Unamuno antes del 97 - Francisco de Jesús Ángeles Cerón - E-Book

Unamuno antes del 97 E-Book

Francisco de Jesús Ángeles Cerón

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¿Se puede hablar de una metanoia filosófica y espiritual experimentada por Unamuno antes de la famosa y bien documentada crisis de 1897? El estado actual de los estudios unamunianos permite responder esta pregunta afirmativamente. Sobre todo porque no es posible obviar el camino intelectual y espiritual que el filósofo español sigue antes de ese momento y que está repleto de elementos y posturas teóricas asumidas y rechazadas constantemente de manera previa a 1897. Este libro pretende reconstruir la ruta intelectual que lleva a Unamuno hasta instalarse en una forma de pensar peculiarísima que expone plenamente en los textos publicados en su madurez. Contrastando investigación de primera mano con los estudios unamunianos más recientes, se reflexiona en torno a los textos de la época que Colette y Jean-Claude Rabaté han denominado «Los años bilbaínos (1884-1891)», se recuperan analíticamente los textos de juventud escritos durante su estancia en Madrid y se construye un diálogo profundo con la correspondencia que acompaña a los cuadernillos unamunianos que permanecieron inéditos hasta hace muy poco. En suma, se presenta aquí una reconstrucción de la ruta que sigue el escritor vasco en el momento de la génesis y consolidación de su pensamiento, hasta llegar al encuentro con ese claro interés por unamunizarse a sí mismo.

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UNAMUNO ANTES DEL 97

¿Se puede hablar de una metanoia filosófica y espiritual experimentada por Unamuno antes de la famosa y bien documentada crisis de 1897? El estado actual de los estudios unamunianos permite responder esta pregunta afirmativamente. Sobre todo porque no es posible obviar el camino intelectual y espiritual que el filósofo español sigue antes de ese momento y que está repleto de elementos y posturas teóricas asumidas y rechazadas constantemente de manera previa a 1897. Este libro pretende reconstruir la ruta intelectual que lleva a Unamuno hasta instalarse en una forma de pensar peculiarísima que expone plenamente en los textos publicados en su madurez. Contrastando investigación de primera mano con los estudios unamunianos más recientes, se reflexiona en torno a los textos de la época que Colette y Jean-Claude Rabaté han denominado «Los años bilbaínos (1884-1891)», se recuperan analíticamente los textos de juventud escritos durante su estancia en Madrid y se construye un diálogo profundo con la correspondencia que acompaña a los cuadernillos unamunianos que permanecieron inéditos hasta hace muy poco. En suma, se presenta aquí una reconstrucción de la ruta que sigue el escritor vasco en el momento de la génesis y consolidación de su pensamiento, hasta llegar al encuentro con ese claro interés por unamunizarse a sí mismo.

 

 

Francisco de Jesús Ángeles Cerón. Nacido en Jacala, México, es doctor en Estudios Hispánicos, Lengua, Literatura, Historia y Pensamiento por la Universidad Autónoma de Madrid. Es licenciado y maestro en Filosofía por la Universidad Autónoma de Querétaro, donde es catedrático e investigador de tiempo completo. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México, nivel I. Autor de varios libros, entre los que destacan Descartes y Pascal. El trasfondo espiritual de la filosofía moderna (2015), Una poética del pensamiento. Ensayo sobre el lenguaje y la creación (2018) y La novela de Unamuno. Un estilo de escritura y pensamiento (2023).

FRANCISCO DE JESÚS ÁNGELES CERÓN

UNAMUNO ANTES DEL 97

LOS ORÍGENES DE LA PASIÓN UNAMUNIANA

Índice

CubiertaAcerca de este libroPortadaDedicatoriaOberturaIntroducciónI. La metanoia espiritual y filosófica del joven Unamuno: los años bilbaínosII. Manifestaciones juveniles de las preguntas unamunianas de la madurezIII. ¿Ruptura definitiva con el pensamiento sistemático?IV. Unamuno y la consolidación de sus pasiones teóricas y existencialesV. Unamuno, escritor plurivocal: la consolidación de una forma de pensarVI. La antesala de la crisis del 97 y su consolidación: el futuro UnamunoBibliografíaMás títulos de Editorial BiblosCréditos

Para Hortencia, Francisco y Evelin, por tantas cosas que no cabrían en un libro.

Y para Carla María, por las razones que no necesitan explicarse.

Obertura

Hay un fecundo misterio que acompaña a todo acto cumbre del pensamiento, a toda verdadera forma de arte. Cuando terminamos de leer, observar o escuchar una obra artística no somos los mismos que antes de tener ese encuentro. Después de escuchar la Appassionata de Beethoven no pensamos de igual modo ninguna revolución. Una vez que hemos visto un cuadro de Chagall empezamos a ver el mundo como si nunca hubiese estado frente a nuestras pupilas. Y apenas terminamos la lectura de un poema de Miguel Hernández no es posible volver a pensar la libertad o el amor de igual manera. El arte tiene esa misteriosa cualidad de rasgar los muros de nuestra percepción antigua y trastoca los cimientos mismos de lo que aparentemente era un conjunto de inconmovibles creencias.

Tal vez por eso acudimos al encontronazo con el arte con un cierto instinto primigenio de comunión que nos anima a sentir esa ráfaga que nos trastoca pensando que nos estamos acariciando el espíritu. Por más que esa caricia no tenga que ver con la confirmación de nuestras endebles certezas sino más bien con el contraste de nuestros más antiguos dogmas. Porque frente a otras formas discursivas, el pensamiento que es capaz de alcanzar el arte se escapa –y nosotros con él, si somos bienaventurados– de la fácil y grosera confirmación de tener razón. Por eso es que no hay buenos o malos momentos del arte, sino que están las buenas y las mejores obras artísticas. O dicho de otro modo: están las dudas que nos hacen repensar lo creído y los instantes en los que el pensamiento artístico acomete sin reserva la posibilidad de experimentar la duda extrema. Ese es el momento en el que el arte se asimila al lenguaje de la filosofía o cuando surge eso que algunos pensadores han dado en llamar la razón poética.

