La niña que todo lo quería saber. La curiosidad: claves para una vida más inteligente y feliz - Teresa Viejo - E-Book
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La niña que todo lo quería saber. La curiosidad: claves para una vida más inteligente y feliz E-Book

Teresa Viejo

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Beschreibung

«Teresa, ¿tú por qué siempre lo quieres saber todo?». Esta pregunta me acompaña desde niña y en el ánimo de responderla decidí investigar la curiosidad, la primera fortaleza humana. Después de años de estudio, ahora animo a otros a despertarla. Así nace este libro que habla tanto de ti como de mí. Habla de las ganas de saber y la inagotable necesidad de aprender. De cómo la curiosidad inspira a la creatividad. De esa energía que nos empuja a observar, buscar, averiguar, investigar, indagar…, a conectar con los demás. A confiar, porque si bien vivimos una época incierta, la curiosidad es la única vacuna contra la incertidumbre. Créeme, es el momento de explorar todas tus posibilidades para florecer y la curiosidad es tu aliada. Entrénala y poténciala con las sencillas prácticas que comparto en este libro. Además, descubrirás dimensiones de ella que quizá ignorabas. ¿Sabías que la gente curiosa vive más y mejor? ¿Que cuida de tu cerebro? ¿Que hay siete tipos de curiosidad? ¿Quieres conocer cuál es la tuya? Entra y averígualo.

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Índice

Portada

Créditos

Una tade. Un misterio

Corazón

Universo

Renacer

Incertidumbre

Observar

Salud

Intuición

Descubrir

Aprender

Despertar

Epílogo. Hoja de ruta

Tipologías

Test curiosidad

Bibliografía

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A. Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

La niña que todo lo quería saber. La curiosidad: claves para una vida más inteligente y feliz

© 2022, Teresa Viejo

© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Diseño de interiores y maquetación: Teresa Sánchez-Ocaña Diseño de cubierta: Rudesindo de la Fuente - DiseñoGráfico Ilustración de cubierta: Beatriz Ramo (@Naranjalidad)

Foto de la autora facilitada por Podimo

ISBN: 978-84-91397-43-4

Depósito legal: M-4792-2022

Impreso en España: BLACK PRINT

Composición digital: www.acatia.es

Una y otra vez, en la más secreta intimidad

de mi espíritu, formulé las preguntas:

«¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?».

Edgar Allan Poe,Cuentos completos

De usted depende extender la mano

y cogerla. Pero el problema que estoy estudiando

es si usted lo hará o no.

Charlotte Brontë,Jane Eyre

Nadie crea saber tanto

que no tenga más que aprender.

Tomás de Iriarte, Fábulas literarias

UNA TARDE.

UN MISTERIO

Los dedos de mis pies parecen peces. Escurridizos peces con una boca roja que al reírse agita el agua.

A mi madre la endemoniaba que sus hijas se pintaran las uñas, pero yo me empeñaba en trazar una sonrisa en ellas, a escondidas, y a continuación me lanzaba en busca de la goma de pelo o las horquillas que había tirado antes al fondo de la piscina. Pronto llegaron las conjuntivitis, y más tarde una otitis, cuyas secuelas me impiden bucear ahora.

Los cuartos de baño son un universo tentador para una niña de pocos años. Cremas de untuosa textura, labiales, lápices de ojos..., aquella cajita con una pasta de color negro sobre la que escupías unas gotas de saliva para crear ese ungüento que alargaba las pestañas. Dado lo fácil que resulta dejar rastro en un aseo, aprendí a observar los objetos con rigor fotográfico y dejarlos en la misma posición en que los había encontrado. Allí probé por primera vez los esmaltes de uñas o el olor a lilas rancias de alguna colonia.

Por entonces también devoraba libros infantiles y otros cuyas tramas, a veces, costaba entender. Estos eran los mejores. Títulos con palabras que sobrecogían, como «páramo misterioso», «pasadizo», «anónimos»…, el linde entre la infancia y la adolescencia adquiría tintes policiacos en ejemplares de bolsillo.

Por el pueblo donde veraneábamos corría la leyenda de que al final de uno de sus caminos existía una urbanización abandonada, un puñado de viviendas que, en su día, aspiraron a ofrecer cierto lujo. Los pocos que las habían visto contaban que parecían fantasmas en mitad de un secarral, lo que no les había impedido arrancar de cuajo algunas puertas y ventanas. El enjambre de casas crecía en torno a una piscina y un parque con toboganes, columpios y balancines, bordeados por anárquicos parterres, junto a un club social con pistas de tenis y sombrillas de paja, como las de las playas de Mallorca.

Una tarde de agosto mi hermana y yo organizamos una excursión formada por seis motocicletas y, sobre ellas, un grupo de niños. Sucedió cuando el pueblo dormía la resaca de las fiestas de la virgen.

Tras quince kilómetros de arena y piedras, nuestra fantasía apareció al fondo del paisaje. Una veintena de edificaciones de una planta, tejado de pizarra y fachadas con enredaderas secas. El silencio del abandono roto por el crujir de las chicharras. Recuerdo algunas ventanas abiertas, otras cerradas, y un compactado de algas cubriendo la piscina; alrededor, mobiliario de jardín en descomposición. El lugar respiraba orfandad.

—Ya está, ya lo hemos visto. Ahora nos vamos —resuelve alguien, y yo giro hacia el chaval sin mediar palabra.

Le miro fijamente. Es mi amigo, pero no le entiendo. «¿Por qué se arriesga a ir en busca de un bocado delicioso y, tras encontrarlo, no lo prueba?», pienso.

—¿Quién se viene conmigo? —pronuncio al fin, determinada a descender la cuesta.

Sin más, mi hermana arranca el motor y le secunda una segunda moto, pero la tercera permanece inmóvil y se va transformando en una miniatura varada en lo alto del camino, embebida por la calima, a medida que bajamos la pendiente que desembocaba en el complejo. Más allá no hay nada, solo un erial sofocado. El sendero converge en la urbanización como si ese fuese su único afán.

Los niños dejamos las motos y empezamos a recorrerla. Mientras camino, los hierbajos se cuelan entre los dedos de los pies y me hacen cosquillas. Echo de menos mis uñas rojas y sus sonrisas, así me olvidaría ahora de esos sobresaltos que siempre se agazapan a mi alrededor: el oscuro pasillo hasta la cocina, la nota tras el examen, salir al encerado y hablar mientras mis compañeras clavan sus ojos sobre mí, conducir un vehículo para el que no tengo edad y que no me dé el alto la Guardia Civil, una puerta cerrada…

Mis amigos corretean por el jardín y mi hermana tira de mí hacia ellos. Me resisto. Quiero entrar en una de las casas y se lo digo.

—No, me da miedo —suplica ella antes de soltarse.

A mí también, pero me lo callo.

He vivido tantas veces esa sensación. Es el debate entre dos pulsiones, una lucha entre la curiosidad y el miedo que me conecta con mi especie. Es tan natural sentirla como ancestrales sus orígenes: habita en nuestro ADN y sustenta nuestra evolución. Es algo telúrico.

Aquella tarde me dirigí a la casa más alejada, la que tenía un porche con baldosas de barro y un ventanal cerrado, tras el que se distinguía un salón donde se amontonaban jergones y mantas. Esto me extrañó. La mayoría de las obras estaban sin terminar y supuse que haría tiempo que los obreros no trabajaban en el lugar. Entonces, ¿por qué se dejaron esas prendas? ¿Acaso fruto de una huida precipitada? De repente, según acechaba a mi izquierda, observé que la puerta principal estaba entreabierta. ¿Qué hacer? Sabía que si me adentraba en la vivienda de algún modo quebrantaba la ley, una cosa era pasear por esas construcciones y otra entrar en ellas. Mirar no es actuar. Pero si no lo hacía, me negaba a explorar.

La de vueltas que dio mi cabeza frente a aquella puerta que terminaban en una interrogación: ¿qué habría sucedido en la urbanización?, ¿qué les pasó a quienes la crearon? ¿Y a las familias que habían proyectado vivir en ella? A lo lejos, la voz de mi hermana no dejaba de gritar mi nombre.

Aquella tarde comprobé que los humanos tenemos distintas miradas ante lo incierto: hay quienes dirigen la vanguardia, aunque el propósito sea confuso, y quienes se atrincheran en la retaguardia. Ambas opciones resultan válidas, lo importante pasa por reconocer qué te reporta cada una de ellas.

Tras la «inspección» regresamos junto a quienes no nos habían acompañado y, según les relatábamos nuestra aventura, uno de los niños interrumpió con una pregunta que aún hoy me formulo:

—Teresa, ¿tú por qué siempre lo quieres saber todo?

Te confieso que meditar sobre ella me inspira a escribir.

Este libro habla tanto de mí como de ti.

Gira en torno a esa energía, a veces primaria, otras, procesada, que nos empuja a observar, buscar, averiguar, rastrear, investigar, preguntar, a conectar con otros humanos, con los seres que pueblan el planeta pertenezcan al reino al que pertenezcan. Habla de las ganas de saber y de la inagotable necesidad de aprender. Del atávico miedo que aviva la incertidumbre y del único remedio que conozco para doblegarla.

Lo incierto, esa puerta que se entreabre desvelando una oscuridad en la que cuesta distinguir las formas, es de donde venimos y hacia donde vamos. Pretender apresar la certidumbre resulta tan imposible como extenuante; sin embargo, aquí está la humanidad, empeñada en hacer predicciones que casi nunca se cumplen, aunque nos alivien. A mí la primera.

El origen del libro se remonta al instante en que puse nombre al impulso que me hacía aprender y experimentar desde niña. La curiosidad es mi cualidad principal, la motivación para avanzar. A partir de ahí la contemplé como un valor que debía compartir a fin de inspirar a otras personas, aunque no reconocieran sus efectos y, menos aún, cómo activarla. Sin ella este libro no existiría, ni ninguno de los anteriores, yo no sería la misma. Probablemente tú tampoco, aunque aún no seas consciente. Ha hecho mi vida mejor y estoy convencida de que optimizará la tuya. Seguro. Con este fin escribo porque, dado que nada existe si no se cuenta, me propongo revelar sus enigmas. En su momento contraje, además, el reto de explicar que incluso en las malas, allí donde nos derrota la pena, ella sigue latiendo y solo cuando deja de estar viva, empezamos a morir. De hecho, el vínculo entre la curiosidad y la salud, o, de otro modo, su efecto antienvejecimiento, no ha permeado en la sociedad y sería oportuno elevarlo a lo cotidiano.

La pandemia no solo reventó el proyecto de concluir el texto en poco tiempo, sino que revivió en mí algunas creencias que daba por superadas —mi positivo en covid-19 despertó el temor a lo fortuito—. El pensamiento contamina todo. Por suerte, también me regaló fructíferas conversaciones en las que tarde o temprano brotaba la palabra curiosidad, aportando nuevas experiencias para este libro. No exagero al advertirte que quienes han alcanzado sus sueños, esas personas que brillan en aquello que hacen o dicen, reconocen una deuda con la curiosidad. Sentirla diligente es su forma de estar en el mundo.

Ahí van algunas pinceladas.

María Blasco, directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO) y una de las científicas más brillantes de España, se sorprendió cuando comenté el desapego que detecto en ocasiones hacia la curiosidad.

—¡¿Cómo?! ¿Hay personas que no son curiosas?

—La tienen dormida —le aclaré.

Esta laureada bióloga molecular no concibe a un humano sin curiosidad. La cantante, y buena amiga, Sole Giménez rastrea la obra de compositoras poco conocidas y cada vez que se topa con un nuevo nombre, grita el mismo «¡eureka!» que el doctor Eduardo Anitua ante cada hallazgo en torno a las células madre que investiga. Eduardo es estomatólogo, pero me ha recompuesto un tobillo. ¿Cómo? Todo empezó el día en que se formuló una pregunta poderosa: ¿qué puedo hacer para calmar el dolor ajeno? Albert Triola dirige la compañía tecnológica Oracle y la curiosidad es su fortaleza profesional, lo que le convierte en el paradigma de lo que titulo «Liderazgo Curioso». Cuando dialogamos, enseguida se desliza su habilidad para adaptarse al cambio y su afán por aprender algo nuevo cada día e inspirar a su equipo con mensajes como «todo está por explorar». Invité al modisto Alejandro G. Palomo a definir su niñez, a lo que él respondió que «era un niño muy observador, muy preguntón y muy curioso». Palomo Spain desfila en la Paris Fashion Week, logro que alcanzan pocos creadores españoles. Una tarde, charlando con la actriz Cecilia Roth, advertí en ella cierta preocupación, así que le pregunté. Ella me reveló que Dina, su madre, estaba infectada por coronavirus.

