La musa precoz - Nani Boronat - E-Book

La musa precoz E-Book

Nani Boronat

0,0

Beschreibung

La fotografía ha sido la última de las bellas artes en ser reconocida como tal y la que menos tiempo ha tardado en serlo desde su nacimiento: es, por ello, La musa precoz. En este ensayo, magníficamente documentado y escrito con una voz muy personal, el autor hace un recorrido por la historia de esta disciplina y por sus grandes referentes y analiza su devenir hasta el día de hoy con un abordaje que aúna la antropología y la filosofía.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 478

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Primera edición digital: octubre 2023 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Nani Boronat Maquetación: Patricia Á. Casal Corrección: María Luisa Toribio Revisión: Adrià Gil Viñuelas

Versión digital realizada por Libros.com

© 2023 Nani Boronat © 2023 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-19435-55-2

Nani Boronat

La musa precoz

La fotografía como fenómeno antropológico

Este libro está dedicado a mi hijo, Marco, y también a Ulviyya, mi princesa de Bakú, mi cómplice.

«…del agujero del cero sale la sin-ceridad».

Augusto Roa Bastos

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Cita

Prefacio

Introducción

1. Génesis

1.1. Una nueva escritura

1.2. Fotografía adulterada e imagen edulcorada

1.3. La gramática de la fotografía: oda a Pavel Florenki

2. El instinto decisivo

2.1. La cámara: un juguete antropológico

2.2. Las tres íes

2.3. Rufufú, el buen salvaje y Carter

2.4. Táctica y estrategia

3. Patologías fotográficas

3.1. Un complejo semántico

3.2. El fotógrafo ludópata

3.3. La acutancia extinguida

3.4. El formato artificial: las tres traiciones de un judas ortogonal

3.5. Fotógrafos sin cámara (el fotógrafo mutilado)

3.6. La fotografía tramposa

3.7. La imagen ergonómica

3.8. ¡Somos criaturas diurnas!

4. Territorios metafísicos

4.1. La herencia surrealista

4.2. La mirada deshonesta

4.3. El refugio zen

4.4. Pictorialismo y pictoricismo

5. Cónclaves

5.1. El principio del final de la historia: a modo de introducción

5.2.… y con Danto llegó la traca

5.3. El concilio del

punk

6. Los tres pilares

6.1. Breve historia de la fotografía (1931). La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica (1935). Walter Benjamin

6.2. On Photography (1973). Susan Sontag

6.3. Hacia una filosofía de la fotografía (1983). Vilém Flusser

7. Breve historia de la fotografía documental en España

Bibliografía

Mecenas

Contraportada

Prefacio

 

Del medio centenar de cuadernos que a lo largo de tres décadas se han venido alojando en las bolsas de mi equipo y de la multitud de horas y días libres que me ha regalado esta triste pandemia ha fluido todo el material de este libro, ensayo o tratado sobre fotografía —que cada lector juzgue cómo calificarlo—. Aunque mi nombre viene vinculado a los oficios de pintor y de escultor, la fotografía ha ocupado siempre un puesto de excepción tanto en la actividad profesional como en mi afición a la escritura. Bromeo cuando digo que se trata de «mi musa amante», con la cual he mantenido leales infidelidades respecto a las otras dos. Tampoco me avergüenza reconocer que este ensayo ha venido germinándose a raíz de un triple fracaso; de mi participación en tres ediciones consecutivas en un prestigioso premio de ensayo sobre materia fotográfica. Fueron tres textos que, al ser rechazados, volvieron a mi absoluta disponibilidad. El periodo de pandemia que hemos padecido por covid-19 puso en marcha la reunión de tales intentos de ensayo junto a todo el material acumulado en mis cuadernos. Sucedieron entonces nuevas lecturas, nuevas correcciones y desciframientos de una letra que, incluso para quien la escribió, resultaba en muchas ocasiones ilegible.

En este ensayo —que algo de autobiográfico tiene— el lector percibirá cierta preferencia nostálgica hacia un tipo de fotografía que resulta exótica para el fotógrafo contemporáneo, una fotografía a la que Vilém Flusser aplicó el hermoso adjetivo de «arcaica» y a la que erróneamente se conoce como «analógica». Con un narrador un tanto travieso que en ocasiones interrumpe, en pocas ocasiones con malos modales, dándonos su opinión y algún que otro consejo o crítica, dejando evidencias de su preferencia por la fotografía monocroma frente al color.

Inicialmente, el ensayo se estructuró en tres bloques: una génesis, un tratamiento psicológico y una tercera parte de contenido antropológico. Tras la propuesta de llevar a cabo su publicación, fueron las reiteradas lecturas en el proceso de edición las que alimentaron ese huerto de dudas, que se dio lugar a un índice completamente diferente al originario, con nuevos capítulos, así como la censura o el solapamiento de otros tantos. El resultado es un texto completamente distinto al original, enriquecido de contenido e intencionadamente caótico que espero que el lector sepa apreciar.

El texto definitivo ha quedado estructurado en siete capítulos que podemos agrupar en tres bloques: un primer segmento que abarca lo que sería el Génesis de la fotografía; una segunda parte, que incluye los capítulos 2, 3 y 4, donde se desarrolla todo el contenido antropológico en torno a la fotografía; y, por último, los capítulos 5, 6 y 7, que aglutinan el componente histórico de la fotografía. Se huye de la ortodoxia a la hora de plantear una historia de la fotografía; más bien, son capítulos que tienen que ver con mi experiencia personal a lo largo tres décadas de actividad como artista plástico y como fotógrafo que, además, corresponden a un periodo muy ajetreado en el ámbito de la fotografía. Seré extremadamente pesado con alusiones a un «momento final del arte contemporáneo», al paso a la posmodernidad, al enlace de los siglos XX y XXI, a la conquista del sistema digital, etcétera. En el capítulo más autobiográfico trataremos de localizar al fotógrafo en el ámbito del punk, situándolo al final de la década de los setenta y en el transcurso de los ochenta. Un entorno del cual fui testigo y en el que se inició mi aventura con la fotografía. Se trata, además, de un capítulo que dedico a uno de mis mejores amigos, que nos dejó hace ya más de una década; es un homenaje a un cómplice de una generación inundada en excesos y con demasiadas vidas fracturadas. También es en este bloque donde siento profundizar más en los tres basamentos de este ensayo, en las tres lecturas que han nutrido gran parte de mis reflexiones.

Concluye el libro con una crítica a la historia de la fotografía universal, que ha sido dogmatizada e impuesta desde el monopolio del imperio Kodak. Contraatacamos con el esbozo de una «abreviada historia de la fotografía española», con la convicción de que por cada uno de los fotógrafos que Walter Benjamin y Susan Sontag nombran como insignias históricas en sus respectivos inventarios podemos asignar a un digno sustituto de nuestro ámbito hispano. Otro de los frentes de este contraataque es en mi lucha particular en favor de la utilización de términos de nuestra lengua española asociados a la fotografía. El lector percibirá mi rechazo a emplear ciertos vocablos; términos como fotografía analógica, street photography o el ambiguo término de velocidad, tan mal aplicado al referirse al tiempo de obturación.