Se trata, en efecto, de los frutos artísticos que surgen de la experiencia de quien, en lugar de encomiar su pensamiento o su visión del mundo, nos invita a batirnos con y contra las ideas de otros. Porque no solo hay otras formas de ver el mundo, sino que probablemente también existen otros mundos. Esto es lo que pasa tras el encuentro con los grandes pensadores. Aquellos que no siendo ni diez, ni mil, pero tampoco siendo parte de una lista inagotable, superan el interés de anticuario porque su obra suscita algo más que afán por ser críticos o historiadores de su legado. Porque lo que en verdad genera el pensamiento (que siempre es más que la repetición, la especialización o la árida erudición) es una duda genuina que prolongue en alguien más ese acto de pensamiento. Y es por eso que, en la historia del arte y las ideas, hay algunos espíritus que se distinguen por ello. Ese es el caso de Miguel de Unamuno.

Si algo distingue el pensamiento y la obra del filósofo vasco, es precisamente el hecho de que siendo reacio a toda forma de especialización disciplinar rompió todos los moldes estéticos, epistemológicos, religiosos y políticos que se pueden imaginar. Pero que al hacerlo tampoco siguió algún modelo que no fuera el de la raíz poética de su concepción del mundo. Es decir, el vehículo del pensamiento que, oponiéndose a cualquier forma dogmática, fuera espiritual o científica, apuntó a la creatividad constante para hacerse cargo de ese esfuerzo humano primigenio que consiste en intentar ordenar los cimientos de lo que parece ser un inconexo mundo. Sin embargo, precisamente porque lo mejor que nos ofrece el pensamiento de Unamuno suele rozar el arte, en el sentido de que nos atraviesa el alma por completo, siempre puede surgir ante el lector de don Miguel alguna duda razonable sobre cómo es que el escritor vasco se acercó a esa manera de pensar.

Porque, ni en la época de Unamuno ni tampoco en la nuestra, es habitual encontrar en el grueso de expresiones filosóficas o artísticas una posición similar. Lo que de ordinario se observa es más bien un ejercicio empeñado en mostrar que se tiene razón. Pero el arte filosófico de Miguel de Unamuno parte de una premisa distinta. En las letras del filósofo bilbaíno hay una constante invitación a ponernos frente a nosotros mismos, lo que nos obliga a abdicar de cualquier pasajera certeza para llegar a esa intuición primera que nos anuncia que el pensamiento verdadero comienza con el sincero acto de saber ignorar. En el caso de Unamuno, como en el de todo gran pensador, esto es fruto de un camino arduo y misterioso que responde así a alguna razón. Porque la búsqueda constante del espíritu es la savia del arte y del pensamiento. Y, sin embargo, esto no se nos revela en un instante aislado. Son las circunstancias existenciales, personales e ideológicas las que conducen al espíritu a encontrarse con lo mejor de sí mismo: algunas veces solo después de despojarse de todo atavío.

En el caso de Unamuno, siempre destaca la fuerza apasionada de su pensamiento maduro. Es difícil no sentirse atraído por una figura que, como la de don Miguel, prefiere la verdad antes que la paz. Sobre todo, porque el encuentro con el pensamiento unamuniano no nos vuelve esencialmente especialistas en un filósofo o en un escritor –aunque siempre ha habido y habrá quien pretenda serlo–, sino que nos vuelve partícipes de un acto hermenéutico mucho más profundo. Se trata de un acto de interpretación agónico que asume la distancia con el acto creador del filósofo, el novelista, el epistolómano y poeta que había en él, pero que, al mismo tiempo, se asume humildemente partícipe de su obra porque se entrega el espíritu para que las letras de ese agónico creador actúen en él. Porque Unamuno, más que enseñarnos qué pensar, se convierte siempre en una suerte de aguijón anímico que nos recuerda que no se puede vivir de veras sin pensar.

Como Unamuno no se hizo a sí mismo en un día, por más que llegue el momento en el que descubra que progreso para él significa precisamente “unamunizarse”, este libro trata de explorar las circunstancias que trazaron el camino que llevó al filósofo vasco a encontrar su propia voz, a hacerse un estilo de pensamiento y a expresarlo a través de las formas en que escribió. Por eso, este ha sido el fruto de un encuentro largamente meditado, haciendo énfasis en el momento de formación del pensamiento de don Miguel. De tal suerte que sea posible encontrar la razón de la pasión unamuniana. Pues ningún camino hasta las cumbres del pensamiento es fácil y ninguno se distingue por ir en línea recta. De ahí que este libro intente reconstruir la vía que conduce a don Miguel de Unamuno hasta su más notoria huella en el universo de las ideas.

Comencé a escribir este libro en Madrid una noche después de regresar en tren desde Salamanca, en donde tras un paseo por las calles que anduvo también el filósofo no terminaba por quedarme claro cuáles habían sido los rasgos capitales que llevaron a don Miguel hasta la unamuniana forma de concebir el pensamiento. Porque Madrid, entre todas sus maravillas y junto a esa capacidad para que entre sus cafetines uno pronto deje de sentirse extranjero, también está inundada de pretextos para llevar a la máxima tensión el pensamiento. Pero como ningún camino es corto cuando se trata de acercarse a los cimientos de la arquitectura del espíritu, estas páginas se fueron escribiendo en muchísimos sitios. Especialmente me dediqué a la escucha de las letras de juventud del filósofo vasco durante muchas tardes de ponientes queretanos en los que entré en conversación con sus primeros textos; y es que a esta ciudad le debo muchas noches de reflexión y de entrañable desvelo, así como la primera conversación que tuve sobre Unamuno con mi amigo y entonces maestro el filósofo Juan Carlos Moreno Romo. Aunque finalmente estas líneas las terminé de escribir en Jacala, mi apacible pueblo, en donde arropado de un amoroso “silencio acompañado” –oculto bajo la forma del sabor a café de olla y a caminata boscosa matinal–, pude experimentar algo parecido a lo que Miguel de Unamuno relataba en una carta de noviembre de 1896 a su amigo Francisco Fernández Villegas:

 

Aún siento en mi interior regiones inexploradas, vastos campos vírgenes, fondos que duermen en el silencio. Solo necesito santa soledad, soledad fecunda. Temo ir a dar ahí, a rozar a diario con el sancho-panzismo, con la antifilosofía, con todo lo chico, con la lucha pequeña, con la atmósfera viciada por el vaho de las cervecerías y del salón de conferencias, con todo esnobismo, con la enorme inercia de los papanatas encantados de las vueltas y revueltas de las ardillas literarias enjauladas. Aquí, aquí cuando me voy por la carretera a Zamora y veo abrirse el campo inmenso, resignado, austero, cerrado por el purísimo perfil de la sierra, se me figura que se me ensanchan los campos del alma, que se me derraman por la campiña, que me hago uno con la tierra y que saco de ella la santa resignación, la tenacidad fecunda, la calma serena, la austeridad grave. ¡Qué hermoso sueño es aquí el sueño de la vida! Horas hay en que vivo en la eternidad, por debajo del tiempo.1

 

Quizá esa es la más grande enseñanza que deja la compañía textual de Unamuno. Me refiero al aprecio por el combate interior con uno mismo. Pues hay que aprender a vivir en paz con el entorno, pero en eterna guerra con las entrañas, sobre todo cuando, como fruto de una verdadera vocación filosófica o artística, el espíritu se ve llamado a esa guerra que consiste en lidiar con la ausencia de certezas. Por eso es que este libro ha querido recuperar y reconstruir lo que fragmentariamente puede ser el camino que lleva a don Miguel de Unamuno a convertirse en un pensador tan singular. Sobre todo, porque es sumamente interesante identificar el itinerario ideológico y existencial que lo conducen a consolidarse como un espíritu tan particular. Especialmente porque el sello más característico de sus obras consiste en que, al revelarnos un poco de su alma, nos muestra mucho de la nuestra. Así se lo hacía saber el filósofo a Leopoldo Alas (“Clarín”) y no creo que haya mejor manera de cerrar estas primeras páginas que intentan presentar este libro. Unamuno expresa, en una carta de 1896, que frente al misterio de la otredad, lo que queda es penetrar la alteridad hablando de sí mismo y de los demás.2

A este misterio va a dedicarle Unamuno todo el esfuerzo espiritual de su madurez vital. Por ello, este libro es un intento por reconstruir el difícil itinerario personal e intelectual del filósofo vasco que va a llevarlo hasta ahí. Sobre todo, porque la hecatombe existencial que va a fraguar el inconfundible rostro de don Miguel estará acompañada de un largo proceso de asimilación y ruptura con su entorno filosófico y literario, así como con su constitución religiosa y política. Y es precisamente por esta condición que conviene regresar una vez más hasta la obra y la vida del escritor español. Pero siempre con la conciencia de que no se trata aquí de un acercamiento inerte a los papeles de un muerto, sino a un alma con una pasión eternamente encendida. Porque Unamuno está tan vivo que tanto en el terreno de las letras como en el del espíritu es una suerte de Cid que sigue ganando batallas todavía después de muerto.

 

* * *

 

En tanto que las entradas de los libros siempre permiten agradecer a las personas que hacen posible su publicación, quisiera aprovechar este espacio para reconocer el trabajo de quienes desde la administración de la Universidad Autónoma de Querétaro mantienen las condiciones para que se realice investigación de alto nivel y para que todo el esfuerzo puesto ahí pueda darse a conocer, con independencia de las modas intelectuales, políticas o del capital, cuyos intereses acaban casi siempre por coincidir.

Finalmente, y de manera muy especial, quiero agradecer el acompañamiento y la lectura que hicieron de este manuscrito mis amigos Riccardo Pace y Marco Ángel, ambos colegas de la Universidad Autónoma de Querétaro, pues su mirada atenta y cercana tornó en experiencia invaluable este ejercicio escritural. Del mismo modo, agradezco las recomendaciones y anotaciones de mi maestro y amigo, Pedro Ribas de la Universidad Autónoma de Madrid, unamunólogo de toda la vida, y del gran hispanista –eterno maestro y amigo– que hay en la persona de José Luis Mora, también de la Universidad Autónoma de Madrid –lugar que ha sido también mi casa–. Así como también agradezco la lectura y el apoyo de mis colaboradores de investigación: Rodolfo González, Abraham Aguilar, Emiliano Uribe, María Fernanda Palafox y Mar Pacheco de la Universidad Autónoma de Querétaro, mi centro de trabajo. Porque al escribir junto a los amigos se redobla la felicidad de dedicar la vida a la labor del pensamiento.

 

Madrid-Jacala-Santiago de Querétaro,

en los años de la pandemia

1. Miguel de Unamuno, “Carta n.º 152”, a Francisco Fernández Villegas, 12 de noviembre de 1896, en Epistolario I (1880-1899). Editado por Colette y Jean-Claude Rabaté. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 2017, p. 582.

2. Miguel de Unamuno, “Carta n.º 148”, a Leopoldo G. Alas, 28 de septiembre de 1896, en Epistolario I (1880-1899), p. 571. El subrayado es de Unamuno.

Introducción

¿Se puede hablar de una metanoia filosófica y espiritual experimentada por Unamuno antes de la famosa y bien documentada crisis de 1897? Sin duda, el estado actual de los estudios unamunianos permite responder afirmativamente a esta cuestión. Sobre todo, porque, más allá de que el grueso de los unamunólogos coincide en señalar la importancia que tiene la crisis religiosa-espiritual del 97 en la evolución del pensamiento de don Miguel, no podemos obviar el camino intelectual y espiritual que el filósofo español sigue antes de aquella crisis. Especialmente, porque debió existir un conjunto de elementos y posturas teóricas asumidas y rechazadas con anterioridad al momento de la crisis del 97 que en suma llevaron a Unamuno a instalarse en una forma de pensar difícil de confundirse con las reflexiones de alguien más. Pero ¿cuál fue el camino que conduce al filósofo vasco hasta el momento de la crisis?, ¿cómo se explica el interés de Unamuno en los temas en los que después de 1897 se concentra?, ¿cómo surge en don Miguel ese talante que, por ejemplo, el gran hispanista francés Alain Guy ha llamado “el existencialismo abierto de Unamuno”?1

Para intentar reconstruir el itinerario del pensamiento unamuniano anterior a la crisis del 97, es necesario regresar a los textos que Unamuno redacta en la época que, entre otros, Colette y Jean-Claude Rabaté han denominado “los años bilbaínos (1884-1891)”.2 En ellos se vislumbra el camino que lo lleva hacia el socialismo, el interés por la mística y los problemas religiosos, y especialmente la práctica de la literatura como un recurso epistemológico y estético para explorar sus preocupaciones filosóficas. Estos manuscritos inéditos, preparados algunos de ellos para oposiciones docentes y otros en los que sencillamente vierte sus reflexiones en torno a los temas que van atrapando su interés, son de un valor incalculable cuando lo que se pretende es documentar, al menos a grandes rasgos, las filiaciones y los rechazos conceptuales del joven Unamuno.

No pretendo obviar, desde luego, el carácter experimental de esos cuadernillos inéditos, cuya condición de textos personales o inacabados se suma a la complejidad de la incierta cronología que los abraza. Coincido con Paolo Tanganelli en que “no convendría hacer afirmaciones perentorias ni siquiera disponiendo de todas las fechas exactas de composición”.3 Sin embargo, tampoco podemos negar que este Unamuno joven e inédito nos permite comprender la intensidad con la que, al regresar a Bilbao tras doctorarse en Madrid, en un intento de encontrar su propia voz, asumirá vías de reflexión paralelas y hasta contradictorias “cambiando tantas veces su postura según la opción que en cada momento juzgue más alentadora”,4 tal como afirma el mismo Tanganelli. De igual manera, estos documentos inéditos son los que en mejor medida nos permiten identificar los momentos de ese camino intelectual que conduce a Unamuno desde el positivismo de su juventud hasta el encuentro con el misticismo y el tema del Amor como tópico central de su pensamiento.

De este modo, en las páginas que siguen intentaré reconstruir la génesis del más genuino pensamiento unamuniano, deteniéndome en las preocupaciones que surgen de la juventud y ubicando en los cuadernillos los primeros atisbos de la gran aventura del pensamiento que hay en las reflexiones de don Miguel de Unamuno. Trataré de responder a las preguntas que cuestionan cuáles fueron los motivos intelectuales y espirituales que dan forma a la inconfundible manera de pensar del filósofo español, así como lo que hace que encuentre sus temas fundamentales. Con este motivo me acercaré a los cuadernillos inéditos de juventud, algunos de los cuales han ido publicándose durante las últimas dos décadas gracias a que habían sido conservados en la Casa Museo Unamuno de Salamanca. Me interesa detenerme en esos textos porque me parece que en ellos se puede rastrear la primera metanoia filosófica y espiritual del pensador vasco. Sobre todo, porque es en esa época de la formación de su pensamiento en donde las influencias teóricas iniciales, el estatus existencial, las primeras rupturas con posiciones intelectuales asumidas con antelación y las constantes crisis epistemológicas, estéticas y existenciales van forjando la voz distintiva de don Miguel. En esta etapa el joven filósofo vasco irá tanteando, tanto en documentos privados (los cuadernillos inéditos) como en los públicos (los ensayos y artículos que lleva a revistas y periódicos), una serie de reflexiones que nos entregan un retrato de las raíces de su biografía intelectual.

El análisis de este momento en la vida personal e intelectual de Unamuno permite responder a interrogantes que normalmente aparecen en los lectores del gran filósofo vasco. Al leer atentamente cada texto de los años de formación y desarrollo primigenio de su pensamiento, por ejemplo, pueden aclararse de manera suficiente cuestiones relativas a las motivaciones que lo llevaron a adoptar una posición contrarracional, una lógica “cardíaca” y un decidido lugar en las reflexiones que obligan al intelecto a establecer una máxima tensión con la realidad, sin eludir opuestos irreductibles como fe y razón, finitud e inmortalidad o realidad y ficción. Del mismo modo, es este momento de los primeros combates conceptuales cuando se aclara considerablemente si existe (y el modo en que podría precisarse) un estilo unamuniano de pensar. Por ello, con la reconstrucción de las profundas y sentidas meditaciones de un joven pensador que está tratando de hacerse un lugar en la república de las letras de su tiempo, que tiene la obligación de resolver su vida en términos económicos, que pasa por crisis espirituales que es importante tipificar e identificar, considero posible reconocer vías de ponderar de mucha mejor forma la génesis y consolidación del pensamiento unamuniano de la madurez.

En los cuadernos de juventud, y especialmente en la correspondencia, es factible asistir al taller del espíritu en el que Unamuno forja sus más determinantes ideas a la alta temperatura de la disputa argumentativa. Por eso en este estudio se mezcla la reflexión sobre los textos publicados con el análisis del contenido de los cuadernillos inéditos en los que el joven Unamuno vertió por primera vez el fruto de su meditación. De la misma forma, estas páginas visitan toda la savia meditativa que se aloja en las cartas que escribió el filósofo en aquellos mismos años, pues la epistolomanía unamuniana constituye el motor anímico desde donde se producen textos reflexivos valiosísimos tanto a nivel intelectual como personal.

Por ello, este trabajo pretende recuperar y reconstruir las condiciones vitales e intelectuales desde donde se desarrollan los elementos centrales del pensamiento de Unamuno: 1) se rescatan y ponderan los textos que el filósofo vasco escribe en sus años de formación en Madrid, así como en la época de su retorno a Bilbao; 2) se analizan las influencias teóricas y el encuentro con las doctrinas que llevan a don Miguel hasta el racionalismo; 3) se reflexiona en torno a las primeras dudas y los primeros reveses introspectivos del joven filósofo, 4) se evalúa y tipifica la primera puesta a prueba del intento de sistematizar el pensamiento asimilado por el entonces aspirante a catedrático; 5) se pondera el valor existencial y el desafío epistemológico que, para Unamuno, supone el encuentro con la realidad del amor concreto; 6) se reflexiona alrededor de las razones y los medios que permiten a Unamuno encontrar en la ficción una herramienta epistemológica; 7) se analizan las primeras propuestas unamunianas de la poética escritural que seguirá cultivando en la madurez; y 8) se reconstruyen las reflexiones en torno a las preocupaciones que tiene don Miguel en los años que anteceden a la crisis del 97. Todo ello con el fin de establecer una mejor valoración de las aportaciones de Unamuno en el mismo momento en el que se entrega con fuerza a la meditación, al arduo trabajo escritural y a la toma de postura dentro de las discusiones públicas de la intelectualidad, con el objetivo de pulir su pensamiento hasta alcanzar una voz propia y un personal estilo de pensar. En suma, esta investigación quiere retornar a los años de formación del pensamiento unamuniano para acercarse a los cimientos epistemológicos, estéticos y espirituales que permiten ese extraño personaje que un día tendrá que asumir que su alma ha nacido para la guerra. El deseo que subyace a estas páginas es, por ello, cumplir con una mejor aproximación a los años de juventud de Unamuno, para que en los cimientos teóricos y existenciales de su maduración el acercamiento al filósofo vasco deje cada vez más clara la razón de su pasión, de su ejercicio literario y de la consolidación de su pensamiento a través del futuro ejercicio de la nivola.

1. Alain Guy, Historia de la filosofía española. Barcelona: Anthropos, 1985, p. 275.

2. Colette y Jean-Claude Rabaté, Miguel de Unamuno: biografía. Madrid: Taurus, 2010, p. 69 y ss.

3. Paolo Tanganelli, “Los cuadernillos de Unamuno anteriores a la etapa socialista y la crisis del racionalismo”. Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno, n.º 33 (1998): 98.

4. Ídem.

I. La metanoia espiritual y filosófica del joven Unamuno: los años bilbaínos

Miguel de Unamuno es probablemente el filósofo y literato con el espíritu más inquieto dentro de toda la tradición iberoamericana del siglo XX. Esa inquietud interdisciplinaria, su apertura a las ideas de vario linaje, su irrestricta defensa de la libertad del espíritu, su preocupación por la vida colectiva y la construcción de la polis, así como su prolífica pluma, su ausente especialización en un área del conocimiento, su constante tránsito de la ficción a la realidad, su apasionada insistencia por “unamunizarse” y su irrenunciable afán de desnudar el alma en cada texto son elementos que, al mismo tiempo que sirven de distintivo al filósofo vasco, son también las razones que dificultan hablar de Unamuno como si se tratase de un monolito clasificable en una enciclopedia. Porque la primera complejidad para hablar de Unamuno estriba en que, sin importar qué período de su vida se esté abordando o en qué género escritural se esté analizando su obra, siempre se estará frente al fragmento de un Unamuno. Porque no se trata únicamente de acometer el estudio de una u otra faceta de su obra y de su pensamiento, sino que, al emprender la reflexión sobre una u otra, se está comenzando con ello el análisis de un Miguel de Unamuno diverso. Y sin embargo en cada fragmento de su obra está siempre todo Unamuno, en la medida en que la lectura de sus textos –desde su juventud hasta la madurez– deja clara la constante convulsión intelectual y existencial que lo distinguen como un pensador de gran talla y que establece una relación sumamente personal con su lector, motivo por el que los retos hermenéuticos al acercarse a su obra son de suyo un problema mayor. Porque nunca hay un Unamuno definitivo, y esto, más que excluir a las demás etapas o a los otros géneros escriturales que en cada oportunidad no se atiendan centralmente, los recupera, los asume y los asimila con toda la contradicción que pueda haber en ello. En cada fragmento hay siempre un Unamuno que es todos a la vez: el de las ideas asimiladas, el de las refutaciones, el de los desencantos y las frustraciones, el de las dudas, las pasajeras certezas, el de la exploración constante y el de las aspiraciones supremas. Todos al mismo tiempo.

Por eso considero que es importante intentar trazar un camino que lleve al esclarecimiento de la génesis de su pensamiento maduro, que explore las razones que lo llevan a cultivar sus inquietudes más profundas en un género escritural y no en otro, y que permita conocer así algunos de los cimientos conceptuales y espirituales que acompañaron la labranza introspectiva del pensador universal que hay en él. De ahí que sea sumamente provechoso visitar los primeros textos del filósofo vasco, con el fin de escudriñar en la médula de las transformaciones epistemológicas, estéticas, políticas y espirituales que irán moldeando el rostro del apasionado espíritu de don Miguel. Por ello, es menester retornar a los textos que produce en sus años de estudio en la Universidad Central de Madrid y también a aquellas páginas que redacta en el retorno a su Bilbao natal.

1. El punto de partida: el retorno al hogar y los primeros vaivenes teóricos

En primer término, entre todos los inéditos de los años bilbaínos, conviene destacar el manuscrito de la inconclusa Filosofía lógica –redactado probablemente hacia 1886 y descubierto por Armando Zubizarreta en la década de 1960–, porque este texto supone la primera crítica que Unamuno dirige a Herbert Spencer,1 en quien había encontrado un motivo claro para interesarse en el positivismo unos años antes. Cabe señalar que, si don Miguel tiene una etapa positivista, esta se refiere más que al apego a una doctrina, especialmente a la inclinación hacia el método que encontraba en esa escuela de pensamiento. Y ese método lo habría aprendido Unamuno en la lectura de Spencer. De este modo, cuando el filósofo español hable de su pasado “spenceriano”, habrá que considerar que se trata de un pasado metodológico más que doctrinal. Por eso, Filosofía lógica cobra especial importancia: en ella, Unamuno experimenta los primeros problemas de la postura positivista que le había cautivado al estudiar los textos de Spencer. Aunque ahí no termina todo. Filosofía lógica constituye el primer acercamiento real al idealismo hegeliano, pues no olvidemos que como ha mostrado Martin Nozick, el filósofo español aprende alemán mientras lee la Wissenschaft der Logik de Hegel2 y no es sino hasta después de eso que comienza a interesarse en el autor de la Fenomenología del espíritu al tiempo en que se aleja del positivismo spenceriano. Lo anterior no significa, sin embargo, que Unamuno pasara de una adhesión a la metodología positivista que ha podido documentarse –por ejemplo en el extraordinario trabajo de Nazzareno Fioraso titulado Il giovane Unamuno: genesi e maturazione del suo pensiero filosofico, donde se reconstruye la génesis del pensamiento del filósofo español a través de sus textos “positivistas” de juventud–3 hacia un inmediato y definitivo hegelianismo que puntualizara claramente su posición como pensador. La razón de ello radica en que, por un lado, en los textos cuya redacción circunda la época en que escribe Filosofía lógica, Unamuno sigue poniendo a prueba el positivismo e incluso sigue utilizando vocabulario aprendido en él. Y por otra parte, debido a que tampoco es claro que Unamuno pasara a una postura idealista o hegeliana desde la que compusiera sus futuros textos. Así es como a propósito de esta situación, Pedro Ribas señala:

Lo cierto es que en su giro antipositivista, o si se quiere expresarlo en términos positivos, en su vitalismo, buscó Unamuno apoyos filosóficos distintos a los anteriores, y en este sentido menciona él a Hegel en su famosa carta a Federico Urales, de 1901. Pero creo que esta proclamación de hegelianismo es más bien una máscara que una pista para esclarecer las verdaderas posiciones de Unamuno.4

Ya que el asunto en torno a la fuerza con la que Unamuno tiene un acercamiento a Hegel permanece todavía abierto, es posible señalar que Don Miguel recurre al filósofo alemán esencialmente para dejar en claro su distanciamiento de la metodología positivista y los alcances que presumía esta. Pedro Ribas subraya, en el mismo sentido, que para 1901 –año en el que escribe a Federico Urales el documento que contiene sus declaraciones más contundentes en torno a este tema–, Unamuno ha roto definitivamente con el positivismo, por lo que las afirmaciones que ahí vierte don Miguel sirven solamente para señalar la distancia que tiene a inicios del siglo XX con respecto a su pasado positivista5. De tal modo que habría que matizar y tomar con mucho cuidado las palabras de Unamuno cuando escribe:

Aprendí alemán en Hegel, en el estupendo Hegel, que ha sido uno de los pensadores que más honda huella ha dejado en mí. Hoy mismo creo que el fondo de mi pensamiento es hegeliano. Luego me enamoré de Spencer, pero siempre interpretándolo hegelianamente. Spencer, de vasta cultura, es, como metafísico, muy tosco.6

Sin embargo, es menester apuntar otro hecho que también es posible documentar y que influye tanto o más que el encuentro con Hegel en el distanciamiento que Unamuno tiene con relación al positivismo. Se trata de un asunto que apunta al entorno existencial del joven filósofo. Para el momento en que redacta Filosofía lógica, el pensador vasco había tenido ya su primera crisis de fe (vivida en los años de su estancia universitaria en Madrid) y se había separado ya de la religiosidad de la infancia (como pasa con Eugenio Rodero, su alter ego y personaje en Nuevo Mundo, texto en el que Unamuno pareciera poner en papel su propio drama existencial). Aproximadamente cinco años antes de redactar en Bilbao el inacabado manuscrito de Filosofía lógica y antes de experimentar una adhesión con el positivismo de Spencer (quizá como respuesta a la grieta abierta en su forma de acometer el mundo), el joven Miguel de Unamuno vive su primera crisis. Como señalan puntualmente Colette y Jean-Claude Rabaté:

La soledad le produce un “acceso religioso” […] Se refugia en los “fervores ascéticos” y cada noche lee en la cama algún trocito de La imitación de Cristo. Además, su madre lo alienta a hacer buenas lecturas para combatir la influencia de los estudios filosóficos, que le parecen sumamente perniciosos, y el propio Miguel reconoce que “su manía de razonar lo saca de la serenidad de la fe del carbonero a las dudas del teólogo”.7

Ese es el escenario en el que paralelamente Unamuno toma distancia de las tesis de Jaime Balmes, Juan Donoso Cortés y Zeferino González, mientras se aproxima al krausismo de Julián Sanz del Río. Y es por eso por lo que resulta importante recordar el clima espiritual y existencial en el que se da ese último encuentro intelectual que será muy capital en la formación del joven Unamuno. Sobre todo, porque el krausismo completa, junto al hegelianismo y al positivismo spenceriano, la tríada conceptual desde la que don Miguel acometerá en 1886 la redacción de Filosofía lógica. Especialmente porque ahí se hará cargo de una preocupación que a nivel vital había permanecido irresuelta durante casi un lustro, a saber, la del difícil diálogo entre razón y fe: una cuestión que aparece en las reflexiones del filósofo español en torno a 1881, y que acompaña entonces los años de la génesis y maduración del pensamiento unamuniano.

De este modo, durante los cinco años que hay entre la crisis de Madrid (1881) y las reflexiones que vierte en los textos que escribe Unamuno en su retorno a Bilbao hasta llegar a la redacción de Filosofía lógica (1886), resulta patente la presencia de un paulatino viraje intelectual en la pluma del pensador vasco. Este tránsito va desde el entusiasmo que le producen los recientes encuentros conceptuales, que he consignado con anterioridad, hasta las inquietudes que surgen en el joven Unamuno con la puesta a prueba de las tesis con las que se habría sentido plenamente identificado –al menos a nivel metodológico–. Lo anterior resulta importante, sobre todo en la medida en que esa puesta a prueba de la metodología positivista generará nuevas preocupaciones temáticas, las cuales irán apareciendo poco a poco en los textos de los años bilbaínos. Por otra parte, también dentro de ese lustro determinante (1881-1886) están dos aproximaciones teóricas que terminarán por reavivar en Unamuno el interés por mirar una vez más la fe desde el camino de la razón: 1) por un lado, están las inquietudes que dan cuenta de su preocupación por la regeneración nacional, alimentada entonces por los krausistas españoles, y 2) por el otro, se encuentra el renovado interés en materia de fe que le provee a don Miguel la lectura de la crítica bíblica francesa de Ernest Renan y de los teólogos alemanes poshegelianos.8 De tal suerte que, a los veintidós años, casi una década antes de la famosa crisis del 97, en el inacabado manuscrito de Filosofía lógica Unamuno verterá en papel y tinta, por primera vez, una reflexión que es producto de un claro intento por racionalizar la fe.

Por ello, no es difícil imaginar la complejidad de intereses teóricos que tiene Unamuno durante los años de retorno a Bilbao. Tal como lo ha anotado Nazzareno Fioraso,9 dicha complejidad llega a hacer parecer hasta contradictoria la labor intelectual de don Miguel, pero también explica la insistencia de Armando Zubizarreta al afirmar la necesidad de contextualizar el manuscrito de Filosofía lógica en torno a los demás manuscritos inéditos y publicados de la época. Sobre todo porque ese texto se interrumpe precisamente en el momento en el que, al abordar las ideas de Dios y del alma, estas son identificadas como imágenes mentales que se ubican allende el sentido común –lo cual denota, además, una posibilidad de documentar la cercanía clara a la reciente lectura de Hegel hecha por Unamuno–.Y también porque, por otra parte, el filósofo vasco suma en Filosofía lógica el análisis de las preocupaciones que dejan en él los postulados del humanismo ateo al que también se ha acercado. Zubizarreta piensa que, en este aspecto, ese manuscrito inconcluso de 1886 deviene por ello en documento capital para comprender hacia dónde se dirige el pensamiento de don Miguel en aquel momento:

Unamuno se hizo cargo del humanismo ateo, dominante en sus días. Pero esta obra significa también que Unamuno había avanzado por este camino hasta llegar a las últimas consecuencias de las filosofías que se pueden considerar como frutos del humanismo ateo. En Filosofía lógica Unamuno logra romper las estrechas barreras del cientificismo y positivismo del siglo, para lanzarse a la captación de la existencia.10

Pero si Zubizarreta insiste en que Filosofía lógica es un texto de ruptura con el positivismo, esto se debe precisamente a que, por un lado –y no obstante suene a verdad de Perogrullo hay que anotarlo–, Unamuno había manifestado una clara vena cientificista en textos anteriores a 1886 –aunque en muchos sentidos haya sido más bien un interés metodológico en el hecho y en las razones por las cuales el positivismo privilegia el hecho–, y a que, por otro, el filósofo vasco comienza su transición hacia una puesta a prueba de su positivismo juvenil. Estas dos condiciones pueden documentarse especialmente en textos que el futuro autor de En torno al casticismo escribe dentro del período que va de 1884 a 1901, y que con el estallido de la crisis de 1897 son exactamente los años anteriores al encuentro con la mística española. De manera tal que si los estudios unamunianos han señalado la importancia que tiene en la maduración del pensamiento de Unamuno el encuentro con la mística española (acontecido alrededor de 1895), también es importante subrayar que ese hallazgo del misticismo puede ser sobre todo una consecuencia que se explica por un camino intelectual que habría llevado al filósofo desde el desencanto del positivismo hasta el interés en los problemas más hondos de la existencia.

En ese contexto, considero que Filosofía lógica es un peldaño importante en la biografía intelectual del filósofo español, pero que es todavía más importante hacerlo dialogar con los demás cuadernillos inéditos de los años bilbaínos. En especial, porque me parece que esos manuscritos –aunque inacabados algunos– permiten comprender un momento importante acerca del cómo y el porqué de las preocupaciones que Unamuno manifestará tener más tarde. Pienso especialmente en el hecho de que es a partir de los años que circundan la composición de Filosofía lógica cuando don Miguel tiene un viraje intelectual hacia la consideración de la existencia por sí misma, y este será el asunto central que abordará en los textos posteriores a 1895 como los que componen el volumen En torno al casticismo (publicado como libro en 1902) y su también inédita novela titulada Nuevo mundo (1896), así como en aquellos libros que escribe después de la crisis del 97, tales como el inédito Tratado del amor a Dios (1905) y Del sentimiento trágico de la vida que aparecen como un solo volumen en 1913.

Desde luego, no resulta sencillo reconstruir con precisión esa ruta que lleva al joven Unamuno comprometido con la metodología positivista a convertirse en un pensador ocupado en los problemas relativos a la existencia; sin embargo, es posible identificar momentos importantes de esa transformación. Sabemos que la mayor dificultad para llevar a cabo este ejercicio, con toda la puntualidad que se quisiera, se debe a que varios textos del período comprendido entre su vuelta a Bilbao y hasta que gana la cátedra de griego en la Universidad de Salamanca (1891) no están fechados con exactitud. No obstante, podemos ubicar con toda seguridad aquellos textos dentro de la época de los años bilbaínos gracias a que el filósofo español hace referencia a algunos de ellos en cartas o artículos posteriores que sí están fechados con claridad. Por otra parte, es importante agregar que también resulta posible dividir esos manuscritos básicamente en dos grupos, a saber: 1) aquellos en los que don Miguel declara su cientificismo, y 2) aquellos en los que pone a prueba sus tesis positivistas y donde aparecen sus primeras preocupaciones de orden existencial, entre los que destaca precisamente Filosofía lógica de 1886, además de otros cuadernillos redactados especialmente entre 1886 y 1891. En relación con el primer grupo de textos, Armando Zubizarreta escribe en su libro Tras las huellas de Unamuno que “el racionalismo de Unamuno aparece claro cuando afirma no reconocer «más que dos facultades anímicas, inteligencia y razón, la una analizadora, sintetizadora la otra», caracterizándolas desde las funciones del conocimiento. Así, «inteligencia es la facultad de conocer, razón es la facultad de combinar»”.11

Sin embargo, como he apuntado antes, en ningún sentido podemos hacer afirmaciones contundentes con relación a una posición intelectual definitiva que distinga a Unamuno en sus años de juventud. Lo que sí podemos hacer es revisar el tipo de preocupaciones que aquejan a don Miguel mientras la vida le urge que cumpla con las exigencias del hombre de carne y hueso, del que por entonces intenta hacerse cargo Unamuno, muchos años antes de que se detenga a pensar en él. Pues al otro lado de esas afirmaciones que comenta Zubizarreta, podemos encontrar en la página 66 de la sección VII del manuscrito de Filosofía lógica una afirmación que constituye el primer viraje existencial de todo su pensamiento. Me refiero a las siguientes palabras de don Miguel: “Por sujeto no entiendo un término abstracto, un Yo puro, no, sujeto soy yo, y eres tú, y es aquel otro”.12

Lo anterior nos permite advertir de algún modo cuáles son los extremos conceptuales entre los que se mueve Unamuno durante el período de los años en Bilbao. Pero, además, este panorama invita a preguntar acerca de cuáles son los tópicos que trabaja el filósofo español en esa época, cuáles permanecen en su madurez y cuáles serían los posibles motivos que lo llevan a abandonar los asuntos de los que no se ocupará después. De manera particular, me interesa explicitar cuáles son las transformaciones fundamentales en el pensamiento unamuniano antes de que tenga lugar la crisis religioso-espiritual de 1897 que consignan todos sus biógrafos dándole una importancia central, desde los trabajos de Emilio Salcedo (1964) y Luciano González Egido (1997) hasta los textos más recientes de Colette y Jean-Claude Rabaté (2009) y Jon Juaristi (2012). Ese tránsito intelectual aparece documentado precisamente en los Cuadernos inéditos que circundan la composición de Filosofía lógica.

En primer lugar, es menester anotar que si Unamuno siente una particular atracción por la metodología positivista, esto se debe a que el pensamiento de Spencer (que es el que don Miguel mejor conoce con relación a esa doctrina) pone especial atención en el hecho. Pues será precisamente esta noción la que Unamuno trabaje con mayor ahínco durante los años bilbaínos. Así lo muestran diversos pasajes en los cuadernillos que voy a señalar a continuación. A tal respecto es necesario aclarar qué significa “hecho” en la filosofía juvenil de Unamuno, especialmente porque, al dedicar tantas líneas a su reflexión, ofrece con ello la posibilidad de identificar las diversas posiciones epistémicas en el momento en el que durante su estancia en Bilbao comienza la formación de su pensamiento.

En el cuaderno que lleva por título Filosofía II (1891-1892), compuesto cinco años después de Filosofía lógica, Unamuno se pregunta precisamente “¿Qué es un hecho?” y responde citando a Giacomo Leopardi: Discoprendo sollo il nulla s’acresce.13 Esto resulta singular pues, con la apelación al poeta italiano para responder a su pregunta fundamental en aquellos años, Unamuno pareciera señalar las dificultades que encontró mientras buscó dar con la naturaleza de los hechos. Nazzareno Fioraso piensa que, con todo y pese a las dificultades que expresa Unamuno para comprenderlos, los hechos constituyen el problema clave de la estructura gnoseológica unamuniana.14 Por ello, es a partir de la evolución en su reflexión sobre el hecho que podemos comprender los cambios en el pensamiento juvenil de don Miguel. Así podremos ver cómo irá esbozando preguntas concéntricas en torno al hecho y ensayará planteamientos que tocarán escuelas diversas.

En algún momento de las reflexiones de los años bilbaínos que aquí comento –como aquel del que da cuenta el Cuaderno XXIII (1886)– Unamuno pareciera rozar, por ejemplo, el empirismo realista cuando escribe:

Solo existe lo que se percibe por los sentidos, y lo que es es, es como es y ni debe ni puede ser de otro modo que como es. Este es el resumen y quinto extracto de toda mi filosofía.15

Sin embargo, aunque la presencia del hecho como noción fundamental persista incluso hasta la madurez (aunque para entonces tenga una consideración distinta de ese concepto), eso no basta para fincar a Unamuno dentro de una clasificación empirista. Sobre todo porque aunque don Miguel se refiera al hecho de manera constante en un tono positivista, muchas veces las premisas empiristas de los manuscritos de juventud terminan por coincidir con nociones del tipo de las ideas de corte subjetivista. De manera que, para Unamuno, un hecho puede ser a veces (a) el objeto de la percepción sensible; (b) el objeto sobre el que interviene la sensibilidad subjetiva (con un cierto aroma a kantismo), y (c) el objeto intelectual que se forma por la percepción de las cosas. Por lo que, dadas estas distintas consideraciones, lo único permanente en la consideración de los hechos que tiene Unamuno es que siempre se refiere a él como algo indiscutible, como un axioma dado inmediatamente.

Quizá es por esta consideración tan distinta del hecho que Unamuno se encuentra en sus reflexiones con la noción de “conciencia”. Y es sobre todo en Filosofía lógica (1886) donde el joven filósofo español aborda este concepto para mediar sus afirmaciones en torno al sujeto y al objeto, acaso como producto de su lectura de Hegel, lo que, sin embargo, no le permitirá superar la ambigüedad en la diversa consideración del “hecho”. Aunque lo que sí consigue Unamuno en Filosofía lógica es discutir por primera vez el problema relativo al estatuto de las ideas. Así, en las notas de ese manuscrito, podemos encontrar que cuando se esfuerza en abordar este asunto, don Miguel recorre un camino que va desde el empirismo hasta el idealismo. Tal recorrido se ilustra en afirmaciones como la siguiente:

El hecho es lo expontáneo,16 es decir mi percepción, lo reflejo es la idea del hecho, el hecho reconstruido en la mente. Si yo me formo del antílope una idea que no corresponde con la percepción del hecho antílope la idea es falsa, porque lo reflejo no conforma con lo expontáneo.17

Pero luego, aunque todavía dentro del mismo texto, Unamuno establece una relación de subordinación entre la idea y el hecho, signando la supremacía del segundo. Esto se vuelve perceptible cuando el filósofo español anota:

La primitiva distinción es la distinción entre hecho é idea, entre lo que solo tiene un valor dentro de la mente y lo que tiene existencia independiente de nuestro conocer, entre aquello que es causa de nuestro conocer y aquello que es efecto. Todos distinguimos entre una simple idea y un hecho, entre un sueño y una realidad, tienen caracteres distintivos.18

Lo anterior es importante especialmente en la medida en que la presentación de esta concepción lleva al filósofo vasco a considerar una diferencia únicamente cuantitativa entre hecho e idea. Y esta es una circunstancia que repercutirá años más tarde en las posibilidades epistemológicas de su estética escritural. Sobre todo, en la medida en que la pluma de Unamuno vaya alejándose del realismo (quizá Paz en la guerra sea su único intento literario con apego al realismo, aunque haya en esta novela pasajes que ya empiecen a estar en consonancia con las preocupaciones en torno a los seres intrahistóricos) y acercándose entonces a fenómenos de corte modernista. Así anota el pensador vasco, todavía en el manuscrito de Filosofía lógica, lo siguiente: