La Odilea - Francisco Chofre - E-Book

La Odilea E-Book

Francisco Chofre

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Beschreibung

En este texto de singular humorismo, el autor nos traslada a la antigüedad y convierte al héroe griego Odiseo en un guajiro muy cubano, y sin perder nada de la obra maestra original, nos regala esta versión criollísima de este clásico.

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Seitenzahl: 346

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Título:

LA ODILEA

Francisco Chofre

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,www.cedro.org o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

 

© Francisco Chofre, 2018

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2018

ISBN: 9789591023124

E-Book -Edición-corrección y diagramación: Sandra Rossi Brito /

Dirección artística, diseño de cubierta e interior: Javier Toledo Prendes

Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas

Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.

La Habana, Cuba.

E-mail: elc@icl.cult.cu

www.letrascubanas.cult.cu

Índice de contenido
Título:
Autor
LA ODILEA: una fiesta del ser cubano
Prefacio
Dedicatoria
Canto I
Donde la jodedora Atenata comienza a enredar la pita
Canto II
De cuando Telesforo formó la cagazón en la valla
Canto III
Donde Telesforo vomita y se ensucia en los pantalones
Canto IV
De cuando a Telesforo le preparan el aurero
Canto V
Donde a Odileo no lo destimbala un tiburón, de milagro
Canto VI
Donde Odileo se las pasa durmiendo
Canto VII
Donde Odileo se aparece encuerado ante unas muchachas
Canto VIII
Donde unos jovencitos quieren monear a Odileo
Canto IX
Donde Odileo cuenta cada una que le ronca
Canto X
De cuando Odileo sigue descargando
Canto XI
Donde el genial se empata con los muertos
Canto XII
De cuando Odileo empata la soga por el cabo
Canto XIII
Donde Odileo se afila la muela
Canto XIV
De cuando Odileo pega a fumarse el tabaco por la candela
Canto XV
Donde la hoja va en busca del tamal
Canto XVI
De cuando el toro lambisquea al ternero
Canto XVII
Donde Odileo se mete en la boca del caimán y le toca la campanlla
Canto XVIII
Al marañón hay que saber cuando entrarle y por donde
Canto XIX
Donde la paja y la candela se pegan a jugar
Canto XX
De cuando la mona no carga al hijo aunque se lo encaramen
Canto XXI
La gracia no está en el mochazo sino en saberlo dar
Canto XXII
A cada aguacate le llega su ventolera
Canto XXIII
Cuando Odileo le da a su mujer por donde le duele
Canto XXIV
Donde se acaba la jodedera

Autor

Francisco Chofre (Cullera, Valencia, 4 de noviembre de 1924) es un escritor y periodista español, emigrado a Cuba en 1949, donde desarrolla su carrera. Trabajó en labores agrícolas en una finca situada por la carretera de Nuevitas, Camagüey, entre 1949 y 1955. En este último año se traslada a La Habana, en donde, junto con Ramón Azarloza y José Jorge Gómez, publica la revista Presencia. Ha colaborado en las publicaciones periódicas La Calle, Prensa Libre, Qué, Lunes de Revolución, Islas, Palante, El Sable y Unión. Después del triunfo de la Revolución trabajó como auxiliar de oficina en el INRA. Un cuento suyo fue premiado en el concurso «Federico de Ibarzábal» (1956), de la Federación Provincial de Escritores de La Habana, e incluido en 6 poesías y 5 cuentos premiados (La Habana, Sociedad Colombista Panamericana. Depto. de Imprenta, 1956), al año siguiente volvió a ganar el mismo premio. En 1966 obtuvo mención de novela en el Concurso Casa de las Américas por La Odilea, parodia de la Odisea de Homero. Tiene publicado, en colaboración con Ramón Azarloza, el libro Unos cuentos. Desde 1965 escribe libretos para radio y televisión en el Instituto Cubano de Radiodifusión. Ha utilizado el seudónimo Choico.

LA ODILEA: una fiesta del ser cubano

Hace apenas una semana un amigo puso en mis manos La Odilea, una parodia de La Odisea que en el año 1966 mereciera ser mención en el concurso Casa de las Américas y que fuera escrito por el valenciano Francisco Chofre. Confieso que en varias ocasiones pude haberlo leído, pero siempre hallé un pretexto para no hacerlo, sabedor de esto mi amigo me lo recomendó con fervor previniéndome que era un libro imprescindible. Tenía razón.

Y no solo por su humor exquisito, sino porque además en él está captado, como en pocas obras, la idiosincrasia del pueblo cubano.

Chofre asume la reproducción de la historia homérica vertiéndola en arquetipos de cubanidad. Así Odiseo, noble guerrero atesorador de honra y riquezas, se replica en Odileo, dueño de una extensa finca, compartiendo ambos el apego a la tierra y la astucia sin límites. Odileo se revela como un guajiro "avisado" que me recuerda los de mi pueblo natal, un pueblo que nació y creció a horcajadas de los cañaverales.

La miríada de las islas griegas en las que el héroe desarrolla sus aventuras son trasfundidas a la tupida cayería de nuestro archipiélago, la que suministra la materia prima para un universo palpitante donde la risa estalla incontenible en la frase inesperada que a veces raya en franca burla y siempre en puro desenfado. Bajar a tierra un paradigma, sin vulgarizarlo, es tarea difícil, y en esta obra Chofre lo consigue totalmente.

Cada situación, cada nota trágica del original griego es pulsada por el autor hasta revelar su veta cómica, y lo hace empleando un lenguaje de lujo, y esto resulta evidente para el lector desde que se enfrenta a la versión terrena del Olimpo, que resulta ser una finca enorme que linda con la de Odileo, y que es gobernada por un viejo inválido (que manda a los demás a hacer las cosas) y malgenioso llamado Zeulorio, padre de una muchacha marimacho ella, Atenata, a la que le encanta meterse en los problemas de los vecinos.

Penélope la fiel y sufrida esposa, Chofre nos la muestra como La Pena, que es lo menos que puede ser una mujer luego de veinte años de soledad. Mientras que Telémaco, indeciso e inexperto joven privado de la guía paternal se nos regresa de la leyenda como Telésforo un muchacho demasiado apegado a las faldas de la madre.

Tan impresionante resulta esta refundición que otro amigo, confesado fanático del libro, llegó a decirme que es una excelente introducción a La Odisea, y aunque discrepo sí creo que puede resistir airosamente la comparación, pues contiene nuestra isleña capacidad de succión de lo foráneo, de lo que en el mundo es. Resulta, entonces, una advertencia clara: aquí todo se aplatana. TODO.

De ahí que mientras leemos La Odilea disfrutamos de unos héroes que liberados del mito clásico deambulan con pie firme en el cotidiano cubano; en el que, por ejemplo es lícito decir que a Menelao, perdón, quise decir Menelón, unos tipos le robaron la mujer, y para recuperarla tuvo que recurrir a varios amigos de francachela.

Ese cotidiano queda represado en Odileo, que resulta ese cubano sedimentado en el diario hablar del pueblo por calles y portales. Chofre nos lo revela como alguien capaz de salir airoso de cualquier situación, y además reírse para ir relajando por si acaso al terminar la aventura no hay nada que mueva a risa. "Me conocen por un cabrón de la vida, pero lo que soy es un desgraciao" —afirma este personaje que irreverente y choteador guarda un nombre secreto para quien se proponga dañarlo.

Odileo es un héroe que habita un mundo que cree en espíritus, y donde no falta quien asegura haberlos visto, pero en el que pese a todo son los hombres y mujeres los que llevan la voz cantante. Un mundo descrito de manera tan vívida que da la sensación de que las frases, por cierta sorpresiva autoconciencia, escogieron sus lugares en el texto.

Eso sí, la epopeya que Chofre nos legó hay que asimilarla con desenfado y no esperar en ningún momento la grandilocuencia del original griego, porque a modo de sorpresa final el mismísimo Homero, vaya usted a saber cómo, se aparece por el libro y disfruta la hospitalidad de una pareja de ancianos que en su juventud conocieron a Odileo. Y como en las conversaciones una cosa trae la otra, el anciano le pregunta si conoce la historia del susodicho y Homero asiente, algo que achaco a que su interlocutor debía tener cierto defecto de pronunciación que le hacía pronunciar la l como s, sin embargo, nunca lo sabremos con certeza, pero lo que nos consta es que cuando el vate entonó el consabido canto: Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres…, el anciano, ni corto ni perezoso se viró para la anciana y le dijo: "el pobre viejo está medio quemao". Conclusión justísima porque solo a un loco podía ocurrírsele confundir al mítico Odiseo con nuestro vecino Odileo.

Manuel Carrero

Publicado en La Jiribilla:

http://www.lajiribilla.co.cu/2003/n104_05/104_22.html

Bibliografía:

1. Chofre, Francisco: La Odilea. Editorial Letras Cubanas. 1986.

2. García Borés-Espí, Joseph: "Captar lo que se vive; dos ejemplos del acercamiento. Técnicas de Historia de vida y refrendación de textos". En: Sociedad Valenciana de Psicología. Vol. 5, # ½. 1995.

Prefacio

No se da con frecuencia, en términos literarios, una aventura artística semejante a esta Odilea de Francisco Chofre, en la que un viejo mito, cargado de prestigio, y, a la vez, de la consiguiente retórica acumulada por los siglos, se revitaliza al pasar por el humor y el lenguaje populares.

Uno de los escasos modelos latinoamericanos es el Fausto criollo de Estanislao del Campo, pero aun allí el acceso al mito se realiza por vía indirecta, y sobre todo extraliteraria, ya que lo que parodia el argentino no es el mito en estado de pureza, ni una ni otra de sus clásicas trasposiciones literarias, sino lisa y llanamente la ópera de Gounod.

Después de todo, el riesgo que corre el parodista de lo clásico es inmenso, ya que constantemente se ve obligado a transitar por la indecisa frontera que separa la gracia de la blasfemia; la devoción, del irrespeto. Hay que poseer un sentido y un estilo de humor decididamente agudos y bien asentados para que la aventura se convierta en ventura.

Este puede ser el caso de Chofre, cuya imaginación de raíz legítimamente popular, así como su osadía verbal, su concisión epigramática, rescatan incansablemente el tema de las limitaciones de la mera parodia, para convertirla en una desopilante apoteosis de la mejor gracia dialectal cubana. Este Homero pasado por Chofre, resultará para el lector una saludable ráfaga de aire fresco.

«De cuando Odileo sigue descargando», así se titula el capítulo X. De allí acaso pueda llegarse a la más exacta definición de esta obra singular. Digamos que es la épica convertida en descarga.

Mario Benedetti

Dedicatoria

Al que quiero

y se llama para siempre

Onelio Jorge Cardoso

Canto I

Donde la jodedora Atenata comienza a enredar la pita

Musa, háblame de aquel

varón ingenioso…

Una de esas noches en que chifla el mono de mala manera y la cosa no está para andar de serenata por ahí, se encontraban reunidos en la casona del mandamás Zeulorio, reconocido por todo aquello como «el que más mea», unas cuantas personas de alivio, quienes veían y sentían en Zeulorio al paternal apañador de sus hambrunas, siempre que el año abocaba como pedrada en blanco de ojo.

Su vivienda, como correspondía a un potentado de las agallas de Zeulorio, era de tipo desparramado, con muchas ventanas y mucha reja en las ventanas y mucha columna por aquí y por allá, y mucho de todo lo que hace falta para que una casa sea de ¡anjá!

En la parte delantera soltaban los caballos para que desbarataran el jardín; en la de atrás había un pozo con su cubo y su soga; a la derecha, el trapiche, y a la mano zurda, el camino por donde llegaban las visitas a fastidiar, a eso del oscurecer.

En estas veladas a la cañona siempre se habla mierda cantidad, y si el café lo bautizan con distintos nombres y hay que dispararse por obligación esa zambumbia, con tal de no hacerles un feo a los dueños de casa, resulta que a la hora y pico de estar bembeteando, le cae a uno un sueño de madre.

Sin embargo, en la casa del potentado Zeulorio, resultaba difícil echar un pestañeo, porque si bien el viejuco era más pesado que un jalado de anís, su hija Atenata, la consecuente, tenía un pico que no creía en nadie, y esa noche estaba de vena:

—A mí no me vayan a creer ustedes naíta de lo que voy a desir, porque la gente se pone con el runrún y el dril te lo vuelven mezclilla, pero se corre por ahí que mi amiga la Pena no aguanta un fajón más, porque ya está que se cae de madura, y desde que el kikirikí se tira del palo hasta que la noche no da más de prieta, se le forma un entra y sale de machangos en aquella casa, que ya la tienen llena hasta el gollete y la pobre anda de mortificasión en mortificasión porque le están chupando hasta el tuétano. Fíjense cómo será la cosa que, de tanta abundansia que le dejó el marido cuando se fue, solamente le quedan unos arrenquines y algunas cochinatas viejas, y los fulanos están que le chiflan el culo a las gallinas para cogerse el huevo.

Mientras la consecuente Atenata cogía aire y las visitas asentían, su señor padre la miró desde arriba de sus barbas, y dijo:

—La que nase para yegua, del sielo le cae la trincha. Y no es bueno olvidar que a cada uno le llega lo que cada uno se busca, y ese matrimonio encontró la salasión por el gusto de estar salaos.

Atenata, cabezona como un mulo, requintó:

—Yo sé que el pañuelo viene buscando la narís, pero a mí, muy en lo particular, la Penita me da mucha pena, y quiero que ustedes sepan que mujeres como esa van quedando pocas, porque la que aguanta tantos años sin marido, después de haber probao el mantecao, es de ley. Y según me dijeron, se ha puesto jemiquiona que ni sopón ni quimbombó, pues le ha dado la matraquilla por pensar que su Odileo es difunto, y no hay santo que la saque de ahí.

Mientras las visitas asentían, su señor padre la miró desde arriba de sus barbas y dijo:

—No estaría de más que cualquiera de vosotros le fuera a desir a la infeliz Pena que el Odileo, su marido, anda puteando con Calipsona desde hace rato. ¡Y como la mulata es de las que no suelta prenda ni a matao, cada vez que la coge con un cristiano, lo acaba!

—Entonses, del Odileo no debe quedar ni la raspita.

Las visitas asintieron, y Zeulorio, muy en lo suyo, añadió:

—Sería bueno echarle una manita a la Pena, pues el que siembra su lechuga las debe tener todas para comerse su ensalada.

Atenata dejó a un lado los comentarios, prendió su tagarnina y luego de darle tres chupones violentos, dijo:

—Viejo, espero que no me negarás el favor que voy a pedirte, y mucho remenos si me sale como me sale, de la misma postillita del corazón.

Su señor padre la miró desde arriba de sus barbas, y dijo:

—Si lo que vas a pedir tiene que ver con Odileo y su fiel esposa, ya le estás metiendo mano, porque ellos son buena gente, y como yo me presio mucho de ser agradesido, nunca se me olvidan los favores pasados ni los que vengan después, y que en buena hora lleguen. Habla, hija.