He escrito el libro pensando en quienes se inician profesionalmente en la actividad fotográfica, tratando de llenar un vacío que se percibe en la formación impartida por muchas academias, donde se refleja cierta escasez de un material humanístico dentro del oficio de la fotografía. Por supuesto que son necesarios tanto el contenido técnico como todo el material histórico, como igual de necesario es el ingrediente humanístico, no solo en la fotografía, sino en cualquier otro aprendizaje. Mi propuesta empieza con el intento de generar un contenido antropológico, psicológico y filosófico que no esté basado en teorías ni en escuelas ya consagradas sino más bien focalizado en el mismo acto de fotografiar, prestando una especial atención a lo que hemos llamado «las tres íes»: intuición, instinto e imaginación.

El estilo es intencionadamente caótico y mantiene una estructura capitular que por momentos parece no guardar una continuidad lógica. Se repiten determinados argumentos en distintos capítulos, el motivo no es otro que enriquecer el contenido según sea demandado en cada parte del texto. Se pretende que el lector estire su lectura particular generando sus propios argumentos e invitar a la reflexión en cada uno de los párrafos que componen el ensayo.

Al tratarse de un libro sobre fotografía, con mayor justificación se ha impuesto la escasez de imágenes ilustrativas, exceptuando la de la portada, Ciclista en Nueva York, de 2011. Tampoco se entra a analizar la obra de fotógrafos ejemplares, tan solo circunstancialmente se comenta el trabajo de un par de ellos. En el último capítulo se nombrarán a muchos autores españoles, pero sin aludir en detalle a su obra; mi intención es inducir al lector devoto a que componga su propio inventario, colocando en esas casillas a los fotógrafos que crea oportunos.

Es este un texto que puede ser tratado, recibido, análogamente a como se haría frente a una escena que va a ser fotografiada, es decir, sin un orden impuesto de izquierda a derecha ni de norte a sur, dejándose seducir por los fragmentos que le aporten interés y por los desafíos. Cualquiera de los siete capítulos puede ser el primero o el último, pueden incluso fragmentarse y adherirse partes a capítulos contiguos.

Durante los treinta días que duró el crowdfunding dos personas importantes en mi vida nos han dejado y, aunque no es necesario nombrarles en los agradecimientos, sí considero justo hacerlo en este prefacio. Ambas han tenido presencia y relevancia en mi faceta como fotógrafo; sus respectivas auras —usando un término de Walter Benjamin— están presentes en muchos rincones de este texto. Una de ellas fue mi tío carnal, Jose María. M. C., quien, a principio de la década de los ochenta, en una tarde de verano y al borde de una piscina, enseñaba a su sobrino adolescente los fundamentos del manejo de su kónica. A partir de ese instante ya no me separaría de una cámara. La otra es Marta D. C., una mujer extraordinaria y amiga leal con quien compartí mucha fotografía, sobre el andamio, en los años en los que desempeñé la actividad de restaurador.

El presente ensayo se ha nutrido de multitud de lecturas, en menor cantidad, precisamente, las que tienen que ver con la materia fotográfica. Los dos años de confinamiento me han regalado un reencuentro con autores que tenía descuidados, como Homero, santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz, Cervantes, Dostoievski, Augusto Roa Bastos, Josep Pla o Manuel Chaves Nogales, entre muchos otros. De algunos de ellos, alguna frase o anotación ha quedado impresa en estas páginas.

Quisiera prevenir al lector de un encuentro con un un texto que, a pesar de la claridad de su índice, es laberíntico y viene cargado de contradicciones y de ficciones; por tanto, en la libertad imaginativa de cada cuál estará el cómo interpretarlo. Se trata de un texto escrito por quien no se considera ni pretende ser escritor, tampoco historiador, filósofo, ni mucho menos antropólogo, sino más bien un escultor en el cuerpo de un pintor, que reflexiona sobre la que considera como su musa amante, sobre una manera más de dibujar.

Múnich, septiembre de 2022

Introducción

 

El particular sonido de obturación emitido por aquellas viejas cámaras fotográficas venía generado por un mecanismo de automatismo interno que nos regalaba la melodía de los dioses. El acto de fotografiar traía consigo una sinfonía industrial interpretada por el avance de la película, por la recarga del obturador y por el abatimiento del espejo, que ofrecían una estimulante banda sonora que muchos hoy añoramos; un sonido que hoy los fabricantes simulan electrónicamente en las cámaras provocando un efecto placebo que al oirlo transforma al fotógrafo en un Ulises, cautivado por los cantos de las sirenas. Son placeres que bien entenderán los amantes del motor, sensaciones que provocan sonidos como los que emiten los pistones de una Harley.

La alianza entre el fotógrafo y su cámara es fundamental en el acto de fotografiar, una acción que arranca con una primera mirada antes de precipitarnos a analizar, seleccionar y capturar una pequeña porción de realidad. Un segundo aspecto —y no menos importante— consiste en una especie de celebración erótica que produce la germinación de una fotografía en cooperación con nuestro propio organismo. Pero no se trata únicamente de lograr el control en esa conexión entre cuerpo y cámara con el objetivo de obtener unas fotografías bien expuestas, no movidas o sencillamente correctas; la sorpresa llegará al descubrir aspectos positivos en algunas de esas fotografías que canónicamente se consideran malas. Fotos en un principio fallidas, con la nebulosa propia de una exposición descontrolada o ligeramente veladas o con la aparición espectral de elementos con los que no se contaba. Fotos con la presencia de agentes móviles que deambulan por delante del objetivo produciendo siluetas fantasmagóricas. Todo ello comenzará a sugerirnos un material muy valioso que probablemente termine configurando aquello que delata a nuestro estilo personal, un complemento sin duda erótico en el sentido de producir una atracción fuera del alcance de lo razonable, causado por una imagen desenfocada, movida u ortodoxamente mal ejecutada. Una imagen que terminará cautivándonos hasta el punto de llegar a ser una de nuestras más cotizadas fotos.

Fotografiar consiste en algo más que mirar y en algo más que en disparar. Acierta quien la llama cámara, puesto que dentro de ella suceden cosas misteriosas. El pintor Joan Miró, en su intento por asesinar a la pintura, nos dejaba bien claro que cuando las reglas no se rompen, los desafíos tampoco tienen sentido y, por tanto, los avances no se producen. Si algo hemos sacado en claro del arte del siglo XX es que una actitud rebelde puede ofrecer buenos resultados, es más, en muchos casos supone una apuesta segura por el caballo ganador.

Joan Fontcuberta, en su ensayo La furia de las imágenes, nos definía aquel presente de 2015 como tiempo de la post-fotografía, enfatizando el carácter efímero que han adquirido las imágenes digitales actuales, sometidas a un periodo de caducidad que es breve. Destacaba, además, su facilidad de clonación. Fontcuberta nos alertaba de una nueva fórmula que venía para quedarse y que nos sometería al feroz dinamismo de un sistema dominado por las imágenes, un mundo donde los principios fundamentales de la fotografía tradicional, que venían marcados por la memoria y la veracidad, se han devaluado, dando paso a una era marcada por otros criterios, en los que la manipulación y el fake resultan bienvenidos.

