La mutación religiosa en América Latina - Jean Pierre Bastian - E-Book

La mutación religiosa en América Latina E-Book

Jean Pierre Bastian

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Beschreibung

La Iglesia católica en América Latina se ve amenazada seriamente, en su hegemonía por la proliferación de sectas y movimientos religiosos. A pesar de su fragmentación, lo que parece predominar es un modelo de religiosidad de Pentecostés que impregna al conjunto de los actores religiosos. Lo anterior es interpretado por el autor como una religión genuinamente latinoamericana que encamina a la región hacia una modernidad propia.

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JEAN-PIERRE BASTIAN

LA MUTACIÓN RELIGIOSA DE AMÉRICA LATINA

Para una sociología del cambio social en la modernidad periférica

Primera edición, 1997     Segunda reimpresión, 2011Primera edición electrónica, 2012

 

D. R. © 1997, Fondo de Cultura EconómicaCarretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected]. (55)5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1154-3

Hecho en México - Made in Mexico

INTRODUCCIÓN

Desde tiempos inmemoriales, América Latina ha sido una tierra de dioses y de ídolos. Pirámides al Sol y a la Luna, vestigios de templos y de cuevas sagradas nos recuerdan la riqueza simbólica de civilizaciones del eterno retorno, del tiempo sagrado cuyo calendario estaba movido por los dioses. Con las conquistas ibéricas, aquellas manifestaciones sagradas, fruto de grandes civilizaciones, han sido sustituidas por el dios de un cristianismo que encubrió a las hierofanías antiguas. Templos y catedrales cristianos se construyeron en el lugar mismo de los antiguos centros ceremoniales precolombinos. Aunque destruyeron el espacio del culto indio, estos edificios aseguraron a la vez la continuidad simbólica con la geografía sagrada y el imaginario religioso anterior. Potentes Cristos redentores y hermosas vírgenes protectoras poblaron este imaginario colonial, asegurando, por medio de un sincretismo barroco dinámico, una continuidad con el universo simbólico ancestral. Si los nombres de las divinidades cambiaron, los lugares sagrados perduraron. La geografía divina siguió inspirando a las masas para explicarles el sentido de la vida y de la muerte, del amor y del odio, de la paz y de la guerra. Santo Tomás sucedió a Huitzilopochtli y la Virgen de Guadalupe a la Tonantzintla o la de Copacabana a la Pachamama, la diosa andina de la tierra. Tras las independencias, las divinidades españolas fueron desplazadas por otras, criollas, más potentes, que se volvieron símbolos de las nacionalidades emergentes. Estas nuevas divinidades no solamente lograron vencer a las que protegían a los españoles, sino incluso confrontaron al más poderoso de todos los dioses, Moloch, el dios del Leviathan, la deidad del Estado todopoderoso. Durante más de siglo y medio, las vírgenes y los Cristos reyes combatieron al Estado republicano secularizador y consiguieron hacerle aceptar un modus vivendi, una convivencia obligada para asegurar la paz entre divinidades antagónicas.

Durante cuatro siglos y medio los pueblos de América Latina vivieron como lo habían hecho desde siempre, con un panteón ricamente poblado, donde los santos habían reemplazado a las divinidades de la naturaleza. El panteón antiguo estaba administrado por una burocracia sagrada de sacerdotes y de vírgenes del Sol. En el nuevo, les siguieron los pasos los varones de san Agustín, de santo Domingo o de san Francisco y las vírgenes de María Auxiliadora y de santa Teresa. Aunque aquéllos ejercieron prerrogativas en la gestión de los bienes simbólicos de salvación, este privilegio reconocido no impidió la multiplicación de las prácticas rituales relativamente autónomas, dentro o fuera de los templos, en los altares para los muertos, bajo los árboles protectores o en las cuevas misteriosas. Con todo, América Latina había entrado al siglo XX, sin que se produjera un cambio sustancial en la manera en que sus pueblos se relacionaban con lo divino. Aun cuando existían entornos geográficos diferentes y dioses distintos, dominaba una misma manera de practicar la religión. El actor religioso ante la divinidad suprema del panteón necesitaba la mediación y un mediador. De ahí, el privilegio de la imagen sobre la palabra y del sacerdote sobre el libre albedrío del sujeto religioso. Estos comportamientos y estas mentalidades del entorno religioso habían recorrido los siglos y otorgaban cierta homogeneidad al paisaje religioso de la región, a pesar de su diversidad de dioses y de manifestaciones religiosas. No existían diferencias sustanciales de comportamiento entre los seguidores de la Virgen de Guadalupe y los de Nuestra Señora Aparecida, entre los de la Virgen de Regla y del Cristo Redentor de Copacabana. En cada espacio nacional, infinidad de divinidades tejían, en orden piramidal, el espacio sagrado católico, dándole coherencia aparentemente inquebrantable al campo religioso. América Latina era tierra de “neocristiandad” católica, y este catolicismo toleraba multitud de manifestaciones religiosas sincréticas y subalternas, integradas en un tipo de proceso progresivo e inagotable de continua cristianización de las prácticas religiosas naturales. Lo que predominaba era cierta homogeneidad de los comportamientos y de las mentalidades religiosas.

