo y la tristeza de ambos, que hasta yo me había puesto a llorar. No podía decir ni una palabra. Simplemente intenté que no me escucharan en ese estado.

Pero la verdad de las cosas es que no estaba llorando porque me regañaran, en realidad, lloraba porque los extrañaba mucho. No creí que me sentiría así. Solo quería abrazarlos y aferrarme a ellos, no quería que se preocuparan.

—Los amo —fue lo único que dije.

Mi padre ya se había dado cuenta de mi tristeza.

—Lo sabemos muy bien Lizzie. Nosotros también te amamos, eres nuestro tesoro más preciado. Ni las maravillas de mil mundos se pueden comparar contigo pequeña. Simplemente, recuerda llamar —me dijo ya más calmado.

—Lo lamento mucho, llegué tan cansada... sé que no es una justificación... aun así perdónenme. Los llamaré todos los días a diario, esto no volverá a pasar. Lo prometo —le dije con voz serena.

Recuerdo que mi madre preguntaba de fondo si había comido.

—No se preocupen, enseguida voy a cenar con el tío Khalil. Los amo mucho. Cuídense.

—Adiós Lizzie, come y descansa, así podrás disfrutar de un bonito día mañana. Te amamos pequeña —me dijo de forma muy tierna.

Luego de hablar con ellos, me sentía aún más cansada. Pero había algo más en lo que podía pensar, además de dormir: comer. Tenía mucha hambre. Me bañé de prisa, y me arreglé para poder bajar a cenar. Mientras me cambiaba, alguien golpeó a mi puerta. Me apresuré a atender y vi a un joven muy guapo: su cabello era negro, su piel de color canela, y tenía unos ojos muy profundos.

—¡Hello! —le dije, ya que en ese momento, no se me ocurrió mejor palabra que esa.

—Buenas noches, señorita Elizabeth. Mi nombre es Nasser.

»Yo seré su sirviente mientras dure su estadía en el hotel. Y ahora, es mi deber acompañarla hacia el restaurante.

Estaba muy sorprendida por el hecho de que supiera tan bien el idioma. Hablaba con suma fluidez.

—Nasser ¿verdad? —le dije con confianza.

—Sí, mi señora —me dijo de forma muy obediente.

—Nasser, para mí tú no eres mi sirviente, eres, a lo sumo, un empleado del hotel; y mi acompañante hasta que lleguemos al restaurante —le dije de forma dulce.

—Como usted ordene mi señora —me dijo, nuevamente, de forma muy obediente.

—Nasser, no me digas “señora”. Si bien me da un aire distintivo, puedes decirme Lizzie —le dije con cariño, para que no se sintiera presionado.

Era muy dulce, pero se veía algo nervioso. Eso lo hacía verse más atractivo aún.

—Lo siento mi señora, haré lo que su voluntad desee... pero he de dirigirme hacia usted como mi señora. Esa es la forma apropiada —me respondió nuevamente, igual de serio y obediente que antes—. Por favor, acompáñeme, su mesa ya está lista.

Salí de mi cuarto, y él me acompañó hacia el restaurante, aquel de candelabros dorados, sillas blancas, e iluminado por la luz de mil soles. ¡Qué bello restaurante! Ése era mi favorito. Cuando me senté, sentía que en verdad estaba en un trono.

Enseguida, Nasser y otros ayudantes sirvieron los platillos: en primer lugar, me sirvieron una ensalada llamada Tabbuleh, junto con una salsa llamada Muhammara y Khubz que era parecido al Pan de pita.

Sin embargo, algo había ocurrido, no sabía qué, pero Nasser se había ido rápidamente a la cocina luego de que un hombre se le acercara.

Cuando probé la ensalada, sentí que estaba comiendo un chicle de menta; y si había algo que me disgustaba eran los chicles de menta. Tomé algo de agua, y traté de apaciguar el mentol que había quedado en mis papilas gustativas. Intenté probar esa salsa tan famosa, llamada Muhammara con un poco de Khubz. Si la ensalada me había disgustado, esto no se quedaba atrás. Dicha salsa, tan famosa, era picante. Odiaba las comidas, salsas, o lo que sea que me quemara hasta los dientes.