El tráfico feroz de las imágenes nos ha llevado a determinados fenómenos que hoy han quedado normalizados en las redes sociales. Se trata de aplicaciones gestionadas desde nuestros dispositivos móviles para los que una imagen de alta resolución resulta pesada e incómoda para ser distribuida ágilmente; por ello, la apuesta tecnológica se ha centrado en resolver el problema con procesadores cada vez más potentes en el interior de nuestros teléfonos, smartphones cuya lente no es mayor al tamaño de una lenteja. Se ha generado tal atmósfera visual que el ser humano se ha visto necesitado a mutar su procesamiento mental, es decir, su percepción, y todo por pura subsistencia, para no caer en en un estado de locura. Esto ha generado un nuevo cuadro de patologías que hasta no hace mucho eran inexistentes.

Vilém Flusser, en su controvertido ensayo de 1983, nos dirá que «con la aparición de la fotografía se cierra el ciclo que se inició con la escritura, en donde los textos nacieron como una forma de hacer al mundo imaginable, textos que fueron perdiendo esa capacidad mágica…, hasta que la producción técnica no manual llegó para salvarnos». Cabría preguntarse si el concepto «producción técnica» en Flusser, corresponde al mismo al que cinco décadas antes se refería Walter Benjamin cuando hablaba de Thechnischen Reproduzierbarkeit (reproductibilidad técnica); de ser así, pudiera parecer que Flusser y Benjamin resultan opuestos en este aspecto o que, simplemente, estamos ante un teórico optimista frente a otro que es pesimista. Walter Benjamin, en su ensayo de 1933, nos transmite que las imágenes tomadas directamente de las obras de arte carecen por completo de esa aura que caracteriza a cualquier obra de arte. Esto nos distancia de la cualidad sanadora de la fotografía que proclama Flusser: «… hasta que la producción técnica llegó para salvarnos». Interpretamos con Flusser que la fotografía llegó para salvar al fotógrafo, perjudicando con ello a la obra de arte: esto es lo que precisamente apreciaba Benjamin. En Flusser notamos un sentimiento total de exclusión de la fotografía en el terreno de las bellas artes, algo que no apreciamos en el texto de Walter Benjamin. El pensador checo toma posición desde una concepción tecnológica de la fotografía. Hay que tener presente que en el medio siglo que separa ambas publicaciones han sucedido grandes acontecimientos. Son cinco, las décadas en las que el mundo ha experimentado una evolución tecnológica mucho más acelerada que en en cualquier otro periodo equivalente en la historia anterior. Flusser escribía en los inicios del posmodermismo, mientras que Walter Benjamin lo hacía desde los tormentosos años treinta, y lo hacía bajo los efectos de una pesadilla personal que le conduciría al suicidio. Pero en medio de ambos surgiría On Photography, una recopilación de seis ensayos con los que Susan Sontag establecerá el puente entre ambos autores.

Estos tres textos, el de Benjamin, el de Flusser y el de Sontag, estarán bien presentes a lo largo de este ensayo. Son algo así como tres evangelios que amalgaman una biografía de la fotografía hasta nuestros días, una disciplina adolescente cuya historia todavía queda algo fresca como para ser canonizada.

Una de las simientes del presente ensayo está en la conclusión de que el fotógrafo no surgió a raíz de la invención de la disciplina fotográfica allá por el primer tercio del siglo XIX, ya que podemos imaginar a un primer homínido fotografiando con su retina y con su imaginación. La historia, dogmatizada, es más bien breve y su inicio se remonta a la aparición de la escritura; sin embargo, mucho había llovido anteriormente, a pesar de no contar con testimonios escritos de tales relatos.

Utilizando la misma tierra con la que trabajaba, el alfarero Butades de Sición fue el primero que modeló retratos de arcilla, en Corinto, a causa de una hija suya que estaba enamorada de un joven; cuando este se marchó al extranjero, ella trazó una linea alrededor de la sombra de su rostro proyectada en una pared por la luz de una lucerna y a partir de esa línea, su padre la modeló en arcilla.

Plinio el Viejo. Historia Natural. Lib. 35, 151.

Con esta fábula, Plinio nos describe el nacimiento del dibujo en la Grecia del siglo VII a. C., pero, además, Butades y su hija estaban poniendo en práctica los rudimentos de la fotografía. El alfarero materializó el recuerdo del amado de aquella joven: el avatar. El mismo retrato de la amada que el soldado guarda en el bolsillo de su guerrera, el mismo retrato de ese hijo que muchos usamos hoy como salvapantallas en nuestro teléfono. La silueta trazada por la hija de Butades no pretendía ser una obra de arte. Tampoco lo que modeló su padre en barro tenía tal pretensión. No buscaban mostrar sus aptitudes o destrezas; únicamente se trataba de delinear con la punta de un carboncillo la línea de contorno de la sombra del amado proyectada sobre la pared. Un mínimo descarrilamiento o un fallo en el rumbo de la mano harían que tal silueta se desvirtuara de la realidad. No resultaría entonces la representación del amado de aquella joven, sino la de otro ser.

Lo que la hija del alfarero elaboraba no era otra cosa que lo que veinticinco siglos más tarde sería un negativo fotográfico. Butades, el alfarero, se encargaría de positivar aquel negativo. El resultado funcionalmente sería el mismo que han tenido las fotografías que son recordatorios de nuestros seres queridos, las mismas fotos que hoy guardamos en nuestras carteras o aquellas que, enmarcadas, colocamos sobre las mesitas de nuestros hogares.

Veintisiete siglos más tarde, en 1936, Walter Benjamin publica en la revista Zeitschtift for Sozialforschung un brillante ensayo traducido al español como La obra de arte en la era de sus reproducciones técnicas. Sin saberlo, Benjamin pone en entredicho a Plinio y lo hace a través de un ensayo que para unos cuantos­ teóricos marcará el inicio del llamado arte contemporáneo, cuestionando con ello la noción romántica de la obra de arte (no hay consenso en cuanto a la fecha de inicio del llamado arte contemporáneo. Arthur. C. Danto lo sitúa en 1964, coincidiendo con la fecha de inauguración de la exposición de Andy Warhol en la galería Stable de Nueva York). Benjamin nos hablará del aura como certificado de autenticidad de la verdadera obra de arte. Un aura que con la continuada contemplación termina por diluirse: ¿se refería con esto Benjamin al aburrimiento como una de las patologías del hombre contemporáneo? Además —afirma Walter Benjamin—, el aura no se transmite cuando estas obras son reproducidas, bien por fotografías o por cualquier método de reproducción técnica —incluyamos entre estos procedimientos, también al calcado y al perfilado que puso en práctica la hija de Butades—. Aquel icono que modeló Butades, no hay duda de que para su hija enamorada constituía una verdad. En aquel contorno se encerraba esa sin-ceridad de la que nos habla el protagonista de la novela de Augusto Roa Bastos, esto es, la presencia de su amado. El aura de aquel retrato, según Benjamin, no debía existir, y sin embargo Plinio nos transmite justo lo contrario. Si aquello fue o no causado por la subjetividad de la joven, tampoco estábamos ahí para poder juzgarlo. Tan solo la imaginación de la joven proporcionaba el contenido humano que había en aquella pieza de barro elaborada por su padre, el alfarero.

En su Historia natural, Plinio el Viejo nuevamente nos aclara la duda contemporánea, ilustrándonos con la fábula protagonizada por los dos máximos exponentes de la pintura en la antigua Grecia: Zeusis y Parraso.

