La novela de Unamuno - Francisco de Jesús Ángeles Cerón - E-Book

La novela de Unamuno E-Book

Francisco de Jesús Ángeles Cerón

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El estilo de pensamiento de Unamuno es fundamentalmente novelesco (o nivolesco como diría él). Sin importar el género en el que escribía, su impronta era inconfundible. Especialmente, porque la cuestión del estilo es para el filósofo español un asunto de carácter completamente existencial.   Este libro asume esa premisa e intenta trazar las claves de lectura del estilo unamuniano, toma el tipo de novela original que el entonces rector de la Universidad de Salamanca practicó durante su vida intelectual y esclarece, además, las razones por las que podemos considerar que en la obra de Unamuno la novela es un instrumento de conocimiento que le permitió consolidar una filosofía novelada.   Para ello, en estas páginas se analizan obras que resultan clave para dilucidar cómo Unamuno descubrió en el tono novelístico cercano al modernismo europeo (que apenas se gestaba) una serie de posibilidades estéticas y epistemológicas que le permitían abordar las preocupaciones que más le importaban dentro de toda la compleja realidad del hombre de carne y hueso. Se intenta reconstruir el itinerario de la novela unamuniana, descubriendo en la travesía de don Miguel los momentos, razones, influencias y los diálogos que establece con una tradición literaria a la que se oponía.  Por todo esto, este libro se presenta como una guía de lectura de la filosofía de Miguel de Unamuno en clave nivolesca que destaca la vigencia estética, conceptual y existencial de su pensamiento.

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LA NOVELA DE UNAMUNO

El estilo de pensamiento de Unamuno es fundamentalmente novelesco (o nivolesco como diría él). Sin importar el género en el que escribía, su impronta era inconfundible. Especialmente, porque la cuestión del estilo es para el filósofo español un asunto de carácter completamente existencial.

Este libro asume esa premisa e intenta trazar las claves de lectura del estilo unamuniano, toma el tipo de novela original que el entonces rector de la Universidad de Salamanca practicó durante su vida intelectual y esclarece, además, las razones por las que podemos considerar que en la obra de Unamuno la novela es un instrumento de conocimiento que le permitió consolidar una filosofía novelada.

Para ello, en estas páginas se analizan obras que resultan clave para dilucidar cómo Unamuno descubrió, en el tono novelístico cercano al modernismo europeo (que apenas se gestaba), una serie de posibilidades estéticas y epistemológicas que le permitían abordar las preocupaciones que más le importaban dentro de toda la compleja realidad del hombre de carne y hueso. Se intenta reconstruir el itinerario de la novela unamuniana, descubriendo en la travesía de don Miguel los momentos, razones, influencias y los diálogos que establece con una tradición literaria a la que se oponía.

Por todo esto, este libro se presenta como una guía de lectura de la filosofía de Miguel de Unamuno en clave nivolesca que destaca la vigencia estética, conceptual y existencial de su pensamiento.

 

 

Francisco de Jesús Ángeles Cerón. Nacido en Jacala, México, es doctor en Estudios Hispánicos, Lengua, Literatura, Historia y Pensamiento por la Universidad Autónoma de Madrid. Es licenciado y maestro en Filosofía por la Universidad Autónoma de Querétaro, donde es catedrático e investigador de tiempo completo. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México, nivel I. Autor de varios libros, entre los que destacan Descartes y Pascal. El trasfondo espiritual de la filosofía moderna (2015) y Una poética del pensamiento. Ensayo sobre el lenguaje y la creación (2018).

FRANCISCO DE JESÚS ÁNGELES CERÓN

LA NOVELA DE UNAMUNO

UN ESTILO DE ESCRITURA Y PENSAMIENTO

Índice

CubiertaAcerca de este libroPortadaDedicatoriaOberturaPequeño prólogo. José Luis Mora GarcíaIntroducciónI. El estilo de la novela unamuniana: una cuestión estética y epistemológicaII. Nuevo mundo de Unamuno: escritura y existencia o el camino hacia la interiorizaciónIII. Transgresiones filosóficas y literarias en Niebla: el largo trayecto a la nivola totalIV. La rebeldía estético-metafísica en Cómo se hace una novela, o de cómo el hombre de carne y hueso puede hacerse novelaBibliografíaMás títulos de Editorial BiblosCréditos

A Hortencia, mi madre, y a Francisco, mi padre, porque, además de darme la vida, me enseñaron la libertad para vivirla como una novela.

A Evelin, mi hermana, por ponerle complicidad a esa historia.

Y a Carla María, por ser ella misma la trama de mi novela.

Obertura

Escribir es creer que hay algún Viernes esperándonos en alguna isla que pensábamos desierta. Porque es una forma de vivir deseando encontrarse con un par de ojos que nos recuerden que nuestra humanidad está siempre en vilo. Tal vez por eso escribir un libro sobre Unamuno es desde el comienzo una gratificante experiencia. Especialmente porque, en este caso, el encuentro con el otro supone tender un puente que nos lleve hasta la vida de un verdadero intelectual. Alguien que al revelarnos un breve palmo de su alma descubre también mucho de la nuestra. De manera que este ejercicio de escritura significa para mí –y espero que sea así también para ti, lector– regresar a las páginas que componen una de las obras más complejas y más ardientes escritas en español. Pues implica, al mismo tiempo, volver a las líneas firmadas por una figura que vivió más como mito que como hombre de carne y hueso (o que quizá se volvió mito precisamente porque vivió con más intensidad que nadie la agonía de la carne y de los huesos). Escribir sobre don Miguel obliga a volver a uno de los sentidos más prístinos de las tareas del espíritu: recordar los ambages de la existencia que con toda su fragilidad, su tremenda contradicción, sus aspiraciones y anhelos insatisfechos, y sobre todo con toda su incertidumbre, nos muestra también por qué es fácil volverse cercano a las ideas del otrora rector salmantino: porque no se nos presenta como un olímpico que está por encima de nuestras miserias sino como un compañero de viaje que nos recuerda que pensar es tener una experiencia de sí y del mundo en una suerte de interpelación perpetua. Sobre todo, porque las paradojas de la razón sostienen por entero la obra de don Miguel, en la medida misma en la que escribe exponiendo el alma a la intemperie de las ideas mientras se posiciona en el mundo desde la más carnal imprevisibilidad.