—Bueno, viejo, tú sabrás que siempre me he llevado a la campana con la Pena, y la verdá es que me gustaría darle una vuelta para tratarla de remediar. Y, de paso, ver si le pego un fotutaso al sangaletón del hijo, porque si sigue como va hasta pájaro no para.

Su señor padre la miró desde arriba de sus barbas y dijo:

—¿Cuándo piensas arrear?

—Si me das el permiso, ya estoy ensillando la bestia.

—La noche está que le ronca.

—Peores que esta me las he pasado breteando por ahí.

—Entonses, puedes irte. Yo sé que a ti te sobran timbales para eso y mucho más.

La consecuente Atenata besó la frente de su padre, les hizo una musaraña cariñosa a las visitas y salió de allí que perdía las nalgas.

Comenzaba a lloviznar y la noche iba ocultando su ronda de lejanos brillos, pero como Atenata era una leona en eso de meter espuela, un rato después ya se había metido las y tantas leguas de monte firme que la separaban del bohío donde vivían, sin consuelo ni gallina que lo ponga, la Pena y su hijo Telesforo.

Todavía faltaban unos cordeles para llegar y ya la bulla y el brisote a lechón asado llenaban la marabucera donde Atenata amarró el penco. Hecho lo cual, se abrochó la capa de agua y se encasquetó el jipi hasta los ojos, para que no la reconocieran.

Telesforo, el hijo del bien mandado de Odileo y la Pena, se encontraba hecho un guanajón entre un bando de troveros, con el pensamiento fijo en su lejano padre, y al cambiar la mirada para suspirar, guipó por el rabo del ojo a la consecuente Atenata, plantada cerca del portal como un pollo mojado.

Rápidamente fue a su encuentro, simulando que no la había reconocido, y para darle mayor gusto, el bien mandado Telesforo, le habló así:

—Señor, venga de donde venga y sea quien sea, puede entrar en esta casa, que es la suya, y meterse un ron para que se le quite el frío, porque está entripao.

A la consecuente Atenata le arrebataba que confundieran su espeso bozo con un bigote y que la tiraran a macho, pero su indignación pudo más que su orgullo natal, y dijo:

—Ven acá, cundangón, ¿qué culipandeo es el que se traen aquí?

Telesforo, el bien mandado, abanicó sus párpados de seda, lanzó un suspiro a los elementos y, algo temeroso, repuso:

—¡Ay, señor! Si usté supiera la falta que nos hase un hombre en esta casa… Porque usté debe saber que mi mamá y yo estamos solitos, y si nos ponemos a contar somos una cagaíta, para estar en el dale que te doy con este bando de cafres. Y si no fuera porque mi papá es muerto, otro gallo cantaría, María. Porque déjeme desirle que no tienen consideración ni respeto con nadie. A mí me emborrachan cada vez que les da la gana y después me hacen horrores horrores, se lo digo yo; y tiene que venir mamá, llevarme cargado pal catre y echarme fresco con una penca, hasta que se me alivia el mareo.

Dicho esto, Telesforo, el bien mandado, lloró su poco antes de proseguir:

—Si uno fuera a esperar miramiento de estos brutos, se moriría y que me pongan flores. ¡Ay, nadie sabe lo que sufro yo! Pero, hablemos de usté. ¿Viene de muy lejos?

La consecuente Atenata cogió la bala antes del tiro, y dijo:

—Yo acabo de llegar, como quien dice, de la quinta quimbambia en un barco camaronero, y el que corre mucho mundo siempre se entera de más cosas de las que le conviene. Pero, si mal no recuerdo, me parese haber oído algo de tu padre, y por eso pedí razón para venir, y aquí me tienes. Dime cuál es la grasia del viejo tuyo para no salir del fanguero y caer en la furnia.

—Todo el mundo lo conose por el genial Odileo.

—¡Clavao! Ese mismo es.

—¿Seguro?

—No hay caída. Se trata del mismo.

Telesforo, el bien mandado, lanzó una exclamación un poco infantil, pero que cuadraba muy bien con su edad y sus maneras:

—¡Ay, Jesús!

Después reaccionó y se puso en otra onda:

—¡Qué bueno! Me lo desía el corasón, y según mamá «el corasón nunca engaña». ¿Usté no sabe que yo a cada ratico sueño con él? Y cuando se lo cuento a mamá, ella se pone que no le cabe ni un alpiste en el fonil. Pero, claro hay veses que le da la pasión de ánimo y forma unos aguaseros que se queda seca, aunque en el fondo es muy sufrida. Entonces yo le hago un cosimientico con jasmín de cuatro hojas, que es remedio santo para eso y si usté la viera… Ríase usté de las flores de pascua.

Telesforo, el bien mandado, secó unas lágrimas sentimentales, bandeadas por los recuerdos, que le corrían por el cutis, y prosiguió:

—Pero, dígame, dígame, ¿qué sabe de papá?

—Nada bueno y nada malo. Unos disen que es vivo y otros que es muerto. ¡La gente habla tanta basura!

—¡Ay, pero qué misterioso es usté!

La consecuente Atenata lanzó un vistazo alrededor y, como quien no mira el fuego poque se está quemando, dijo:

—¿Dónde está tu señora madre?

—¡Ay, señor, por su vida!

—¿Puedo verla ahora?

—Un momentico. Voy a buscar una margarita para tirarlo a suerte, que a lo mejor usté también viene con malas intenciones, bandolero.

La consecuente Atenata, al borde del colapso, dijo:

—Hasme el favor y déjate de cundanguerías, que conmigo na va eso. Yo no estoy aquí para velarle la raja a nadie y mucho menos a la vieja tuya, porque ella es muy dueña y señora de haser lo que le salga de la pepita. Con que si te pregunto por ella, es por la simple curiosidá.

—¡Ay, por su madre! No se me ponga bravo. Ahora mismitico voy a pedir para usté el rabito del lechón que están asando.

Segundos después regresaba Telesforo con el rabo en la mano y se lo ofrecía con gusto a la consecuente Atenata, con la súplica de que se sentara al lado de él durante la comida, para seguir conversando bajito y dar tiempo a que se dejara ver la Pena.

—¿Y no la puedo ver ahora?

—Se formaría el desbarajuste, señor mío.

—A mí no se me convense muy fásil, pero te voy a corresponder por haberme traído el rabo.

—¡Ay, grasias! Y vamos a ir cogiendo lugar, porque estos jartones son muy capaces de dejarnos en banda.

Entre dos jóvenes robustos y sudados a pesar de la lluvia, trajeron el lechón picoteado sobre una yagua y lo pusieron en el centro de la mesa. Un farol de gas, colgado del techo, repartía su vaporosa luz sobre el oro mantecoso de los tostones, el sangrante rubí de los tomates, el esmeralda tenue de la lechuga y la sensata palidez del casabe ablandado con mojo de gandinga. En otras fuentes humeaba el congrí y las teleras de pan dividían su masa entre varias botellas de vino cobarde y alguna que otra de ron peleón.

Mientras comían se habló muy poco. Mas, luego que terminaron, el bien mandado Telesforo dijo al oído de la consecuente Atenata:

—Este despilfarro es mañana, tarde y noche, pero horita empieza la música y es cosa de oír improvisar al viejo Femento, que por aquí nunca se ha oído nada mejor.

La consecuente Atenata, confiando en que un Telesforo alimentado valdría más que Telesforo en ayunas, aventuró una pregunta:

—¿Tu madre nunca partisipa de las comelatas?

—Cuando está pal paso.

—¿Y dónde está ahora?

—Trancá en su cuarto, por miedo de que le vayan arriba, ¿sabe?

—¿Y por qué no te llenas de valor y mandas a toda esta basura al carajo?

—¡Qué va! Ni soñarlo. Me tirarían a mondongo.

—Pues como no te pongas para tu número, te veo en el pico del aura.

—¿Y qué otra cosa puede haser un hijo sin padre?

—Amarrarse los pantalones y echar la brava.

—¡Qué horror! Bien se ve que usté no sabe lo que dise.

—Ya me doy cuenta que tú no eres peo que rompe calsoncillo.

—No me diga eso porque me hase sentir más baina de lo que soy.

—Mira, te voy a aconsejar como si fueras pariente mío: búscate la manera de reunir a los amigos más viejos de tu padre y talla con ellos este asunto. O si no, embulla a los ansianos para que pongan orden, que a ellos los respeta todo el mundo.

—¡Buena cosa son los viejos de por aquí!

—Es que tú te pones a desir boniato antes de sembrar el bejuco.

—¿Qué remedio me queda?

—¿Por qué no hases otra cosa?

—Que no sea muy duro, por su madre.

—Consíguete un horcón, aunque sea podrido, y vete a buscar a tu padre por ahí.

—Eso mismo he pensado muchas veses, porque déjeme desirle que a mí me encantaría navegar. Lo he heredado del viejo, pero cada vez que pienso en la vieja, aquí solita en grima y yo por esos mares…

—Pues mira, que la perfecta tuya es esa y no otra, porque si no aparece pronto Odileo, te veo grave.

—¡Gravísimo!

—Además, con un llorado que le tires a cualquier carbonero de por aquí, te lleva en su chalana hasta donde el jején puso el huevo.

—Esa era mi única salida. No tengo otra, porque si me quedo, me hunden, y si me voy a jugármela por ahí, nadie sabe.

La consecuente Atenata comprendió que ya Telesforo, el bien mandado, a causa del vino, se iba a poner a hablar basura, y para atajarlo, le dijo:

—Me voy.

Telesforo abanicó sus párpados de seda y en una entrega total de su agradecimiento, dijo:

—Antes que se vaya quiero regalarle una pollona, para que saque cría. Los huevos de aquí son de dos yemas.

—No me traigas nada, que la noche no está para pollonas. Ya veremos más adelante.

—¿Piensa volver? ¿Cuándo, cuándo…? ¡Ay, no se haga de rogar!

—Cuando tú seas un hombresito, volveré.

Y la consecuente Atenata partió a través de la lluvia, los relámpagos y los truenos, con la pena de no haber visto a la fiel Pena.

Algunos de los presentes quisieron averiguar quién era el fulano de la capa, a lo que Telesforo, el bien mandado, aclaró:

—Es un pescador de rana toro que perdió la fija y llegó para pedirme una prestada.

Y como no hubo comentarios del caso, el vate Femento aprovechó el instante para lanzar sus discutidas improvisaciones, mientras se acompañaba del sonoro tres con un extraordinario arte rural:

Corta el jiquí el carbonero

pa convertirlo en carbón;

lo vela con ilusión,

lo entonga y coge el dinero.

Después viene un maromero

desde la quinta puñeta

y si lo compra a peseta,

negosia y saca un tongón,

y el carbonero cabrón

se ha de chupar la barreta.

Sonando los últimos acordes, en forma sorpresiva para todo el mundo, se apareció la dueña de casa en la puerta de su cuarto, como barra de guayaba en velorio de pobre. Mas, Telesforo, el bien mandado, la alcanzó de un brinco, obligándola, con mucha suavidad, a esconderse de nuevo.

—Mamá, no debes salir, chica. El que más y el que menos tiene un peo arriba violentísimo y los vas a provocar. Anda, métete en la cueva y no salgas ni a pedir salú.

La fiel Pena, ante las razones de su hijo bien mandado, razonó:

—A la ves que oigo una désima de carboneros me engrincho toda y me viene a la mente tu padre. Dile a Femento que siga cantando, pero que suavise la letra, porque yo lo estoy escuchando.

—Cualquiera se pone a dar consejos… Lo que tienes que haser es taparte los oídos con algodón, y cuando yo salga le pegas la tranca a la puerta y cuidadito con abrirle a nadie.

Cumplió la Pena su designio y al salir Telesforo del cuarto se topó con tremenda controversia en la sala. Todo el mundo se fajaba por acostarse con la Pena, pero él, poniéndose el vino de coraza, gritó a los cuatro vientos:

—Ustedes no son más que un bando de descarados. Después que están arrasando con todo lo de esta casa, todavía quieren comerse a la vieja.

Las inesperadas palabras de Telesforo, el bien mandado, calmaron la situación, pero los invitados siguieron tomando un rato más hasta que no quedó ni una gota para remedio. Entonces, de uno en uno, fueron desfilando hacia sus bohíos.

Mientras tanto, la consecuente Atenata había recorrido un buen tramo en su viaje de regreso, y se le había calmado el ahogo de la entrevista.

En esos oscuros instantes escampaba y las estrellas empezaban a chispear por los retazos del cielo.

Canto II

De cuando Telesforo formó la cagazón en la valla

Oíd, itacenses,

en nuestra ágora…

Resultó que era domingo, y el día amaneció que no se podía pedir más de bonito, con sus cantos de pájaros, susurros de hojas y azules por todo lo alto.

El bien mandado Telesforo, se tiró del palo y fue corriendo hacia la manigua para hacer sus necesidades como tenía por costumbre, echarse su lavadito de cara, pegarse la guayabera, amarrarse las botas y cuadrarse el aliancho.

Luego que tomó un buche de café y el ensillaron la bestia, partió hacia la valla, lugar este donde se reunían domingo sí y otro también los machangos. El bien mandado traía un genio montado que nadie se lo hubiera creído, pero era así. Y antes que casaran la primera pelea se tiró al ruedo, y dijo:

—Un momento, señores. Si el ojo no me engaña, aquí están todos los que fueron sosios fuertes de mi papá, y ya va siendo hora que el mundo sepa lo que está pasando en mi casa, por si alguno se hace el guillao. Yo no tengo la culpa de que la vieja mía se conserve, o como disen algunos, esté santa; ni que el viejo se haya desguabinado por esos cayos del sipote, para que un bando de gente vivebién nos quieran acabar con la quinta y los mangos.

La atención y la sorpresa se hicieron generales.

—Yo no me voy a fajar porque soy un poquito pendejo, y si es mi abuelo, de parte de padre, desde que le dio el padrejón aquel no sirve ni para tocar la flauta, pero aquí hay hombres más que sobrados que pueden sacar la cara por mí para que sea la guayabita quien se meta ahora al sijú.

Dicho esto, Telesforo, el bien mandado, botó su machete contra el tierrero de la valla y las lágrimas resbalaron entre sus párpados de seda.

Un silencio que se podía cortar envolvió a los presentes, como un manto pegajoso, y casi nadie hubiera hablado de tan acongojados y sorprendidos como estaban, si no llega a ser por Antilo, pretendiente fuerte de la Pena quien estaba loco por echar a pelear su gallo, tres veces campeón, y ganarse al segurete unos cuantos guayacanes; por lo que la salida de Telesforo la había caído de bala, y hecho un alacrán, repuso:

—Telesforo, yo siempre pensé que tú eras un comebola, pero ahora estoy más que convencido. Te apareses aquí para formar tremendo llanto por una bainá que no tiene nada que ver con gallos ni espuelas. Y lo que acabas de desirnos, que nada más somos unos vividores, te la vas a tener que tragar, pero no ahora, que a cada sapo le llega su aguasero.

Antilo, luego de recorrer la valla con la boca en los ojos, prosiguió:

—El que nosotros vayamos a tu casa a pegar la gorra es culpa de la vieja tuya, porque si ella no fuera tan sata como es, hase rato que hubiésemos espantado la mula de allí. Pero, claro, empiesa a mandarnos recaítos y uno se va embullando y acaba por pensar que lo que se van a comer los gusanos, es mejor que se lo tiemplen los cristianos. Y sucede que la gallina es dura de pelar, y si hoy te da las esperansas, mañana te tira a porquería, y con los hombres no se puede jugar de esa manera.

Antilo volvió a recorrer la valla con la boca y el machete en los ojos. Al ver que nadie ponía la suya, se cogió el brete para él solo y añadió:

—A mí y a mis amigos aquí presentes, nos tiene dicho la Pena más de sincuenta veces que el día que acabe una cubrecama que está tejiendo, y en la que lleva ya unos cuatro años de metedera, se casa enseguida, pero yo sé de buena tinta que lo bordado por la mañana desbaratado por la tarde. Así es que si le hase falta un marido para cuidarle la finca, con abrir las patas tiene.

En esos crucialísimos momentos, los dos gallos listos para la primera pelea, cantaron a un tiempo, y algunos de los presentes vieron en la cosa una mala señal, y se miraron preocupados, pues no era corriente que tales improvisaciones sucedieran, y mucho menos los domingos.

Sorpresivamente, el anciano Halitero, famoso por sus dotes de santiguador, despegó sus nalgas del taburete, y dijo:

—Cuando un gallo canta es señal que tiene güergüero, pero si cantan dos en un mismo lugar, quiere decir que anda junta la parejita.

Calló Halitero y su jeroglífico estuvo a punto de matar a más de cuatro del corazón, pues toda la filosofía ancestral de las aves habíala resumido en muy pocas palabras.

Luego de un silencio tan grande que se podía oír caminar a las garrapatas por los potreros vecinos, dijo Eurolio, castrador de colmenas y pretendiente número dos de la Pena.

—Hay gente que no son más que bemba de perro desde que vinieron al mundo, y uno de esos tipos —al que tengo serca de mí— es el ocambote que acaba de palabrear. Y lo voseo bien alto porque yo no ando creyendo en santeros ni en la puta madre que los parió. Y le parto el carapacho al primer espiritista que se me ponga a tiro, porque si el viejuco ese ha echado su plante de misterioso, fue para ver si el berracón de Telesforo pica la carná y le tira su regalito bobo. Pero a mí me roncan, y le seguiré cayendo a la Pena hasta que la tumbe, o hasta que resucite Odileo u otro enamorado me dé la mala. Y para que no haigan más controversias, váyanse enterando que la bachata seguirá allí mientras quede un horcón parado de punta o que la jineta se desida a matrimoniar, porque ya está bueno eso de chulear a los hombres.

Telesforo, el bien mandado, temblando de la pura nerviosidad, abanicó sus párpados de seda, y dijo:

—Eurolio, yo no soy de esos que buscan chirimoyas en las matas de siruela. Ya todos saben el mal que me acongoja y lo que venía buscando aquí. Ahora, lo que sí quiero, ya que no se puede compaginar de otra manera, es que me ayuden a conseguir un barco velero con un hombre arriba que, en tocante al mar, conosca lo que es pulpo y lo que es calamar. Con eso lo digo todo, porque si no encuentro al viejo mío, prefiero que me trose una picúa.

Ante las sentidas palabras de Telesforo, el bien mandado, se levantó el anciano Mentira, gran amigo de Odileo, a quien este le confiaba todos los años la venta de sus añojos, y lleno de la indignación más campesina del mundo, gritó:

—Señores, al que nase amelcochado a lo tarde o a lo serca se lo mangan las hormigas, y ese es el triste caso del Odileo, que de tan vaina nunca fue capás de prevenir dónde le iban a meter el toletazo. Y lo digo esto por ese grupito de corrompidos que nada más piensan en la crica de las mujeres, y a quien Odileo trataba mejor que si fueran hermanos, para que ahora le estén comiendo a la familia por las patas.

El anciano Mentira puso cara de perro antes de proseguir como prosiguió:

—Condenados visiosos es lo que son, que le juyen al trabajo como a panal de avispas, sin ponerse a rasonar que los años se vuelan unos atrás de otros y a la alforja que se le saca y no se le mete, pronto se le ven las nalgas. Y yo me pregunto si no es de humanos recondenarse la sangre frente a esta criatura, y viendo de una parte a esos desaforados con su ruinera, y por otra saber que no tienen fondo de tanto que tragan y chupan. Y también tenemos aquí a los que conosiendo el atropello, en ves de atajar a los bribones, se quedan callados como si tuvieran los lechones muertos en la barriga.

En ese punto climático, otro de los pretendientes, llamado Leonoro, se paró de un brinco para poner la suya, que fue así:

—¡Miren pal consumido este! Ahora resulta que en vez de sacar los perros a mear, también se ocupa de cuidarle la portañuela a la gente. ¡Está bueno eso! Pues, mire, para que no se equivoque y no vaya a coger el trillo de al lado, le recomiendo que se pegue unos punticos en la boca, porque Odileo, con ser Odileo, si cae por aquí va a tener que jugársela muy fino, porque donde hay hombres no hay fantasmas. Y horita mismo acabo yo el ripeo este, si no quieren que empiese a sonar el plan de machete y duro. Y al patomacho de Telesforo le será mejor que se quede en tierra firme, porque si coge agua lo veo mal y acatarrado. Así que se jodió la pelea de hoy y ya puede irse todo el mundo a cagar por ahí. ¡Arreen!

Nadie contestó. Las bocas se habían quedado sin dientes ni palabras. Los que tenían algo que hacer arrumbaron para sus casas. Los perros hueveros tiraron hacia la nida. Los otros hacia el monte. Telesforo fue en busca de un paso del río donde se echó en pelota al agua, para refrescar su propia indignación y sacarle un poco de punta a eso de nadar contra la corriente, por un si acaso en el futuro. En estas andaba cuando lo vino a sorprender el anciano Mentira, quien se hizo el que venía buscando pomarrosas maduras para un remedio, y lo llamó:

—Salte de ahí, muchacho.

Telesforo, el bien mandado, dio un virón, bajó el terciopelo de sus ojos, y dijo:

—Me da mucha pena salir delante de usté.

—No seas hueviblanco y ven pacá, que tenemos que hablar un asunto.

Salió Telesforo del agua. Acercose lentamente al anciano, quien luego de mirarle por delante y por detrás, le dijo:

—Eres cagaíto a tu padre, por eso te digo que si no sales troncú como él será mejor que te parta un rayo ahora mismo.

Telesforo, el bien mandado, miró instintivamente hacia los celajes con su repunte de terror, pero Mentira las estaba en otras, y puso el dedo en la llaga:

—Yo me conosco de sobra a todos los sapos de por aquí, y la madre del que diga que no me debe más de un favor. Así es que tengo pensado conseguirte una barca para que nos lleve por toda la cayería de la costa a ver si damos con el viejo tuyo. Es más, que puedo desirte hasta quién tiene la mejor vela y el mejor timón.

—Mentira, usté me perdona, pero yo tengo oído los cuentos que hase la gente que viene de las playas, y disen que por allí anda el jején telero y los caimanes se lo entripan a uno sin pensarlo.

—Eso lo cuentan los gandíos para apendejar a los buscadores de la vida y dispararse ellos solos la tajá, porque así tocan a más.

—Como quiera que se sea, la cosa es dura.

—Pero ven acá, comemierdón. ¿Quién carajo te parió a ti? ¿Tú eres hijo de un hombre o de una jutía?

—Mentira, no me maltrate que se me aguan los ojos.

—Otra cosa es lo que se te va a aguar como sigas metiendo peros al asunto. Y vete buscando la chaúcha pal viaje, mientras yo sapateo el tablón, a ver si nos perdemos de los desmedrados esos que están aprovechándose de todo lo tuyo.

—Son unos descarados, Mentira.

—Deja que encontremos al viejo tuyo, y ya verás la que se forma.

—Ojalá que naveguemos con suerte y lapita dé con el trompo.

—Bueno, déjate de musarañas y arranca para tu casa, pero no le vayas a desir nada a nadie, o te la corto.

—¡Ay, Mentira, qué emosión! ¡Yo navegando por esos mares! ¡Quién me lo iba a desir!

—Tú vas a saber ahora lo que son cantos de perico.

Terminando de hablar el anciano Mentira, echó Telesforo un tacón violento hacia su casa de lo más embullado.

Entre el follaje hilaba el sol sus diademas y alegraban los pájaros el recorrido del viento, en aquel domingo inusitable.

Mas, cuando Antilo vio llegar al bien mandado a su casa, con aquella cara tan sustanciosa que traía y aquel bailoteo en los músculos, lo atajó para desirle:

—Desparrama bien las guatacas para que no se te pierda lo que te voy a desir.

—Vengo apurado.

—Deja el apuro porque quiero desirte que la próxima vez que me hagas otra mariconá como la de horita, te van a tener que recoger con una pala, porque el pedaso más grande que pienso dejar de ti no servirá ni para carná de manjúa. Conque vete acostumbrando a metértela como te la cosinen y no vuelvas a tocar las cosas de los hombres.

—Yo no toco nada.

—Vamos ahora a meternos un palo de ron para quedar amigos. Y nadie sabe si me pongo dichoso y te doy un bando de hermanitos.

—Mira, Antilo, si tomo algo después de lo que me acabas de desir, me servirá de purgante, y no va. Sigue con tu fiesta y yo con la mía, y que baile cada uno como le salga de adentro, que si la mata tiene su fruta el pájaro tiene su pico. Y para bien o para mal, yo cojo remo de todas todas.

Otro de los pretendientes que estaba oyendo el tiqui-tiqui y no tenía nada que hacer tampoco, se acercó a ellos y continuó las últimas palabras del bien mandado, con estas otras:

—No te pongas así, hermosura, que te vamos a conseguir un tipo que tenga el timón encabronado, para que salgas con él a pescar jaibas.

Y como el espíritu de imitación estaba al día, dijo otro de los pretendientes:



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