Se cuenta que este último (Parraso) compitió con Zeuxis: este presentó unas uvas pintadas con tanto acierto que unos pájaros se habían acercado volando a la escena, y aquel presentó una tela pintada con tanto realismo que Zeuxis, herido de orgullo por el juicio de los pájaros, se apresuró a quitar al fin la tela para mostrar la pintura, y al darse cuenta de su error, con ingenua vergüenza, concedió la palma a su rival, porque él había engañado a los pájaros, pero Parraso le había engañado a él, que era artista. (Libro 35, 65).

En el mundo contemporáneo, iniciado en 1789 con la Revolución francesa, ha calado el método evolutivo, incluso antes de que Charles Darwin lo formalizara. Cualquier teoría de corte evolucionista enfoca sus argumentos hacia un objetivo indefinido, quedándose con los acontecimientos que le son favorables y deshaciéndose de lo inconveniente. Así, la historia compuesta de la fotografía ha seguido el molde de las corrientes evolucionistas. Pero una cosa es la evolución y otra bien distinta son las teorías evolucionistas, que siguen todas ellas un mismo patrón, esto es, mejorar lo presente, que a su vez es una mejora de lo anterior.

Vivimos una progresiva historia del arte moderno que se inició en el Renacimiento; y así, con la llegada de la modernidad en 1453, fecha que marcó la caída de Constantinopla y el final del Imperio bizantino, caducó la etapa medieval. La fotografía nació en la década de 1830, en plena transición del romanticismo al idealismo. Subrayemos que aquel invento fue presentado en la Academia de Ciencias parisina y no lo hizo en la Academia de Bellas Artes: su curso evolutivo ha sido por tanto científico y progresivamente tecnológico. No será hasta la llegada de las vanguardias —y especialmente el surrealismo— cuando se le considere potencialmente como expresión artística. Plinio el Viejo, en el siglo VII a. C., ya había planteado todo esto en la fábula de Zeuxis y Parraso. Las uvas que pinta Zeuxis engañan a los pájaros —es el emblemático mono que no solo sabe pintar, sino que además entiende el arte contemporáneo—; a su vez, la tela que pinta Parraso posee tal realismo que el mismo artista Zeuxis, supuesto experto en la materia, cae en la trampa, confundiéndola con un objeto real. Se trata del trompe-l’oeil que se atribuyeron los artistas del Barroco: el trampantojo, el engaño, la trampa visual, las amistosas y leves patologías de la mirada; en este caso, la mirada fotográfica.

Al introducir un palo en el lago se quiebra su rectitud, es así como lo percibimos. Para nosotros esa rotura del palo es una realidad, no hay duda de que está quebrado. Pero al sacarlo del agua tampoco nos sorprendemos por su rectitud. Lo aceptamos a través de la experiencia y conocimiento del agua ¿Se trata entonces de algún misterio, de magia o, simplemente se trata de las leyes de la reflexión y la refracción en relación con la densidad de los fluidos?­ La fotografía no nos da las respuestas, únicamente nos hace partícipes de la experiencia de todo aquello que sucede en el interior de una cámara oscura. Sin embargo, querer comprender nos produce verdaderos quebraderos de cabeza. Si quisiéramos entender cómo se han producido esas deformaciones de los cuerpos cuando fotografiamos a exposiciones cortas tal vez seguramente que dejaríamos de maravillarnos por ellas y, tal vez Roland Barthes no se hubiese planteado nunca la existencia del studium y del punctum en una fotografía. Tampoco Walter Benjamin hubiese formulado la implicación del aura.

Es cierto que con la llegada de la fotografía un grupo muy concreto de pintores encontró una aliada: eran los retratistas de miniaturas. Por fin, la nueva sociedad burguesa no tardaría en ponerse al nivel de la aristocrática y colgar en sus salones los retratos familiares en formato fotográfico. Pero tampoco debemos pedir responsabilidades a la fotografía, no es la culpable del surgimiento de las nuevas formas de pintar. Resulta ingenuo y sospechoso hacerla cargar con el muerto de los nuevos rumbos que toma la pintura desde finales del siglo XIX. Las nuevas formas de hacer arte sencillamente evolucionaron subiéndose al vagón del progreso, acordes con el hábitat al que pertenecían, con el nuevo aspecto que iban adquiriendo las ciudades y los medios de transporte, el armamento, las vestimentas y la sociedad en general.

William Turner siempre fue el primero de los pintores en tratar de plasmar el desafío de la velocidad en sus lienzos. Aquellos paisajes que percibía a través de la ventanilla del vagón de un tren se movían, iban y venían. Turner observaba cómo las líneas de fuga de las perpendiculares que alineaban los campos de viñedos, incesantemente, pasaban de trazar trapecios a rombos. La modernidad trajo, entre otras cosas, la posibilidad de desplazarse sobre aparatos mecánicos a velocidades nunca antes experimentadas; aportó cambios de sistemas de referencia, simultáneos, con ejes que se compartían y eran múltiples. Las nuevas percepciones de la velocidad nada tenían que ver con lo experimentado con anterioridad a lomos de un caballo o sobre un carro empujado por bueyes.

El filósofo alemán Peter Sloterdeijk, dedica el primer capítulo de su libro El imperativo estético a «lo sonoro» y nos da una clave interesante cuando, sin decirlo explícitamente, nos invita a concluir que «la vista» es el último de los sentidos que el humano pone en funcionamiento es el último y el mas torpe de los sentidos. Esto hace que sea el sentido perceptivo del hombre en el que se producen más cuestionamientos y engaños, al estar en constante estado de aprendizaje y siembre dispuesto a dejarse sorprender. Pudiera se ser este el motivo de la fascinación que el humano siente hacia las llamadas artes visuales.

Desde el interior del vientre, el feto percibe la sinfonía que emite el cuerpo de de su madre, también disfruta de la música que se produce fuera de ese hábitat placentero; sin embargo, no ve. Incluso tras su nacimiento tardará días o semanas en poder utilizar los ojos. La mirada del neonato parte de cero, iniciando así un aprendizaje que se verá influenciado por el hábitat en el que crezca. A diferencia del oído, el tacto, el olfato y el gusto, que vienen estimulados y con los deberes hechos desde antes del nacimiento, la vista, la mirada, comenzará una aventura en paralelo al desarrollo de la personalidad del recién nacido. Por ello, será este el sentido al que más atención ponga desde que empiece a funcionar su visión. La mirada es una actividad en constante aprendizaje, a la que los occidentales exigimos respuestas derivadas de la razón. Por eso la mentira visual es sin duda la más cuestionada. Sin problema aceptamos la limitación de nuestros oídos, entendemos perfectamente que existen longitudes de onda para las cuales nuestra percepción no está capacitada; respecto a la visión somos bastante más juiciosos. Todo aquello que no entre por la vista tendemos a calificarlo de falso; cuestionamos incluso a las alucinaciones visuales que producimos desde nuestra voluntad, responsabilizando de ello a nuestra imaginación.

Son, por tanto, la curiosidad, la sorpresa y el juego los ingredientes indispensables que junto con las tres íes (intuición, instinto e imaginación) participan en el desarrollo de la actividad fotográfica del ser humano. Esta ecuación estará bien presente a lo largo toda nuestra lectura.