Pues precisamente, aunque uno se acerca a Unamuno con el interés de resolver una encrucijada, en compañía de su lectura el espíritu termina haciéndose amigo de la duda, como la enredadera de la clavelina transforma en hogar la extensión de una barda extraña. Especialmente porque en la figura de don Miguel uno no encuentra a un especialista en alguna región del pensamiento, sino a una figura que nos anima a pensar (incluso en contra suya si resultase necesario). Porque es sobre todo un tábano que nos comparte, sin una falsa suficiencia, todas las inquietudes que el espíritu regurgita cuando se encuentra con las preguntas que aquejan el alma entera. Por eso, responder con un libro a la interrogación unamuniana que uno halla entre sus letras es volver la mirada al espejo para descubrir que luego de leer a don Miguel el reflejo que uno se encuentra ahí no se parece ya a quien era familiar ante nuestros ojos, pues ya no somos quienes creíamos ser. Tal es el pathos transformador que hay en la obra de Unamuno. Porque incluso la fe de quien se acerca a su obra deja de ser ciega y resucita bajo la forma de una fe viva, despierta y creadora. Pues, al pasar la mirada por los renglones de sus ensayos, poemas y novelas, nos deja el cuerpo herido, con una serie de dudas y dilemas que nunca terminarán por desaparecer del todo. Y es que justamente eso es lo que esperamos de un verdadero maestro: que suscite en nosotros las preguntas incisivas que no podemos clausurar con facilidad.

Por eso a Miguel de Unamuno no lo leemos desde la pretensión a priori de encontrar certezas. Porque no se puede suponer que detenerse a escribir sobre sus letras pueda reducirse a una exposición de falsas verdades eternas. En tanto que si algo predicó Unamuno con vehemencia fue no permitir jamás que algún anquilosamiento espiritual adormile nuestra conciencia. Por ello, uno se aproxima a los textos de don Miguel admitiendo que en ocasiones la existencia consiste en aceptar que la genuina búsqueda de la verdad viene seguida de la guerra, y que no hay verdadera paz sin haber aprendido a habitar el mundo sin certezas. Por eso, cuando Unamuno escribe, expone no un estilo escritural esteticista, sino un credo profundamente existencial que le conduce de manera radical hasta la composición de sus novelas. Y es precisamente sobre lo que me he propuesto escribir aquí. Pues en este libro quiero proponer una aproximación a lo que Unamuno entiende por la escritura, al lugar que esta tiene en su pensamiento y, especialmente, a lo que entiende cuando dice que vivir consiste en poematizar la existencia.

La calidad de Unamuno como compañero de viaje, de dudas, de punzante búsqueda infinita, del descubrimiento de la vida como una lucha perpetua y del aprendizaje de todo imponderable de la existencia, hace del filósofo español un interlocutor constante. La escritura de su literatura disruptiva conmina a quedarse pensando largo tiempo en las ideas con las que increpa a su lector. Por eso este libro ha ido escribiéndose en diferentes momentos y en distintas latitudes. No podría darse sin los largos y silenciosos paseos madrileños, mediterráneos y salmantinos que se hicieron acompañar de los cafetines matinales que amansaban el frío del invierno y los vasos de vermú que paliaban el calor veraniego de los domingos. Tampoco se comprendería este intento de acercarme con interés académico –pero también con la intención de hacer una lectura intimista del estilo escritural de don Miguel– sin los momentos de serenidad desde donde suele irrumpir la pregunta incisiva, y que yo experimenté mejor que nunca entre las montañas de Jacala, mi pueblo enclavado en la sierra hidalguense mexicana. Porque, sin duda, el olor a pan recién horneado y el abrazo de familia siempre pueden evocar la forma más acabada de la belleza (esa misma que experimentó a su modo también el propio Unamuno) y que se puede encontrar en la inquietante literatura del vasco universal. Aunque, finalmente, las últimas líneas de este libro se escribieron en Querétaro, la ciudad del gran acueducto y de los atardeceres rosados que soñó Borges, y donde toda proporción guardada he encontrado también yo –extranjero en esta tierra– mi propia Salamanca.