CAMBIO DRÁSTICO

Hoy, esta realidad parece sufrir un cambio drástico. Desde hace unos 40 años, el mapa religioso de América Latina se está transformando muy rápidamente. Decenas de nuevos movimientos religiosos han surgido en todos los países de la región. Estos movimientos han conquistado, poco a poco y de manera creciente, un espacio hasta entonces monopolio absoluto de la Iglesia católica romana. Las más recientes estadísticas revelan que en ciertos países (Guatemala, Chile) y regiones (Chiapas) hasta un cuarto o más de la población ya no participa de la mediación sagrada tradicional y escapa al control de las jerarquías católicas. Aun cuando la Iglesia católica romana parece gozar todavía de legitimidad histórica, todo parece indicar que la tendencia a la atomización religiosa va creciendo y que en ciertos países o regiones se encuentra virtualmente desplazada de su papel central en la regulación del campo religioso. Desde algunos años atrás, se presentan claros indicios de que por primera vez desde los tiempos de la Conquista, la Iglesia católica romana está perdiendo el control sobre el campo religioso y sobre los dioses. Sus desesperadas y redobladas cartas pastorales y encíclicas condenando duramente a las sectas reflejan esta impotencia para contrarrestar una corriente de autonomía religiosa que la sorprende cuando pensaba poder celebrar firmemente el quinto centenario de una evangelización totalizadora. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. El campo religioso se está fragmentando en decenas de sociedades religiosas rivales, combatiéndose las unas a las otras. Ya no es la antigua lucha entre dioses paganos y cristianos; es la lucha entre divinidades cristianizadas que hacen suya la expresión libertaria de un panteón en expansión sin límites. En cierto sentido, se puede afirmar que la Iglesia católica ya no logra regular ni controlar la dinámica religiosa creativa de las poblaciones latinoamericanas.

NEBULOSA DE HETERODOXIAS

Centenares de nuevos intermediarios entre los hombres y los dioses han surgido reivindicando el papel asumido hasta ahora de manera casi exclusiva por el clero católico. No es que antes no hayan existido brujos, chamanes y muchos otros mediadores de lo sagrado; a menudo surgieron también profetas y mesías anunciando el reino de los mil años. Pero unos y otros terminaron siendo vencidos o sometidos por los dioses católicos del panteón cristiano. En cambio, los miles de nuevos dirigentes religiosos latinoamericanos actuales parecen tener todos los medios para resistir y durar en su empresa de autonomía religiosa. Por cierto, la mayoría de sus dirigentes son de extracción popular, humildes y carentes de instrucción, como la grey muy limitada que movilizan localmente; sin embargo, los hay que logran conjuntar hasta millones de seguidores y organizan gigantescas estructuras religiosas transnacionales en la región latinoamericana y aun fuera de ella. Un observador católico atento a esta evolución religiosa ha planteado recientemente un diagnóstico un poco tajante, pero contundente: las masas

se tornan cada día más hacia el pentecostalismo, las religiones africanas y las tradiciones indígenas. La Iglesia está perdiendo el control de la religión de las masas […] se trata del más importante movimiento religioso desde el siglo XVI. La Iglesia está perdiendo las masas sin tomar prácticamente conciencia del hecho y sin adoptar medida alguna. Se encuentra totalmente impotente frente a este fenómeno de masas. Atada por estructuras medievales, pero sin voluntad ni capacidad para transformarlas, la Iglesia asiste pasivamente a la disolución de sus bases [Comblin, 1992, p. 608].