—¿Sabes cuál es el mejor legado que he heredado de ella? —reconoció—. Una curiosidad que no cesa. Si se termina, se te escapa la necesidad de seguir participando en la vida.

Los nombres que he citado esquivan al pensamiento dominante. Además de ese atributo, la curiosidad es el catalizador de la ciencia, la investigación y el emprendimiento, y conforma un transformador modelo de liderazgo; la savia del trabajo artístico y del aprendizaje; el móvil de toda conexión humana, las alas del crecimiento, la imaginación, la intuición… ¿Y qué supone para ti? La pregunta no es inocua, créeme.

En mi caso, ella vertebra mi comunicación y se ha convertido en mi epicentro profesional. Formo a las personas para estimular su curiosidad y descubro sus beneficios en las empresas y, puesto que escribir con dudas entumece, no tengo ninguna respecto de la misión de este libro: mostrarte su valor para desenvolverte en un escenario incierto, así como convencerte de lo fácil que te resultará ser flexible y actuar con creatividad. El futuro llega a traición, nunca avisa, no lo olvides.

Si activas sus prácticas, si te abres a observar y experimentar, comprobar?s en primera persona estas reflexiones que condensan el espíritu del libro:

1. La curiosidad es democrática y universal. Cualquiera, con independencia de su edad o educación, puede manejarla.

2. Si somos capaces de llegar a una solución a través de la curiosidad, reforzamos nuestra confianza.

3. El aprendizaje de la curiosidad garantiza la supervivencia y el desarrollo de profesionales y empresas.

4. La curiosidad conduce al cerebro a un estado de apertura donde aprende y recuerda mejor.

5. Explorar requiere pensar de forma diferente. La curiosidad modifica una mentalidad rígida por otra flexible.

6. La curiosidad no se mueve en el plano del deseo, sino en el de la acción. Activarla significa construir para aprender de ello.

7. La curiosidad fomenta ecosistemas de personas curiosas, que se vuelven más productivas y comprometidas.

8. La curiosidad rejuvenece.

9. Las preguntas impulsan a descubrir y encontrar soluciones. El tipo de preguntas que hacemos condiciona nuestro progreso.

10. En las reglas del nuevo liderazgo y la economía digital se respira curiosidad.

Durante una conferencia, el neurocientífico Matthias Gruber, ante un recinto abarrotado, lanzó una pregunta al público:

—¿Sabéis cuál es el único país del mundo donde nacen árboles con troncos cuadrados?

Entristecía ver que nadie levantaba la mano, por lo que él insistió:

—¿Quién de vosotros quiere saberlo?

Entonces los asistentes, al unísono, las elevaron. Puede que los humanos seamos previsibles y nos motiven los mismos estímulos, o puede que el interés por resolver la incógnita espolee a nuestras extremidades con efecto resorte. En todo caso la curiosidad es contagiosa, lo que respalda mi propósito: germinar una conciencia que abrace la curiosidad y la disemine.

Por ello, te sugiero que abordes la lectura como un viaje a tu agitado interior y te acompañes de una libreta donde anotar las bifurcaciones del camino, los tramos más peligrosos de transitar o aquellos en los que más disfrutas; llena tu cuaderno de la curiosidad con notas, reflexiones o los ejercicios que compartiremos juntos. Proyecta la curiosidad a modo de herramienta para reconocer lo que se ha convertido en una carga: las creencias limitantes, las suposiciones, los juicios y prejuicios que invalidan una mirada limpia, aplomando tu equipaje, y escribe lo que te ayuda a eliminarlo, a fin de releerlo en un futuro las veces que lo precises.

No dejo de tener presente el ánimo sombrío que nos atrapa a causa de la pandemia y nuestro anhelo de retomar una vida que ahora, contemplada con melancolía, juzgamos idílica. La duda de si algún día volveremos al punto de partida o no, se dilata. No gastes energía en dirimir algo tan incierto, recuerda que quien espera a la certidumbre llega siempre tarde. Es tiempo de explorar. He aquí la misión de la curiosidad.

¿Hablamos de ella, entonces?

¿O acaso sigues preguntándote por el país donde existen árboles con troncos cuadrados? ¿Supones ya qué hice ante la puerta abierta de aquella casa abandonada?

Todo descubrimiento comienza con un misterio. O varios.

1

CORAZÓN

El preciso instante en que escuchas los latidos de tu vida.

En el verano de 2019 regresé a mis raíces. Quienes hemos nacido en una gran ciudad sentimos el desabrigo de no pertenecer a un trozo de tierra, por eso terminamos adoptando la de nuestros padres. La mía se llama Horche y está en Guadalajara. Es un pueblo suspendido en una ladera, trabado por cuestas que nacen de una plaza porticada y agonizan en sensacionales vistas. Años atrás pregoné sus fiestas, aunque pocos me escucharon porque Horche las disfruta con ruidosa algarabía, en cambio sí vi la emoción de mi familia entre el público.

Hacía tiempo que no visitábamos el pueblo donde nació mi padre, donde crecieron mis tíos, y donde mis abuelos se ganaron la vida durante buena parte de ella. Al pensar en él rememoro la voz paterna describiendo su lavadero y la fuente vieja, narrando idas y venidas en bicicleta por las pedregosas carreteras de la Alcarria o preguntándose sobre el destino del viejo sanatorio situado a pocos kilómetros del pueblo. Sabíamos que permanecía en activo y también que los pulmones de los que se ocupara antes como hospital de tuberculosos, habían cambiado por la mente de sus actuales pacientes, una materia más difícil de sanar. En todo caso mi padre no había vuelto desde su juventud, por eso representaba mucho para él: retornar allí donde halló cierta seguridad tras el pandemonio de una guerra, sus primeras letras, los fríos de un paisaje agreste y hermoso al mismo tiempo... El equilibrio de su desorden.