Por eso este libro interactúa constantemente en dos tonos: el del rigor académico que siempre se persigue cuando se aspira a la honestidad intelectual de veras, pero también el tono unamuniano al que se aspira cuando, al hablar de la obra del gran escritor y pensador vasco, se pretende evitar la sequedad de la academia. De ahí que el lector se encontrará con un intento por descubrir cómo es que Unamuno forja y expone un credo existencial mientras escribe y cómo mientras lo hace elabora una complejísima y novedosa filosofía de la existencia. De manera tal que las páginas que siguen pretenden ser un acercamiento a un pensador que con mucha fuerza puede decirle bastante a un tiempo como el nuestro en el que pocas veces se acometen las grandes preguntas de la vida con todas sus consecuencias. Y es que la lectura de la obra de Unamuno nos sacude siempre como por vez primera y se nos queda en la memoria como una incesante invitación a escuchar la voz de quien una vez que se le encuentra no puede estar nunca del todo ausente: como el carmín sobre los labios de una mujer que sonríe al saberse bella, como un verso de José Alfredo Jiménez que se canta para amainar la soledad de madrugada o como esos días tan blancos que son el margen de error de la tristeza, porque el dolor sabroso del amor nos prepara para el momento en que nos alcance el sacrificio bajo la forma de la más descarnada ausencia. Pues el deseo de pervivir y el hambre de inmortalidad que aparentemente nada sacia nos recuerdan –como lo hacen algunas óperas de Wagner– que solo el amor podrá salvarnos. Pues inevitablemente y hasta el último suspiro uno se preguntará unamunianamente y desde el hondón del alma, “si del todo morimos todos, ¿para qué todo, para qué?”.

 

* * *

 

Esta obra ha sido publicada gracias al apoyo de la Universidad Autónoma de Querétaro a través del FONDEC 21. Por ello agradezco las gestiones que la administración de mi centro de trabajo mantiene para robustecer la labor de investigación que luego se cristaliza en obras como esta. Gracias especialmente a la Dra. Margarita Teresa de Jesús García Gasca, rectora de mi Universidad.

 

* * *

 

Finalmente y de manera especial quiero agradecer a quienes atentamente han leído esta obra en sus distintos momentos creativos y que me han ayudado con sus valiosas observaciones. Gracias a Riccardo Pace y a Marco Ángel, mis colegas y amigos de la Universidad Autónoma de Querétaro; gracias a D. Pedro Ribas Ribas y a D. José Luis Mora García, catedráticos y amigos de la Universidad Autónoma de Madrid, por sus comentarios atinados y su conversación amena, y por el generoso prólogo que don José Luis ha escrito para este libro. Y del mismo modo, gracias al apoyo de mis jóvenes ayudantes de investigación, Rodolfo González, Abraham Aguilar, Emiliano Uribe, María Fernanda Palafox y Mar Pacheco por su lectura honesta, clara y atenta. Si alguna virtud tienen estos renglones, se debe sin duda a la amistosa mirada que ayudó a afinar muchos detalles de este libro antes de su publicación.

 

Madrid-Jacala-Santiago de Querétaro

Invierno de 2019-verano de 2020

Pequeño prólogo José Luis Mora García Universidad Autónoma de Madrid

Debí haber tenido unos seis o siete años cuando escuché por vez primera la palabra “estilo”. ¿A qué la habría asociado cuando la maestra la pronunció con tono de solemnidad y, además, hablando de la escritura de algún gran autor? Probablemente, alguna característica que debíamos aprender para superar el siguiente examen. No era gran cosa aún, pero ese día, a mis compañeros y a mí, nos puso en contacto con una palabra que habría de acompañarnos en adelante.

Fue en el bachillerato cuando incorporamos esta palabra a nuestro aprendizaje literario, pues con ella distinguíamos a unos autores de otros: unos nos parecían claros y otros oscuros, unos divertidos y aburridos otros; insoportables muchos de ellos, mientras solo unos pocos se beneficiaban de nuestro aprecio por su cercanía, pues escribían casi como nosotros hablábamos. Los llamados “clásicos” quedaban del lado oscuro.

Recuérdese la polémica que Antonio Zozaya sostuvo con José Ortega y Gasset a propósito de si los niños debían, o no, leer El Quijote en la escuela, en la cual nuestro filósofo tomó partido por no quebrar los deseos e ilusiones de los niños antes de tiempo y, por consiguiente, dejar la lectura del clásico cervantino para edad más avanzada. Por esos años, 1928, la editorial Hispano-Americana (Reus, España) publicó un libro con el título Nuestra raza cuyo subtítulo rezaba Libro manuscrito. Pocos años antes, Unamuno había nombrado al protagonista de Cómo se hace una novela Jugo de la Raza. Es curiosa la explicación que Unamuno da a ese término, tomando en cuenta que estaban ya a fines de los años 20:

 

Habría que inventar, primero, un personaje central que sería, naturalmente, yo mismo. Y a este personaje se empezaría por darle un nombre. Le llamaría U. Jugo de la Raza; U. es la inicial de mi apellido; Jugo el primero de mi abuelo materno y el del viejo caserío de Galdácano, en Vizcaya, de donde procedía; Larraza es el nombre, vasco también –como Larra, Larrea, Larrázabal, Larramendi, Larraburu, Larraga, Larreta… y tantos más– de mi abuela paterna. Lo escribo la Raza para hacer un juego de palabras –¡gusto conceptista!– aunque Larraza signifique pasto. Y Jugo no sé bien qué, pero no lo que en español jugo.1

 