SIN PRECEDENTES HISTÓRICOS

Esta explosión religiosa es radicalmente nueva en la historia religiosa de América Latina. Hasta el decenio de 1950, la inmensa mayoría de los consumidores de bienes religiosos de salvación aceptaba la necesaria mediación de los clérigos-productores de bienes simbólicos católicos. Hoy en día, podemos señalar que cada vez más las capas sociales diversifican sus compras de bienes religiosos. El mercado se ha trastornado y las empresas independientes de salvación se multiplican. Tiene lugar cierto paralelismo entre la situación económica y la religiosa: al crecimiento de la economía informal parece corresponder un crecimiento de las religiones informales. Este “otro sendero” religioso es también, como para lo económico, un medio de sobrevivencia, esta vez simbólica. Pero lejos de ser marginal, condiciona el devenir de un campo religioso que pasa de una economía religiosa de monopolio a otra economía religiosa de competencia. En este sentido, comparando la dinámica adquirida por un campo religioso hasta hace poco regulado por la Iglesia católica romana y la situación actual de un campo religioso vuelto loco, estallando en todas las direcciones, se puede hablar de mutación; es decir, no existe otra dinámica que la de la mera competencia de la economía del libre mercado religioso. Para expresar esta misma hipótesis en otras palabras, se podría decir que se ha pasado de una situación donde la Iglesia católica romana lograba imponerse a los movimientos religiosos que surgían y a los catolicismos sin sacerdotes que siempre proliferaron, a una nueva, donde predomina la confrontación y el rechazo entre la Iglesia católica romana y un universo religioso independiente, en crecimiento exponencial.

INTERPRETACIÓN SOCIOLÓGICA

Esta evolución rápida de las relaciones de fuerza entre instancias religiosas rivales merece la atención del sociólogo para intentar explicar esta mutación religiosa de América Latina. Los sociólogos se han interesado siempre en las mutaciones y en los cambios sociales. La sociología, en cuanto disciplina científica, ha nacido de esta interrogación sobre los cambios inducidos por la triple revolución, industrial, política y científica, de finales del siglo XVIII y principios del XIX en Europa (Saint-Simon, Comte, Spencer). La sociología naciente ha privilegiado el estudio de la discontinuidad y de las rupturas, al contrario de la historia, preocupada por los procesos de larga duración y un tiempo inmóvil. Sin embargo, para dar cuenta de la evolución de las sociedades en el tiempo, a menudo los primeros sociólogos cayeron en el evolucionismo, modelo tomado de la biología, o en el historicismo, que atribuye un sentido finalista a la historia. Tratar de la mutación y del cambio social en el corto o mediano plazos puede ser un modo de evitar los desvíos finalistas o evolucionistas; pero de ningún modo será, para nosotros, una manera de escapar de los factores históricos. En la medida de lo posible, intentaré dar cuenta de la mutación, considerando a los factores de larga duración como endógenos que inducen las modalidades del cambio.

Se puede caracterizar al cambio según cuatro dimensiones. Para empezar, el cambio social se define por la negativa, no es un acontecimiento social. Un acontecimiento puede ser una huelga, una elección, una protesta, un golpe de Estado. Cada uno de estos acontecimientos tiene un impacto sobre la vida de una comunidad, una empresa, una organización, una sociedad. Sin embargo, el acontecimiento no genera necesariamente un cambio. De ahí la importancia de la distinción introducida por el sociólogo estadunidense Parsons entre la noción de cambio de equilibrio y la de cambio de estructura. Según Parsons, la primera forma no significa cambio social. Sólo un nuevo equilibrio reemplaza al antiguo, sin que haya modificación de las características del sistema global. En otros términos, en este caso sólo las unidades o las partes de un conjunto social se modifican, sin que la estructura social misma se vea afectada. Por lo tanto, uso el concepto de mutación religiosa en el sentido de cambio estructural. Como escribía Roger Bastide en un artículo pionero proponiendo una sociología de las mutaciones religiosas: “No hablaremos de mutación mientras permanezcamos en una misma estructura; reservamos este término para todo cambio que se defina como la transición de una estructura hacia otra, en cuanto trastorno de los sistemas” (Bastide, 1970).