Tras años de demoras, aquel agosto viajamos a Horche y al sanatorio.

Gracias a su responsable, que nos facilitó el acceso, mi padre trazó alrededor del psiquiátrico el mapa de sus recuerdos. Sorprendía verle con un brío inusitado:

—Aquí estaba el corral de las gallinas, un poco más lejos la huerta donde los abuelos cultivaban lo que la tierra les dejaba, creo que ese era el pabellón de las habitaciones de los médicos…

A ratos le fallaba la memoria, pero no dio esa sensación frente a la imponente copa de una encina centenaria.

De repente, su cuerpo encorvado se irguió unos centímetros, apoyó un pie sobre el tronco e hizo ademán de abrazar uno de sus tres brazos.

—¡En esas ramas anidaban los gorriones que cazábamos a pedradas! Y sobre aquella otra pasé una tarde escondiéndome de mi última fechoría.

En sus ojos brillaba la ilusión por el descubrimiento y el asombro. En sus piernas, la energía de una infancia recuperada.

Me sobrecoge escribir sobre mi padre, mientras vive su segundo ingreso hospitalario en pocas semanas con pronóstico incierto. Como si alguna vez hubiera dejado de serlo cualquier predicción. Hoy mismo, durante mi visita, vistiendo el pijama azul que nos iguala a los humanos en la enfermedad y peleándose con el suministro de oxígeno, hablaba de su infancia sosteniendo ante su doctora que su fuerte naturaleza se debía a lo que había aprendido en la Alcarria. Y eso que sus árboles no crecen con los sorprendentes troncos cuadrados que ofrecen al visitante los del Valle de Antón, en Panamá.

Vuelvo a aquella tarde para remarcar el hilo que enlaza curiosidad y niñez, hilo que al tensarlo impulsa nuestra sangre, tengamos la edad que tengamos.

La curiosidad nunca está muerta, tan solo reposa.

CUANDO SE CREA LA VIDA, EMPIEZA LA CURIOSIDAD

He llamado a este primer capítulo CORAZÓN porque lo natural a la hora de contemplar algo en profundidad es dirigir la mirada al centro mismo, a la esencia del objeto de estudio, y ahí brota una pregunta: ¿cuándo comienza a manifestarse la curiosidad en el ser humano? Fácil, apenas empieza a latir la vida.

Ahora te invito a que proyectes la duda a tu corazón y averigües cuándo fuiste consciente de que se despertaba la curiosidad dentro de ti. Difícil respuesta, ya que, salvo que usemos técnicas de psicología regresiva, no recordamos nuestras vivencias en el vientre materno, ahí donde aparece por primera vez. Estrena aquí tu cuaderno, si no lo has hecho aún, para anotar tus pálpitos en él. Puede que tengas alguna renuencia, sin embargo, confía y escribe, pues la propia ciencia corrobora los beneficios de hacerlo a mano: cuando caligrafiamos un texto obtenemos mejor concentración y recordamos con mayor precisión lo anotado, trazamos puentes entre ambos hemisferios uniendo la lógica del lenguaje con su dimensión creativa, al tiempo que aquietamos la mente y nos conectamos con nuestro yo interior. Otro argumento a su favor: si eres padre o madre, quizá te guste rememorar las reacciones de tu bebé en las que su apertura al mundo exterior delataba ya una curiosidad muy viva. Por tanto, anota en el cuaderno cómo tu recién nacido trataba de seguir un movimiento con los ojos o la procedencia de una voz. ¿Se fijaba en los objetos, a pesar de ser miope y no distinguir los colores hasta cumplido un mes?

Las redes sociales recogen miles de fotos y vídeos de ecografías donde los padres comparten los primeros reflejos de sus bebés. La conciencia de la vida llega cuando identificamos en el embrión rasgos intrínsecamente humanos: morderse la mano, acariciarse el rostro, como parte del ritual de activación de sus sentidos. El tacto comienza a desarrollarse en la octava semana de gestación; más adelante, entre la trece y la quince, se perfilan el gusto y el olfato —los bebés distinguen sabores y olores a través del líquido amniótico, lo que fuera del vientre materno los habilitará para rastrear su nueva fuente de alimento—; el oído inicia su formación en torno a la semana veinte y gracias a él distinguirán tanto la voz materna desde el interior como sonidos familiares del exterior. El último sentido en moldearse es la vista y tardará bastantes meses en afinarse con detalle, de ahí la miopía de los recién nacidos.

Durante la gestación los embriones son científicos en modo «autoexploración».

Me sigue impactando el documental En el vientre materno, elaborado sobre la base de ecografías en 4D y animaciones de ordenador y estrenado hace años por National Geographic. En él los embriones sacan la lengua, bostezan e incluso mueven los labios tal si hablaran. ¿Son gestos inocentes? ¿Simples ocurrencias captadas gracias a la precisión del diagnóstico de imagen? Como dirían los guionistas de la serie de ciencia ficción Devs (HBO), el universo es determinista y un efecto siempre resulta de una causa anterior. Todo tiene su afán. La curiosidad impulsa al bebé a descubrir su cuerpo a la par que va desarrollándose su cerebro y este prodigioso proceso se acompasa, es decir, activa la red cerebral específica para cada parte del cuerpo, lo que corrobora el vínculo entre curiosidad y aprendizaje, y anticipa sus beneficios para el cerebro.

Con esta batería de argumentos..., ¿por qué reducimos el ejercicio de observar a enfocar la vista cuando capturamos información a través de cada uno de nuestros sentidos? ¿Acaso no descubrimos por el tacto la anatomía, por ejemplo, del ser amado? ¿Por qué cuando adquirimos un mueble necesitamos deslizar las yemas de los dedos por él si, en teoría, se trata de un objeto cuyo aprecio nace al mirarlo? ¿No averiguamos el estado de ánimo de alguien por su voz, incluso cuando su rostro lo contradiga?