Es notable la curiosa cercanía en los conceptos “estilo” y “raza” una vez que este término comenzó a liberarse de su carga biológica y adquirió una dimensión más cultural. Efectivamente, sus páginas recogían textos escritos a mano por diversos autores; clásicos unos, más próximos en el tiempo, o hasta contemporáneos, otros. Unamuno contribuyó con un autógrafo titulado “En la paz de la guerra”; Ortega con otro dirigido a los “Niños españoles”. El libro suponía así un salto en el viejo concepto de “raza”, cargado de connotaciones biológicas, al más moderno de la cultura –ya desmitificado– en tiempos de fuertes debates acerca de la superioridad de unos pueblos sobre otros. La cultura –el estilo como definición colectiva– quedaba impresa en la grafía de los manuscritos guardados en estas páginas que permitían observar una gran tipología de escrituras como espejos de personalidades bien diferentes, muestrario de formas de ser: nerviosos, seguros o inseguros, imprecisos, rotundos… Mas no solo en la grafía se soportaba el estilo, supeditado al discurrir de la pluma por el papel. La tinta era el continente de un mensaje, de una propuesta, de una reflexión… Ortega y Gasset optó por pedir a los niños españoles que aprendieran a distinguir entre “los hombres inteligentes y de corazón delicado” frente a los necios e ignorantes, pues solo los primeros estarían capacitados para “mejorar la patria”. Para ello les propuso cuatro reglas orientadas hacia la formación de un criterio propio, y así evitarían el contagio que proviene de la mayoría, pues este evita tener vigor propio. Les pedía, pues, a los niños mucho más de lo que nos había transmitido aquella maestra en su explicación del estilo, al solo asociarlo con la forma. El estilo tenía más que ver con la forma de ser y esta había de ser valiosa y para serlo tenía que constituir una singularidad opuesta a la mediocridad de la masa.

Miguel de Unamuno, por su parte, ofreció un autógrafo que respondía a las propuestas de esos años 20 que, en verdad, estaban inoculadas desde sus primeras obras: Nuevo mundo y Paz en la guerra, la afirmación alternativa de los contrarios como aproximación no solo a la comprensión, sino a la transformación de la realidad ¿social? ¿histórica? Difícil parecía definir ese magma envolvente que constituye el hábitat del ser humano. “En la paz de la guerra” titulaba el autógrafo, seleccionado para la antología mencionada, como transgresión frente a la manera reduccionista de aproximarse a esa realidad que la razón moderna creyó poder entender proyectando un discurso lógico sobre ella, sustentado en los tres grandes principios: identidad, tercero excluido, no contradicción.

A partir de aquí accedemos al punto más sofisticado del “estilo”. Ya bien alejado de aquellas aproximaciones de la enseñanza primaria con que la maestra trataba de interesarnos por la escritura y la lectura. Pero, también, de la propuesta que hizo José Ortega, quien asentaba el estilo en la distancia existente entre la autenticidad de la singularidad y la mediocridad de la gente. En esta propuesta la razón se afirma como superior, y hasta alternativa para el conocimiento, a la pasión. Unamuno nos dejó otro legado.

¿Es posible, mejor dicho, es necesario no excluir ninguna facultad al abordar la función del estilo? ¿Qué sucede cuando llevamos a cabo esta propuesta?: primero, que el estilo deja de ser resultado de una forma de ser para convertirse en el instrumento que nos constituye y que nos hace ser como somos. “El estilo nos hace” titulará su artículo del 24 de agosto de 1924 y pone como ejemplo al propio Cervantes, quien, según el texto, fue hecho por Don Quijote y Sancho al igual que Unamuno por sus propios personajes. “El estilo nos hace; no hacemos el estilo”,2 dice Miguel de Unamuno.

De cómo Unamuno se convenció de que esta apuesta era fundamental para sostener al ser humano; de la necesidad de corregir los reduccionismos que había introducido la filosofía moderna separando “pensamiento” y “extensión”, primando el primero sobre la segunda, dejando fuera los sueños, los deseos, las ilusiones, las esperanzas, los miedos y los temores y hasta el tiempo para explicarnos y entendernos, va el libro que el lector tiene en sus manos. Estamos, pues, ante una propuesta radical que llevó a cabo el grupo de escritores que vivieron a caballo entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX y, muy especialmente, el vasco universal, como le ha calificado Pedro Ribas, Miguel de Unamuno.

Francisco de Jesús Ángeles Cerón, quien es profesor en la Facultad de Lenguas y Letras de la Universidad Autónoma de Querétaro y doctor por la Universidad Autónoma de Madrid; ha tenido el valor de afrontar la que hemos calificado como propuesta radical. Está bien esta distancia que da el océano para afrontar el pensamiento de quien fue huérfano temprano de un indiano que había hecho buena fortuna en México. En verdad, don Miguel llegaría a ser un escritor muy sensible al mundo americano, interlocutor de un buen número –varios cientos en realidad– de amigos que tenía a ese lado del Atlántico, y aunque no llegó a viajar al continente fue, de las personas de su generación, la mejor y más próxima al mundo cultural americano. Gemma Gordo ha desarrollado una excelente tesis sobre la relación que mantuvo con México.

Este libro es, pues, una mirada intensa desde ese mundo que amó y no pudo llegar a visitar. Escrito con buena pluma, es un diálogo directo con los textos del autor vasco desde las mediaciones que otros estudiosos han ido realizando para encontrar las claves de ese “estilo” que, efectivamente, caracteriza a Miguel de Unamuno pues, a fuerza de someterse a una creciente tensión con la escritura, esta le hace tan reconocible como el autor a su obra. Adelantemos la convicción de que el profesor Francisco Ángeles Cerón ha dado con las claves que ayudan al lector a entender el sentido de la obra unamuniana en el marco de los propósitos que fueron trazando los autores de la llamada “crisis de fin de siglo”, casi ninguno filósofo de profesión y todos ellos interlocutores privilegiados de la filosofía moderna.

Cuatro son los capítulos en que está dividido su estudio. El autor ha preferido comenzar por fijar el marco que Unamuno fue construyendo a propósito de la novela como género literario, capaz de escudriñar los fondos humanos mejor que cualquier otro. Ese marco que ha titulado como “El estilo de la novela unamuniana: una cuestión estética y epistemológica” tuvo una génesis con sus propios jalones en los cuales iban quedando las señales de los avances sostenidos en el proceso de articular estética y epistemología, separados tradicionalmente desde los inicios de la que conocemos como modernidad, aunque ambas propuestas hubieran estado ya en los mismos inicios. Basta recordar a este respecto la poca distancia temporal entre la obra cervantina y la cartesiana.