Más allá de las transformaciones estructurales de un conjunto social, el cambio social se puede caracterizar por tres dimensiones más. El cambio social se puede medir en el tiempo, designando lo que ha sido modificado entre dos momentos t0 y t1. De ahí que la mutación tenga que ser identificada en relación con una situación de referencia. Por otra parte, la mutación y el cambio social inducido tienen que durar; las transformaciones estructurales observadas deben manifestar cierta estabilidad. Por lo tanto, se habla de cambio y de mutación cuando se asegura uno del carácter perenne de las modificaciones observadas. En fin, el cambio social es un fenómeno colectivo, afecta a una comunidad, una colectividad o a individuos considerados colectivamente.

Cabe señalar que la sociología de las religiones se ha interesado por el cambio religioso. En particular, durante las décadas de 1960 y 1970 predominó el paradigma de la secularización. Con tal paradigma se pretendía explicar la “pérdida” de la religión en la modernidad, el declive en las tasas de prácticas religiosas y la marginación de las prácticas, creencias e instituciones religiosas en la modernidad triunfante. Sin embargo, esta explicación se vio modificada recientemente por la irrupción de nuevos movimientos religiosos en el contexto europeo secularizado. Se planteó la cuestión de saber si los nuevos movimientos religiosos eran fruto de la crisis de la modernidad y expresión de una nueva conciencia religiosa dentro de la propia modernidad, o sea consecuencia de esta misma modernidad. La modernidad estaría produciendo sus propias formas religiosas, sin que hubiera cambio estructural del papel de la religión, pero con un proceso de recomposición de lo religioso.

En este proceso de recomposición, conviene señalar el lugar central que ocupa el juego del carisma. Este auge carismático está presente tanto en las recomposiciones del campo religioso de las sociedades avanzadas, como en las mutaciones en curso en las sociedades periféricas, o para designarlo en palabras de Rouquié (1987): en este “extremo Occidente” que constituye América Latina. Max Weber fue el primero en construir el concepto de carisma basándose en su tipología de las formas de dominación, que limitó a tres: burocrática, tradicional y carismática. Según Weber, en virtud de una inspiración que recibe por “gracia natural”, el portador del carisma adquiere autoridad para “expedir nuevos órdenes”. Establece, caso por caso, y sin referencia a las costumbres vigentes, los principios de un nuevo modo de vida para quienes lo rodean. Lo que caracteriza a estas prescripciones y nuevas normas es su autonomía de las reglas y los códigos dominantes. El vínculo personal con la palabra del actor religioso inspirado libera a sus adeptos de las normas, de las formas de pensamiento, de los razonamientos pertenecientes a la evidencia común. Esta adhesión incondicional abre el consenso social anterior para liberar al individuo que adquiere una fuerza nueva. Por lo tanto, para Weber, en la medida en que el carisma transforma desde adentro a quienes alcanza, puede encaminar hacia una nueva relación al mundo y proponer nuevas orientaciones para la acción social. El carisma introduce una distancia entre la comunidad emocional de los adeptos reunidos en torno al “profeta” poseedor del carisma y “el mundo” sometido a la normatividad dominante. Esta distancia produce efectos innovadores en una sociedad entera. Tomando en cuenta esta fuerza de ruptura que caracteriza al carisma frente a lo que llama la tradición, que fundamentalmente reproduce el orden social, Weber llega a ligar cambio social y surgimiento del carisma. El carisma sería la gran fuerza revolucionaria de las épocas ligadas a la tradición.

En el contexto de la modernidad europea y de la racionalidad triunfante, el carisma tendería a desaparecer, o, de permanecer, sería más bien como un fenómeno marginal. Y esto aún más si se toma en cuenta que la modernidad ha instituido la novedad y el cambio como valores dominantes. Las manifestaciones carismáticas se reducen a efervescencias marginales que tienen poca probabilidad de modificar el curso de la historia o de oponerse al avance de la lógica racional.