¿En qué estaba pensando el tío cuando ordenó esta comida para mí?

Ni el agua podía sacarme el extraño sabor que tenía en la boca. Entre la ensalada mentolada y la salsa picante, ya no sabía qué era peor.

Nasser no llegaba con los demás platos fuertes, y realmente estaba hambrienta, ya que desde un día antes de viajar hacia Arabia Saudita, no había comido casi nada por los nervios. Por tanto, el hambre me segó, y salí en busca de alguien que me diera de comer.

Hasta el día de hoy, no tengo idea cómo es que entré a la cocina del restaurante, pero así fue: cuando entré, Nasser estaba discutiendo con un cocinero; pero apenas se percataron de mi presencia, el silencio se apoderó del lugar, todos los ojos estaban centrados en mí. Nasser fue el primero en hablar.

—Lamento la tardanza, mi señora. Pero aún más lamento que haya presenciado esto. Sus platillos estarán listos enseguida —me dijo mientras me miraba firmemente a los ojos con suma vergüenza.

Nasser tenía la voz muy extraña, era una mezcla entre enojo y vergüenza. No sabía qué decir, estaba como aterrado, pero su voz la mantenía firme, con gran dificultad, pero la mantenía. Me acerqué hacia él, con suma elegancia. No quería que se metiera en problemas, pero tampoco quería que me mirara de esa forma.

—Mi querido Nasser, no te preocupes. Por favor, simplemente dame un vaso de vino blanco. La ensalada, poseía demasiada menta, y la Muhammara era muy picante. No puedo quitarme este sabor de la boca —le dije.

En ese momento, Nasser, dirigió una mirada fulminante hacia el cocinero. Me imaginé, enseguida, que algo había tenido que ver con lo ocurrido con mi comida; sin embargo, no dijo nada. Simplemente, agachó su cabeza y me trajo el vaso con vino.

Pero en ese momento, entró mi tío. Todos se inclinaron como si hubiera entrado un miembro de la realeza.

Él sí que estaba furioso, pero cuando me vio se puso blanco como un papel.

—¿Qué está haciendo aquí mi bella sobrina? —me dijo con mucha serenidad y ternura, como siempre me hablaba él.

—Fui a buscar algo de vino. Por cierto, tío, no quiero molestarte, y discúlpame por mi impertinencia... pero por qué me diste esas entradas, sabes que odio cualquier cosa mentolada, y sobre todo las comidas picantes —le dije de forma dulce, sin que parezca una queja a sus servicios.

Era muy extraño, ya que mi tío Khalil conocía muy bien mis gustos.

Apenas le mencioné eso, mi tío se puso rojo de la furia, la sangre le hervía. A pesar de su enojo, me pidió cordialmente que lo esperara en el restaurante y me sentara. Enseguida me servirían manjares dignos de una reina.

Pero yo siempre fui una niña muy curiosa, así que me escondí detrás de la puerta para ver qué había pasado dentro de esa cocina. Pero fue en vano, mi tío comenzó a hablar en árabe. No le entendía ni una palabra. Hasta que tuve la brillante idea de entrar sigilosamente, e infiltrarme entre los cocineros. Le hice señas a uno para que se acercara y así poder preguntarle qué decía mi tío. Él me dijo que estaba furioso porque habían arruinado mi comida y, además, se habían puesto a discutir en lugar de arreglar la situación.

El viejo Khalil... no existía persona tan protectora como él.