No obstante, terminó por primar la epistemología sobre la capacidad del arte para conocer la realidad. Sería el siglo XIX, en Francia, Inglaterra y España, cuando se pusieran en marcha proyectos estéticos potentes que desarrollaron un diálogo con la filosofía y la ciencia que mostraron la capacidad epistemológica de la creación literaria. Unamuno tuvo próximos a autores, nacidos en torno a los años 40 y 50, para conocer ese potencial. Era, además, un buen lector de escritores europeos. Recordemos ahora solo a tres de los más cercanos, con los cuales tuvo relación directa: Pérez Galdós, Leopoldo Alas (“Clarín”) y Emilia Pardo Bazán. Fue con estos autores con los que se confrontó Miguel de Unamuno para afianzar una visión nueva que le permitiera superar una forma de realismo “objetivante” que, creyó, lastraba la capacidad de la novela por adentrarse en los vericuetos del alma humana. Los escritores del 68 le parecieron insuficientes. Con ellos tuvo una relación discontinua, de reconocimiento a veces, de acentuar su insuficiencia las más.

Miguel de Unamuno era ya un hombre del 98, tiempos de la nueva psicología (de William James a Sigmund Freud), de la nueva filosofía (de Herbert Spencer a John Dewey) y hasta de la nueva ciencia (la antropología naciente que fue apostando por un concepto de cultura más polivalente frente al biologicismo inicial). Estos nuevos parámetros le llevaron a considerar que era necesario reformar la escritura, reformar las formas de conocimiento frente a la atomización en que habían caído la razón filosófica y la literaria. Este largo capítulo analiza con precisión y minuciosidad un periplo que llevó a Miguel de Unamuno a darse cuenta de que era preciso crear nuevas formas de escritura, que a su vez permitieran disolver las aparentes contradicciones mostrando planos que evidenciaran la cercanía de la lucidez con los sueños, sabiendo mejor que en sueños percibimos con más sensibilidad esa realidad que, creyéndonos despiertos, erramos al conocer. “La teoría unamuniana de la novela”, nos dice el autor, “advierte en el género la posibilidad de recuperar a nivel narrativo y en los entes de ficción lo que la existencia del hombre de carne y hueso experimenta”. “Estética escritural” denomina Ángeles Cerón al “estilo” creado por Unamuno a lo largo de su gran recorrido creador, no exento de dificultades, con algún fracaso como tuvo con su obra dramática, pero, en definitiva, restableciendo una unidad entre la “conciencia íntima” y la realidad exterior que se resistía al pensamiento moderno desde sus inicios.

Es cierto que el realismo galdosiano había avanzado en este asunto mucho más de lo que el propio Unamuno supo apreciar, pues hemos de recordar que el novelista canario convive con la generación de final del siglo hasta su fallecimiento en 1920. Podríamos traer a colación novelas como La incógnita y Realidad (publicadas a fines de la década de 1880), no lejanas a las primeras reflexiones unamunianas, para mostrar cómo ambos trataron de superar la misma encrucijada. Es verdad que Galdós no transgrediría los márgenes de los géneros canónicos mientras Unamuno fue capaz de dejar su Filosofía lógica en el cajón para iniciar su periplo como novelista o “nivolista”. Sabemos que Ortega siguió un camino inverso al dejar en otro cajón alguna novela de juventud para poder ejercer como catedrático de Metafísica.

A partir de aquí el profesor hidalguense, avecindado en Querétaro, traza el recorrido seguido por Miguel de Unamuno en su aventura “escritural” comenzando por el primer escalón: “Nuevo mundo de Unamuno: escritura y existencia o el camino hacia la interiorización”. Fue hacia la mitad de 1890 cuando Unamuno, ya en Salamanca, inició la reflexión que le condujo hacia el propio interior, marcando su estilo inconfundible, no exento de riesgos, como ya expusimos anteriormente. El lector encuentra en este capítulo las claves necesarias para entender la confección de esta novela, vinculada a Paz en la guerra, a los Diarios y a la conocida como crisis de 1897. Como señala nuestro autor: “En Nuevo mundo, y específicamente a través de Eugenio Rodero, se describe el mundo interior del individuo insustituible, del hombre de carne y hueso concreto, mediante la reflexión íntima encarnada en la palabra. El relato acomete la difícil tarea de descender hasta el abismo de la conciencia humana en las mismas condiciones que se experimenta en la existencia concreta: sin un argumento de por medio”. Así pues, tenemos ya ahí mostrados, en el período inicial de su creación, los elementos que compondrán esta “estética escritural”: la intimidad, el papel insustituible de la palabra y la ficcionalidad compuesta de novela y metanovela al mismo tiempo, es decir, ese mecanismo que cual sonda permite escrutar un fondo que luego ha de ser conocido por lectores ajenos, mediado por ellos (seguramente esta palabra es más adecuada que “interpretado”) y superada la “objetividad” del realismo decimonónico. Estudiosos bien conocidos de la obra unamuniana (Jambrina, Robles, Vauthier, Ardila, Rabaté, Ribas, Chabrán…) le ayudan en su viaje por la obra unamuniana para evaluar correctamente estos materiales. De ello queda constancia en el libro, si bien el propio autor muestra enorme seguridad en sus juicios, estos los usa como acompañamiento y no como argumentos de tajante autoridad.