En cambio, la situación es distinta en estos márgenes de Occidente, en sociedades como las latinoamericanas, donde la secularización es formal, jurídica pero no real, práctica. En los valores, las normas y los comportamientos sociales latinoamericanos, la tradición perdura y aun prevalece sobre la razón instrumental. Por lo tanto, nos podemos preguntar si una innovación carismática generalizada, como la que se está observando en este fin de siglo, no será el signo precursor de una mutación religiosa y social global. Hasta la fecha, los sociólogos de las religiones no se han planteado tal pregunta, aunque el fenómeno de expansión de las sectas atraiga la atención de muchos.

En América Latina, la sociología de las religiones se desarrolló, en cuanto sociología del catolicismo, en un sentido más pastoral que científico, y rara vez en el sentido de una sociología de la organización religiosa. Por eso, se ha privilegiado el estudio de la “religión popular” o de los movimientos contestatarios ad intra, más que el análisis de los mecanismos institucionales de imposición de una autoridad religiosa. Por otra parte, una sociología de las minorías religiosas en su relación con la sociedad ha sido ejemplificada por el título de la obra de Lalive d’Epinay (1975): religión, dinámica social y dependencia. Este acercamiento se ha centrado más en los desequilibrios sociales a los cuales respondían las sectas como “refugio de las masas” que en el estudio del carisma como fuerza de cambio social.

Si se quiere analizar el fenómeno en curso, no se puede tratarlo ni en la perspectiva europea de la secularización y de sus recomposiciones religiosas marginales, ni en la línea de una sociología de los desequilibrios sociales propios de sociedades dependientes. Al contrario, cabe elaborar una sociología de las mutaciones religiosas que tome en cuenta los cambios estructurales que afectan a todo el campo religioso latinoamericano.

Después de haber intentado aclarar el uso de los conceptos de mutación y de cambio social, conviene plantear los interrogantes que serán los nuestros a lo largo de este libro. ¿Qué es lo que cambia? ¿Cómo se produce este cambio religioso? ¿Será esporádico o duradero? ¿Qué tipo de resistencias encuentra y con qué intensidad? ¿El ritmo del cambio es lento, progresivo o brutal? ¿Cómo se manifiesta este cambio religioso en los contextos rurales y urbanos? ¿Qué efectos sociales provoca en los campos político y económico?

Estas preguntas encontrarán respuesta en un primer capítulo sobre la génesis del campo religioso latinoamericano y en un segundo capítulo estadístico y sociográfico. Los siguientes capítulos responderán a preguntas explicativas: ¿Cuáles son los factores que explican el cambio religioso? ¿Cuáles son las condiciones económicas y sociales favorables o no al cambio? ¿Quiénes son los actores del cambio y los que se oponen a ellos? ¿Qué impacto político se percibe? ¿Pueden estos movimientos modificar comportamientos y valores de amplios sectores sociales en el sentido del desarrollo económico y social?

OBJETO Y METODOLOGÍA

Antes de emprender el análisis de los fenómenos religiosos contemporáneos en América Latina, es necesario precisar que nuestra pretensión es intentar romper con los prejuicios, los lugares comunes, las ideas preconcebidas que afectan el discurso general sobre los nuevos movimientos religiosos. De hecho, la mayoría de los intérpretes de esta realidad compleja usa un lenguaje descalificador del fenómeno. Ya sean las burocracias religiosas católicas, los periodistas de una prensa amarillista y los ideólogos de todo tipo, todos coinciden en usar el concepto de “secta” para definir los movimientos religiosos que denuncian y acto seguido le añaden el adjetivo de protestante.

Se puede incluso comprobar que estos fenómenos religiosos tan diversos y complejos se han clasificado con el término genérico de “protestantismo”, sin que tal concepto sea usado de manera analítica y crítica. El crecimiento exponencial de nuevos movimientos religiosos no católicos romanos y la amplitud de las redes constituidas estimularon la denuncia y la investigación más en el sentido de lo sensacional que desde un punto de vista científico. Pocos han empezado por subrayar que una manifestación tan compleja y plural de lo religioso heterodoxo no podía a priori reducirse a la idea de protestantismo. O para usar tal concepto, hubiera sido necesario hacer una demostración contundente de la filiación o de la continuidad de estos movimientos religiosos con los movimientos religiosos en Europa y los Estados Unidos entendidos como protestantes.

Ahora bien, cualquier observador perspicaz podría convenir en que resulta atrevido reducir el conjunto de movimientos religiosos nuevos en América Latina al concepto de protestantismo, por la simple razón de que la mayoría no se llaman a sí mismos protestantes y menos reivindican una filiación con los movimientos de la reforma protestante. Además, habría que analizar la relación que mantiene el uso del término protestantismo con la cultura inquisitorial que moldeó el inconsciente colectivo iberoamericano a lo largo de cuatro siglos, para comprender por qué un buen número de investigadores latinoamericanos han sospechado y percibido toda disidencia religiosa contemporánea como un fenómeno “protestante sectario”. Cabe recordar que desde el siglo XVI, los tribunales de la Inquisición ibérica han combatido, denunciado y perseguido a los herejes de las “sectas de Lutero, Moisés y Mahoma”. Dado que el Islam nunca se asentó en los espacios coloniales, y apareció sólo recientemente con el siglo XX, y que el judaísmo no sobrevivió sino por el sesgo de la asimilación marrana, el único factor religioso (fuera de las llamadas idolatrías indígenas) continuo fue la llamada herejía luterana y sus diferenciaciones posteriores. El concepto de “luterano” adquirió la misma connotación negativa que el de “turco” y de “judío” en la conciencia popular latinoamericana. En vista de la tardía presencia de comunidades judías y árabes, de hecho el principal factor religioso percibido como la esencia misma de la heterodoxia religiosa fue el protestante. Parafraseando a Gruzinski (1988, p. 163), se puede afirmar que el protestante se acercó así a “la serie de los réprobos, de los fantasmas y de las obsesiones que asedia el imaginario de las sociedades ibéricas, junto con los judíos, los sodomitas y los brujos”.

La amalgama de los términos de protestantismo y de secta se fortaleció en el transcurso del siglo XIX en el contexto del apogeo del ultramontanismo romano y de la lucha contra la modernidad liberal. En la medida en que el protestantismo estaba denunciado por la encíclica Cuanta Cura (1864) como el primer paso hacia las herejías modernas que desembocaba en el ateísmo, el clero católico latinoamericano redobló el uso descalificador del concepto. Las “sectas protestantes” fueron denunciadas por conservadores y católicos intransigentes mucho más allá de las oposiciones políticas propias del siglo XIX y perduraron a lo largo del siglo XX en los escritos de los integristas católicos. En esta situación no fue sorprendente ver surgir el uso del término a principios del decenio de 1960, en el momento en el cual se producía una polarización ideológica violenta durante la Guerra Fría (1950-1990) y un crecimiento exponencial de nuevos movimientos religiosos en la región. Ahora, se trataba de la misma amalgama de los términos de protestantismo y de secta para denunciar el fenómeno; pero esta vez tanto por los círculos intelectuales de derecha o de izquierda, como por la joven generación de sociólogos y antropólogos, para quienes el dogma marxista sustituía a la dogmática inquisitorial. En este clima intelectual, numerosos panfletos se dedicaron a forjar una “teoría de la conspiración” (Stoll, 1984), que no es más que una repetición de lugares comunes de la cultura inquisitorial presentes en el inconsciente colectivo. Tal literatura se esforzó por denunciar a las “sectas protestantes”, tildándolas de ser la vanguardia del imperialismo estadunidense, de preparar la anexión de América Latina a los Estados Unidos, de destruir la identidad nacional y la unidad de los pueblos latinoamericanos, de ser el principal factor de aculturación, de anteceder a la invasión del capital estadunidense, entre otras acusaciones.

Estos lugares comunes, recurrentes en la bibliografía católica desde el siglo XIX, fueron aún más sorprendentes si se toma en cuenta que desde fines del decenio de 1960, valiosos estudios sociológicos (Lalive d’Epinay 1968, 1975; Willems, 1967) se consagraron a proponer una tipología e interpretación de los movimientos “protestantes” que difícilmente ha sido superada.