Cada sentido humano observa. Para activarsu curiosidad debemos de adiestrarlos uno a uno.

A partir del año, la curiosidad cambia el comportamiento del bebé. Para entonces será consciente de la existencia de un mundo plagado de seres diferentes donde suceden cosas extraordinarias. Un parque de atracciones atrapa su atención.

¿Recuerdas la frase que el arqueólogo Howard Carter susurró tras asomarse al interior de la tumba de Tutankamón, en el Valle de los Reyes? «Veo cosas maravillosas». Lo mismo diría el bebé. Su curiosidad entra en efervescencia para cumplir el objetivo de explorar sin descanso. Cada nueva situación representa un desafío y adopta ante ella la misma estrategia evolutiva que sus antepasados cuando rastreaban un páramo en busca de mamuts.

¿Disciernes ya el propósito de la curiosidad en tu vida? ¿Comprendes que no exista un ser humano sin ella? Ahora bien, ¿por qué esos padres que alardean de la actitud despierta de sus bebés, pasados los años reprimen su comportamiento curioso? Les convendría saber que a temprana edad empieza a formarse la pericia con la que sus hijos gestionarán la curiosidad en el futuro y, junto a ella, la seguridad o la debilidad con la que se enfrentarán a los dilemas e incertidumbres de su vida. No sabes cuánto me alegraría oír a un padre o una madre aludir con orgullo a la curiosidad de su criatura, tal y como se vanaglorian de su esfuerzo o creatividad. Sin una curiosidad vigorosa los hijos difícilmente alcanzarán los objetivos que los padres anhelan para ellos.

Mae Jemison es ingeniera, médico y astronauta. La primera mujer afroamericana en viajar al espacio y un referente para el liderazgo femenino, cuya campaña a favor de que las niñas estudien carreras científicas es muy efectiva. Suelo citarla en mis conferencias porque sus argumentos atañen a cualquiera. Como ejemplo, cuando preguntan a Mae cómo ha alcanzado sus sueños, qué ha permitido que la hija de un carpintero y una maestra de escuela llegara tan alto, aclara que nadie, siendo niña, frenó su curiosidad. Como insistiría ella, no permitas que nadie robe tu imaginación, tu creatividad y tu curiosidad.

Estas tres habilidades son simbióticas, y juntas aspiran a la excelencia humana. Su engarce alumbra logros porque actúan concatenadas. Es decir, la curiosidad estimula la imaginación y la creatividad aterriza las imaginativas ideas en un mundo que requiere soluciones alcanzables. Las tres se mueven entre lo desconocido y lo que no es confortable, de ahí la responsabilidad de la voluntad de cada uno en su puesta en marcha. Si no las activamos no podrán actuar. Si no actúan, no seremos permeables a sus cambios. Si no nos abrimos a ellos, no habrá transformación posible.

Dime cuándo fue la última vez que realizaste algo por primera vez. ¿Te enfrentaste a lo desconocido con pasión por aprender o miedo a no hacerlo bien? ¿Cuándo has sentido que un problema se convertía en un reto a superar? Cambiar, innovar o experimentar ¿te resultan experiencias agradables? ¿Cada cuánto tiempo dirías que aprendes algo nuevo? ¿Se trataría de una averiguación sobre tu trabajo o ajena a él? ¿Cómo te sientes cuando la resuelves?

¿A qué esperas para responder? Hazlo en tu cuaderno y con sinceridad, porque acabo de facilitarte un medidor de tu comportamiento curioso. Empleo un artilugio casero, cierto, pero eficaz para que vayas admitiendo si tu curiosidad anda o no aletargada. Puede que no encuentres utilidad en despertarla e incluso que juzgues frívolos sus efectos, en cuyo caso veamos cómo te suena esta frase de Jeff Bezos, creador de Amazon, extraída de una de sus charlas TED:

—El único peligro está en no evolucionar. Debes ser original porque si eres como los demás, ¿para qué te necesitan?

La curiosidad te agita, te impulsa, ilumina tu interior. Gracias a ella avivarás tu mejor versión. La inercia de una mentalidad alimentada por pensamientos automáticos cae en el vicio de advertir que todo está inventado, sin embargo, se equivoca: existen miradas distintas y vanguardistas que desencadenan nuevas ideas y proyectos.

La curiosidad te despierta, la imaginación y la creatividad te muestran cómo avanzar. Innova, el mundo es mucho mejor cuando haces algo que no existía antes.

No conozco a ningún creador que no se declare altamente curioso. Alberto Bañuelos Fournier, escultor cuyas obras nacen de materiales que descubre, con frecuencia, en la propia naturaleza, me confesó que antes de esculpir pregunta a la mole de piedra: «¿Y tú qué necesitas contarme? ¿Qué quieres que extraiga de ti?». Él denomina su proceso artístico «deconstrucción», y consiste en encontrar una vida nueva en esa piedra que le responde. La creatividad propicia un diálogo entre el artista y su creación, encaminado a saciar el hambre de curiosidad.

El corazón de la creación literaria o cinematográfica palpita gracias a la curiosidad, no podría ser de otro modo. En Las mil y una noches, Scherezade entretiene al sultán narrándole un cuento sin fin, lo que cautiva la atención del sultán para mantenerse viva. Alicia, en el texto de Lewis Carroll, pleitea con su aburrimiento cuando aparece el conejo, a quien sigue para descubrir un territorio maravilloso, bello símil de las armas blandidas por la curiosidad contra el hastío. La novela policiaca vive de interrogantes. En Carta de una desconocida, de Stefan Zweig, el protagonista R., al llegar a su casa, se encuentra una carta que empieza con «a ti, que nunca me has conocido» —¡menuda declaración de intenciones!—, frase a la que sigue «de pronto se despertó su curiosidad, y empezó a leer».

Si Nabokov adjudicaba a la curiosidad la cualidad de la insubordinación más pura, la escritura hace un buen uso de ella.