Unamuno fue experimentando con este material hasta llegar a su madurez en Niebla. A esta novela emblemática está dedicado el siguiente capítulo, “Transgresiones filosóficas y literarias en Niebla: el largo trayecto a la nivola total”. Creo que estas páginas explican con detalle la tesis que Ángeles Cerón sostiene respecto de los objetivos que Unamuno escritor se planteó al crear una escritura total. Disolvió los géneros y rompió la distancia entre la realidad y la ficción, o sea, entre el autor, Miguel de Unamuno, y el protagonista, Augusto Pérez, ambos intercambiables en su reciprocidad como seres capaces de interpelar en su proceso de crear un modelo de hombre. ¿Podríamos decir que buscó la universalidad desde su encarnadura de carne y hueso? Realmente esa fue la pretensión de Unamuno: individualizar quiere decir universalizar sin renunciar a ninguno de los extremos.

Animo al lector a una aproximación atenta a la propuesta que hace Francisco Ángeles Cerón en este sentido, siguiendo el itinerario que marca en los cinco apartados en que se divide este denso capítulo, con especial atención al que dilucida la dimensión del porvenir como orientación de esta forma de escritura que no renuncia a nada y por ello ha de considerarse transgresora respecto de los modelos decimonónicos. Hacia 1913 Miguel de Unamuno estaba ya seguro, se sentía un autor consolidado y reconocido y no dudaba en dar por superado el positivismo seco que hubiera representado La novela experimental (bien es verdad que Zola la dejó como programa y su propuesta estética nunca se redujo al trabajo realizado por el cirujano que fue Claude Bernard); incorporando elementos como la perspectiva interiorizadora o la multiplicidad de perspectivas, los estadios intermedios de la conciencia y todo aquello que le aseguraba no renunciar a la pregunta por el sentido y no solo la explicación mecánica de la vida. La niebla –fenómeno atmosférico– viene a ser el símbolo de este ensayo unamuniano una vez que conocemos el final de la novela, que coincide con la instalación en el riesgo. También, claro, desde el conocimiento que tenemos de la realidad –biográfica– del propio Miguel de Unamuno en sus últimos años, podemos decir que terminó siendo el producto del “estilo” que había construido, situándose en una línea discontinua: persona-personaje, realidad-ficción, historia-metahistoria, conciencia interior-“factualidad”. En verdad, el estilo lo hizo. “Niebla es”, como señala el autor, “novela cumbre de las letras en lengua española por cuanto ahí la crisis de la escritura es coincidente con la propia crisis de la existencia humana, con su fragilidad. Unamuno no dudó en convertir esta obra en un ensayo filológico y, al tiempo, existencial”. Y él estaba dentro. El lector juega hoy con la ventaja de lo que sucedió después de escribir la novela.

El libro no tiene propiamente una conclusión. Seguramente es tan acertada la decisión como buscada por su autor. Hace las veces de aproximación a una reflexión final el último de los capítulos, “La rebeldía estético-metafísica en Cómo se hace una novela, o de cómo el hombre de carne y hueso puede hacerse novela”. Apoyado en el estudio del escritor peruano Armando Zubizarreta (de origen vasco como Unamuno) y también en la lectura realizada por Bénédicte Vauthier, Ángeles Cerón concluye: “Por ello, en el caso de Cómo se hace una novela, vemos el ejercicio más acabado de Unamuno por descubrir su propia personalidad, haciéndolo además en dos planos: como alguien que agoniza íntimamente y como alguien que tiene conciencia de ser una figura histórica que es también agonizante”. Fue escrita en el tiempo hendayés (no lo llamaría propiamente exilio) al tiempo que se dedicaba a escribir teatro, por ejemplo, Sombras de sueño, cuando Unamuno se muestra más filósofo en su reflexión sobre la fragilidad de la vida y su finitud frente a la historia. Él, acostumbrado, como escritor, a decidir el final de sus personajes, comenzaba a reflexionar sobre su propio final, y cuando ya piensa en que la jubilación hará de él un espectador, comprobará, poco después, que la realidad le contradecía manteniéndole como agente de ese mismo espacio que luego le tragó, al menos en parte. En este juego de la ficción y la realidad hay un momento en que llega el final en ambas. Entonces, como señala Ángeles Cerón:

 

El estado de abierto en el que se encuentra toda novela escrita es el mismo que él da a la existencia vivida pues, tras el punto final o la muerte, la vida externa a esa novela continúa. En eso consiste la tragedia de la finitud contra la que en Cómo se hace una novela –pieza fundamental de su filosofía novelada–, el agónico Miguel de Unamuno se rebela.

 

El lector va a encontrarse con un libro sobre filosofía, sobre literatura y la vida humana; y, sobre todo, sobre cómo la escritura y la realidad se reclaman de manera radical. Unamuno, su estilo, creó la atalaya desde la cual se alumbra esa red de encrucijadas que, cual superposición de los puentes y las autopistas que vemos en las grandes urbes, nos obligan no solo a buscar el rumbo sino el destino, sin el riesgo de perdernos y con la apuesta por hallar el sentido que nos hace vivir. Queda ahí la herencia de Miguel de Unamuno y de los escritores de la generación finisecular: una profunda revisión de la razón moderna, obligada a compartir espacio con otras facultades humanas y con esos estadios intermedios del ánimo que habían sido metódicamente desechados: el sueño, la vigilia, el sentimiento, los deseos, el tiempo… el final. Y, claro, la misma profundidad conlleva la revisión de la escritura que es exigida por esa complejidad. Todas las formas de racionalidad han nacido, desde entonces, ya “apellidadas”; vital, poética, mediadora… y todas las formas de escritura se entremezclan; la novela, la poética, el ensayo… Unamuno comprendió bien que no podíamos seguir instalados ni en la dualidad de lo exterior frente a la intimidad ni en una unidad estrecha, incapaz de desplegar el potencial que el ser humano guarda.