Pero el problema fue cuando el cocinero comenzó a echarle la culpa a Nasser. No hacía falta saber árabe para darse cuenta de que Nasser se encontraba en un brete. Enseguida comenzaron, nuevamente, a reñir, mi tío se había puesto aún más furioso, a tal punto que casi los golpea. Claro está, que sin mi traductor, no pude concebir ni una sola palabra de esa conversación tan acalorada. El aire podía tocarlo con las manos y ninguno de los tres, tanto el cocinero, como Nasser y mi tío se encontraban en buenos términos. Por último, hubo algo muy extraño, mi tío se acercó a Nasser y lo miró fijamente a los ojos. Jamás lo había visto mirar a alguien así. Algo le dijo, pero no había forma de saberlo, al menos que le preguntase y eso mismo me dispuse a hacer. Me escapé rápidamente de la cocina sin que el viejo Khalil me viera, y enseguida él se acercó a mi mesa.

—Mi querida Lizzie, cuánto lamento que hayas tenido que pasar por esto el primer día. ¡Además en mi hotel! Por favor, discúlpame. Enseguida traerán tantísimos platillos para degustar y enmendar este gran infortunio —me dijo con suma ternura.

Pero había algo extraño en su voz que no podía vislumbrar. No sé... no parecía mi tío Khalil, más bien, parecía un gerente disculpándose con un huésped por una complicación con la comida. No me gustó mucho, pero no iba a decirle eso, bastante se esforzaba para que mi estadía fuera lo más placentera posible; siempre educado, atento, cordial... ése era mi tío. Pero esa chispa que había en él, ese día se apagó. Realmente estaba muy apenado por lo que había pasado. Lo conocía bien.

Mi deseo era tranquilizarlo, no era de mi agrado que estuviera de esa forma.

—Amado tío, no hubo ningún infortunio. —Tomándole las manos—. Los errores son humanos. Si no cometiéramos errores, estaríamos a la altura de Alá. Bien sabe Él, que el equivocarse es natural para nosotros. Tío, realmente estoy muy feliz, me has hecho pasar un día maravilloso, no puedo quejarme. No te disgustes por esta tontería, piénsalo de esta forma, después de la ensalada Tabbuleh, no deberé lavarme los dientes —le dije con amor y gracia, para que no se sintiera triste.

Enseguida mi tío soltó una carcajada, que hasta la cristalería tembló. ¡Por poco, creía que se nos caería el candelabro en la cabeza!

—Mi amada sobrina, ¡cómo me has hecho reír! No recuerdo cuándo fue la última vez que me reí de esa forma. Mi pequeña Lizzie... de niña eras igual, siempre con un buen sentido del humor. Además de conservar eso, te has vuelto más sabia aún. Cuando iba a visitar a tus padres, recuerdo que, de vez en cuando, tenías reflexiones como estas. Yo siempre estuve tan orgulloso de ti. Tan lista, dulce, pícara... una niña única en verdad —me dijo de forma melancólica.

Él y yo sabíamos que el tiempo había pasado, los capullos se convirtieron en flores, la noche en día, y la niña en mujer.

Después de estas conmovedoras palabras, llegó la comida. Eso sí era un verdadero banquete, qué delicia... Había de todo, y mi tío me explicó qué era cada platillo.

Lo primero que probé fue un platillo llamado kebab. Sabía muy bien: era carne de cordero, asada a la parrilla, y puesta como una brochette. Junto con eso me trajeron, además, una salsa de yogur. Ya eso, me producía náuseas. Salsa de yogur... el yogur era para comer con cereales, no con carne de cordero, decía yo. Pero mi tío me insistió de tal forma que no me quedó otra opción que probarla. En ese momento tuve que retractarme de cada pensamiento que había tenido previamente, aquello era exquisito. Cómo decirlo, era diferente, exótico, todo lo que significaba Arabia Saudita para mí. La salsa de yogur le daba un toque distintivo; natural, simple y delicioso.

Al kebab le siguió el cuscús; es una tontería, pero adoraba ese nombre, cuscús... se asemejaba al nombre de un ave; o tal vez no, pero para mí sí, y me hacía algo de gracia. Si bien era un platillo que se servía para el almuerzo, mi tío decidió que me lo sirvieran de todas formas, porque sabía que lo adoraría y no se equivocó. Me fascinó, estaba hecho a base de sémola y verduras y él había mandado a agregar algo de carne de cordero, mi favorita.

Luego probé el döner, era similar al kebab. La única diferencia que había era que el kebab se presentaba en forma de brochette, y este en forma de taco. Podríamos decir que era un taco mexicano, al estilo árabe. Después de probarlo mi tío recordó el día que vino a casa y le preparamos tacos, mamá había preparado la mayoría con pollo, tomate, lechuga, y salsa a gusto. Había cinco salsas: una de guacamole, otra de mayonesa, otra de tomate, una de mostaza... y otra que no recuerdo de qué estaba hecha. Otra cosa más que cautivó mi atención, era que dos tacos no estaban preparados de la misma forma que los otros. Esos eran para mi tío, y estaban preparados de la misma forma que estos, y ahora que reparo, la salsa era la que estaba comiendo, salsa de yogur griego. Una delicia en verdad. Aunque, recordar a mi madre hizo que me entristezca. La extrañaba mucho, me hacía falta compartir estas experiencias, comidas, y recuerdos con ella.

Pero no había venido a Arabia Saudita a lamentarme, fui a celebrar, a divertirme, que las historias del pasado se apoderen de mí, y me hagan eternamente suya. Sabía que el viaje sería único, y así lo fue. No pudo ser mejor. Y nada, ni nadie podría arruinarlo.

Luego de los deliciosos platillos que habían traído, mi tío deseó que probara el kofta. El kofta eran albóndigas. Por lo general, se preparaban con carne de cerdo, pero como el islam prohíbe el consumo porcino y cualquier derivado, en Arabia Saudita las preparaban con carne de cordero o ternera; e inclusive, en algunas ocasiones se podían preparar con pescado. Estas estaban hechas de las tres formas: cuatro de ternera, cuatro de cordero, y cuatro de pescado. Eran deliciosas, pero mi estómago no podía más. La comida, definitivamente, compensaba cualquier desagrado, nunca había comido tanto en toda mi vida. Comí una de cada una, y sentía que iba a explotar. Pero mi tío no; parecía como si hubiera tomado agua solamente. Como su estómago era más resistente que el mío, había preparado después de toda esa comilona, un postre. Yo no sabía qué hacer, entre la ensalada mentolada, el Muhammara que me dejó la lengua de fuego, y la comida deliciosa que mandó a preparar mi tío, ya no quería saber más nada. Pensar en la palabra comida ya me producía náuseas. No sabía cómo rechazarlo tampoco, así que lo único que se me ocurrió era decirle que me dolía el estómago, y solicitarle permiso para retirarme a mis aposentos.

Pero antes de que yo pudiera decir algo, vino el postre. Tan mala suerte no podía tener... pero apenas lo vi, me quedé impávida.

—Tío, creí que traerías alguna delicia originaria de aquí —le dije, sumamente desconcertada.

—Hoy no Lizzie. Esta noche, debemos comer el manjar más exquisito de todos. Hoy estamos de fiesta mi pequeña, y mañana te esperan una serie de aventuras, ya lo verás —me dijo sumamente entusiasmado.

Aquel postre no era más ni menos que el preferido de ambos: un flan casero con dulce de leche y crema. Se parecía mucho al de mamá.

No era costumbre del hotel, y mucho menos de los cocineros de preparar esta clase de postre, ya que el estilo, era muy conservador en el aspecto alimenticio. Se servían, por lo general, comidas típicas del país. Pero esa noche, ordenó que los cocineros preparasen algo distinto y especial. Y así fue, la velada fue todo un éxito. De tanto comer apenas podía levantarme, en lo único que pensaba era, nuevamente, en dormir. No era muy común en mí, pero, a decir verdad, comer de esa forma tampoco.

Cuando me fui a la cama, podía ver como la luz de la Luna y las Estrellas iluminaban la noche. Era precioso. Me quedé admirando el cielo nocturno, al menos, unas dos horas. Y pensaba en lo feliz que estaba y hasta dónde había llegado...

¡Qué maravilla! Con la brisa impregnada en mi piel, y mi rostro iluminado por la brillante Luna... aun así, había algo que no me permitía dormir: Nasser. ¿Qué le había ocurrido después de que mi tío le hablara y lo mirara de esa forma? ¿Había perdido su empleo? ¿Seguiría siendo mi acompañante? Parecía un buen muchacho, y no quería que tuviera algún contratiempo por mi culpa. Pero de nada servía pensar ahora, cualquier infortunio, y que Alá no lo permita, cualquier desgracia, lo resolvería mañana por la mañana. La noche se hizo para dormir... de vez en cuando. Por lo menos, esta sí. Por tanto, me dispuse a descansar.

Me desperté mucho más repuesta, pero cuando me fijé la hora me di cuenta de que eran las tres de la madrugada. Cuando intenté volver a dormir no podía. Me era imposible conciliar el sueño, daba vueltas para un lado y para el otro. Realmente estaba inquieta, tal vez por comer en exceso, aunque, en realidad, comer produce cansancio. Así sucede con todos los mamíferos... Debido al insomnio, decidir salir a caminar. Adoraba desvelarme en Argentina, pero en Arabia me gustaba aún más. La cuestión era que, si deseaba conocer el país, debía descansar bien y eso es lo que justamente no estaba haciendo. Ahí fue cuando se me ocurrió la idea de tomar algo de leche caliente con un toque de canela, como en las películas. Debía averiguar si era efectivo o, simplemente, una fachada que hacían los guionistas para que la protagonista luzca su figura con tan solo una bata. En mi caso fui un poco más vestida. Por el día, el clima era sumamente agradable, pero por la noche era muy frío. Era impresionante como podía cambiar la temperatura de una forma tan drástica. Esa noche hacía mucho frío, unos tres grados aproximadamente, bajé con un pijama celeste con nubes blancas como el algodón. Estaba extremadamente atractiva, todavía me causa mucha gracia, era como si el cielo hubiera sido dibujado en todo mi cuerpo. Por encima de eso me coloqué una bata, para estar un tanto más discreta.

Cuando llegué a la cocina me encontré con Nasser. No lo había visto en toda la noche, luego del infortunio con el cocinero. Estaba muy feliz de poder verlo:

—Nasser, ¿cómo estás? —le pregunté, suavemente.

Pero en realidad lo único que deseaba preguntarle era qué había sucedido entre él y mi tío.

—Señora, me encuentro muy bien —me dijo desconcertado—. ¿Qué hace aquí tan tarde? ¿Necesita algo? Dígame y yo lo haré por usted —me dijo de forma seria y servicial.

—Simplemente no podía dormir, entonces pensé en comprobar un mito —le dije, de forma que tuviera curiosidad por preguntarme.

—Discúlpeme señora, pero... ¿qué mito desea comprobar? —me dijo sereno, pero a la vez con gran curiosidad.

—¿Nunca viste en las películas, Nasser, que si una joven dama toma un vaso de leche caliente concilia el sueño con mayor facilidad? Eso mismo he venido a comprobar. Así que, por favor, hazte a un lado —le dije con ironía, y suspicacia.

Se dio cuenta enseguida de mi juego, y decidió seguirme la corriente:

—Discúlpeme el atrevimiento, ¿pero usted voló cientos de kilómetros, solamente para comprobar si un vaso de leche caliente la ayuda a conciliar el sueño? —me dijo de forma dulce e irónica.

—¡Exacto! Por ese motivo, le pido no interfiera —le dije, de forma elegante y graciosa.

Era la primera vez que me hablaba tan relajado. Se ve que la noche nos sentó bien a ambos.

—Señora permítame que se lo prepare, por favor. Puedo llevárselo a su habitación. Vaya y descanse, enseguida se la enviaré. —Nuevamente, pero con un tanto de nerviosismo, me habló como un sirviente.

—No, por favor, este es mi experimento ¿lo olvidas? —le dije de forma más tranquila, para que no estuviera nervioso—. A propósito, ¿qué haces aquí a estas altas horas de la noche? Yo también soy curiosa ¿sabes? —le dije de una forma... un tanto traviesa.