Por lo tanto, la tarea que nos espera para clarificar la situación religiosa no católica en América Latina es importante. Pero el paso necesario de todo investigador en ciencias sociales consiste en aclarar los conceptos que usa y en definir la problemática que permite construir su objeto de estudio. Tal paso es aún más importante si se refiere a un objeto religioso, en la medida en que los prejuicios o simpatías son más difusos, menos desechables, y afecten aspectos profundos de la misma identidad del propio investigador. Los sesgos anticlericales se confunden con el ateísmo metodológico que requiere toda investigación que pretenda alcanzar cierta posición científica. De igual manera, el antiprotestantismo o la defensa de tal ideología conducen a excesos similares. Por lo tanto, el acercamiento al tema de la mutación religiosa en América Latina se complica por el mero hecho de que la mayoría de las investigaciones existentes sobre los nuevos movimientos religiosos latinoamericanos aceptan a priori que esos movimientos son protestantismos. No cabe duda de que cierto número de movimientos religiosos latinoamericanos tienen evidente relación con los protestantismos foráneos o se definen como tales. Sin embargo, para la mayoría de los nuevos movimientos religiosos designados con la categoría de “pentecostalismos latinoamericanos”, este lazo no está comprobado, en la medida en que otras tradiciones religiosas, chamánicas por ejemplo, coexisten en ellos sin dificultad alguna. Además, un sinnúmero de nuevos movimientos religiosos se refieren a otras tradiciones religiosas exógenas, orientales por ejemplo; otros retoman aspectos de las creencias religiosas prehispánicas y afroamericanas o se refieren a cultos modernos provenientes de horizontes distintos. Para complicar el cuadro, ciertos cultos católicos no romanos parecen también desarrollarse en lo que se puede concebir como una nebulosa de heterodoxias o de prácticas religiosas que prosperan al margen y en contra de la institucionalidad católica romana.

Esta heterogeneidad constitutiva del objeto que nos interesa dificulta el abordarlo. A priori, uno necesita preguntarse qué pueden tener en común, por ejemplo, las umbandas afrobrasileñas, los pentecostalismos, los milenarismos católicos, los protestantismos evangélicos y los movimientos religiosos orientales. Por otra parte, los contextos geográficos, físicos, culturales y políticos tan variados hacen difícil encontrar una explicación común para estos fenómenos efervescentes y atomizados. Sin embargo, la expansión y la generalización del fenómeno de fragmentación del campo religioso en todos los países de la región y en los diferentes contextos urbanos y rurales conducen al investigador a buscar principios explicativos suficientemente generales para encontrar el camino hacia una interpretación coherente que vaya superando los múltiples estudios de casos con bajo poder explicativo.

Los fenómenos que llaman nuestra atención los entendemos como religiosos. En cierto sentido convendría definir lo que es una religión. Al respecto, la definición que ofrece Danièle Hervieu-Léger (1993, p. 119) puede ser relevante para nuestro objeto, en la medida en que introduce la noción de temporalidad: “una religión es un dispositivo ideológico, práctico y simbólico, a través del cual se constituye, se mantiene, se desarrolla y se controla la conciencia (individual y colectiva) de pertenecer a un linaje creyente peculiar”. El creyente no surge de la nada, la innovación no ocurre en el vacío. Al contrario, es un esfuerzo de enraizamiento en una filiación histórica. La ruptura con el universo católico que puede caracterizar a los movimientos religiosos latinoamericanos actuales, puede ser así “una manera de salvar este lazo fundamental con un linaje de creencias”. La religión, por lo tanto, es un trabajo sobre la memoria, y la innovación religiosa es una nueva manera de elaborar esta relación con la memoria del sujeto social individual y colectivo.

Sin entrar en un amplio debate en torno a los tipos de sociabilidad religiosa, cabe recordar la tipología clásica elaborada por Troeltsch (1952) y Weber (1944), para explicar el uso del concepto sociológico de “secta”. El tipo ideal “Iglesia” define una sociedad religiosa que abarca al conjunto social, se beneficia de una legitimidad histórica y modela los valores y comportamientos religiosos del conjunto del abanico social, de tal manera que el actor social nace en la “Iglesia” y le pertenece, sin nunca haber necesitado adherirse a este tipo de organización. Su estructura de poder es burocrática y su autoridad descansa en un “carisma de función”. En América Latina, la Iglesia católica romana es la principal sociedad religiosa que corresponde al tipo ideal de “Iglesia”. Al contrario, el concepto de “secta” remite a la adhesión voluntaria a un grupo constituido en torno a un líder carismático, en ruptura latente o manifiesta con los valores y los comportamientos dominantes. La mayoría de los nuevos movimientos religiosos latinoamericanos corresponden al tipo ideal de “secta”. Para entender la diversidad de los movimientos religiosos no católicos en América Latina, uno puede afinar la tipología weberiana de secta. Por ejemplo, Lalive d’Epinay (1975) ha ofrecido una tipología que coloca los fenómenos religiosos protestantes en América Latina en un continuum desde la secta hacia la “secta establecida”, la “denominación” y la “ecclesia”. Este modelo útil en el marco del estudio de los protestantismos se revela problemático para abarcar al conjunto de movimientos religiosos no católicos. Por lo tanto, aun si el uso del concepto sociológico de “secta” puede parecer reductor, nos remite al universo de los movimientos religiosos no católicos en la medida en que todos, para construirse y extenderse, tienen que entrar en una dinámica conversionista de confrontación con la “Iglesia”, con base en un tipo de autoridad carismática. Por supuesto, un movimiento sectario reciente se distingue de otro de más larga duración que se ha confrontado a la necesaria “rutinización del carisma” y a la no menos necesaria adaptación al mundo que lo rodea. La “secta establecida” es menos combativa y se transforma eventualmente en una “denominación” en la medida en que comparte y acepta el ethos dominante a la vez que se racionaliza y burocratiza. Por lo pronto, la inmensa mayoría de los nuevos movimientos religiosos en América Latina corresponden al tipo secta y eventualmente al tipo secta establecida. Otros pueden ser meros “cultos”, sin mucha estructura, ni una dinámica de ruptura tajante.

Con la perspectiva de analizar la mutación religiosa que vive América Latina, este ensayo se fundamentará en la literatura histórica, antropológica y sociológica existente sobre el fenómeno religioso no católico romano. Siete capítulos ordenarán nuestro camino. En un primer momento, me propongo reconstruir la evolución del campo religioso latinoamericano contemporáneo desde la Independencia hasta el decenio de 1950, con el fin de entender la relación que América Latina mantuvo con la modernidad en materia de religión. En segundo lugar, trataré de establecer el estado de la situación examinando los datos cuantitativos disponibles. Un tercer capítulo intentará encontrar los factores del cambio, las causas económicas, políticas y sociales de la mutación religiosa. Los dos capítulos siguientes tratarán del cambio religioso en los contextos rural y urbano. Luego abordaré las consecuencias políticas de las mutaciones en curso. Por último, intentaré analizar los lazos entre mutación religiosa y desarrollo.

I. LA CUESTIÓN RELIGIOSA EN LA MODERNIDAD LATINOAMERICANA

PARA entender la actual situación religiosa de América Latina es imprescindible analizar la relación peculiar que los espacios coloniales mantuvieron con la modernidad. En cierto sentido, se puede decir que los espacios coloniales ibéricos nacieron con ésta, aun cuando unos movimientos precursores antecedieron en dos o tres siglos la ruptura implicada por la incorporación de los espacios americanos a Occidente. El siglo XVI fue el momento privilegiado en que la aceleración del tiempo y la conciencia del carácter cerrado del mundo tuvieron consecuencias abruptas sobre la manera en que Occidente tuvo de percibirse a sí mismo. La autonomía del sujeto y de la razón se construyeron sobre estos cambios radicales en la percepción de sí mismo y de su relación con el otro, que marcó desde entonces el desarrollo de Occidente. El Occidente, que hasta fines del siglo XV había permanecido marginal en la historia humana, se volvió totalizador y capaz de imponer al mundo su comprensión del tiempo y del espacio. A este proceso de autonomía de la razón y de imposición de valores occidentales a escala mundial en un proceso de aceleración del tiempo lo podemos llamar modernidad.