Francisco de Jesús Ángeles Cerón, con sencillez, claridad y precisión, apoyado en una certera lectura de los textos unamunianos y en diálogo con estudiosos de su obra, nos deja en estas páginas las claves necesarias para entender esta aportación nuclear de un pensador y escritor, Miguel de Unamuno, capaz de tejer en torno suyo una red ingente de relaciones humanas, reales unas, ficcionales otras (quizá intercambiables), que supo proyectar a su propia vida y al mundo literario que nos ha legado.

1. Miguel de Unamuno, Cómo se hace una novela. Madrid: Alianza, 1966, p. 13.

2. Miguel de Unamuno, “El estilo nos hace”, en Alrededor del estilo. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 1998, p. 102.

Introducción

El pensamiento hispánico se caracteriza por una larga y compleja relación entre filosofía y literatura. Se trata de una característica que, si bien no es exclusiva de esta tradición, sí le confiere un lugar privilegiado para comprender esa condición tan particular que aparece cuando se intenta exponer los más finos actos del pensamiento. En este contexto, Unamuno es una figura primordial. Y se destaca desde dos sentidos. Primero, debido a que él mismo es ejemplo paradigmático de los vasos comunicantes entre el torrente filosófico y el borbotón literario; además, de modo no menos importante, porque él reflexiona con una claridad sin par en torno a las posibilidades y consecuencias existenciales, estéticas y epistemológicas que surgen de esa estrecha e intrincada relación que hay entre la filosofía y la literatura, allende incluso la propia tradición hispánica.

Por eso Miguel de Unamuno es un personaje central en las reflexiones que pueden hacerse en torno a un tópico como este. Porque él mismo es testigo de la complicada serie de cambios que experimenta el pensamiento español y europeo en la transición de siglo que va del XIX al XX. La confluencia de distintas vertientes de pensamiento entrega un panorama heterogéneo en el que van a desarrollarse los estudios universitarios en Madrid y luego la lectura en solitario de Unamuno tras su retorno a Bilbao y su posterior estancia en Salamanca. Y aunque los rasgos son diversos en el pensamiento español y europeo en general, hay uno que terminará marcando fuertemente la trayectoria de don Miguel: la vigorosa apuesta por el racionalismo cientificista y el posterior desencanto de él. Por ello, entre los contemporáneos de Unamuno existirán diferentes reacciones hasta ese ascenso y descenso del racionalismo, y la forma en la que el filósofo vasco habrá de responder a esa realidad será haciendo cada vez más efectiva la posibilidad de diseminar sus preocupaciones filosóficas a través de la literatura. No obstante, la historia misma de la gestación del pensamiento unamuniano de la madurez sugiere que ese camino hacia la filosofía dispersada en literatura fue una ruta difícil y con atisbos diversos, hasta que una serie de crisis epistemológicas, estéticas, existenciales y religiosas lo llevaron a alcanzar su propia voz. Por eso, cuando Unamuno describe la savia de la filosofía hispánica en Del sentimiento trágico de la vida, lo hace con el tono de una convicción que es fruto de una larga y meditada travesía. Dice:

Pues abrigo cada vez más la convicción de que nuestra filosofía, la filosofía española, está líquida y difusa en nuestra literatura, en nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística, sobre todo, y no en sistemas filosóficos. Es concreta. ¿Y es que acaso no hay en Goethe, verbigracia, tanto o más filosofía que en Hegel? Las coplas de Jorge Manrique, el Romancero, el Quijote, La vida es sueño, la Subida al Monte Carmelo implican una intuición del mundo y un concepto de la vida […] Filosofía esta nuestra que era difícil se formulase en esa segunda mitad del siglo XIX, época afilosófica, positivista, tecnicista, de pura historia y de ciencias naturales, época en el fondo materialista y pesimista.1

Sin embargo, estas multicitadas palabras de Unamuno extraídas de un texto de la madurez, redactado además de manera posterior o contemporáneamente a algunas de sus novelas y ensayos filosófico-literarios capitales, nos anuncian sobre todo una serie de elementos de gran valor para la reflexión. Porque es importante saber cuál es el camino que lleva a don Miguel hasta esta afirmación, tanto por la ruta filosófica como por la vía literaria. Sobre todo porque, al mismo tiempo en que gana una voz distintiva en el campo de la filosofía, se va forjando un estilo en el horizonte literario. Pero especialmente es provechoso indagar en ese modo tan particular que tiene don Miguel y que cristaliza también una convicción como fruto de una honda reflexión personal sobre la realidad del pensamiento español y europeo de su tiempo, de la misma manera en que es también producto de un tránsito vital que, en su momento de mayor madurez filosófica, lo llevará a preguntarse:

¿Pero es que acaso no hay lugar para otro oficio de la filosofía, y es que sea la reflexión sobre el sentimiento mismo trágico de la vida tal como lo hemos estudiado, la formulación de la lucha entre la razón y la fe, entre la ciencia y la religión, y el mantenimiento reflexivo de ella?2

Se trata de un cuestionamiento que Unamuno formula después de rumiar profunda y decididamente su propio camino en el estudio del pensamiento. A lo largo de los años de formación de su pensamiento juvenil y a través de los diversos intentos por sistematizar las ideas que asimila y aquellas que produce en debate interno, el filósofo bilbaíno irá transitando hacia esa otra forma de conocimiento que es la literatura, porque le ofrece en cada caso posibilidades epistemológicas distintas de las del racionalismo cientificista o positivista de la juventud. De manera que, en la obra de Unamuno, la literatura aparece en el horizonte de sus preocupaciones filosóficas del mismo modo en que ha ocurrido en otros autores o en otras tradiciones, a saber: cuando la realidad del pensamiento filosófico sistemático da muestras de impertinencia para explicar algún problema, o para poner en tensión extrema el conocimiento de la realidad con las posibilidades del espíritu.