1. Génesis

 

Desde el Paleolítico el hombre retenía las hermosas puestas de sol en los archivos de su memoria, pero tuvo que esperar hasta 1839 para inventar ese artilugio que le permitiese apoderarse de tales imágenes y compartirlas[1].

Hasta hace no mucho, había un recurso muy extendido entre los fotógrafos de oficio que consistía en forzar los rollos de película. Todo empezaba con engañar al sistema de fotometría de la cámara, haciéndole creer que en su interior se albergaba un carrete con una sensibilidad de un iso distinto al que en realidad portaba. Con este recurso se resolvían situaciones de luz complicadas y se lograban fotografías de difícil ejecución. El problema era que luego el carrete se sometería a un proceso de revelado en el que tal engaño afectaría a todo su contenido. Generalmente, el resultado era apto, aunque dejaba mucho que desear. Eran situaciones en las que, en cuestión de definición y de grano, la calidad se devaluaba. Pero la foto salía y, si el tema lo merecía, quedaba absuelta y sin penitencia. La foto se publicaba y con ello su autor cubría las necesidades económicas de aquella jornada. Sin embargo, a diferencia de lo que se da en el proceso digital actual, no se iniciaba y concluía el proceso en el interior de la cámara, sino que se trataba más bien de una cadena de producción en la que un técnico de laboratorio jugaba un papel crucial. El riesgo mayor, recordémoslo, consistía en sacrificar todo el contenido de un carrete en beneficio de un único fotograma. Se condenaba así a las treinta y cinco[2] fotos restantes. Con la llegada de los sensores digitales se erradicó por completo este problema. Sin embargo, hoy reconocemos que valores como el instinto, la intuición o como la autoconfianza frente una situación de no retorno se han ido adormeciendo poco a poco hasta influir negativamente en unos resultados que, en comparación con los que se lograban a finales de la década de 1980, se han despojado de un valioso componente artesanal.

Flusser nos aclara que «fue la entrada en escena de la industria fotográfica lo que concluyó un ciclo que se había iniciado hace varios miles de años con la escritura»[3]. Leyendo a Flusser, deducimos que la fotografía no inició una nueva disciplina narrativa, sino que más bien cerró un periodo. Si algo tienen las buenas reflexiones es que nos abren puertas hacia nuevas lecturas, todas ellas válidas; algunas extienden nuestro razonamiento por distintos cauces que, a pesar de sus disparidades, nos terminan conduciendo a la misma casilla de salida. Hasta releer a Flusser, yo siempre había entendido a la fotografía como un enlace directo con la pintura. Esta relación íntima con la narrativa escrita que el filósofo checo nos propone desvela muchos interrogantes que como pintor me han tenido obsesionado durante décadas. Me equivocaba al creer que, inicialmente, el uso de la fotografía por parte de algunos pintores correspondía a ciertas limitaciones técnicas que ellos mismos padecían. Sospechaba que la fotografía había llegado para compensar las incapacidades de muchos pintores y, por tanto, y aprovecharse el fotógrafo de esa condición narrativa que la fotografía mantiene en íntima cercanía con la escritura, algo de lo que también se beneficia la pintura.

Desconfiemos entonces de aquel argumento que defiende que «la entrada en escena de la fotografía a mediados del siglo XIX supuso cierta emancipación de determinada pintura que se encontraba secuestrada por el academicismo». En buena medida, la fotografía iniciaba el rumbo con el que comenzaban a calentar motores una nueva generación de pintores impresionistas. Mas tarde llegarían los -ismos, con los fauvistas y cubistas inicialmente; después, serían los surrealistas, constructivistas, dadaístas, neoplasticistas, futuristas, etc. Se sumaba toda la efervescencia industrial de aquellos años, que por evolución favorable a los intereses de la época, llevará a dos guerras mundiales consecutivas.

Una vez más, un nuevo hombre entraba en escena, repitiéndose así la historia que un siglo atrás ocasionó la Ilustración y que cuatro antes hiciera el humanismo renacentista. Pero esta vez se trataba de un hombre mucho más devoto a las máquinas y a los inventos que a los enfrentamientos teológicos; un hombre complacido de ser el más moderno de la modernidad; un hombre fascinado por los automatismos y por la velocidad. Si con la ilustración, en virtud de la ciencia y el progreso se había logrado despojar al hombre de la religión; y si anteriormente, con el humanismo, se había consolidado la confianza en el aristotelismo y se había consumado el ungimiento del hombre frente a la naturaleza a su servicio y beneficio; la confirmación definitiva, llegaría con la revolución industrial que comenzaba a dar sus primeros frutos a mediados del siglo XIX. En aquel vagón viajaba precisamente la fotografía, junto al grueso de la maquinaria de reproducibilidad industrial, formada por la propaganda, la publicidad y el diseño. Recordemos que fue la misma nación francesa la que compró a su ciudadano Louis Daguerre la patente que consagraba a Francia como patria natal de la nueva musa. Aquel logro científico, que se presentaba en la Exposición Universal que la capital gala organizaba, aportaba a su anfitriona cierta supremacía en sus aspiraciones por consagrarse como capital industrial y cultural del planeta. Por otra parte, los líderes se tomaron muy en serio la propaganda social, una gema que pulirían a su interés para dar servicio a los nuevos aires revolucionarios que emergían en el corazón de Europa.

En 1889 se instaló en el centro de París una enorme torre de acero, desde la cual se percibía una ciudad completamente distinta y moderna. Un curioso mar de tejados plomizos se expandía ahora en torno a los puentes del Sena. No hacía falta que un pintor cargado con kilos de aparejo y soportando vientos y tempestades subiera diariamente a pintar desde lo alto de aquel coloso de acero. Un fotógrafo podría obtener en un par de horas una panorámica de aquel nuevo París. Recordemos el eslogan que en 1888 impuso el visionario Eastman Kodak: «Usted oprima el botón, nosotros haremos el resto»[4]. Lo que en un principio fueron imágenes obtenidas a través de aparatosas cámaras, venían presentadas sobre superficies emulsionadas, con fórmulas químicas no desveladas por sus operarios. Cuando se inauguró la Torre Eiffel, ya empezaba a ser minoría aquel tipo de fotógrafos que competían con la cada vez más popular fotografía «instantánea». Contrariamente a lo que muchos apocalípticos diagnosticaban, la fotografía, no habiendo matado a la pintura, ponía a nuestro alcance nuevos y atractivos senderos por los que explorar. Capaz de narrar sucesos y de mostrar escenas de forma autónoma, la fotografía constituía el aliado perfecto para los relatos escritos. ¿Aprovecharía la pintura este descubrimiento para emanciparse de toda la carga de figuración narrativa de la que empezaba a sentirse esclavizada? Muchos sostienen que la fugaz popularización de la fotografía fue el detonante en la expansión de las llamadas vanguardias a inicios del siglo XX. A esto hay que sumar otras causas históricas, como el final del colonialismo, el desarrollo de la aviación, la transmisión por ondas de radio, la formulación energética de Einstein, el motor de explosión, la aparición del caucho, el desarrollo del petróleo en compuestos polímeros, los avances farmacéuticos y un sinfín de inventos y descubrimientos que comenzaban a cambiar el panorama mundial.

Ante tal flujo de acelerados cambios, muchos pintores se sentían incómodos con esa espiral que amenazaba su trabajo. Una recién nacida fotografía se estaba apoderando de la función de documentar realidades de interés social, y con ella podían los pintores hacer un ejercicio de introspección, despojándose del agobiante corsé que suponía la tradición y accediendo a los mismos mares por los que navegaban los inventores cazadores de patentes, los científicos y también los filósofos y filólogos.

Un nuevo oficio llamado «fotografía» se ponía en marcha, aunque no se puede decir que fuera por exclusividad de los pintores. Muchos aristócratas, ociosos y fascinados por aquel invento, podían costearse los equipos que inicialmente encargaban fabricar a los ebanistas y artesanos del vidrio. Esta nueva afición permitía a aquel selecto grupo de fotógrafos asignarse exclusividades sociales al retratar los lugares más inhóspitos y exóticos del planeta. A esa fiebre por las expediciones y aventuras de la era colonial, se sumaron estos intrépidos retratistas de paisajes con sus equipos voluminosos y difíciles de transportar. En 1860, el británico Roger Fenton, se desplazó desde las islas británicas hasta las costas del mar Negro en una carreta tirada por caballos, cargando un aparatoso equipo de fotografía para documentar la guerra de Crimea. Walter Benjamin, en su Breve historia de la fotografía, nos propone a Fenton como el primer documentalista de guerra. Un año después, unos cuantos fotógrafos —Mathew Brady entre ellos— harán lo mismo en la guerra de secesión norteamericana.

La velocidad no la marcaría ahora la carrera de un caballo, sino las locomotoras de vapor y los primeros aeroplanos. Se abría el ojo del espectador a nuevas fronteras que no requerían ya de la destreza de los pintores. Con una simple cámara, un aviador documentaría las posiciones enemigas desde un biplano o desde un globo aerostático, y un periódico prescindía de las ilustraciones de sus dibujantes, publicando en solo tres tonos de gris imágenes de los acontecimientos que la nueva modalidad de reporteros obtenía con sus cámaras. Aquellos primeros fotógrafos desplazaron a los ilustradores en los periódicos, tal como hoy hacen las agencias y bancos de imágenes, que hacen que se prescinda cada vez más de los fotorreporteros.

Fenómenos de hoy, como Instagram o Facebook, en los que el receptor y el emisor son prácticamente la misma persona, donde basta con pulsar en el icono de la orden «compartir» para convertirnos en cómplices responsables de una imagen; así, la autoría de esa primera fotografía genérica apenas tiene valor una vez que queda sumergida en las redes. Estos medios requieren como materia prima imágenes de calidad pobre, al menos técnicamente, imágenes sin aspiraciones a verse impresas en papel. ¿Qué significa ser «co-responsables»? Hemos visto que la autoría queda relegada en estos casos a un tercer puesto. En el instante en que incorporamos una imagen al sistema, esta queda totalmente huérfana de autor, se emancipa y comienza a ser compartida, de tal modo que quien ejecute la orden de «compartir» debe asumir su responsabilidad sobre el contenido de dicha imagen. Aquí surge el fenómeno del fake, un acto que a menor escala resulta ser delictivo al tiempo que democratizado. Es este y no otro el detalle que Facebook no supo apreciar, del cual Instagram se ha aprovechado promocionando la «autoría», penalizando el secuestro de imágenes entre usuarios: las imágenes se pueden visionar, se pueden intercambiar los mensajes de texto, se cierran incluso acuerdos comerciales, se puede acceder a cualquier perfil y se puede acceder a terceros usuarios (amigos de amigos). La mejor ventaja que ofrece es no dar posibilidad de apoderarnos de una imagen ajena; al menos, desde el funcionamiento de la aplicación siempre se podrá generar una nueva imagen bajo el recurso del «pantallazo». Pero esto supone generar una nueva foto con nuevo código de identificación. Una vez más, «quien pone la norma genera la trampa». Por otra parte, los responsables de estas plataformas, con astucia, partieron de las exigencias de aquellos voluminosos dosieres que no hace mucho confeccionaban los pintores, escultores y fotógrafos para mostrar sus obras; o de los books que actores, actrices y modelos portaban en los castings. Hoy día, todo ese material lo presentamos en Instagram y lo intercambiamos por vía telefónica.

Nos vamos incorporando a la fiesta postfotográfica con la misma naturalidad con la que los parisinos de finales del diecinueve acogieron a su colosal Torre Eiffel. Joan Fontcuberta, en su libro La furia de las imágenes, sugiere que hoy nos hemos convertido todos en fotógrafos potenciales, ingeniosamente denominados por la condición que él define como Homo photographicus[5]. Es muy probable que todo esto nos conduzca a una segunda emancipación dentro de los dominios de la fotografía. Tal y como hace más de un siglo sucediera entre fotógrafos y pintores.

Vilém Flusser nos da a entender que la fotografía liberó a la narrativa de entrar en una espiral que unos pocos empezaban a percibir, sintiéndose estos incómodos en un sistema que cada vez más evidenciaba su decadencia. El final del siglo XIX fue muy intenso en cuanto a escritura se refiere —no debemos olvidar que nos situamos en plena resaca de un romanticismo que desplegaba su alfombra roja a la condición moderna—. La fotografía digital, perpetuada a finales de los noventa, continúa replanteando muchas cuestiones cuya naturaleza no es muy distinta a aquellos sentimientos de incomodidad y rebeldía que reinaban en las épocas de las grandes transformaciones sociales. Una fotografía, la actual, que es generada por un fotógrafo esclavizado por la propia herramienta, lo cual nos refleja el estado de aburrimiento generalizado al que ha llevado una desbordante e incontrolable producción. Todo esto, Fontcuberta, acertadamente, lo ha definido como «la vorágine de las imágenes».

Cada vez somos más los que opinamos que la fotografía marcó su cautiverio el mismo día en el que entró en los museos y las galerías de arte, perdiendo con ello toda la frescura que la caracterizaba como arte joven y vivaz, no solo pretendiendo entrar en un club institucional con el que poco tenía que ver, sino también viéndose forzada a profanar sin necesidad unos códigos de la pintura que le eran completamente ajenos[6]. La fotografía del actual siglo XXI parece que ha entrado en un declive anunciado, cuyo origen habría que localizarlo a finales de los años noventa. La causa bien pudiera originarse en un caprichoso alistamiento de la fotografía al mercado del arte, cuando su ámbito natural es completamente ajeno. Otra razón la encontramos en el estado de aburrimiento generalizado por causa de demasiados nortes que están perdidos. Pero esto último es un tema delicado que convendría deshilachar detenidamente en un futuro ensayo.

[1] Nani Boronat. Autocita extraída de uno de tres ensayos germinales de este libro.

[2] Los carretes de de 35 mm se comercializaban, entonces y ahora, en tres longitudes de película: de doce, veinticuatro o treinta y seis exposiciones.

[3] Todas las referencias y citas que en este libro se hagan al filósofo checo Vilém Flusser proceden del mismo libro, Hacia una filosofía de la fotografía (ver bibliografía).

[4]«You Press the Button, We Do the Rest». Eslogan con el que la firma Eastman-Kodak popularizaba la actividad fotográfica en 1888. Creaba con ello una cámara, el modelo Brownie, que costaba 1,10 dólares, en la que el fotógrafo tan solo debía efectuar el disparo. Posteriormente enviaba a los laboratorios de Kodak la película expuesta y en pocas semanas recibía las copias en papel. Con esta revolucionaria acción quedaba inaugurada la era de la fotografía comercial, al alcance de cualquier ciudadano.

[5] Fontcuberta, J. (2017). La furia de las imágenes. Barcelona, Galaxia Gutenberg.

[6] Esta apreciación, que en estas primeras líneas de este ensayo parece ser rotunda, el lector notará que conforme avanza el libro se va tornando ambigua, llegándose a l final del libro a proclamar justo lo contrario, es decir, que la fotografía posee legitimidad en el ámbito de las bellas artes. Como se ha dicho, este ensayo es fruto de viejas anotaciones —algunas de ellas escritas hace casi tres décadas— y de tres ensayos previos que nunca han sido publicados. Por tanto, intencionadamente hay algunas afirmaciones del pasado que el autor ha querido respetar.

1.1. Una nueva escritura

 

Se nos ha hecho ver que la prehistoria concluye con la aparición de la escritura. Puede que en el siglo XIX se produjera ese invento químico que es la emulsión fotosensible, con el consiguiente desarrollo de los aparatos y procesos ingeniados para fabricar fotografías; puede también que el impacto de un rayo en la noche impresionara en la retina de alguno de nuestros antepasados homínidos, quien, frustrado ante la incapacidad de transmitir aquella experiencia a sus semejantes, se pusiera a dibujar sobre el muro. ¿Quién le iba a decir a aquel primer fotógrafo que aún quedaban unos cuantos miles de años por delante hasta dar con el invento que materializara sus deseos?

Bruegel, Rembrandt, El Bosco, Velázquez, Murillo, todos ellos buscaron apropiarse de ese instante para reproducirlo sobre el lienzo, congelando con ello un pedacito de historia para otorgarle eternidad con los recursos que la pintura les facilitaba, algo que más tarde plantearía la fotografía con novedosas fórmulas narrativas que congeniaban mejor con el dibujo que con la pintura. Unos dicen que fue William Turner, el primero en retratar el movimiento, inspirándose en las variaciones que el paisaje le ofrecía a través de la ventanilla de un tren. Basta con situarse frente al cuadro de Las hilanderas de Diego Velázquez para comprobar que tal reflexión ya estaba más que asumida un par de siglos antes, puesto que la rueda de tal rueca no flota, sino que más bien gira, y lo hace a una velocidad tal que se disuelven sus radios. El movimiento de la rueda es reproducido pictóricamente por Velázquez mediante un recurso tan elemental en el oficio del pintor como es la veladura. El sevillano recurrió a esta solución técnica cuya veracidad vendría la fotografía a poner de manifiesto tres siglos después. De aquellos lodos surgiría luego el cine.

Antropológicamente, nos encontramos con dos naturalezas distintas de fotógrafo: el pictoricista y el documentalista. El primer tipo es fiel a la puesta en escena y a los atrezzos que maneja la cámara estática, un narrador que nutre su trabajo con objetos y herramientas de carácter más bien inmóvil: se trata del fotógrafo de estudio, equivalente al hombre recolector y sedentario, al adiestrador de animales, al hombre del Neolítico. El segundo tipo está más familiarizado con la figura del cazador del Paleolítico, se trata pues de un fotógrafo dinámico, con una herramienta más apropiada para la acción. Este segundo tipo de fotógrafo paleolítico contempla su escena, tal y como lo hizo William Turner, percibiendo un particular paisaje con continuados y mutables sistemas de referencia. Algo que medio siglo más tarde Braque y Picasso tomarían de Cézanne, desarrollando así el cubismo.

El hombre, desde sus ancestros, conocía bien la acción de volar, pero tuvo que esperar al siglo XIX para inventar un artilugio que le permitiese hacerlo. El pintor de Altamira también conocía la fotografía, y realizaba sus fotografías mentales a fin de mantener en su memoria aquellas bestias que le atemorizaban, las mismas que aprendió a inmortalizar sobre los muros de la cueva. Al igual que el Homo avis (aviador) y el Homo photographicus fontubertiano, el Homo sapiens tendría que esperar unos cuantos miles de años para tener una cámara fotográfica en sus manos. Tan solo había que inventar ese aparato que permitiese reproducir tales instantáneas, que hasta entonces solo pertenecían al campo de la imaginación y a las habilidades de los pintores, pues la llamada cámara oscura ya venía siendo empleada desde el Renacimiento. Aristóteles ya se refiere a ella y Platón parece intuirla también en su Mito de la Caverna. Asimismo, existen testimonios del uso de la cámara oscura en la antigua cultura de China; incluso hay quien interpreta que las cavernas en las que se realizaron las pinturas rupestres constituían también una especie de cámara oscura.

Retomemos el cuadro de Las hilanderas. Observándolo, damos por hecho que la rueda gira y que lo hace a una velocidad considerable. Pero aquella rueda pintada por Diego Velázquez flota, no hay conexión visual entre su eje y el aro; sus radios han sido eliminados, dejando una especie de nebulosa. En pleno siglo XVII, aquel efecto fantasmagórico era motivo de denuncia por parte de la Santa Inquisición. En el mismo museo donde hoy se aloja tal cuadro, en salas cercanas, podremos contemplar cómo tal efecto de velocidad no se da en pintores anteriores a Velázquez; en las pinturas del Bosco o de Brueghel, por ejemplo, donde las representaciones muestran situaciones de lo más teatrales y dinámicas. Cautelosamente, aquellos artistas flamencos no fueron capaces de prescindir de esos radios, que pintaron con precisión. Unos radios que, subjetivamente, no son estáticos, puesto que están en un contexto de batallas y situaciones de extremo movimiento. Las miradas de Brueghel y del Bosco, ¿serían más evolucionadas que la de Velázquez?, en el sentido de que se anticiparon a lo que la fotografía descubriría siglos después como «imagen congelada». Podemos merodear alrededor de la tesis de que Brueghel podía anticiparse a las fotografías con tiempos de obturación cortos, que «congelaban» la imagen: ¡va a ser que no! La concepción del movimiento, en el caso de pintor flamenco, era bastante menos sofisticada en comparación con la de su contemporáneo sevillano. Tanto Brueghel como el Bosco seguían atentos a la tradición del pasado; por tanto, las ruedas del Bosco eran igual de estáticas que las que encontramos en los bajorrelieves del arte grecorromano.

En la sala número trece de la Alte Pinakothek, en Múnich, hay un cuadro de Bartolomé Esteban Murillo que representa a un par de golfillos jugando a los dados. Murillo —que era contemporáneo de Velázquez y también sevillano— emplea una fórmula fotográfica consistente en que las manos de aquellos pícaros se mueven empleando el mismo truco con el que Velázquez trata a determinados personajes en su cuadro de Las meninas. Los dedos de esos muchachos se disuelven en el fondo, dándonos a entender que el pintor tenía buen conocimiento de ese fenómeno visual que en el argot fotográfico equivaldría al efecto bokeh: una interpretación anglosajona al término renacentista de sfumatto. Ese desenfoque que pensábamos que nos había dado a conocer la óptica fotográfica se venía aplicando en pintura desde el Barroco como recurso para hacer ver al espectador que las manos de aquellos niños lanzaban realmente los dados.

E. H. Gombrich, en su libro Meditaciones sobre un caballo de juguete (1963), nos dispara una potente reflexión: «En el medioevo se consideraba a la pintura como la literatura de los laicos»[7]. Podemos afirmar, que fueron los pintores del Quattrocento italiano quienes solidificaron esa campaña en favor de la autonomía de la pintura como género narrativo independiente de la palabra, incluyendo tanto la palabra oral como en su manifestación escrita; se iniciaba con esto una tendencia que ya desde finales del gótico se venía gestando. Las imágenes pintadas ya no poseen ese carácter ilustrador para las sentencias y dictados religiosos, abandonando la función de iluminar esa primera letra de los textos amanuenses. El motivo de tal acontecimiento se debió a la invención de la imprenta, en 1468, por Johanes Gutemberg. A partir de ese momento, los libros dejarán de ser un el material «único» elaborado en su totalidad artesanalmente por un monje. Las imágenes cobran otro orden narrativo que se independiza de la escritura. Es a partir de ahora cuando la narración vendrá implícita dentro de la propia pintura; introduciéndose nuevas técnicas de estampación sobre papel. Fueron estos los antecedentes de la reproducción fotográfica.

Si aceptamos que la historia comienza con los primeros documentos escritos, podemos entonces plantear que hasta la aparición de la primera imagen fotografiada, en el terreno de la narración visual todo se considera prehistoria. La escritura no inventó la narración, puesto que ya narraban nuestros antepasados de las cavernas desde antes de inventar los símbolos grafológicos; sin embargo, tuvo que ser la invención de la palabra escrita lo que puso en práctica esta fórmula de narraciones, algo también aplicable a la imagen respecto a la fotografía. Nadie discute hoy que las imágenes, en su extensión ontológica y entendidas bajo el calificativo clásico de imago, pertenecen a la naturaleza perceptiva del hombre, ni que fue la fotografía la responsable de un tráfico democratizado de las imágenes. Setenta años más tarde de la aparición del primer daguerrotipo, en 1909, Filippo Tommaso Marinetti, en el punto cuarto de su manifiesto futurista, nos disparaba la siguiente declaración:

Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido de una nueva belleza: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carreras con su cofre adornado de gruesos tubos similares a serpientes de hálito explosivo… Un automóvil rugiente que parece correr sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia[8].

Si había un término que se usaba para toda aquella serie de artefactos que estaban incorporándose a la vida de principios del XX, ese era el de máquina. Por aquel entonces surgieron multitud de aparatos que se atribuyeron tal apellido según la función que desarrollaban: la máquina de coser, la máquina de escribir o la máquina de hacer fotos, por ejemplo. En aquella Italia de Marinetti, el automóvil quedó sentenciado bajo el calificativo de la machina.

En España, hasta bien entrados en la década de los ochenta seguíamos refiriéndonos a la cámara como «la máquina de hacer fotos». Fue a través de las revistas de fotografía extranjeras que empezaban a llegar (mayormente en inglés) cuando el término cámara empezó a hacerse popular. Dentro del gremio, hablar de una máquina de fotos denotaba cierto provincianismo. Uno recibía respuestas tales como: «Pero máquina de qué: ¿de coser o de escribir?». En Alemania sucedía algo curioso al producirse un cambio de género en el aparato; así, según este se refería der Fotoapparat —con el artículo masculino der— o al femenino cuando se le denominaba como die Kamera. No resulta disparatada la adjudicación de tal nombre en relación con algo que es de por sí aparatoso, con un conglomerado de ruedas dentadas y mecanismos de relojería en su interior.

Flusser, en su ensayo, dedica el tercer capítulo a los aparatos. Según dice, el término latino apparatus proviene del verbo apparare, que significa ‘preparar’. Prepararse, por tanto, se interpreta como ‘estar al acecho de algo’. La cámara es, en este caso, el objeto a través del cual el fotógrafo se prepara para determinada ejecución, es decir, el aparato, el instrumento, la herramienta.

Analicemos ahora el término herramienta. Las herramientas —según cuenta Flusser— son prolongaciones de los órganos humanos. Pero también hacen alusión al hierro (ferro). El sufijo latino -miento denota una acción o efecto. Así, tenemos pensa-miento, estableci-miento, sufri-miento. Herramienta, por tanto, significa ‘acción del hierro’. Probablemente, el origen proviene de la diferenciación entre armas por un lado y el resto de herramientas por otro. Las primeras cámaras no eran de hierro, su material era fundamentalmente la madera, por tanto, no resultaba correcto incluirlas en el concepto de ferra-mientas, pero sí en el de aparatos. Será con la revolución industrial, cuando las herramientas se desarrollen y compliquen su forma y funcionamientos, en ese momento pasarán a denominarse máquinas. ¿Es la cámara fotográfica una máquina porque simula el ojo y recurre a la óptica?, se pregunta Flusser. Cuando las herramientas se transformaron en máquinas, su relación con el hombre se invirtió. Antes, el hombre se ayudaba de las herramientas; pero a partir de la Revolución Industrial este pasa a convertirse en su operador, su piloto, un apéndice de la misma. Ahora no trabajarán las herramientas al servicio de los hombres, lo harán los hombres en función de las máquinas.

El peón de la cámara se ha estereotipado acompañado de una parafernalia particular. Suele representarse cargado con una voluminosa caja de madera con un fuelle de piel o de tela; el trípode, siempre necesario para las prolongadas exposiciones tan habituales entonces; el fotómetro de selenio; con un cierto aire de boy scoutt, con un amplio toldo que proporcionaba la visera de una gorra bien característica; pantalones de campaña con calcetines sobrepuestos para no engancharse con los zarzales; y esa inseparable sábana negra con la que se cubría el tándem de cabeza y cámara. El fotógrafo era una especie de llanero solitario que deambulaba por la geografía local, de feria en feria; extrayendo imágenes —o produciéndolas— con un arsenal pesado y abultado a sus espaldas. Desde los inicios de la fotografía, un apreciado componente estético se ha vinculado a los pertenecientes a este gremio. Incluso hoy día, el equipo que uno porta consigo equivale a la tarjeta de visita que garantiza cierta calidad de nuestro trabajo ante los ojos del cliente. Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que los reporteros de guerra eran aceptados y valorados en ambos bandos; eran días en los que una determinada indumentaria y actitud eran necesarias para que, sin necesidad de lucir equipo, se les reconociera como reporteros completamente imparciales e independientes. Demasiados teleobjetivos han sido confundidos últimamente por lanzagranadas. Hoy son el chaleco antibalas y el casco los sustitutos de la gorra y el chaleco de pescador tan característicos en los fotógrafos de no hace mucho.

Retomando la relación entre los términos máquina y cámara, no resulta tan disparatado preguntarse por qué la sociedad anglosajona adoptó el término camera al artefacto fotográfico. Yéndonos al origen etimológico del término, tanto su versión griega (kamára) como la latina (camara