EL CORAZÓN DE LA MOTIVACIÓN

Una vez me propuse contar el número de entrevistas que había realizado durante mi ejercicio profesional. La cifra resultante no dejaba de ser una anécdota, ya que en verdad buscaba valorar qué huella habrían dejado en mí tantas y tantas personas. Recuerdo que decidí eliminar del cómputo las suscritas como becaria, así que solo sumaba trabajos remunerados. Cuando superé las diez mil, paré. Según esto, parecería que lo que más he hecho en mi vida, además de respirar, sea preguntar.

Ironías aparte, medito una cuestión recurrente cada vez que estoy frente a mis invitados e invitadas de La Observadora, el programa que dirijo en RNE —Radio Nacional de España— y que añade unas cuantas entrevistas a la lista, y es qué les hace diferentes. ¿Por qué están allí sentados? Creo que existe algo motivador en ellos, aportan inspiración a la audiencia, aunque nada lo certifique, pues dicho juicio obedece a mi intuición y carece de rigor, lo sé.

Al lo largo del tiempo he venido detectando que tarde o temprano mis invitados, cuando abordan cuestiones relativas a su forma de contemplar la vida o de desarrollarse en ella, suelen mencionar el concepto «curiosidad». Podría haberlos dirigido hacia ella, pero no funciona así. La espontaneidad hace que esta asome en temas como querer ayudar a otras personas, la energía que les impulsa a sacar adelante sus proyectos y no tirar la toalla..., quizá al referir algún talento especial por el que resaltan frente al resto.

De esta forma advierto que en eso que llamamos curiosidad está el corazón de la motivación y del éxito.

La curiosidad es el corazón de la motivación.

Con independencia de nuestro origen, de la naturaleza de nuestro trabajo, formación u objetivos, la curiosidad se manifiesta de forma primigenia como el deseo de aprender cosas: bien un asunto concreto en un momento puntual, o el aprendizaje como actitud prolongada en el tiempo. En ambos casos lo aprendido nos hace sentir bien y nos lleva a querer conocer más, aunque, dada mi pasión por divulgar la curiosidad, a veces rumie por qué, compartiendo dicho bienestar, las personas no la desarrollan más. ¿Por qué no nutren esa actitud que atrae intensas renovaciones en su vida? Guardaré mi diagnóstico para próximos capítulos, porque ahora toca aludir a una campaña creada por National Geographic Channel en 2009, Live curious, cuyo spot concluía con una magistral sugerencia: «… si preguntas, entiendes; si entiendes, sabes; si sabes, quieres saber más y si quieres saber más, es que estás vivo». La inagotable necesidad de conocimiento convierte a la curiosidad en fuerza motriz de una humanidad que, carente de ella, no sería igual.

Existen humanos altamente curiosos que no entran en casa, otros no salen del cuarto propio. ¿Cómo funciona en ellos la motivación?

Volviendo a mis invitados, ¿podría decirse que por el hecho de sentir fuertemente su curiosidad están motivados? ¿Tener activada la curiosidad sería suficiente para acometer nuestros planes y lograr el éxito?

Tú y yo conocemos a personas que emplean su tiempo y energía en maquinar sagaces ideas que casi nunca llegan a materializarse, ¿verdad? Siempre están buscando, presos de gran inquietud, un proyecto idóneo cuya conveniencia argumentan con solidez; en ocasiones, al iniciar alguno, da la sensación de que esta vez lograrán que cuaje pero o bien terminan frustrándose o nunca más se supo de él. Lo normal es que ni siquiera accedan al punto de partida: apoyan una propuesta, dan vueltas en torno a ella pero…

La curiosidad es condición sine qua non para emprender, construir, crear e impulsar una idea, aunque no suficiente. Ser el «corazón de la motivación» refuerza el ensamble entre ambas, ahora bien, ¿es la curiosidad la que inspira a la motivación, o la motivación lleva a la curiosidad hacia el tema por el cual estamos motivados? Dilucidar cuál de las dos se activa antes nos permitiría focalizarnos en ella, para optimizarla después en nuestros actos. Parafraseando a las ciencias del comportamiento, la curiosidad representa el interés de mayor conocimiento en torno a algo, mientras que la motivación el deseo de llevarlo a cabo, de otorgar una utilidad concreta a la información que hayamos obtenido.

La curiosidad impulsa a la motivación y esta se encarga de llevar a cabo nuestros actos. Ambas deben activarse cuando nos proponemos algo, de lo contrario es probable que naufrague.

Buena parte del emprendimiento fallido podría explicarse de esta manera, y tenerlo presente nos ayudaría de cara a una planificación óptima y más segura.

Y ahora, una pequeña perversión: ¿qué sucede si poseo curiosidad respecto de un asunto y recabo información sobre él, pero no estoy motivada para emplearla en una acción o un propósito? Y a la inversa, ¿resultaría factible sentir motivación para abordar un asunto, sin tener curiosidad sobre él? De ser afirmativas ambas respuestas, ¿cuál de las dos carencias dirías tú que sería peor de cara a nuestro progreso personal y/o, por qué no, profesional?

Una parte de mi trabajo consiste en estudiar los vasos comunicantes entre la curiosidad y la motivación, pues, por desgracia, motivar a los empleados es prioritario para las organizaciones, y redirigir su actitud forma el nudo gordiano de cualquier formación en ellas. A fin de dirimir el dilema anterior, comparto contigo un asunto que lo ilustra bien.

Durante el confinamiento, dadas las medidas de seguridad que limitaban la movilidad, anulé mi suscripción al gimnasio sospechando que tardaría tiempo en volver a pisarlo. Tenía que cuidar de mi salud física, pero ¿cómo mantenerme en forma si tampoco podía caminar, siendo este mi ejercicio favorito? Mi maquinaria curiosa preguntó a mis amistades más deportistas, indagué en internet, y tras mis pesquisas deduje que una máquina de remo de agua sería la mejor opción, a la que sumé unas mancuernas, un banco para practicar ejercicios, varios elementos de training, una pantalla para seguir rutinas online… En paralelo desocupé el cuarto de los trastos y pergeñé, ilusionada, un gimnasio casero al que no le faltaba detalle.

Por desgracia, al final del verano de 2020, sufrí un accidente doméstico con el resultado de una rotura de ligamentos en el tobillo, así que dejé de entrar en el gimnasio y fui añadiendo excusas, de modo que aquel lugar preparado con esmero se mustió sin uso. Moraleja, mi curiosidad siempre estuvo muy excitada explorando las posibilidades de montar un gimnasio, pero mi motivación no logró hacer de mí la deportista que debía. Ser curiosa, en este caso, no significaba estar motivada.

En sentido inverso, recuerdo que años atrás empecé a correr. Mi amigo Mago More entrenaba por entonces para participar en la maratón de Nueva York y me espoleaba para que yo llegara a lograrlo algún día. Cada vez que charlábamos me contagiaba su euforia, lo bien que se sentía y cómo había cambiado su anatomía, así que me motivé: estaba decidida a correr y me lancé a ello. Ni siquiera pensé en las zapatillas que usaría, cogí las primeras que hallé en casa e impulsé una pierna detrás de otra. Pasados dos meses, ese dolor que había empezado poco a poco se volvió insoportable, y el diagnóstico de una fascitis plantar abortó mi propósito de convertirme en estrella cincuentona del running. Nadie hubiera dudado de mi motivación, sin embargo, pequé de poca curiosidad para saber qué necesitaba antes de su práctica a fin de evitar daños físicos, como los que terminé sufriendo. Estar motivada no implicó tener curiosidad.

Mi receta mezcla los dos ingredientes, agitándolos hasta lograr que parezcan uno. Difícilmente vamos a alcanzar un objetivo si curiosidad y motivación no están bien trabadas. Observa, como ejemplo, los retos que proponen a diario las redes sociales: challenges diseñados para atrapar la atención mediante sugerentes imágenes, pero, sin la concurrencia de una motivación que impulse a realizarlos, los seguidores no interactúan. Somos curiosos sobre ese asunto para el que estamos predispuestos a estar motivados y aprender, y podemos estar motivados con independencia del grado de curiosidad que tengamos al respecto, pero si codiciamos logros no olvides que ambas deben cooperar.

Si buscas productividad, curiosidad y motivación tienen que trabajar mano a mano. Toma tu cuaderno de la curiosidad y anota en él la última vez que no avanzaron juntas y cuál fue el resultado de esa falta de sincronía. Responde también a las siguientes cuestiones:

1. ¿Qué te hubiera gustado conseguir?

2. ¿Qué tendría que haber sucedido para lograrlo?

3. Ahora que conoces la conveniencia de unirlas, ¿cómo actuarías en este momento con lo que ya has aprendido?

DEL PROPÓSITO A LA ACCIÓN

¿Dirías que es suficiente la anterior alianza para alcanzar el éxito?

¿Qué diferencia a la mayoría de personas que se reconocen curiosas y que incluso tienen motivación, de nombres como Mae Jemison, Bill Gates, Elon Musk o María Blasco? Pasar a la acción. Los casos de éxito anteriores comparten un denominador con el resto de personas que han alcanzado sus sueños: la curiosidad se torna en una pasión que propicia acciones concretas que no frenan, aunque se topen con trabas. Como escribió Fernando Pessoa, con las piedras del camino construiré un castillo.

La curiosidad evoluciona a competencia cuando su energía no se percibe en fogonazos intermitentes, sino como una fuente subyacente que no se agota.

Ousman Umar ignora los años que tiene —cree que son treinta, más o menos—, pero sí sabe que nació un martes y en Ghana, en la tribu wala, allí donde confeccionaba sus propios juguetes. Recuerda que un día cruzó un avión por el cielo y enseguida preguntó qué era ese inmenso pájaro.

—Lo hace el hombre blanco —alguien le aclaró.

Y a partir de ahí repitió la misma retahíla de los otros niños de la aldea:

—¿Cómo son los blancos? ¿Cómo es su mundo? ¿Cómo se hace un avión?

La intriga escocía dentro mientras se cuestionaba por qué ese objeto se sostenía en el aire y su coche de juguete, al lanzarlo, caía sobre su cabeza como plomo.

Contaba nueve años cuando la curiosidad le condujo a la ciudad a estudiar soldadura y chapistería, a ver si averiguaba por qué volaba el pájaro del hombre blanco. Allí descubrió la tele, y con ella un equipo de fútbol llamado Barça y una ciudad, Barcelona. De nuevo la curiosidad le llevó a emprender un viaje en el que cruzó el desierto a pie, sobrevivió bebiendo su orina, sufrió la crueldad de las mafias y embarcó en una patera hasta que una noche en aquel país de acogida, enfadado con esa fuerza que le impulsaba a saber más y le hacía padecer también, sobre un banco de la ciudad que vio en la televisión, una mujer se acercó:

—En casa hay cama y comida, ven con nosotros —le propuso.

Entonces se preguntó: «¿Por qué he tenido que sufrir tantísimo para merecer un gesto de afecto?». A medida que encontraba sentido a su vida en España, Ousman decidió ayudar a chavales como él.

Hoy disfruta de una familia adoptiva, ha logrado una doble licenciatura, un máster, fotos con el papa Francisco y una ONG, Nasco Feeding Minds, con la que monta aulas de informática en su país para educar a niños y niñas, una labor que le ha reportado el Premio Princesa de Girona Social en 2021.

Con menos épica, Netflix hilvana una serie.

Ousman representa el paradigma de la curiosidad llevada a la acción. No es preciso apellidarse Zuckerberg para construir un storytelling tan inspirador.

Desde que sufrimos la pandemia me interrogo acerca del origen del virus o la respuesta inflamatoria de la covid-19; también me interrogo sobre la condición humana o los multiversos, mi curiosidad ignora los límites. ¿Me conducen a la acción estas preguntas, sirven de algo, además de solazarme? No. ¿Cambio el mundo con ellas? Tampoco. Sin embargo, no dejo de hacérmelas como entrenamiento de mi curiosidad; al mismo tiempo, entre las cuestiones recurrentes se encuentra todo lo que rodea a su sentido y la posibilidad de ser educada..., aquí sí existe una acción que me hace estar sentada frente a un ordenador aporreando un teclado. Es decir, si somos capaces de dar forma a nuestra curiosidad, cristalizamos su propósito y este aterriza en prácticas concretas.

¿Puede esto aprenderse? Por descontado, eso intenta este libro.

Confío en que no te quedes con la impresión de que la curiosidad tan solo alumbra trayectorias que responden al arquetipo de éxito social, en absoluto. A diario me topo con personas para quienes la curiosidad, vertebrada en forma de preguntas poderosas, es su savia vital. El corazón de una existencia que nada tiene que envidiar a las demás.

La motivación curiosaes la que da vida a la propia vida.

Cuando conocí a Petra me comentó que residía en la misma casa desde que nació, lo que había sucedido setenta y nueve años atrás. La vivienda había sido construida por sus padres y ella dormía, después de parir a sus hijos, en la cama donde fue alumbrada. Con tal determinismo podría pensarse que Petra prefería lo rutinario, manteniendo la incertidumbre lo más lejos posible, pero esta suposición se truncó en cuanto, de forma espontánea, me declaró:

—Llevo toda mi vida preguntándome qué habrá al otro lado de la sierra que veo desde la ventana de mi alcoba. Esta duda me corroe y no me moriré sin ir allí.

Petra vive en un pueblo de Toledo, limitado en su horizonte por la sierra de Layos. A mi generación, acostumbrada a cruzar el mundo arrastrando una maleta, le cuesta entender que un ser humano apenas haya salido de su lugar de nacimiento, sin embargo, la de Petra viajaba hacia dentro y hacia abajo, enraizando en la tierra y aprendiendo a vivir con y de ella. La mujer, aparte de macerar internamente su curiosidad, interrogaba a cualquiera sobre la naturaleza de aquella sierra y de los paisajes que crecían en la ladera oculta a la vista. ¿Cómo son los pueblos de por allí? ¿Cultivan olivos o trigo? ¿Cuál es su patrona y qué tal sus fiestas? La eventualidad de visitar el paraje llenaba su mirada con el brillo del asombro y el descubrimiento, igual que mi padre observaba a su encina. El día de su ochenta cumpleaños, reunió en la vieja casa a sus hijos y nietos, quienes le entregaron un sobre, en cuyo interior había un bono para realizar un viaje en globo. Así fue como Petra descubrió desde el cielo qué había al otro lado de la sierra de Layos.

Un corazón curioso bombea existencias plenas, con independencia de que transcurran en un pequeño municipio del interior de España, o dentro de un laboratorio del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts). Su secreto reside en la forma de mirar, en la pericia a la hora de imaginar, en la flexibilidad ante cualquier nueva circunstancia, en la habilidad de conectar e interactuar con otros seres humanos. El relato de Petra también facilita la comprensión de los distintos tipos de curiosidad y, aun a riesgo de anticiparme, te anuncio que mi investigación tipifica siete categorías, frente a las cinco de la psicología positiva, o las dos que describió quien primero abordara la materia con perspectiva moderna: William James.

El padre de la psicología, en Principios de psicología, publicado en 1890, habla de una curiosidad ligada a la excitación instintiva cuando no conocemos algo —léase aquí la curiosidad de Petra—, y una segunda entendida como un desafío, casi metafísico, por el cual el cerebro responde a una brecha de conocimiento y trata de llenarla de información. Cualquiera de las dos resulta suficiente para motivarnos.

La curiosidad conforma el pensamiento inquisitivo y se optimiza investigando, explorando y aprendiendo. Tres tablas de salvación para los humanos.

Suelo preguntarme si mi curiosidad habría estado tan viva de no haber sido «la niña que todo lo quería saber». No tengo claro dónde empieza la causa y dónde el efecto.

Crecer con uno o varios interrogantes en la cabeza te predispone a sentir una energía indagadora que permea todo. En casos como el de Petra o como el de Enrique, quien, tras descubrir que había sido uno de esos niños robados de los que hablaba la prensa —uno de los capítulos más vergonzosos de nuestra historia reciente—, no paró de investigar hasta encontrar a su familia biológica, la curiosidad actúa como una pulsión que te espolea con desordenados latidos, el arousal al que alude la neurología para explicar una activación cerebral cortical que, de forma negativa, puede desembocar en sobreexcitación.

Hubo un momento en que mi curiosidad respecto de la curiosidad dejó de ser una fuerza carente de foco para conferirle un propósito. Fue entonces que me decidí a estudiarla con el objeto de divulgarla acercándome a la mayoría de los enfoques científicos que la analizaban, aunque decidí ajustarme a los más contemporáneos. No obstante, di con un libro editado en 1960, cuyo título captó mi atención y no paré hasta conseguir un ejemplar. Mediante la aportación de Daniel Berlyne y su Conflict, Arousal & Curiosity, entendemos cómo el entorno y los cambios en él nos empujan a explorarlo, la interacción entre la curiosidad y el juego en cualquier animal, y los motivos que activan el comportamiento exploratorio que, según el autor, bebe de tres fuentes:

1. la novedad, todo lo que es nuevo y desconocido nos atrae;

2. la ambigüedad o, de otro modo, lo que nos resulta confuso, y…

3. la complejidad, en el sentido de que solamente conocemos una parte de algo y queremos saber más.

A Berlyne agradezco las innumerables veces que menciona el verbo explorar en su texto, pues nuestro idioma, con más clichés de los que debiera, tiende a asimilarlo a actividades físicas que implican cierto riesgo o rareza, cuando no remite al terreno médico. El término está presente en mi vocabulario y en mi práctica diaria. Exploro y capto detalles, esquivos a la mirada automática.

La curiosidad es el ingrediente que necesita tu vida para que sea más rica.

Acabo de conversar con mi hermana, compartiendo los últimos datos sobre la salud de mi padre y junto a la pena que despierta en mí su declive, saboreo la amargura de conversar menos con él de lo que precisaría.

—Papá necesita contar sus cosas. Eso es salud —ha reconocido mi hermana.

Su frase me ha recordado la de una amiga, la doctora Paloma Fuentes, recogiendo las conclusiones de una gerontóloga en su trabajo con los mayores: «Los viejos no necesitan que los entretengamos, necesitan que les preguntemos».