En el momento en el que Miguel de Unamuno advierte la presencia de discursos circulares en la filosofía positivista y cientificista de finales del siglo XIX, comienza su mudanza paulatina hacia la literatura. Pues a propósito de una fase de crisis epistemológica, suscitada por la imposibilidad de hacer realidad las pretensiones de la filosofía decimonónica, el filósofo vasco trasladará a otras formas discursivas las dudas que a través de la meditación profunda y una dedicada atención a su entorno irán calando considerablemente en su persona. La peculiaridad de la incursión unamuniana en la literatura está precedida por un trance personal que le revela la crisis en la que la filosofía finisecular está implicada, esto es, el estallamiento de una pretendida visión de la totalidad que se había vuelto tan dogmática como el discurso escolástico al que criticaba. Por eso es que Unamuno no arriba a la literatura mirando por sobre el hombro de esta forma de conocimiento; su acercamiento se da sin pretensión de superioridad filosófica.

Cuando el filósofo vasco se lanza a la práctica del pensamiento en las aguas de la literatura lo hará en defensa propia, con plena convicción en su vocación filosófica y atendiendo las preguntas que el estudio de la filosofía sistemática no ha podido responder. En su intento por evitar el orden discursivo que se autogestiona y concluye con sus mismos puntos de partida, maquillados entretanto por proposiciones logarítmicas, don Miguel se arroja sin ningún ropaje que lo proteja de ese horizonte abierto que supone la epistemología de la ficción. El filósofo bilbaíno ve en la literatura otra forma de lenguaje que también quiere ofrecer verdad y dar cuenta de la realidad mientras intenta comprenderla.

Aunque se ha insistido mucho en la superposición de la filosofía y la literatura en la obra de Unamuno, todavía son muchos los esfuerzos que faltan por hacerse al intentar comprender el modo específico que habita esa interacción. Pues no obstante hay productos extraordinarios de investigaciones vigorosas en torno a la reconstrucción histórica de los diversos momentos textuales de Miguel de Unamuno, y son posibles una cronografía y una historiografía precisas de su obra filosófica y literaria, quedan todavía pendientes muchas preguntas relacionadas con el conjunto de su obra. Por ejemplo, considero imprescindible indagar en torno a la naturaleza filosófica de su quehacer literario sin menoscabo alguno de su aporte estético y estilístico al campo estrictamente literario. Y del mismo modo, es igualmente importante explicitar en qué medida y de qué manera su propia poética literaria supone también su propia arquitectura filosófica. O, dicho en otros términos, ¿cuáles son las particularidades epistemológicas, estéticas y existenciales que hacen de Unamuno un filósofo que decide escribir novelas?

Este texto quiere recuperar puntualmente los presupuestos epistemológicos y estéticos que llevan a Unamuno a migrar hacia el campo de la literatura con todas sus profundas problemáticas filosóficas. Porque si bien es cierto, para el filósofo vasco, que “la filosofía [es] también ciencia de la tragedia de la vida, reflexión del sentimiento trágico de ella”,3 es menester esclarecer qué quiere decir esto para Unamuno, como para que la esencia de su pensamiento la haya vertido con tremendo apego a una raíz poética. Y, sobre todo, es importante puntualizar en qué sentido su literatura es filosofía y en qué orden su filosofía misma es literaria, superando los juicios sumarios que no hacen justicia a la obra del otro rector de la Universidad de Salamanca. Pues la insistencia en reconocer la cualidad filosófica de don Miguel suele dejar de lado las virtudes estéticas y estilísticas que ostenta como literato, de la misma manera que, cuando se subrayan los elementos estéticos de la escritura de Unamuno, ordinariamente se soslaya la médula filosófica que sostiene su poética literaria.

Por ello, a través de estas páginas, se apuesta por desentrañar la naturaleza de esa interacción que existe entre literatura y filosofía en la obra de don Miguel. Especialmente porque Unamuno es el paradigma hispánico de lo que Ernesto Grassi llamó “filosofía de la palabra”. Con esta noción, el filósofo italiano identifica el pensamiento cultivado en países latinos que se caracteriza por ocuparse de lo que pasa, en oposición al pensamiento que reflexiona lo que las cosas son, como ocurre en lo que él mismo denomina “filosofías de la res”. 4 ¿Por qué se puede identificar a Unamuno con las “filosofías de la palabra”? Porque don Miguel se ocupa precisamente de lo que pasa, de “la tragedia de la vida” como le llama él. Aunque no siempre fue así. El filósofo vasco adopta esta orientación después de haberse acercado a diversas escuelas de pensamiento, de haber intentado sistematizar lo que había asimilado del razonamiento ajeno y de haber atravesado por diversas crisis existenciales que pusieron a prueba las bases epistemológicas de lo que entonces afirmaba. De esta manera, cuando en la antesala de la crisis de 1897 Unamuno vive una paulatina transformación intelectual y existencial, se ve obligado epistémica pero también estéticamente a replantear sus intereses, y en ese ejercicio los sintetiza expresándose en los siguientes términos al interior de una carta que dirige a Leopoldo Alas (“Clarín”) en 1896: